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ARRIBA, en el dormitorio de techo bajo pintado de blanco que había sido suyo desde la infancia, Stephen se estiró sobre su cama.

—Estoy cansado —dijo.

—Yo también —Deborah bostezó y se sentó sobre la cama al lado de él—. Fue una cena bastante tétrica. Desearía que mamá no los hubiera invitado.

—Son todos tan hipócritas.

—No lo pueden remediar. Fueron educados así. Aparte de eso no creo que Epps y el señor Hinks tengan mucho de malo.

—Supongo que me porté como un tonto —dijo Stephen.

—Bueno, estuviste bastante vehemente. Algo así como sir Galahad lanzándose a la defensa de la doncella ultrajada, salvo que probablemente había pecado más de lo que se había pecado en su contra.

—No te gusta, ¿no es cierto? —preguntó Stephen.

—Querido mío, no se me ha ocurrido pensar en eso. Sólo trabaja aquí. Sé que eso suena muy reaccionario para tus ideas progresistas, pero no tiene intención de serlo. Es simplemente que ella no me interesa en ningún sentido, y yo a ella tampoco, me imagino.

—Siento pena por ella —había un dejo de truculencia en la voz de Stephen.

—Eso fue bastante obvio en la cena —dijo secamente Deborah.

—Fue su maldita suficiencia lo que me cansó. Y esa mujer, la Liddell. Es ridículo poner a una solterona a cargo de un hogar como el St. Mary.

—No veo por qué. Puede ser un poco limitada, pero es bondadosa y concienzuda. Además diría que el St. Mary ya ha sufrido un exceso de experiencia sexual.

—¡Oh, santo cielo, no te pongas chistosa Deborah!

—Y bueno, ¿qué esperas que haga? Sólo nos vemos una vez cada quince días. Es un poco duro tener que enfrentarse con una de las cenas de compromiso de mamá y verse obligada a ver a Catherine y a la señorita Liddell riéndose en secreto de ti porque pensaban que habías perdido la cabeza por una sirvienta bonita. Ésa es la clase de vulgaridad con la que Liddell se deleitaría especialmente. Mañana todo el pueblo sabrá cada palabra de lo que se dijo.

—Si pensaron eso deben estar locas. Apenas he visto a la chica. No creo que todavía haya hablado con ella. ¡La idea misma es ridícula!

—Eso es lo que quería decir, querido, por amor al cielo, controla tus instintos de cruzado mientras estés en casa. Hubiera pensado que podrías haber sublimado tu conciencia social en el hospital sin necesidad de traerla a casa. Resulta incómodo convivir con ella, especialmente para aquéllos que no la tienen.

—Hoy ando un poco nervioso. No estoy seguro de saber qué hacer.

Era típico de Deborah saber inmediatamente qué quería decir.

—¿Es bastante aburrida, no es cierto? ¿Por qué no terminas con la aventura elegantemente? Porque presupongo que hay una aventura que terminar.

—Sabes muy bien que la hay, o la hubo. ¿Pero cómo?

—A mí nunca me ha resultado especialmente difícil. El arte está en hacer creer a la otra persona que es ella la que te ha plantado. Después de unas semanas hasta yo misma lo creo.

—¿Y si no entran en el juego?

—Han muerto hombres y se los han comido los gusanos, pero no de amor.

A Stephen le habría gustado preguntar cuándo, y si se podía, convencer a Felix Hearne de que era él quien la había plantado. Pensó que en éste como en otros asuntos, Deborah mostraba una dureza que a él le faltaba.

—Supongo que soy un cobarde para estas cosas —dijo—. Nunca me es fácil sacarme de encima a la gente, ni siquiera a los pelmazos en las fiestas.

—No —contestó su hermana—. Ése es tu problema. Demasiado débil y demasiado susceptible. Deberías casarte. A mamá realmente le gustaría. Alguien con dinero, si pudieras encontrarla. No demasiado, claro, sólo maravillosamente rica.

—No hay duda. ¿Pero quién?

—¿Quién, en efecto?

De repente, Deborah pareció perder interés en el tema. Se levantó de la cama y fue a apoyarse en el antepecho de la ventana. Stephen observó su perfil, tan parecido al suyo y sin embargo tan misteriosamente diferente, recortado contra la negrura de la noche. Las venas y las arterias del día que ya moría se extendían sobre el horizonte. Desde el jardín le llegaban todos los intensos e infinitamente dulces efluvios de una noche de primavera inglesa. Echado allí en esa oscuridad fresca, cerró los ojos y se entregó a la paz de Martingale. En momentos como éste comprendía perfectamente por qué su madre y Deborah hacían planes y proyectos para conservarle su herencia. Era el primero de la familia Maxie que había estudiado medicina. Había hecho lo que quería y la familia lo había aceptado. Pudo haber elegido algo aún menos lucrativo, aunque era difícil imaginar qué. Con el tiempo, si sobrevivía al esfuerzo, a los imprevistos y a la competencia despiadada, podía llegar a ser médico de cabecera. Hasta quizá le fuera lo suficientemente bien como para sostener él solo a Martingale. Mientras tanto ellas se las arreglarían como pudiesen haciendo pequeñas economías en el manejo de la casa, cuidando de no privarlo de comodidades, disminuirían las donaciones a instituciones de caridad, dedicarían más tiempo al cuidado del jardín para ahorrar los tres chelines por hora que le pagaban al viejo Purvis y emplearían a jóvenes inexpertas para ayudar a Martha. Nada de todo eso podía molestarle demasiado y todo estaba destinado a asegurar que él, Stephen Maxie, sucediera a su padre tal como Simon Maxie había sucedido al suyo. ¡Si tan sólo hubiese podido gozar de Martingale por su belleza y su paz sin estar encadenado a la propiedad por ese lazo de responsabilidad y culpa!

Se escucharon los pasos lentos y cuidadosos de alguien que subía la escalera y luego un golpe en la puerta. Era Martha con la bebida caliente de la noche. Ya en su infancia, la vieja Nannie había decidido que un vaso de leche caliente antes de dormir ayudaría a terminar con las pesadillas aterradoras e inexplicables que, durante un breve período, tuvieron él y Deborah. Con el tiempo las pesadillas cedieron su lugar a los temores más tangibles de la adolescencia, pero la bebida caliente se había convertido en un hábito de la familia. Martha, como antes su hermana, estaba convencida de que era el único talismán efectivo contra los peligros, reales o imaginarios, de la noche. Ahora depositó la pequeña bandeja con todo cuidado. En ella estaban la taza azul de Wedgwood de Deborah y la vieja taza de la coronación de Jorge V que el abuelo Maxie había comprado para Stephen.

—También traje su Ovaltine[1], señorita Deborah —dijo Martha—. Pensé que la encontraría aquí —lo dijo en voz baja como si formaran parte de una conspiración.

Stephen se preguntó si habría adivinado que habían estado hablando de Catherine. Esto se parecía mucho a cuando la vieja y tranquilizadora Nannie llegaba con las bebidas calientes para la noche dispuesta a quedarse y conversar. Pero sin embargo, no era exactamente lo mismo. La devoción de Martha era más locuaz, más cohibida y menos aceptable. Era un remedo de una emoción que para él había sido tan simple y necesaria como el aire que respiraba. Al recordarlo también pensó que Martha necesitaba un elogio de vez en cuando.

—La cena estuvo muy buena, Martha —le dijo.

Deborah había vuelto de la ventana y rodeaba la taza humeante con sus manos delgadas de uñas rojas.

—Es una pena que la conversación no haya estado a la altura de la comida. La señorita Liddell nos dio una conferencia sobre las consecuencias sociales de la ilegitimidad. ¿Qué piensas de Sally, Martha?

Stephen se dio cuenta de que era una pregunta imprudente. No era propio de Deborah haberla hecho.

—Parece muy discreta —concedió Martha—, pero claro que es poco tiempo. La señorita Liddell habló muy bien de ella.

—Según la señorita Liddell —dijo Deborah—, Sally es un modelo de todas las virtudes salvo una, y aun eso no fue sino un desliz de la naturaleza, que no supo reconocer a una alumna de escuela secundaria en la oscuridad.

A Stephen le chocó la repentina amargura en la voz de su hermana.

—No sé si tanta educación es algo bueno para una criada, señorita Deborah —Martha logró con esto transmitir que ella se había arreglado perfectamente bien sin tenerla—. Lo único que espero es que se dé cuenta de la suerte que tiene. La señora hasta le ha prestado nuestra cuna, ésa en la que durmieron ustedes dos.

—Bueno, ahora no la usamos —Stephen trató de que su voz no delatara la irritación que sentía.

¡Sin duda ya se había hablado bastante de Sally Jupp! Pero Martha no estaba dispuesta a captar la advertencia. Era como si ella personalmente hubiese sido profanada, y no tan sólo la cuna de la familia.

—Siempre hemos cuidado esa cuna, doctor Stephen. Debía conservarse para los nietos.

—¡Maldición! —exclamó Deborah. Se secó la bebida que se le había derramado sobre los dedos y colocó la taza en la bandeja—. No hay que contar los nietos antes de que hayan nacido. A mí hay que considerarme fuera de la partida y Stephen no está comprometido ni entra en sus planes. Probablemente acabará por elegir una enfermera robusta y eficiente que preferirá comprar una cuna propia, higiénica y nueva, en la calle Oxford. Gracias por la bebida, Martha querida.

Pese a la sonrisa, fue una despedida. Se dieron las últimas «buenas noches» y los mismos pasos cuidadosos bajaron la escalera. Cuando se hubieron apagado, Stephen dijo:

—Pobre vieja Martha. Le damos demasiado por sentado y este trabajo de criada para todo servicio se está volviendo muy pesado para ella. Supongo que deberíamos pensar en darle una pensión.

—¿Con qué? —Deborah estaba de nuevo de pie contra la ventana.

—Por lo menos ahora tiene quien le ayude —contemporizó Stephen.

—Siempre que Sally no resulte más un problema que una ayuda. De acuerdo con lo que dijo la señorita Liddell, el niño es extraordinariamente bueno. Pero eso se dice de cualquier bebé que no llore a gritos dos noches de cada tres. Y además está la colada. Sally no puede ser una gran ayuda para Martha si tiene que pasar la mitad de la mañana lavando pañales.

—Se supone que otras madres lavan pañales —dijo Stephen— y sin embargo se hacen tiempo para otros trabajos. Esa chica me gusta y creo que puede ser una ayuda para Martha si se le da la oportunidad.

—Por lo menos tuvo en ti un paladín muy decidido, Stephen. Es una lástima que casi seguramente estarás a salvo en el hospital cuando empiecen los problemas.

—¿Qué problemas, por el amor de Dios? ¿Qué os pasa a todos vosotros? ¿Por qué demonios tienes que presumir que la chica creará problemas?

Deborah se dirigió hacia la puerta.

—Porque —dijo—, ya está causando problemas, ¿no es así? Buenas noches.