Capítulo I

1

EXACTAMENTE tres meses antes del asesinato en Martingale, la señora Maxie tuvo invitados a cenar. Años más tarde, cuando el juicio no era más que un escándalo casi olvidado y los titulares amarilleaban en los periódicos que forraban cajones de alacenas, la señora Maxie recordó esa noche de primavera como la primera escena de una tragedia. La memoria, selectiva y perversa, revistió lo que había sido una cena común y corriente con un aura ominosa e inquietante. Retrospectivamente, se convirtió en una reunión ritual bajo un mismo techo de víctima y sospechosos, en el preludio escenificado de un asesinato. En realidad, no todos los sospechosos habían estado presentes. Felix Hearne, por ejemplo, no estuvo en Martingale ese fin de semana. Sin embargo, en su memoria, él también estaba sentado a la mesa de la señora Maxie, observando con ojos divertidos, sardónicos, los escarceos iniciales de los actores.

En aquel momento, claro, la reunión fue a la vez común y más bien aburrida. Tres de los invitados, el doctor Epps, el vicario y la señorita Liddell, directora del Hogar St. Mary para Jóvenes, habían cenado juntos demasiadas veces como para esperar novedad o estímulo de su compañía. Catherine Bowers estaba extrañamente silenciosa y Stephen Maxie y su hermana, Deborah Riscoe, ocultaban con obvia dificultad su irritación por el hecho de que el primer fin de semana en más de un mes en que Stephen no tenía que ir al hospital coincidiera con una reunión. La señora Maxie acababa de emplear a una de las madres solteras de la señorita Liddell como criada y la joven estaba sirviendo la mesa por primera vez. Pero el ambiente de incomodidad que pesaba sobre la comida no podía deberse, indudablemente, a la presencia ocasional de Sally Jupp, que colocaba las fuentes delante de la señora Maxie y retiraba los platos con una destreza eficiente que la señorita Liddell observaba con una aprobación complacida.

Es probable que por lo menos uno de los invitados se sintiera completamente a gusto. Bernard Hinks, el vicario de Chadfleet, era soltero, y todo lo que no fuera uno de los platos nutritivos pero desabridos presentados por su hermana, que le llevaba la casa (ella misma nunca sentía la tentación de salir de la vicaría para cenar), era un alivio que dejaba poco lugar para las sutilezas de los intercambios sociales. Era un hombre tranquilo, de cara dulce, que aparentaba más de sus cincuenta y cuatro años, y era conocido por su vaguedad y timidez, salvo en lo que hiciera a puntos de doctrina. La teología era su interés intelectual principal, casi único, y si sus feligreses no siempre podían comprender sus sermones, les satisfacía considerar ese hecho como prueba segura de la erudición de su vicario. Sin embargo, había consenso en el pueblo en cuanto a que se podía obtener de la vicaría tanto consejo como ayuda y que, si los primeros eran a veces un tanto confusos, por lo general se podía confiar en la segunda.

Para el doctor Charles Epps la cena significaba una comida de primera clase, un par de mujeres encantadoras con las que conversar y un interludio reparador en medio de las trivialidades de su actividad como médico rural. Era un viudo que llevaba treinta años en Chadfleet y conocía a la mayoría de sus pacientes lo suficiente como para predecir con exactitud si iban a vivir o a morir. Creía que era poco lo que cualquier médico podía hacer para alterar ese destino, que había sabiduría en saber cuándo morir causando la menor molestia a los demás y la menor angustia a uno mismo, y que gran parte del progreso de la medicina sólo prolongaba la vida por unos meses de incomodidades para mayor fama del médico. Pese a eso, era menos estúpido y más hábil de lo que Stephen Maxie le reconocía y pocos de sus pacientes enfrentaban lo inevitable antes de su hora. Había atendido a la señora Maxie en el nacimiento de sus dos hijos y era médico y amigo de su esposo en la medida en que la mente absorta de Simon Maxie pudiera, a esas alturas, reconocer o apreciar la amistad. Ahora estaba sentado a la mesa de los Maxie y se llevaba a la boca trozos de soufflé de pollo con el aire de un hombre que se ha ganado su cena y no tiene la menor intención de verse afectado por los estados de ánimo de los demás.

—¿Así que has acogido a Sally Jupp y a su bebé, Eleanor? —al doctor Epps nunca le molestaba afirmar lo obvio—. Lindas personitas los dos. Te debe resultar bastante agradable tener de nuevo un bebé en la casa.

—Esperemos que Martha esté de acuerdo contigo —dijo la señora Maxie secamente—. Claro que necesita ayuda desesperadamente, pero es muy conservadora. Puede que la situación le afecte más de lo que dice.

—Ya se le pasará. Los escrúpulos morales no duran mucho cuando se trata de otro par de manos para ayudar en el fregadero de la cocina —el doctor Epps desechó la conciencia de Martha Bultitaft con un movimiento de su brazo regordete—. De todos modos dentro de poco el bebé la tendrá comiendo de su mano. Jimmy es una criatura atrayente, quienquiera que haya sido su padre.

Llegado este momento, la señorita Liddell sintió que la voz de la experiencia debía hacerse oír.

—Doctor, no creo que debamos hablar de los problemas de estos niños tan a la ligera. Naturalmente debemos demostrar caridad cristiana —aquí la señorita Liddell se inclinó ligeramente hacia el vicario como reconociendo la presencia de otro experto y pidiendo disculpas por la intromisión en su campo—, pero no puedo dejar de sentir que la sociedad como un todo se está volviendo demasiado indulgente con estas chicas. Las pautas morales del país seguirán bajando si a estos niños se les presta más consideración que a los nacidos del matrimonio. ¡Y ya está pasando! Hay muchas madres pobres, respetables, que no son objeto de la preocupación y cuidados que se derrocha en algunas de estas chicas.

Miró en torno de la mesa, se sonrojó y empezó a comer de nuevo enérgicamente. Y bueno, ¿qué importaba si todos parecían sorprendidos? Era algo que debía decirse. Le correspondía a ella. Le echó una mirada al vicario como recabando su apoyo, pero el señor Hinks, después de haberla mirado con extrañeza por un momento, seguía dedicado por entero a su cena. La señorita Liddell, privada de un aliado, pensó con irritación que el querido vicario era realmente un poco ávido en lo que respecta a su comida.

De repente escuchó hablar a Stephen Maxie:

—Esos niños, con toda seguridad, no difieren en nada de los demás, excepto en el hecho de que les debemos más. Tampoco puedo ver que sus madres sean tan extraordinarias. Después de todo, ¿cuánta gente sigue en la práctica el código moral por cuya infracción desprecian a estas chicas?

—Doctor Maxie, le aseguro que mucha —la señorita Liddell, por la naturaleza de su tarea, no estaba acostumbrada a encontrar oposición por parte de los jóvenes. Stephen Maxie podía ser un joven cirujano en ascenso pero eso no le convertía en un experto en muchachas descarriadas—. Me sentiría horrorizada si pensara que algo de las formas de comportarse de las que tengo que enterarme en mi trabajo fuera realmente representativa de la juventud moderna.

—Bueno, en mi carácter de representante de la juventud moderna, puede creerme que no es tan poco usual como para que podamos darnos el gusto de despreciar a aquéllas que han sido descubiertas. Esta chica me parece perfectamente normal y decente.

—Tiene un carácter tranquilo y refinado. Y una muy buena educación. ¡Hizo la escuela secundaria! Jamás hubiera soñado en recomendársela a su madre si no fuera un tipo de chica muy superior a lo que son las de St. Mary. En realidad es una huérfana, criada por una tía. Pero espero que no permitan que eso provoque su compasión. Lo que le corresponde hacer a Sally es trabajar duro y sacar el mayor provecho de esta oportunidad. El pasado quedó atrás y mejor olvidarlo.

—Debe ser difícil olvidar el pasado cuando a uno le ha dejado un recordatorio tan tangible —dijo Deborah Riscoe.

El doctor Epps, molesto por una conversación que estaba provocando malhumor y, probablemente, una peor digestión, se apresuró a contribuir con su palabra tranquilizadora. Desgraciadamente, el resultado fue prolongar el disenso.

—Es una buena madre y una bonita joven. Probablemente conocerá a algún muchacho y llegará a casarse. Lo mejor que puede pasar, por otra parte. No puedo decir que me guste esta relación madre-soltera-con-hijo. Llegan a estar demasiado dedicados el uno al otro y a veces termina por ser un desastre desde el punto de vista psicológico. En ocasiones pienso, una herejía tremenda, señorita Liddell, ya lo sé, que lo mejor sería lograr que esos bebés fueran adoptados, desde el primer momento, por un buen hogar.

—El niño es responsabilidad de la madre —sentenció la señorita Liddell—. Es su deber conservarlo y cuidarlo.

—¿Durante dieciséis años y sin la ayuda del padre?

—Naturalmente siempre que se puede iniciamos una acción de filiación, doctor Maxie. Desgraciadamente, Sally ha sido muy obstinada y no quiere decirnos el nombre del padre, de modo que no podemos ayudarla.

—En estos días unos pocos chelines no duran mucho —Stephen Maxie parecía perversamente decidido a mantener vivo el tema—. Y me imagino que Sally ni siquiera recibe la asignación estatal por hijo.

—Éste es un país cristiano, mi querido hermano, y se supone que el precio del pecado es la muerte, y no ocho chelines del bolsillo del contribuyente.

Deborah habló en un susurro, pero la señorita Liddell la oyó y sintió que había querido que la oyera. A la señora Maxie aparentemente le pareció que había llegado el momento de intervenir. Al menos dos de sus invitados pensaron que hubiera debido hacerlo antes. No era característica de la señora Maxie dejar que algo escapara a su control.

—Como quiero llamar a Sally —dijo—, quizá sería mejor que cambiáramos de tema. Me temo que les voy a resultar muy poco agradable al preguntarles por la kermés de la iglesia. Ya sé que parece como si los hubiese hecho venir aquí engañados, pero lo cierto es que tendríamos que ir pensando en las fechas posibles.

Éste era un tema sobre el cual todos sus huéspedes podían hablar lo que quisieran sin ningún peligro. Para cuando entró Sally, la conversación era tan aburrida, amigable y distendida como incluso Catherine Bowers podía desear.

La señorita Liddell observaba a Sally Jupp mientras se movía alrededor de la mesa. Era como si la conversación anterior la hubiera llevado a ver a la chica claramente por primera vez. Sally era muy delgada. El pelo abundante, de un rubio rojizo, recogido bajo la cofia parecía una carga demasiado pesada para un cuello tan delgado. Sus brazos infantiles eran largos, los codos resaltaban bajo la piel enrojecida. Su boca ancha ahora estaba disciplinada, sus ojos verdes fijos recatadamente en su tarea. De repente, la señorita Liddell se vio sacudida por un espasmo irracional de afecto. Sally realmente lo estaba haciendo muy bien, ¡realmente muy bien! Levantó la vista para atraer su atención y dirigirle una sonrisa de aprobación y de aliento. De repente sus ojos se encontraron. Durante dos segundos enteros se miraron. Luego la señorita Liddell se sonrojó y bajó la mirada. ¡Seguramente debía haberse equivocado! ¡Seguramente Sally nunca se atrevería a mirarla de esa manera! Confundida y horrorizada, trató de analizar el efecto extraordinario de ese breve contacto visual. Aun antes de que sus propios rasgos hubiesen asumido su máscara señorial de encomio, había leído en los ojos de la chica, no la gratitud sumisa de la Sally del Hogar St. Mary, sino un divertido desdén, un algo de conspiratorio y una aversión que casi daba miedo por su intensidad. Luego los ojos verdes volvieron a bajarse y Sally se convirtió de nuevo en Sally la sumisa, la discreta, la favorita y más favorecida entre las descarriadas de la señorita Liddell. Pero el momento dejó su huella. La señorita Liddell se sintió súbitamente enferma de aprensión. Había recomendado a Sally sin reservas. Todo era, aparentemente, tan satisfactorio. La chica era de un tipo muy superior. Demasiado buena, en realidad, para ese trabajo en Martingale. La decisión se había tomado. Ya era demasiado tarde para poner en duda su prudencia. Lo peor que podía ocurrir era el retorno ignominioso de Sally al St. Mary. La señorita Liddell se dio cuenta, por primera vez, de que la entrada de su favorita a Martingale quizá creara complicaciones. No se podía esperar de ella que pudiese llegar a prever la magnitud de esas complicaciones, ni que éstas fuesen a culminar en una muerte violenta.

Catherine Bowers, que se quedaba en Martingale durante el fin de semana, había hablado poco durante la cena. Como persona justa por naturaleza, estaba un poco espantada al encontrar que sus simpatías estaban del lado de la señorita Liddell. Claro que resultaba muy generoso y galante de parte de Stephen defender la causa de Sally y otras como ella, pero Catherine se sentía tan irritada como cuando sus amigas no enfermeras hablaban de la nobleza de su profesión. Estaba muy bien tener ideas románticas, pero eran una compensación muy pequeña para aquéllos que trabajaban entre cuñas y delincuentes. Estaba tentada de decirlo, pero la presencia de Deborah al otro lado de la mesa la mantuvo en silencio. La cena, como los acontecimientos sociales de poco éxito, pareció durar el triple de lo normal. Catherine pensó que nunca había visto a una familia demorarse tanto tiempo con su café, nunca los hombres habían tardado tanto en hacer su aparición. Pero por fin concluyó. La señorita Liddell había vuelto al St. Mary, insinuando que se encontraba más tranquila si no se dejaba a la señorita Pollack sola a cargo de todo por mucho tiempo. El señor Hinks murmuró algo sobre los últimos retoques al sermón de mañana y se desvaneció como un tenue fantasma en el aire primaveral. Los Maxie y el doctor Epps estaban gozando alegremente del fuego en el salón y hablando de música. No era el tema que Catherine hubiera elegido. Hasta hubiera sido preferible ver televisión, pero en Martingale el único aparato estaba en el cuarto de estar de Martha. Si tenía que haber una conversación, Catherine rogaba que se limitara a la medicina. El doctor Epps podría decir con toda naturalidad: «Claro que usted es enfermera, señorita Bowers, qué agradable para Stephen tener a alguien que comparte sus intereses». Y luego los tres se pondrían a charlar mientras Deborah, para variar, se quedaría sentada en un silencio ineficaz y terminaría por comprender que los hombres llegan a cansarse de las mujeres lindas e inútiles por bien vestidas que estén, y que lo que Stephen necesitaba era alguien que comprendiera su trabajo, alguien que pudiera conversar con sus amigos de un modo inteligente y bien informado. Era un sueño agradable y, como todos los sueños, no tenía relación alguna con la realidad. Catherine estaba sentada con las manos tendidas frente al fuego de leña y trataba de parecer cómoda mientras los otros hablaban sobre un compositor llamado, inexplicablemente, Peter Warlock, de quien nunca había oído hablar excepto en algún sentido histórico vago y olvidado. Por cierto que Deborah afirmó no entenderlo pero, como de costumbre, consiguió que su ignorancia resultara divertida. Sus esfuerzos para lograr que Catherine entrara en la conversación preguntándole por la señora Bowers impresionaban a Catherine como una prueba de condescendencia, no de buenos modales. La llegada de la nueva criada con un mensaje para el doctor Epps fue un alivio. Una de sus pacientes en una granja alejada había comenzado con sus dolores de parto. El doctor se levantó a desgana de su sillón, se sacudió como un perro desgreñado y pidió disculpas. Catherine hizo una última tentativa:

—¿Un caso interesante, doctor? —preguntó con vivacidad.

—No, Dios mío, no, señorita Bowers —el doctor Epps miraba inciertamente a su alrededor en busca de su maletín—. Ya tiene tres. Una mujercita agradable, sin embargo, y le gusta que yo esté presente. ¡Dios sabrá por qué! Podría parirlos por su cuenta sin que se le moviera un pelo. Bueno, hasta pronto, Eleanor, y gracias por una cena excelente. Tenía la intención de subir a ver a Simon antes de irme, pero si puedo vendré mañana. Supongo que necesitarán una nueva receta para el Sommeil. La traeré conmigo.

Saludó afablemente con la cabeza a los presentes y salió arrastrando los pies, junto con la señora Maxie, hacia el vestíbulo. Pronto escucharon su coche rugiendo por el camino de entrada. Era un automovilista entusiasta y le encantaban los coches pequeños y veloces, de los que sólo podía salir con dificultad, y en los que parecía un viejo oso travieso de parranda.

—Bueno —dijo Deborah cuando dejó de oírse el ruido del escape—, ya está. Y ahora qué les parece si nos acercamos hasta los establos para preguntarle a Bocock acerca de los caballos. Si es que Catherine tiene ganas de dar un paseo.

Catherine estaba muy ansiosa por caminar pero no con Deborah. Realmente, pensó, era increíble cómo Deborah no podía o no quería ver que ella y Stephen querían estar a solas. Pero si Stephen no se lo hacía entender, a ella no le correspondía hacerlo. Cuanto antes estuviese casado y lejos de toda su parentela femenina, mejor para él. «Le chupan la sangre», pensó Catherine, que se había encontrado con ese tipo de mujeres en sus incursiones en la narrativa moderna. Deborah, felizmente inconsciente de estas tendencias al vampirismo, encabezó la marcha y salieron por la puerta ventana abierta para atravesar el prado.

00Los establos, que en un tiempo habían sido de los Maxie y eran ahora propiedad del señor Samuel Bocock, estaban sólo a unos doscientos metros de la casa, al otro extremo del prado. El viejo Bocock estaba allí, lustrando arreos a la luz de un farol y silbando entre dientes. Era un hombre pequeño y moreno con cara de gnomo, de ojos oblicuos y ancho de boca, cuyo placer al ver a Stephen fue evidente. Todos entraron a ver los tres caballos con los que Bocock trataba de establecer su pequeño negocio. «Realmente», pensó Catherine, «resultaban ridículas las fiestas que les hacía Deborah frotando la nariz contra sus caras y susurrándoles cariñosamente como si fueran humanos. Instinto maternal frustrado», pensó antipáticamente. «Le haría bien gastar algo de esa energía en la sala de niños. Aunque no es que fuera a resultar muy útil». Ella, por su parte, quería que volvieran a la casa. El establo estaba escrupulosamente limpio, pero no había forma de disimular el fuerte olor de los caballos después del ejercicio y, por algún motivo, Catherine lo encontraba perturbador. En un momento dado, la mano delgada y bronceada de Stephen estuvo cerca de la de ella, apoyada sobre el cuello del animal. El impulso de tocar esa mano, acariciarla, hasta de llevarla a sus labios, fue tan fuerte por un instante que tuvo que cerrar los ojos. Y entonces, en la oscuridad, vinieron a su recuerdo otras imágenes, vergonzosamente placenteras, de esa misma mano rodeando a medias su pecho, aún más oscura contra su blancura, moviéndose lenta y amorosamente presagio del deleite. Salió vacilante al aire del crepúsculo y oyó a sus espaldas el discurso lento y titubeante de Bocock y las voces ansiosas de los Maxie contestándole a un tiempo. En ese momento conoció de nuevo uno de esos instantes devastadores de pánico que le sobrevenían desde que comenzó a amar a Stephen. Venían sin previo aviso, y todo su sentido común y fuerza de voluntad resultaban impotentes contra ellos. Eran momentos en que todo parecía irreal y podía sentir, casi físicamente, la arena deslizarse bajo sus sueños. Toda su desdicha e incertidumbre se centraba en Deborah. Deborah era el enemigo. Deborah, la que había estado casada, que había tenido por lo menos su oportunidad de ser feliz. Deborah, la que era guapa, egoísta e inútil. Al escuchar las voces a sus espaldas en la oscuridad creciente, Catherine se sintió enferma de odio.

Para cuando hubieron regresado a Martingale ya se sentía repuesta y el manto negro se había levantado. Había vuelto a su estado normal de confianza y aplomo. Se acostó temprano; con la seguridad que le daba su estado de ánimo actual, casi podía creer que él vendría a ella. Se dijo que sería imposible en la casa de su padre, un acto de locura por parte de él, un intolerable abuso de la hospitalidad por la suya. Pero esperó en la oscuridad. Después de un rato escuchó pasos en la escalera: los de él y Deborah. Hermano y hermana se reían suavemente juntos. Ni siquiera hicieron una pausa cuando pasaron delante de su puerta.