SI era preciso que algún día se produjera un asesinato en la Clínica Steen, el viernes era el día más apropiado. La clínica no estaba abierta los sábados, de modo que la policía pudo trabajar en el edificio sin los inconvenientes que suponía la presencia de pacientes y de personal. Seguro que el personal estaba encantado de contar con dos días de gracia para recuperarse de la impresión, para decidir en los ratos de ocio cuál iba a ser su reacción oficial y para buscar consuelo y apoyo junto a los amigos.
La jornada de Dalgliesh había empezado temprano. Había pedido un informe sobre el robo en la clínica al Departamento local de Investigación Criminal que, junto con las copias mecanografiadas de los interrogatorios del día anterior, se encontraban encima de su escritorio. El robo había dejado perplejos a los hombres del departamento. No había ninguna duda de que había una persona que había conseguido entrar en la clínica y de que faltaban quince libras, pero lo que ya no estaba tan claro es que los dos incidentes estuvieran relacionados. El sargento local pensaba que era muy raro que un ladrón ocasional hubiera violentado el único cajón que contenía dinero en metálico y que se hubiera ido sin tocar la caja de caudales ni la escribanía de plata del despacho del director. Por otra parte, Cully estaba seguro de haber visto salir un hombre de la clínica y, tanto él como Nagle, tenían una coartada en relación con la hora en que se había producido el robo. El Departamento local de Investigación Criminal sospechaba que Nagle se había quedado con el dinero mientras había estado solo dentro del edificio; sin embargo, no lo llevaba encima cuando lo registraron y tampoco tenían ninguna prueba fehaciente al respecto. Además, el vigilante había tenido un montón de oportunidades de robar durante su permanencia en la clínica si tanto le hubiese tirado hacerlo, pero no había nada contra él, al menos que se supiera. Todo aquel asunto resultaba desconcertante. Todavía estaban trabajando en el caso, pero no tenían demasiadas esperanzas de resolverlo. Dalgliesh les pidió que le informaran si había alguna novedad y se fue con el sargento Martin para registrar el piso de la señorita Bolam.
La señorita Bolam había vivido en el quinto piso de un sólido bloque de ladrillo rojo cerca de Kensington High Street. No tuvieron ningún problema con la llave. La celadora, que residía en el edificio, se la entregó con unas frases tópicas y formales de dolor por la muerte de la señorita Bolam. Daba la impresión de que consideraba que debía hacer alguna referencia al asesinato, si bien también dio a entender que los inquilinos de la casa normalmente tenían el buen gusto de abandonar esta vida de un modo más ortodoxo.
—Espero que no se haga ninguna publicidad perjudicial —murmuró, mientras acompañaba a Dalgliesh y al sargento Martin al ascensor—. Estos pisos son muy selectos y la agencia es de lo más especial con sus inquilinos. Hasta ahora nunca habíamos tenido problemas de este tipo.
Dalgliesh resistió la tentación de decir que el asesino de la señorita Bolam no había reconocido en ella a una de las inquilinas de la casa.
—Es muy difícil que la publicidad afecte a los pisos —señaló—. El asesinato no se ha producido aquí.
La celadora murmuró que, por fortuna, así había sido. Subieron juntos al quinto piso en aquel lento ascensor artesanal y pasado de moda. Una densa desaprobación flotaba en el aire.
—¿Conocía usted a la señorita Bolam? —preguntó Dalgliesh—. Creo que residía en este inmueble desde hacía algunos años.
—La conocía de darle los buenos días, eso es todo. Era una inquilina muy tranquila. Bueno, de hecho, todos nuestros inquilinos lo son. Ha estado viviendo aquí durante quince años, creo. Su madre fue la primera en alquilarlo y durante un tiempo vivieron aquí las dos juntas. Cuando la señora Bolam murió, su hija pasó a ser la inquilina titular. Todo esto ocurrió antes de que yo trabajara en la casa.
—¿Su madre murió aquí?
La celadora apretó los labios con fuerza.
—La señora Bolam murió en un asilo para ancianos, en el campo. Creo que tuvo un final desagradable.
—¿Quiere decir con eso que se suicidó?
—Eso es lo que a mí me contaron. Como ya le he dicho, todo esto ocurrió antes de que yo empezara a trabajar aquí. Como es natural, nunca hice ningún comentario sobre el suceso ni a la señorita Bolam ni a ninguno de los inquilinos. No es el tipo de cosas de las que a una le gusta hablar. Realmente, parece una familia muy desgraciada.
—¿Cuánto pagaba de alquiler la señorita Bolam?
La celadora permaneció callada un momento antes de contestar. Evidentemente aquélla debía de ser una de las primeras preguntas de la lista de las que, en buena ley, no debía contestar. Pero inmediatamente, como si admitiera a su pesar la autoridad de la policía, dijo:
—Los pisos de dos dormitorios de la cuarta y quinta planta salen por 490 libras, sin contar los gastos de consumo.
Eso venía a ser casi la mitad del salario de la señorita Bolam, pensó Dalgliesh. Era un tarifa excesivamente alta para una persona sin recursos propios, Todavía tenía que ir a ver al abogado de la muerta, pero todo parecía indicar que los cálculos de la enfermera Bolam con respecto a los ingresos de su prima no iban muy desencaminados.
Se despidió de la celadora en la puerta del piso y entró en él acompañado de Martin.
Eso de andar fisgando entre los efectos personales de una persona cuya vida se ha truncado era una parte del trabajo que correspondía a Dalgliesh que éste siempre había encontrado sumamente desagradable. Era como si el muerto estuviera en desventaja. A lo largo de su carrera había examinado con interés y lástima un montón de cosas sórdidas: la ropa interior sucia, apretujada a toda prisa en los cajones, cartas personales que la prudencia hubiera aconsejado destruir, restos de comida, facturas pendientes, fotografías viejas, cuadros y libros que el muerto nunca habría elegido como representativos de su gusto ante un curioso o ante el mundo en general, secretos de familia, maquillaje estropeado metido en frascos grasientos, es decir, el revoltillo propio de vidas poco ordenadas o infelices. Ya no estaba de moda que la gente tuviera miedo de que la muerte la pillara sin confesión, pero la mayoría de la gente, si uno se paraba a considerarlo, esperaba tener tiempo suficiente para ordenar sus cosas. Recordaba los tiempos en que era niño, cuando la voz de una vieja tía suya le aconsejaba que se cambiara de camiseta. «Supón que te atropellan, Adam. ¿Qué pensaría la gente?», le decía. La pregunta era menos absurda de lo que resultaba para el chiquillo de diez años que había sido. El tiempo le había enseñado que reflejaba una de las mayores preocupaciones del género humano: el miedo a quedar mal.
Pero Enid Bolam debía de haber vivido cada día como si esperara verse sorprendida por una muerte repentina, pues él nunca había registrado un piso tan pulcro ni tan obsesivamente limpio como aquél. Incluso los pocos cosméticos que había, al igual que el cepillo y el peine del tocador, estaban colocados con precisión modélica. La sólida cama de matrimonio estaba hecha. Era evidente que el viernes era el día en que se cambiaba la ropa blanca, pues las sábanas sucias y las fundas de los almohadones estaban dobladas dentro de una caja de la lavandería, abierta sobre una silla. Encima de la mesita de noche sólo había un pequeño despertador de viaje, una botellita de agua y una Biblia, con un opúsculo al lado en el que aparecían señalados los fragmentos que había que leer cada día y la interpretación de su moral. En el cajón no había nada, excepto un frasco de aspirinas y un pañuelo doblado. La habitación de un hotel no habría sido más impersonal.
Todos los muebles eran antiguos y sólidos. La puerta de caoba tallada del armario se abrió sin ningún chirrido para dejar a la vista una nutrida hilera de vestidos. Era ropa cara, pero nada vistosa. La señorita Bolam debía de haberla comprado en unos almacenes cuya principal clientela debía de estar compuesta por señoras bien que vivían en el campo. Había faldas de buen corte de color indefinido, gruesos abrigos confeccionados que habrían durado una docena de inviernos ingleses y vestidos de lana que no habrían ofendido a nadie. Después de cerrado el armario le fue imposible recordar con exactitud ni una sola de las prendas. Al fondo, protegidos de la luz, había cuencos de fibra que, sin lugar a dudas, albergaban bulbos cuya floración navideña la señorita Bolam no llegaría a ver nunca.
Dalgliesh y Martin habían estado trabajando juntos demasiados años para que las palabras resultaran necesarias, así que se movían por el piso casi en silencio. En todas partes se veían los mismos muebles sólidos y pasados de moda y la misma cuidada pulcritud. Resultaba difícil creer que hasta hacía poco tiempo aquellas habitaciones habían estado habitadas, que alguien había estado cocinando en aquella cocina tan impersonal. Era un piso muy tranquilo. Desde aquella altura, amortiguado por las gruesas paredes victorianas, el ruido del tráfico llegaba apagado, como una vibración lejana. El insistente tictac del reloj de péndulo del recibidor era lo único que golpeaba el apacible silencio. El aire era frío y no habría olido a nada a no ser por el perfume de las flores. Las había por todas partes: un jarrón de crisantemos sobre la mesa del recibidor, otro en la sala de estar y, sobre la repisa de la chimenea del dormitorio, un pequeño jarrón de anémonas y, en el aparador de la cocina, una jarra alta de latón con plantas otoñales, seguramente recogidas durante un paseo campestre reciente. A Dalgliesh no le gustaban las flores otoñales, aquellos crisantemos que se negaban obstinadamente a morir y que ostentaban sus hirsutas flores en lo alto de tallos medio marchitos, aquellas dalias sin perfume que únicamente quedaban bien cuando estaban plantadas en filas ordenadas en los parques municipales. Su esposa había muerto en octubre y hacía tiempo que conocía las pequeñas congojas que siguen a la muerte de un ser querido. El otoño había dejado de ser una buena época del año. Para él, las flores del piso de la señorita Bolam acentuaban el ambiente general de tristeza de aquel período, como las coronas en los funerales.
La sala de estar era la habitación más grande del piso y allí era donde tenía su escritorio la señorita Bolam. Martin lo acarició con los dedos, lleno de admiración.
—Todo es muy sólido, ¿no le parece, señor? En casa tenemos un mueble muy parecido a éste. La madre de mi esposa nos lo dejó y, no crea, ya no hay nadie que haga muebles como éstos hoy en día. Claro que no dan nada por ellos. Supongo que resultan demasiado grandes para las habitaciones modernas… pero son de buena calidad.
—Seguro que te puedes apoyar en él sin que se rompa —dijo Dalgliesh.
—A eso es a lo que me refiero, señor. Cosas buenas y sólidas. Seguro que ella sentía apego por él. Yo diría que era una mujer muy sensata, de ésas que saben cómo arreglárselas para estar cómodas.
Acercó una segunda silla al escritorio, pues Dalgliesh ya se había instalado en él, aposentó sus robustas piernas en ella y pareció sentirse muy cómodo, como en casa.
El escritorio no estaba cerrado con llave y la cubierta se deslizó sin ninguna dificultad. En el interior había una máquina de escribir portátil y una caja metálica que contenía archivadores de papel, etiquetados con toda claridad. En los cajones y en los compartimentos del escritorio encontraron papel de cartas, sobres y correspondencia. Todo estaba perfectamente ordenado, tal como esperaban. Empezaron a examinar, juntos, los archivadores. La señorita Bolam pagaba sus facturas así que se las presentaban y llevaba las cuentas de todos los gastos en la casa.
Había mucho que examinar. Los detalles acerca de sus inversiones estaban archivados bajo el encabezamiento adecuado. Al fallecer su madre, los valores fiduciarios se habían recuperado y el dinero se había reinvertido en acciones de interés variable. Los valores en cartera estaban hábilmente repartidos y no cabía ni la más mínima duda con respecto a que la señorita Bolam había sido bien aconsejada y había incrementado considerablemente su activo durante los últimos cinco años. Dalgliesh anotó los nombres de su agente de bolsa y de su abogado. Debería verlos a los dos antes de finalizar la investigación.
La difunta conservaba pocas cartas personales; a lo mejor no había recibido muchas que valiera la pena guardar. Pero había una, archivada bajo la letra P, que era muy interesante. Estaba cuidadosamente escrita a mano, en papel listado barato, desde una dirección de Balham, y decía así:
Querida señorita Bolam:
Sirvan estas líneas para darle las gracias por todo lo que ha hecho por Jenny. Las cosas no han resultado como deseábamos ni como rezábamos para que ocurrieran, pero cuando Dios quiera nos hará saber cuál es su voluntad. Sigo creyendo que hicimos bien cuando dejamos que se casaran. Y no fue sólo para acabar con las habladurías, como supongo que ya sabrá usted. Él nos ha escrito que se ha ido para siempre. Ni su padre ni yo sabíamos que las cosas iban tan mal entre los dos. Ella no habla mucho con nosotros, pero esperaremos con paciencia y quizás, algún día, volverá a ser nuestra niña. Como está muy callada y no quiere hablar de este asunto, no sabemos si sufre. Yo procuro no guardar rencor al chico. Su padre y yo pensamos que sería una buena idea si usted pudiera conseguir un puesto para Jenny en la seguridad social. Ha sido usted muy buena al ofrecernos su ayuda y al mostrar su interés después de todo lo ocurrido. Ya sabe usted lo que pensamos del divorcio, de modo que ahora ella tendrá que velar por su trabajo para ser feliz. Su padre y yo rezamos todas las noches para que así sea.
Le doy las gracias de nuevo por todo su interés y ayuda. Si consigue trabajo para Jenny, estoy segura de que no le decepcionará. Ahora ya ha aprendido la lección y créame que ha sido muy amarga para todos nosotros. Pero Dios dirá.
Respetuosamente,
EMILY PRIDDY (Sra.)
Dalgliesh pensó que era extraordinario que todavía hubiera gente que pudiera escribir cartas como aquélla, con aquella arcaica mezcla de servilismo y de dignidad pero con aquella emotividad tan desvergonzada y a la vez tan curiosamente conmovedora. El caso que contaba era muy corriente, pero a él se le antojaba ajeno a su propia realidad. Aquella carta podía haber sido escrita hacía cincuenta años: casi le parecía que el papel se curvaba debido al paso de los años o que olía un vago perfume a pebete. Probablemente no tenía nada que ver con aquella chica tan mona e ineficaz de la clínica.
—Seguramente no tiene ninguna importancia —dijo a Martin—, pero de todos modos me gustaría que se acercara a Clapham y que hablara con esa gente. Es mejor que sepamos quién es el marido. De todos modos, no creo que resulte ser el misterioso merodeador del doctor Etherege. Quien mató a la señorita Bolam todavía se encontraba en el edificio cuando llegamos nosotros… y nosotros hablamos con él.
De pronto sonó el teléfono, funestamente estridente en medio del silencio del piso, como si llamaran a la muerta.
—Ya voy yo. Debe de ser el doctor Keating, con el informe de la autopsia. Le he dicho que me llamara a este número tan pronto como hubiera terminado.
Al cabo de dos minutos volvía a estar con Martin. El informe había sido breve.
—Nada que no esperáramos —comentó Dalgliesh—. La señorita Bolam gozaba de buena salud y murió de una puñalada en el corazón tras recibir un golpe, lo cual ya tuvimos ocasión de comprobar con nuestros propios ojos… y virgo intacta, de lo cual no teníamos por qué dudar. ¿Qué está mirando?
—Es su álbum de fotos, señor. La mayor parte corresponde a campamentos de las Guías. Al parecer acompañaba a las chicas todos los años.
Dalgliesh pensó que probablemente las escenas correspondían a sus vacaciones anuales. Sentía un respeto que lindaba con la simple admiración por toda esa gente que, voluntariamente, dedicaba sus ratos de ocio a los hijos ajenos. No era hombre al que le gustaran los niños y, generalmente, al cabo de muy poco rato, acababa encontrando insoportable su compañía. Cogió el álbum que examinaba el sargento Martin. Las fotografías eran pequeñas y no llamaban la atención por su técnica pues, al parecer, habían sido tomadas con una de esas pequeñas cámaras de bolsillo. Sin embargo, estaban cuidadosamente colocadas en cada página, cada una con su etiqueta. Había guías haciendo caminatas, cocinando con hornillos de gas, montando tiendas de campaña, envueltas en mantas alrededor del fuego del campamento, alineadas para la inspección del equipo. En muchas de las fotografías aparecía la figura de la capitana, regordeta, maternal y sonriente. Resultaba difícil relacionar aquella figura rolliza y alegremente extrovertida con el impresionante cadáver de la sala de archivos o con aquella administradora obsesiva y autoritaria descrita por el personal de la Clínica Steen. Los comentarios que aparecían al pie de algunas de las fotografías resultaban patéticos en su evocación de la felicidad recordada.
«Las Golondrinas lavan platos. Shirley mira el delantal manchado».
«Valerie se aleja “volando” de las Exploradoras».
«Los Martín-pescadores se ponen a lavar platos. Fotografía tomada por Susan».
«La capitana ayuda a canalizar la marea. Fotografía tomada por Jean».
En aquella última aparecían los rollizos hombros de la señorita Bolam emergiendo entre el oleaje, rodeada de media docena de chicas. Llevaba el pelo suelto, que le colgaba en mechones aplastados, empapados y chorreantes como algas marinas, a ambos lados de su cara sonriente. Los dos detectives miraron la fotografía en silencio.
—No se han derramado muchas lágrimas por ella, ¿no le parece? —dijo Dalgliesh—. Sólo su prima lloró y más por la impresión que por la pena. Me pregunto si las Golondrinas y los Martín-pescadores llorarán también.
Cerraron el álbum y siguieron con el registro. Únicamente descubrieron otra cosa interesante, pero la verdad es que ésta era extremadamente interesante. Se trataba de una copia en papel carbón de una carta de la señorita Bolam, dirigida a su abogado, fechada el día antes de su muerte, en la que le pedía hora para hablar con él «en relación con los cambios de mi testamento que le propuse y de los que hablamos brevemente por teléfono anoche».
Después de la visita a Ballantyne Mansions la investigación cayó en un punto muerto, en uno de aquellos atascos que a Dalgliesh siempre le costaba tanto aceptar. Habitualmente trabajaba aprisa. Su reputación la debía tanto a su rapidez como a su acierto a la hora de resolver los casos. No había reflexionado mucho en el significado de aquella necesidad compulsiva de avanzar rápidamente en su trabajo. Le bastaba con saber que los retrasos a él le molestaban más que a la mayoría.
Sin embargo, aquel estancamiento quizás era de esperar. Era poco probable que un abogado londinense estuviera en su despacho un sábado después del mediodía. Pero fue de lo más desalentador enterarse por teléfono de que el señor Babcock, de Babcock y Honeywell, se había marchado a Ginebra en avión con su esposa para acudir al funeral de un amigo y que no regresaría a su despacho de la City hasta el martes siguiente. En la actualidad ya no había ningún señor Honeywell en la firma, pero el ayudante principal del señor Babcock estaría en el despacho el lunes por la mañana por si podía ser de alguna ayuda al superintendente. Estaba hablando con el vigilante. Dalgliesh no estaba muy seguro de hasta qué punto podía ayudarle el principal ayudante del abogado. Habría preferido hablar con el señor Babcock, pues seguramente hubiese sido capaz de proporcionarle muchos datos útiles tanto acerca de la familia Bolam como de sus asuntos financieros, la mayoría posiblemente arrancados como mínimo con muestras de resistencia y obtenidos únicamente gracias al ejercicio del tacto. Sería, pues, una tontería arriesgar el éxito de la entrevista por culpa de un encuentro previo con el ayudante.
Mientras los detalles sobre el testamento no estuvieran a su disposición no había ninguna razón para volver a hablar con la enfermera Bolam. Viendo frustrados sus planes más inmediatos, Dalgliesh decidió ir en coche a hacer una visita a Peter Nagle, sin la compañía del sargento. No tenía ningún fin claro en la cabeza, pero no le preocupaba. Seguro que no sería una pérdida de tiempo. Algunos de sus mejores resultados los había conseguido en aquellas visitas no planeadas; casi imprevistas, en las que hablaba con un sospechoso en su propia casa, o iba recogiendo esas pequeñas gotitas de información que se filtraban de manera inconsciente acerca de la única personalidad que es fundamental en cualquier investigación de un asesinato: la de la víctima.
Nagle vivía en Pimlico, en el cuarto piso de una casa victoriana, majestuosa y estucada de blanco, cerca de Eccleston Square. Hacía tres años que Dalgliesh había pasado por aquella calle por última vez y le había parecido entonces irremediablemente hundida en una triste decadencia. Pero las cosas habían cambiado. La moda y la popularidad, que varía de un modo tan inexplicable en Londres, pasando sin detenerse por algunos distritos y en el vecindario más cercano, había inundado aquella amplia calle haciendo brotar el orden y la prosperidad a su paso. A juzgar por el gran número de carteles de agentes inmobiliarios, los especuladores de la propiedad, los primeros, como siempre, en oler las veleidades de las modas, estaban cosechando los beneficios habituales. La casa de la esquina parecía recién pintada y la sólida puerta principal estaba abierta. Los nombres de los inquilinos estaban escritos en un tablero en el interior de la casa, pero no había timbres. Dalgliesh dedujo que los pisos debían de ser independientes y que, en un sitio u otro, había un portero que contestase a las llamadas de la puerta principal cuando ésta, por la noche, estuviera cerrada con llave. No vio ningún ascensor, de modo que subió a pie los cuatro pisos hasta el departamento de Nagle.
Era una casa luminosa, aireada y tranquila. No se detectaba ninguna señal de vida hasta el tercer piso, donde alguien estaba tocando el piano y haciéndolo muy bien; quizá se tratara de un músico profesional que estaba ensayando. Una aguda cascada de notas cayó sobre Dalgliesh y fue remitiendo a medida que se acercaba al cuarto piso. Allí había un puerta sencilla de madera con una pesada aldaba de latón y una tarjeta justo encima en la que había escrita una sola palabra: Nagle. Llamó a la puerta y se oyó la voz de Nagle que gritaba: «Entre».
El piso era sorprendente. No sabía muy bien qué había esperado encontrar, pero evidentemente no tenía nada que ver con aquel inmenso estudio, tan aireado e impresionante. Ocupaba toda la pared trasera de la casa y el gran ventanal, orientado hacia el norte, no tenía cortinas y ofrecía una vista panorámica de chimeneas retorcidas y tejados inclinados e irregulares. Nagle no estaba solo. Estaba sentado con las piernas separadas, en una estrecha cama colgada sobre una tarima en el rincón de la habitación orientado hacia el este. Acurrucada a su lado, vestida únicamente con una bata, estaba Jennifer Priddy. Se encontraban tomando el té en unos tazones de loza azul y tenían una bandeja con la tetera y una botella de leche en una mesita junto a ellos. El cuadro en el que Nagle había estado trabajando últimamente estaba colocado sobre un caballete situado en el centro de la habitación.
La chica no mostró ninguna vergüenza al ver a Dalgliesh, pero sacó las piernas de la cama y le dirigió una sonrisa que era francamente feliz, casi acogedora, y sin duda sin coquetería.
—¿Le apetece un té? —preguntó ella.
Pero Nagle dijo:
—La policía nunca bebe cuando está de servicio, y eso incluye el té. Será mejor que te vistas, niña. No queremos escandalizar al superintendente.
La chica volvió a sonreír, recogió sus ropas con una mano y la bandeja de té con la otra y desapareció por la puerta situada al fondo del estudio. Era muy difícil reconocer en aquella figura de una sensualidad tan confiada a la chiquilla apocada, con la cara salpicada de lágrimas, que Dalgliesh había visto por primera vez en la Clínica Steen. Al pasar por su lado, la miró. Era evidente que no llevaba nada debajo del batín de Nagle: los pezones apuntaban a través de la fina lana. Dalgliesh pensó que habían estado haciendo el amor. Cuando desapareció de su vista, miró a Nagle y vio en sus ojos el brillo fugaz de algún pensamiento divertido. Pero ninguno de los dos dijo nada.
Dalgliesh empezó a pasearse por el estudio mientras Nagle lo observaba desde la cama. La habitación estaba perfectamente ordenada. Aquella pulcritud casi obsesiva le recordaba el piso de Enid Bolam con el que, por otra parte, no tenía nada en común. La tarima, con su sencilla cama de madera, la silla y la mesita le servían evidentemente de dormitorio. El resto del estudio estaba invadido por toda la parafernalia propia de un pintor, pero no se veía asomar por ninguna parte aquel batiburrillo desordenado que los no iniciados asocian con la vida de todo artista. Había una docena de grandes óleos dispuestos contra la pared sur, que sorprendieron a Dalgliesh por su fuerza. Era evidente que no se trataba de ningún aficionado dando rienda suelta a su escaso talento. Al parecer, la señorita Priddy era la única modelo de Nagle. Su cuerpo de adolescente, con sus senos exuberantes, le miraba desde distintas posturas, unas veces de escorzo, otras curiosamente echada, como si el pintor se vanagloriase de su técnica. El cuadro más reciente estaba en el caballete y mostraba a la chica sentada a horcajadas en un taburete, con las manos de niña colgando relajadas entre los muslos y el pecho echado hacia adelante. Había algo en aquella ostentación de pericia técnica, en la audacia del uso de los verdes y del malva y en la cuidadosa relación de los colores que aguzó la memoria de Dalgliesh.
—¿Quién es su profesor? ¿Sugg?
—Sí —dijo Nagle sin sorprenderse—. ¿Conoce su obra?
—Tengo uno de sus primeros cuadros. Un desnudo.
—Hizo una buena inversión al comprarlo. Consérvelo.
—Tengo la intención de hacerlo —dijo Dalgliesh tranquilamente—, pues resulta que, además, me gusta. ¿Ha estudiado mucho tiempo con él?
—Dos años. Por horas, por supuesto. Dentro de tres años yo seré su profesor, si es capaz de aprender algo todavía… Se está haciendo viejo y excesivamente aficionado a sus propios trucos.
—Pues me parece que ha imitado usted algunos de ellos —dijo Dalgliesh.
—¿Usted cree? Muy interesante —Nagle no parecía ofendido—. Por eso me conviene marcharme. Me voy a París a finales de este mes, a más tardar. Había solicitado una beca Bollinger, el viejo me recomendó y la semana pasada recibí una carta en la que me comunicaban que la beca era mía.
Por mucho que lo intentara, no conseguía librarse completamente de aquel matiz de triunfo que dejaba traslucir su voz. Bajo aquel aparente desinterés asomaba una punta de satisfacción. Tenía motivos para estar contento. El Bollinger no era un premio corriente. Significaba, como muy bien sabía Dalgliesh, dos años en una ciudad europea con una ayuda muy generosa y libertad para que el estudiante viviera y trabajara a su gusto. La fundación Bollinger había sido instituida por un fabricante de medicamentos que había muerto rico y próspero, pero insatisfecho. Su dinero procedía de unos polvos para el estómago, pero su corazón estaba en la pintura. Su talento era poco y, a juzgar por la colección de pinturas que legó a los desconcertados depositarios de su galería local, su gusto estaba a la altura de su talento, pero la beca Bollinger garantizaba el recuerdo agradecido de muchos artistas. Bollinger no creía que el arte pudiera florecer en la pobreza, ni que a los artistas les estimulara esforzarse al máximo en frías buhardillas con el estómago vacío. Había sido pobre en su juventud y no le había gustado. Había viajado mucho, después, de mayor, y en el extranjero había sido muy feliz. La beca Bollinger permitía que los artistas jóvenes que prometían disfrutaran de lo segundo sin necesidad de tener que pasar por lo primero, lo que hacía que valiera la pena conseguirla. Si Nagle acababa de conseguir la Bollinger, era poco probable que los problemas de la Clínica Steen le preocuparan demasiado.
—¿Cuándo tiene que marcharse? —le preguntó Dalgliesh.
—Cuando yo quiera. De todos modos, será hacia finales de mes, pero es posible que me marche antes y que lo haga sin avisar a nadie. No quiero dar disgustos innecesarios. Por eso este asesinato resulta tan molesto —añadió con un movimiento de cabeza en dirección a la puerta del fondo mientras hablaba—. Me he dado cuenta de que podría retrasarlo todo. Al fin y al cabo, el escoplo era mío y ése no fue el único intento que se ha hecho para involucrarme en el crimen. Mientras estaba en la oficina general esperando el correo me telefonearon para pedirme que bajara al sótano a recoger la ropa blanca. Parecía una mujer. Como yo ya llevaba el abrigo puesto y estaba a punto de salir, le dije que la recogería a la vuelta.
—¿Fue por eso que fue a ver a la enfermera Bolam al regresar del correo y le preguntó si la ropa limpia estaba lista?
—Eso es.
—¿Y por qué no le dijo nada de la llamada telefónica?
—Pues, no sé. No me pareció que hubiera motivo para ello. No tenía demasiadas ganas de bajar a la sala de LSD. Esos pacientes me ponen la piel de gallina con sus gritos y sus sollozos. Cuando la enfermera Bolam me dijo que no estaba lista, pensé que quien había llamado había sido la señorita Bolam y que no valía la pena decírselo. La señorita Bolam era muy dada a interferirse en las responsabilidades de las enfermeras o, por lo menos, eso decían ellas. Sea como fuere, no dije nada de la llamada. Podía haberlo hecho, pero no lo hice.
—Y tampoco me lo comentó cuando lo interrogué por primera vez.
—Vuelve usted a tener razón. La verdad es que todo este asunto me parecía un tanto raro y que necesitaba tiempo para pensar. Pues bien, ya lo he pensado y ahora se lo digo. Puede usted creerme o no. A mí me da igual.
—Me parece que se lo está tomando con mucha calma, teniendo en cuenta que alguien ha intentado involucrarle en un asesinato.
—No me preocupa en absoluto. Por una parte no lo ha conseguido y, por otra, considero que las probabilidades de que condenen por asesinato a un hombre inocente son, en este país, prácticamente nulas. Esto debería tomárselo como un halago. Aunque por otro lado, con el sistema del jurado, las posibilidades de que el culpable se salve son muy altas. Eso es lo que me induce a creer que no conseguirá resolver el asesinato. ¡Demasiados sospechosos! ¡Demasiadas posibilidades!
—Ya veremos qué pasa. Y ahora dígame algo más de esta llamada. ¿Cuándo la recibió exactamente?
—No me acuerdo. Unos cinco minutos antes de que la señora Shorthouse entrara en la oficina general, creo. Pero puede que fuera más temprano. Es posible que Jenny se acuerde.
—Ya se lo preguntaré cuando vuelva. ¿Qué le dijo exactamente la persona en cuestión?
—Sólo esto: «La ropa limpia ya está lista. Puede bajar a recogerla ahora, por favor». En aquel momento di por sentado que quien llamaba era la enfermera Bolam. Le dije que estaba a punto de salir con el correo y que la recogería cuando regresara, y colgué antes de que tuviera tiempo de decirme nada más.
—¿Está seguro de que se trataba de la enfermera Bolam?
—No, no estoy nada seguro. Naturalmente, en aquel momento pensé que era ella, porque era la enfermera Bolam la que solía llamar por lo de la ropa. De hecho, la mujer hablaba en voz muy baja, y habría podido ser cualquiera.
—¿Pero la voz era de mujer?
—Sí, sí, era de mujer, de eso no cabe duda.
—En todo caso, se trataba de una llamada falsa, pues sabemos que la ropa limpia no estaba clasificada.
—Sí, pero ¿por qué lo dijo? No tiene sentido. Si la intención era inducirme a bajar al sótano para mezclarme en el crimen, el asesino corría el riesgo de que yo acudiera en el momento menos oportuno. La enfermera Bolam, para poner un ejemplo, no habría querido que yo estuviera en el escenario del crimen preguntando por la ropa blanca de tener planeado ir a la sala de archivos para matar a su prima. Y si la señorita Bolam ya estaba muerta antes de la llamada, la cosa sigue sin tener sentido. Supongamos que yo hubiera empezado a husmear por allí y hubiera descubierto el cadáver. ¡A lo mejor al asesino no le interesaba que se descubriera el cadáver tan pronto! De todos modos, no bajé hasta haber terminado con el correo. Afortunadamente para mí, yo había salido a echarlo. El buzón está justo al otro lado de la calle, pero generalmente suelo bajar hasta Beefsteak Street para comprar el Standard. Seguramente el del quiosco debe de acordarse.
Jennifer había regresado en el momento en que pronunciaba las últimas palabras. Se había cambiado y llevaba un sencillo vestido de lana.
—Fue la discusión por lo de tu periódico lo que ocasionó los nervios de Cully —dijo, abrochándose el cinturón—. Tenías que habérselo dejado cuando te lo pidió, cariño. Sólo quería mirar lo de los caballos.
—Es un viejo avaro —dijo Nagle sin rencor—. Haría lo que fuera para ahorrarse tres peniques. ¿Por qué no se compra el periódico de vez en cuando? Así que estoy en la puerta, ya está tendiéndome la mano para pedírmelo.
—Aun así, fuiste bastante grosero con él, cariño. Aparte de que a ti tampoco te interesaba demasiado, porque sólo lo hojeamos un poco abajo y luego lo utilizamos para envolver la comida de Tigger. Ya sabes cómo es Cully. La menor contrariedad le afecta el estómago.
Nagle expresó la opinión que le merecía el estómago de Cully no sólo con contundencia, sino con originalidad. La señorita Priddy miró a Dalgliesh como invitándole a admirar las extravagancias del ingenio de Nagle.
—¡Peter! ¡Cariño, eres imposible! —se quejó.
Hablaba con indulgencia afectada, como la mujercita que se permite dedicar a alguien una suave regañina. Dalgliesh miró a Nagle para ver cómo lo soportaba, pero parecía que el pintor no había oído nada. Seguía sentado, inmóvil, sobre la cama, mirándolos desde arriba. Vestido con aquellos pantalones marrones de lino, el grueso jersey azul y las sandalias, seguía pareciendo tan formal y tan pulcro como cuando llevaba el uniforme de vigilante, con aquellos apacibles ojos tranquilos y los largos y fuertes brazos relajados.
Bajo su mirada la chica se movía, incansable, por el estudio, ahora tocando con un alegre sentido de posesión el marco de un cuadro, ahora pasando sus dedos por la repisa de la ventana, ahora cambiando un jarrón de dalias de una a otra repisa. Era como si tratara de imponer suaves toques de femineidad en aquel disciplinado taller masculino, como para demostrar que aquélla era su casa, que aquél era su ambiente natural. No le incomodaba en absoluto que hubiera allí los cuadros en los que aparecía su cuerpo desnudo… quizás incluso le satisfacía aquel exhibicionismo indirecto.
—¿Recuerda si alguien llamó al señor Nagle mientras estaba en la oficina con usted, señorita Priddy? —preguntó de pronto Dalgliesh.
La chica pareció sorprendida, pero se dirigió a Nagle despreocupadamente:
—La enfermera Bolam te llamó por lo de la ropa, ¿no? Yo volvía de consultar unos archivos… sólo había estado fuera unos segundos… y te oí decir que estabas a punto de salir y que bajarías cuando regresaras. Luego colgaste —dijo riéndose— y dijiste no sé qué inconveniencia sobre las enfermeras que pretendían que estuvieras siempre a su entera disposición, ¿te acuerdas?
—Sí —dijo Nagle—. ¿Alguna otra pregunta, superintendente? —dijo, dirigiéndose a Dalgliesh—. Jenny tiene que estar en su casa pronto y normalmente la acompaño parte del camino. Sus padres no saben que viene a verme.
—Sólo una o dos más. ¿Alguno de ustedes tiene alguna idea de por qué la señorita Bolam quería hablar con el secretario?
La señorita Priddy negó con la cabeza.
—Sea lo que fuere, no tenía nada que ver con nosotros —dijo Nagle—. No sabía que Jenny posaba para mí pero, aunque se hubiera enterado, no por esto habría mandado a buscar a Lauder. No era tonta y sabía que no podía meterse en lo que pudiera hacer el personal en su tiempo libre. Al fin y al cabo, cuando se enteró de lo del doctor Baguley y la señorita Saxon no fue tan imbécil como para ir con el cuento a Lauder.
Dalgliesh no le preguntó a quién había ido con el cuento la señorita Bolam.
—Tenía que tratarse de algo relacionado con la administración de la clínica. ¿Saben de algo raro que hubiera ocurrido últimamente?
—Nada, sólo lo de nuestro famoso merodeador y lo del robo de las quince libras, pero eso también lo sabe usted.
—Todo esto no tiene nada que ver con Peter —soltó la chica inmediatamente, como a la defensiva—. Ni siquiera estaba en la clínica cuando llegaron las quince libras. ¿Te acuerdas, cariño? —dijo dirigiéndose a Nagle—. Fue la mañana que te quedaste atrapado en el metro. ¡Si ni siquiera sabías lo del dinero!
Evidentemente había dicho algo inconveniente. La chispa de rabia en aquellos ojos de color marrón tierra había sido fugaz, pero a Dalgliesh no se le escapó. Nagle hizo una pausa antes de hablar, pero la voz sonó perfectamente controlada.
—Me enteré en seguida. Todo el mundo se enteró; con todo el jaleo sobre quién las había enviado y la discusión sobre quién iba a gastarlas todo el maldito centro tuvo que enterarse —dijo mirando a Dalgliesh—. ¿Ha terminado?
—No. ¿Sabe usted quién mató a la señorita Bolam?
—Me alegra decirle que no tengo ni idea, pero no creo que haya sido ninguno de los psiquiatras. Esos chicos son el mejor motivo que se me ocurre para permanecer cuerdo, pero no me los imagino matando a nadie. No tienen agallas suficientes.
Una persona muy distinta había dicho algo muy parecido.
Al llegar a la puerta, Dalgliesh se detuvo y miró a Nagle. Él y la chica estaban sentados uno al lado del otro sobre la cama, tal como los había encontrado al llegar y, si ninguno de los dos movió un solo dedo para ir a despedirle, por lo menos Jenny le dirigió una alegre sonrisa.
Dalgliesh les hizo la última pregunta que todavía le quedaba:
—¿Por qué fue a tomar una copa con Cully la noche del robo?
—Porque Cully me lo pidió.
—¿No le pareció un tanto raro que le invitara?
—Tan raro que fui más que nada por curiosidad, para ver qué pasaba.
—¿Y qué pasó?
—En realidad, nada. Cully me pidió que le prestara una libra, yo me negué y, mientras la clínica estaba vacía, alguien se coló dentro. Pero no veo cómo Cully podía haberlo previsto, aunque quizá lo hizo. De todos modos, no veo qué relación puede tener esto con el asesinato.
A primera vista, Dalgliesh tampoco la veía. Mientras bajaba las escaleras pensó con resquemor en lo rápido que pasaba el tiempo, en cómo lo malgastaba y en la cantidad de horas que tendrían que transcurrir antes de que llegara el lunes por la mañana, cuando la clínica volvería a abrir sus puertas y todos los sospechosos estarían de nuevo reunidos en el lugar donde seguramente eran más vulnerables. Pero los últimos cuarenta minutos habían sido provechosos y estaba empezando a desenmarañar el hilo conductor de aquella enredada madeja. Al pasar por el tercer piso oyó al pianista interpretando a Bach, y Dalgliesh se detuvo un momento a escuchar. En realidad, la música polifónica era la única que le gustaba de verdad; sin embargo, el pianista dejó de tocar de pronto con un estrépito de notas desafinadas. Luego, no oyó nada más. Siguió bajando las escaleras en silencio y salió del tranquilo edificio sin que nadie le viera.
Cuando el doctor Baguley llegó a la clínica para asistir a la reunión de la Junta Médica, el aparcamiento reservado a los médicos ya estaba casi lleno. El Bentley del doctor Etherege estaba aparcado junto al Rolls de Steiner y, al otro lado, había un destartalado Vauxhall que revelaba que la doctora Albertine Maddox había decidido acudir.
En la sala de sesiones del primer piso, las cortinas estaban corridas sobre el cielo azul oscurísimo de octubre. En el centro de una sólida mesa de caoba había un jarrón lleno de rosas. Baguley recordó que la señorita Bolam siempre se encargaba de que hubiera rosas en las reuniones de la Junta Médica. Al parecer, había quien había decidido mantener la costumbre. Las rosas eran esbeltas, delicados capullos de otoño, enhiestos y sin perfume, en el extremo de unos tallos sin espinas. Dentro de un par de días se abrirían en una efímera y estéril floración y no habría pasado una semana que ya estarían marchitas. Baguley pensó que una flor tan extravagante y evocadora como aquélla no se ajustaba nada al talante de la reunión, aunque la imagen del jarrón vacío habría resultado terriblemente insoportable e incómoda.
—¿Quién se ha encargado de las rosas? —preguntó.
—Creo que la señora Bostock —dijo la doctora Ingram—. Cuando he llegado, estaba aquí preparando la sala.
—¡Admirable! —dijo el doctor Etherege, acariciando con el dedo uno de los capullos con tal suavidad que el tallo ni siquiera se movió.
El doctor Baguley se preguntó si el comentario se refería a la calidad de las rosas o a la delicadeza de la señora Bostock al encargarse de proporcionarlas.
—A la señorita Bolam le gustaban mucho las rosas, pero que mucho… —dijo el director mirando a su alrededor, como si estuviera retando a sus colegas a llevarle la contraria—. Bueno —añadió—, ¿empezamos?
El doctor Baguley, en su calidad de secretario honorario, se sentó a la derecha del doctor Etherege, en tanto que el doctor Steiner tomaba asiento a su lado. La doctora Maddox se sentó a la derecha del doctor Steiner. No había ningún otro médico, pues los doctores McBain y Mason-Giles estaban en los Estados Unidos, en un congreso. El resto del personal médico, dividido entre la curiosidad y las pocas ganas de interrumpir su descanso de fin de semana, al parecer había decidido esperar pacientemente hasta el lunes. El doctor Etherege había creído conveniente telefonearlos a todos y hacerles saber que había una reunión; de ese modo tuvo ocasión de presentar formalmente sus excusas en nombre de ellos, excusas que fueron aceptadas con la misma seriedad.
Albertine Maddox había ejercido como cirujana y había gozado de mucho prestigio antes de diplomarse como psiquiatra. El hecho de que la doble titulación de la doctora Maddox realzara su importancia ante los ojos de sus colegas quizás era típico de la ambivalencia de estos últimos en relación con su propia especialidad. La doctora Maddox representaba a la clínica ante la Junta Consultiva del Centro Médico, en la que ella defendía a la Clínica Steen contra los ataques ocasionales de médicos y cirujanos con tal ingenio y tesón que hacían de ella una persona respetada y temida. No participaba en la controversia de la clínica de los freudianos versus los eclécticos y, como había observado el doctor Baguley, se mostraba igualmente rigurosa con ambos bandos. Sus pacientes la adoraban, si bien eso no impresionaba a sus colegas, pues estaban acostumbrados a que sus pacientes los adorasen y se limitaban a conceder que Albertine era especialmente hábil cuando se trataba de hacerse cargo de una importante situación de transferencia. Físicamente era rolliza y tenía el pelo gris, es decir, era una mujer adocenada que parecía lo que era en realidad: una agradable madre de familia. Tenía cinco hijos: los chicos, inteligentes y triunfadores; las chicas, bien casadas. Su marido, de aspecto insignificante, y sus hijos la trataban con una solicitud tolerante y ligeramente divertida que nunca dejaba de sorprender a sus colegas de la Clínica Steen, para los que era una personalidad de categoría. Allí estaba, sentada con Hector, su viejo pequinés, malévolamente acurrucado en su regazo, con un aire tan expectante como un ama de casa de pueblo que asistiera a una fiesta campestre.
—Pero dime la verdad, Albertine, ¿era necesario que vinieras con Hector? —dijo el doctor Steiner, irritado—. No quiero ser grosero, pero este animal está empezando a apestar. Sería mejor que acabaras con él de una vez.
—Muchas gracias, Paul —respondió la doctora Maddox, con su voz modulada y profunda—, acabaré con Hector, como tan eufemísticamente describes el hecho, cuando vea que ha dejado de encontrar agradable la vida, pero me temo que todavía no ha llegado el momento. No tengo por costumbre matar a los seres vivos únicamente porque algunos de sus atributos físicos me sean desagradables y, añadiría incluso, que tampoco porque se hayan convertido en un estorbo.
—Ha sido muy amable de tu parte asistir esta noche a la reunión, Albertine —atajó el doctor Etherege—. Siento haberte avisado con tan poco tiempo de antelación.
Hablaba sin ironía, a pesar de que sabía tan bien como sus colegas que la doctora Maddox únicamente acudía a una de cada cuatro reuniones de la junta por la sencilla razón —que ella no se molestaba en esconder— de que su contrato con el Consejo Regional no contenía ninguna cláusula que la obligara a una sesión mensual de aburrimiento aderezado con la charlatanería habitual en estos casos y porque la presencia de más de un psiquiatra ponía enfermo a Hector. La veracidad de esta última afirmación había quedado demostrada en demasiadas ocasiones como para querer desmentirla.
—Ya sabes que soy miembro de esta junta, Henry —respondió la doctora Maddox amablemente—. ¿Acaso hay algún motivo que me permitiera ahorrarme el esfuerzo de acudir?
La mirada que dirigió a la doctora Ingram daba a entender que no todos los presentes tenían el mismo derecho. Mary Ingram era la esposa de un médico que vivía en las afueras de la ciudad, y trabajaba en la Clínica Steen dos veces por semana como anestesista en las sesiones de T.E.C. Como no era ni psiquiatra ni consultora, no solía estar presente en las reuniones de la Junta Médica.
—La doctora Ingram —dijo el doctor Etherege, que había interpretado la mirada correctamente— ha tenido la amabilidad de acudir esta tarde a la reunión a petición mía. Como es natural, el tema principal de esta reunión está relacionado con el asesinato de la señorita Bolam y hay que tener presente que la doctora Ingram se encontraba en la clínica el viernes por la tarde.
—Pero, por lo que he oído decir, no es sospechosa —respondió la doctora Maddox—, y la felicito por ser el único miembro del personal médico que ha podido presentar una coartada satisfactoria.
Miró a la doctora Ingram con severidad, dando a entender con el tono de voz que una coartada era, de por sí, motivo de sospecha y con mayor motivo si venía del miembro del personal de menor rango, puesto que los tres médicos de más alto rango habían sido incapaces de presentar ninguna. Nadie le preguntó cómo se había enterado de lo de la coartada, ya que se supuso que había estado hablando con la hermana Ambrose.
—Es ridículo hablar de coartadas, como si la policía pudiera considerarnos seriamente como sospechosos —dijo el doctor Steiner, displicente—. Lo que ocurrió me parece a mí de lo más evidente. El asesino estaba escondido en el sótano esperándola. Es cosa que todos sabemos. A lo mejor había estado allí horas y horas, o quizá desde el día anterior. Quizá pasó por delante de Cully con uno de los pacientes, haciéndose pasar por un familiar o por un ayudante de ambulancia. Incluso es posible que se introdujera en el edificio durante la noche. Al fin y al cabo, ya ha ocurrido otras veces. Una vez en el sótano, tendría todo el tiempo del mundo para averiguar qué llave abría la puerta de la sala de historiales y para elegir el arma homicida. El fetiche y el escoplo no estaban escondidos.
—¿Y cómo explicas que el asesino desconocido al que te refieres saliera del edificio? —preguntó el doctor Baguley—. Nosotros registramos el edificio a conciencia antes de que llegara la policía y los agentes lo volvieron a registrar. Recuerda que tanto la puerta del sótano como la del primer piso estaban cerradas con cerrojo desde dentro.
—Subió por el hueco del ascensor izándose con la cuerda de la polea y luego salió por una de las puertas que conducen a la salida de incendios —respondió el doctor Steiner, jugando su mejor carta con cierta desenvoltura—. He examinado el ascensor y esta suposición cabe dentro de lo posible. Un hombre bajito… o una mujer, claro está… pudo colarse por el techo de la caja del ascensor hasta llegar al hueco. Las cuerdas son lo suficientemente gruesas para soportar un peso considerable y la escalada no debe de resultar difícil para cualquier persona medianamente ágil. Tiene que haber sido una persona delgada, claro… —dijo mirando su redonda barriga con complacencia.
—Es una teoría muy bonita —dijo el doctor Baguley— pero, desgraciadamente, todas las puertas que dan a la salida de incendios también estaban cerradas por dentro.
—No existe ningún edificio del que un hombre desesperado y experimentado no sea capaz de salir o en el que no pueda entrar —proclamó el doctor Steiner, como si hablara por propia experiencia—. Pudo salir por cualquiera de las ventanas del primer piso e ir bordeando el edificio por la cornisa hasta llegar a la salida de incendios. Lo que quiero decir es que el asesino no tiene por qué ser necesariamente un miembro del personal que estaba de servicio ayer por la tarde.
—Pude haber sido yo, por ejemplo —dijo la doctora Maddox.
El doctor Steiner se quedó impertérrito.
—Eso que dices, Albertine, no tiene ningún sentido. Yo no estoy acusando a nadie. Únicamente me limito a haceros ver que el círculo de sospechosos es menos restringido de lo que la policía parece creer. Deberían dirigir sus investigaciones hacia la vida privada de la señorita Bolam. Es evidente que tenía un enemigo.
—Afortunadamente para mí —dijo la doctora Maddox, que no tenía la intención de cambiar de tema—, anoche estuve en el concierto de Bach del Royal Festival Hall con mi marido y antes del concierto fuimos a cenar. Y si el testimonio de Alasdair en mi favor podría ser sospechoso, también estaba con mi cuñado, que resulta que es obispo. Un obispo de la Alta Iglesia —añadió complacida, como si el incienso y la casulla fueran el sello que avalara la virtud y veracidad episcopales.
—Sentiría un gran alivio —dijo el doctor Etherege sonriendo amablemente— si tuviera aunque sólo fuera un cura evangelista que pudiera responder de mis acciones entre las seis y cuarto y las siete de la tarde de ayer. ¿Pero no os parece que estamos perdiendo el tiempo con tanta elucubración? El crimen se encuentra en manos de la policía y en ellas debemos dejarlo. Lo que más nos importa en este momento es discutir las consecuencias que el hecho puede tener para la función de la clínica y, especialmente, considerar la sugerencia del presidente y del secretario con respecto a que la señora Bostock pase a desempeñar de momento el cargo de oficial administrativa. Pero será mejor que vayamos por orden. ¿Estáis de acuerdo en que firme las actas de la última reunión?
Se produjo el murmullo poco entusiasta, pero aquiescente, que suelen provocar este tipo de preguntas y el director cogió el libro de actas y lo firmó.
—¿Cómo es el hombre? —soltó la doctora Maddox de pronto—. Me refiero al superintendente.
La doctora Ingram, que no había hablado hasta entonces, respondió inesperadamente:
—Yo diría que tiene unos cuarenta años. Es alto y moreno. Tiene una voz agradable y unas manos bonitas.
Inmediatamente se puso rabiosamente colorada al darse cuenta de que, para un psiquiatra, el comentario más inocente podía ser tremendamente revelador. Aquel comentario sobre las manos bonitas del superintendente quizás había sido una equivocación. Haciendo caso omiso de las características físicas de Dalgliesh, el doctor Steiner se embarcó en un examen psicológico del superintendente, al que sus colegas psiquiatras prestaron la cortés atención propia de unos expertos interesados en las teorías de un compañero. Si Dalgliesh hubiera estado presente, le hubiera sorprendido e intrigado la exactitud y la penetración del diagnóstico del doctor Steiner.
—Pienso que es un hombre tozudo y también inteligente —dijo el director—, lo que significa que sus errores serán siempre los errores de un hombre inteligente, que son siempre los más peligrosos. Por nuestro propio bien, mejor será que no cometa ninguno. Este asesinato y la publicidad que traerá consigo pueden afectar a los pacientes y al trabajo de la clínica, todo lo cual nos conduce de nuevo a la señora Bostock.
—Siempre me ha gustado más Bolam que Bostock —dijo la doctora Maddox—. Sería una lástima que hubiéramos perdido una mala oficial administrativa, por muy penosa y accidental que haya sido la forma de perderla, únicamente para cargarnos con otra.
—Estoy de acuerdo contigo —dijo el doctor Baguley—. Personalmente, de las dos, siempre he preferido a Bolam. Claro que esto sólo sería un arreglo temporal, porque la vacante tendrá que anunciarse. De momento alguien tendrá que sustituirla y, por lo menos, la señora Bostock conoce el trabajo.
—Lauder ha dejado bien claro —dijo el doctor Etherege— que la Junta Médica del hospital no apoyaría la candidatura de una persona ajena a la casa hasta que la policía haya terminado la investigación, aunque encontraran a alguien dispuesto a ocupar el cargo. No queremos más líos, ya tendremos suficientes problemas que afrontar. Y esto me recuerda el problema de la prensa. Lauder sugirió, y yo estoy de acuerdo con él, que todas las manifestaciones se dirijan al cuartel general del grupo y que nadie haga ninguna declaración. Parece la mejor solución. Por el bien de los pacientes, es importante que no haya periodistas paseándose por la clínica. La terapia ya se resentirá bastante sin necesidad de tener que pasar por todo esto. ¿Puedo contar con la afirmación formal de esta decisión por parte de la junta?
Sí, podía contar con ella. A nadie parecía entusiasmarle la idea de tener que enfrentarse con la prensa. Sin embargo, el doctor Steiner no participó del murmullo general de asentimiento, pues sus pensamientos todavía estaban ocupados con el problema de la sucesora de la señorita Bolam.
—No alcanzo a comprender —dijo el doctor Steiner, displicente— el porqué de esta animosidad de la doctora Maddox y del doctor Baguley contra la señora Bostock. Ya había reparado en ella otras veces. Resulta ridículo compararla desfavorablemente con la señorita Bolam. No hay duda con respecto a cuál de las dos era o es la administradora más conveniente para la clínica. La señora Bostock es una mujer muy inteligente, psicológicamente estable, eficiente y, además, aprecia verdaderamente la importancia del trabajo que realizamos en esta casa. Nadie habría podido decir lo mismo de la señorita Bolam. A veces su actitud con los pacientes era de lo más desafortunada.
—No sabía que la señorita Bolam tuviera mucho contacto con los pacientes —dijo el doctor Baguley—. De todos modos, ninguno de mis pacientes se había quejado nunca de ella.
—A veces concertaba visitas y reembolsaba los gastos de desplazamiento. No me sorprende que tus pacientes no se percataran de sus procedimientos, pero los míos son muy diferentes. Son gente más sensible ante este tipo de cosas. El señor Burge, por ejemplo, me lo comentó un día.
La doctora Maddox se echó a reír desconsideradamente.
—Conque Burge, ¿eh? ¿De modo que todavía viene? Me parece que su nuevo libro tiene que aparecer en diciembre. Será muy interesante comprobar si tus esfuerzos han conseguido mejorar su prosa, Paul. Si es así, habrá que admitir que se trata de dinero público bien empleado.
El doctor Steiner estalló en una protesta ofendida. Tenía sometidos a tratamiento a un buen número de escritores y artistas, entre ellos algunos protegidos de Rosa que aspiraban a beneficiarse de un poco de psicoterapia gratis. A pesar de que era un hombre entendido en arte, su natural buen sentido crítico fracasaba estrepitosamente cuando se trataba de sus pacientes. No podía soportar que los criticaran, vivía en la eterna esperanza de que un día, finalmente, acabaría reconociéndose el talento que poseían y saltaba inmediatamente en su defensa. El doctor Baguley pensaba que ésa era una de las mejores virtudes del doctor Steiner y que, en cierto sentido, delataba una conmovedora ingenuidad. El doctor Steiner se embarcó en una confusa defensa del carácter y estilo prosístico de su paciente.
—El señor Burge es un hombre de una sensibilidad y un talento admirables —dijo para terminar—, que se siente muy angustiado por su incapacidad de mantener una relación sexual satisfactoria… especialmente con sus esposas.
Aquel desafortunado comentario era probable que incitara a la doctora Maddox a mostrarse todavía más grosera. Decididamente, aquélla era su noche pro-ecléctica, pensó el doctor Baguley.
—¿Por qué no olvidamos nuestras disparidades profesionales por un momento y nos concentramos en el asunto que nos ocupa? —dijo el doctor Etherege con aire conciliador—. Steiner, ¿tienes alguna objeción que plantear en contra de la aceptación de la señora Bostock como oficial administrativa temporal?
—Esta pregunta es pura formalidad —contestó el doctor Steiner malhumorado—. Si el secretario desea que resulte elegida, lo será. Esta farsa de hacer ver que se nos consulta me parece ridícula. No tenemos ninguna autoridad para aprobar ni para desaprobar nada. Eso ya me lo dejó claro Lauder cuando, el mes pasado, recurrí a él para pedirle que trasladaran a la señorita Bolam.
—No sabía que habías ido a verle en relación con este punto —dijo el doctor Etherege.
—Hablé con él después de la reunión celebrada en septiembre por la Junta de la Casa. Fue meramente una propuesta de tanteo.
—Y seguro que fue recibida con un contundente desaire —dijo Baguley—. Hubiera sido mucho más prudente mantener la boca cerrada.
—O plantear la cuestión en esta junta —dijo Etherege.
—¿Para qué? —gritó Steiner—. ¿Qué ocurrió la última vez que me quejé de la señorita Bolam? ¡Nada de nada! Todos admitisteis que no era la persona adecuada para desempeñar el cargo de oficial administrativa. Todos estuvisteis de acuerdo… bueno, si no todos, por lo menos la mayoría… con respecto a que la señora Bostock… o incluso una persona de fuera, sería mucho mejor que ella. Pero a la hora de pasar a los hechos, nadie quiso estampar su firma en una carta dirigida a la Junta Directiva del hospital. ¡Y todos sabéis muy bien por qué! ¡Esa mujer os tenía aterrorizados! ¡Sí, aterrorizados!
—Tenía algo de intimidatorio —dijo la doctora Maddox ante una oleada de rabiosas negativas—. Puede que fuera a causa de aquella exagerada y tan poco natural rectitud que poseía. A ti te afectaba tanto como a los demás, Paul.
—Seguramente, pero traté de hacer algo en relación con ella. Fui a hablar con Lauder.
—Yo también hablé con él —dijo el doctor Etherege tranquilamente— y, probablemente, con mejores resultados. Dejé bien claro que en esta junta nos dábamos cuenta de que no teníamos ningún control sobre el personal administrativo, pero dije también que, como psiquiatra y presidente de esta junta, consideraba que la señorita Bolam no me parecía, por su carácter, apta para el cargo que ocupaba y sugerí que sería aconsejable su traslado por su propio bien. En cuanto a su eficiencia, no había nada que criticar y no dije nada. Lauder se mostró reservado, por supuesto, pero creo que sabía perfectamente que yo estaba en mi perfecto derecho al presentar aquella propuesta y me parece que la tomó en consideración.
—Teniendo en cuenta la natural prudencia de este hombre —dijo la doctora Maddox—, su desconfianza en relación con los psiquiatras y la rapidez que caracteriza sus decisiones de carácter administrativo, supongo que nos habríamos librado de la señorita Bolam dentro de dos años. Evidentemente, hay quien ha precipitado los acontecimientos.
De pronto, habló la doctora Ingram. Su carita sonrosada y un tanto estúpida subió de color de un modo absolutamente inadecuado. Estaba sentada muy erguida y las manos, enlazadas encima de la mesa, le temblaban.
—No me gusta que digáis todas esas cosas. No… no está bien. ¡La señorita Bolam está muerta, ha sido brutalmente asesinada y vosotros estáis aquí sentados, hablando de todo esto como si nada! Ya sé que no era una persona fácil de tratar, pero ahora está muerta y no me parece que éste sea el momento adecuado para decir groserías contra ella.
La doctora Maddox miró a la doctora Ingram con interés y con una cierta sorpresa, como si estuviera ante una criatura excepcionalmente estúpida que, por unas circunstancias imprevistas, había conseguido hacer un comentario inteligente.
—Veo que compartes la superstición que prohíbe decir la verdad en relación con los muertos —dijo—. Siempre me han interesado los orígenes de una creencia tan atávica como ésta. Tenemos que hablar del tema algún día… me gustaría conocer tu opinión.
La doctora Ingram, roja de bochorno y casi a punto de llorar, ponía una cara como si la charla que su colega le estaba proponiendo fuera un privilegio al que prefería renunciar.
—¿Groseros con ella? —dijo el doctor Etherege—. Me apenaría mucho pensar que alguno de nosotros podría ser considerado grosero. Pero lo que sí es verdad es que hay ciertas cosas que no es preciso decir. No hay ni un solo miembro de esta junta que no se sienta horrorizado ante la brutalidad gratuita del asesinato de la señorita Bolam y que no deseara que ella volviera a estar entre nosotros a pesar de sus defectos como administradora.
Aquel alarde de sensiblería era demasiado flagrante para pasar inadvertido. Como si se sintiera consciente de pronto de la sorpresa y desconcierto que había provocado, añadió:
—¿No os parece? ¿No os parece? —con tono retador.
—Por supuesto —dijo el doctor Steiner, conciliador, pero sus astutos ojillos se movieron hacia un lado hasta encontrar la mirada del doctor Baguley.
Había incomodidad en aquella mirada, pero Baguley reconoció también en ella un resabio de divertida malicia. El director no estaba llevando la reunión con demasiada inteligencia. Había permitido que Albertine Maddox se le escapara de las manos y su control sobre la junta era menos firmé que antes. Lo más patético de todo, pensaba Baguley, era que Etherege era sincero. Él creía en todas y cada una de sus palabras. Sentía —al igual que todos los demás— un verdadero horror ante la violencia. Por otra parte, era un hombre misericordioso, que se sentía impresionado y entristecido ante la sola idea de una mujer indefensa brutalmente asesinada. Pero sus palabras sonaban a falso. Se refugiaba en los formalismos y deliberadamente trataba de bajar el tono emocional de la reunión procurando convertirla en una asamblea trivial, pero lo único que conseguía era parecer falso.
Tras la salida que había tenido la doctora Ingram, la reunión pareció perder su fuerza. De vez en cuando, el doctor Etherege hacía un esfuerzo espasmódico para controlarla y la conversación entonces se hacía inconexa y aburrida, iba saltando de un tema a otro, aunque siempre, de modo inevitable, acababa volviendo al asesinato. Reinaba el sentimiento general de que la Junta Médica tenía que expresar una opinión unánime. Saltando de una teoría a otra, la junta acabó aceptando finalmente la propuesta del doctor Steiner. Era evidente que el asesino había entrado en la clínica por la mañana temprano, cuando todavía no funcionaba el sistema de registro de las entradas y salidas de la gente. Tras esconderse en el sótano, pudo elegir el arma tranquilamente y marcar el número de la extensión telefónica de la señorita Bolam gracias al cartelito que estaba colgado junto al teléfono. Luego se había trasladado a los pisos superiores sin ser visto y había escapado a través de una de las ventanas, cerrándola tras de sí antes de ganar la salida contra incendios. No se hizo demasiado hincapié en subrayar que este sistema exigía una suerte considerable, combinada con una agilidad notable y poco usual. La teoría se había elaborado bajo el liderazgo del doctor Steiner. La llamada telefónica de la señorita Bolam al secretario se descartó por irrelevante. Seguramente pretendía quejarse de algún delito menor absolutamente insignificante, real o imaginario, que no tenía nada que ver con su muerte. La hipótesis de que el asesino se había escapado subiendo por el hueco del ascensor gracias a las poleas se descartó unánimemente como algo totalmente fantasioso si bien, tal como señaló la doctora Maddox, para un hombre capaz de cerrar un gran ventanal mientras permanecía en equilibrio en el alféizar de la ventana y que luego tenía que recorrer casi un metro hasta llegar a la salida contra incendios, era difícil que el hueco del ascensor fuera un problema insuperable.
El doctor Baguley, cansado de su participación en la fabricación de aquel mítico asesino, tenía los ojos entrecerrados y miraba el jarrón de rosas a través de los párpados bajados. Los pétalos de las flores se habían ido abriendo lentamente, casi de un modo visible, debido al calor de la habitación. El rojo, el verde y el rosa se confundían en un estampado amorfo de colores que, al desplazar la mirada, veía reflejado en la mesa reluciente. De pronto abrió los ojos y vio que el doctor Etherege le miraba fijamente. Había preocupación en aquella mirada profunda y analítica y el doctor Baguley pensó que había también un atisbo de tristeza.
—Algunos de los presentes —dijo el director— ya tienen bastante por hoy y creo que yo también. Si nadie tiene otro asunto urgente que discutir, declaro cerrada la sesión.
El doctor Baguley pensó que no fue una casualidad que el director fuera demorando la salida y que, al fin, se encontraran los dos solos en la habitación.
—Bueno, James —dijo el doctor Etherege, mientras iba cerciorándose de que todas las ventanas estaban bien cerradas—, ¿has decidido ya si piensas sucederme como director?
—Habría que preguntar más bien si pienso optar al cargo cuando se anuncie, ¿no? —dijo el doctor Baguley—. ¿Qué hay de Mason-Giles o de McBain? —preguntó.
—A Mason-Giles no le interesa. El cargo implica un número máximo de sesiones, claro está, y no quiere dejar su contacto con la enseñanza en el hospital. Y McBain está muy ocupado con su nuevo centro regional para adolescentes.
Era típico de la insensibilidad del director que no tratara de suavizar el hecho de que ya había probado con otros antes que él. Baguley pensó que estaba apurando el fondo del tonel.
—¿Y Steiner? —preguntó—. Porque supongo que se presentará…
El director sonrió.
—No creo que la Junta Regional nombre al doctor Steiner. La clínica es un centro multidisciplinario y necesitamos a alguien capaz de mantener la cohesión de la institución. Y puede que se produzcan bastantes cambios… ya sabes lo que opino yo de todo esto. Sí tiene que haber una mayor integración entre la psiquiatría y la medicina general, este lugar tendrá que sacrificarse por un fin más elevado. Tendríamos que tener acceso a los pacientes internados y es posible que la Clínica Steen encuentre su lugar natural en el departamento para pacientes externos de un hospital general. No digo que sea probable, pero sí que es posible.
¿De modo que eso era lo que pensaba la junta? El doctor Etherege tenía puestas las antenas. Un centro pequeño para pacientes externos sin archivadores, sin función educativa y sin ninguna relación con el hospital general podía muy bien parecer anacrónico a ojos de sus planificadores.
—A mí no me importa el lugar donde yo visite a mis pacientes —dijo Baguley—, siempre que disponga de paz y tranquilidad, de cierta tolerancia y de una dosis no demasiado grande de palabrería jerárquica y de ropa blanca almidonada. La idea de que haya centros psiquiátricos en los hospitales generales me parece muy bien, siempre y cuando estos hospitales tengan en cuenta lo que vamos a necesitar en cuanto a personal y a espacio. Estoy demasiado cansado para luchar. De hecho —dijo, mirando al director—, ya tenía más o menos decidido no presentarme. Ayer por la tarde te llamé a tu despacho desde la sala de médicos para preguntarte si podíamos charlar un poco sobre el tema después del trabajo.
—¿Ah, sí? ¿A qué hora?
—Hacia las seis y veinte o seis y veinticinco, pero no contestó nadie. Pero, claro, después tuvimos otras cosas de qué hablar…
—Debía de estar en la biblioteca —dijo el director—. Y me alegro de que estuviera allí si ello significa que has tenido tiempo suficiente para reconsiderar tu decisión. Y espero sinceramente que la reconsideres, James.
Apagó las luces y bajaron juntos. Al llegar abajo, el director se volvió hacia Baguley.
—¿A las seis y veinte dices que me llamaste? —preguntó—. Me parece muy interesante, pero que muy interesante.
—Bueno, supongo que debió de ser hacia esa hora.
Enfadado y sorprendido, el doctor Baguley se dio cuenta de que era él, no el director médico, el que parecía culpable e incómodo y le invadieron unas ganas terribles de salir de la clínica, de escapar de aquella mirada azul e inquisitiva tan dada a ponerlo en una situación de desventaja. Pero antes tenía que decir algo más. Al llegar a la puerta, se obligó a pararse y a enfrentarse con el doctor Etherege aunque, a pesar de sus esfuerzos por parecer despreocupado, su voz sonó forzada, beligerante incluso.
—Me pregunto si habría que hacer algo con la enfermera Bolam.
—¿Como qué? —preguntó el director apaciblemente—. Todos los miembros del personal —añadió, al no recibir respuesta alguna— saben que pueden venir a verme cuando quieran, pero no quiero provocar confidencias. Aquí se están haciendo pesquisas para aclarar un asesinato, James, y el asunto está totalmente fuera de mis manos. Creo que sería más prudente que adoptaras la misma actitud que yo. Buenas noches.