EL doctor Baguley sabía que la educación no le permitía negarse a llevar a la señorita Kettle a su casa. Ésta vivía en Richmond y su casa le pillaba de camino en el trayecto hacia Surrey. Normalmente se las arreglaba para evitar el encuentro y, como el horario de la señorita Kettle era muy irregular, casi nunca salían a la misma hora, lo que le permitía volver a casa, solo en su coche, sin sombra de remordimientos. Le gustaba conducir. A pesar del fastidio que representaba tener que atravesar la ciudad en la hora punta, era el pequeño precio que había que pagar por aquellas pocas millas de carretera en línea recta que le conducían a su casa, sintiendo la fuerza del coche que parecía empujarlo por la espalda y aquel airecillo silbante que le sacudía las tensiones del día. Justo antes de llegar a Stalling, tenía la costumbre de parar en un pub muy tranquilo para tomarse una pinta de cerveza. Nunca bebía más ni tampoco menos. Aquel ritual nocturno, división convencional del día y la noche, se había convertido en algo necesario para él desde que había perdido a Fredrica. La noche no le aliviaba la tensión de su lucha contra la neurosis. Se estaba acostumbrando a una vida en la que las mayores exigencias de paciencia y habilidad profesional provenían de su propia casa. Con todo, resultaba agradable estar sentado solo y en paz, saboreando el breve interludio entre dos mundos distintos, pero en el fondo muy similares.
Al principio condujo despacito, porque sabía que a la señorita Kettle no le gustaba la velocidad. La tenía sentada a su lado, bien arropada en un grueso abrigo de tweed, con su corto pelo gris coronado por un insólito gorrito rojo de punto. Al igual que muchas asistentas sociales profesionales, tenía poco instinto para entender a la gente, carencia que le había valido una inmerecida fama de mujer insensible. Pero cuando se trataba de clientes, la cosa era muy distinta. ¡Cómo odiaba esa palabra el doctor Baguley! Una vez enjaulados detrás de los barrotes de la relación profesional, la señorita les dedicaba una meticulosa atención de la que pocas de sus intimidades quedaban indemnes. Calaba en ellos, tanto si querían como si no, ponía al descubierto sus debilidades y las aceptaba, aplaudía y alentaba sus esfuerzos y perdonaba sus pecados. Aparte de sus clientes, el resto de la Clínica Steen prácticamente no existía para la señorita Kettle. A Baguley no le disgustaba la actitud. Hacía mucho tiempo que el doctor Baguley había llegado a la triste conclusión de que el trabajo como asistenta social de psiquiatría ejercía una gran atracción entre la gente menos preparada para ello y la señorita Kettle era mejor que muchos. Los informes que le remitía eran siempre demasiado largos y estaban preñados de la jerga particular de la profesión, pero por lo menos se molestaba en redactarlos. La Clínica Steen tenía cubierto su cupo de aquellas asistentas sociales de psiquiatría que, arrastradas por una irresistible urgencia de tratar pacientes, se mostraban inquietas hasta que recibían instrucción como psicoterapeutas no profesionales y dejaban atrás tareas tan poco interesantes como redactar informes sociales u organizar vacaciones de recuperación. No, Ruth Kettle no le disgustaba en absoluto, pero aquella noche, entre todas las noches, hubiera preferido regresar solo en coche.
No dijo nada hasta que llegaron a Knightsbridge y fue entonces cuando oyó la poderosa voz de la señorita Kettle que retumbaba en su oído.
—¡Qué asesinato más complicado!, ¿no? Y vaya momento han ido a escoger. ¿Qué le ha parecido el superintendente?
—Eficiente, supongo —respondió Baguley—. Mi actitud frente a él es un tanto ambivalente, seguramente porque no tengo coartada. A la hora en que se supone que ha muerto la señorita Bolam yo estaba solo en la guardarropía del equipo de médicos.
Era consciente de que esperaba que le tranquilizara, que protestara enérgicamente porque, naturalmente, a nadie se le ocurriría sospechar de él. Pero, aun sintiendo desprecio por sí mismo, prosiguió:
—No deja de ser un fastidio, pero no tiene importancia. Espero que el hombre aclarará este asunto con rapidez.
—¡Oh!, ¿usted cree? Lo dudo. A mí me da la impresión de que el caso lo ha dejado bastante confuso. Yo hoy he estado sola en mi despacho casi toda la tarde, así que seguramente tampoco tengo coartada. De todos modos, tampoco sé a qué hora calculan que ha muerto.
—Seguramente hacia las seis y media —cortó el doctor Baguley.
—¿Ah, sí? Entonces está claro que no tengo coartada —la señorita Kettle hablaba con la más alegre de las satisfacciones—. A lo mejor —añadió al cabo de un rato—, ahora consigo que los Worriker pasen unas vacaciones en el campo… ¡a la señorita Bolam le costaba tanto eso de gastar dinero con los pacientes! El doctor Steiner y yo opinamos que si los Worriker pudieran disfrutar de quince días de tranquilidad en algún hotel agradable en el campo quizá conseguirían resolver sus problemas. Puede, incluso, que salvaran su matrimonio.
El doctor Baguley estuvo tentado de decir que el matrimonio de los Worriker llevaba en peligro tanto años que era poco probable que su salvación o su fracaso se resolvieran en quince días, por muy agradable que fuera el hotel. El hecho de vivir un matrimonio inestable era la principal preocupación emocional de los Worriker y con toda seguridad no renunciarían a ella sin oponer una poderosa resistencia.
—¿De modo que el señor Worriker está sin trabajo? —preguntó.
—No, no; trabajo tiene… —contestó la señorita Kettle, como si este hecho no tuviera nada que ver con sus posibilidades de costearse unas vacaciones—, pero me temo que su esposa no es muy buena administradora, aunque hace lo que puede. La verdad es que no pueden permitirse unas vacaciones, a no ser que la clínica se las pague. Siento tener que decir que la señorita Bolam no cooperaba demasiado en este tipo de cosas. Y, además, estaba lo otro: daba hora a los pacientes sin consultarme. Hoy, por ejemplo. Cuando he mirado la agenda, justo antes de salir, he visto que me había asignado un paciente nuevo para el lunes a las diez. La anotación era de la señora Bostock, naturalmente, pero había añadido: «Siguiendo instrucciones de la señorita Bolam». La señora Bostock no hubiera hecho nunca una cosa así, porque es una secretaria muy agradable y eficiente.
El doctor Baguley pensó que la señora Bostock era una mujer ambiciosa y que sólo armaba líos, pero no encontró razón para manifestarlo. En cambio, preguntó a la señorita Kettle cómo le había ido el interrogatorio con Dalgliesh.
—Me temo que no he podido ayudarlo demasiado, pero lo del ascensor le ha interesado mucho.
—¿Qué es lo del ascensor, señorita Kettle?
—Esta tarde ha sido utilizado. ¿No se ha dado usted cuenta de que siempre cruje cuando está en marcha y que luego, cuando llega al segundo piso hace un ruido seco? Pues bien, yo he oído ese ruido seco. Claro que no sé exactamente cuándo, porque en aquel momento no me ha parecido importante. Supongo que debía de ser hacia las seis y media.
—Dalgliesh no puede estar pensando en serio que han utilizado el ascensor para bajar al sótano. Es lo suficientemente grande, pero se necesitan dos personas.
—Sí, ¿verdad? No es posible izarse sin un cómplice.
Pronunció «cómplice» de un modo misterioso, como si formara parte de una jerga criminológica, una palabra atrevida que apenas si se atrevía a utilizar.
—No puedo imaginar a nuestro querido doctor Etherege en cuclillas en el ascensor, como un pequeño buda regordete, y a la señora Bostock tirando de las cuerdas con sus manos anchas y enrojecidas. Y usted, ¿se lo imagina? —añadió.
—No —dijo el doctor Baguley lacónicamente, a quien la descripción le había parecido extraordinariamente gráfica—. Sería interesante averiguar quién ha sido la última persona que ha entrado en la sala de historiales clínicos. Antes del accidente, quiero decir —añadió, como para cambiar de tema—. No acierto a recordar cuándo he entrado en ese cuarto por última vez.
—¿Que no se acuerda? ¡Qué raro! Es una habitación tan claustrofóbica y está tan llena de polvo que siempre me acuerdo de cuándo la visito. Hoy, por ejemplo, he estado en ella a las seis menos cuarto.
El doctor Baguley casi frenó del susto.
—¿Ha dicho usted a las seis menos cuarto de esta tarde? ¡Pero si es sólo media hora antes del asesinato!
—Sí, eso parece, ¿no? Si murió hada las seis y veinte… El superintendente no me lo ha dicho, pero parecía interesarle mucho que yo hubiera bajado al sótano. He ido a buscar uno de los historiales antiguos de los Worriker. Tenían que ser alrededor de las seis menos cuarto cuando he bajado y no me he quedado mucho rato, porque sabía exactamente dónde estaba el historial.
—¿Y la sala estaba como siempre? ¿No ha visto los historiales esparcidos por el suelo?
—Pues no, todo estaba en su sitio. La habitación estaba cerrada con llave, por supuesto, de modo que he cogido la llave del cuarto de descanso de los vigilantes, he vuelto a cerrar con la llave al salir y he dejado la llave colgada en el tablero.
—¿Y no ha visto a nadie?
—Me parece que no, pero he oído a la paciente de usted sometida a LSD. Me ha parecido que alborotaba mucho, como si estuviera sola.
—Pues no lo estaba. No lo está nunca. De hecho, yo mismo he estado con ella hasta eso de las seis menos veinte. Si usted hubiera salido un poco antes del cuarto de historiales, nos habríamos encontrado.
—Eso si hubiéramos pasado por las escaleras del sótano o si usted hubiera entrado en la sala de historiales. Pero me parece que no he visto a nadie. El superintendente ha seguido insistiendo. Me pregunto si es persona competente. A mí me ha parecido que estaba muy confundido con todo este asunto.
No volvieron a hablar del asesinato, aunque, para el doctor Baguley, el aire del coche estaba muy cargado de preguntas no formuladas. Al cabo de veinte minutos se desvió hacia el domicilio de la señorita Kettle, fuera de Richmond Green y, al bajar ella, se inclinó para abrirle la puerta del coche con gran alivio por su parte. Tan pronto como la hubo perdido de vista, salió del coche y, desafiando el frío y la humedad, abrió la capota. Las siguientes millas transcurrieron a través de un hilo dorado de ojos felinos y parpadeantes que le señalaban el límite de la carretera entre ráfagas de frío viento otoñal. A la salida de Stalling se desvió de la carretera principal hacia el oscuro y poco atractivo pub situado en el fondo de un camino, rodeado por un círculo de olmos. Los chicos bien de Stalling Coombe no lo habían descubierto todavía o lo habían desdeñado en favor de los elegantes pubs que bordeaban aquel cinturón de verdor; nunca había visto sus jaguars aparcados contra los muros de ladrillo oscuro. El salón del bar estaba vacío como siempre, pero se oía un murmullo de voces procedente del otro lado del tabique de madera que lo separaba del sector público. Se sentó junto al fuego, que ardía verano e invierno, alimentado, cómo no, con pestilentes maderas de muebles viejos del tabernero. La sala no era muy acogedora. El viento de levante escupía el humo de la chimenea, el suelo de piedra estaba desnudo y los bancos de madera eran demasiado duros y estrechos para que uno se sintiera cómodo, pero la cerveza estaba fresca y era buena, los vasos estaban limpios y reinaba una especie de sosiego, producto de la desnudez y del aislamiento del local.
—Esta noche llega usted tarde, doctor —dijo George al traerle su pinta.
George le llamaba así desde la segunda vez que había visitado la taberna, pero el doctor Baguley no sabía, ni le importaba saberlo, cómo se había enterado de su profesión.
—Sí —le dijo—. Es que me han entretenido en la clínica.
No dijo más y el hombre volvió a la barra. Entonces se preguntó si había sido prudente. Al día siguiente saldría en todos los periódicos y seguro que en el bar se hablaría de ello. Sería natural que George dijera: «El doctor estuvo aquí el viernes, como siempre. No dijo nada del asesinato…, pero me pareció preocupado».
¿Resultaba sospechoso no decir nada? ¿Acaso no era más natural que un hombre inocente quisiera hablar de un caso de asesinato en el que nada tenía que ver? De pronto la habitación le pareció sofocante y toda la paz desapareció, engullida por la angustia y la inquietud. Se lo diría a Helen de todos modos, y cuanto antes lo supiera, mejor.
Sin embargo, a pesar de que condujo con rapidez, eran más de las diez cuando llegó a su casa y distinguió la luz en la habitación de Helen a través de la alta barrera de hayas. Había subido sin esperarle y eso era siempre mala señal. Aparcó el coche y se preparó para lo que le esperaba. Stalling Coombe estaba muy tranquilo. Era una pequeña urbanización privada con casas de arquitectura de diseño, construidas al estilo tradicional y rodeadas todas ellas de un espacioso jardín. La urbanización tenía poco contacto con el pueblo vecino de Stalling y era como un oasis próspero de las afueras cuyos habitantes, unidos por lazos de prejuicios y esnobismos comunes, vivían como exiliados, decididos a preservar las buenas costumbres de la civilización contra el viento y la marea de una cultura ajena. Baguley había comprado la casa hacía quince años, poco después de su boda. El lugar ya le había disgustado entonces y los últimos años le habían enseñado hasta qué punto era erróneo desconfiar de las primeras impresiones. Pero a Helen le había encantado y como Helen estaba embarazada entonces, había una razón más para intentar tenerla contenta. Para Helen, aquella espaciosa casa imitación Tudor, había representado mucho. Tenía un roble inmenso en el césped de la parte delantera («el sitio ideal para poner el cochecillo del niño en los días calurosos»), un vestíbulo muy espacioso en la entrada («a los niños les encantará para sus futuras fiestas») y la urbanización era tranquila («con tanta paz para ti, querido, después de Londres y de todos esos horribles pacientes»).
Pero el embarazo había terminado en aborto y ya nunca más habían tenido la esperanza de ser padres. ¿Acaso habría sido distinto si lo hubiesen sido? ¿Acaso la casa habría dejado de ser una carísima fosa de esperanzas perdidas? Sentado tranquilamente en el coche, mirando el siniestro cuadrado de la ventana iluminada, el doctor Baguley pensaba que todos los matrimonios infelices eran fundamentalmente parecidos. Helen y él no eran distintos de los Worriker. Permanecían juntos porque creían que se sentirían menos desgraciados juntos que separados. Cuando las tensiones y las miserias del matrimonio fueran más importantes que los gastos, inconvenientes y traumas de una separación legal, entonces se separarían. Nadie en su sano juicio podía seguir soportando lo intolerable. Para él sólo había existido una única razón válida y absoluta para el divorcio: la esperanza de casarse con Fredrica Saxon. Pero ahora que ya había perdido toda esperanza, podía muy bien seguir soportando un matrimonio que, a pesar de todas sus tensiones, por lo menos le hacía sentir la cómoda ilusión de creerse necesario. Despreciaba la imagen de su vida privada: el absurdo predicamiento del psiquiatra incapaz de tener unas relaciones personales satisfactorias. Pero, por lo menos, algo se había salvado del matrimonio, tal vez un vago sentimiento de ternura y de compasión que le permitía ser amable casi todo el tiempo.
Cerró con llave los portones del garaje y se dirigió hacia la puerta principal atravesando el ancho terreno de césped. El jardín tenía un aspecto abandonado. Resultaba caro de mantener y a Helen no le interesaba demasiado. De hecho, habría sido mucho mejor en todos los aspectos que se lo hubieran vendido todo y hubieran comprado una casa más pequeña. Pero Helen no quería ni oír hablar de vender, porque era tan feliz en Stalling Coombe que desconfiaba de serlo en otro lugar. Su escasa y poco exigente vida social le proporcionaba una apariencia de seguridad. Su existencia de cocktail y canapé, la ocurrente charla de aquellas mujeres elegantes, delgadas y malgastadoras, el cotilleo acerca de las iniquidades de las criadas extranjeras y de las chicas au pair, las lamentaciones en torno a las tarifas y calificaciones escolares y a la grosera ingratitud de los jóvenes, eran preocupaciones que ella podía comprender o compartir. Baguley había descubierto con dolor hacía mucho tiempo que era en su relación con él donde se sentía menos a gusto.
Se preguntaba cómo se las arreglaría para comunicarle de la mejor manera posible la noticia del asesinato de la señorita Bolam. Helen sólo la había visto una vez, aquel miércoles en la clínica, y nunca supo lo que se habían dicho. Sin embargo, aquel encuentro breve y catalítico había establecido una especie de intimidad entre las dos. ¿O acaso se trataba de un pacto de ofensiva dirigido contra él? Pero seguro que no había surgido por cuenta de la señorita Bolam dado que su actitud con él no había cambiado en absoluto. Es más, estaba convencido de que contaba con su apoyo más que la mayoría de los psiquiatras. Con él se había mostrado siempre dispuesta a cooperar, servicial y correcta. Fue sin malicia, sin afán de venganza y sin que a él le desagradara particularmente, que había llamado a Helen a su despacho un miércoles por la tarde y, en media hora de conversación, había destruido la mayor felicidad que él había conocido en su vida. En ese momento apareció Helen en lo alto de las escaleras.
—¿Eres tú, James? —preguntó.
Durante quince años le había estado recibiendo todas las noches con aquella pregunta innecesaria.
—Sí. Siento llegar tarde y lamento no haberte podido decir nada por teléfono, pero es que ha ocurrido algo horroroso en la clínica y Etherege ha considerado más conveniente que se hablara del asunto lo menos posible. Enid Bolam ha sido asesinada.
Su mente sólo había retenido el nombre del director.
—¡Henry Etherege! ¿Quién iba a ser si no? ¡Claro!, como él vive en la calle Harley con el servicio ideal y con el doble de nuestros ingresos… Me debe de tener en bien poca consideración reteniéndote en la clínica hasta estas horas. ¡Como su mujer no está sola en su casa en pleno campo hasta que él decide volver a casa!
—No ha sido por Henry por lo que he tenido que quedarme, ya te lo he dicho. Han asesinado a Enid Bolam y la policía se ha pasado casi toda la tarde en la clínica.
Esta vez sí que lo había oído. Vio claramente que suspiraba profundamente y que sus ojos se entrecerraban al bajar las escaleras arropándose con el camisón.
—¿Que han matado a la señorita Bolam?
—Sí, la han asesinado.
Se quedó inmóvil, como si estuviera pensando, y luego preguntó sosegadamente.
—¿Cómo ha sido?
Mientras se lo contaba, ella no dijo palabra. Luego permanecieron de pie, uno frente al otro, mientras él se preguntaba, inquieto, si debía acercarse a ella y dedicarle algún gesto de consuelo o de compasión. Pero ¿por qué de compasión? Al fin y al cabo, ¿qué había perdido Helen? Cuando su mujer volvió a hablar, su voz sonó fría como el metal.
—No os gustaba a ninguno, ¿no es cierto? ¡A ninguno!
—¡Eso es ridículo, Helen! La mayor parte de nosotros apenas la trataba, excepto a veces como oficial administrativa.
—Esto tiene todo el aspecto de ser un trabajo de alguien de dentro, ¿no?
Le sorprendió que utilizara aquella jerga tan policial.
—En apariencia, sí; pero no sé qué opinará la policía —dijo lacónicamente.
—¡Oh, imagino lo que estará pensando la policía! —dijo riendo con amargura.
Se quedó callada de nuevo.
—¿Y tú, dónde estabas? —le preguntó de pronto.
—Ya te lo he dicho. En la guardarropía del equipo médico.
—¿Y Fredrica Saxon?
Ahora ya era inútil esperar que surgiera de él el más mínimo gesto de compasión o de ternura, puesto que incluso le resultaba difícil controlarse.
—Estaba en su despacho, evaluando un Rorschach. Y por si te sirve de consuelo —dijo con tranquilidad devastadora—, ninguno de los dos tenemos coartada. De todos modos, si tienes la esperanza de colgarle este asesinato a Fredrica o de colgármelo a mí, necesitarás más inteligencia de la que te concedo. Es poco probable que el superintendente atienda a una mujer neurótica que sólo actúa por despecho. Ha visto a demasiadas de esta categoría. ¡Pero inténtalo, mujer! ¡A lo mejor tienes suerte! ¿Por qué no te acercas y miras si tengo manchas de sangre en la ropa?
Extendió sus manos hacia ella, con el cuerpo temblándole de rabia. Helen le dirigió una mirada y, asustada, dio media vuelta y subió escaleras arriba tambaleándose, tropezando con el camisón y llorando como una chiquilla. Él la siguió con la mirada, con el cuerpo frío, cansado, hambriento y, al mismo tiempo, asqueado de sí mismo. Tendría que volver junto a ella, arreglar de alguna manera el desaguisado. Pero no hacía falta que fuera en seguida, de inmediato. Primero necesitaba una copa. Permaneció un momento apoyado en el pasamano.
—¡Ay, Fredrica, querida Fredrica…! ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué? —dijo con un cansancio infinito.
La hermana Ambrose vivía con una amiga enfermera, mayor que ella, con la que había estudiado hacía treinta y cinco años y que se había jubilado hacía poco. Se habían comprado una casa en Gidea Park, en la que habían estado viviendo juntas durante los últimos veinte años gracias a los ingresos comunes, cómodamente y en feliz armonía. Ninguna de las dos se había casado y ninguna de las dos se arrepentía de ello. Alguna vez, en el pasado, habían soñado con los hijos, pero la observación de la vida familiar de sus parientes las había convencido de que el matrimonio, a pesar de que la creencia general fuera contraria, había sido concebido para beneficiarse los hombres a expensas de las mujeres y que la misma maternidad no era una felicidad sin sombras. Bien es verdad que ese convencimiento nunca había sido sometido a prueba, desde el momento en que ninguna de las dos había recibido nunca ninguna proposición. Como todo profesional de una clínica psiquiátrica, la hermana Ambrose era consciente de los peligros de la represión sexual, pero nunca se le había ocurrido pensar que también pudieran ser válidos para ella. Seguramente, si las hubiera analizado críticamente, habría desechado la mayoría de las teorías de los psiquiatras como algo peligroso y sin sentido. Sin embargo, la hermana Ambrose había aprendido a pensar en los médicos como seres que sólo se encuentran un grado por debajo de Dios. Como Dios, actuaban de un modo misterioso para realizar sus milagros y, al igual que Dios, no estaban sujetos a críticas abiertas. Bien es verdad que algunos eran más misteriosos que otros en sus métodos, pero seguía siendo privilegio de las enfermeras ayudar a esos dioses menores, animar a los pacientes para que confiaran en su tratamiento, especialmente cuando el éxito parecía dudoso, y practicar la virtud profesional básica de la lealtad completa.
—Siempre he sido leal con los médicos —era un comentario que se oía con mucha frecuencia en Acacia Road, Gidea Park.
La hermana Ambrose solía decir que las enfermeras jóvenes que a veces trabajaban en la Clínica Steen como interinas durante las vacaciones habían sido instruidas de acuerdo con una tradición menos acomodaticia, pero tenía un concepto bastante malo de la mayor parte de las enfermeras jóvenes y todavía peor de la enseñanza moderna.
Como siempre, tomó la línea central en dirección a Liverpool Street, luego hizo trasbordo y se montó en un tren eléctrico de la línea suburbana este y, al cabo de veinte minutos, entraba en la pulcra casita adosada que compartía con la señorita Beatriz Sharpe. Sin embargo, aquella noche puso la llave en la cerradura sin antes inspeccionar el jardín de la parte delantera, como era su costumbre, sin echar una ojeada crítica a la pintura de la puerta e incluso sin pensar, como solía hacer, en el aspecto general de la propiedad y en la gratificante inversión que había supuesto su compra.
—¿Eres tú, Dot? —preguntó la señorita Sharpe desde la cocina—. Llegas tarde.
—Es un milagro que no haya tardado más. Se ha cometido un asesinato en la clínica y la policía nos ha tenido allí hasta la noche. Me parece que todavía siguen allí. Me han tomado las huellas dactilares, al igual que al resto del personal.
La hermana Ambrose hablaba deliberadamente en un tono indiferente, pero el efecto de la noticia resultó gratificante. No esperaba menos. No todos los días tenía una algo tan emocionante que contar y, mientras estaba en el tren, se había pasado un buen rato ensayando el mejor modo de dar la noticia con el máximo efecto. La frase elegida expresaba de un modo conciso los detalles más sobresalientes. De momento olvidaron la cena. Murmurando por lo bajo que la cacerola podía esperar, la señorita Sharpe sirvió dos copas de jerez, excelente contra los sustos, y se instaló en la sala de estar, dispuesta a escuchar la versión completa de los hechos. La hermana Ambrose, que en la clínica tenía fama de taciturna y discreta, era mucho más afable en casa y no pasó mucho tiempo antes de que la señorita Sharpe se pusiera al corriente de todos los detalles del asesinato que su amiga fue capaz de contarle.
—¿Y tú quién crees que ha sido, Dot? —preguntó la señorita Sharpe, al tiempo que volvía a llenar las copas (extravagancia sin precedentes) y consagraba su mente al análisis—. Tal como yo lo veo —añadió—, el asesinato tiene que haberse producido entre las seis y veinte, hora en que has visto a la señorita Bolam bajar las escaleras del sótano, y las siete, hora en que se ha descubierto el cadáver.
—¡Mujer, esto es evidente! Por eso el superintendente me ha preguntado tantas veces si estaba segura de la hora. Soy la última persona que la ha visto con vida, de eso no cabe duda. Hacia las seis y cuarto la señora Belling ha terminado el tratamiento y ya estaba lista para marcharse a su casa, de modo que he ido a la sala de espera para decírselo a su marido. Siempre se pone muy nervioso con la hora, porque tiene un horario nocturno y tiene que comer y estar en el trabajo a las ocho. Por eso he mirado el reloj y he visto que eran justo las seis y veinte. En el momento en que yo salía de la sala de T.E.C., la señorita Bolam pasaba por allí de camino hacia las escaleras del sótano. El superintendente me ha preguntado por su aspecto y si me había dicho algo. Pero no, no me había dicho nada y, que yo recuerde, tenía el mismo aspecto de siempre.
—¿Cómo es el hombre ese? —preguntó la señorita Sharpe mientras su mente empezaba a poblarse de imágenes de Maigret y del inspector Barlow.
—¿El superintendente? Pues muy educado, tengo que admitirlo. Tiene una cara enjuta y huesuda y es muy moreno. No le he dicho demasiado. Se notaba que está acostumbrado a ganarse a la gente. La señora Shorthouse ha estado con él horas y horas y estoy segura de que le ha sonsacado un montón de cosas. Pero yo no le he seguido el jueguecito. ¡Ah no! Siempre he sido fiel a la clínica.
—Pero de todos modos, Dot, se trata de un asesinato…
—En eso tienes toda la razón, Bea, pero ya sabes lo que pasa en la Clínica Steen. Ya hay bastantes habladurías para que yo vaya a añadir más. A ninguno de los médicos le caía bien, ni a los que no son médicos, que yo sepa. En cualquier caso, he mantenido la boca cerrada, y si los demás tienen un poco de sentido común, harán como yo.
—Bueno, quizá tengas razón. Además, tienes una coartada, si es que has estado todo el rato en la sala de T.E.C. con la doctora Ingram.
—Por supuesto. Shorthouse, Cully, Nagle y la señorita Priddy también estaban juntos. Nagle ha salido con el correo después de las seis y cuarto y los demás han estado juntos. Pero no estoy muy segura de lo que estaban haciendo los médicos y es una lástima que el doctor Baguley saliera de la sala de T.E.C. después del tratamiento de la señora Belling. Claro que nadie en su sano juicio sospecharía de él, pero no deja de ser mala suerte. Mientras estábamos esperando a la policía, la doctora Ingram ha sugerido que sería mejor que nadie lo comentara. ¡En menudo lío meteríamos al doctor Baguley con ese tipo de mentiras! Yo he hecho como que no la entendía, le he lanzado una de mis miradas y le he dicho: «Estoy segura de que si todos decimos la verdad, doctora, los inocentes no tienen nada que temer». Esto la ha dejado calladita. Así que eso es lo que he hecho; decir la verdad. Ni más ni menos. Si lo que quiere la policía son habladurías, para eso ya tiene a la señora Shorthouse.
—¿Y qué me dices de la enfermera Bolam? —preguntó la señorita Sharpe.
—Pues es precisamente Bolam la que me preocupa. Estaba en el mismo lugar del crimen y no puede decirse que una paciente de LSD sirva de coartada a nadie. El superintendente ha pensado en ella en seguida y ha tratado de sonsacarme. ¿Estaban en buenas relaciones la señorita Bolam y su prima? Seguro que trabajaban en la Clínica Steen para estar juntas, ¿no? Eso cuéntaselo a tu abuela, he pensado, pero me he estado bien calladita. De todos modos, ya se veía por dónde iban los tiros. En realidad, la cosa sigue su lógica. Todos sabemos que la señorita Bolam tenía dinero y, si no lo ha legado al hogar de los gatos, pasará a manos de su prima. Al fin y al cabo, no tenía a nadie más a quien dejarlo.
—No me la imagino legándolo todo al hogar de los gatos —dijo la señorita Sharpe, que tenía una mente muy literal.
—De hecho, no quiero decir eso exactamente. En realidad, nunca prestaba mucha atención a Tigger y eso que se suponía que era suyo. Siempre me ha parecido que esa reacción era típica de la señorita Bolam. Se encontró a Tigger en la plaza prácticamente muerto de hambre y se lo trajo a la clínica. Desde entonces le compraba tres latas de comida por semana, pero nunca lo acariciaba ni le daba de comer. Ni siquiera lo dejaba subir a las salas de arriba. De todos modos, aquella loca de Priddy se pasa la vida en el sótano con Nagle, metida en el cuarto de los vigilantes, acariciando a Tigger, pero nunca he visto que ninguno de los dos le lleve comida. A mí me parece que la señorita Bolam sólo le compraba comida por sentido del deber, pero que, en realidad, los animales no le gustaban. También es posible que haya dejado el dinero a aquella parroquia que le gustaba tanto, o a las Guías.
—Lo normal sería que lo legara a sus parientes —dijo la señorita Sharpe.
La señorita Sharpe tenía muy mal concepto de sus parientes y encontraba mucho que criticar en la conducta de sus sobrinos y sobrinas, pese a lo cual les había legado religiosamente su pequeño capital, lentamente amasado. No le cabía en la cabeza que alguien pudiera dejar el dinero a alguien que no fuera de la familia.
Bebieron un sorbo de jerez en silencio. Las dos barras de la chimenea eléctrica estaban encendidas y el carbón sintético brillaba y titilaba al oscilar la pequeña bombilla que había detrás. La hermana Ambrose miró satisfecha la sala de estar. La lámpara de pie bañaba de luz la alfombra bien cuidada, el cómodo sofá y las sillas. En un rincón estaba el aparato de televisión con sus dos antenas gemelas disfrazadas de flores de largo tallo. El teléfono se escondía debajo de la falda de crinolina de una muñeca de plástico. En la pared de enfrente, encima del piano, colgaba una cesta de mimbre en la que una planta de interior, toda una cascada de verdor, casi tapaba el cortejo nupcial de la sobrina mayor de la señorita Sharpe, cuya fotografía ocupaba un lugar de honor sobre el piano. La hermana Ambrose basaba su bienestar en aquella sensación acogedora e inalterable de los objetos familiares. Por lo menos ellos eran siempre iguales. Ahora que ya había pasado la emoción de la noticia, se sentía muy cansada. Separó sus robustas piernas y se agachó para aflojarse el lazo de los zapatos negros de uniforme, gruñendo un poco debido al esfuerzo. Normalmente solía cambiarse el uniforme tan pronto como llegaba a casa, pero aquella noche no le preocupaba.
—No siempre resulta fácil saber qué es lo mejor —dijo de pronto—. El superintendente ha dicho que cualquier cosa, por insignificante que parezca, puede ser importante. Todo eso me parece muy bien, pero supón que la cosa es importante pero en sentido negativo, supón que da a la policía una idea equivocada.
La señorita Sharpe no era una persona imaginativa ni sensible, pero no había vivido en vano veinte años en la misma casa que su amiga para no reconocer una petición de ayuda en sus palabras.
—Será mejor que me digas lo que te ronda por la cabeza, Dot.
—Bueno, pues la cosa ocurrió el miércoles. Ya sabes cómo es la guardarropía de señoras en la Clínica Steen. Hay un vestíbulo espacioso con el lavabo, las taquillas y los dos baños. La clínica cerró mucho más tarde que de costumbre. Supongo que debían de ser mucho más de las siete cuando fui a lavarme. Pues bien, yo estaba en el baño, cuando la señorita Bolam entró en el vestíbulo de la entrada. La enfermera Bolam estaba con ella. Yo me figuraba que ya se habían marchado a casa, pero supongo que la señorita Bolam debía de necesitar algo de la taquilla y la enfermera entró con ella. Seguramente salían del despacho de la oficial administrativa, porque era evidente que habían estado hablando y que seguían hablando de lo mismo. No pude evitar oírlas. Ya sabes cómo son esas cosas. Supongo que habría podido toser o tirar de la cadena, pero cuando se me ocurrió, ya era demasiado tarde.
—¿De qué discutían? —preguntó su amiga—. ¿De dinero?
Según propia experiencia, el dinero era la causa más frecuente de las disensiones familiares.
—Bueno, eso parecía. No hablaban muy alto y, por suerte, yo no traté de escuchar. Debían de haber estado hablando de la madre de la enfermera Bolam… tiene una esclerosis diseminada, ya sabes, y ahora tiene que guardar cama… porque oí que la señorita Bolam dijo que lo sentía mucho, que ella hacía todo lo que podía y que sería más sensato que Marion aceptara la situación y pusiera el nombre de su madre en una lista de espera para conseguir una cama en el hospital.
—Me parece muy razonable. No se pueden cuidar estos casos en casa indefinidamente, a no ser que se abandone el trabajo y que se quede una junto al enfermo todo el día.
—No creo que Marion Bolam pudiera permitírselo. Bueno, pues la cuestión es que empezó a discutir y a decir que su madre acabaría en un pabellón geriátrico lleno de ancianas seniles y que Enid tenía el deber de ayudarlas porque eso es lo que su propia madre habría querido. Luego dijo algo acerca del dinero que heredaría si Enid muriera y de lo bien que les iría tener un poco ahora, cuando tanta falta les hacía.
—¿Y qué dijo la señorita Bolam a todo esto?
—Eso es lo que me preocupa —dijo la hermana Ambrose—. No puedo recordar sus palabras con exactitud, pero vino a decir que Marion no debía confiar en obtener ni un penique siquiera de su dinero, porque tenía la intención de modificar el testamento. Dijo que pensaba comunicárselo a su prima sin tapujos tan pronto como lo decidiera. También habló de la gran responsabilidad que representaba ese dinero y de lo mucho que había rezado para que alguien la ayudara a tomar la decisión más conveniente.
La señorita Sharpe hizo una mueca de desdén. Le parecía imposible que el Todopoderoso pudiera aconsejar jamás a alguien que dejara su dinero a una persona que no fuera de la propia familia. La señorita Bolam tenía que ser por fuerza una persona que no sabía rezar o había malinterpretado voluntariamente las instrucciones divinas. La señorita Sharpe no estaba segura de aprobar la oración. Hay cosas que una tiene que ser capaz de interpretar por sí misma. Con todo, comprendía el dilema de su amiga.
—Si esto saliera a la luz, sería muy perjudicial para ella, de eso no cabe duda —admitió.
—Creo conocer a Bolam bastante bien, Bea, y esa chiquilla es incapaz de matar una mosca. La sola idea de que haya podido asesinar a una persona es ridícula. Ya sabes lo que pienso de las enfermeras jóvenes en general. Pues bien, te aseguro que no me importaría que Bolam me sucediera cuando me jubile el año que viene, y eso ya es mucho decir. Confío en ella plenamente.
—A lo mejor tú sí, pero quizá la policía no pensaría lo mismo. ¿Por qué habría de hacerlo? Seguramente es la sospechosa número uno. Estaba en el escenario del crimen, no tiene coartada y, como tiene conocimientos médicos debe de saber dónde está el punto más vulnerable del cráneo y también dónde debía clavar el escoplo. Sabía que Tippet no iba a estar en la clínica y, encima, esto que me acabas de contar.
—No sería lo mismo si se tratara de una pequeña suma de dinero —la hermana Ambrose se inclinó hacia adelante y bajó el tono de voz—, pero creo haber oído que la señorita Bolam hablaba de treinta mil libras. ¡Treinta mil libras, Bea! ¡Sería como acertar en las quinielas!
La señorita Sharpe se impresionó a pesar suyo, y se limitó a decir que la gente que seguía trabajando y tenía treinta mil libras es que estaba loca de remate.
—¿Tú qué harías, Bea? ¿Crees que debería decir que oí lo que te acabo de contar?
La hermana Ambrose, mujer sumamente independiente y acostumbrada a decidir sus propios asuntos, reconocía que esa decisión estaba por encima de sus posibilidades, por lo que pasó la mitad del peso de la decisión a su amiga. Ambas eran conscientes de que aquel momento era único. Nunca dos amigas se habían pedido menos cosas una a la otra. La señorita Sharpe permaneció sentada en silencio unos instantes.
—No, por lo menos de momento —dijo—. Al fin y al cabo, es colega tuya y confías en ella. No es culpa tuya que captases algo de la conversación, porque la verdad es que la oíste a medias. Fue pura casualidad. Yo que tú trataría de olvidarla. De todos modos, la policía se acabará enterando del testamento de la señorita Bolam y de si lo ha modificado o no. En cualquier caso, la enfermera Bolam será sospechosa, y si las cosas acabaran por llegar a juicio… y date cuenta de que no he hecho sino apuntar la posibilidad… bueno, pues supongo que no te querrás ver envuelta en ellas. Recuerda a esas enfermeras del caso de Eastbourne, la de horas que se pasaron en el estrado. Seguro que no querrás este tipo de publicidad.
Por supuesto que no, pensó la hermana Ambrose. Su imaginación reprodujo la escena con todo realismo. El señor fulanito de tal llevaría el proceso; un hombre alto, de nariz aguileña, que fijaría su terrible mirada en ella, con los pulgares colgando por encima de la faja de la toga.
—Y ahora, hermana Ambrose —diría—, quizás quiera contarle usted a su Señoría y al jurado qué estaba usted haciendo cuando oyó, por casualidad, esa conversación entre la acusada y su prima.
Risitas ahogadas en la sala. El juez, figura aterradora vestida de rojo y con peluca blanca, se inclinaría hacia adelante desde su asiento.
—Si las risas continúan, ordenaré que desalojen la sala.
Silencio. El señor fulanito de tal volvería a la carga.
—¿Y bien, hermana Ambrose…?
No, es evidente que no podía gustarle aquel tipo de publicidad.
—Creo que tienes razón, Bea —dijo—. Al fin y al cabo, el superintendente no me ha preguntado exactamente si había oído alguna conversación entre ellas.
De hecho, no lo había hecho y, con un poco de suerte, no lo haría.
La señorita Sharpe pensó que ya era hora de cambiar de tema.
—¿Cómo se lo ha tomado el doctor Steiner? —le preguntó—. Siempre has dicho que hacía lo posible para que trasladaran a Bolam a otro centro.
—¡Ah, ésa es otra! Estaba terriblemente afectado. Ya te he dicho que estaba con nosotras cuando hemos examinado el cadáver por primera vez. Pues bien, ¿sabes que apenas podía controlarse? Ha tenido que ponerse de espaldas y he visto que le temblaban los hombros. Creo que estaba llorando. Nunca lo había visto tan afectado. La gente te sorprende con sus reacciones, ¿no te parece, Bea?
Era un grito vehemente de enfado y protesta. ¡La gente era sorprendente! Una se figuraba que conocía a una persona porque trabajaba con ella, a veces años y años, porque pasaba más rato con ella que con la familia o con los amigos más íntimos, porque conocía cada una de las arrugas de su cara… y luego resultaba que esa persona siempre se había reservado algo, que había sido tan secreta como el doctor Steiner, que había llorado ante el cadáver de una mujer que nunca le había gustado. O tan reservado como el doctor Baguley, que durante años había mantenido una relación amorosa con Fredrica Saxon sin que nadie lo supiera hasta que la señorita Bolam se enteró y se lo contó a la mujer de él. O tan reservada como la señorita Bolam, que se había llevado a la tumba Dios sabe qué secretos… la señorita Bolam, la sosa, la corriente y adocenada Enid Bolam, que había despertado hasta tal punto el odio de cierta persona que había terminado con un escoplo clavado en el corazón. Tan reservada como esa persona desconocida, pero miembro del personal de la casa, que estaría en la clínica el lunes por la mañana, vestida como siempre, hablando y sonriendo como siempre, pese a haber cometido un asesinato.
—¡Maldito villano sonriente! —soltó la hermana Ambrose de pronto.
Estaba convencida de que la frase era una cita de alguna obra de teatro, seguramente de Shakespeare, pues la mayoría de las citas lo eran. Sin embargo, aquella malevolencia contenida le iba bien a su estado de ánimo.
—Lo que necesitas es comer —dijo la señorita Sharpe con convicción—. Algo ligero, pero nutritivo. Podríamos guardar lo de la cacerola para mañana por la noche y comernos simplemente unos huevos pasados por agua.
Estaba esperándole a la entrada del parque St. James, tal como suponía. Al cruzar el Mall y ver aquel cuerpo esbelto inclinado con un cierto desconsuelo junto al monumento conmemorativo de la guerra, Nagle casi se apiadó de la chica. Era una noche terriblemente fría para andar por ahí. Pero las primeras palabras que pronunció ahogaron su compasión.
—Podíamos habernos encontrado en otro sitio. A ti te va la mar de bien, claro, como te pilla de camino hacia tu casa…
—Vente al piso, entonces —dijo él con suavidad—. Podemos tomar un autobús.
—No, al piso no. Esta noche, no.
Él sonrió en la oscuridad y los dos desaparecieron juntos entre las oscuras sombras de los árboles. Caminaban un poco separados, pero ella no hizo ningún movimiento para acercarse a él, que observó su perfil tranquilo del que había desaparecido toda huella de llanto. Parecía estar tremendamente cansada.
—El superintendente es muy atractivo, ¿no te parece? —soltó ella de pronto—. ¿Crees que sospecha de nosotros?
Ya volvía a estar con lo mismo, tratando de que la tranquilizase, dando muestras de aquella necesidad infantil de sentirse protegida, pese a lo cual su voz denotaba despreocupación.
—¡Pero por el amor de Dios! ¿Por qué tendría que sospechar? —dijo abruptamente—. Yo estaba fuera de la clínica cuando ha sido asesinada, lo saben tan bien como yo.
—Pero yo no, yo estaba allí.
—Nadie va a sospechar de ti durante mucho tiempo. Los médicos ya se encargarán de ello. Ya hemos hablado bastante de todo esto. Nada puede salir mal si no pierdes la cabeza y atiendes a lo que voy a decirte. Te explicaré qué quiero que hagas.
Lo escuchaba con la docilidad de una niña, pero tenía un aspecto tan cansado y su cara era tan inexpresiva que le parecía una extraña. Se preguntaba perezosamente si algún día conseguirían librarse uno del otro y, de pronto, advirtió que la víctima, en realidad, no era ella.
Al llegar al lago se detuvieron y miraron las aguas. A través de la oscuridad les llegaba, amortiguado, el parpar y aletear de los patos. Podía oler la brisa del anochecer, salada como el viento marino. Tembló. Al volverse para observar el rostro de la chica, ahora demacrada por el cansancio, surgió otra imagen en su imaginación: unas cejas anchas bajo una cofia de enfermera, una franja de pelo rubio y unos ojos grises y enormes que no dejaban traslucir nada. Para probar, empezó a dar vueltas a una nueva idea. Claro que podía acabar en nada. Era muy fácil que acabara en nada, pero el cuadro estaría terminado muy pronto y podría librarse de Jenny. Dentro de un mes estaría en París, pero París sólo estaba a una hora de avión y vendría de visita a menudo. Con Jenny fuera de su camino y una nueva vida a su alcance, valdría la pena intentarlo. Al fin y al cabo, había peores destinos que casarse con un heredera de treinta mil libras.
La enfermera Bolam entró en la estrecha casa con galerías del número 17 de Rettinger Street N.W. 1, de la que salió a recibirla aquel olor tan familiar de la planta baja, compuesto de una mezcla de manteca para cocinar, cera de muebles y orina rancia. El cochecillo de los gemelos estaba detrás de la puerta, con su mantita manchada colgada de la barra. El olor a comida era menos intenso que otras veces. Aquella noche ella llegaba muy tarde y los inquilinos de la planta baja ya debía de hacer mucho rato que habían terminado de cenar. Desde la parte de atrás de la casa llegaban los débiles sollozos de uno de los niños, prácticamente sofocados por el ruido de la televisión. Podía oír el himno nacional. La B.B.C. daba por terminada la emisión del día.
Subió hasta el primer piso. Allí apenas se olía a comida, ya que la vaharada se confundía con el penetrante tufo a desinfectante doméstico. La inquilina del primer piso eran tan adicta a la limpieza como lo era a la bebida la del sótano. Había la nota de costumbre en el alféizar de la ventana. Aquella noche rezaba: «No deje aquí sus sucias botellas de leche. Esta ventana es privada. Eso le incluye a usted». A pesar de lo avanzado de la hora, desde detrás de la rutilante puerta de color marrón le llegaba el rugido de una aspiradora funcionando a todo gas.
Ya había llegado a la tercera planta, a su piso. Se detuvo en el último peldaño del último tramo de escaleras y vio, como si lo mirara con ojos ajenos, su patético intento de mejorar el aspecto del lugar. Las paredes estaban pintadas de blanco, las escaleras estaban cubiertas por una alfombra de droguete gris y, en la puerta, de un amarillo limón rutilante, había una aldaba de latón en forma de cabeza de rana. En la pared, cuidadosamente colocados uno encima de otro, había tres grabados de flores que había comprado en el mercado de Berwick Street. Siempre se había sentido satisfecha del resultado de su labor hasta aquella noche. Realmente había conseguido dar a la entrada un cierto aire distinguido. Algunas veces había pensado que algunas visitas, la señora Bostock de la clínica, por ejemplo, o incluso la hermana Ambrose, podían, con toda tranquilidad, ser invitadas a tomar café a su casa sin necesidad de que tuviera que disculparse o dar explicaciones. Pero aquella noche, libre, sí, gloriosamente libre para siempre del autoengaño de la pobreza, podía ver su piso tal como realmente era: sórdido, oscuro, poco ventilado, maloliente y deprimente. Por primera vez, aquella noche podía reconocer con toda tranquilidad lo mucho que odiaba todos y cada uno de los ladrillos del número 17 de la calle Rettinger.
Caminaba sin hacer ruido, porque no se sentía preparada para entrar. Había tenido tan poco tiempo para pensar, para planearlo todo… Sabía exactamente qué vería cuando abriera la puerta del cuarto de su madre. La cama estaba arriba junto a la ventana. En los atardeceres de verano, la señora Bolam podía tumbarse en ella y admirar la puesta de sol bajo una constelación de tejados inclinados y chimeneas retorcidas, con las torrecillas de la estación del St. Pancras en el horizonte oscureciéndose sobre un cielo encendido. Aquella noche las cortinas estarían corridas. La enfermera de barrio habría acostado a su madre, habría dejado el teléfono y el portátil sin cable encima de la mesita de noche, junto con el timbre con el que, en caso de apuro, habría podido pedir ayuda a la inquilina del piso de abajo. La lamparilla de noche de su madre estaría encendida, una pequeña mancha de luz en medio de la penumbra. Al otro extremo de la habitación habría una barra de la estufa encendida, sólo una, la minuciosamente calculada cuota de confort permitida para una noche de octubre. Tan pronto como abriera la puerta, los ojos de su madre se fijarían en los suyos, brillantes de alegría y de emoción. Y una vez más tendría que oír aquellos efusivos saludos intolerables y las mismas preguntas sobre lo ocurrido durante el día.
—¿Has tenido un buen día en la clínica, querida? ¿Por qué llegas tarde? ¿Ha ocurrido algo?
¿Y cómo podría responder a aquella pregunta?
—Nada de importancia, mamá, excepto que han apuñalado el corazón de la prima Enid y que finalmente vamos a ser ricas.
¿Y qué quería decir con aquello? Dios santo, ¿qué no quería decir? Que se habían acabado los olores a cera y a pañales. Que ya no había necesidad de mostrarse conciliadora con la arpía del segundó piso, por si acaso alguna vez tenía que contestar al timbre de su madre. Que ya no había que mirar el contador de la electricidad y preguntarse si hacía suficiente frío para encender una barra más de la estufa. Que ya no había que dar gracias a su prima Enid por sus generosos cheques dos veces al año, el primero de diciembre, que hacía tan distinta la Navidad, y el otro a finales de julio, que pagaba el coche alquilado y aquel hotel carísimo que cuidaba de los inválidos que podían permitirse pagar el hecho de ser un estorbo. Que ya no había ninguna necesidad de contar los días, de mirar el calendario, de preguntarse si Enid también le haría el favor aquel año. Ya no era necesario aceptar el cheque con la gratitud de rigor para esconder tras los ojos bajos todo el odio y el resentimiento que la habría empujado a rasgarlo y a tirarlo contra aquel rostro complacido, vulgar y condescendiente. Ya no sería necesario volver a subir aquellas escaleras nunca más, porque ahora podrían tener una casa en aquel sitio de las afueras del que su madre le había hablado, una de las zonas de las afueras con mayor clase y, claro está, lo suficientemente cerca de Londres para poder viajar hasta la clínica con comodidad —porque no sería prudente dejar el trabajo hasta que realmente ya no fuera necesario— y lo suficientemente lejos para tener un pequeño jardín y, quizás, incluso un pequeño atisbo del campo. A lo mejor, hasta podrían permitirse un coche pequeño y podría aprender a conducir. Y después, cuando ya no pudiera dejar sola a su madre, podrían estar juntas. Significaba el final de aquella incertidumbre constante frente al futuro. Ya no había ninguna razón para imaginar a su madre en un pabellón de enfermos crónicos, atendida por desconocidos sobrecargados de trabajo, rodeada de seniles y de incontinentes, esperando el desesperanzado final. Y el dinero podría comprar, además, cosas menos vitales, pero que no por ello dejaban de ser placeres. Podría comprarse ropa. Ya no tendría que esperar las rebajas dos veces al año si quería un traje de cierta calidad. Podría ir bien vestida, realmente bien vestida, con la mitad del dinero que Enid gastaba en aquellas faldas y aquellos trajes detestables que llevaba y que seguramente atiborraban los armarios de su piso de Kensington. Alguien tendría que encargarse de clasificar su ropa, pero ¿quién la querría? ¿Quién querría algo que hubiera pertenecido a la prima Enid? Sólo el dinero. Sólo el dinero. ¡Sólo el dinero! Sin embargo, quizás ya hubiera escrito la carta a su abogado diciéndole que quería cambiar el testamento. ¡Era imposible! La enfermera Bolam quiso vencer el pánico que la invadía y se obligó una vez más a considerar aquella posibilidad de una manera racional. ¡Había pensado en todo aquello tantas veces! Supongamos que Enid hubiera escrito la carta la noche del miércoles. Muy bien, supongamos que lo hubiese hecho. Habría sido demasiado tarde para entrar en el correo de la tarde, de modo que la carta no se habría recibido hasta aquella misma mañana. Todo el mundo sabe lo mucho que tardan los abogados en hacer las cosas. Aun cuando Enid hubiera insistido en la urgencia del caso y hubiera llegado a tiempo para el correo de la tarde, el testamento no habría podido estar listo todavía para ser firmado. Y aunque lo hubiera estado y esperara ser echado al correo en uno de aquellos sobres gruesos de aspecto oficial, ¿qué importancia tenía? La prima Enid ya no podría firmar nada nunca más.
Volvió a pensar en el dinero, pero no en la parte que le correspondía. Era poco probable que le pudiera devolver la felicidad a esas alturas. Con todo, aunque ahora la detuvieran por asesinato, no podrían impedir que su madre heredara su parte. Nadie podía impedirlo. De todos modos, fuera como fuera, tenía que arreglárselas para conseguir dinero en metálico urgentemente. Todo el mundo sabe que un testamento tarda meses en confirmarse. ¿Parecería sospechoso o insensible ir a ver al abogado de Enid y contarle lo pobres que eran y preguntarle qué se podía hacer? ¿O acaso sería más prudente acudir a un banco? A lo mejor, el abogado la mandaría llamar. ¡Claro!, naturalmente que lo haría. Su madre y ella eran las únicas parientes. Tan pronto como se leyera el testamento, ella podría plantearle con tacto la cuestión de un anticipo. ¿Seguro que le parecería natural? Un anticipo de cien libras no iba a parecerle excesivo viniendo de alguien que estaba a punto de heredar una fortuna de treinta mil libras.
De pronto ya no pudo soportarlo más. La tensión la venció. Ya no era consciente de estar subiendo los pocos peldaños que quedaban ni de introducir la llave en la cerradura. Súbitamente se encontró dentro del piso entrando en la habitación de su madre. Sollozando de miedo y tristeza, llorando como no había llorado desde que era niña, se arrojó sobre el pecho de su madre y aceptó su consuelo y la sorprendente fuerza de aquellas manos frágiles y temblorosas. Aquellos brazos la mecieron como a un bebé. Aquella querida voz arrullaba su tranquilidad y, bajo el barato camisón, olió aquella carne blanda y familiar.
—Tranquilízate, chiquilla. ¡Mi niña! Cálmate. ¿Qué te pasa? ¿Qué ha ocurrido? Anda, cuéntamelo, hijita.
Y la enfermera Bolam se lo contó.
Desde que se había divorciado hacía dos años, el doctor Steiner compartía una casa en Hampstead con su hermana viuda. Disponía de su propia sala de estar y de su cocina, arreglo que hacía posible que Rosa y él se vieran poco y, al mismo tiempo, que pudiera fomentar la ilusión de que se llevaban bien. Rosa desplegaba una gran actividad social y cultural. Su casa era el centro de reunión de toda una caterva de actores en potencia, de poetas de un solo libro, de estetas que pululaban en grupos marginales del mundo de la danza y de escritores más dispuestos a hablar de su arte en una atmósfera acogedora y comprensiva que a practicarlo. Al doctor Steiner no le molestaban y se limitaba a asegurarse de que comían y bebían a expensas de su hermana Rosa, no a las suyas. Era consciente de que su profesión tenía un cierto caché a ojos de su hermana y de que el hecho de poder presentarlo como «mi hermano Paul, el famoso psicoanalista» era de algún modo, para ella, una compensación por el bajo alquiler que iba pagándole a pequeñas dosis y por los pequeños roces propios del parentesco. Habría sido difícil vivir de un modo más económico y confortable, ni siquiera siendo director de banco.
Rosa estaba fuera aquella noche. Resultaba exasperante y muy desconsiderado por parte de ella que no estuviera presente la única noche que él necesitaba de su compañía. Pero eso era típico de Rosa. La criada alemana también había salido, seguramente sin permiso, pues los viernes por la tarde tenía fiesta. Tenía sopa y ensalada preparadas en su cocina, pero el solo esfuerzo de tener que calentar la sopa le parecía excesivo. Los bocadillos que se había comido en la clínica sin placer ninguno le habían quitado el apetito, pero le habían dejado con las ganas de tomar proteínas, preferentemente calientes y apropiadamente cocinadas. Sin embargo, no quería comer solo. Sirviéndose una copa de jerez reconoció la necesidad que tenía de hablar con alguien, fuera quien fuera, sobre aquel asesinato. Como la necesidad era imperativa, pensó en Valda.
Su matrimonio con Valda había estado predestinado al fracaso desde el principio, como todo matrimonio cuando marido y mujer ignoran las necesidades básicas de cada uno y viven en la ilusión de que se entienden perfectamente. El doctor Steiner no se había sentido desgraciado por su divorcio, pero sí incómodo y preocupado al experimentar un sentimiento absurdo de fracaso y de culpabilidad. En cambio, aparentemente, Valda florecía en su libertad. Cuando se conocieron, a él siempre le sorprendió aquel aire de bienestar físico que Valda respiraba. No se evitaban uno al otro, pues ver a su ex marido y a los pretendientes desechados con grandes muestras de amistad y de buen humor era lo que Valda entendía cuando hablaba de «comportamiento civilizado». Al doctor Steiner no le gustaba su ex mujer, ni siguiera la admiraba. A él le gustaba la compañía de las mujeres bien informadas, cultas, inteligentes y fundamentalmente serias, pese a que no correspondieran al tipo de mujeres con las que le gustaba acostarse. Lo sabía todo acerca de aquella molesta dicotomía, porque sus causas habían sido tema central de muchas y carísimas horas pasadas con su psicoanalista. Desgraciadamente, saber es una cosa y cambiar otra muy distinta, como le habrían podido decir también a él algunos de sus pacientes. Y con Valda (bautizada con el nombre de Millicent) había vivido momentos en los que no había deseado ser distinto.
El teléfono estuvo sonando cerca de un minuto antes de que ella lo descolgara y le contara lo de la señorita Bolam bajo un fondo de música y de entrechocar de vasos. Al parecer, el piso estaba lleno de gente. Ni siquiera estaba seguro de que Valda hubiera oído lo que le había dicho.
—¿Qué pasa? —preguntó con irritación—. ¿Estás celebrando una fiesta?
—Sólo son unos pocos amigos. Espera que baje la música. ¿Qué me estabas diciendo?
El doctor Steiner se lo repitió. Esta vez la reacción de Valda fue totalmente satisfactoria.
—¡Asesinada! ¡No me digas! ¡Qué terrible tiene que haber sido para ti, cariño! La señorita Bolam. ¿No es ésa aquella oficial administrativa vieja y pesada a la que tanto odiabas? ¿La que siempre andaba regañándote por tus gastos de viaje?
—Yo no la odiaba, Valda. En cierto modo la respetaba. Era bastante íntegra. Claro que también era un tanto obsesiva, estaba asustada ante las agresiones de su propio subconsciente y, seguramente, era sexualmente frígida…
—Esto es lo que he dicho, cariño. Sabía que no podías soportarla. Ay, Paulie, no irán a pensar que has sido tú ¿verdad?
—Por supuesto que no —dijo el doctor Steiner, que empezaba a arrepentirse de aquel impulso que lo había llevado a confesarse.
—Pero es que tú siempre andabas diciendo que convenía que alguien se desembarazara de ella.
La conversación empezaba a parecer una pesadilla. El tocadiscos seguía martilleando los graves sobre la aguda cacofonía de la fiesta de Valda y el pulso en la sien del doctor Steiner, batía al unísono. Estaba a punto de acometerle uno de sus dolores de cabeza.
—Lo que yo quería decir con esto era que había que trasladarla a otra clínica, no asestarle un golpe en la cabeza con un objeto contundente.
Aquella frase tan vulgar había despertado la curiosidad de Valda. La violencia siempre la había fascinado. El doctor Steiner sabía que, en su imaginación, Valda veía ahora un revoltillo a base de sesos y sangre.
—Cariño, tienes que contármelo todo. ¿Por qué no te pasas por aquí?
—Bueno, eso es lo que pensaba hacer —dijo el doctor Steiner, pero añadió astutamente—; sin embargo, hay uno o dos detalles que no te puedo contar por teléfono y, como tienes una fiesta, resulta bastante complicado. Francamente, Valda, en este momento no me siento muy dado a las relaciones sociales. Estoy a punto de tener uno de mis dolores de cabeza. Todo esto me ha causado una impresión terrible. Al fin y al cabo, puede decirse que yo he descubierto el cadáver.
—¡Pobrecito mío! Mira, concédeme media hora y me libraré de estos amigotes.
Al doctor Steiner le parecía que aquellos amigotes estaban bastante instalados y así se lo dijo.
—¡Qué va! Nos íbamos a marchar todos a casa de Toni y se las pueden arreglar sin mí. Les daré un empujoncito y tú preséntate dentro de una media hora, ¿te parece?
Le parecía de perlas. Después de colgar, el doctor Steiner pensó que tenía el tiempo justo para tomarse un baño y cambiarse de ropa. Pensó en qué corbata se pondría. Su jaqueca parecía haber desaparecido por arte de magia. Justo antes de salir de casa, sonó el teléfono y sintió un espasmo de aprensión. A lo mejor Valda había cambiado de idea con respecto a librarse de sus amigotes y a estar un rato a solas con él. Al fin y al cabo, aquélla había sido una pauta recurrente en su matrimonio. Se sintió molesto al observar que la mano que descolgaba el teléfono no era demasiado firme. Pero se trataba sólo del doctor Etherege, que llamaba para decir que la Junta Médica iba a celebrar una reunión de urgencia al día siguiente a las ocho de la tarde. En su alivio, olvidándose por un momento de la señorita Bolam, el doctor Steiner se salvó por los pelos de preguntar bobamente por qué.
Si Ralfe y Sonia Bostock hubieran vivido en Clapham, su piso habría sido considerado un sótano. Pero como estaba en Hampstead, a media milla precisamente de casa del doctor Steiner, un pequeño letrero de madera, escrito con un gusto impecable, conducía al visitante al piso ajardinado. Pagaban por él casi doce libras semanales, lo que les daba derecho a tener un domicilio socialmente aceptable y les concedía el privilegio de ver una pendiente con hierba desde la ventana de la sala de estar. Habían plantado azafrán y narcisos atrompetados en aquella pendiente y, en primavera, aquellas plantas, que florecían sin apenas sol, por lo menos daban la ilusión de que el piso daba acceso a un jardín. En cambio, en otoño, la vista era menos agradable y la humedad del terreno en pendiente se filtraba en el interior. El piso era ruidoso. Había una guardería dos casas más allá y una familia joven en la planta baja. Ralfe Bostock, sirviendo copas a sus amigos cuidadosamente seleccionados y elevando el tono de voz por encima del alboroto de las pataletas habituales a la hora del baño, solía decir:
—Siento el alboroto. La intelectualidad se dedica a procrear, pero, por desgracia, no a educar a sus retoños.
Era muy dado a los comentarios maliciosos, algunos ingeniosos, pero los repetía demasiado. Su esposa vivía bajo el miedo constante de que repitiera la misma agudeza a la misma persona, ya que pocas cosas había más fatales para el futuro de un hombre que la mala fama de repetir los chistes.
Aquella noche él no estaba en casa; había ido a un mitin político. Sonia aprobaba aquel mitin, que podía ser muy importante para su marido, y no le importaba estar sola. Necesitaba tiempo para pensar. Entró en su dormitorio y se quitó el vestido, lo sacudió con cuidado y lo colgó en el armario, después de lo cual se puso una bata de terciopelo marrón. Luego se sentó delante del tocador y, tras anudarse una cinta de crepé alrededor de la frente, empezó a desmaquillarse. Estaba más cansada de lo que había creído y necesitaba una copa, pero nada podía ahorrarle aquel ritual nocturno. Tenía mucho en que pensar, mucho que planear. Aquellos ojos de un verde grisáceo, rodeados de crema, la miraron serenamente desde el espejo. Inclinándose hacia adelante, examinó los delicados pliegues de piel debajo de cada ojo como buscando las primeras huellas del paso del tiempo. Al fin y al cabo, sólo tenía veintiocho años y no tenía por qué preocuparse todavía. Sin embargo, Ralfe iba a cumplir treinta ese año. El tiempo pasaba y, si querían conseguir algo, no había mucho tiempo que perder.
Pensó en una táctica. La situación exigiría un control cuidadoso y no dejaba espacio para los errores. Sin embargo, ya había cometido uno. No había podido resistir la tentación de abofetear a Nagle, lo que no dejaba de ser un error y probablemente de los graves, algo que se parecía demasiado a un exhibicionismo vulgar cuya finalidad era sentirse segura. Las aspirantes a oficial administrativa no abofeteaban a un vigilante, aunque estuvieran sometidas a tensión, especialmente si querían dar la impresión de competencia serena pero a la vez autoritaria. Recordó la expresión del rostro de la señorita Saxon, pese a que Fredrica Saxon no estaba en situación de censurar a nadie. Era una lástima que el doctor Steiner estuviera presente, pero todo había ocurrido tan aprisa que no estaba realmente segura de que él lo hubiera visto. Priddy, por otra parte, era una chiquilla y no contaba para nada.
Una vez fuera designada para ocupar el puesto, Nagle tendría que marcharse… esto por descontado. En eso también tendría que tener mucho cuidado. Era un insolente tremendo, pero la clínica todavía podía encontrar a otro peor que él y los médicos lo sabían. Un vigilante eficaz hacía las cosas mucho más cómodas, especialmente si era servicial y capaz de llevar a cabo las pequeñas reparaciones necesarias. No sería una maniobra demasiado bien acogida si después había que esperar a que viniera alguien del departamento técnico del centro cada vez que se rompiera la cuerda de contrapeso de una ventana o que se fundiera un fusible. Nagle tendría que marcharse, pero ella se encargaría de encontrarle un buen sustituto antes de tomar ninguna decisión.
En aquel momento lo más importante era conseguir que los médicos apoyaran su nombramiento. Podía estar tranquila en lo tocante al doctor Etherege, y su voz era la que tenía mayor peso. Pero no era el único y, además, como iba a jubilarse al cabo de seis meses, su influencia iría menguando. Si le ofrecieran el puesto a título provisional y todo fuera bien, era posible que la Junta Directiva del hospital no se tomara demasiada prisa en anunciar el puesto. Era casi seguro que esperarían a que se resolviese el asesinato o a que la policía archivara el caso. Sólo dependía de ella consolidar su posición durante aquellos meses. No había que dar nada por sentado, de todos modos, porque siempre que había problemas en algún centro, las juntas solían nombrar a alguien de fuera. En esos casos era más seguro contratar a alguien ajeno a la clínica, libre de la influencia del ambiente. Aquí era donde el secretario podía tener alguna influencia. Había sido una maniobra muy inteligente irle a ver el mes pasado para pedirle consejo acerca de cómo prepararse para obtener el diploma del Instituto de Administradores de Hospital. A él le gustaba que el personal estuviera bien preparado y, dado que era un hombre, se había sentido halagado por el hecho de que le pidieran consejo. Pero no era tonto… y tampoco era necesario que lo fuera, pues ella era una candidata apropiada, tal como lo comprobaría la Junta Directiva del hospital. Y él lo sabía.
Se tumbó en su cama y se relajó, poniendo los pies sobre un almohadón y ocupando su mente con la imagen del éxito. «Mi esposa es oficial administrativa de la Clínica Steen», mucho mejor que: «De hecho, actualmente mi esposa está trabajando como secretaria. En la Clínica Steen, concretamente».
Entretanto, a menos de dos millas de distancia, en un depósito de cadáveres del norte de Londres, el cuerpo de la señorita Bolam, empaquetado como un arenque en una cámara frigorífica, iba poniéndose rígido poco a poco a lo largo de aquella noche de otoño.