Capítulo 3

Y así siguió todo durante un buen rato: el interrogatorio de los pacientes, la transcripción meticulosa de notas, la observación atenta de ojos y manos sospechosas, a la espera de un gesto de vacilación provocado por el miedo o de una reacción tensa ante un cambio inoportuno de tema. Fredrica Saxon ocupó el puesto de Baguley. Dalgliesh advirtió que, al cruzarse los dos en el umbral de la puerta, procuraron no mirarse a los ojos. Se trataba de una mujer de veintinueve años, morena, vital, que vestía de manera simple, que se limitó a dar respuestas escuetas y directas a sus preguntas y que pareció experimentar un placer perverso al señalar que, de seis a siete había estado sola, evaluando tests psicológicos en su despacho, y que no disponía de coartada ni en relación con ella ni en relación con nadie. Fredrica Saxon no le proporcionó demasiada ayuda ni información, pero eso no le hizo pensar que no tuviera nada que decirle.

La testigo siguiente fue muy distinta. Al parecer, la señorita Ruth Kettle había decidido que aquel asesinato no tenía nada que ver con ella y, pese a que estaba dispuesta a contestar a las preguntas de Dalgliesh, lo hizo con un vago desinterés que daba a entender que sus pensamientos estaban ocupados en asuntos más importantes. Sólo hay un número limitado de palabras para expresar el horror y la sorpresa, y el personal de la clínica, aquella tarde, había pronunciado la mayoría. La reacción de la señorita Kettle fue menos ortodoxa. En su opinión, aquel asesinato era de lo más raro… rarísimo… y al decirlo se quedó sentada frente a Dalgliesh, parpadeando a través de sus gruesas gafas, en un estado de apacible perplejidad, como si, aunque creyera que era raro, tampoco lo era tanto para discutirlo con mayor detalle. Con todo había, como mínimo, dos datos interesantes entre los que le había proporcionado la señorita Kettle. Lo único que esperaba Dalgliesh era que fueran ciertos.

Había dado unas explicaciones muy vagas acerca de sus movimientos de aquella tarde, pero la insistencia de Dalgliesh había conseguido sonsacarle que había estado entrevistando a la esposa de uno de los pacientes de T.E.C. hasta eso de las seis menos veinte, momento en que la hermana la había telefoneado para decirle que el paciente ya estaba listo para marcharse a su casa. Así pues, la señorita Kettle había bajado con su cliente, le había despedido en el vestíbulo y había ido directamente a la sala de historiales para consultar los archivos. A pesar de su tranquila inseguridad acerca de la mayor parte de sus actividades de aquella tarde, estaba completamente segura de la hora. En cualquier caso, pensó Dalgliesh, no tenía más que hablar con la hermana Ambrose para comprobarlo. La segunda pista era más confusa y la señorita Kettle la mencionó con aparente indiferencia ante su posible importancia. Al cabo de una media hora, cuando regresaba a su despacho de la segunda planta, había oído el ruido inconfundible del ascensor de servicio que se paraba con un ruido sordo.

Dalgliesh ya estaba cansado. A pesar de que la calefacción central estaba encendida, sentía escalofríos y reconocía aquel malestar familiar que precedía a sus ataques de neuralgia. El lado derecho de la cara ya se había puesto rígido y pesado y aquel dolor punzante de otras veces estaba empezando a latir espasmódicamente detrás de los globos oculares. Pero ahí estaba su última testigo.

La señora Bostock, la taquígrafa con mayor antigüedad de la casa, no compartía la tolerancia de los médicos ante aquella espera tan larga. Estaba enfadada y su enfado entró en la habitación con ella como un viento frío. Se sentó sin decir palabra, cruzó un par de largas piernas, sorprendentemente bien torneadas, clavó en Dalgliesh una mirada de manifiesto desdén con sus ojos claros. Su cabello largo, dorado como una moneda de oro, se arrollaba formando intrincadas volutas alrededor de aquel rostro pálido y arrogante de nariz afilada. Con aquel cuello tan largo, aquella rutilante cabeza que se balanceaba de un lado a otro y aquellos ojos ligeramente saltones, parecía un pájaro exótico. A Dalgliesh le costó disimular su sorpresa al ver sus manos: eran tan enormes, rojas y huesudas como las de un carnicero y daba la impresión de que habían sido añadidas de forma incomprensible a unas muñecas finas por obra de algún hado maligno. No trataba de esconderlas, pero llevaba las uñas cortas y sin pintar. Tenía una bonita figura y lucía un traje elegante y caro, una lección magistral de cómo minimizar los defectos y realzar las propias cualidades. Dalgliesh pensó que aquella mujer probablemente también debía de vivir su vida de acuerdo con este principio.

Dio detalles acerca de sus movimientos a partir de las seis de aquella tarde con brevedad y sin desgana aparente. La última vez que había visto a la señorita Bolam había sido a las seis, cuando, como siempre, había entrado en su despacho con la correspondencia para que la firmara. Sólo había cinco cartas, la mayoría informes médicos y cartas de los psiquiatras para otros especialistas, así que la señorita Bolam tenía poco que ver con ellas. La señora Bostock o la señorita Priddy se encargaban de registrar todas las cartas que se enviaban en el libro de correspondencia y luego Nagle las trasladaba al otro lado de la calle para la recogida del buzón de las seis y media. Le había parecido que, a las seis, la señorita Bolam estaba como siempre. Le había firmado las cartas y luego ella había ido a la oficina general, había entregado las cartas de los médicos a la señorita Priddy y en seguida había regresado arriba para que el doctor Etherege le dictase durante la última hora de la jornada. Se había acordado que los viernes por la tarde ayudaría al doctor Etherege durante una hora en un proyecto de investigación. El director y ella habían permanecido juntos excepto durante breves lapsos de tiempo. La hermana había telefoneado hacia las siete para comunicarles la muerte de la señorita Bolam, por lo que ambos habían salido del consultorio y se habían encontrado con la señorita Saxon, que estaba a punto de marcharse. La señorita Saxon había bajado al sótano con el director, mientras ella, a petición del doctor Etherege, iba a ver a Cully, que estaba junto a la puerta principal, para asegurarse de que se cumplían las instrucciones y nadie salía del edificio. Había permanecido con Cully hasta que había regresado el grupo que había bajado al sótano y luego se habían reunido todos en la sala de espera hasta la llegada de la policía, excepto los dos vigilantes, que habían permanecido de servicio en el vestíbulo.

—Ha dicho usted que ha estado con el doctor Etherege a partir de las seis, excepto durante breves lapsos de tiempo. ¿Qué estaban haciendo?

—Estábamos trabajando, naturalmente —la señora Bostock le dio a entender que aquella pregunta le parecía no sólo estúpida sino un tanto vulgar—. El doctor Etherege está escribiendo un artículo sobre el tratamiento mediante psicoanálisis de dos gemelas esquizofrénicas. Como ya le he dicho, se acordó que yo le ayudaría una hora todos los viernes por la tarde. La medida no satisface del todo sus necesidades, pero la señorita Bolam opinaba que ese trabajo no estaba exactamente relacionado con la clínica y que el doctor Etherege debería llevarlo a cabo en su propio consultorio con ayuda de su secretaria particular. Como es obvio, esto es imposible, pues todo el material, incluidas las grabaciones, está aquí. Mi participación en este trabajo es muy variada: escribo al dictado algún rato, algunas veces trabajo en el despacho pequeño mecanografiando directamente las cintas y otras voy a consultar libros a la biblioteca.

—¿Y qué ha hecho esta tarde?

—He estado escribiendo al dictado durante media hora aproximadamente y luego he ido al despacho de al lado a trabajar con las cintas. Luego, a eso de las siete menos diez, el doctor Etherege me ha llamado y, cuando el teléfono ha sonado, estábamos trabajando.

—Eso significaría que ha estado usted escribiendo al dictado con el doctor Etherege hasta eso de las siete menos veinticinco.

—Probablemente.

—¿Y han estado juntos todo ese rato?

—Creo que el doctor Etherege ha salido un momento para comprobar una referencia.

—¿Por qué duda usted, señora Bostock? Ha salido o no ha salido.

—Sí, sí, claro superintendente, como dice usted, ha salido o no ha salido. Pero resulta que no hay ninguna razón para que tenga que recordarlo exactamente. Esta tarde ha sido una de tantas. Me parece que ha salido un momento, pero no puedo recordar exactamente cuándo. Espero que él mismo pueda aclarárselo.

De pronto, Dalgliesh cambió de tema.

—¿Le gustaba a usted la señorita Bolam, señora Bostock? —le preguntó amablemente, tras una pausa de medio minuto.

No fue una pregunta bien recibida. Debajo de la pátina del maquillaje, Dalgliesh advirtió un acceso de rubor, provocado por la indignación o por la sorpresa, que se desvanecía garganta abajo.

—No era una persona muy agradable. Pero yo he procurado siempre ser leal con ella.

—¿Por leal se refiere usted seguramente a que ha procurado suavizar las asperezas en su trato con el equipo médico en lugar de exacerbarlas y que se ha guardado mucho de criticarla abiertamente como administradora?

Tal como esperaba, aquel matiz de sarcasmo en su voz despertó toda su hostilidad latente. Detrás de la máscara de altivez y de indiferencia adivinó la inseguridad de la colegiala. Sabía que ella se vería obligada a justificarse, incluso frente a una crítica tácita como aquélla. A la señora Bostock no le gustaba Dalgliesh, pero no podía tolerar que la menospreciara o que la ignorara.

—La señorita Bolam no era la administradora adecuada para un centro psiquiátrico. No cooperaba para nada en la tarea que tratamos de llevar a cabo los que trabajamos en la casa.

—¿De qué modo no cooperaba?

—Bueno, en primer lugar no le gustaban los neuróticos.

«Ni a mí, Dios me libre de ellos —pensó Dalgliesh—, ni a mí». Pero no dijo nada, y la señora Bostock prosiguió.

—Por ejemplo, le costaba correr con los gastos de transporte de algunos pacientes. Se costean únicamente en aquellos casos en que el paciente está acogido a la Seguridad Social, pero también colaboramos en algunos casos de la Fundación Samaritana. Tenemos a una chica… una niña inteligentísima, dicho sea de paso… que viene dos veces por semana desde Surrey para trabajar en el departamento de terapia artística. La señorita Bolam consideraba que habría debido recibir tratamiento más cerca de su casa o… dejarlo. De hecho, dejó bien claro que, en su opinión, se habría debido eximir a la paciente de realizar ningún trabajo… así es como lo dijo.

—Supongo que no se lo diría así a la paciente.

—Por supuesto que no. Se guardó muy bien. Pero he tenido ocasión de comprobar que los pacientes sensibles no se sentían a gusto con ella. Siempre se había mostrado muy crítica con la psicoterapia intensiva. Es una técnica que requiere mucho tiempo, pero es necesaria. La señorita Bolam tendía a juzgar la valía de un psiquiatra en función del número de pacientes que visitaba por sesión. De todos modos, esto no era nada comparado con la actitud que adoptaba con los pacientes. Pero sus razones tenía, claro está. Su madre había padecido una enfermedad mental y estuvo psicoanalizándose durante años hasta que murió. Creo que se suicidó. La señorita Bolam seguramente lo pasó muy mal. Como es natural, no podía permitirse odiar a su madre, de modo que proyectó todo su resentimiento hacia los pacientes del centro. Inconscientemente, estaba asustada de su propia neurosis. Saltaba a la vista.

Dalgliesh no creía estar lo suficientemente cualificado para discutir aquellas teorías. Estaba dispuesto a reconocer que algo de verdad debía de haber en ellas, pero no creía que la señora Bostock hubiera llegado a esas conclusiones por sí sola. Puede que la señorita Bolam crispara los nervios a los psiquiatras por su falta de cooperación, pero por lo menos allí delante había alguien que creía en ellos.

—¿Sabe usted quién trató a la señora Bolam? —preguntó.

La señora Bostock descruzó sus elegantes piernas y se sentó más cómodamente en su silla antes de dignarse a contestar.

—Pues sí que lo sé, pero no veo qué relación puede tener con estas pesquisas.

—¿Por qué no dejamos que sea yo quien lo decida? De todos modos, no me será difícil averiguarlo. Si no lo sabe o no está usted segura de la respuesta, mejor será que lo diga y ahorraremos tiempo.

—El doctor Etherege.

—¿Quién cree usted que será la persona elegida para suceder a la señorita Bolam?

—¿Como oficial administrativa? Pues realmente —dijo la señora Bostock con frialdad—, no tengo la menor idea.

Por fin Dalgliesh y Martin terminaron con el trabajo indispensable de aquella tarde. Se habían llevado el cadáver y habían sellado la sala de archivos. Había sido interrogado todo el personal de la clínica y la mayoría se había marchado a su casa. El doctor Etherege había sido el último médico en irse y, aunque Dalgliesh le había autorizado a hacerlo, había estado paseándose por allí un buen rato lleno de inquietud. El señor Lauder y Nagle todavía estaban en la clínica, esperando en el vestíbulo con dos policías uniformados. Con tranquila determinación, el secretario le había hecho saber que prefería permanecer en la clínica mientras la policía estuviera en ella y Nagle no podía marcharse hasta que la puerta principal hubiera quedado cerrada con llave y se la hubiesen devuelto, pues era el encargado de abrir la clínica el lunes a las ocho en punto.

Dalgliesh y Martin inspeccionaron el lugar por última vez. Viéndolos trabajar, un espectador fortuito habría supuesto erróneamente que Martin no era más que un estorbo para su compañero, mucho más joven y brillante. Pero los de Scotland Yard, que los conocían bien, no eran de la misma opinión. Físicamente eran realmente muy diferentes. Martin era un hombre grandote, de casi un metro noventa de altura, grandes hombros y una cara ancha y rubicunda que le daba más bien un aire de campesino que de detective. Dalgliesh era todavía más alto, moreno, delgado y ágil. A su lado Martin parecía muy voluminoso. Cualquiera que hubiera observado trabajar a Dalgliesh habría reconocido su inteligencia. Con Martin la cosa no era tan segura. Era diez años mayor que su jefe y a esas alturas era poco probable que lo ascendieran, si bien tenía cualidades que hacían de él un detective admirable. Nunca le atenazaban las dudas en relación con sus propias motivaciones, el bien y el mal eran inmutables para él. Nunca se había perdido por esas tierras sombrías donde los matices del bien y del mal lo nublan todo con sus confusas sombras. Era muy decidido e infinitamente paciente, agradable sin ser sentimental y meticuloso en los detalles sin perder la visión de conjunto. Su carrera no podía ser calificada de brillante, pero si por un lado era incapaz de comportarse como un hombre de inteligencia privilegiada, también era incapaz de mostrarse como un estúpido. La mayor parte del trabajo de la policía consiste en la comprobación aburrida, repetitiva y meticulosa de todos los detalles. La gran mayoría de los asesinatos no son más que pequeños crímenes sórdidos, fruto de la ignorancia o de la desesperación. El trabajo de Martin consistía en ayudar a resolverlos y eso es precisamente lo que hacía, con gran paciencia y sin ningún fallo. Ante el asesinato de la Clínica Steen, con todas las escalofriantes apariencias de una inteligencia experta en acción, no había quedado impresionado. La atención metódica volcada sobre todos los detalles había resuelto otros asesinatos y también resolvería aquél. Además, había que atrapar a los asesinos, tanto si eran inteligentes como subnormales, retorcidos o impulsivos. Caminaba, como es habitual, un paso o dos detrás de Dalgliesh y hablaba poco, pero siempre que lo hacía era para dar en el clavo.

Registraron el edificio por última vez aquella tarde, empezando por la tercera planta. Las habitaciones del siglo dieciocho de aquella planta se habían dividido para procurar unos espacios destinados a las asistentas sociales de psiquiatría, a los psicólogos y a los terapeutas no profesionales y se habían formado dos salas más grandes de tratamiento para uso de los psiquiatras. Había también una habitación muy agradable que se había conservado tal cual y que daba a la fachada del edificio, confortablemente amueblada con sillones y varias mesitas. Al parecer, se trataba del lugar de reunión del grupo de los afectados por problemas matrimoniales, que desde allí podían disfrutar de una agradable vista de la plaza mientras analizaban sus incompatibilidades domésticas y sexuales. Dalgliesh comprendía el resquemor de la ausente señora Baumgarten, puesto que aquella sala era admirablemente adecuada para un departamento de terapia artística.

Las habitaciones más importantes estaban en el piso inmediatamente inferior y, allí, las alteraciones y adaptaciones habían sido pocas, de modo que techos, puertas y ventanas contribuían con su gracia a crear una atmósfera elegante y apacible. El Modigliani estaba fuera de lugar en la sala de juntas, pero no resultaba demasiado agresivo. La biblioteca médica, situada justo al lado, con sus estanterías antiguas, cada una con el nombre de su donante, hubiera podido ser confundida con la biblioteca de un caballero del siglo diecinueve de no haber leído los títulos de los libros. Había pequeños jarrones para flores, colocados encima de las estanterías, y varias butacas que, aunque armonizaban muy bien, saltaba a la vista que procedían de media docena de sitios distintos.

El director médico tenía su consultorio en esa misma planta, y era uno de los más elegantes de la clínica. El diván de tratamiento, colocado contra la pared del fondo, era del mismo modelo que el de los demás consultorios psiquiátricos: un diván bajo, de una sola plaza, tapizado en calicó, con una manta roja doblada a los pies y una almohada. Pero la Junta Médica del hospital no había tenido nada que ver con la elección del resto de los muebles. El escritorio dieciochesco estaba totalmente desprovisto de calendarios de cartón o de agendas de oficina de sobremesa y únicamente aparecía visible un secante con soporte de cuero, una escribanía de plata y una bandeja para los papeles. Había también dos butacas de cuero y una rinconera de caoba. Al parecer, el director coleccionaba grabados antiguos, y estaba especialmente interesado en los realizados a buril y en las estampas del siglo dieciocho. Dalgliesh examinó una colección de obras de James McArdell y de Valentine Green, colocadas a ambos lados de la chimenea, y advirtió que los pacientes del doctor Etherege liberaban su subconsciente bajo un par de elegantes litografías de Hullmandel. Dalgliesh pensó que el desconocido ladrón de la clínica podría ser un caballero, si había que atenerse a la opinión de Cully, pero era evidente que no era un experto en arte. Despreciar dos Hullmandels por quince libras en metálico denunciaba al ladrón de tres al cuarto. Realmente era una habitación muy agradable, que proclamaba que su ocupante era un hombre con gusto y con dinero suficiente para demostrarlo, es decir la habitación de un hombre que no ve ninguna razón para que su vida profesional tenga que desarrollarse en un decorado menos agradable que sus ocios. Aun así, el resultado no era del todo perfecto… faltaba algo. La elegancia resultaba un tanto artificial y el buen gusto demasiado ortodoxo. Dalgliesh imaginó que los pacientes debían de sentirse mucho más felices en aquellas habitaciones cálidas, desordenadas y desproporcionadas del piso de arriba, donde Fredrica Saxon trabajaba en medio de un barullo de papeles, macetas y cacharros para el té, porque a pesar de los grabados, la habitación carecía de toque personal. De algún modo, en ese aspecto era típica de su ocupante. Dalgliesh recordó un congreso reciente sobre enfermedades mentales al que había asistido y la ponencia en la que había participado el doctor Etherege. Aunque su exposición le había parecido de momento todo un modelo de elocuente sabiduría, una vez terminada, Dalgliesh se había sentido incapaz de recordar ni una sola de sus palabras.

Bajaron a la planta baja, donde se encontraban el secretario y Nagle charlando tranquilamente con los policías, que se volvieron a mirarles pero sin hacer ningún gesto para ir a reunirse con ellos. Aquellas cuatro figuras a la espera, de pie, formando un grupo apesadumbrado, tenían el aspecto de plañideras después de un funeral, inseguras y desconcertadas en medio del vacío que sigue al dolor. Sus voces sonaban apagadas en medio del silencio del vestíbulo.

La distribución de la planta baja era muy sencilla. Inmediatamente después de la puerta principal, a mano izquierda conforme se entraba, estaba la cabina acristalada de recepción. Dalgliesh comprobó nuevamente que desde allí se abarcaba una buena vista de todo el vestíbulo, incluida la gran escalera curva del fondo. Sin embargo, las observaciones de Cully durante aquella tarde habían sido curiosamente selectivas. Estaba completamente seguro de haber visto y registrado en su libro a todos los que habían entrado en la clínica o salido de ella a partir de las cinco, pero muchas de las idas y venidas por el vestíbulo le habían pasado inadvertidas. Había visto a la señora Shorthouse salir del despacho de la señorita Bolam y entrar en la oficina general, pero no había visto a la oficial administrativa atravesar el vestíbulo en dirección a las escaleras del sótano. Había visto al doctor Baguley salir de la guardarropía de los médicos, pero no lo había visto entrar. No se le habían escapado la mayor parte de los movimientos de los pacientes ni de sus familiares y podía confirmar todas las idas y venidas de la señora Bostock. Estaba seguro de que el doctor Etherege, la señorita Saxon y la señorita Kettle no habían cruzado el vestíbulo después de la seis y, si lo habían hecho, no se había dado cuenta. Dalgliesh habría confiado más en el testimonio de Cully de no haber sido evidente que aquel patético hombrecillo estaba aterrorizado. Al llegar a la clínica lo había notado deprimido y un tanto arisco, pero a la hora de darle el permiso para marcharse a su casa estaba aterrorizado. Dalgliesh pensó que, en algún estadio de sus investigaciones, tendría que descubrir cuál era la razón de su estado.

Detrás de la cabina de recepción, provista de ventanas que daban a la plaza, estaba la oficina general, en la que se había construido un tabique para albergar la pequeña sala de archivos, donde se guardaban las historias clínicas en uso. Al lado de la oficina general estaba el despacho de la señorita Bolam y, junto a éste, el departamento de T.E.C., con su sala de tratamiento, el cuarto de servicio de las enfermeras y el compartimento para recuperación de hombres y mujeres. Toda esta sección estaba separada por un corredor de la guardarropía del equipo de médicos, de los servicios del personal administrativo y del cuartito dé la asistenta. Al final de ese pasillo había una puerta lateral cerrada con llave, que rara vez utilizaba nadie, excepto los miembros del personal que, habiéndose quedado a trabajar hasta tarde, no querían causar a Nagle la molestia de tener que volver a abrir los cerrojos, pestillos y cadenas más complicados de la puerta principal.

Al otro lado del vestíbulo principal había dos consultorios, la sala de espera de los pacientes y los servicios. El vestíbulo se había dividido en dos salas de psicoterapia bastante espaciosas, separadas de la sala de espera por un pasillo. Eso quería decir que el doctor Steiner podía ir de una sala a otra sin necesidad de pasar por delante de Cully. Pero era muy difícil que pudiera cruzar el vestíbulo en dirección a las escaleras del sótano sin correr el riesgo de que lo vieran. ¿Lo habían visto? ¿Qué se callaba Cully y por qué se lo callaba?

Aquella noche Dalgliesh y Martin pasaron revista juntos a las habitaciones del sótano por última vez. Al fondo estaba la puerta que conducía a las escaleras del patio trasero. El doctor Etherege le había dicho que aquella puerta estaba cerrada con pestillo cuando el doctor Steiner y él la habían examinado después de encontrar el cadáver y ahora seguía cerrada con pestillo. Habían tratado de encontrar huellas dactilares en ella, pero las únicas que se apreciaban con claridad eran las de Peter Nagle. Nagle le había dicho que seguramente había sido el último en tocar el cerrojo, pues tenía por costumbre comprobar que la puerta tenía el pestillo corrido antes de cerrar por la noche. Era raro que él u otro miembro cualquiera del personal utilizaran la salida del sótano y, por lo general, aquella puerta sólo se abría cuando llegaban pedidos de carbón o de otro material pesado. Dalgliesh descorrió el pestillo. Había un corto tramo de escaleras de metal que conducía a la verja trasera, cuya puerta de hierro forjado estaba también cerrada, provista de un candado y una cadena. Sin embargo, cualquier intruso podía penetrar en el patio del sótano con facilidad, sobre todo teniendo en cuenta que el callejón de la parte trasera estaba poco iluminado y desierto. Entrar en la clínica resultaba más difícil. Todas las ventanas del sótano, excepto el ventanuco del lavabo, tenían barrotes y era por esa ventana por donde se había introducido el ladrón en la clínica.

Dalgliesh volvió a correr el pestillo y se dirigió con Martin al cuarto de descanso de los vigilantes, en la parte trasera del edificio. Todo permanecía igual que cuando lo había examinado por primera vez. Había dos roperos colocados contra la pared y, en medio de la habitación, una sólida mesa cuadrada. También había un hornillo de gas muy viejo en un rincón y, junto a éste, un armario con tazas, platos y botes de té, azúcar y galletas. Puestas una a cada lado del hornillo, había dos sillas de cuero desvencijadas. A la izquierda de la puerta estaba el tablero de las llaves, con todos los ganchos numerados, pero sin etiquetar. En aquel mismo tablero había estado colgada, entre otras, la llave de la sala de archivos del sótano. Ahora aquella llave estaba en poder de la policía.

Había un gato grandote y atigrado enroscado en una cesta delante del hornillo apagado. Cuando encendieron la luz se levantó y, alzando su cabezota rayada, dirigió a los intrusos una mirada vaga e inexpresiva con sus inmensos ojos amarillos. Dalgliesh se arrodilló junto a la cesta, le acarició la cabeza, el gato se estremeció un momento y, después, quedó inmóvil bajo sus caricias. De pronto, se puso panza arriba, estiró las patas, rígidas como varas, y presentó la suave pelusa de la barriga a los halagos de Dalgliesh. El superintendente siguió acariciándolo mientras hablaba; Martin, entretanto, que tenía preferencia por los perros, lo miraba con paciente tolerancia.

—La señora Shorthouse me ha hablado de él. Es Tigger, el gato de la señorita Bolam —dijo Martin.

—De todo ello se deduce que la señorita Bolam había leído a A. A. Milne cuando era pequeña. Sin embargo, los gatos son criaturas nocturnas. ¿Cómo no le dejan salir por la noche?

—También me han hablado de eso. La señorita Bolam pensaba que mantendría a los ratones a raya si permanecía encerrado. Nagle sale a la hora de comer a tomarse una cerveza y un bocadillo, pero Cully almuerza aquí y la señorita Bolam siempre le estaba regañando por culpa de las migajas. Todas las noches encierran al gato aquí y lo dejan suelto durante el día. Aquí tiene su comida y la caja para sus necesidades.

—Sí, eso parece, llena de ceniza de la caldera.

—Es una pena que el gato no pueda hablar, señor. Ha permanecido aquí durante casi toda la tarde esperando su comida. Seguramente estaba presente cuando el asesino ha entrado a buscar la llave de la sala de archivos.

—Y el escoplo. Seguro que Tigger lo ha visto todo perfectamente, pero ¿qué le hace pensar que le diría la verdad?

El sargento Martin no respondió, pero pensó que la mayor parte de los amantes de los gatos eran así y que no había que extrañarse, por muy infantil que pudiera parecer.

—La señorita Bolam lo hizo capar y corrió con todos los gastos. La señorita Shorthouse dijo a P. C. Holliday que el doctor Steiner lo lamentaba mucho, pues parece ser que le gustan los gatos y que tuvieron una discusión por este motivo. El doctor Steiner dijo a la señora Bostock que, si de la señorita Bolam dependiera, todos los machos del hospital estarían capados. Considero que fue bastante grosero… Claro que no tenía intención de que sus palabras llegaran a oídos de la señorita Bolam, pero la señora Bostock dice que se había enterado —dijo Martin, que se mostraba muy hablador.

—Seguro que lo haría… —dijo Dalgliesh.

Siguieron adelante con la inspección.

No era una habitación desagradable: olía a comida, a cuero y, ligeramente, a gas. Había varios cuadros que parecían haber encontrado un destino definitivo junto a los vigilantes después de que sus propietarios originales se hubieran hartado de verlos. En uno de ellos aparecía el fundador de la Clínica Steen, oportunamente rodeado de sus cinco hijos. Era una fotografía borrosa de color sepia, con marco dorado, y Dalgliesh pensó que decía mucho más del carácter del viejo Hyman que aquel óleo conmemorativo, más típico, colgado en el vestíbulo.

Encima de una mesa más pequeña, arrimada contra la pared del fondo, estaba la caja de herramientas de Nagle. Dalgliesh la abrió y las observó un momento, muy bien cuidadas, cada una en su sitio. Sólo faltaba una y era poco probable que volviera a ocupar el espacio que le había correspondido en la caja de herramientas de Nagle.

—Ha podido entrar por la puerta trasera en caso de haberla dejado abierta —dijo Martin, adivinando los pensamientos de Dalgliesh.

—Tiene razón. Reconozco que, por algún oscuro manejo, cabe sospechar de la única persona que aparentemente ni siquiera se encontraba en el edificio cuando se ha cometido el asesinato. Sin embargo, es casi seguro que Nagle estaba con la señorita Priddy en la oficina general cuando la señora Shorthouse ha dejado a la señorita Bolam. Cully lo ha confirmado y la señorita Priddy asegura que únicamente ha dejado la oficina general un momento para ir a buscar un fichero a la habitación de al lado. A propósito, ¿qué le ha parecido la señora Shorthouse?

—Creo que ha dicho la verdad, señor. No creo que se abstuviese de mentir si convenía a sus propósitos, porque es la típica persona a quien le gusta que ocurran cosas y que no tiene ningún reparo a la hora de dar un empujoncito en la dirección adecuada, pero tenía un montón de cosas que contarnos sin necesidad de tener que añadir florituras.

—Eso es verdad —convino Dalgliesh—. No tenemos ningún motivo razonable para dudar de que la señorita Bolam ha bajado al sótano como resultado de una llamada, lo que establece la hora aproximada de su muerte de modo muy satisfactorio para nosotros. Además, la hora concuerda con la opinión del forense, pero sabremos más acerca del asunto cuando tengamos los resultados del juez de instrucción. También es posible que la llamada fuera del todo ajena al caso. Alguien ha podido llamar desde el sótano, hablar con la señorita Bolam desde aquí, para luego marcharse y regresar a su despacho y ahora tiene miedo de reconocer que ha hecho esa llamada. Como ya he dicho, es posible, pero poco probable.

—Si la llamada era auténtica, podía ser para avisarla del desorden que había en la sala de archivos. Es evidente que todos esos papeles estaban tirados por el suelo antes del asesinato, puesto que algunos estaban debajo del cadáver. A mí me ha dado la impresión de que la habían golpeado al agacharse para recogerlos.

—A mí también me ha dado esa impresión —dijo Dalgliesh—. Bueno, no nos entretengamos más.

Pasaron por delante del ascensor de servicio sin hacer ningún comentario y entraron en la sala de tratamiento del sótano, que daba a la fachada. La enfermera Bolam había estado sentada allí, junto a su paciente, durante las primeras horas de la tarde. Dalgliesh encendió la luz. Aunque habían apartado las gruesas cortinas, las ventanas estaban provistas de una fina redecilla, probablemente para crear un ambiente de intimidad durante el día. La habitación estaba amueblada con sencillez: una camilla baja en un rincón, con la típica pantalla de hospital en los pies y una pequeña butaca en la cabecera. Había también una mesita y una silla arrimadas contra la pared del fondo, seguramente para uso de la enfermera de servicio y, encima de la mesa, una estantería para los formularios de los informes que rellenaban las enfermeras y hojas en blanco para los historiales de los médicos. La pared que quedaba a mano izquierda estaba tapizada de armarios, donde se guardaba la ropa blanca limpia de la clínica. Se había intentado insonorizar la cuarta pared que estaba forrada por una pesada cortina.

—Si la paciente armaba mucho ruido, dudo que la enfermera Bolam pudiera oír lo que ocurría fuera. Martin, ¿le importaría salir al pasillo y hacer una llamada telefónica desde el teléfono que está justo a la entrada de la sala de archivos?

Martin cerró la puerta al salir y Dalgliesh se quedó solo en medio de aquel pesado silencio. A pesar de que tenía un oído muy fino, apenas si percibía los pesados pasos de Martin. Dudaba que pudiera haberlos oído, de haber habido, además, el ruido producido por un paciente alterado. No pudo oír el leve sonido del teléfono cuando Martin descolgó el receptor ni tampoco el giro del disco de marcar. Al cabo de un momento, volvió a oír pasos y Martin entró de nuevo en la habitación.

—Hay una lista con todos los números interiores, de modo que he marcado el 004, que es el del despacho de la señorita Bolam. Es curioso lo raro que suena el timbre del teléfono cuando nadie va a contestar. Pero resulta que alguien lo ha hecho. Me he pegado un buen susto cuando ha dejado de sonar. Era el señor Lauder, claro, y parecía también un poco sorprendido. Le he dicho que no tardaríamos demasiado.

—No, no tardaremos. Por cierto, no he podido oír nada y, en cambio, la enfermera Bolam ha oído chillar a la Priddy. Al menos, eso dice…

—Se ha tomado su tiempo para decirlo, ¿no le parece, señor? Y lo que es más, al parecer también ha oído bajar a los médicos y a la hermana.

—Eso parece más razonable: eran cuatro y armaban alboroto. Claro que es la sospechosa más lógica. Podía haber telefoneado a su prima desde su habitación para decirle, por ejemplo, que alguien había estado revolviendo la sala de archivos. Su paciente debía de estar demasiado confundida para oír o entender nada. La he visto con el doctor Baguley y es evidente que no es capaz de proporcionar ninguna coartada coherente. La enfermera Bolam podía haber salido de la sala de tratamiento y haber esperado a su prima en la sala de archivos sin correr demasiado riesgo. Es la persona que ha dispuesto de mejor oportunidad para matarla, aparte de que tiene los conocimientos médicos necesarios y un móvil obvio. Si es la asesina, seguramente este crimen no tiene nada que ver con la llamada telefónica a Lauder. Tendremos que averiguar qué suponía la Bolam que estaba ocurriendo en esta clínica, aunque no tiene por qué estar relacionado necesariamente con su muerte. Si la enfermera Bolam sabía que el secretario iba a venir, puede que decidiera matarla hoy, pensando que con ello nos alejaría del verdadero móvil.

—No me parece lo suficientemente lista para planear una cosa así, señor.

—A mí tampoco me parece una asesina, Martin, pero hemos desenmascarado asesinos que todavía lo parecían menos que ella. Si es inocente, el hecho de que estuviera sola aquí abajo le iba muy bien al asesino. Luego está lo de los guantes de goma, pese a que haya una explicación lógica que los justifica. Todavía quedan un montón de pares por ahí y es perfectamente normal que un miembro del equipo de enfermeras lleve un par de guantes viejos en el bolsillo del delantal. Pero la verdad es que no hemos encontrado huellas digitales ni en las armas ni en la llave de la puerta…, ni siquiera antiguas. Alguien ha tenido que borrarlas antes y manipularlo todo con guantes y, ¿qué otra cosa hay mejor que un par de finos guantes de cirujano? Clavar el escoplo era prácticamente una operación quirúrgica.

—Si hubiera tenido el buen sentido de utilizar guantes, también habría tenido el buen sentido de destruirlos. La caldera estaba encendida. ¿Y qué me dice usted del delantal de hule que ha desaparecido del departamento de terapia artística? Si el asesino lo ha utilizado como posible protección y lo ha echado después a la caldera, ¿habría cometido la estupidez de conservar los guantes?

—Una estupidez tan grande que nos hiciera pensar que nadie en su sano juicio podría hacer una cosa parecida. De todos modos, no estoy muy seguro en lo que se refiere al delantal. Al parecer, falta uno, y es posible que el asesino lo llevara puesto, pero ésta ha sido una muerte limpia y planeada en todos sus detalles. De todos modos, lo sabremos mañana, cuando la caldera esté fría y podamos examinar su interior. Esos delantales tienen remaches metálicos en los tirantes de los hombros y, con un poco de suerte, puede que los encontremos.

Cerraron la puerta de la sala de tratamiento al salir y subieron escaleras arriba. A Dalgliesh se le hizo más patente su cansancio y, además, observó que aquel dolor punzante detrás de los ojos se había hecho casi continuo. No había sido una semana fácil y la fiesta del jerez, que prometía ser un final agradable y relajante tras una dura jornada, había resultado un inquietante prólogo de una noche todavía más ajetreada. Por un momento se preguntó dónde habría cenado Deborah Riscoe y con quién. Ahora aquel encuentro se le presentaba como algo que formaba parte de un mundo diferente, quizá porque estaba cansado y le faltaba esa confianza con la que normalmente emprendía cualquier caso. No creía seriamente que aquel crimen fuera a vencerle; profesionalmente, todavía no conocía el sabor de la derrota. Con todo, era molesto notar aquella sensación de ineptitud y desasosiego. Por primera vez se sentía inseguro de su propio talento, como si estuviera luchando contra un cerebro que trabajaba incansablemente contra él, contra un igual. Y no creía que la enferma Bolam tuviera ese cerebro.

Nagle y el secretario todavía estaban esperándoles en el vestíbulo. Dalgliesh les entregó las llaves de la clínica y les hizo prometer que al día siguiente pondrían a disposición de la policía otro juego, que ahora se encontraba en las oficinas centrales del grupo de clínicas. Martin, los dos policías y él esperaron a que Nagle comprobara que todas las luces estaban apagadas. Al poco rato, toda la clínica quedó a oscuras y los seis hombres se perdieron en la fría niebla de aquella noche de octubre a través de caminos distintos.