Capítulo 7

DE vuelta a su despacho de la jefatura de policía al cabo de dos horas, Dalgliesh comentó el caso con el sargento Martin. El informe estaba abierto sobre el escritorio.

—¿Le han confirmado la historia de la señora Fenton, señor?

—¡Oh, sí! El coronel ha sido muy amable. Ahora que ya se ha recuperado del doble problema, su operación y la confesión a su mujer, está dispuesto a tomarse las dos cosas con absoluta tranquilidad. Llegó a decirme incluso que la petición de dinero podía ser totalmente inocente y que esta posibilidad era totalmente plausible. Tuve que recordarle que había una mujer asesinada por medio para obligarlo a ponerse frente a la realidad de la situación. Entonces me lo contó todo. Su historia concuerda exactamente con lo que me ha dicho la señora Fenton, excepto en una cosa muy interesante. Le doy tres oportunidades para adivinarlo.

—¿Se trata del robo? Supongo que fue el señor Fenton.

—¡Maldita sea, Martin! De vez en cuando, o aunque sólo fuera por una vez, podría hacer como que se sorprende. Pues sí, fue nuestro coronel. Pero no cogió las quince libras, cosa que no le echaría en cara si lo hubiera hecho, porque al fin y al cabo el dinero era suyo. Él admite que, de haberlo visto, lo habría cogido, pero no lo vio. En realidad estaba allí para una cosa muy distinta: quería llevarse su informe médico. En muchas cosas metía la pata, pero sabía que el informe médico era la única prueba fehaciente de su paso como paciente por la clínica. Naturalmente, su intento de robo se frustró, a pesar de que había estado haciendo prácticas de cortar vidrio en el invernadero de su casa y de que emprendió una huida muy poco digna al oír llegar a Nagle y a Cully. Ni siquiera consiguió acercarse al informe que buscaba. Dio por sentado que estaba en uno de los archivadores de la oficina central y consiguió forzarlos, pero cuando vio que los informes estaban archivados numéricamente, comprendió que no lo encontraría. Hacía ya mucho tiempo que había olvidado el número que le había correspondido en la clínica. Supongo que debió de borrárselo de la cabeza cuando comprobó que se había curado.

—Bueno, por lo menos la clínica le hizo ese favor.

—Pues le aseguro que no quiere admitirlo. Supongo que eso debe de ser muy normal entre los pacientes de los psiquiatras, cosa bastante desalentadora para éstos. Al fin y al cabo, los pacientes de cirugía no van diciendo por ahí que, de haber tenido la oportunidad, ellos mismos se habrían operado. No, el coronel no se siente deudor de la Clínica Steen, ni tampoco parece muy dispuesto a mostrarse muy reconocido a la clínica por haberlo librado del problema. Supongo que debe de tener razón. No me imagino al doctor Etherege diciendo lo mucho que se puede hacer por un paciente de psiquiatría en sólo cuatro meses, que fue el tiempo que Fenton estuvo visitándose. Seguramente su curación, si es que podemos llamarla así, tiene mucho que ver con su retirada del ejército. Es difícil saber si lo estaba deseando o si le aterrorizaba. Pero, de todos modos, mejor será que resistamos la tentación y no queramos hacer de psicólogos aficionados.

—¿Cómo es el coronel, señor?

—Bajito. Seguramente parece más bajito a causa de su dolencia. Tiene el pelo color arena y las cejas despeinadas y parece una especie de fierecilla asomada a su madriguera. Yo diría que tiene una personalidad mucho más débil que su esposa, a pesar de la aparente fragilidad de la señora Fenton. Ya sé que es difícil causar buena impresión cuando uno esta convaleciente en un hospital, vestido con una bata a rayas y tiene al lado una hermana estupenda que no deja un momento de aconsejarle que sea buen chico y que no hable demasiado. No me ayudó demasiado con lo de la voz y lo único que me dijo es que le había parecido de mujer y que ni se le había ocurrido pensar siguiera que pudiera no serlo. Por otro lado, no pareció sorprenderle que le dijera que la voz podía ser fingida. Pero es sincero y no puede decir más de lo que ha dicho. No sabe más. Por lo menos, ya tenemos el móvil. Éste es uno de los pocos casos en los que conocer el porqué significa saber quién es el autor.

—¿Va a pedir una orden de detención?

—Todavía no. No estamos preparados aún. Si no nos andamos con cuidado, el caso podría escapársenos de las manos.

Una vez más volvió a asaltarle aquel inoportuno presentimiento de desastre y se encontró analizando el caso como si ya se hubiera estrellado en él. ¿Dónde se había equivocado? Al recoger el índice de los diagnósticos de la clínica en el despacho del director, había descubierto el juego al asesino. La noticia se divulgaría a través de la clínica con rapidez. Pero, en realidad, era lo que pretendía. A veces se llegaba a un punto en el que resultaba útil asustar al sospechoso. ¿Acaso el asesino pertenecía a ese tipo de hombres que se asustan hasta el punto de traicionarse a sí mismos? ¿Había sido una decisión equivocada actuar tan abiertamente? De pronto, la cara adocenada y de expresión sincera de Martin le pareció molestamente bovina, allí de pie, sin saber qué hacer, esperando sus instrucciones.

—Supongo que habrá ido a ver a los Priddy —dijo Dalgliesh—. Vamos a ver qué hay de eso. La chica está casada, ¿no es así?

—No cabe ninguna duda señor. He estado allí esta tarde, temprano, y he tenido una charla con sus padres. Afortunadamente, la señorita Priddy había salido a comprar pescado y patatas fritas para cenar. Viven en una situación de bastante indigencia.

—Eso no viene al caso. De todos modos, siga.

—No hay mucho que decir. Viven en uno de esos suburbios que bajan hasta la línea ferroviaria de Clapham. Todo muy confortable y muy cuidado, pero sin televisión ni nada que se le parezca. Supongo que lo debe de prohibir su religión. Calculo que los Priddy deben de tener más de sesenta años. Jennifer es hija única y su madre seguramente tenía más de cuarenta años cuando ella nació. Lo de la boda de la chica es la típica historia. Me sorprendió que me la contaran, pero el caso es que lo han hecho. El marido era un mozo de un almacén y trabajaba con ella en el último empleo que ésta tuvo. Surgió lo del hijo de por medio y tuvieron que casarse.

—Es cosa lamentable, pero corriente. Uno se figura que esta generación, que cree saberlo todo acerca del sexo, debería estar familiarizada con algunos puntos básicos. Pero parece que estos pequeños percances ya no preocupan a nadie hoy en día.

A Dalgliesh le sorprendió la amargura que había en su propia voz. ¿Acaso valía realmente la pena protestar de modo tan vehemente por una pequeña tragedia tan corriente como aquélla? No pudo evitar preguntarse qué le estaba pasando.

—A la gente como los Priddy sí les preocupa —dijo Martin, impertérrito—. Esos chicos siempre se meten en problemas y luego corresponde casi siempre a esa generación mayor, tan criticada, resolverlos. Los Priddy hicieron todo lo que pudieron: obligaron a los chicos a casarse, por supuesto y, aunque en la casa no sobra el espacio, desalojaron el primer piso e hicieron de él un pequeño pisito para la joven pareja. Y les quedó la mar de bien. Incluso me lo han enseñado.

Dalgliesh consideró un momento lo mucho que le disgustaba la expresión «joven pareja», con todas sus connotaciones domésticas y sentimentaloides y sus ecos de desilusión.

—Parece que, pese a lo breve de la visita, le han caído en gracia —dijo.

—Me han gustado, señor. Son buena gente. Como era de esperar, el matrimonio no duró demasiado y me ha dado la impresión de que ahora los viejos se están preguntando si hicieron bien obligándoles a casarse. El tipo se marchó de Clapham hace dos años y no saben dónde está. Me han dado su nombre y me han enseñado su fotografía. No tiene nada que ver con la Clínica Steen, señor.

—Esperaba que no tuviera nada que ver. No esperaba descubrir que Jennifer Priddy era la esposa de Henry Etherege, ni que sus padres o su marido tuvieran nada que ver con el crimen.

Sí, así era, pese a que sus vidas, escapándose por la tangente, habían tenido un contacto fugaz con el círculo de la muerte.

En todos los casos de asesinato surgía gente como aquélla. Dalgliesh había estado sentado, tantas veces que ni siquiera recordaba cuántas, en salas de estar, dormitorios, pubs y comisarías de policía hablando con gente que, sólo un instante, habían estado en contacto con un asesinato. Las muertes violentas eran grandes liberadoras de inhibiciones, una especie de sacudida que dejaba al descubierto gran cantidad de hormigueros. Su trabajo, en el que podía engañarse a sí mismo diciéndose que no inmiscuirse era su deber, le había permitido entrever las vidas secretas de hombres y mujeres a los que quizás no vería nunca más, a no ser como rostros conocidos a medias confundidos entre la muchedumbre de Londres. Algunas veces despreciaba su propia imagen de inquisidor paciente, ni partícipe ni juez de las miserias y culpas de los demás. Se preguntaba cuánto tiempo se podía uno mantener al margen sin perder el alma.

—¿Y qué pasó con el bebé? —preguntó de pronto.

—Pues que la chica abortó, señor —contestó Martin.

«Claro —pensó Dalgliesh—, era de esperar». A la gente como los Priddy no podía salirles nada bien. Aquella noche tenía la impresión de que se le había contagiado la mala suerte de aquella familia. Preguntó a Martin qué le habían dicho de la señorita Bolam.

—No mucho que no supiéramos ya. Iban a la misma iglesia y Jennifer Priddy fue una de las chicas Guía de la compañía de la señorita Bolam. Los viejos han hablado de ella con mucho respeto. Les ayudó mucho cuando la chica se quedó embarazada y, cuando el matrimonio fracasó, les propuso que Priddy trabajara en la Clínica Steen. Creo que a los pobres les gustaba creer que allí había alguien que vigilaba a Jenny. No han sabido decirme mucho acerca de la vida privada de la señorita Bolam, por lo menos nada que no supiéramos ya. Sin embargo, ha ocurrido algo que me ha extrañado. Justo cuando la chica volvía con la cena la señora Priddy insistía en que yo me quedara a cenar con ellos, pero yo le he dicho que era mejor que me marchase. Ya sabe lo que ocurre con el pescado y las patatas fritas: se compra el número justo de trozos y no resulta nada fácil repartirlos cuando hay alguien de más. Bueno, el caso es que han llamado a la chica para que se despidiera de mí y, al volver de la cocina, me ha mirado como si hubiera visto al mismísimo diablo. Sólo ha sido un segundo o dos y sus padres no creo que hayan advertido nada raro. Pero yo me he dado cuenta al momento: algo ha asustado a la chica.

—A lo mejor ha sido el solo hecho de verle a usted. Quizás ha pensado que hablaría de su amistad con Nagle.

—No creo que fuera eso, señor. Cuando ha vuelto de la tienda se ha asomado al salón, ha dicho «buenas tardes» y no se ha inmutado. Yo le he dicho que acababa de hablar con sus padres porque eran amigos de la señorita Bolam y podían saber algo útil para nosotros acerca de su vida privada, pero el hecho no parecía preocuparle lo más mínimo. Sin embargo al cabo de cinco minutos ha vuelto con aquella mirada tan rara…

—¿Y está seguro de que no han llamado ni se ha presentado nadie en la casa durante todo ese rato?

—No, por lo menos yo no he oído nada y, además, no tienen teléfono. Supongo que ha debido de ser algo que le ha ocurrido mientras estaba sola en la cocina. No he tenido ocasión de preguntárselo porque ya estaba a punto de salir y, además, no tenía nada más que comentar. Lo que sí les he dicho es que, si recordaban algo que pudiera sernos de utilidad, nos lo comunicaran inmediatamente.

—Está claro que tendremos que interrogarla otra vez, y cuanto antes mejor. Hay que desmontar esa coartada como sea y ella es la única que puede hacerlo. No creo que la chica mintiera a sabiendas, ni que ocultara pruebas deliberadamente; lo que ocurrió sencillamente es que la verdad nunca le vino a las mientes.

—Ni a mí, señor, hasta que hemos descubierto el móvil. ¿Qué quiere que hagamos ahora? ¿Que le hagamos sudar un poquito?

—No me atrevo, Martin. Es demasiado peligroso. Hay que darse prisa… Lo que podríamos hacer es ir a charlar con Nagle un ratito.

Sin embargo, cuando llegaron a la casa de Pimlico, al cabo de veinte minutos, encontraron la puerta del piso cerrada con llave y un trozo de papel doblado debajo de la aldaba. Dalgliesh lo retiró con cuidado y leyó la nota en voz alta: «Cariño, siento no haberte encontrado. Tengo que hablar contigo. Si no nos vemos esta noche, mañana iré a la clínica temprano. Besos, Jenny».

—¿Vale la pena esperarle, señor?

—No creo y, además, me parece que sé dónde está. Cully estaba en la centralita cuando hemos estado haciendo las llamadas esta mañana, pero me he asegurado bien de que tanto Nagle como todo el personal de la clínica supieran que yo estaba interesado en los informes médicos. Le he pedido al doctor Etherege que, cuando me marchara, volviera a dejarlos en su sitio. Nagle va a la Clínica Steen una o dos tardes por semana para ocuparse de la caldera y apagar la estufa del departamento de terapia artística. Supongo que esta noche debe de estar allí y que aprovecha la oportunidad para ver qué historiales hemos estado mirando. De todos modos, iremos para allá.

—Es fácil entender para qué necesitaba el dinero —dijo Martin mientras el coche avanzaba hacia el río, en la dirección norte—. Nadie puede alquilar un piso así con el sueldo de un vigilante. Sin contar sus utensilios de pintura.

—Sí. El estudio es francamente impresionante. Me habría gustado que lo hubiera visto. Y luego las clases de Sugg. Puede que a Nagle le salieran más baratas pero, de todos modos, Sugg no da clases gratis. No creo que el chantaje fuera especialmente lucrativo, y ahí es donde fue inteligente. Seguramente tenía más de una víctima y había calculado cuidadosamente las cantidades. Pero aunque sólo hubiera sacado quince o treinta libras al mes, libres de impuestos, le bastarían para ir tirando hasta obtener la Bollinger o hacerse famoso.

—¿Es bueno como pintor? —preguntó el sargento Martin.

Había temas sobre los cuales el sargento nunca opinaba, si bien daba siempre por sentado que el superintendente era un experto en ellos.

—Al parecer, los fiduciarios de la Bollinger opinan que sí.

—Todo está bastante claro, ¿no le parece, señor? —dijo Martin, dejando de lado el tema del talento de Nagle como pintor.

—Por supuesto que no lo está —dijo Dalgliesh, irritado—. Nunca está bastante claro a estas alturas de la investigación. Pero echemos una ojeada a lo que sabemos. El chantajista daba instrucciones a sus víctimas para que mandaran el dinero dentro de un sobre dirigido de un modo muy particular, seguramente para poder hacerse con él antes de que se abriera el correo. Nagle es el primero en llegar a la clínica y es el responsable de clasificar y distribuir la correspondencia. Al coronel Fenton le ordenaron que enviara el dinero de modo que éste llegara a la clínica el primero de mes. Nagle fue a la clínica el uno de mayo, a pesar de encontrarse mal y de tener que ser trasladado a su casa más tarde. No creo que fueran las ganas de ver al duque las que le hicieron acudir al trabajo. El único día que no pudo llegar primero al trabajo, porque se quedó atrapado en el metro, fue precisamente aquél en que la señorita Bolam recibió quince libras de un paciente desconocido agradecido. Y ahora pasemos al asesinato y a la reconstrucción de los hechos. La mañana de autos Nagle estaba ayudando en la centralita, porque Cully tenía dolor de estómago. Escucha la llamada de la señora Fenton, sabe cómo va a reaccionar la señorita Bolam y, efectivamente, ésta se lo confirma pidiéndole que la comunique con las oficinas centrales del grupo. Vuelve a escuchar la conversación y se entera de que el señor Lauder va a pasar por la clínica después de la reunión con la junta. Tiene que quitar de en medio a la señorita Bolam antes de que llegue. Pero ¿cómo? Es imposible pretender hacerla salir de la clínica. ¿Qué excusa podría darle? Y, además, ¿cómo se las arreglaría después para tener una coartada? No, tiene que hacerlo en la clínica. Quizá no sea un plan tan malo, después de todo. Al fin y al cabo, la oficial administrativa no cae simpática a nadie. Con un poco de suerte, habrá un montón de sospechosos que mantendrán ocupada a la policía y, algunos de ellos, con motivos más que justificados para desear la muerte de la señorita Bolam. De modo que lo planea todo. Naturalmente, es evidente que la llamada que recibe la señorita Bolam no tenía que haberse hecho necesariamente desde el sótano. Casi todas las salas tienen teléfono. Pero si el asesino no la esperaba en la sala de historiales, ¿cómo podía estar seguro de que todavía estaría en ella cuando él llegara? Por eso Nagle esparció los historiales por el suelo. Conocía a la señorita Bolam lo suficientemente bien para estar seguro de que era incapaz de dejarlos en el suelo y de no recogerlos. El doctor Baguley pensó que la primera reacción de la señorita Bolam sería llamar a Nagle para que la ayudara. Pero como estaba esperando que éste bajara de un momento a otro, no lo hizo. En lugar de llamarlo, empezó a recoger los historiales y, de ese modo, le proporcionó los dos o tres minutos que Nagle necesitaba. Eso es lo que creo que ocurrió. Hacia las seis y diez Nagle baja al cuarto de descanso de los vigilantes para ponerse la chaqueta y aprovecha el momento para dejar abierta la puerta de la sala de historiales y esparcir los informes por el suelo. Deja las luces encendidas y cierra la puerta, pero no corre el cerrojo. Luego deja abierta la puerta del fondo e, inmediatamente después, va a la oficina general para recoger el correo que hay que mandar. La señorita Priddy está allí pero, de vez en cuando, entra en la sala de archivos que hay junto a la oficina. Nagle sólo necesita medio minuto para telefonear a la señorita Bolam y pedirle que baje a la sala de archivos, porque ha ocurrido algo muy serio que quiere enseñarle. Sabemos cómo reacciona ella ante la noticia. Sin embargo, antes aun de que haya tenido tiempo de colgar, entra Jennifer Priddy. Pero él no pierde su sangre fría: desconecta el teléfono con la mano y hace ver que está hablando con la enfermera Bolam sobre la ropa limpia. Luego, sin perder un minuto, se marcha con el correo. Sólo tiene que ir hasta la estafeta que está al otro lado de la calle. Luego echa a correr hasta el callejón, entra en el sótano por la puerta trasera, que ha dejado abierta, se mete el escoplo en el bolsillo, coge el fetiche de Tippett y entra en la sala de historiales. Tal como esperaba, la señorita Bolam está arrodillada en el suelo recogiendo los historiales rotos y esparcidos de cualquier manera. Ella levanta los ojos y, cuando está a punto de preguntarle dónde se había metido, antes de que tenga tiempo de hablar, Nagle le asesta un golpe. Una vez inconsciente, Nagle puede tomarse el tiempo que quiera para apuñalarla. No puede permitirse ningún error y, de hecho, no comete ninguno. Nagle pinta desnudos y es probable que sus conocimientos de anatomía sean tan buenos como los de la mayoría de los psiquiatras. Y, además, tiene buena mano con el escoplo. Para esa obra tan importante en su vida elige una herramienta con la que se siente cómodo y que sabe manejar.

—No habría llegado al sótano a tiempo —dijo Martin— si hubiera ido a la esquina de Beef-steak Street a comprar el Standard, como tenía costumbre. Con todo, el chico de los periódicos no podía jurar si lo vio o no. Cuando regresó a la clínica llevaba un periódico, pero pudo haberlo comprado durante el almuerzo y habérselo guardado en el bolsillo.

—Yo creo que eso fue lo que hizo —dijo Dalgliesh—. Por eso no dejó que Cully comprobara los resultados de las carreras. Cully se habría dado cuenta en seguida de que era la edición del mediodía. Nagle se la lleva al sótano y luego lo utiliza para envolver la comida del gato antes de echarlo a la caldera. Naturalmente, no se queda sólo en el sótano mucho rato. Jenny Priddy anda pisándole los talones. Sin embargo, aún tiene tiempo de volver a echar el cerrojo en la puerta trasera y de ir a preguntar a la enfermera Bolam si puede subir arriba la ropa limpia. Si Priddy no hubiera bajado, Nagle habría ido a reunirse con ella en la oficina general. Tenía que andar con cuidado y no quedarse solo en el sótano más de un minuto, pues el asesinato tenía que situarse en el rato durante el cual él estuvo fuera con el correo.

—Me pregunto por qué no descorrió el cerrojo de la puerta del sótano después del asesinato, aunque tampoco podía llamar la atención sobre esa puerta. Al fin y al cabo, si alguien de fuera podía entrar de ese modo, la gente no habría tardado mucho en pensar que Nagle también podía haber entrado. Después de haber entrado el coronel Fenton, cogió las quince libras, de eso no cabe duda. A las autoridades locales les pareció siempre muy raro que el ladrón supiera dónde estaban. Supongo que Nagle pensó que tenía derecho a cogerlas.

—Lo más probable es que quisiera oscurecer el verdadero motivo de aquel allanamiento y hacer que pareciera un vulgar robo. No le habría gustado que la policía empezara a preguntarse por qué un intruso desconocido quería meter las narices en los historiales médicos. Al robar aquellas quince libras, cosa que sólo Nagle tuvo la oportunidad de hacer, confundió todo el caso. Lo mismo pasó con el asunto del ascensor. Ése sí que fue un buen golpe. Sólo tardaría un minuto en hacerlo subir hasta el segundo piso antes de salir del sótano sin ser visto y había bastantes probabilidades de que alguien lo oyera y lo recordara.

El sargento Martin pensó que todo encajaba perfectamente, pero que iba a costar lo suyo probarlo, y así se lo dijo.

—Por eso ayer en la clínica descubrí cuál era mi juego. Hay que ponerle nervioso. Y por eso es tan importante que vayamos a la clínica esta noche. Si está allí, lo presionaremos un poquito. Por lo menos sabemos dónde vamos.

Media hora antes de que Dalgliesh y Martin llamaran a la puerta del piso de Pimlico, Peter Nagle entraba en la clínica por la puerta principal y a continuación la cerraba con llave. Sin encender las luces, se encaminó hacia el sótano con la ayuda de su pesada linterna. No tenía demasiadas cosas que hacer. Sólo había que apagar la estufa e inspeccionar la caldera. Luego tendría que arreglar un pequeño asuntillo personal, para lo cual tendría que entrar en la sala de archivos, si bien aquel lugar, todavía caliente y lleno de imágenes de muerte, no le aterrorizaba lo más mínimo. Los muertos estaban muertos, acabados, impotentes, callados para siempre. En un mundo cada vez más incierto, aquel hecho no tenía vuelta de hoja. Un hombre con nervio suficiente para matar tenía motivos evidentes para tener miedo, aunque nunca de los muertos.

Fue entonces cuando oyó el timbre de la puerta principal. Era una llamada vacilante, indecisa, pero resonó extrañamente poderosa en medio del silencio de la clínica. Cuando abrió la puerta, la figura de Jenny se coló con tal rapidez que pareció pasar por su lado como un espectro, como un tenue fantasma nacido de la oscuridad y de la niebla de la noche.

—Lo siento cariño, tenía que verte —dijo, casi sin aliento—. Como no estabas en el estudio, he pensado que probablemente estabas aquí.

—¿Te ha visto alguien en el estudio? —le preguntó.

Sin saber exactamente por qué, a Nagle aquella pregunta le parecía importante.

—No —dijo mirándole sorprendida—. La casa parecía vacía. No he visto a nadie. ¿Por qué?

—Por nada. Da igual. Ven abajo, encenderé la estufa. Estás temblando.

Bajaron al sótano juntos mientras sus pasos resonaban en aquel edificio tranquilo, misterioso y lleno de presagios que, a la mañana siguiente, se despertaría con las voces, la actividad y el zumbido que genera el trabajo productivo. Jenny andaba de puntillas y, cuando hablaba, lo hacía con un hilo de voz. Al llegar a las escaleras, le cogió de la mano y Peter notó que temblaba. De pronto, cuando estaban a medio camino, se oyó un ruido apagado.

—¿Qué ha sido eso? —dijo ella—. ¿Qué era ese ruido?

—Nada. Tigger y su cubeta, supongo.

Una vez en el cuarto de descanso, después de encender la estufa, Nagle se dejó caer en una de las butacas y la miró sonriendo. Era realmente un inconveniente que se hubiera presentado en aquel momento, pero tenía que disimular que el hecho le contrariaba. Con un poco de suerte, se libraría de ella en un momento y antes de las diez habría abandonado la clínica.

—¿Y bien? —le preguntó.

De pronto Jenny se desplomó en la alfombra, a sus pies, y se agarró con fuerza a las piernas de Nagle. Sus claros ojos buscaron los suyos en una súplica apasionada.

—¡Cariño, tengo que saberlo! No me importa lo que hayas hecho siempre que me lo digas. Te quiero y quiero ayudarte. Si tienes algún problema, cariño, tienes que decírmelo.

Era peor de lo que se temía. De algún modo, se había enterado de algo. Pero ¿cómo?, ¿de qué?

—¿De qué problemas me estás hablando, si puede saberse? —dijo en un tono de voz aparentemente frívolo—. ¡Dentro de poco vas a decirme que fui yo quien la mató!

—¡Oh, Peter, no te burles, por favor! Estoy muy preocupada. Algo anda mal, lo sé. Es el dinero, ¿no? ¿Fuiste tú quien cogió las quince libras?

Le habría gustado reírse a carcajadas ante el peso que se había quitado de encima. En un arranque sentimental, la rodeó con sus brazos y la atrajo hacia sí mientras le susurraba unas palabras a través del cabello.

—¡Qué tonta eres! Si hubiese querido, habría cogido el dichoso dinero cuando hubiera querido. ¿Cómo has metido en tu cabeza todas esas tonterías?

—Eso mismo me digo yo. ¿Por qué habrías de cogerlo? ¡Ay, cariño, no te enfades conmigo! Estaba tan preocupada… ¿Sabes?, fue por el periódico.

—¿Qué periódico? ¡Por el amor de Dios!

Era lo único que podía decirle para impedir que se apercibiera de todo. Con tal de no tener que enfrentarse con la mirada de Jenny, se veía capaz de luchar contra aquella irritación y aquel pánico fatal tan insidiosos que sentía crecer en él. ¿Qué estaría tratando de decirle?

—El Standard. El sargento ha venido a vernos esta tarde. Yo había salido a comprar pescado con patatas y, cuando estaba desenvolviéndolo en la cocina, me he fijado en el periódico en que estaba envuelto. Era el Standard del viernes y en primera página venía una fotografía enorme de ese accidente aéreo que ha habido. Y entonces me he acordado de que habíamos utilizado tu Standard para envolver la comida de Tigger y de que la primera página era distinta. Aquélla era una fotografía que yo no había visto en mi vida.

—¿Has contado algo de eso a la policía? —le preguntó Nagle con voz muy pausada, abrazándola con más fuerza.

—¡Pues claro que no, cariño! ¡Supón que sospecharan de ti! No se lo he comentado a nadie, pero tenía que decírtelo. Me da igual lo de esas quince libras, me da igual si te la encontraste en el sótano, porque yo sé que tú no la mataste. Todo cuanto quiero es que confíes en mí. Te quiero y quiero ayudarte. No puedo soportar que me ocultes nada.

Eso es lo que decían todas, pero no había ni una entre un millón que quisiera saber realmente qué verdad hay en un hombre. Por un momento sintió la tentación de contárselo todo, de escupir aquella sórdida historia en aquella carita bobalicona y suplicante y observar cómo se iba borrando de ella toda aquella comprensión, todo aquel amor. Seguramente podría soportar que le contara lo de la Bolam. Lo que no podría soportar, en cambio, sería saber que no había estado chantajeando a nadie por ella, que no había actuado así para proteger su amor, porque en realidad no había ningún amor que proteger y nunca lo había habido. Tendría que casarse con ella, por supuesto. Siempre había pensado que a lo mejor sería necesario. Sólo ella podía testificar contra él y sólo había un modo seguro de evitar que se fuera de la lengua. Pero el tiempo se le echaba encima. Tenía planeado marcharse a París a finales de semana y ahora, tal como estaban las cosas, veía que no viajaría solo. Se puso a pensar a toda prisa. Trasladando su cuerpo al brazo de la butaca, sin dejar de rodearla con sus brazos con la cara reposando sobre su mejilla, dijo suavemente:

—Escúchame, cariño. Hay algo que quiero que sepas. Si no te lo he dicho antes es porque no quería que te preocuparas. Sí, yo cogí las quince libras. Ya sé que fue una tontería, pero no tiene ningún sentido que ahora te preocupes por esa tontería. Supongo que la señorita Bolam lo adivinó. No lo sé. Nunca me dijo nada y no fui yo quien la llamó. Pero la verdad es que estuve en el sótano después de que la asesinaran. Yo había dejado la puerta de atrás abierta y entré por ella. Ese imbécil de Cully me pone enfermo con su manía de registrar todas mis entradas y salidas como si yo estuviera tan chiflado como un paciente más y también de pedirme el periódico tan pronto como asomo la cabeza. ¿Por qué no se lo compra, el viejo avaro? Pensé que, por una vez, le gastaría una broma. Cuando entré por la puerta del sótano, vi que la luz de la sala de archivos estaba encendida y, como la puerta estaba entreabierta, quise echar una ojeada. Y allí vi el cadáver. Sabía que no podían encontrarme allí, especialmente si descubrían lo de las quince libras, de modo que no dije nada, salí por la puerta trasera y volví a entrar por la principal, como siempre. Desde entonces no lo he comentado a nadie. No puedo hacerlo, cariño, porque a finales de semana tengo que marcharme por lo de la Bollinger y la policía no me dejaría salir si les diera por sospechar de mí. Si no me marcho ahora, nunca en la vida volveré a tener esta oportunidad.

Por lo menos eso era verdad: tenía que marcharse en seguida. Aquello se había convertido en una obsesión. No era sólo el dinero, la libertad, el sol y los colores, sino que era la compensación final después de aquellos años de penuria, de monotonía, de lucha y de humillación. Tenía que marcharse con la Bollinger en el bolsillo. Quizás otros pintores no la habían conseguido pero habían acabado por triunfar. No él.

Y ahora podía perderlo todo. Aquella historia era poco convincente. Mientras hablaba, le había sorprendido su falta de coherencia, de verosimilitud. Pero se sostenía… por los pelos. No podía imaginar que ella descubriera que era falsa y, además, sabía que ni siquiera trataría de descubrirlo. Pero su reacción le sorprendió.

—¡A finales de semana! Quieres decir que te marchas a París casi dentro de nada… ¿Y la clínica? ¿Y tu trabajo?

—Por el amor de Dios, Jenny, ¿qué importancia tiene eso? Me marcharé sin avisarles… ya encontrarán a otro. Tendrán que arreglárselas sin mí.

—¿Y yo qué?

—Tú te vienes conmigo, naturalmente. Siempre he tenido la intención de llevarte conmigo. Seguro que tú lo sabías.

—No… —dijo ella y a él le pareció que su voz sonaba muy triste—, no lo sabía.

Nagle trató de adoptar un tono confidencial, ligeramente teñido de reproche.

—Nunca te he dicho nada porque siempre he pensado que hay cosas que no es preciso decir. Ya sé que queda poco tiempo, pero así será más fácil y no tendrás que andar paseándote por tu casa, esperando que llegue el momento. Sólo conseguirías que sospecharan. Tienes pasaporte, ¿no? ¿No fuiste a Francia con las Guías en Semana Santa? Lo que yo propongo es que nos casemos cuanto antes con una licencia especial… al fin y al cabo ahora tenemos el dinero… y que escribas a tus padres desde París. Quieres venir, ¿verdad, Jenny?

De pronto ella se puso a temblar en sus brazos y Nagle sintió la cálida humedad de las lágrimas que le mojaban la cara.

—Creía que te ibas a marchar sin mí. Los días pasaban y nunca me has dado explicaciones. Por supuesto que quiero ir contigo. No me importa lo que pase con tal de que estemos juntos. Pero no podemos casarnos. Nunca te he dicho nada porque tenía miedo de que te enfadaras y que no quisieras saber nada de mí. No puedo casarme porque estoy casada.

El coche giró en dirección a Vauxhall Bridge Road, pero había mucho tráfico y circulaban despacio. Dalgliesh se recostó en su asiento como si tuviera todo el día por delante, aunque por dentro estaba muy inquieto. No encontraba ningún motivo lógico para aquella inquietud. Aquella visita a la clínica era pura especulación. Lo más probable es que Nagle, aunque hubiera pasado por la clínica, se hubiera marchado antes de que llegaran. Seguramente estaría apurando su pinta de la noche en algún pub de Pimlico. Al llegar a la esquina siguiente, el semáforo se puso rojo y el coche aminoró la marcha hasta detenerse por tercera vez en cien metros.

—No habría podido seguir con sus juegos durante mucho tiempo —dijo Martin de pronto—, ni siquiera matando a la señorita Bolam. Tarde o temprano, la señora Fenton, u otra de las víctimas, habría acabado por presentarse en la clínica.

—Pero podría haber seguido el tiempo suficiente hasta conseguir la Bollinger —respondió Dalgliesh—. Y aunque el chantaje se hubiera descubierto antes de tener oportunidad de marcharse, ¿qué habríamos de probar?, ¿qué podemos probar ahora? Con Bolam muerta, ¿qué jurado podría descartar de manera segura que no era ella la chantajista? Nagle sólo habría tenido que decir que recordaba haber visto aquel sobre tan raro, escrito en tinta verde, y que él solía ponerlo con el correo de la oficial administrativa. Fenton confirmaría que, en su opinión, la autora de las llamadas era una mujer. Y por otra parte, no es raro que los chantajistas mueran de muerte violenta. Nagle no habría continuado el juego después de la llamada de la señora Fenton. Incluso esto le habría ayudado: la señorita Bolam muere y termina el chantaje. ¡Oh, conozco todos los argumentos en contra de esta teoría! Pero ¿qué se puede probar?

—Querrá pasarse de listo —dijo Martin sin inmutarse—; siempre lo hacen. Claro que tiene a la chica bien cogida, pobre chiquilla. Si Jenny sigue aferrándose a esa historia según la cual no estuvo solo el tiempo suficiente para hacer esa llamada…

—Se aferrará a ella, pierda cuidado, sargento.

—Estoy seguro de que él no sabe lo de su marido. Si la considera peligrosa, seguramente querrá impedir que se vaya de la lengua casándose con ella.

—Lo que tenemos que hacer es detenerlo antes de que descubra que no puede casarse con ella —dijo Dalgliesh.

Nagle estaba escribiendo una carta en el cuarto de descanso de la Clínica Steen. Escribía con soltura. Las frases, fáciles y plagadas de mentiras, afloraban con naturalidad sorprendente. Mejor morirse que escribir aquella carta. Le habría resultado insoportable que otros ojos que no fueran los suyos hubieran leído aquel torrente de palabrería sentimentaloide y se lo hubieran atribuido a él. Pero aquella carta sólo la leería Jenny. Dentro de media hora, una vez hubiera servido a sus propósitos, la echaría a la caldera y aquellas frases zalameras no serían más que un recuerdo desagradable. Entretanto debía de procurar que sonara convincente. Era facilísimo imaginar lo que Jenny esperaba que dijera, de modo que dio la vuelta al papel y escribió:

«Cuando leáis estas líneas, estaremos en Francia, juntos. Ya sé que esto os entristecerá mucho, pero tenéis que creerme si os digo que no podemos vivir separados. Sé que llegará un día en que podremos casarnos pero, mientras esperamos ese momento, Jenny estará a salvo conmigo y haré todo cuanto pueda para hacerla feliz. Procurad entendernos y perdonarnos, por favor».

—¿Te parece bien?

—Supongo que sí —dijo, después de leerlo en silencio.

—Por el amor de Dios, nena, ¿es que hay algo que no te gusta?

Sintió una sombra de ira al ver que todo aquel estudiado esfuerzo podía parecerle insuficiente. Él esperaba y creía merecer su sorprendida gratitud.

—No, nada —dijo ella quedamente.

—Entonces será mejor que escribas tu parte. No escribas a continuación. Coge otra hoja de papel.

Le deslizó otra hoja, procurando no mirarla a los ojos. Aquello se estaba haciendo muy largo y no estaba demasiado seguro del tiempo que le quedaba.

—Es mejor que seas breve —le dijo.

Ella cogió el bolígrafo, pero no hizo ningún intento de escribir.

—Es que no sé qué decir…

—No tienes que decir mucho, porque yo ya lo he dicho todo.

—Sí —dijo con profunda tristeza—, tú ya lo has dicho todo.

—Diles sólo que sientes causarles tristeza, pero que no puedes evitarlo. Algo así. ¡Por el amor de Dios, no te vas al fin del mundo! —dijo tratando de disimular el enfado creciente que dejaba traslucir su voz—. Todo está en tus manos, si quieren ir a verte, no se lo impediré. No exageres demasiado la nota. Ahora voy arriba a arreglar la cerradura del despacho de la señorita Saxon, pero cuando baje lo celebraremos. Sólo hay cerveza, pero esta noche, cariño, vas a beber cerveza y te va a gustar.

Cogió un destornillador de la caja de herramientas y se marchó a toda prisa antes de que ella tuviera tiempo de protestar. Lo último que vio fue su carita asustada siguiéndolo con la mirada, pero ella no le pidió que se quedara.

Una vez arriba, se puso un par de guantes de goma en un momento y forzó la puerta del botiquín de medicamentos peligrosos. Ésta cedió con un crujido tremendo, de modo que se quedó quieto un momento, esperando que ella lo llamase. Pero no oyó nada. Recordaba con toda claridad que, hacía unos seis meses, uno de los pacientes del doctor Baguley se había puesto violento y había perdido la cabeza. Nagle lo había vigilado mientras el doctor Baguley iba a llamar a la hermana para que trajera paraldehído. Nagle recordaba sus palabras perfectamente: «Se lo diluiremos en cerveza. Sabe a rayos pero, mezclado con cerveza, apenas se nota. ¡Es curioso! Sólo una pizca, hermana, lo máximo son dos centímetros cúbicos».

Jenny, que no tenía costumbre de tomar cerveza, todavía lo notaría menos.

Se guardó el destornillador y la botellita azul de paraldehído en el bolsillo de la chaqueta sin más pérdida de tiempo y salió, iluminando el camino con la linterna. Todas las cortinas de la clínica estaban corridas, pero era importante que hubiera la mínima luz posible. Necesitaba disponer por lo menos de otra media hora sin ser molestado.

Jenny le miró sorprendida al ver que estaba de vuelta tan aprisa. Nagle se le acercó y la besó en la nuca.

—Lo siento, cariño, no tenía que haberte dejado sola. Había olvidado que podías ponerte nerviosa. De todos modos, esa cerradura puede esperar. ¿Cómo va la carta?

Ella se la pasó. Nagle le dio la espalda y se puso a leer aquellas pocas líneas, escritas a mano con sumo cuidado, tomándoselo a propósito con mucha calma. Pero estaba de suerte. Era una nota de suicidio tan clara y convincente como nunca se había leído en una investigación por fallecimiento. Si se la hubiera dictado, no habría salido mejor. Sintió una oleada de confianza y entusiasmo, como cuando un cuadro le estaba saliendo bien. Ahora ya nada podía interponerse en su camino.

Jenny había escrito:

«No puedo decir que sienta lo que voy a hacer. No tengo otra elección. ¡Estoy contenta! Todo sería perfecto si no supiera que lo que hago os entristece. Pero es lo único, lo mejor para mí. Por favor, tratad de comprenderlo. Os quiero mucho, Jenny».

Nagle dejó la carta sobre la mesa y se dispuso a servir la cerveza, escondiéndose para ello detrás de la puerta abierta del armario. ¡Cómo apestaba aquello! Lo diluyó a toda prisa en la cerveza clara y espumosa y le gritó:

—¿Estás contenta?

—Ya sabes que sí.

—Entonces, bebamos. ¡Por nosotros, cariño!

—Por nosotros.

Al humedecer los labios en el líquido, la chica esbozó una mueca. Él se echó a reír.

—Pones una cara… Como si estuvieras bebiendo veneno. Trágatelo de una vez, mujer. ¡Así!

Nagle abrió la boca y vació el vaso de un trago. Ella se rió un poco y se tragó de golpe la cerveza. Entonces él tomó de sus manos el vaso vacío y la rodeó con sus brazos. Jenny se agarró a él, mientras éste notaba sus manos como compresas frías en la nuca. Liberándose del abrazo, Nagle la atrajo hacia la butaca. Luego, unidos uno contra otro, se deslizaron al suelo y se tumbaron sobre la alfombra, delante de la estufa. Él había apagado las luces y la cara de Jenny brillaba con el violento resplandor rojo del fuego, como si estuviera tumbada al sol. Lo único que se oía en medio de aquel silencio era el silbido del gas.

Nagle cogió uno de los cojines de una butaca y lo puso debajo de la cabeza de Jenny. Sólo uno porque para el otro tenía pensado otro fin: lo dejaría al pie de la estufa. Si Jenny se sentía cómoda en ese breve lapso de tiempo que va de la inconsciencia a la muerte era menos probable que se despertara. La rodeó con el brazo izquierdo y permanecieron callados muy juntos. De pronto, ella volvió su rostro hacia él y Nagle notó su lengua, húmeda y escurridiza como un pez, que se introducía entre sus dientes. Los ojos de la muchacha, negras pupilas bajo la luz de la estufa, ardían de deseo.

—Cariño —susurró—, cariño…

¡Dios santo, aquello era imposible! No podía hacer el amor con ella ahora. Seguro que cualquier patólogo de la policía podía averiguar cuándo había sido la última vez que una mujer había tenido relaciones sexuales. Por primera vez recurriendo a la obsesión de Jenny por la seguridad, murmuró:

—No podemos, cariño. No llevo nada encima y ahora no podemos arriesgarnos.

Jenny profirió un murmullo de resignación y se acurrucó contra él, con la pierna izquierda contra los muslos de Nagle. Allí estaba, tumbada, pesada e inerte, pese a lo cual él no se atrevía a moverse ni a hablar por miedo a entorpecer aquel fastidioso paso hacia la inconsciencia. Ya respiraba más profundamente, ya le echaba su aliento cálido y molesto en la oreja izquierda. ¡Dios mío!, ¿cuánto rato tendría que esperar todavía? Reprimiendo la respiración, aguzó el oído. De pronto, Jenny soltó un pequeño ronquido, como un animal satisfecho, y en seguida él notó bajo el brazo que el ritmo de su respiración cambiaba. Se produjo una especie de liberación física de la tensión y el cuerpo de la muchacha quedó relajado: estaba dormida.

Pensó que era mejor esperar unos minutos. No le sobraba mucho tiempo, pero tampoco se atrevía a correr demasiado. Era muy importante que no encontraran señales en su cuerpo y sabía que no podía soportar una pelea. Pero ahora ya no podía hacerse atrás. Si se despertaba y trataba de resistírsele, tendría que llevar a cabo su plan fuera como fuera.

De modo que esperó, tumbado como ella y tan quieto que parecían dos cadáveres que fueran quedándose yertos en un último y estilizado abrazo. Al cabo de un rato se levantó con cuidado, se apoyó en el codo derecho y la miró. Tenía el rostro sonrojado, la boca entreabierta, el breve labio superior medio curvado, mostrando sus dientecillos de niña. Se podía oler el paraldehído en su aliento. Estuvo contemplándola un momento, observando la longitud de aquellas pestañas claras sobre las mejillas, la línea ascendente de las cejas y las sombras que proyectaban los anchos pómulos. Era curioso que nunca hubiera pintado aquel rostro… pero ya era demasiado tarde para pensar en aquella posibilidad.

Murmuró unas palabras mientras la llevaba en brazos hasta la boca de la estufa de gas.

—Todo va bien, Jenny, cariño. Soy yo. Te estoy poniendo cómoda. Todo va bien, cariño.

Pero de hecho era a sí mismo a quien estaba tranquilizando.

Había espacio de sobra junto a aquella estufa inmensa y pasada de moda, incluso con el cojín. El suelo de la estufa quedaba a pocos centímetros del suelo. Agarrándola por las paletillas, la fue empujando hacia adelante con suavidad. Después de afianzar el peso de su cabeza sobre la almohada, se aseguró de que las espitas del gas todavía estaban abiertas. La cabeza de Jenny giró ligeramente hacia un lado, de modo que la boca entreabierta, húmeda y vulnerable como la de un niño, quedó justo sobre ellas, preparada para engullir la muerte. Cuando él retiró sus manos de debajo de su cuerpo, Jenny lanzó un pequeño suspiro, como si finalmente se sintiera cómoda.

Volvió a mirarla de nuevo, satisfecho de su trabajo.

Y ahora había que darse prisa. Buscando unos guantes de goma en su bolsillo, actuó con extraordinaria rapidez, caminando sin hacer ruido, aspirando el aire a sorbos cortos, como si ya no pudiera soportar el sonido de su propia respiración. La nota de suicidio estaba encima de la mesa. Cogió el destornillador y lo envolvió con la mano derecha de la muchacha apretando su palma contra el mango resplandeciente y las yemas de los dedos alrededor de la base de la hoja. ¿Era así como habría cogido la herramienta? Más o menos. Dejó el destornillador sobre la nota de suicidio.

Luego lavó el vaso en que había bebido él y volvió a dejarlo en el armario y a continuación sostuvo el trapo de los platos delante del fuego de la estufa durante un buen rato hasta que la mancha de humedad se evaporó. Apagó el fuego. Allí no tenía que preocuparse por las huellas. Nada podía demostrar cuándo había sido encendida por última vez. Dudó un poco acerca de lo que debía hacer con la botella de paraldehído y el vaso de Jenny, pero finalmente decidió dejarlos sobre la mesa, junto con la nota y el destornillador. Lo más natural era que hubiera bebido sentada en la mesa y que luego se hubiera tumbado junto a la estufa al sentir los primeros síntomas de somnolencia. Borró sus propias huellas de la botella, presionó la mano izquierda de la chica contra ella y luego el tapón con el índice y el pulgar de la mano derecha de Jenny. Casi le daba miedo tocarla, pese a que ahora estaba profundamente dormida. Al primer contacto, su mano le pareció cálida y relajada, como si no tuviera huesos. Le repugnó aquella flaccidez laxa, aquel contacto sin comunicación, sin deseo. Después de hacer lo mismo con el vaso y con la botella de cerveza, se sintió satisfecho: ya no tendría que tocarla más que una vez.

Para terminar cogió la carta que él había dirigido a los Priddy y los guantes de goma y lo echó a la caldera. Ahora sólo faltaba abrir la llave del gas. Quedaba a la derecha de la estufa, al alcance de su fláccido brazo derecho, de modo que le cogió la mano, apretó el índice y el pulgar contra la llave y la abrió. En seguida se oyó el suave silbido del gas mientras iba saliendo. Se preguntó cuánto tiempo tardaría. Seguramente, no demasiado. Quizá todo sería cuestión de minutos. Apagó la luz y se marchó, cerrando la puerta al salir.

Fue entonces cuando se acordó de las llaves de la puerta principal. Tenían que encontrarlas encima de la chica. El corazón se le quedó casi paralizado cuando se dio cuenta de lo fatal que habría sido cometer ese error. Volvió a entrar en la habitación ayudándose con la linterna, se sacó las llaves del bolsillo y, conteniendo la respiración para no inhalar gas, las puso en la mano izquierda de Jenny. Cuando oyó maullar a Tigger, ya estaba en la puerta. Debía de haberse quedado dormido debajo del armario, pero ahora se paseaba tranquilamente alrededor del cuerpo de la chica y extendía una pata vacilante hacia su pie derecho. Nagle descubrió que se sentía incapaz de volverse a acercar a aquel cuerpo.

—Ven aquí, Tigger —susurró—. ¡Ven aquí, hombre!

El gato dirigió los ojos ambarinos hacia él y pareció considerar la idea, aunque sin ninguna emoción y sin ninguna prisa. Luego cruzó el umbral de la puerta lentamente. Nagle puso el pie debajo de su suave panza, izó al gato y lo hizo saltar fuera de la habitación de un puntapié.

—¡Maldito bobo!, sal de aquí, ¿o quieres perder tus siete vidas de golpe? ¡Eso mata!

Cerró la puerta y el gato, repentinamente activo, salió disparado hacia la oscuridad.

Nagle se dirigió a oscuras hacia la puerta trasera, tanteó el pestillo con la mano y salió. Luego se quedó quieto un momento, con la espalda pegada a la puerta, para asegurarse de que el callejón estaba vacío. Ahora que ya todo había terminado, empezaba a sentir los síntomas de la tensión. Tenía la frente y las manos empapadas en sudor y le costaba respirar. Aspiró profundamente el aire húmedo y terriblemente frío de la noche. La niebla no era densa, apenas una neblina, y veía el brillo del farol que señalaba el final de la callejuela como una mancha amarilla en medio de la oscuridad. Aquel resplandor, situado apenas a unos cuarenta metros, representaba la seguridad. Sin embargo, de pronto le pareció inalcanzable. Como un animal metido en su guarida, miró aquel peligroso farol con horrorizada fascinación y quiso mover unas piernas que habían perdido toda su fuerza. Agazapado en la oscuridad, escondido en el umbral de la puerta con la espalda pegada a la madera, luchó para controlar el pánico. Al fin y al cabo, no tenía excesiva prisa. Dentro de poco huiría de aquel falso santuario y dejaría atrás el callejón. Luego sólo tendría que entrar en la plaza por el otro lado y esperar a que el primero que pasara por casualidad lo viera golpeando inútilmente la puerta principal. Incluso tenía pensado lo que diría: «Es mi novia. Creo que está aquí dentro, pero no quiere abrir. Esta tarde he estado con ella y, cuando se ha marchado, me he dado cuenta de que me faltaban las llaves. Estaba muy rara. Será mejor que vaya a buscar a la policía. Voy a romper esta ventana».

Luego el estrépito de los cristales rotos, la carrera hacia el sótano y la oportunidad de volver a cerrar la puerta trasera con pestillo antes de que los apresurados pasos se le echaran encima. Ya habría pasado lo peor. A partir de entonces, todo sería muy fácil. A las diez ya se habrían llevado el cuerpo, la clínica estaría vacía y en seguida pasaría al último acto.

En el Embankment el tráfico estaba casi parado. Debía de haber función en el Savoy.

—Ahora no hay nadie de guardia en la clínica, ¿no? —preguntó Dalgliesh de pronto.

—No, señor. Se acordará de que esta mañana le he preguntado si era necesario enviar a un hombre y usted me ha dicho que no.

—Me acuerdo.

—Al fin y al cabo, señor, no parecía muy necesario. Ya habíamos registrado el sitio a fondo y no es que andemos sobrados de hombres.

—Ya lo sé, Martin —repuso Dalgliesh, enojado—. Aunque pueda sorprenderle, éste es el motivo de que tomara esa decisión.

El coche volvió a pararse.

—¿Qué demonios está haciendo? —dijo Dalgliesh sacando la cabeza por la ventanilla.

—Lo hace lo mejor que puede, señor.

—Eso es lo que más nervioso me pone. Vamos, sargento. ¡Nos bajamos! El resto del camino lo haremos a pie. Seguramente es una tontería pero, cuando lleguemos a la clínica, cubriremos las dos salidas. Usted vaya hacia la trasera.

Si Martin se sorprendió, no era propio de su naturaleza demostrarlo. El superintendente parecía tener algo entre ceja y ceja. Lo más seguro era que Nagle hubiera regresado a su piso y que la clínica estuviera cerrada a cal y canto. Parecerían un par de locos entrando furtivamente en un edificio vacío. De todos modos, pronto lo sabrían. Reunió todas sus energías para marchar al mismo paso que el superintendente.

Nagle nunca supo cuánto tiempo estuvo esperando en el umbral de la puerta doblado casi por la mitad y resollando como un animal. Sin embargo, al cabo de un rato, volvió a recobrar la calma y, con ella, el uso de las piernas. Avanzó furtivamente hacia adelante, trepó por la verja trasera y se dejó caer en el callejón. Andaba como un autómata, con los brazos rígidos pegados a los lados y los ojos cerrados. De pronto oyó unos pasos y, al abrir los ojos, vio una voluminosa silueta, recortada contra la luz del farol, que le resultaba familiar. Se acercaba a él despacio, inexorablemente, a través de la niebla. El corazón le dio un vuelco y se puso a latir locamente haciendo temblar todo su cuerpo. Al sentir el primer impulso fatal de echar a correr, notó las piernas pesadas y frías como la muerte. Pero por lo menos su cerebro empezó a trabajar. Mientras pudiera pensar, había esperanza. Era más listo que ellos. Con un poco de suerte, ni siquiera se les ocurriría entrar en la clínica. ¿Por qué habrían de hacerlo? Además, era seguro que ahora ya estaba muerta. Si Jenny estaba muerta, podían sospechar lo que quisieran, pero no podían probar nada.

La linterna iluminó la cara de lleno y luego escuchó aquella voz pausada y sin énfasis.

—Buenas noches, joven. Esperábamos encontrarle aquí. ¿Entra o sale?

Nagle no contestó, pero distendió los labios dibujando algo parecido a una sonrisa. Podía imaginar el aspecto que debía de tener bajo aquella luz tan potente: el rostro de un muerto, la boca abierta por el miedo, la mirada fija.

Fue entonces cuando sintió un roce contra las piernas. El policía se agachó y recogió al gato, sosteniéndolo entre ambos. Casi al instante el gato empezó a ronronear, estremeciéndose de satisfacción al contacto de aquella mano cálida.

—De modo que Tigger está aquí. Lo ha dejado salir, ¿no? ¿Han salido juntos?

De pronto los dos se habían dado cuenta de aquel hecho y sus ojos se habían encontrado: del cálido pelo del gato emanaba un olor a gas, débil pero inconfundible, que quedó suspendido entre ambos.

Para Nagle, la media hora siguiente transcurrió en un confuso torbellino de ruidos y luces cegadoras que hacían surgir con sorprendente claridad nítidas imágenes que quedaron impresas para siempre en su mente. No recordaba al sargento Martin arrastrándolo y haciéndolo saltar de nuevo por encima de la verja de hierro; sólo se acordaba de cómo lo agarraba, haciendo presa en él como un torniquete y dejándole el brazo entumecido, y recordaba también el vaho acre y caliente del aliento de Martin proyectándose sobre su oreja. Hubo un golpe violento seguido del triste tintineo de cristales rotos cuando alguien abrió de una patada la ventana del cuarto de los vigilantes, luego se oyó un silbido agudo, pasos apresurados y confusos en las escaleras de la clínica y notó unos focos de luz que herían sus ojos. En una de las imágenes Dalgliesh estaba agachado sobre el cuerpo de la chica, con la boca abierta como una gárgola conectada con la boca de Jenny mientras insuflaba aire con fuerza en sus pulmones. Parecía que los dos cuerpos estuvieran luchando, unidos por un beso tan obsceno como el rapto de la muerte. Nagle no dijo nada. Tenía prácticamente la mente en blanco, aunque el instinto le advertía que era mejor no decir palabra. Inmovilizado contra la pared por unos fuertes brazos, observaba fascinado el movimiento febril de los hombros de Dalgliesh cuando, de pronto, sintió lágrimas en los ojos. Enid Bolam estaba muerta, Jenny estaba muerta y él se sentía cansado, desesperadamente cansado. No había querido matarla. Era la señorita Bolam la que lo había empujado a meterse en el peligroso embrollo del asesinato. Ni Jenny ni ella le habían dejado otra elección. Y ahora había perdido a Jenny, puesto que Jenny estaba muerta. Al enfrentarse contra la enormidad de la injusticia que le habían obligado a cometer sintió, sin sorprenderse, un cálido torrente de lágrimas de autocompasión que le surcaba el rostro.

De pronto la habitación se llenó de gente. Había muchos hombres uniformados, uno de ellos tan corpulento como un Holbein, con mirada de cerdo, que se movía lentamente de un lado a otro. Se oyó el silbido del oxígeno y un murmullo de voces que parecían consultarse cosas entre sí. Luego, unas manos cuidadosas y experimentadas colocaron algo encima de una camilla: un bulto envuelto en una manta roja que rodó hacia un lado tan pronto como lo levantaron en la camilla. ¿Por qué la trasladaban con tanto cuidado si ya no podía sentir las sacudidas?

Dalgliesh no habló hasta que se hubieron llevado a Jenny.

—Muy bien, sargento —dijo, sin mirar a Nagle—. Lléveselo a jefatura. Allí podrá contarnos todo lo que tenga que decirnos.

Nagle movió la boca, pero tenía los labios tan secos que percibió el crujido de la piel. Pasaron unos segundos antes de que le salieran las palabras, pero a partir de entonces ya nada pudo pararlo. Aquella historia tan cuidadosamente ensayada brotó de sus labios como un torrente, impetuoso pero poco convincente.

—No hay nada que contar. Ha ido a verme a mi piso y hemos pasado la tarde juntos. He tenido que confesarle que debía marcharme sin ella. Se lo ha tomado muy mal y, cuando ya se había ido, me he dado cuenta de que me faltaban las llaves de la clínica. Como sabía que estaba un poco nerviosa, he pensado que lo mejor que podía hacer era acercarme hasta aquí. Hay una nota encima de la mesa. La ha dejado ella. Como he visto que estaba muerta y que no podía hacer nada por ella, me he marchado. No quería que me involucraran en el asunto. Tengo que pensar en la Bollinger. No me conviene verme envuelto en un suicidio.

—Será mejor que, de momento, no diga nada más —dijo Dalgliesh—, pero tendrá que procurar hacerlo mejor que ahora ¿sabe usted? La chica no nos ha dicho lo mismo. Esa nota que hay encima de la mesa no es la única que ha dejado.

Con lentitud deliberada, se sacó un trozo de papel doblado del bolsillo de la pechera y lo sostuvo a unos pocos centímetros de los ojos fascinados y aterrorizados de Nagle.

—Si esta tarde estaban ustedes juntos en su piso, ¿cómo puede explicar que encontráramos esta nota debajo de la aldaba de la puerta?

Fue entonces cuando Nagle se dio cuenta, con tremenda desesperación, de que, después dé todo, la muerta, tan impotente y despreciada, todavía podía testificar contra él. Instintivamente alargó la mano para coger la nota, pero en seguida dejó caer el brazo. Dalgliesh volvió a guardársela en el bolsillo.

—¿De modo que esta noche vino aquí corriendo como un loco porque le preocupaba la seguridad de la muchacha? —dijo, mirando a Nagle de cerca—. ¡Qué conmovedor! En ese caso, permítame que le tranquilice: vivirá.

—Está muerta —dijo Nagle torpemente—. Se ha suicidado.

—Cuando la he dejado, respiraba. Mañana, si todo va bien, podrá contarnos qué ha pasado. Y no sólo lo que ha pasado aquí esta noche sino que también le haremos algunas preguntas acerca del asesinato de la señorita Bolam.

—¿Del asesinato de la señorita Bolam? —dijo Nagle soltando una terrible carcajada—. Lo que es esto, no me lo cargaréis, y voy a deciros por qué, pobres bobos: porque yo no la maté. Si queréis poneros en ridículo, ¡adelante! No permitáis que os lo impida. Pero, os lo advierto, si me detenéis por el asesinato de la señorita Bolam, ¡haré que vuestros nombres apesten en todos los periódicos del país! —dijo levantando el puño contra Dalgliesh—. Vamos, superintendente, adelante ¡acúsame! ¿Qué te lo impide? Has sido muy listo al resolverlo todo, ¿no? Pero te has pasado de listo, ¡maldito poli arrogante!

—No le estoy acusando de nada —dijo Dalgliesh—. Lo único que hago es invitarlo a acompañarnos a jefatura para que conteste algunas preguntas y haga una declaración. Si quiere un abogado, tiene derecho a pedirlo.

—Lo haré, pero de momento no lo necesito. No tengo prisa, superintendente. Estoy esperando una visita, ¿sabe usted? Quedamos en encontrarnos aquí a las diez y casi es la hora. Tengo que decirle que habíamos pensado que estaríamos solos y la verdad es que no creo que la persona que he citado esté demasiado contenta de encontrarlos aquí. De todos modos, si quiere conocer al asesino de la señorita Bolam, será mejor que no se vayan. A la persona que estoy esperando le han enseñado a ser puntual.

De pronto sintió que ya no tenía miedo. Sus ojos castaños volvían a ser inexpresivos, estanques turbios donde sólo el iris brillaba con vida propia. Martin, que todavía tenía a Nagle agarrado por los brazos, sintió que sus músculos volvían a tensarse, que recobraba confianza. Pero antes de que nadie tuviera tiempo de hablar, los oídos de todos captaron el sonido de unos pasos. Alguien acababa de entrar por la puerta del sótano y avanzaba lentamente por el pasillo.

Dalgliesh se situó junto a la puerta de una silenciosa zancada y se apretó contra ella. Los pasos tímidos y vacilantes se quedaron fuera. Tres pares de ojos vieron girar el pomo de la puerta, primero hacia la derecha, y luego hacia la izquierda.

—¡Nagle! ¿Estás aquí? ¡Nagle! —decía una voz suave—. Abre la puerta.

De un solo movimiento, Dalgliesh se hizo a un lado y abrió la puerta de un golpe. Involuntariamente, la pequeña silueta avanzó bajo el resplandor de las luces fluorescentes. Unos inmensos ojos grises se abrieron como platos y empezaron a pasearse de un rostro a otro. Eran los ojos de una niña que no comprendía nada. Gimoteando, apretó el bolso contra el pecho en un repentino gesto protector, como si estuviera defendiendo a un bebé. Librándose de Martin, Nagle se lo arrancó de las manos y lo arrojó a Dalgliesh. El bolso cayó directamente en las manos del detective, que notó en sus dedos el pegajoso tacto del plástico cálido y barato. Nagle procuró no alterar el tono de su voz, aunque no pudo evitar que sonara entusiasmada y triunfante.

—Ábralo y eche un vistazo, superintendente. Lo encontrará todo. Voy a decirle de qué va: una confesión firmada del asesinato de la señorita Bolam y cien libras en billetes, primer pago a cuenta por mantener cerrada la boca. Lo siento, chica —dijo, dirigiéndose a la visitante—. Yo no lo había planeado así. Estaba plenamente decidido a no decir nada de lo que vi, pero las cosas han cambiado desde el viernes por la noche. Ahora tengo que preocuparme de mis propios problemas y ya nadie va a colgarme ninguna acusación por asesinato. Nuestro pequeño contrato ha tocado a su fin.

Pero Marion Bolam se había desmayado.

Dos meses más tarde, un tribunal de magistrados sometió a Marion Grace Bolam a juicio, acusada del asesinato de su prima. El caprichoso otoño había dado paso a un crudo invierno y Dalgliesh regresaba solo a jefatura bajo un cielo gris encapotado, que parecía combarse con el peso de la nieve. Habían empezado a caer los primeros copos que se derretían al caer sobre su rostro. En el despacho de su jefe las luces estaban encendidas y las cortinas corridas escondiendo el resplandeciente río, aquel collar de luz que rodeaba el Embankment y toda la helada inactividad de un atardecer de invierno. Redactó su informe brevemente y el jefe le escuchó en silencio.

—Supongo que procurarán alegar responsabilidad menor. ¿Cómo estaba la chica? —preguntó.

—Perfectamente tranquila —contestó Dalgliesh—, como una niña que sabe que ha hecho algo que no debía y que se porta lo mejor que puede para ganarse el perdón de los mayores. Tengo la impresión de que no experimenta ningún sentimiento de culpabilidad, excepto el típico de las mujeres cuando se las coge con las manos en la masa.

—Era un caso bastante claro —dijo el jefe—: el sospechoso y el móvil obvio.

—A primera vista, demasiado obvio para mi gusto —dijo Dalgliesh con amargura—. Si este caso no me cura el engreimiento, ya nada lo hará. Si hubiera prestado más atención a lo evidente, quizá me había preguntado por qué la chica no volvió a Rettinger Street hasta pasadas las once, cuando terminaba la emisión de televisión. Había estado con Nagle, está claro, arreglando los pagos del chantaje. Al parecer se encontraron en el parque St. James. Cuando Nagle entró en la sala de historiales y la encontró agachada junto al cadáver de su prima, comprendió lo que había pasado. Seguramente la vio antes de que ella oyera nada y se hizo cargo del asunto con su eficacia habitual. Naturalmente, fue él quien se ocupó de colocar cuidadosamente el fetiche sobre el cadáver. Este detalle llegó a desconcertarme. De algún modo, no conseguía imaginarme a Marion Bolam en aquel despectivo gesto final. Pero era el crimen obvio, perfectamente obvio. Casi ni intentó esconderlo. Llevaba los guantes de goma que había usado metidos en el bolsillo de su uniforme. Las armas que utilizó eran las que encontró más a mano. No trató de incriminar a nadie. Ni siquiera intentó actuar inteligentemente. Hacia las seis y doce llamó a la oficina general y pidió a Nagle que no bajara aún a recoger la ropa. Nagle no pudo resistir mentir acerca de aquella llamada que, dicho sea de paso, volvió a brindarme otra posibilidad de mostrarme perspicaz en exceso. Luego llamó a su prima. No podía estar totalmente segura de que Enid bajaría sola y tenía que dar una excusa de peso, de modo que esparció los historiales por el suelo. Luego esperó en la sala de archivos a que llegara su víctima, con el fetiche en la mano y el escoplo en el bolsillo del uniforme. Tuvo la mala suerte de que Nagle entrara a escondidas en la clínica después de haber salido con el correo. Nagle había escuchado la conversación de la señorita Bolam con el secretario y quería hacerse con el historial de Fenton. Le parecía que lo más seguro era echarlo en la caldera del sótano. Sin embargo, el hecho de descubrir el asesinato le obligó a cambiar sus planes y ya no volvió a presentársele ninguna otra oportunidad cuando se descubrió el cadáver y se clausuró la sala de archivos. Sin embargo, la enfermera Bolam, no tuvo tiempo de escoger. El jueves por la noche se enteró de que Enid tenía la intención de modificar el testamento. El viernes por la tarde había sesión de ácido lisérgico y era el día que le caía más cerca. Tendría el sótano para ella sola. No podía actuar antes ni tampoco se atrevía a hacerlo más tarde.

—A Nagle ese asesinato le venía de perlas —dijo el jefe—. No debe echarse las culpas por haberse fijado sólo en él. Pero si insiste en seguir compadeciéndose no espere que le estropee la diversión.

—Quizás el asesinato le conviniese, pero no era necesario —repuso Dalgliesh—. ¿Por qué tenía que haber matado a la señorita Bolam? La única ambición de Nagle, aparte de hacer dinero fácil, era conseguir la Bollinger y marcharse a Francia sin que nadie se enterara. Supongo que sabía que sería difícil que le acusaran del chantaje de Fenton, aunque el secretario decidiera recurrir a la policía. Y, de hecho, seguimos sin tener pruebas suficientes para acusarlo. Pero el asesinato es otra cosa. Cualquier persona relacionada con un asesinato, puede ver desbaratados todos sus planes. Hasta a los inocentes les puede costar librarse de las posibles salpicaduras. Lo único que hizo el asesinato de Bolam fue conseguir que él corriera mayor peligro. Pero asesinar a Priddy fue un asunto muy distinto. De un solo tiro protegía su coartada, se libraba de un estorbo y tenía la oportunidad de casarse con la heredera de casi treinta mil libras. Sabía que no tenía nada que hacer si Marion Bolam se enteraba de que Priddy había sido su amante. Por algo era prima de Enid Bolam.

—Por lo menos le tenemos como cómplice y eso le mantendrá fuera de circulación durante un tiempo —dijo el jefe—. No es que no me alegre de que los Fenton se hayan librado de la penosa experiencia de presentar pruebas, pero dudo que la acusación por intento de asesinato pueda mantenerse, a no ser que la Priddy cambie de opinión. Si ella insiste en corroborar la versión de Nagle no iremos a ninguna parte.

—No va a cambiar de opinión —dijo Dalgliesh con amargura—. Claro que Nagle no quiere verla, pero eso no modifica la situación. Lo único en que ella piensa es en hacer planes para la vida que llevarán juntos tan pronto como él salga. Y que Dios la ayude cuando él salga.

El jefe removió irritado su enorme cuerpo en el asiento, cerró el informe y lo pasó por encima de la mesa a Dalgliesh.

—Ni usted ni nadie puede hacer nada. Es el tipo de mujer que va tras su propia destrucción. A propósito, ha venido a verme ese artista… Sugg. ¡Qué ideas tan extravagantes tiene esa gente sobre los procesos judiciales! Le he dicho que el asunto ya no dependía de nosotros y le he mandado donde corresponde. ¿Sabe que quiere pagar el abogado de Nagle? Dijo que si cometíamos un error, el mundo perdería un gran talento.

—De todos modos, lo perderá —repuso Dalgliesh, pensando en voz alta—. Me pregunto cómo tendría que ser de bueno un pintor para que lo soltaran con una acusación de asesinato sobre sus espaldas como la que pesa sobre las de Nagle. ¿Como Miguel Ángel? ¿Como Velázquez? ¿O acaso como Rembrandt?

—Bueno —respondió el jefe, dando por zanjada la cuestión—, si tuviéramos que hacernos esta pregunta, no seríamos policías.

En el despacho de Dalgliesh, el sargento Martin estaba ordenando unos papeles y, después de levantar los ojos para mirar a su superior, pronunció un imperturbable «Buenas noches, señor» y se marchó. Había ciertas situaciones que su sencilla naturaleza le aconsejaba prudentemente evitar. Cuando acababa de cerrar la puerta, justo al salir, sonó el teléfono. Era la señora Shorthouse.

—¡Hola! —exclamó la mujer—. ¿Es usted? Me ha costado un montón dar con usted. Hoy le he visto en el juicio. Supongo que usted no ha debido de verme. ¿Cómo está?

—Bien, gracias, señora Shorthouse.

—Como supongo que no volveremos a vernos se me ha ocurrido llamarle para saludarle y contarle las últimas noticias. ¡La de cosas que han pasado en la clínica…!, se lo digo yo. Para empezar, la señorita Saxon se marcha. Se va a trabajar a un centro para niños subnormales que hay en el norte. Lo llevan católicos romanos. ¡Es curioso eso de marcharse a trabajar a un convento! En la clínica nunca ha habido nadie que hiciera una cosa parecida.

Dalgliesh dijo que lo comprendía perfectamente.

—A la señorita Priddy la han trasladado a una de las clínicas de enfermedades respiratorias que posee la sociedad. El señor Lauder ha considerado que le convenía cambiar. Ha tenido una trifulca tremenda con sus padres y ahora vive sola en una casa de huéspedes de Kilburn. Pero, bueno, eso usted ya lo debe de saber. La señora Bolam se ha ido a vivir a un asilo carísimo que está cerca de Worthing gracias a la parte que le ha tocado de la herencia de Enid… claro. ¡Pobre mujer! Me sorprende que se haya decidido a tocar un solo penique de ese dinero.

A Dalgliesh le sorprendía, pero no se lo dijo.

—Y luego está lo del doctor Steiner —prosiguió la señora Shorthouse—. Se va casar con su esposa.

—¿Qué ha dicho usted, señora Shorthouse?

—Bueno… a volverse a casar. Lo han decidido así, de pronto. Se habían divorciado y ahora se vuelven a casar. ¿Qué le parece?

Dalgliesh dijo que lo importante era lo que pudiera parecerle al doctor Steiner.

—¡Oh!, ése está más contento que un perro con collar nuevo. Y un collar nuevo es lo único que va a sacar, si quiere que se lo diga. Corre el rumor de que la Junta Regional va a cerrar la clínica y va a trasladar todo el personal a un departamento para pacientes externos de un hospital. ¡Bueno, ya está bien! Primero apuñalan a una, después casi asfixian a otra y ahora un juicio por asesinato. ¡No es muy bonito, no! El doctor Etherege dice que lo lamenta por los pacientes… pero yo no soy de esas personas a las que les gusta hacer comentarios. Las cifras no han subido ni la mitad desde el pasado octubre. Eso le habría gustado a la señorita Bolam. Siempre andaba preocupada con las cifras. Y figúrese usted que, encima, hay gente que anda diciendo que no habríamos tenido todos estos problemas con Nagle y Priddy si usted hubiera atrapado al culpable a la primera. Lo cierto es que no me parece que anden muy equivocados. Lo que yo digo es que usted lo hizo lo mejor que pudo y que no hay nada en absoluto que lamentar.

¡Nada que lamentar! De modo que ésas eran las consecuencias del fracaso, pensó Dalgliesh con bastante amargura al colgar el teléfono. Ya tenía suficiente con su propia autocompasión corrosiva y amarga sin tener que aguantar las peroratas moralizadoras del jefe, el tacto de Martin y la condolencia de la señora Shorthouse. Si quería librarse de aquel profundo abatimiento que lo invadía debía tomarse un respiro después de tanto asesinato y de tanta muerte, dar un paseo aquella misma tarde y alejarse de la sombra del chantaje y del asesinato. Se le ocurrió de pronto que lo que más necesitaba era salir a cenar con Deborah Riscoe. Por lo menos, se decía irónicamente, sería un cambio de problema. Ya tenía la mano en el teléfono cuando se detuvo, paralizado por una antigua cautela, una antigua incertidumbre. Temía que le disgustase recibir una llamada en su despacho, precisamente en la casa Hearne e Illingworth. Pero se acordó de su imagen la última vez que se habían visto y descolgó el teléfono. No entendía por qué no iba a poder cenar con una mujer atractiva sin necesidad de pasar por todo aquel morboso autoanálisis preliminar. La invitación no le comprometía a nada trascendental: simplemente a procurar que ella pasara una velada agradable y a pagar la cuenta. Y por otra parte, tenía todo el derecho a llamar a sus editores.