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DESPUÉS del té, Deborah decidió hacerle una visita a Stephen, en parte para evitar el gentío de la hora punta pero más que nada porque pocas veces dejaba de pasar por el Hospital de St. Luke cuando iba a Londres. Invitó a Felix a acompañarla, pero éste se excusó aduciendo que el olor a desinfectante lo descomponía, y la dejó en un taxi con expresiones formales de agradecimiento por su compañía. Era puntilloso en esas cuestiones. Deborah luchó contra la sospecha poco halagüeña de que se había cansado de su conversación y se sentía aliviado al verla alejarse cómoda y velozmente, y se concentró en el placer de ver a Stephen. Fue tanto más desconcertante encontrarse con que no estaba en el hospital. Además era inusual. Colley, el conserje del vestíbulo, le explicó que el señor Maxie había recibido una llamada telefónica y había salido para encontrarse con alguien dejando dicho que no tardaría. El señor Donwell lo sustituía. Pero el señor Maxie seguramente no tardaría mucho. Llevaba casi una hora fuera. ¿La señora Riscoe quizá querría ir a la sala de los residentes? Deborah se quedó charlando unos minutos con Colley, que le agradaba, y luego tomó el ascensor hasta el cuarto piso. El señor Donwell, un joven archivista, tímido y con granos, masculló un saludo y huyó rápidamente hacia las salas dejando a Deborah a solas con cuatro sillones sucios, un montón desordenado de revistas médicas y los restos a medio retirar del té de los residentes. Parece que una vez más les había tocado brazo de gitano y, como de costumbre, alguien había usado su plato como cenicero. Deborah comenzó a apilar la vajilla pero, comprendiendo que era una actividad un tanto carente de sentido ya que no sabía qué hacer con ella, tomó uno de los periódicos y se acercó a la ventana donde podía repartir su interés entre aguardar a Stephen y hojear los artículos médicos más llamativos o comprensibles. La ventana dejaba ver la entrada principal del hospital calle arriba. A lo lejos podía discernir la curva brillante del río y las torres de Westminster. El rugido incesante del tránsito estaba amortiguado, un fondo discreto para los ruidos ocasionales del hospital, el sonido metálico de las puertas de los ascensores, el sonar de los teléfonos, rápidas pisadas por el pasillo. En la entrada ayudaban a una anciana a subir a una ambulancia. Desde una altura de cuatro pisos las figuras aparecían extrañamente achatadas. La puerta de la ambulancia se cerró sin un sonido y se alejó silenciosamente. De pronto los vio. Primero distinguió a Stephen, pero la cabeza encendida de un dorado rojizo casi a la altura de su hombro era inconfundible. Se detuvieron en la esquina del edificio. Parecían hablar. La cabeza oscura estaba inclinada hacia la dorada. Un momento después vio que se daban la mano y Sally se volvió en un destello de sol y se alejó con paso rápido sin echar ni una mirada atrás. A Deborah no se le escapó nada. Sally tenía puesto su traje gris. Era de confección pero le quedaba bien y destacaba la brillante cascada de pelo, ahora libre del freno de la cofia y las horquillas.

Era lista, pensó Deborah. Lista por saber que hay que vestirse con sencillez si se quiere llevar el pelo suelto así. Lista por evitar los verdes por los que la mayoría de las pelirrojas tienen predilección. Lista por haber dicho «adiós» fuera del hospital y haber resistido la segura invitación a una cena de hospital con sus inevitables oportunidades para situaciones molestas o arrepentimientos. Después Deborah se sorprendería de haber notado tan nítidamente lo que vestía Sally. Era como si la viera por primera vez a través de los ojos de Stephen, y al verla se asustara. Pareció pasar mucho tiempo antes de que oyera el zumbido del ascensor y sus pasos rápidos por el pasillo. Entonces estuvo a su lado. No se alejó de la ventana para que supiera en seguida que ella lo había visto. Sintió que no podría soportarlo si él no se lo decía y era más fácil de esa manera. Ella no sabía qué era lo que esperaba, pero cuando él habló fue una sorpresa:

—¿Has visto esto antes? —preguntó.

En su palma extendida había una bolsita tosca hecha con un pañuelo de hombre con las esquinas anudadas. Deshizo uno de los nudos, dio una pequeña sacudida y dejó caer tres o cuatro de los pequeños comprimidos. Su color marrón grisáceo era inconfundible.

—¿No son algunos de los comprimidos de papá? —parecía como si la estuviera acusando de algo—. ¿De dónde los has sacado?

—Sally los encontró y me los trajo hasta aquí. Me imagino que nos habrás visto por la ventana.

—¿Qué hizo con el bebé? —la pregunta tonta y fuera de lugar ya estaba hecha antes de que tuviera tiempo de pensar.

—¿El bebé? Ah, Jimmy, no sé. Supongo que Sally lo dejó con alguien en el pueblo, o con mamá o con Martha. Vino a traerme esto y me llamó desde la calle Liverpool para pedirme que me encontrara con ella. Los encontró en la cama de papá.

—¿Pero cómo, en su cama?

—Entre el cubre-colchón y el colchón. Por el costado. Tenía la sábana bajera arrugada y estaba estirando y ajustando la tela impermeable cuando notó un bulto pequeño en la esquina del colchón bajo la cubierta ajustada. Encontró esto. Papá debe haber estado juntándolos durante varias semanas, quizá meses. Puedo adivinar por qué.

—¿Sabe que ella los encontró?

—Sally cree que no. Estaba de costado con la cara vuelta para el otro lado mientras ella se ocupaba de la sábana. Simplemente se metió el pañuelo con los comprimidos en el bolsillo y siguió adelante como si no hubiese pasado nada. Claro que pueden haber estado allí mucho tiempo, hace dieciocho meses o más que toma Sommeil, y puede haberse olvidado de ellos. Puede haber perdido la fuerza necesaria para llegar a ellos y usarlos. No sabemos qué pasa por su mente. El asunto es que no nos hemos molestado siquiera por averiguarlo. Salvo Sally.

—Pero, Stephen, eso no es cierto. Sí que lo hemos intentado. Nos sentamos con él y lo cuidamos y tratamos de hacerle sentir que estamos allí. Pero no hace más que estar acostado, sin moverse, sin hablar, sin parecer siquiera ya reparar en la gente. No es realmente papá. No hay ningún contacto entre nosotros. Lo he intentado, juro que lo he hecho, pero no hay nada que hacer. No puede haber tenido realmente la intención de tomar esos comprimidos. No puedo imaginar cómo siquiera se las arregló para juntarlos, para planearlo todo.

—Cuando te toca a ti darle sus comprimidos ¿le observas mientras los traga?

—No, en realidad no. Sabes cómo solía odiar que lo ayudáramos demasiado. Ahora no creo que le importe, pero todavía le damos los comprimidos y luego llenamos el vaso y se lo llevamos a los labios si parece quererlo. Debe haber escondido esto hace meses. No creo que ahora pudiera hacerlo, no sin que Martha lo supiese. Es la que más se ocupa de moverlo y de los cuidados más pesados.

—Bueno, parece que consiguió engañar a Martha. Pero, Deborah, por Dios, debí haberlo adivinado, debí haberlo sabido. Y me llamo a mí mismo médico. Éste es el tipo de cosa que me hace sentir un carpintero especializado, lo suficientemente competente como para trinchar a los pacientes siempre y cuando no se espere que me preocupe por ellos como personas. Sally por lo menos lo trató como un ser humano.

Por un momento Deborah sintió la tentación de señalar que ella, como su madre y Martha, por lo menos se las estaban arreglando para mantener a Simon Maxie cómodo, limpio y alimentado a un costo nada pequeño, y que era difícil ver en qué Sally había hecho más. Pero si Stephen quería entregarse al remordimiento era poco lo que se ganaría impidiéndoselo. En general después se sentía mejor, aunque otra gente se sintiera peor. Le observó en silencio mientras revolvía en el cajón del escritorio donde encontró un frasco que parecía haber contenido aspirina alguna vez; contó cuidadosamente los comprimidos (había diez) mientras los metía en el frasco al que le puso una etiqueta con el nombre de la droga y la dosis. Eran los actos casi automáticos de un hombre entrenado para guardar los remedios debidamente etiquetados. La mente de Deborah estaba llena de preguntas que no se atrevía a hacer. «¿Por qué Sally recurrió a ti y no a mamá? ¿Encontró realmente esos comprimidos o fue sólo un truco conveniente para verte a solas? Pero debió encontrarlos. Nadie podría inventar una historia como ésa. Pobre papá. ¿Qué ha estado diciendo Sally? ¿Por qué debería preocuparme tanto por esto, por Sally? La odio porque tiene un hijo y yo no. Por fin lo he dicho, pero admitirlo no lo hace más llevadero. Esa bolsa hecha con un pañuelo. Le debe haber llevado horas atarla. Parecía algo hecho por una criatura. Pobre papá. Era tan alto cuando yo era una niña. ¿Es que realmente le tenía miedo? Dios mío, por favor ayúdame a sentir piedad. Quiero sentir pena por él. ¿Qué estará pensando Sally ahora? ¿Qué le dijo Stephen?»

Él volvió de su escritorio y le alargó el frasco.

—Creo que sería mejor que llevaras esto a casa. Colócalo en el botiquín de su cuarto. No le digas nada a mamá todavía, ni al doctor Epps. Pienso que sería más prudente que le suspendiéramos los comprimidos a papá. Te conseguiré una receta preparada en el dispensario antes de que te vayas, es el mismo tipo de droga sólo que en solución. Dadle una cucharada sopera disuelta en agua por la noche. Sería mejor que te encargaras tú misma. A Martha dile sólo que he suspendido los comprimidos. ¿Cuándo lo verá de nuevo el doctor Epps?

—Vendrá con la señorita Liddell a ver a mamá después de cenar. Supongo que puede subir entonces. Pero no creo que pregunte por los comprimidos. Hace ya tanto que los toma. Simplemente le avisamos cuando se está terminando el frasco y nos da una nueva receta.

—¿Sabes cuántos comprimidos hay ahora en la casa?

—Hay un frasco nuevo con el sello sin romper. Lo íbamos a empezar esta noche.

—Entonces déjalo en el botiquín y dale la medicina. Podré hablar con Epps sobre esto cuando lo vea el sábado. Llegaré mañana por la noche tarde. Será mejor que vengas conmigo ahora al dispensario y lo más sensato sería volver a casa ya mismo. Avisaré por teléfono a Martha para que te guarde algo para cenar.

—Sí, Stephen.

Deborah no lamentó perder su comida. Todo el placer del día se había evaporado. Era hora de ir volviendo a casa.

—Y preferiría que no le dijeras nada sobre esto a Sally.

—No tenía la menor intención de hacerlo. Sólo espero que sea capaz de una discreción similar. No queremos que la historia corra por todo el pueblo.

—Deborah, eso es algo injusto de decir, y ni siquiera lo crees. No podrías encontrar a nadie más prudente que Sally. Fue muy sensata acerca de esto. Y bastante dulce.

—Estoy segura de que lo fue.

—Naturalmente, estaba preocupada por ello. Le tiene mucho afecto a papá.

—Parece estar extendiendo su afecto a ti.

—¿Qué demonios quieres decir?

—Me estaba preguntando por qué no le habló a mamá sobre los comprimidos, o a mí.

—No has hecho mucho para estimularla a que confíe en ti, ¿no es cierto?

—¿Qué demonios esperas que haga? ¿Tenerle la mano? No estoy particularmente interesada en ella en tanto haga su trabajo con eficiencia. No me gusta, y no espero gustarle a ella.

—No es cierto que no te guste —dijo Stephen—. La odias.

—¿Se quejó de la forma en que ha sido tratada?

—Claro que no. Sé sensata, Deb. No es tu forma de ser.

«¿No?», pensó Deborah. «¿Cómo sabes cómo soy?». Pero captó en las últimas palabras de Stephen una súplica de paz y le tendió la mano, diciendo:

—Lo lamento. No se qué me pasa últimamente. Estoy segura de que Sally hizo lo que creyó mejor. De todos modos no vale la pena pelearse por esto. ¿Quieres que mañana te espere levantada? Felix no puede venir hasta el sábado por la mañana, pero a Catherine se la espera para cenar.

—No te molestes. Quizá tenga que tomar el último autobús. Pero saldré a caballo contigo antes del desayuno si quieres despertarme.

El sentido de esta propuesta formal en lugar de la rutina felizmente establecida no se le escapó a Deborah. Sólo se había tendido un puente precario sobre el abismo abierto entre ellos. Sintió que Stephen también tenía conciencia con inquietud del hielo que se agrietaba bajo sus pies. Nunca desde la muerte de Edward Riscoe se había sentido distanciada de Stephen; nunca desde entonces había tenido tanta necesidad de él.