Capítulo 6

EL lunes por la mañana temprano, día del aniversario de la muerte de su esposa, Dalgliesh entró en una pequeña iglesia católica situada detrás del Strand para encender un cirio. Su esposa era católica. Él nunca había compartido su religión y ella había muerto antes de que él empezara a comprender qué significaba la religión para ella o qué importancia podía tener aquella diferencia básica que existía entre los dos para su matrimonio. El primer cirio lo había encendido el día de su muerte, llevado por la necesidad de dar forma a un dolor intolerable, y quizás empujado por la esperanza infantil de que con ello confortaría de algún modo el espíritu de su mujer. Aquél era el cirio número catorce. Pensó en aquel gesto tan íntimo de su vida, tan independiente y reservada, no como en algo supersticioso o piadoso, sino como en un hábito que ya no podía romper por mucho que lo deseara. Pocas veces soñaba con su mujer, pero siempre con absoluta claridad, aunque al despertarse nunca podía recordar exactamente su rostro. Echó una moneda en la ranura y acercó la mecha del cirio a la llama vacilante de un cabo ya moribundo. Prendió de inmediato y la llama creció resplandeciente y clara. Siempre le había parecido importante que la llama prendiera al primer intento. Miró un momento a través de aquella lengua de fuego, y no sintió nada, ni siquiera indignación. Luego se marchó.

La iglesia estaba casi vacía, pero encerraba para él una atmósfera de actividad intensa y silenciosa que sentía, pero que no podía compartir. Al dirigirse hacia la puerta reconoció a una mujer, vestida con un abrigo rojo y un pañuelo verde oscuro en la cabeza, que humedecía sus dedos en la pila del agua bendita. Era Fredrica Saxon, la psiquiatra de la Clínica Steen. Llegaron juntos a la puerta de salida y él se la abrió al tiempo que eran recibidos por una ráfaga repentina de viento otoñal. La mujer le sonrió amistosamente y sin muestras de contrariedad.

—¡Hola! Nunca le había visto por aquí.

—Es que sólo vengo una vez al año —contestó Dalgliesh.

Él no le dio ninguna explicación más y ella tampoco hizo más preguntas.

—Quería hablar con usted —dijo ella—. Hay algo que creo que debería saber. ¿Está libre? Si lo está, ¿podría saltarse un poco las normas para hablar con una sospechosa en un bar? Preferiría no tener que ir a su despacho y no es fácil, en la clínica, pedir hora para una entrevista. De todos modos, necesito un café. Estoy helada.

—Creo que hay un sitio a propósito al doblar la esquina —dijo Dalgliesh—. El café es potable y es un lugar bastante tranquilo.

La cafetería había cambiado mucho en un año. Dalgliesh la recordaba como un lugar limpio pero anodino, con una hilera de mesas de pino cubiertas con un hule y una larga barra adornada con una tetera y montañas de nutritivos bocadillos bajo un recubrimiento de vidrio. Pero había subido de categoría. Ahora las paredes estaban recubiertas con una imitación de roble envejecido, sobre el que colgaba una formidable colección de espadas, pistolas antiguas y alfanjes de dudosa autenticidad. Las camareras tenían aspecto de actrices principiantes de teatros de vanguardia que hacían el trabajo para ganarse algún dinero, mientras que la iluminación era tan discreta que casi resultaba siniestra. La señorita Saxon avanzó hacia una mesa situada en el rincón del fondo.

—¿Café solo? —preguntó Dalgliesh.

—Sí, café solo, por favor —y esperó que él lo pidiera para decir—. Se trata del doctor Baguley.

—Ya me lo suponía.

—Sabía que era probable que se enterara de las habladurías y prefería decírselo antes que esperar a que me lo preguntara y que lo supiera por mí en lugar de que se lo contara Amy Shorthouse.

Hablaba sin rencor, sin tapujos.

—No le he preguntado nada porque no me parece importante —dijo Dalgliesh—, pero si quiere contármelo, quizá pueda ser de utilidad.

—No me gustaría que se hiciera una idea equivocada de este asunto, eso es todo. ¡Sería tan fácil que imaginara que guardábamos rencor a la señorita Bolam! Pero no es así, ¿entiende? Hubo un tiempo en que incluso nos sentimos agradecidos a ella.

A Dalgliesh no le fue necesario preguntar a quién se refería exactamente con aquel «sentimos».

La camarera, indiferente, les trajo el café: una espuma pálida, servida en copas transparentes. La señorita Saxon dejó caer el abrigo que llevaba sobre los hombros, se desanudó el pañuelo con el que se cubría la cabeza y ambos envolvieron las tazas calientes con las manos. Se echó azúcar en el café y acercó el bol de plástico a Dalgliesh. No había tensión en sus maneras, ni tampoco parecía cohibida. Mostraba la naturalidad de una colegiala que está con una amiga. Dalgliesh descubrió que era agradable estar con ella, quizá porque no la encontraba físicamente atractiva. Pese a ello, le gustaba. Le resultaba difícil creer que aquélla era la segunda vez que se veían y que el motivo que los había reunido era un asesinato.

—James Baguley y yo nos enamoramos hace casi tres años —dijo sorbiendo lentamente el café sin levantar los ojos—. No tuvimos que librar ninguna batalla moral para evitarlo. No lo fomentamos, pero también es cierto que no hicimos nada para evitarlo. Al fin y al cabo, nadie renuncia a la felicidad de una manera voluntaria, a no ser que se trate de un masoquista o de un santo, y ninguno de los dos era lo uno ni lo otro. Sabía que James tenía una esposa neurótica, cosa que me había llegado de la manera que la gente se entera de esas cosas, pero él no me hablaba demasiado de ella. Ambos aceptamos que ella tenía necesidad de él y que el divorcio quedaba descartado. Nos convencimos de que no le hacíamos ningún daño y de que tampoco había ninguna necesidad de que se enterara. James solía decir que el hecho de quererme a mí hacía que su matrimonio fuera más llevadero para ellos dos. Es natural, resulta mucho más fácil ser amable y paciente cuando uno es feliz, de modo que quizá debía de tener razón. No sé. Supongo que es un razonamiento que deben de utilizar miles de amantes. No podíamos vernos demasiado a menudo, pero yo tenía mi piso y nos las arreglábamos para pasar dos tardes juntos todas las semanas. Una vez Helen, su mujer, se fue de visita a casa de su hermana y pudimos pasar toda una noche juntos. Por supuesto que en la clínica debíamos andar con cuidado, pero en realidad allí no nos veíamos muy a menudo.

—¿Cómo se enteró la señorita Bolam? —preguntó Dalgliesh.

—En realidad fue por una tontería. Estábamos en el teatro viendo una obra de Anouilh y ella estaba sentada, sola, en la fila de atrás. De todas formas, ¿quién iba a imaginarse que a la Bolam le gustaba Anouilh? Supongo que debían de haberle enviado una invitación. Era nuestro segundo aniversario y estuvimos toda la obra cogidos de la mano. Quizás habíamos bebido un poco más de la cuenta. Al salir del teatro también íbamos cogidos de la mano. Cualquier persona de la clínica, cualquier conocido, podía habernos visto. Nos estábamos volviendo descuidados y alguien tenía que vernos tarde o temprano. Fue una pura casualidad que esa persona fuera la señorita Bolam; de haberse tratado de otra, quizás habría considerado que era un asunto que no la incumbía.

—Pero ella se lo dijo a la señora Baguley. Me parece una actitud entrometida, cruel y poco corriente.

—De hecho no lo era. Bolam lo veía de otro modo. Era una de esas raras y afortunadas personas que están convencidas de conocer la diferencia entre el bien y el mal. No era una mujer imaginativa, de modo que tampoco podía comprender los sentimientos de los demás. Si hubiera estado casada y su esposo la hubiera estado engañando estoy segura de que le habría gustado que se lo dijeran. No podía haber nada peor que no saber. Tenía ese tipo de fuerza de carácter que goza con la lucha. Supongo que pensó que su deber era informar. Sea como fuere, Helen fue a la clínica a ver a su marido un miércoles por la tarde, sin avisar, y la señorita Bolam la hizo pasar a su despacho y se lo contó. Muchas veces me pregunto qué debió de decirle exactamente. Me imagino que debió de decirle algo como que «estábamos liados». Podía hacer que prácticamente cualquier cosa sonara vulgar.

—Se arriesgó mucho, ¿no le parece? —dijo Dalgliesh—. No podía estar totalmente segura y, evidentemente, no tenía pruebas.

La señorita Saxon se echó a reír.

—Está hablando como un policía. Tenía pruebas suficientes. Incluso la señorita Bolam era capaz de reconocer el amor en cuanto lo tenía ante los ojos. Por otro lado, nos estábamos divirtiendo ilícitamente y eso ya era una infidelidad suficiente.

Las palabras eran amargas, pero no parecía resentida ni sarcástica. Sorbía el café con evidente delectación. Dalgliesh pensó que igual podía haber estado hablando de uno de sus pacientes de la clínica, discutiendo con interés distante y neutro de los caprichos de la naturaleza humana. Con todo, no creía que se tratara de una persona que amara con facilidad, ni que sus emociones fueran superficiales. Le preguntó cuál había sido la reacción de la señora Baguley.

—Ahí está lo extraordinario o, cuando menos, eso nos pareció al principio. Se lo tomó maravillosamente bien. Al mirar hacia atrás, me pregunto si no estaríamos locos los tres y no viviríamos acaso en una especie de mundo imaginario de cuya existencia nos habían convencido dos minutos de reflexión. Helen vive su vida de acuerdo con una serie de actitudes y la que decidió adoptar entonces fue la de esposa valiente y comprensiva. Insistía en el divorcio, que naturalmente iba a ser de mutuo acuerdo. Supongo que este tipo de divorcio sólo puede darse cuando a ninguno de los dos cónyuges le importa el otro, quizá nunca le había importado o no ha sido capaz de que le importara. Pues bien, éste era el tipo de divorcio que íbamos a tener. Discutimos mucho acerca de la cuestión, ya que estaba en juego la felicidad de cada uno de nosotros. Helen abriría una tienda de ropa, cosa de la que había estado hablando durante años. Así que los tres nos pusimos manos a la obra y empezamos a buscar el local adecuado. Fue realmente patético. De hecho, nos engañábamos a nosotros mismos, haciéndonos la ilusión de que todo iba a salir bien. Por eso le he dicho que James y yo nos sentíamos agradecidos a Enid Bolam. La gente de la clínica se enteró de que habría divorcio y de que Helen sacaría a relucir mi nombre. Todo formaba parte de una política de franqueza y honestidad, pero apenas hubo nadie que nos hiciera algún comentario directo. Bolam nunca mencionó el divorcio a nadie, ya que no era persona chismosa, ni tampoco maliciosa. De algún modo, su papel en este asunto se desarrolló del modo en el que suelen ocurrir estas cosas. Puede que Helen se lo dijera a alguien, pero la señorita Bolam y yo nunca hablamos del tema. Sin embargo, ocurrió lo inevitable: Helen empezó a derrumbarse. James le había dejado la casa de Surrey y estaba viviendo conmigo, en mi piso, pero tenía que ir a verla bastante a menudo. Al principio no hablaba mucho de cómo iban las cosas, pero yo me daba cuenta de lo que estaba ocurriendo. Estaba enferma, claro, y los dos lo sabíamos. Helen había interpretado el papel de la paciente, y de la esposa complaciente y, de acuerdo con las novelas y las películas, su marido ya tenía que haber vuelto con ella a aquellas alturas. Pero James no lo había hecho. Él me lo escondía casi todo, pero yo tenía una ligera idea de lo que su mujer le debía de estar haciendo pasar: las escenas, las lágrimas, las súplicas, las amenazas de suicidio. Tan pronto estaba dispuesta a seguir adelante con el divorcio como al día siguiente ya no pensaba en concederle la libertad jamás. No podía, naturalmente. Ahora lo entiendo. Ella no tenía nada que dar. Es degradante hablar de un marido como si fuera un perro que se tiene encadenado en el jardín. A medida que todo esto iba ocurriendo, cada vez me iba percatando de que la cosa no podía seguir adelante: una situación que había sido un proceso muy lento, desarrollado durante años, ahora había llegado a un punto crítico. No hay ninguna necesidad de hablar de la situación ni de intentar explicarla. Hace nueve meses que he empezado una tanda de catequesis con la esperanza de verme aceptada por la Iglesia Católica. Al hacerlo, Helen retiró su petición y James volvió a su lado. Creo que a él ya no le importaba lo que pudiera ocurrirle ni a qué sitio tuviera que ir a vivir. Pero ahora supongo que usted ya puede entender que él no tenía ningún motivo para odiar a Bolam, porque la enemiga era yo.

Dalgliesh pensó que poca era la lucha que podía haber habido: el rostro sonrosado y saludable de Fredrica, aquella nariz ancha y ligeramente respingona, aquella boca grande y risueña no se ajustaban demasiado a la tragedia. Recordó a Baguley tal como lo había visto a la luz de la lámpara del escritorio de la señorita Bolam. Era estúpido y presuntuoso tratar de determinar el sufrimiento de acuerdo con las arrugas de su rostro o la mirada de unos ojos. Seguramente la mente de la señorita Saxon era tan enérgica y adaptable como su cuerpo, pero el hecho de que fuera capaz de soportar más no significaba que sintiera menos. Sin embargo, no podía evitar sentir una profunda piedad en relación con Baguley, abandonado por su amante en el momento de la prueba más importante en favor de una felicidad íntima que él no podría compartir ni comprender. Probablemente nadie podría llegar a saber nunca la magnitud de aquella traición. Dalgliesh no quería decir que comprendiera a la señorita Saxon. No era difícil imaginar qué habrían hecho algunos personajes de la clínica de haber estado en su lugar. Las explicaciones simplistas le venían inmediatamente a la mente, pero no podía creer que Fredrica Saxon se protegiera de su sexualidad amparándose en la religión ni que se negase en ningún momento a afrontar la realidad.

Pensó en algunas de las cosas que le había dicho acerca de la señorita Bolam: «¿Quién iba a imaginarse que a Bolam le gustaba Anouilh? Supongo que debían de haberle enviado una invitación… Incluso la señorita Bolam era capaz de reconocer el amor en cuanto lo tenía ante los ojos. Podía hacer que prácticamente cualquier cosa sonara vulgar». La gente no se volvía automáticamente buena por el hecho de hacerse religiosa. Sin embargo, no había verdadera malicia en sus palabras, decía lo que pensaba y habría sido igual de imparcial con respecto a sus propias motivaciones. Probablemente aquella mujer era el juez más sagaz del carácter humano que había en la clínica.

—¿Quién cree que la mató, señorita Saxon? —preguntó Dalgliesh de pronto, atentando flagrantemente contra las reglas de la ortodoxia.

—¿A juzgar por él carácter y la naturaleza del crimen y sin tener en cuenta las misteriosas llamadas telefónicas efectuadas desde el sótano, los crujidos del ascensor ni las supuestas coartadas?

—A juzgar por el carácter y la naturaleza del crimen.

—Yo diría que Peter Nagle —dijo sin vacilar y sin aparente renuencia.

Dalgliesh sintió la punzada de la decepción. Había sido absurdo pensar que podía saberlo.

—¿Y por qué Nagle? —le preguntó.

—En parte porque creo que se trata de un crimen realizado por un hombre. El hecho de que la apuñalaran me parece muy revelador. No puedo imaginar a una mujer matando a otra por ese procedimiento. Creo que ante una víctima inconsciente, una mujer recurriría antes al estrangulamiento. Y luego está lo del escoplo. El hecho de que lo utilizara con tanta pericia sugiere una identificación del arma con el asesino. ¿Por qué utilizarlo, si no? Hubiera podido golpearla varias veces con el fetiche.

—Habría sido más chapucero, ruidoso y menos seguro —dijo Dalgliesh.

—Pero el escoplo sólo podía ser un arma segura en manos de un hombre que confiara en su habilidad a la hora de utilizarla, de alguien «hábil con las manos». No puedo imaginarme al doctor Steiner matando a una persona sirviéndose de él, por ejemplo. No sería capaz de clavar un clavo sin romper el martillo.

Dalgliesh estaba dispuesto a darle la razón en lo tocante a que el doctor Steiner era inocente. Más de un miembro del personal le había comentado su torpeza con las herramientas. Era cierto que había mentido al negar que ignoraba dónde se guardaba el escoplo, pero Dalgliesh pensaba que había actuado empujado más por el temor que por la culpabilidad. Y después estaba lo de la confesión avergonzada de haber sucumbido a las incitaciones de una siesta mientras esperaba al señor Burge. Esto había sido revelador.

—La identificación del escoplo con Nagle es tan clara que creo que se esperaba que sospecháramos de él. ¿Sospecha usted de él? —preguntó Dalgliesh.

—¡No, no! Ya sé que él no puede ser el asesino, sólo me he limitado a contestar a la pregunta que me ha hecho. Le he contestado de acuerdo con el carácter y la naturaleza del crimen.

Ya habían terminado el café y Dalgliesh pensó que ella querría marcharse, pero no parecía tener ninguna prisa.

—Tengo otra cosa que confesarle —dijo, después de permanecer un momento en silencio—; en realidad es en favor de otra persona: se trata de Cully. No es importante, pero es algo que debería usted saber y me había prometido que se lo contaría. El pobre Cully está asustadísimo y no sabe qué hacer, aunque normalmente tampoco sabe nunca muy bien qué hacer.

—Ya sabía yo que estaba mintiendo acerca de algo —dijo Dalgliesh—. Supongo que vio a alguien cruzar el vestíbulo camino del sótano.

—No, no. No se trata de ningún hecho tan útil como podría ser éste. Es algo relacionado con el delantal de hule que ha desaparecido del departamento de terapia artística. Tengo entendido que usted pensó que el asesino podía haberlo utilizado. Pues bien, resulta que Cully lo cogió del departamento el lunes pasado porque estaba pintando la cocina de su casa. Ya sabe lo que pasa con la pintura. No quiso pedir permiso a la señorita Bolam porque sabía cuál iba a ser su respuesta y tampoco podía pedírselo a la señorita Baumgarten porque está enferma. Tenía la intención de devolverlo el viernes, pero cuando la hermana comprobó el inventario con su sargento y preguntaron a Cully si lo había visto, perdió la cabeza y dijo que no. El pobre no es demasiado listo y tenía miedo de que usted sospechara de él si lo confesaba.

Dalgliesh le preguntó cuándo se lo había contado.

—Yo sabía que tenía el delantal porque le vi cogerlo. Supuse que estaría muy inquieto y decidí ir a verlo ayer por la mañana. Siempre que está preocupado, su estómago se resiente, y pensé que convenía que alguien le vigilara.

—¿Y ahora dónde está ese delantal? —preguntó el superintendente Dalgliesh.

La señorita Saxon se echó a reír.

—Repartido por todo Londres en media docena de papeleras, a no ser que ya las hayan vaciado. El pobre Cully no se atrevía a echarlo en el cubo de basura de su casa por si la policía lo inspeccionaba y tampoco podía quemarlo porque vive en una de esas viviendas municipales que tienen calefacción eléctrica y donde no hay gas. Así que esperó a que su mujer se acostara y estuvo despierto hasta las once cortando a trocitos el delantal con las tijeras de la cocina. Luego puso los trocitos en varias bolsas de papel, las metió en una bolsa de viaje y cogió el autobús 36, que sube por Harrow Road, y no se bajó hasta que estuvo bien lejos de su casa. Entonces fue echando una por una las bolsitas en las papeleras que encontró a su paso y tiró los botones de metal por la alcantarilla. Fue un trabajo muy complicado y el pobre Cully llegó arrastrándose hasta su casa por culpa del miedo y del cansancio, ya que perdió el último autobús, además del dolor de estómago. Cuando fui a verlo a la mañana siguiente, a duras penas podía tenerse en pie, pero yo conseguí convencerle de que no era un asunto de vida o muerte, especialmente de muerte, y le prometí que yo me encargaría de ponerle a usted al corriente del hecho.

—Muchas gracias —dijo Dalgliesh gravemente—. Supongo que no tendrá ninguna otra confesión que hacerme, ¿o acaso tiene usted alguna objeción de conciencia cuando se trata de entregar a un pobre psicópata a la justicia?

Fredrica Saxon se rió mientras se ponía el abrigo y se anudaba el pañuelo sobre su pelo negro y alborotado.

—¡Oh, no! Si supiera quién ha cometido el crimen se lo diría. No me gustan los asesinatos y, en realidad, soy bastante observadora de la ley. Pero yo no sabía que estábamos hablando de justicia; ha sido usted quien ha utilizado la palabra. Al igual que Portia, tengo la impresión de que, ante la justicia, ninguno de nosotros estaría totalmente limpio. Y por favor, le estaría muy agradecida si me dejara pagar mi café.

Dalgliesh pensó que aquella mujer quería no pensar que le había vendido información, ni siquiera por valor de un chelín. Dalgliesh resistió la tentación de decir que el café podía incluirse en los gastos de trabajo, un tanto sorprendido ante aquél ligero intento de sarcasmo que la mujer había provocado en él. A Dalgliesh le gustaba, pero había algo en aquella seguridad y autosuficiencia que le molestaba. A lo mejor sentía envidia.

Al salir de la cafetería, le preguntó si iba camino de la clínica.

—No, hoy no. Los lunes por la mañana no tengo consulta, pero iré mañana.

Fredrica le dio las gracias ceremoniosamente por el café y se separaron. Él giró hacia el este, camino de la clínica, mientras ella se dirigía al Strand. Mientras miraba aquella figura delgada y oscura balanceándose al andar hasta perderse de vista se imaginó a Cully caminando furtivamente por la noche con su patética bolsa, helado de frío. No le sorprendía que aquel viejo vigilante se hubiera confiado tan ciegamente a Fredrica Saxon; en su lugar él seguramente habría hecho lo mismo. Dalgliesh pensó que le había proporcionado un montón de datos interesantes, pero que no había sido capaz de presentarle una coartada ni en relación con el doctor Baguley ni en relación con ella.

La señora Bostock, con su libreta de taquigrafía a punto, estaba sentada junto a la silla del doctor Etherege, con sus elegantes piernas cruzadas a la altura de las rodillas y su cabeza de flamenco erguida para recibir, con la seriedad apropiada, las instrucciones del director.

—El superintendente Dalgliesh ha telefoneado para decir que llegará dentro de un momento. Quiere volver a hablar con algunos miembros del personal y me ha pedido hora para antes del almuerzo, doctor —dijo la señora Bostock conteniéndose—. A las dos y media tiene la Junta de Personal Profesional y todavía no ha tenido tiempo de consultar su agenda. El doctor Talmage, de los Estados Unidos, tiene hora reservada a las doce y media y, además, yo esperaba que podríamos hacer una hora de dictado a las once.

—Eso tendrá que esperar. Me temo que el superintendente nos robará mucho tiempo. Quiere preguntarme el funcionamiento de la clínica.

—Me temo que no le acabo de entender, doctor, ¿quiere decir que el hombre está interesado en las medidas administrativas generales? —dijo la señora Bostock, en un tono que era una curiosa mezcla de sorpresa y desaprobación.

—Eso parece —respondió el doctor Etherege—. Me habló de la agenda de visitas, del índice de diagnósticos, de cómo se registraban las entradas y salidas del correo y del sistema de archivo médico. Será mejor que hable usted con él personalmente. Si tengo algo que dictar ya mandaré llamar a la señorita Priddy.

—Naturalmente, haré cuanto pueda por ayudar —dijo la señora Bostock—. Es una pena que haya ido a elegir una de sus mañanas más ocupadas, me hubiera sido mucho más fácil organizar un programa para él si hubiera sabido cuáles eran los proyectos del superintendente.

—Supongo que a todos nos hubiera gustado saberlo —respondió el director—. Yo contestaría a sus preguntas tan bien como usted y, por favor, dígale a Cully que me llame tan pronto como esté dispuesto a subir.

—Sí, doctor —dijo la señora Bostock, reconociendo su derrota, y se despidió.

En el sótano, en la sala de T.E.C., el doctor Baguley, extremadamente nervioso, se estaba poniendo la bata blanca, ayudado por la enfermera Bolam.

—La señora King volverá a estar aquí el miércoles para su tratamiento de LSD, como siempre. Creo que lo mejor será que utilicemos una de las salas del tercer piso. La señorita Kettle no viene los miércoles por la tarde, ¿verdad? Dígaselo usted. De todos modos, siempre podemos utilizar la sala de la señora Kallinski o cualquiera de las salitas para entrevistas de la parte trasera.

—Para usted no será muy cómodo, doctor. Tendrá que subir los pisos cada vez que yo le llame —dijo la enfermera Bolam.

—Eso no va a matarme. Puede que parezca viejo, pero las piernas todavía me funcionan.

—Y luego está lo de la cama, doctor. Supongo que podríamos subir una de las de la sala de T.E.C.

—Diga a Nagle si puede ocuparse de subirla. No quiero que baje usted sola al sótano.

—No tengo ningún miedo, doctor Baguley.

El doctor Baguley perdió los estribos.

—Por el amor de Dios, enfermera, piense un poco. ¡Por supuesto que tiene miedo! Anda un asesino suelto por la clínica y a nadie, excepto a una persona, le hace ninguna gracia quedarse solo en el sótano ni un solo momento. Si no tiene usted miedo, tenga el buen sentido de callárselo, especialmente delante de la policía. ¿Dónde está la enfermera? ¿En la oficina general?

Descolgó el teléfono y marcó el número con brusquedad.

—¿Hermana? Le habla Baguley. Acabo de decir a la enfermera Bolam que esta semana no me veo con ánimos de utilizar la sala del sótano para el LSD.

La voz de la hermana Ambrose se oyó con toda claridad.

—Por supuesto, doctor, se hará como usted quiera. Pero si el sótano le resulta más apropiado y pudiéramos conseguir una enfermera suplente de uno de los hospitales generales del grupo para la clínica de T.E.C, no me importaría nada quedarme abajo con la enfermera Bolam. Podríamos tratar a la señora King juntas.

—Quiero que se quede usted en la clínica de T.E.C. como siempre, hermana. El paciente de LSD subirá arriba. Espero que haya quedado claro.

Dos horas más tarde, en el despacho del director, Dalgliesh colocaba tres cajas metálicas negras sobre el escritorio del doctor Etherege. Las cajas, que tenían pequeños agujerillos redondos en cada uno de los lados más cortos, estaban llenas de fichas de color amarillo. Era el índice de los diagnósticos de la clínica.

—La señora Bostock ya me ha explicado el sistema —dijo Dalgliesh—. Si no entiendo mal, cada una de estas fichas representa un paciente. La información de cada caso está codificada y el código de cada paciente está perforado en la ficha. Todas las fichas representan filas iguales de agujeritos y en el espacio que queda entre cada agujero aparece un número. Si se perfora cualquier número con la máquina manual se corta la ficha entre los dos agujeros adyacentes y se forma una tira oblonga. Si luego se inserta esta varilla de metal en el agujero número 20, pongamos por caso, desde el exterior de la caja, se la hace atravesar todas las fichas y se hace girar la caja, todas las fichas perforadas por este número quedarán automáticamente seleccionadas, se trata de uno de los sistemas más sencillos de fichas perforadas que hay en el mercado.

—Sí. Lo utilizamos principalmente como índice de los diagnósticos y para fines de investigación.

Si el director estaba sorprendido ante el interés demostrado por Dalgliesh, no lo exteriorizó. El superintendente prosiguió.

—La señora Bostock me ha dicho que no se codifica un caso hasta que el paciente ha terminado su tratamiento y que este sistema se empezó a utilizar en 1952. Eso significa que los pacientes que actualmente están bajo tratamiento no tienen ficha todavía… a no ser, claro está, que hubieran recibido tratamiento anteriormente…, y que los pacientes que finalizaron su tratamiento antes de 1952 no están incluidos en el fichero.

—Sí, nos gustaría incorporar los casos más antiguos, pero se trata de un problema de disponibilidad de tiempo del personal. La codificación y la perforación requieren mucho tiempo y es un trabajo que se va dejando de lado. Actualmente estamos codificando las altas de febrero de 1962, de modo que estamos un poco atrasados.

—Una vez se ha perforado la ficha, ¿se puede seleccionar cualquier diagnóstico o categoría del paciente que se desee?

—Sí, por supuesto —dijo el director sonriendo dulce y apaciblemente—. No voy a decirle que podamos seleccionar inmediatamente todos los depresivos que son nietos de abuelas de ojos azules e hijos de padres legalmente casados, porque no hemos codificado ningún dato acerca de los abuelos. Sin embargo, se puede obtener cualquier dato codificado sin ninguna dificultad.

Dalgliesh puso un archivador de manila sobre el escritorio.

—La señora Bostock me ha pasado las instrucciones para la codificación. Veo que codifican ustedes el sexo, la edad, el estado civil, el domicilio según la jurisdicción local, el diagnóstico, el médico que ha tratado al paciente, la fecha de la primera visita y visitas posteriores y un número considerable de detalles acerca de los síntomas, el tratamiento y la evolución. También codifican el nivel social, cosa que me parece muy interesante.

—Sin lugar a dudas, es un dato poco frecuente —respondió el doctor Etherege—, mayormente porque se trata de un dato meramente subjetivo, supongo. Sin embargo, quisimos incluirlo porque en ocasiones resulta útil en la investigación del caso. Y, como puede usted ver, utilizamos la clasificación del archivo general. Es lo suficientemente preciso para nuestros propósitos.

Dalgliesh se pasó la fina varilla de metal entre los dedos.

—De modo que yo ahora podría seleccionar, por ejemplo, todas las fichas de los pacientes de clase alta, sometidos a tratamiento hace ocho o diez años, casados y con familia, aquejados, pongamos por caso, de una aberración sexual, de cleptomanía o de cualquier otra anomalía de la personalidad considerada socialmente inaceptable.

—Claro que podría —admitió el director tranquilamente—, pero no veo por qué podría interesarse en ese tipo de individuos.

—Chantaje, doctor. Por lo pronto se me ocurre que tenemos aquí un aparato perfectamente ideado para la preselección de la víctima: se hace pasar la varilla y aparece la ficha deseada. Todas las fichas llevan un número en la parte superior derecha y en la sala de archivos del sótano está el historial médico correspondiente… esperando.

—Esto no es más que pura especulación —dijo el director—. No tiene ninguna prueba.

—No tengo ninguna prueba, es cierto, pero es una posibilidad razonable. Analicemos los hechos. El miércoles por la tarde, la señorita Bolam vio al secretario después de la reunión de la Junta de la Casa y le dijo que todo marchaba bien en la clínica. A las doce y cuarto del viernes por la mañana le telefoneó para pedirle que fuera a verla urgentemente porque «está ocurriendo algo aquí que usted debería saber». Se trata de algo grave que todavía seguía pasando y que empezó antes de que ella entrara a trabajar en la casa, es decir, hace más de tres años.

—Sea lo que fuere, no tenemos ninguna prueba de que ése fuera el motivo de su muerte.

—No.

—De hecho, si lo que quería el asesino era impedir que la señorita Bolam hablara con Lauder, actuó demasiado tarde. No podía impedir que el secretario se presentara en el momento más inesperado después de la una.

—Por teléfono habían dicho a la señorita Bolam que el secretario no podría llegar antes de que hubiera terminado la reunión que celebraba la junta por la tarde, lo cual, hace que me pregunte qué persona pudo escuchar esa llamada. Oficialmente, Cully estaba en el mostrador, pero se encontró mal casi todo el día y, de vez en cuando, tuvo que ser sustituido por otras personas, a veces sólo unos minutos: Nagle, la señora Bostock, la señorita Priddy y hasta la señora Shorthouse han admitido haber estado ese día en el mostrador. Nagle cree que lo sustituyó un ratito hacia mediodía, antes de salir a por su cerveza del almuerzo, pero dice que no está seguro. Tampoco Cully lo está. Nadie admite haber pasado esa llamada en particular.

—A lo mejor no saben siquiera que la pasaron —respondió el doctor Etherege—. Insistimos mucho en el hecho de que el operador no debe escuchar las llamadas. Al fin y al cabo, es un detalle muy importante para nuestro trabajo. Es posible que la señorita Bolam se limitara a pedir una comunicación con las oficinas del grupo. Tenía que hablar por teléfono con el departamento de finanzas y de abastecimiento bastante a menudo y también con el secretario. El operador no podía saber si se trataba de una llamada en especial. Cabe incluso dentro de lo posible que pidiera línea con el exterior y que ella marcara directamente el número. Eso se puede hacer perfectamente con el sistema P.A.B.X.

—Pero, aun en ese caso, la persona de la centralita podía haberla estado escuchando.

—Si se hubiera conectado me imagino que podría haberlo hecho.

—Sí, muy entrada la tarde, la señorita Bolam dijo a Cully que estaba esperando al señor Lauder y puede que hablara de la visita con otra gente. No lo sabemos. Nadie, excepto Cully, va a admitir que lo sabía. Dadas las circunstancias, quizá no deba sorprendernos. Pero, de momento, vamos a dejar las cosas como están —dijo Dalgliesh—. Lo que me interesa ahora es descubrir qué quería decir la señorita Bolam al señor Lauder. Una de las primeras posibilidades que debemos considerar en un sitio como éste es el chantaje. Es cosa sabida que es práctica corriente, y muy grave además.

El director se quedó callado un momento. Dalgliesh se preguntó si estaría pensando en mostrar su disparidad de opinión y si estaría seleccionando las palabras apropiadas para expresar su preocupación o su incredulidad.

—Naturalmente que es un asunto muy serio —dijo lentamente— y no tiene ningún sentido que nos pongamos a discutir ahora hasta qué punto puede ser serio. Está claro que, puesto que ha pensado en esta hipótesis tendrá que seguir adelante con su investigación. Cualquier otro proceder sería de lo más injusto para los miembros del personal. ¿Qué quiere que haga?

—Quiero que me ayude a seleccionar a la víctima. A lo mejor, luego tendrá que hacer algunas llamadas.

—¿Se da usted cuenta, superintendente, de que los informes de los casos son confidenciales?

—No le estoy pidiendo que me enseñe un solo informe. Pero, aunque así fuera, no creo que ni usted ni el paciente tuvieran motivos para preocuparse. ¿Empezamos ya? Podríamos empezar por separar los pacientes de clase alta. ¿Podría mirar usted mismo los códigos?

Había un número considerable de pacientes de la clínica clasificados como «primera clase».

Dalgliesh recordó aquello de: «Únicamente para neuróticos de clase alta». Examinó las posibilidades un momento y luego dijo:

—Si yo fuera el chantajista, ¿a quién elegiría? ¿A un hombre o a una mujer? Probablemente dependería de mi sexo. Puede que una mujer eligiera a otra mujer. Pero, tratándose de una cuestión de ingresos regulares, me parece que se podría apostar por un hombre. Bueno, vamos a quedarnos con los hombres. Imaginemos que nuestra víctima viva fuera de Londres. Sería muy arriesgado elegir a un antiguo paciente que pudiera sucumbir a la tentación de presentarse en la clínica y contar lo que estaba pasando. Creo que yo habría elegido a mi víctima en una ciudad pequeña o en un pueblecito.

—Únicamente codificamos el condado si el domicilio está fuera de Londres —dijo el director—. Los pacientes de Londres están codificados por distritos. Lo mejor será que separemos todas las direcciones de Londres y veamos qué nos queda.

Después de haber hecho esto, el número de fichas que todavía les quedaban había quedado reducido a unas pocas docenas. Como era de esperar, la mayor parte de los pacientes de la Clínica Steen eran del condado de Londres.

—¿Casado o soltero? Es difícil decidir qué estado podría ser más vulnerable —manifestó Dalgliesh—. Dejemos abierta esta posibilidad y pasemos al diagnóstico. Aquí es donde la ayuda de usted me resulta especialmente indispensable, doctor. Me doy perfecta cuenta de que esta información es sumamente confidencial. Le propongo que me diga usted mismo qué códigos de los diagnósticos o de los síntomas podrían tener interés para un chantajista. No quiero conocer detalles.

El director volvió a quedarse callado. Dalgliesh esperó pacientemente, varilla en mano, mientras el doctor permanecía sentado en silencio, con el libro de códigos abierto. No parecía estar mirándolo. Al cabo de un minuto pareció despertarse y fijó su mirada en una página.

—Pruebe con los códigos 23, 68, 69 y 71 —dijo pausadamente.

Después de esto sólo quedaban once fichas, cada una de las cuales llevaba el número del informe del caso, escrito en la esquina superior derecha.

—Éste es el límite máximo al que podemos llegar con el índice de diagnóstico —dijo Dalgliesh, anotando los números—. Lo que ahora tenemos que hacer es lo que yo creo que hizo nuestro chantajista: echar una ojeada a los historiales para saber más cosas sobre las presuntas víctimas. ¿Bajamos al sótano?

El director se levantó sin decir palabra. Al bajar las escaleras se cruzaron con la señorita Kettle, que subía para arriba. Ésta saludó al director con la cabeza y lanzó una breve y extrañada mirada a Dalgliesh, como si se preguntara si se trataba de alguien que había visto antes y que tenía la obligación de reconocer. El doctor Baguley estaba en el vestíbulo hablando con la hermana Ambrose. Al ver al doctor Etherege y a Dalgliesh dirigirse hacia las escaleras del sótano aquéllos se callaron y se volvieron para mirarles con expresión grave y seria. El perfil gris de la cabeza de Cully podía verse a través del cristal de la cabina de recepción, al fondo del vestíbulo. La cabeza no se movió, lo que hizo pensar a Dalgliesh que Cully, absorto en la vigilancia de la puerta principal, no los había oído.

La sala de archivos estaba cerrada con llave, pero ya no estaba sellada. Nagle se estaba poniendo la chaqueta en el cuarto de descanso de los vigilantes, seguramente a punto de salir para ir a almorzar. Cuando el director cogió la llave de la sala de archivos del tablón no dijo nada, pero a Dalgliesh no se le escapó el brillo de curiosidad de sus apacibles ojos, de un marrón terroso. Todo el mundo les había visto. Por la tarde, todo el personal de la clínica sabría que Dalgliesh había examinado el índice de los diagnósticos junto con el director y que, luego, había hecho una visita a la sala de archivos. Aquella información tendría un interés crucial para una persona. Dalgliesh esperaba que el asesino se asustara y se impacientara, pero también tenía miedo de que aquello lo hiciera más peligroso.

El doctor Etherege accionó el interruptor de la luz de la sala de archivos, en respuesta a lo cual los tubos fluorescentes parpadearon, amarillos, y finalmente resplandecieron con su luz blanca. La habitación quedó totalmente iluminada. Dalgliesh volvió a percibir aquel olor característico, compuesto de una mezcla de moho, papel viejo, y una penetrante emanación propia del metal caliente. Mientras el director cerraba la puerta por dentro y se metía la llave en el bolsillo, Dalgliesh lo miró sin dejar traslucir ninguna emoción.

No quedaba ningún rastro que indicara que aquella habitación había sido el escenario del crimen. Los informes que habían sufrido desperfectos se habían restaurado y habían vuelto a sus estanterías y la silla y la mesa volvían a estar de pie, en el sitio de siempre.

Los historiales estaban atados con cordeles en hatos de diez. Algunas de las historias llevaban tanto tiempo en su sitio que parecían pegadas. El cordel estaba hundido en el abultado papel de manila y, en la parte superior del lomo, se había depositado una fina capa de polvo.

—Parece fácil averiguar qué hatos de informe han sido abiertos desde que los casos se cerraron y si fueron bajados aquí para ser archivados. Algunos tienen el aspecto de haber estado intactos durante años. Me doy perfecta cuenta de que es posible que se haya desatado cualquiera de las carpetas con un fin completamente inocente, pero es mejor que empecemos con los historiales con respecto a los cuales se ve sin lugar a dudas que han sido desatados aproximadamente desde un año a esta parte. Los dos primeros números corresponden a la hilera número ocho mil. Al parecer están en la estantería de arriba. ¿Tiene una escalera?

El director desapareció detrás de la primera hilera de estanterías y reapareció de nuevo con una pequeña escalerilla, que colocó con dificultad, en aquel estrecho pasillo.

—Dígame, superintendente —dijo mirando hacia arriba, mientras Dalgliesh trepaba por la escalera—, ¿debo entender que esta conmovedora confianza que usted me demuestra significa que me ha eliminado de la lista de sospechosos? Si es así, me interesaría mucho saber cuál ha sido el proceso deductivo que le ha llevado a esa conclusión. No voy a hacerme ilusiones pensando que me considera incapaz de matar a nadie. Está claro que ningún detective podría pensar eso de ninguna persona.

—Y seguro que tampoco ningún psiquiatra —dijo Dalgliesh—. Yo nunca me pregunto si un hombre es o no capaz de asesinar sino si es capaz de cometer el asesinato en concreto que me ocupa. Usted no me parece un despreciable chantajista y no veo cómo podía enterarse de que Lauder pensaba venir. Por otra parte, dudo que tenga usted la fuerza o la habilidad necesarias para matar a una persona de la manera en que fue asesinada la víctima y, finalmente, creo que probablemente es usted la única persona a la que la señorita Bolam no habría hecho esperar. Y, de todos modos, aunque me equivoque tampoco puede negarse a cooperar, ¿no le parece?

Había sido brusco deliberadamente. Aquellos vivos ojos azules todavía le miraban fijamente, esperando una confidencia que no quería hacer, pero a la que le costaba trabajo resistirse.

—Sólo he conocido a tres asesinos en mi vida —dijo el director—. Dos de ellos están enterrados en cal viva. Uno apenas si sabía lo que se hacía y el otro no pudo reprimirse. ¿Está satisfecho con esa solución, superintendente?

—Ningún hombre en sus cabales lo estaría —respondió Dalgliesh—, pero no veo qué relación puede tener todo esto con lo que estoy intentando hacer ahora, es decir, atrapar al asesino antes de que vuelva a matar a otra persona.

El director no dijo nada más. Juntos encontraron los once historiales que andaban buscando y subieron con ellos al despacho del doctor Etherege. Si Dalgliesh había pensado que el director le pondría trabas en la siguiente etapa de la investigación, tuvo la agradable sorpresa de ver que se había equivocado. La insinuación de que el asesino podía no contentarse con una sola víctima había hecho su efecto. Cuando Dalgliesh le explicó lo que quería, el director no rechistó.

—No le estoy pidiendo los nombres de los pacientes, ni tampoco me interesan sus problemas. Todo lo que quiero es que usted los vaya llamando uno por uno y les pregunte con tacto si han llamado por teléfono últimamente a la clínica, tal vez el viernes por la mañana. Podría darles la excusa de que llamó alguien y que es importante saber quién es. En el caso de que cualquiera de estos pacientes hubiese llamado quiero que me dé su nombre y su dirección. No quiero saber nada del diagnóstico, sino únicamente su nombre y dirección.

—Antes de darle esa información tendré que pedirle primero permiso al paciente.

—Si cree usted que debe hacerlo —dijo Dalgliesh—, hágalo. Todo lo que le pido es que consiga la información que me interesa.

Aquella condición que le pedía el director era una mera formalidad y ambos lo sabían. Los historiales de los once casos estaban sobre el escritorio y sólo la fuerza habría podido impedir que Dalgliesh se enterara de las direcciones de haberlas deseado. Estaba sentado a una cierta distancia del doctor Etherege, en uno de los amplios sillones tapizados de piel, preparado para observar, con interés profesional, a aquel colaborador tan insólito. El director descolgó el teléfono y pidió línea exterior. Los números de teléfono de los pacientes estaban anotados en los historiales y los dos primeros intentos redujeron inmediatamente el número de posibilidades a nueve. En ambos casos, el paciente había cambiado de domicilio desde el tratamiento. El doctor Etherege se disculpó por las molestias que podía haber causado a los nuevos titulares de los números y marcó por tercera vez. En esta ocasión le contestaron y el director preguntó si podía hablar con el señor Caldecote. Se oyó un prolongado crujido desde el otro extremo y el doctor Etherege dio la respuesta apropiada.

—No, no lo sabía. Cuánto lo siento. ¿Sí? No, no era nada importante… sólo un viejo conocido de paso por Wiltshire y esperaba volver a ver al señor Caldecote. No, preferiría no hablar con la señora Caldecote, no querría apenarla.

—¿Ha muerto? —preguntó Dalgliesh, tan pronto como hubo colgado el teléfono.

—Sí. Al parecer hace tres años. Víctima de un cáncer, pobre hombre. Tendré que anotarlo en el informe.

Mientras lo anotaba, Dalgliesh esperó.

Con el siguiente número fue difícil de contactar y hubo que hablar mucho con la centralita. Cuando, finalmente, se pudo marcar el número, no hubo respuesta.

—Parece que no estamos de suerte, superintendente. Era una teoría brillante, pero todo parece indicar que era más ingeniosa que probable.

—Todavía nos quedan otros siete pacientes —dijo Dalgliesh tranquilamente.

El director murmuró algo acerca de un tal doctor Talmage al que estaba esperando, pero pasó al caso siguiente y marcó de nuevo. Esta vez el paciente se encontraba en casa y, a lo que parecía, no se mostró nada sorprendido de recibir una llamada del director de la Clínica Steen. El paciente soltó una larga retahíla acerca de su estado psicológico actual, que el doctor Etherege escuchó con paciente interés y a la que respondió con las contestaciones apropiadas. Dalgliesh se sentía interesado y un tanto divertido ante la habilidad con que llevaba la llamada. El paciente no había llamado a la clínica últimamente. El director colgó el teléfono y pasó un rato anotando en el historial lo que el paciente le había dicho.

—Uno de nuestros éxitos, al parecer. No le ha sorprendido nada que le llamara. Resulta conmovedor que los pacientes den por sentado que sus médicos están profundamente interesados en su salud y se acuerdan personalmente de ellos todas las horas del día y de la noche. Sin embargo, no había llamado a la clínica y le aseguro que no mentía. Esto se está haciendo muy largo, superintendente… pese a todo, supongo que tendremos que seguir adelante.

—Sí, se lo ruego. Lo siento mucho, pero habrá que seguir adelante.

Sin embargo, la siguiente llamada fue un éxito. Al principio parecía otro fracaso pero, por la conversación, Dalgliesh dedujo que el paciente había sido hospitalizado hacía poco tiempo y que el doctor Etherege estaba hablando con su esposa. Sin embargo, la expresión del director cambió de pronto y le oyó decir:

—¿Ah, sí? Sabíamos que había llamado alguien y estábamos tratando de averiguar quien había sido. Supongo que ya se habrá enterado de la terrible tragedia que acabamos de pasar. Sí, sí, está relacionado con el asunto.

El director calló mientras la voz seguía hablando un rato desde el otro extremo del hilo. Luego colgó y escribió algo en el cuaderno de notas de su escritorio. Dalgliesh permanecía en silencio. Entonces el director levantó la cabeza y le miró con una expresión entre confusa y sorprendida.

—Era la esposa del coronel Fenton, de Sprigg’s Green, en Kent. Llamó a la señorita Bolam para hablarle de un asunto muy serio hacia el mediodía del pasado viernes. No quería hablar del asunto con usted por teléfono y he pensado que era mejor no presionarla. Pero me ha dicho que le gustaría entrevistarse con usted tan pronto como le fuera posible. He anotado su nombre y su dirección.

—Gracias, doctor —dijo Dalgliesh cogiendo el papel que le entregaba.

No parecía sorprendido, ni daba la impresión de haberse quitado un peso de encima, pero por dentro estaba loco de alegría. El director meneó la cabeza, como si aquel asunto no le cupiera en la cabeza.

—Parece una anciana muy agradable y muy seria. Me ha dicho que le estaría muy agradecida si pasaba usted por su casa y tomaba el té con ella —añadió el director.

Dalgliesh llegó a Sprigg’s Green en un coche poco después de las cuatro. Resultó ser un pueblecito que no llamaba la atención, situado entre las carreteras de Maidstone y de Canterbury. No recordaba haber pasado nunca por aquel sitio. No se veía a mucha gente por las calles y Dalgliesh pensó que el pueblo se encontraba demasiado lejos de Londres como para tentar a los que trabajaban en la capital a trasladarse a vivir en él y, por otra parte, tampoco tenía ningún encanto especial que lo hiciera atractivo para los matrimonios jubilados, artistas o escritores que buscaban un lugar tranquilo y con los reducidos gastos que entraña la vida en el campo. En la mayoría de las casitas de campo vivían extranjeros, con sus huertos abarrotados de repollos y de coles de Bruselas, diseminadas y con los troncos cercenados, que indicaban que se habían recolectado hacía poco, y con las ventanas bien cerradas para defenderse contra el traicionero otoño inglés. Dalgliesh pasó por delante de la iglesia, con su campanario de piedra picada y sus vidrieras apenas visibles entre los castaños que la rodeaban. El cementerio estaba algo descuidado, aunque no en exceso. Se habían segado los hierbajos entre las tumbas y se había intentado de algún modo arrancar las malas hierbas de los caminitos de grava. Separada del cementerio por un alto seto de laurel estaba la vicaría, una tenebrosa casa victoriana construida para albergar a una familia de dimensiones victorianas, así como todas sus pertenencias. Luego venía la zona de césped, un pequeño cuadrado de hierba rodeado por una hilera de casas de campo de tablones solapados, con un pub moderno enfrente, más espantoso que lo habitual, y una gasolinera. Delante del King’s Head había una parada de autobús, con su tejadillo de hormigón, donde un grupo de señoras, que esperaban con evidente desgana, lanzaron una mirada fugaz e indiferente a Dalgliesh al pasar éste. En primavera, posiblemente, las huertas con sus cerezos debían enriquecer Sprigg’s Green con sus encantos. Sin embargo, en aquellos momentos el aire era frío y húmedo, los campos parecían perpetuamente empantanados y una lenta y lastimera procesión de vacas, listas para el ordeño de la tarde, convertía los márgenes en barrizales. Al adelantarlas, Dalgliesh aminoró la marcha sin dejar de buscar Sprigg’s Acre, pues no quería preguntar el camino.

No le costó mucho encontrar la casa: se levantaba a poca distancia de la carretera y se escondía en ella detrás de una hilera de hayas de casi dos metros de altura que resplandecían con reflejos de oro bajo la luz del atardecer. No parecía haber ningún camino particular, de modo que Dalgliesh dejó su Cooper Bristol cuidadosamente aparcado junto al margen de hierba antes de atravesar el portalón blanco del jardín. La casa se levantaba ante sus ojos, con su construcción irregular, baja y su techumbre de paja, con su aire de comodidad y simplicidad. Al volverse después de cerrar el portalón tras de sí, vio a una mujer que doblaba una de las esquinas de la casa y se acercaba por el caminito. Era muy bajita, hecho que, por alguna razón, sorprendió a Dalgliesh. Se había imaginado a la esposa de un coronel como una mujer robusta y encorsetada, que aunque se dignaba recibirle, era a una hora y en un lugar elegidos por ella. La realidad resultó menos intimidatoria y más interesante. Había algo elegante y un tanto patético en su manera de acercarse a él a través del camino. Llevaba una gruesa falda y una chaqueta de tweed, pero iba sin sombrero y su pelo blanco revoloteaba con la brisa del atardecer. Llevaba puestos unos guantes de jardinería excesivamente grandes y que hacían que el desplantador que llevaba en la mano pareciera el juguete de un niño. Al llegar junto a él se quitó el guante derecho y le tendió la mano, levantando unos ojos ansiosos, iluminados por un brillo casi imperceptible de alivio. Su voz, sin embargo, sonó con inesperada firmeza.

—Buenas tardes. Usted debe de ser el superintendente Dalgliesh. Yo me llamo Louise Fenton. ¿Ha venido en coche? Me ha parecido oír uno.

Dalgliesh le explicó dónde lo había dejado y le dijo que esperaba que allí no molestara a nadie.

—No, no. No se preocupe. El viaje hasta aquí es sumamente incómodo. Podía haber venido cómodamente en tren hasta Marden y yo lo habría mandado recoger con nuestro coche de caballos. No tenemos coche, ¿sabe? No nos gustan nada, ni a mi marido ni a mí. Siento que haya tenido que venir desde Londres metido en uno.

—Era el modo más rápido de llegar —dijo Dalgliesh, preguntándose si tendría que disculparse por estar viviendo en el siglo veinte— y me interesaba hablar con usted cuanto antes.

Tuvo buen cuidado de ocultar cualquier matiz de urgencia en su voz, pero advirtió en seguida una súbita tensión en los hombros de la mujer.

—Sí, sí, claro. ¿Le gustaría ver el jardín antes de entrar? Está anocheciendo, pero creo que nos queda el tiempo justo para echarle una ojeada.

Al parecer esperaba que a Dalgliesh le interesara el jardín, por lo que éste accedió. Un ligero viento del este, que empezaba a soplar al morir el día, le azotaba desagradablemente el cuello y los tobillos. Pero no quería forzar la entrevista. Y aquélla se anunciaba difícil para la señora Fenton, por lo que tenía derecho a tomarse todo el tiempo que quisiera. A pesar de disimularlo, a Dalgliesh le preocupaba su propia impaciencia. Durante los últimos días había sentido un presentimiento de tragedia y de fracaso que resultaba tanto más molesto cuanto era del todo irracional. El caso todavía estaba en sus inicios. Su inteligencia le decía que estaba progresando. Precisamente en aquel momento estaba a punto de averiguar el móvil del asesinato y él sabía muy bien que el móvil era fundamental para aquel caso. Todavía no había conocido el fracaso en su carrera como policía y aquel asesinato, cuidadosamente planeado y con un número limitado de sospechosos, no había de ser el que lo forzara a estrellarse en un primer desastre. Sin embargo, seguía preocupado, angustiado ante el temor irracional de que el tiempo iba pasando. Quizá la culpa era del otoño. O quizás estaba cansado. Se subió el cuello del abrigo y se preparó a adoptar una expresión de interés y agradecimiento.

Atravesaron juntos la puerta de hierro forjado en la parte lateral de la casa y entraron en el jardín principal.

—Me encanta este jardín —iba diciendo la señora Fenton—, pero no soy muy buena jardinera. Mi marido es el que tiene buena mano para las plantas, pero actualmente se encuentra en el hospital de Maidstone a causa de una operación de hernia. Me alegra decir que la operación ha sido un éxito. ¿Le gusta la jardinería, superintendente?

Dalgliesh le contó que vivía en un piso de la City desde el que se veía el Támesis y que hacía poco había vendido una casita que tenía en Essex.

—En realidad, no sé mucho de jardinería —dijo.

—Entonces nuestro jardín le gustará —respondió la señora Fenton con amable, por no decir ilógica, insistencia.

En efecto, había mucho que ver, incluso bajo la tenue luz de un día de otoño. El coronel había dado rienda suelta a su imaginación, quizá para compensar la rigidez del cuartel donde había pasado la mayor parte de su vida con una especie de complacencia en una exuberancia pintoresca e indisciplinada. Había un poco de césped alrededor de un estanque lleno de peces, bordeado de un pavimento absurdo, al que seguía toda una sucesión de setos en forma de arco que conducían de una parcela cuidadosamente atendida a otra. Había también un jardín de rosas con su reloj de sol, donde todavía podían contemplarse las últimas rosas blancas en el ápice de unos tallos sin hojas. Había hileras de hayas, tejos y espinos que formaban un telón de fondo dorado y verde detrás de hileras de crisantemos. Al fondo del jardín corría un riachuelo, atravesado por puentes de madera cada nueve metros, que eran un monumento a la laboriosidad del coronel, aunque no a su buen gusto. Pero su apetito había crecido con el alimento que había tomado y, después de haber conseguido con éxito tender unos puentes sobre el arroyo, el coronel había sido incapaz de resistir nuevos esfuerzos. Mientras permanecían de pie un momento en uno de los puentes, Dalgliesh observó las iniciales del coronel talladas en la madera de la barandilla. A sus pies, el arroyuelo, medio estancado por culpa de las primeras hojas caídas, entonaba una triste melodía.

—De modo que alguien la ha matado —dijo de pronto la señora Fenton—. Ya sé que tendría que sentir piedad por ella, independientemente de lo que hubiera podido hacer, pero no puedo. Todavía no. Tenía que haberme dado cuenta de que Matthew no podía ser la única víctima, porque esa gente nunca se conforma con una víctima, ¿verdad? Supongo que alguien que ya no podía aguantar más optó por esa solución. Es una cosa terrible, pero lo comprendo. Acababa de leerlo en el periódico cuando me ha llamado el director. ¿Sabe que por un momento me he sentido contenta, superintendente? Y sé que es terrible decir una cosa así, pero es la verdad. Me he alegrado de que estuviera muerta, porque he pensado que Matthew ya no tendría más preocupaciones.

—No creemos que fuera la señorita Bolam la que chantajeaba a su marido —dijo Dalgliesh amablemente—. Quizá lo fuera, pero no es probable. Lo que creemos es que la mataron precisamente porque ella había descubierto lo que estaba pasando y porque estaba decidida a que terminara. Por eso es tan importante que hable con usted.

Los nudillos de la señora Fenton palidecieron y las manos que se agarraban a la barandilla empezaron a temblar.

—Me temo que me he comportado como una estúpida —dijo—. No puedo hacerle perder más tiempo. Está empezando a refrescar, ¿no le parece? ¿Entramos dentro?

Se encaminaron hacia la casa en silencio. Dalgliesh acortó sus zancadas y las adecuó al paso lento de aquella figura delgada y erguida que caminaba a su lado. La miró con ansiedad. Estaba muy pálida y le pareció advertir que sus labios se movían sin articular sonido alguno. Con todo, su paso era firme. Pensó que en seguida se tranquilizaría, y se dijo que no debía acelerar las cosas. Al cabo de un hora, o incluso menos, era seguro que ya estaría en posesión del móvil: una bomba que haría estallar el caso y que lo dejaría abierto de par en par. Pero debía tener paciencia. Una vez más le invadió aquella sensación de inquietud indefinible, como si, incluso en aquel momento en que el triunfo era inminente, su corazón estuviera convencido de la derrota. La oscuridad se cernió sobre ellos. En algún lugar estaba ardiendo una fogata que llenaba su nariz de aquel olor acre a humo, mientras el césped parecía una esponja empapada bajo sus pies.

La casa les acogió gloriosamente cálida y con un ligero aroma de pan casero. La señora Fenton se marchó para asomarse a la puerta de una habitación situada al fondo del vestíbulo. Dalgliesh pensó que había ido a ordenar que les sirvieran el té. Luego lo guió hasta el salón, donde una cálida fogata de leña proyectaba sombras inmensas sobre los sillones y el sofá, tapizados de calicó, y sobre la descolorida alfombra. La mujer encendió una enorme lámpara de pie colocada junto al hogar y corrió las cortinas de las ventanas para dejar fuera la desolación y el decaimiento. Llegó el té, servido en una bandeja sobre una mesilla baja por una impasible criada con delantal, casi tan vieja como su señora, la cual se guardó muy bien de mirar a Dalgliesh. El té era bueno. Dalgliesh advirtió, con una emoción que se parecía demasiado a la satisfacción de sentirse cómodo, que se habían tomado muchas molestias por su causa. Había pastas de té recién sacadas del horno, dos tipos distintos de sandwiches, pastelillos caseros y bizcocho bañado en azúcar. Había demasiado de todo: era como un té para que merendara un colegial. Como si aquellas dos mujeres, enfrentadas con un visitante desconocido y de lo más inoportuno, hubieran buscado ayuda frente a la incertidumbre preparando un festín insólitamente copioso. Hasta la misma señora Fenton parecía sorprendida ante la variedad que tenía ante sus ojos y se puso a mover las tazas en la bandeja como una anfitriona nerviosa y novata. Hasta que Dalgliesh no tuvo ante él su té y su sandwich, no volvió a hablar del asesinato.

—Mi marido estuvo tratándose en la Clínica Steen durante unos cuatro meses, hace casi diez años, poco después de retirarse del ejército. En aquella época vivía en Londres y yo estaba en Nairobi con mi nuera, la cual estaba encinta de su primer hijo. No me enteré nunca del tratamiento de mi marido hasta que me lo dijo hace cosa de una semana.

—Tengo que decirle —dijo Dalgliesh, aprovechando que la señora Fenton se callaba— que, como es natural, no nos interesa saber en absoluto qué problemas tenía el coronel Fenton. Este aspecto es un asunto médico confidencial que en nada concierne a la policía. Al doctor Etherege tampoco le he preguntado nada al respecto y, aunque lo hubiera hecho, él tampoco me lo hubiera dicho. Es posible que el hecho de que estuvieran chantajeando a su marido salga a la luz pública… no creo que podamos evitarlo… pero la razón por la cual acudía a la clínica y los detalles acerca de su tratamiento sólo les conciernen a usted y a él.

La señora Fenton volvió a dejar la taza encima de la bandeja con precaución infinita.

—En realidad —dijo mirando al fuego—, no creo que sea asunto mío. La cosa no me apenó por el hecho de que no me la hubiera contado. Ahora es muy fácil decir que lo habría comprendido y que habría procurado ayudarle, pero lo dudo. Creo que hizo bien al no contármelo. La gente da mucha importancia a la sinceridad absoluta dentro del matrimonio, pero no creo que sea muy sensato confesar cosas que pueden ser dolorosas, a no ser que lo que se pretenda sea herir al otro. Sin embargo, me habría gustado que Matthew me hubiera contado lo del chantaje. En eso sí que necesitaba ayuda y, además, estoy segura de que, entre los dos, habríamos planeado algo.

Dalgliesh le preguntó cómo había empezado todo.

—Según Matthew, la cosa comenzó hace apenas dos años. Recibió una llamada telefónica y una voz le recordó su tratamiento en la clínica y, de hecho, mencionó algunos detalles muy íntimos que Matthew había contado a su psiquiatra. Luego la voz sugirió que a él le gustaría ayudar a otros pacientes que estaban tratando de superar unos problemas muy parecidos a los que mi marido había pasado. Habló mucho de las terribles consecuencias sociales que podía suponer el hecho de no curarse. Fue muy sutil y muy inteligente, pero no había la menor duda con respecto a lo que quería aquella voz. Matthew le preguntó qué quería que hiciera y entonces la voz le dijo que debía mandar quince libras en billetes el uno de cada mes con el primer correo de la mañana. Si el día uno caía en sábado o en domingo, la carta tenía que llegar el lunes. El sobre tenía que ir dirigido a la secretaria administrativa y estar escrito en tinta verde y debía adjuntar una nota con el dinero en la que se dijera que se trataba de una donación de un paciente agradecido. La voz le dijo también que podía tener la seguridad de que el dinero iría a parar a manos de aquéllos que más lo necesitaban.

—El plan parece bastante inteligente —dijo Dalgliesh—. El chantaje era difícil de demostrar y la cantidad estaba bien calculada. Me imagino que su marido se habría visto obligado a actuar de modo muy distinto si la cantidad hubiera sido mayor.

—¡Por supuesto! Matthew no habría permitido nunca que nos quedásemos en la ruina. Pero como era una cantidad tan pequeña… Y no quiero decir que pudiéramos permitirnos regalar quince libras todos los meses, pero era una cantidad que Matthew podía conseguir de sus ahorros personales sin que yo sospechara. Y por otra parte, nunca fue en aumento. Eso era lo más sorprendente de todo. Matthew dijo que siempre había pensado que los chantajistas no estaban nunca contentos y que iban aumentando la cantidad hasta que la víctima ya no podía pagar ni un solo penique más. Pero en este caso no fue así en modo alguno. Matthew envió el dinero de modo que llegara el uno del mes siguiente y recibió otra llamada. La voz le dio las gracias por su donación y dejó bien claro que no iba a pedirle más de quince libras. Y, efectivamente, nunca le pidió más que esto. La voz comentó algo acerca de compartir el sacrificio entre todos. Matthew me dijo que casi llegó a convencerse de que era verdad. Pero hace unos seis meses decidió no enviar el dinero un mes para ver qué ocurría. El resultado no fue nada agradable: recibió una nueva llamada y la amenaza fue clarísima. La voz habló de la necesidad de salvar a los pacientes del ostracismo social y dijo que la gente de Sprigg’s Green se sentiría muy apenada cuando se enterara de su falta de generosidad… de modo que mi marido decidió seguir pagando. Si en el pueblo llegaban a enterarse, habríamos tenido que marcharnos de esta casa. Mi familia ha estado viviendo aquí desde hace doscientos años y tanto a mi marido como a mí nos encanta. A Matthew se le rompería el corazón si tuviera que abandonar su jardín. Y luego estaba el pueblo. Claro que usted no lo ha visto en su mejor momento, pero a los dos nos gusta mucho. Mi marido tiene un cargo en la parroquia y nuestro hijo menor, que murió en un accidente de automóvil, está enterrado aquí. No resulta nada fácil arrancar de cuajo las raíces cuando se tienen setenta años.

No, no podía ser nada fácil. Dalgliesh no le preguntó por qué daba por supuesto que, al descubrirse todo, tendrían que marcharse. Una pareja más joven, más decidida y más mundana no habría hecho caso de la publicidad, habría ignorado las indirectas y habría aceptado la más o menos sincera comprensión de sus amigos, con el convencimiento de que no hay mal que cien años dure y de que pocas cosas hay más muertas en un pueblo que el escándalo del año pasado. La piedad era más difícil de aceptar. Probablemente era el miedo a esa piedad lo que hacía que la mayor parte de las víctimas acabaran cediendo. Dalgliesh le preguntó qué había sido lo que había forzado el desenlace.

—En realidad, fueron dos cosas —respondió la señora Fenton—. En primer lugar, necesitábamos más dinero. El hermano menor de mi marido murió repentinamente hace un mes y dejó a su viuda bastante desamparada. Es inválida y es poco probable que viva más de un año o dos, pero, está bien instalada en una residencia para ancianos cerca de Norwich y le gustaría quedarse en ella. Se trataba de ayudarla con los gastos. Sólo necesitaba cinco libras por semana y yo no podía entender por qué a mi Matthew le preocupaba tanto dárselas. Significaba que teníamos que ser más cuidadosos con nuestros gastos, pero yo creía que podíamos permitírnoslo. Sin embargo, él sabía que no podíamos pagárselos si teníamos que seguir enviando aquellas quince libras a la clínica. Luego vino lo de su operación. Ya sé que no era nada serio, pero cualquier operación es un riesgo a los setenta años y fue entonces cuando le entró el miedo de morir y de que toda la historia saliera a la luz sin habérmela contado antes. De modo que me lo contó todo. Y a mí me alegró mucho que lo hiciera. Gracias a eso pudo marcharse al hospital contentísimo y la operación ha resultado un éxito, realmente un éxito. ¿Quiere que le sirva un poco más de té, superintendente?

Dalgliesh le acercó su taza y le preguntó qué medidas había decidido adoptar. Estaban acercándose al meollo de la cuestión, pero tuvo buen cuidado de no precipitar las cosas ni demostrarse excesivamente ansioso. Sus comentarios y sus preguntas podían haber sido las de cualquier invitado que hubiera ido a pasar la tarde, es decir, de alguien que participaba en la conversación de su anfitriona de forma educada y como era su deber. Se trataba de una mujer anciana que se había visto sometida a una presión tremenda y que ahora tenía que enfrentarse con otra todavía mayor. Trató de imaginarse lo mucho que le debía de estar costando aquella confesión a un desconocido. Cualquier expresión convencional de compasión habría sido un atrevimiento pero, por lo menos, podía ayudarla mostrándose paciente y comprensivo.

—¿Qué decidí hacer? Pues bien, ése era el problema, claro. Estaba decidida a acabar con el chantaje, pero si era posible quería ahorrarnos cualquier sufrimiento. No soy una mujer demasiado inteligente, y de nada sirve que lo niegue usted ahora con la cabeza pues, de haberlo sido, este asesinato no habría ocurrido… pero lo planeé todo muy bien. Me pareció que lo mejor que podía hacer era presentarme en la clínica y hablar con alguien que tuviera una cierta autoridad. Le explicaría lo que estaba pasando, a lo mejor ni siquiera sería necesario que diera mi nombre y les pediría que se hicieran los trámites pertinentes para poner fin al chantaje. Al fin y al cabo, ellos ya sabían lo de mi marido, de modo que no estaría revelando ningún secreto a nadie y ellos, en realidad, estarían tan interesados como yo misma en evitar cualquier tipo de publicidad. Para la clínica no sería nada bueno que el asunto se divulgara, ¿no le parece?, y seguramente podrían descubrir quién era el responsable sin demasiada dificultad. Al fin y al cabo, se supone que los psiquíatras entienden el carácter de las gentes, y la persona en cuestión debía ser alguien que estaba en la clínica cuando mi marido iba a visitarse. Además, tratándose de una mujer, el campo era más limitado.

—¿Quiere decir que el chantajista era una mujer? —preguntó Dalgliesh sorprendido.

—Sí, sí, claro. Por lo menos mi marido me dijo que la voz que le hablaba por teléfono era de mujer.

—¿Estaba seguro de eso?

—No me pareció que dudara y, además, no era sólo la voz, ¿sabe usted? Había algo en el modo de decir las cosas… como que no eran sólo los miembros del sexo de mi marido los que padecían estas enfermedades, que si había pensado alguna vez en la desgracia que podía representar aquello para las mujeres… y otras cosas por el estilo. Había alusiones muy concretas que demostraban que se trataba de una mujer. Mi marido recuerda muy bien todas esas conversaciones telefónicas y le podrá decir qué comentarios fueron exactamente los que hizo. Supongo que querrá usted hablar con él tan pronto como le sea posible ¿verdad?

—Si su médico opina que el coronel Fenton se encuentra lo suficientemente bien para mantener una breve charla conmigo —respondió Dalgliesh, conmovido por la ansiedad que había advertido en su voz—, me gustaría hablar con él esta noche, de regreso a Londres. Hay un par de cosas, y la cuestión del sexo del chantajista es una de ellas, en las que sólo él es capaz de ayudarme. No le molestaré más de lo necesario.

—Estoy convencida de que podrá hablar con él. Tiene una habitación pequeña exclusivamente para él. Está en una cama de recuperación… creo que es así como la llaman… y se encuentra perfectamente. Yo le he dicho ya que usted vendría hoy a verme, de modo que no le sorprenderá su visita. Si no le importa, no iré con usted. Me parece que él preferirá verlo a solas. Le escribiré una nota para que se la lleve.

—Es interesante que su marido dijera que era una mujer —dijo Dalgliesh, después de darle las gracias—. Puede que tenga razón, claro está, pero podría tratarse también de una inteligente estratagema del chantajista para dificultar las cosas. Hay hombres capaces de imitar la voz de una mujer de manera perfecta y, además, las alusiones normales que indican el sexo son todavía más efectivas que una voz disfrazada. Si el coronel hubiera decidido poner una denuncia y el asunto hubiera llegado a los tribunales, habría sido muy difícil condenar a un hombre sólo por este delito, a no ser que las pruebas fueran muy sólidas. Y, tal como yo lo veo, las pruebas habrían sido prácticamente nulas. Creo que es mejor que dejemos abierta la cuestión del sexo del chantajista. Pero, lo siento, la he interrumpido.

—De hecho era un punto importante que hay que establecer y espero que mi marido pueda ayudarle en esa cuestión. Pues bien, como le iba diciendo, pensé que lo mejor era presentarse en la clínica, de modo que, el viernes por la mañana, muy temprano, cogí un tren para Londres. Tenía que ir a ver al callista y Matthew necesitaba un par de cosas que había que llevarle al hospital. Primero decidí ir de compras. Ya sé que habría tenido que ir directamente a la clínica, pero eso fue otra equivocación. En realidad, una cobardía. No me hacía demasiada gracia aquella visita, pero traté de actuar como si la cosa no tuviera importancia, como si fuera una visita normal que podía intercalar entre las compras y el callista. Al final, acabé por no ir y llamé por teléfono. ¿Se da usted cuenta? Ya le he dicho que no soy muy inteligente.

Dalgliesh le preguntó qué le había hecho cambiar de planes.

—Estaba en Oxford Street. Ya sé que le parecerá una tontería todo lo que voy a contarle pero así fue como ocurrió. Hacía muchísimo tiempo que no iba a Londres sola y había olvidado lo horrible que se ha vuelto esa ciudad. Cuando era joven, me encantaba, porque entonces me parecía bonita, pero ahora ha cambiado y las calles están llenas de gente excéntrica, de extranjeros… Ya sé que no debía sentirme molesta por su culpa… por culpa de los extranjeros, quiero decir… pero es que me hacen sentir de lo más extraño. Y luego estaban los coches. Intenté cruzar Oxford Street y me encontré atrapada, rodeada de coches en una de las islas para peatones. Por supuesto que no mataban ni atropellaban a nadie, pero es que, en realidad no podían. La gente no podía moverse siquiera, y despedía un olor tan espantoso que tuve que taparme la nariz con un pañuelo de lo mareada y de lo mal que me encontraba. Cuando llegué a la otra acera, entré en unos grandes almacenes y busqué el lavabo de señoras, me dijeron que estaba en el quinto piso y tardé un montón de tiempo en encontrar el ascensor que tenía que coger. Había una cantidad de gente espantosa y estábamos todos metidos allí dentro y apretujados. Cuando por fin entré en el tocador, todas las sillas estaban ocupadas, de modo que tuve que quedarme de pie, apoyada contra la pared, preguntándome si podría reunir energía suficiente para hacer cola y poder almorzar. Entonces fue cuando vi la hilera de cabinas telefónicas y de pronto pensé que podía llamar a la clínica y ahorrarme el viaje y la terrible experiencia de tener que contar toda aquella historia cara a cara. Ahora me doy cuenta de que fui una estúpida, pero en aquel momento me pareció una buena idea. Por teléfono sería más fácil esconder mi identidad y me sentía con más ánimos de contarlo todo. Además, me tranquilizó mucho pensar que, si la conversación se ponía difícil, siempre podía colgar. Ya ve usted, me comporté como una cobarde, y mi única excusa es que estaba muy cansada, mucho más cansada de lo que habría podido imaginar. Supongo que ahora me dirá que tenía que haber ido directamente a la policía, a Scotland Yard. Pero Scotland Yard es un lugar que asocio siempre con las novelas policíacas y con los asesinatos. Parece casi imposible que exista de verdad y que una pueda presentarse allí y contar lo que ocurre. Y, además, estaba muy preocupada por la publicidad. No me pareció que a la policía pudiera gustarle enfrentarse con una persona que pedía ayuda, pero que no estaba dispuesta a colaborar contando toda la historia ni a poner una denuncia. Como ve usted, lo único que yo quería era poner fin al chantaje. No me comporté de un modo demasiado cívico, ¿verdad?

—Era comprensible —respondió el superintendente—. Yo ya había pensado que era muy posible que la señorita Bolam hubiera recibido el aviso por teléfono. ¿Recuerda usted lo que le dijo?

—Me temo que no muy bien. Una vez hube encontrado los cuatro peniques necesarios para la llamada y localizado el número en el listín, me quedé unos minutos pensando qué diría. Me contestó la voz de un hombre y le dije que quería hablar con la secretaria administrativa. Luego oí la voz de una mujer que decía: «Oficial administrativa al habla». No esperaba que me contestara una mujer y de pronto se me ocurrió que estaba hablando con la chantajista. Al fin y al cabo era posible, ¿no? De modo que le dije que había alguien en la clínica, probablemente ella, que había estado chantajeando a mi marido y que llamaba para decir que no iba a sacarnos ni un penique más a partir de aquel día y que, si volvíamos a recibir más llamadas telefónicas, iríamos directamente a la policía. Me salió todo de un tirón y me puse a temblar de un modo tan espantoso que tuve que apoyarme contra la pared de la cabina para no desplomarme en el suelo. Supongo que debí de parecerle una histérica. En cuanto tuvo ocasión de hablar, me preguntó si era una paciente y quién me estaba tratando y dijo algo acerca de pedir a uno de los médicos que hablara conmigo. Supongo que pensó que me había vuelto loca. Yo le dije que nunca había estado en aquella clínica y que si algún día, Dios no lo quisiera, necesitaba someterme a tratamiento, no sería tan tonta como para ir a un sitio donde las intimidades personales y las desgracias de los pacientes se convertían en una oportunidad para el chantaje. Creo que terminé diciendo que había una mujer involucrada, que tenía que haber estado trabajando en la clínica casi diez años y que, si la oficial administrativa no era la persona responsable, esperaba que por lo menos se tomaría como un deber el trabajo de descubrir al culpable. Ella intentó que le dijera mi nombre o que fuera a verla, pero yo colgué.

—¿Y le dio usted algún detalle acerca de cómo funcionaba el chantaje?

—Le dije que mi marido había enviado quince libras hacía un mes dentro de un sobre escrito en tinta verde. Entonces fue cuando se puso muy nerviosa y me dijo que fuera a la clínica inmediatamente o, por lo menos, que le dejase mi nombre. Fue muy grosero por mi parte colgar a media conversación, pero de repente me asusté, no sé por qué, y le dije que ya había dicho todo cuanto tenía que decir. Después vi que una de las sillas del tocador ya no estaba ocupada y permanecí sentada durante media hora hasta que me encontré mejor. Luego me fui directamente a Charing Cross, pedí un café y unos bocadillos en el restaurante y esperé el tren de vuelta a casa. El sábado leí lo del asesinato en el periódico y di por sentado que otra de las víctimas, porque seguro que tiene que haber más, se había decidido por aquella solución. No relacioné el crimen con mi llamada, por lo menos al principio, pero al poco rato empecé a preguntarme si no sería mi deber contarle a la policía todo lo que estaba pasando en aquel horrible lugar. Ayer hablé de todo esto con mi marido y decidimos tomarnos las cosas con calma. Pensamos que era mejor esperar a ver si recibíamos más llamadas del chantajista. A mí no me gustaba mucho quedarme callada pero, como los periódicos no han publicado demasiados detalles del asesinato, no sé muy bien lo que ocurrió realmente. De todos modos pensé que el chantajista podía estar relacionado de algún modo con el crimen y que a la policía le gustaría saberlo. Cuando todavía estaba pensando qué podía hacer, llamó el doctor Etherege. Y ya conoce el resto. Todavía me pregunto cómo han conseguido dar conmigo.

—Dimos con usted del mismo modo que el chantajista dio con el coronel Fenton: gracias al índice de los diagnósticos de la clínica y a los archivos médicos. No vaya a figurarse que en la Clínica Steen no custodian como es debido la información confidencial, porque no es cierto. El doctor Etherege está muy afectado por lo del chantaje, pero la verdad es que no hay ningún sistema que esté totalmente protegido contra la maldad cuando se ejerce de manera inteligente y encaminada a un objetivo concreto.

—Descubrirán quién es, ¿verdad? —preguntó—. ¿Lo descubrirán?

—Gracias a usted, creo que estamos en camino —respondió Dalgliesh, tendiéndole la mano antes de despedirse.

—¿Cómo era, superintendente? —preguntó la señora Fenton de pronto—. Me refiero a esa mujer que han asesinado. Hábleme de la señorita Bolam.

—Tenía cuarenta y un años —dijo Dalgliesh—. Era soltera. Yo no la conocía personalmente y sólo he visto el cadáver, pero tenía el pelo castaño claro y los ojos de un azul grisáceo. Era bastante robusta, con las cejas anchas y los labios finos. Era hija única y sus padres habían muerto. Llevaba una vida bastante solitaria, pero la iglesia llenaba gran parte de su vida y era capitana de Guías. Le gustaban los niños y las flores, era meticulosa y eficiente, pero no tenía dotes de psicóloga. Ayudaba a todos cuantos se encontraban en apuros, pero todos la tenían por una persona rígida, sin sentido del humor y sometida a un código sumamente estricto, y a mí me parece que estaban en lo cierto. Tenía un gran sentido del deber.

—Yo tengo la culpa de que esté muerta y debo aceptar esta verdad.

—Eso no son más que tonterías —dijo Dalgliesh amablemente—. Sólo hay una persona responsable y, gracias a usted, la atraparemos.

—Si yo, antes que nada, hubiera ido a verle a usted o si hubiera tenido el valor de presentarme en la clínica en lugar de telefonear… ahora la señorita Bolam estaría viva —dijo moviendo la cabeza.

Dalgliesh pensó que Louise Fenton se merecía algo más que el consuelo de una sarta de mentiras tontas, que por otra parte tampoco la habían consolado.

—Quizá tenga usted razón —optó por decir Dalgliesh—. ¡Son tantas las posibilidades! Estaría viva si el secretario hubiese cancelado la reunión a la que debía asistir y hubiese ido a la clínica sin pérdida de tiempo, si ella hubiese ido a verlo inmediatamente, si el vigilante de la puerta no hubiese tenido dolor de estómago… Usted hizo lo que consideró mejor en aquel momento y nadie pudo haber hecho más.

—Como ella, ¡pobre mujer! —respondió la señora Fenton—, y ya ve usted lo que le pasó…

La señora Fenton dio unos golpecitos en el hombro a Dalgliesh, como si fuera él quien estaba necesitado de consuelo y confianza.

—No tenía la intención de aburrirle con mis cosas, pero espero que sabrá perdonarme. Ha sido usted muy paciente y muy amable conmigo. ¿Puedo hacerle otra pregunta? Acaba de decir que, gracias a mí, quizás atraparán al asesino. ¿Acaso sabe quién es?

—Sí —dijo Dalgliesh—. Creo que ahora ya sé quién es.