EL jueves anterior a la kermés Deborah pasó la mañana en Londres haciendo unas compras, almorzó con Felix Hearne en su club y por la tarde fueron juntos a un cine de la calle Baker a ver una reposición de Hitchcock.
Este agradable programa se completó con el té de la tarde en un restaurante de Mayfair que tiene conceptos anticuados acerca de lo que constituye una comida adecuada para la tarde. Colmada de emparedados de pepino y pastelitos caseros de chocolate, Deborah pensó que la tarde realmente había sido un éxito, aunque no lo suficientemente intelectual para el gusto de Felix. Pero la había soportado bien. El no ser amantes tenía sus ventajas. Si se tratara de una aventura les habría parecido necesario pasar la tarde juntos en su casa de Greenwich ya que tenían la oportunidad, y una unión irregular impone convenciones tan rígidas e imperativas como las del matrimonio. Y si bien hacer el amor hubiera sido sin duda bastante agradable, la camaradería cómoda y poco exigente de que habían gozado era más de su gusto.
No quería enamorarse de nuevo. Meses de desdicha y desesperación aniquiladores la habían curado de esa particular insensatez. Se había casado joven y Edward Riscoe murió de poliomielitis menos de un año después. Pero un matrimonio basado en el compañerismo, gustos compatibles y el intercambio satisfactorio de placer sexual le parecía una base razonable para la vida y una que podía lograrse sin un exceso de perturbación emocional. Felix, sospechaba, estaba lo suficientemente enamorado de ella como para ser interesante sin resultar aburrido y sólo esporádicamente sentía la tentación de considerar seriamente la esperada propuesta de matrimonio. Sin embargo, comenzaba a parecerle ligeramente extraño que la propuesta no se concretara. No se trataba, ella lo sabía, de que no le gustaran las mujeres. Era cierto que la mayoría de sus amigos comunes le consideraban un soltero por naturaleza, excéntrico, un tanto pedante y siempre entretenido. Podrían haber sido menos considerados, pero estaba el hecho ineludible de que no se podía pasar por alto su hoja de servicios durante la guerra. No puede ser un afeminado o un payaso un hombre que tiene condecoraciones tanto francesas como británicas por su actuación en el movimiento de la Resistencia. Era uno de aquellos cuyo coraje físico, la más respetada y fascinante de las virtudes, había sido puesto a prueba en las celdas de castigo de la Gestapo y nunca más podía ser cuestionado. Ahora ya no estaba tan de moda pensar en esas cosas, pero aún no se habían olvidado del todo. Cualquiera podía tratar de adivinar lo que esos meses en Francia le habían hecho a Felix Hearne, pero se le toleraban sus excentricidades y presumiblemente él las disfrutaba. A Deborah le gustaba mucho porque era inteligente y entretenido y el chismoso más divertido que conocía. Tenía el mismo interés que una mujer por las cosas pequeñas de la vida y una preocupación natural por las minucias de las relaciones humanas. Nada le resultaba demasiado insignificante, y ahora estaba sentado escuchando con todo el aspecto de una divertida simpatía el informe de Deborah sobre Martingale.
—Así que ya ves, es una gozada volver a tener algo de tiempo libre, pero no creo que dure. Con el tiempo, Martha va a conseguir que se vaya. Y en realidad no la culpo. Sally no le gusta, ni a mí tampoco.
—¿Por qué? ¿Anda detrás de Stephen?
—Felix, no seas vulgar. Podrías concederme el beneficio de una razón más sutil que ésa. En realidad, sin embargo, sí parece haberlo impresionado y creo que es algo deliberado. Le pide su consejo sobre el bebé siempre que él está en casa, pese a que he tratado de señalarle que se supone que es un cirujano y no un pediatra. Y la vieja Martha, pobre, no puede expresar ni una palabra de crítica sin que corra a su defensa. Lo verás con tus propios ojos cuando vengas el sábado.
—¿Quién más estará además de esa intrigante Sally Jupp?
—Stephen, naturalmente. Y Catherine Bowers. La conociste la última vez que estuviste en Martingale.
—Es cierto. Con ojos medio saltones pero una figura agradable y más inteligencia de la que tú o Stephen estabais dispuestos a concederle.
—Si te impresionó tanto —replicó Deborah suavemente—, puedes demostrar tu admiración este fin de semana y darle un respiro a Stephen. En un tiempo estuvo bastante prendado de ella y ahora se le pega como una lapa y lo aburre espantosamente.
—¡Qué increíblemente despiadadas son las mujeres lindas con las poco agraciadas! Y por «bastante prendado de ella» supongo que quieres decir que la sedujo. Bueno, eso en general trae complicaciones, y tendrá que encontrar una salida como lo han hecho antes hombres mejores. Pero iré. Me encanta Martingale y aprecio la buena comida. Por otra parte tengo un presentimiento de que el fin de semana va a resultar interesante. Una casa llena de gente que no simpatiza entre sí está destinada a ser explosiva.
—¡Oh, pero la cosa no es tan espantosa!
—Le anda muy cerca. Yo no le gusto a Stephen. Nunca se ha preocupado por ocultarlo. Catherine Bowers no te gusta. Tú no le gustas a ella y probablemente me incluirá en ese sentimiento. Sally Jupp no os gusta ni a Martha ni a ti, y ella, pobre chica, es probable que os deteste a todos vosotros. Y esa criatura patética, la señorita Liddell, estará allí, y a tu madre no le gusta. Será una perfecta orgía de emoción reprimida.
—No es necesario que vengas. En realidad, pienso que sería mejor que no lo hicieras.
—Pero, Deborah, tu madre ya me ha invitado y acepté. Le escribí la semana pasada en mi agradable estilo formal, y ahora lo voy a anotar en mi librito negro para dejarlo establecido más allá de toda duda.
Inclinó su cabeza rubia y brillante sobre su agenda. Su cara, con la piel pálida que volvía casi imperceptible la línea del nacimiento del pelo, estaba vuelta hacia otro lado. Observó lo ralas que eran las cejas sobre esa frente descolorida, y los intrincados pliegues y arrugas alrededor de los ojos. Deborah pensó que una vez debió haber tenido manos hermosas, antes que la Gestapo se dedicara a ellas. Las uñas nunca volvieron a crecer del todo. Trató de imaginarse a esas manos moviéndose por las complejidades de un arma, enredadas en las cuerdas de un paracaídas, apretadas en señal de desafío o de sufrimiento. Pero no fue posible. No parecía haber ningún punto de contacto entre aquel Felix que aparentemente una vez había conocido una causa por la que valía la pena sufrir y el superficial, mundano, sardónico Felix Hearne de Hearne & Illingworth, editores, así como no lo había entre la chica que se había casado con Edward Riscoe y la mujer que ella era hoy. Súbitamente Deborah sintió de nuevo la malaise familiar de nostalgia y pesar. Con este estado de ánimo observó a Felix mientras escribía debajo de la fecha del sábado con su letra apretada y minuciosa como si estuviera concertando una cita con la muerte.