Capítulo III

1

EL veleidoso tiempo de verano que en las últimas semanas había ofrecido una muestra de cada condición climática conocida en el país con la sola excepción de la nieve, se había estabilizado en la cálida normalidad gris adecuada a la época del año. Había una posibilidad de que la fiesta pudiera tener lugar si no con sol al menos sin lluvia. Mientras se ponía sus pantalones de montar para la cabalgata matutina con Stephen, Deborah alcanzaba a ver desde su ventana la marquesina roja y blanca y, dispersos por el césped, los armazones de una media docena de puestos a medio montar que esperaban su ornamentación final de crespones y banderas británicas. Más allá, en el terreno de la casa, ya habían cercado una pista para los juegos de los chicos y la exhibición de bailes. Un coche antiguo con un altavoz encima estaba aparcado bajo uno de los olmos en el extremo del jardín, y varios tramos de cable enrollados en los senderos y colgados entre los árboles daban testimonio de los esfuerzos de los radioaficionados locales por instalar un sistema de altavoces para la música y los anuncios. Después de un buen descanso nocturno, Deborah estaba en condiciones de inspeccionar estos preparativos con estoicismo. Sabía por experiencia que para cuando la fiesta hubiese terminado, sus ojos se encontrarían con un espectáculo muy diferente. Por más cuidadosa que fuera la gente (y muchos de ellos sólo empezaban a pasarlo bien cuando estaban rodeados de los desperdicios habituales de paquetes de cigarrillos y cáscaras de frutas) se requeriría por lo menos una semana de trabajo para que el jardín perdiera su aspecto de belleza devastada. Ya las ristras de banderolas colgadas de lado a lado en los senderos verdes daban a la vegetación un aire de frivolidad incongruente, y el disgusto de los grajos parecía estallar en recriminaciones más ruidosas de lo habitual.

En la fantasía favorita de Catherine sobre la kermés de Martingale, ella pasaba la tarde ayudando a Stephen con los caballos, el interesado, deferente y reflexivo centro de un grupo de lugareños de Chadfleet. Catherine tenía nociones pintorescas aunque anticuadas sobre el lugar y la importancia de los Maxie en la comunidad. Este alegre volar de la imaginación se desvaneció ante la decisión de la señora Maxie de que sus dos huéspedes debían ayudar donde más se los necesitara. Para Catherine esto significaba claramente que debía quedarse con Deborah en el puesto de los elefantes blancos. Pasada la primera desilusión, le sorprendió lo agradable de esta experiencia. Por la mañana se dedicó a ordenar, examinar y poner precio al conjunto heterogéneo del que todavía no se habían ocupado. Deborah tenía un conocimiento sorprendente, nacido de su larga experiencia, del origen de la mayoría de su mercancía, de lo que valía cada artículo y de quién era probable que lo comprara. Sir Reynold Price había contribuido con un amplio gabán hirsuto con forro impermeable desmontable que apartaron de inmediato para que el doctor Epps lo viera en privado. Era justo lo que necesitaba para las visitas de invierno en su coche abierto y después de todo, nadie se fija en lo que uno se pone cuando conduce. Había un sombrero viejo de fieltro del doctor del que su criada por horas intentaba deshacerse todos los años sin más resultado que verlo llegar de vuelta traído por su enfurecido dueño. Estaba marcado con seis peniques y expuesto en un lugar destacado. Había jerseys tejidos a mano de estilo y tonalidad llamativos, pequeños objetos de bronce y de porcelana sacados de las repisas de chimeneas del pueblo, atados de libros y revistas, y una colección fascinante de grabados con marcos pesados, con títulos apropiados grabados con letra muy fina sobre lámina de cobre. Estaban La primera carta de amor, El tesoro de papá, un par muy ornamentado llamados La pelea y Reconciliación, y varios mostrando soldados ya sea dándoles un beso de despedida a sus esposas o gozando los placeres más castos del reencuentro. Deborah profetizó que a los clientes les encantarían y afirmó que ya los marcos solos valían media corona.

Para la una los preparativos estaban terminados y la familia tuvo tiempo para un almuerzo rápido servido por Sally. Catherine recordó que por la mañana había habido algún problema con Martha porque la chica se había quedado dormida. Aparentemente había tenido que apurarse para compensar el tiempo perdido porque estaba enrojecida y, pensó Catherine, ocultaba cierta agitación bajo una apariencia de dócil eficiencia. Pero la comida transcurrió alegremente porque por el momento el grupo estaba unido por una preocupación común y una actividad compartida. A las dos, el obispo y su esposa ya habían llegado y la comisión salió por las puertas de vidrio del salón para instalarse un tanto incómodos en el círculo de sillas que los aguardaba, y así la kermés tuvo su comienzo formal. Pese a que el obispo era viejo y jubilado no estaba senil, y su breve discurso fue un modelo de sencillez y elegancia. A medida que la hermosa vieja voz le llegaba por el prado, Catherine pensó por primera vez en la iglesia con interés y afecto. Allí estaba la pila bautismal normanda ante la que ella y Stephen asistirían al bautismo de sus hijos. En esas naves se conmemoraba a los antepasados de él. Allí estaban frente a frente las figuras arrodilladas de un Stephen Maxie del siglo dieciséis y de Deborah, su esposa, inmortalizados para siempre en piedra con las manos unidas en oración. Allí estaban los bustos seculares y floridos de los Maxie del siglo dieciocho y las sencillas placas que informaban brevemente sobre hijos muertos en Gallipoli o en el Marne. Catherine había pensado a menudo que estaba bien que los obsequios de la familia a la iglesia se hubieran vuelto paulatinamente menos extravagantes, desde que la iglesia de St. Cedd y St. Mary de Chadfleet era ya más un lugar público de culto que un mausoleo particular para los huesos de los Maxie. Pero hoy, en un estado de ánimo de confianza y alborozo, podía pensar en toda la familia, vivos y muertos, sin espíritu de crítica y hasta un retablo barroco habría parecido apropiado.

Deborah ocupó su lugar junto con Catherine detrás del mostrador y los clientes empezaron a acercarse y a buscar gangas cautelosamente. Era en realidad uno de los puestos más populares y el negocio resultaba movido. El doctor Epps vino temprano por su sombrero y fue fácil convencerlo de comprar el gabán de sir Reynold por una libra. La ropa y los zapatos se vendían rápidamente (por lo general a las mismas personas que Deborah había predicho), y Catherine estaba ocupada dando el cambio y reabasteciendo el puesto con la gran caja de refuerzos que tenían debajo del mostrador. A lo largo de la tarde pequeños grupos de gente continuaron entrando por el portón del camino de acceso, los niños con caras estiradas en sonrisas artificiales y fijas para beneficio de un fotógrafo que había prometido un premio para «el niño más feliz» que entrara en el jardín durante la tarde. El altavoz superó las más locas expectativas; vertía una mezcla de marchas de Sousa y valses de Strauss, anuncios sobre tés y competiciones y la advertencia ocasional de usar las papeleras y mantener limpio el jardín. La señorita Liddell y la señorita Pollack, ayudadas por las menos agraciadas, mayores y más de fiar de sus chicas descarriadas, iban y venían entre St. Mary y la kermés, obedeciendo a llamados de la conciencia o del deber. Su puesto era de lejos el más caro, y la exhibición de ropa interior hecha a mano adolecía de un desgraciado compromiso entre la belleza y el decoro. El vicario, con su suave pelo blanco humedecido por el esfuerzo, sonreía radiante y feliz a su rebaño, que por una vez estaba en paz con el mundo y los unos con los otros. Sir Reynold llegó tarde, hablador, condescendiente y generoso. Desde el prado donde se serviría el té llegaba el sonido de serias recomendaciones mientras la señora Cope y la señora Nelson, con la ayuda de la clase de varones de la escuela dominical, se afanaban con mesas de bridge, sillas del ayuntamiento y una variedad de manteles que, eventualmente, tendrían que volver todos a manos de sus dueños. Felix Hearne parecía divertirse con las funciones que realizaba por cuenta propia. Apareció una o dos veces para ayudar a Deborah o a Catherine pero anunció que lo pasaba mucho mejor con la señorita Liddell y la señorita Pollack. Stephen vino una vez a averiguar cómo andaba el negocio. Para ser alguien que solía referirse a la kermés como «la maldición de los Maxie», parecía bastante feliz. Poco después de las cuatro, Deborah fue a la casa para ver si su padre necesitaba algo y Catherine quedó a cargo. Deborah volvió en más o menos media hora y sugirió que podían ir a procurarse un té. Se servía en la más grande de las dos carpas y los que llegaban tarde, le previno Deborah, por lo general se encontraban con una bebida aguada y los pasteles menos atrayentes. Felix Hearne, que se había detenido en el puesto para charlar y emitir su juicio sobre la mercancía que quedaba, fue reclutado sin más para ocupar sus lugares, y Deborah y Catherine fueron a la casa a lavarse. Habitualmente uno se encontraba con una o dos personas que atravesaban el vestíbulo porque creían que era un atajo, o porque no eran del pueblo y pensaban que el precio de la entrada incluía una visita gratis de la casa. A Deborah no parecía preocuparle.

—Allí está Bob Gillings, nuestro agente de policía local, cuidando las cosas del salón —señaló—. Y el comedor está cerrado con llave. Esto sucede siempre. Hasta ahora nadie se ha llevado nada. Entraremos por la puerta sur y usaremos el baño pequeño. Será más rápido.

De todos modos a ambas les resultó desconcertante que un hombre pasara apresuradamente a su lado en la escalera de atrás con una apresurada disculpa. Se detuvieron y Deborah lo interpeló:

—¿Busca a alguien? Ésta es una casa particular.

Él se volvió y las miró nerviosamente; era un hombre delgado, de pelo algo encanecido que dejaba al descubierto una frente alta y despejada, y una boca delgada con la que sonrió de forma propiciatoria.

—Oh, lo lamento. No me di cuenta. Por favor, discúlpenme. Estaba buscando el retrete —dijo con una voz poco atractiva.

—Si se refiere al lavabo —dijo Deborah secamente—, hay uno en el jardín. A mí me pareció que estaba adecuadamente señalado.

Él se sonrojó, balbuceó una disculpa y se fue.

—¡Qué conejo asustado! Supongo que no hacía nada malo. Pero desearía que se quedaran afuera.

Catherine decidió en su fuero interno que cuando fuera la dueña de Martingale se tomarían medidas para que así lo hicieran.

La carpa del té estaba llena de gente y el ruido confuso de la vajilla, el parloteo de las voces y el silbido de la tetera se oían sobre un fondo de música que llegaba amortiguada a través de la lona. Las mesas habían sido decoradas por los chicos de la escuela como parte del concurso para el mejor arreglo de flores silvestres. Cada mesa tenía su frasco de mermelada etiquetado y la cosecha de amapolas, collejas, acederas y rosas silvestre, revividas después de horas de estar apretadas por manos calientes. Tenían una belleza delicada y natural, aunque el perfume de las flores se perdía en el olor a pasto pisoteado, lona caliente y comida. La concentración de ruido era tan grande que un corte repentino en el bullicio de voces le pareció a Catherine como si se hubiese producido un silencio total. Sólo después se dio cuenta de que no todos habían dejado de hablar, y de que no todas las cabezas se habían vuelto hacia el lugar por donde Sally había entrado a la carpa con un vestido blanco de escote cuadrado bajo y falda tableada arremolinada idéntico al que llevaba Deborah, con una ancha faja verde que era una réplica de la que ceñía la cintura de Deborah, y con aretes verdes que resplandecían a cada lado de sus mejillas sonrojadas. Catherine sintió enrojecer sus propias mejillas y no pudo evitar una rápida mirada interrogante a Deborah. No fue la única. Desde más y más mesas las caras se volvían hacia ellas. Del otro extremo de la carpa donde algunas de las chicas de la señorita Liddell disfrutaban de un té tempranero bajo la supervisión de la señorita Pollack, hubo unas risitas rápidamente reprimidas. Alguien dijo en voz baja, pero no lo bastante baja, «¡La buena de Sal!». Sólo Deborah parecía indiferente. Sin echar una segunda mirada a Sally caminó hasta el mostrador de tablas sobre caballetes y pidió té para dos, una bandeja de pan con mantequilla y otra de pasteles. La señora Purdy echó el té en las tazas apresuradamente y Catherine siguió a Deborah a una de las mesas desocupadas aferrando la bandeja de pasteles y tristemente consciente de que era ella la que parecía una tonta.

—¿Cómo se atreve? —musitó con la cara ardiente inclinada sobre su taza—. Es un insulto deliberado.

Deborah se encogió ligeramente de hombros.

—Oh, no sé. ¿Qué importa? Supongo que la pobre se está dando un gusto con su gesto y a mí no me hace ningún daño.

—¿Dónde consiguió el vestido?

—Pienso que en el mismo lugar que yo. La etiqueta está dentro. No es un modelo exclusivo ni nada por el estilo. Cualquiera que se tomase el trabajo de buscarlo podría comprárselo.

—No pudo haber sabido que te lo ibas a poner hoy.

—Cualquier otra ocasión hubiera servido igual, supongo. ¿Tienes que seguir con el tema?

—No comprendo cómo lo tomas con tanta calma. Yo no lo haría.

—¿Que esperas que haga? ¿Ir a arrancárselo? Hay un límite al entretenimiento gratis que puede esperar el pueblo.

—Me pregunto qué dirá Stephen —dijo Catherine.

Deborah pareció sorprendida.

—No creo que ni siquiera se dé cuenta, excepto para pensar que le queda muy bien. Es un vestido más para ella que para mí. ¿Te apetecen los pasteles o prefieres tratar de conseguir unos emparedados?

Catherine, privada de seguir la conversación, prosiguió con el té.