ERA la primera vez que Dalgliesh tenía la oportunidad de observar de cerca al secretario. Era un hombre corpulento, un tanto regordete, de ojos apacibles detrás de unas gafas cuadradas muy gruesas, vestido con aquellos trajes de tweed tan bien cortados que le daban más apariencia de médico rural o de abogado de pueblo que de burócrata. Se notaba que se encontraba a gusto y se comportaba como un hombre que está seguro de su capacidad, a quien no le gusta que le metan prisas y que siempre se guarda algo en la manga, incluyendo, pensó Dalgliesh, una inteligencia más aguda que la que su aspecto dejaba traslucir.
Se sentó enfrente de Dalgliesh, con la silla cómodamente echada hacia adelante y, sin pedir disculpas ni excusarse, sacó una pipa de uno de sus bolsillos y empezó a buscar la petaca con el tabaco en el otro. Tras hacer un signo a Martin, con su cuaderno de notas abierto, empezó a hablar pausadamente con un ligero acento norteño.
—Reginald Iven Lauder. Fecha de nacimiento, 21 de abril de 1905. Domicilio, n.° 42 de la avenida Makepeace, Chigwell, Essex. Profesión, secretario de la Junta Directiva del East Central Hospital. Y ahora dígame, superintendente, ¿qué quiere saber?
—Demasiado, me temo —dijo Dalgliesh—. Pero, dígame antes que nada, ¿tiene alguna idea de quién ha podido matar a la señorita Bolam?
El secretario terminó de preparar su pipa y, apoyando los codos en el escritorio, se quedó mirando su reluciente cazoleta con aire satisfecho.
—Créame que me gustaría. Habría venido a verle mucho antes de haberlo sabido, pierda cuidado. Pero no, no puedo ayudarle en eso.
—¿Sabe usted si la señorita Bolam tenía enemigos?
—¿Enemigos, dice usted? ¡Ésa es una palabra muy fuerte, superintendente! Había gente a la que no caía muy bien, como también me ocurre a mí… y seguro que a usted también…, pero no por ello hemos de temer que nos asesinen. No, yo no diría que tenía enemigos. Pero dése cuenta de que yo no sé nada de su vida privada… no es asunto mío.
—¿Podría hablarme de la clínica y del cargo que ocupaba? Ya me han hablado un poco de la reputación que tiene este centro, pero sería de gran ayuda tener alguna idea clara de todo lo que se hace aquí.
—¿Una idea clara de todo lo que se hace aquí?
Es imposible que fueran imaginaciones suyas, pero Dalgliesh habría jurado que había detectado una mueca de crispación en el secretario.
—Bueno, el director podría decirle mucho más que yo… desde un punto de vista médico, claro está, pero supongo que puedo ponerlo al corriente de lo esencial. La familia de un tal Hyman Stein fundó la institución entre las dos guerras. Al parecer, el hombre sufría de impotencia y, gracias a un tratamiento de psicoterapia, consiguió tener cinco hijos. Sin embargo, lejos de arruinarse, todos salieron adelante y, cuando el padre murió, sus hijos dieron a la clínica una sólida base económica en su honor. Al fin y al cabo, tenían una deuda con el centro. Todos los hijos cambiaron su apellido por el de Steen… supongo que por el motivo de siempre… y bautizaron la clínica con el apellido adaptado al inglés. Muchas veces me pregunto qué hubiera pensado de todo esto el viejo Hyman.
—¿Está bien dotada?
—Lo estaba. El estado se encargó de ello en su día de acuerdo con la ley de 1946. Desde entonces ha entrado algún dinero, pero no mucho. A la gente no le gusta mucho hacer donaciones a instituciones estatales. Sin embargo, la situación era bastante desahogada antes de 1948, teniendo en cuenta cómo suelen ser este tipo de sitios. Estaba bastante bien en cuanto a medios y equipo. No sabe usted el trabajo que le ha costado a la Junta Directiva del hospital llevar este centro después de lo bien acostumbrados que estaban.
—¿Es difícil administrar esta clínica? Supongo que debe de haber conflictos personales.
—No es más difícil de llevar que cualquier otro centro pequeño. Los conflictos personales se dan en todas partes, pero siempre preferiré tener que enfrentarme con un psiquiatra conflictivo que con un cirujano conflictivo… ¡son terriblemente arrogantes!
—¿Consideraba usted a la señorita Bolam una buena oficial administrativa?
—Bueno…, era eficiente. En realidad nunca tuve ninguna queja. Supongo que era un poco estricta. Al fin y al cabo, las circulares del ministerio no tienen el poder de las leyes y supongo que es absurdo querer complicarlas como si hubieran sido dictadas personalmente por el mismísimo Dios Todopoderoso. Dudo que la señorita Bolam fuera mucho más allá de eso. Pero debe saber que era una oficial competente, metódica y muy responsable. Dudo que presentara nunca una declaración incorrecta.
«¡Pobre diablo!», pensó Dalgliesh, afligido por el triste carácter anónimo de aquel epitafio oficial.
—¿Era una persona estimada en la casa? ¿Entre el equipo médico, por ejemplo? —preguntó Dalgliesh.
—Eso, superintendente, creo que tendrá que preguntárselo al equipo médico, pero no tengo motivos para pensar lo contrario.
—Entonces esto quiere decir que la Junta Médica no le presionaba a usted para que la trasladara.
De pronto, aquellos apacibles ojos grises miraron desconcertados.
—A mí no se me ha hecho nunca ninguna petición oficial de este tipo —respondió sosegadamente el secretario tras una breve pausa.
—¿Y extraoficial?
—Creo que alguna vez se ha respirado el sentimiento general de que a la señorita Bolam le podía resultar beneficioso un cambio de trabajo. ¡Y no crea que sea una idea tan mala, superintendente! A cualquier oficial de un centro pequeño, especialmente de una clínica psiquiátrica, le puede resultar beneficioso un cambio de experiencia. Pero no tengo por costumbre movilizar al personal según los antojos de las juntas médicas. ¡Estaríamos frescos! Y, como ya le he dicho antes, no me ha llegado nunca ninguna petición oficial. De haber sido la propia señorita Bolam la que me hubiera pedido el traslado, el asunto habría sido muy distinto. Pero aun así, tampoco habría sido fácil. La señorita Bolam era una oficial administrativa general y no existen demasiados puestos de esa categoría.
Dalgliesh volvió a preguntarle entonces por la llamada de la señorita Bolam y Lauder le confirmó que había hablado con ella hacia la una menos diez. Recordaba la hora porque estaba a punto de irse a comer. La señorita Bolam le había dicho que quería hablar con él personalmente y, cuando su secretaría le había pasado la llamada, le había preguntado si podía verle urgentemente.
—¿Puede usted recordar exactamente cuáles han sido sus palabras?
—Más o menos me ha dicho: «¿Podría usted concederme una entrevista lo antes posible? Me parece que está ocurriendo algo aquí que debe usted saber. Me gustaría conocer su opinión. Se trata de algo que empezó mucho antes de que yo entrara a trabajar en la casa». Le he dicho que esta tarde no podría ser porque tenía que estar en la Junta Financiera y de Resoluciones Generales a partir de las dos y media y que inmediatamente después tenía el Comité de la Junta Consultiva. Le he preguntado si no podía decirme más o menos de qué se trataba y si no podía esperar hasta el lunes. Como me ha parecido que dudaba, antes de que me respondiera le he dicho que me pasaría de vuelta a casa esta misma tarde. Sabía que los viernes la clínica estaba abierta hasta tarde. Me ha dicho que se las arreglaría para estar sola en su despacho a partir de las seis y media, me ha dado las gracias y ha colgado. Sin embargo, como siempre, el Comité de la Junta Consultiva me ha tenido ocupado más tiempo del que esperaba y no he podido venir hasta poco antes de las siete y media. Pero todo esto ya lo sabe. Cuando han descubierto el cadáver, yo me encontraba todavía reunido con el comité, como no dudo de que se encargará usted de comprobar a su debido tiempo.
—¿Se ha tomado en serio lo que le ha dicho la señorita Bolam? ¿Era el tipo de mujer que lo llamaba por tonterías o considera que el hecho de que quisiera verle significaba que algo realmente grave estaba ocurriendo?
El secretario se quedó pensativo.
—Me lo he tomado en serio. Por eso he venido esta misma tarde —respondió tras una pausa.
—¿Y no tiene usted ni idea de qué asunto podría tratarse?
—Ninguna, lo siento. Tiene que tratarse de algo que descubriera después del miércoles, porque el miércoles por la tarde vi a la señorita Bolam en la reunión de la Junta de la Cámara y me dijo que todo estaba la mar de tranquilo. A propósito, ésa fue la última vez que la vi. Pensé que tenía buen aspecto, mejor que últimamente.
Dalgliesh preguntó entonces al secretario si sabía algo acerca de la vida privada de la señorita Bolam.
—Muy poca cosa. Creo que no tenía ningún pariente cercano y que vivía sola en un piso de Kensington. La enfermera Bolam sabrá decirle más cosas sobre ella. Eran primas y la enfermera Bolam debe de ser la pariente más cercana que tenía con vida. No estoy muy seguro, pero creo que tenía algún dinero de familia. Toda la información oficial acerca de su carrera profesional la encontrará usted en su dossier. Conociendo a la señorita Bolam, es de esperar que su carpeta esté tan meticulosamente guardada como cualquier dossier de otro miembro del personal. Seguro que tiene que estar ahí.
Sin moverse de su silla, se recostó hacia un lado, abrió de un tirón el primer cajón del archivador y metió su regordeta mano entre las carpetas de manila.
—Aquí está. Bolam, Enid Constance. Entró aquí en octubre de 1949 como taquimecanógrafa. Estuvo dieciocho meses en las oficinas centrales de la casa y fue trasladada a una de nuestras clínicas para enfermedades respiratorias, con la categoría B, el 19 de abril de 1951; el 14 de mayo de 1957 se presentó como candidata para ocupar la plaza vacante de oficial administrativa de esta clínica. Entonces el cargo tenía la categoría D y tuvo mucha suerte al conseguirlo. Recuerdo que los candidatos no eran muy buenos. Todos los cargos administrativos y de oficina recibieron una nueva categoría en 1958, de acuerdo con el informe Noel Hall y, después de algunas discusiones con el Consejo Regional, conseguimos que éste fuera adscrito a la categoría de administrativo general. Está todo aquí. Fecha de nacimiento, 12 de diciembre de 1922. Domicilio, 37-A de Ballantyne Mansions, S.W. 8. Luego vienen los detalles acerca de su código tributario, su número de la Seguridad Social y fecha del incremento salarial. Sólo estuvo una semana de baja por enfermedad desde que entró en la casa y eso fue en 1959, por culpa de una gripe. Y poca cosa más. Su solicitud de empleo y todas las cartas de citación tienen que estar en el dossier principal, en las oficinas centrales de la casa.
El secretario tendió la carpeta a Dalgliesh.
—Aquí dice que antes había trabajado en la Casa de Investigación Botley —dijo Dalgliesh tras echar una ojeada al contenido—. ¿No es ésa la empresa de sir Mark Etherege? Andan medio metidos en investigación aeronáutica. Es el hermano del doctor Etherege, ¿no?
—Creo recordar que la señorita Bolam me comentó que conocía ligeramente al hermano del doctor Etherege cuando fue elegida para el cargo. Y efectivamente no podía ser de otro modo, piense que en Botley no era más que taquimecanógrafa. Supongo que es una mera coincidencia… ¡de algún sitio tenía que salir esa señorita Bolam! Creo recordar que fue sir Mark quien nos dio buenas referencias suyas cuando solicitó el puesto. Todo esto estará en el dossier principal.
—Señor Lauder, ¿le importaría decirme qué cambios piensa hacer, ahora que ha muerto?
—No me importa en absoluto. Naturalmente, tendré que consultarlo con la junta, dado lo inusual de las circunstancias, pero creo que recomendaré a la taquígrafa con mayor antigüedad, la señora Bostock, para que la reemplace. Si demuestra ser capaz de hacer este trabajo, y creo que lo será, será una buena candidata para la vacante. De todos modos, el puesto se anunciará siguiendo los procedimientos normales.
Dalgliesh no hizo ningún comentario, pero le pareció realmente interesante. El hecho de que la decisión acerca de la sucesora de la señorita Bolam hubiera sido tan rápida sólo podía significar que Lauder ya había considerado la posibilidad en alguna ocasión. Puede que las propuestas del equipo médico hubieran sido extraoficiales, pero seguramente habían sido más efectivas de lo que el secretario estaba dispuesto a admitir. Dalgliesh volvió al tema de la llamada telefónica que había traído al señor Lauder a la clínica.
—Las palabras que ha utilizado la señorita Bolam me parecen muy significativas. Ha dicho que aquí podía estar ocurriendo algo muy serio que usted debía saber y que databa de mucho antes de que ella entrara en la clínica. Ello me hace pensar, en primer lugar, que todavía no estaba totalmente segura, que sólo sospechaba algo y, en segundo lugar, que no le preocupaba un incidente en concreto, sino algo que duraba desde hacía mucho tiempo. Una política sistemática de robo, por ejemplo, contra un caso de hurto aislado.
—Superintendente, me sorprende que mencione usted la palabra robo. Tuvimos un caso de robo no hace mucho, pero se trató de un hecho aislado, el primero que hemos tenido en muchos años y no veo qué relación podría tener con el asesinato. Fue justamente hace una semana, el martes, lo recuerdo muy bien. Cully y Nagle, como siempre, fueron los últimos en salir de la clínica y Cully propuso a Nagle que fuera a tomar una copa con él al Queen’s Head. Supongo que conoce el sitio. Es el pub de la última esquina de la calle Beefsteak. Hay una o dos cosas un poco raras en esta historia y una de ellas es que Cully invitara a Nagle a una copa. Nunca me habían parecido buenos amigos. El caso es que Nagle aceptó y que estuvieron juntos en el Queen’s Head a partir de las siete. Hacia la media apareció un amigo de Cully y le dijo que le sorprendía verle allí, porque acababa de pasar por delante de la clínica y había visto un resplandor en una de las ventanas, como si alguien se estuviera paseando por la casa con una linterna. Nagle y Cully fueron a investigar qué ocurría y se encontraron con que una de las ventanas traseras del sótano estaba rota o, mejor dicho, forzada. Un trabajo bastante bueno, dicho sea de paso. Cully no se sintió con ánimos para entrar sin refuerzos a averiguar qué pasaba y no le echo las culpas por ello. Recuerde que tiene sesenta y cinco años y que no es un hombre fuerte. Así pues, después de unos cuantos cuchicheos, Nagle dijo que entraría él y que, entretanto, Cully podía llamar a la policía desde el quiosco de la esquina. Los agentes llegaron a toda prisa, pero no consiguieron atrapar al intruso. Dio esquinazo a Nagle dentro del edificio y, cuando Cully regresó de telefonear, aún tuvo tiempo de ver cómo se escabullía fuera del edificio.
—Averiguaré cómo andan las investigaciones acerca de este asunto —dijo Dalgliesh—, pero estoy de acuerdo con usted en que a primera vista parece poco probable que exista una relación entre ambos incidentes. ¿Se llevaron mucho?
—Quince libras de un cajón del despacho de la asistencia social de psiquiatría. La puerta estaba cerrada con llave, pero el ladrón la forzó. El dinero estaba metido en un sobre que iba dirigido, con tinta verde, a la secretaria administrativa de la clínica y se había recibido hacía una semana. No había ninguna carta dentro, sólo una nota que decía que el dinero era de un paciente agradecido. El resto del contenido del cajón estaba destrozado y esparcido por el suelo, pero no se llevaron nada más. Habían intentado forzar los armarios de los historiales de la oficina central y, aparte de que los cajones del escritorio de la señorita Bolam también habían sido forzados, no se llevaron nada.
Dalgliesh le preguntó si no habrían debido guardar las quince libras en la caja fuerte.
—En eso, superintendente, tiene toda la razón. Tendrían que haberlo hecho, pero había un pequeño problema acerca del destino del dinero. La señorita Bolam me había telefoneado para decirme que se había recibido un dinero y que, en su opinión, debía ser ingresado de inmediato en la cuenta de dinero particular de la clínica, para ser utilizado a su debido tiempo con la autorización de la junta de la casa. Era una forma muy correcta de proceder, y así se lo dije. Al poco rato, el director médico me telefoneó para pedirme si le autorizaba a gastar el dinero en unos jarrones nuevos para flores, que se pondrían en la sala de espera de los pacientes. Era un gasto que había que hacer y me pareció un buen uso de unos fondos que no procedían de la tesorería, por lo que telefoneé al presidente de la junta de la casa para que me diera su autorización. Al parecer, el doctor Etherege quería que fuera la señorita Kettle la que eligiera los jarrones y pidió a la señorita Bolam que le entregara el dinero. Como yo ya había notificado la decisión a la señorita Bolam, así lo hizo, creyendo que iban a comprar los jarrones inmediatamente. Sin embargo algo debió de ocurrir que cambió los planes de la señorita Kettle y, en lugar de devolver el dinero a la oficina de la administración para que fuera guardado en la caja de caudales, lo dejó en su cajón, cerrado con llave.
—¿Sabe usted cuántos miembros del personal sabían que lo guardaba allí?
—Eso mismo me preguntó la policía. Supongo que la mayoría sabían que no se habían comprado los jarrones pues, de haber sido así, la señorita Kettle se los habría enseñado. Seguramente pensarían que, después de haberle sido entregado el dinero, no iba a devolverlo, aunque sólo fuera temporalmente. No sé. La llegada de esas quince libras fue misteriosa y no trajo más que problemas, aparte de que su desaparición fue igual de misteriosa. Sea como fuere, superintendente, no las robó nadie de la casa. A pesar de que Cully únicamente consiguió ver al ladrón un instante, estaba seguro de que era un desconocido. De todos modos, dijo que el tipo tenía todo el aire de un señor. No me pregunte usted qué le indujo a pensar eso ni en qué se basó para afirmarlo, pero eso fue lo que dijo.
Dalgliesh pensó que todo el asunto era bastante raro y que tendría que ser investigado más a fondo, pero de todos modos no veía qué relación podía haber entre ambos incidentes. Ni siquiera era seguro que la llamada de la señorita Bolam al secretario para pedirle consejo estuviera relacionada con su muerte, si bien en este caso la sospecha tenía mayor fundamento. Era de suma importancia descubrir, si era posible, qué había sospechado la señorita Bolam, por lo que volvió a preguntarle al señor Lauder si podía ayudarle en ese punto.
—Ya le he dicho, superintendente, que no tengo ni la menor idea del asunto al que podía estar refiriéndose. Si hubiera sospechado que algo andaba mal, no habría esperado a que la señorita Bolam me telefoneara. Las oficinas del grupo no están tan desconectadas de los centros como piensan algunos y normalmente siempre estoy al tanto de todo lo que debo saber. Si el asesinato está relacionado con esa llamada, quiere decir que aquí está ocurriendo algo realmente serio. Al fin y al cabo, no se asesina a una persona únicamente para impedir que el secretario se entere de que uno ha malgastado un dinero destinado a dietas de viaje o que ha gastado más de lo previsto para el año. Por lo menos nadie lo había hecho hasta ahora, que yo sepa.
—Exactamente —dijo Dalgliesh y, mirando al secretario fijamente a los ojos, añadió sin ningún tipo de énfasis—. Todo esto me lleva a pensar en algo que hubiera podido arruinar profesionalmente a cierta persona. Por ejemplo, la existencia de unas relaciones sexuales con un paciente, o cualquier otra cosa de ese calibre.
La expresión del señor Lauder no pareció alterarse.
—Me imagino que todos los médicos son conscientes de la gravedad que tendría una cosa de este tipo, especialmente los psiquiatras. Por eso tienen que tener mucho cuidado con algunas de las pacientes neuróticas que tratan. Todos los médicos de este centro son extremadamente competentes y algunos gozan incluso de fama internacional. Una reputación así no se consigue si uno se comporta como un necio y, por otra parte, las personas competentes tampoco cometen asesinatos.
—¿Y qué me dice del resto del personal? Puede que no sean de una competencia extrema, pero supongo que son tenidos por gente honrada.
—La hermana Ambrose —dijo el secretario sin inmutarse— está con nosotros desde hace casi veinte años y la enfermera Bolam lleva ya cinco. Tengo plena confianza en ellas. Todo el personal de oficina ha entrado en la casa con buenas referencias, y lo mismo puede decirse de los dos vigilantes, Cully y Nagle. Admito que no comprobé en su momento si habían cometido algún asesinato —añadió, irónico—, pero ni uno ni otro me parecieron maníacos u homicidas. Cully bebe un poco y es un pobre hombre al que sólo le quedan cuatro meses para jubilarse. Dudo que fuera capaz de matar ni siquiera un ratón sin hacerse un embrollo. Nagle está muy por encima de los vigilantes de hospital convencionales. Creo que es estudiante de arte y que trabaja aquí para ganarse algún dinero. Sólo lleva dos años con nosotros, por los que no estaba aquí antes de que ingresara en la casa la señorita Bolam. Aunque hubiera ligado con todo el personal femenino, cosa que parece bastante improbable, lo peor que le podría pasar es que lo despidieran, pero no creo que eso le preocupara demasiado tal como están las cosas hoy en día. Es un hecho que han matado a la señorita Bolam con su escoplo, pero ha podido cogerlo cualquiera.
—Siento recordarle que ha tenido que ser alguien de dentro —repuso Dalgliesh amablemente—. El asesino sabía dónde estaba el fetiche de Tippett y el escoplo de Nagle, sabía cuál era la llave que abría la vieja sala de historiales, sabía exactamente dónde estaba colgada la llave en el tablero del cuarto de servicio de los vigilantes, probablemente llevaba uno de los delantales de hule de la sala de terapia artística como protección y no cabe duda de que tenía conocimientos de medicina. Y, además, está lo más importante: el asesino no ha podido salir de la clínica después del crimen. La puerta del sótano estaba cerrada con llave, al igual que la puerta trasera de la planta baja, y además, Cully vigilaba la puerta principal.
—Cully tenía dolor de estómago. A lo mejor no se ha fijado en quién salía o entraba.
—¿Cree realmente que eso es posible? —preguntó Dalgliesh. Y el secretario no respondió.
A primera vista, Marion Bolam parecía una mujer guapa. Tenía ese buen aspecto clásico y agradable que, realzado por el uniforme de enfermera, transmitía inmediatamente la impresión de una belleza serena. Su cabello rubio, peinado con raya coronando una frente alta y enrollado en la nuca, estaba sujeto con una sencilla cofia blanca. Pero la ilusión se desvanecía a la segunda mirada, tras la cual la belleza daba paso a una cierta gracia. Sus rasgos, analizados uno por uno, no llamaban la atención. La nariz quizás era un poco larga y los labios demasiado finos. Vestida con ropa de calle, en el momento de salir a toda prisa al finalizar la jornada, podía pasar inadvertida, porque era aquella combinación de la ropa blanca tan correcta y almidonada con aquel cutis limpio y aquel cabello dorado lo que realmente deslumbraba. El único parecido que Dalgliesh detectó en ella con su prima muerta fue la frente alta y la nariz afilada. Con todo, aquellos ojos grandes y grises que se clavaron de lleno en los suyos durante unos segundos, antes de que bajara la vista y la fijara en sus manos fuertemente enlazadas en el regazo, no eran nada corrientes.
—Tengo entendido que usted es la pariente más próxima de la señorita Bolam. Todo esto tiene que haberla impresionado mucho.
—¡Ay, sí! Enid era mi prima.
—Llevan ustedes el mismo apellido. ¿Sus padres eran hermanos?
—Pues sí. Y nuestras madres también lo eran. Dos hermanos se casaron con dos hermanas, así que éramos parientes por partida doble.
—¿Tenía la señorita Bolam algún otro pariente?
—Únicamente mamá y yo.
—Creo que tendré que hablar con el abogado de la señorita Bolam —dijo Dalgliesh—, pero me ayudaría usted mucho si me adelantara todo cuanto sepa acerca de sus asuntos. Siento tener que hacerle estas preguntas tan personales. Normalmente no suelen tener ninguna relación con el asesinato, pero cuanto más se sepa acerca de las personas implicadas, mejor. ¿Tenía su prima algún otro ingreso aparte de su salario?
—Oh, claro que sí. Enid tenía una posición bastante desahogada. Nuestro tío Sidney dejó unas 25.000 libras a su madre y Enid lo heredó todo. No sé cuánto le quedó, pero creo que cobraba unas 1.000 libras al año, aparte del salario que ganaba aquí. Seguía viviendo en el piso de mi tía, en Ballantyne Mansions, y… y fue siempre muy buena con nosotras.
—¿De qué modo, señorita Bolam? ¿Les pasaba alguna asignación?
—No, no. A Enid no le gustaban ese tipo de cosas. Pero nos hacía regalos: treinta libras en Navidad y cincuenta en julio, para nuestras vacaciones de verano. Mamá padece una esclerosis generalizada y no podemos alojarnos en un hotel de tipo corriente.
—¿Y qué pasará ahora con el dinero de la señorita Bolam?
La mirada gris de la joven se clavó en sus ojos sin ninguna muestra de embarazo.
—Pasará a mamá y a mí —contestó simplemente—. No tenía a nadie más a quien dejarlo, ¿no es cierto? Enid siempre nos había dicho que nos lo dejaría todo si moría antes que nosotras. Claro que eso no era nada probable, y menos que muriera en vida de mi madre.
Dalgliesh pensó que era, efectivamente, muy poco probable, si todo hubiera ocurrido de una forma natural, que la señora Bolam se hubiera beneficiado de aquellas 25.000 libras o de lo que quedara de ellas. Ahí estaba el móvil, tan obvio, tan comprensible, tan universal y tan querido de cualquier ministerio fiscal. Todos los jurados comprendían la tentación del dinero. ¿Era posible que la enfermera Bolam no se diera cuenta de lo significativo que era lo que acababa de decir con candor? ¿Era posible una inocencia tan ingenua o una culpa tan confiada?
—Señorita Bolam, ¿cree que su prima era una persona estimada entre la gente de aquí? —preguntó a bocajarro.
—No tenía demasiados amigos, ni creo tampoco que ella se hubiera considerado una persona estimada por sus compañeros. No lo pretendía, por otra parte. Ya tenía sus actividades en la parroquia y estaban también las Guías. Era una persona muy tranquila, la verdad.
—¿Pero no sabe usted que tuviera ningún enemigo?
—¡Oh, no! No lo tenía en absoluto. Enid era una mujer muy respetada.
Aquel epíteto tan ceremonioso y pasado de moda fue casi inaudible.
—Así pues —dijo Dalgliesh—, parece que estamos ante un crimen sin móvil aparente, sin premeditación. En ese caso, ello apuntaría hacia uno de los pacientes. Pero la suposición parece un tanto descabellada y usted insiste mucho en que no es probable.
—¡Claro que no! ¿Cómo podría ser un paciente? Estoy convencida de que ninguno de nuestros pacientes sería capaz de una cosa así. No son violentos.
—¿Ni siquiera el señor Tippett?
—Tippett no puede haber sido. Está en el hospital.
—Eso me han dicho. ¿Cuánta gente sabía que el señor Tippett no iba a venir a la clínica este viernes?
—No lo sé. Nagle lo sabía porque ha sido él quien ha contestado el teléfono y él se lo ha comunicado a Enid y a la hermana. La hermana me lo ha dicho a mí. ¿Sabe una cosa? Generalmente, los viernes, mientras estoy con los pacientes de LSD, procuro vigilar a Tippett. No puedo dejar solos a mis pacientes más de un segundo, naturalmente, pero de vez en cuando echo una ojeada para asegurarme de que Tippett se encuentra bien. Esta tarde no ha sido necesario. ¡Pobre Tippett, le gusta tanto su terapia artística! Hace seis meses que la señora Baumgarten está enferma, pero no por eso íbamos a decir a Tippett que no viniera. No es capaz de matar ni a una mosca. Me parece muy mezquino sugerir que Tippett puede tener algo que ver con todo eso. ¡Muy mezquino!
De pronto se puso a hablar con vehemencia.
—Pero si nadie lo insinúa, señorita Bolam… —dijo Dalgliesh con suavidad—. Si Tippett está en el hospital, y no tengo la menor duda de que confirmaremos este extremo, no podía estar aquí.
—Pero alguien ha tenido que poner su fetiche encima del cadáver, ¿no es cierto? Si Tippett hubiera estado aquí, usted hubiese sospechado de él de inmediato y el pobre se habría quedado triste y confuso. Ha sido una cosa de muy mala fe, ¡de muy mala fe!
Su voz se quebró y parecía a punto de llorar. Dalgliesh la miró retorcerse los largos dedos, las manos en el regazo.
—No creo que debamos preocuparnos por el señor Tippett —dijo Dalgliesh en tono amable—. Ahora quiero que reflexione y me diga todo lo que sepa acerca de lo que ha ocurrido en la clínica desde el momento en que ha entrado usted de servicio esta tarde. No se preocupe por los demás, lo único que quiero saber es lo que ha hecho usted.
La enfermera Bolam recordaba muy bien todo lo que había hecho y, tras reflexionar unos segundos, dio un informe lógico y detallado de sus actividades. Su tarea de los viernes por la tarde consistía en atender a los pacientes sometidos a tratamiento de ácido lisérgico. Según explicó, se trataba de un método que permitía liberar inhibiciones profundamente arraigadas y hacer que el paciente fuera capaz de recordar y narrar incidentes reprimidos en su subconsciente, responsables de su enfermedad. A medida que iba hablando del tratamiento, la enfermera Bolam se fue relajando y pareció olvidar que estaba hablando con un lego en la materia. Sin embargo, Dalgliesh no la interrumpió.
—Es un medicamento extraordinario y el doctor Baguley lo usa bastante a menudo. Se llama dietilamida del ácido lisérgico y creo que fue descubierto por un alemán en 1942. La administración por vía oral y la dosis normal es de 0,25 miligramos. Se comercializa en ampollas de un miligramo, mezclado con 15 o 30 centímetros cúbicos de agua destilada. Los pacientes deben presentarse en ayunas. Los primeros efectos empiezan a manifestarse al cabo de media hora y las experiencias subjetivas más curiosas se presentan al cabo de una hora u hora y media después de haber sido administrado el fármaco. Ése es el momento en que el doctor Baguley baja y se queda con el paciente. Los efectos pueden prolongarse incluso cuatro horas, en las que el paciente suele mostrarse exaltado, inquieto y bastante alejado de la realidad. Como es natural, nunca se los deja solos y para esas sesiones se utiliza la sala del sótano, porque es un lugar apartado y tranquilo y, además, los demás pacientes no se ven afectados por el ruido. Normalmente los tratamientos con LSD empiezan a primera hora de la tarde de los viernes y terminan a última hora y yo soy siempre la encargada de atender al paciente.
—Cabe suponer, pues, que si un viernes se oyera un ruido, como por ejemplo un grito, procedente del sótano, la mayor parte del personal pensaría inmediatamente que se trataba de un paciente bajo los efectos del LSD.
La enfermera Bolam pareció dudar.
—Sí, supongo que sí. A veces este tipo de pacientes provocan bastante alboroto. Mi paciente de hoy estaba más alterada que normalmente y por eso no la he dejado un momento. Generalmente, tan pronto como el paciente ha pasado lo peor, me voy un rato a la habitación de la ropa blanca, que comunica con la sala de tratamiento, y clasifico la ropa limpia. Sin embargo, dejo siempre la puerta abierta, para ir vigilando al paciente de vez en cuando.
Dalgliesh le preguntó entonces qué había pasado exactamente aquella tarde.
—Bueno, el tratamiento ha empezado justo después de las tres y media y el doctor Baguley ha entrado a echar un vistazo después de las cuatro para ver si todo marchaba bien. He estado con la paciente hasta las cuatro y media, hora en que la señora Shorthouse ha entrado para decirme que el té estaba listo. La hermana ha bajado a sustituirme mientras yo subía a la habitación de servicio de las enfermeras para tomar el té. A las cinco menos cuarto ya estaba de vuelta y a las cinco he llamado al doctor Baguley. Ha estado con la paciente unos tres cuartos de hora y luego ha regresado a su sesión de T.E.C. Luego yo me he quedado con la paciente y, como estaba tan inquieta, he decidido dejar la ropa blanca para más tarde. Hacia las siete menos veinte, Peter Nagle ha llamado a la puerta y me ha pedido la ropa limpia. Yo le he dicho que todavía no la había clasificado y, aunque ha parecido un tanto sorprendido, no ha dicho nada. Al poco rato he creído oír un chillido. Al principio no le he dado importancia, porque no me ha parecido muy cercano y he pensado que debían de ser niños que jugaban en la plaza, pero luego he pensado que debía asegurarme y he abierto la puerta. Entonces ha sido cuando he visto al doctor Baguley y al doctor Steiner que bajaban al sótano acompañados por la hermana y la doctora Ingram. La hermana me ha dicho que no ocurría nada y me ha pedido que volviera con mi paciente, cosa que he hecho.
—¿Ha abandonado la sala de tratamiento en algún momento después de que el doctor Baguley se ha ido hacia las seis menos cuarto?
—No, no, de ningún modo. No había ninguna necesidad. Si hubiera tenido que salir para ir al guardarropa o por cualquier otra cosa —la enfermera Bolam se ruborizó ligeramente—, habría telefoneado a la hermana para que bajara y me sustituyera.
—¿Ha hecho alguna llamada por la tarde mientras estaba en la sala de tratamiento?
—Sólo una, a la sala de T.E.C., a las cinco, para llamar al doctor Baguley.
—¿Está usted segura de no haber telefoneado a la señorita Bolam?
—¿A Enid? ¡Por supuesto que no! No había motivo. Ella… es decir, nosotras no solíamos relacionarnos mucho en la clínica. Yo dependo de la hermana Ambrose, ¿sabe usted?, y Enid no tenía nada que ver con el personal de enfermería.
—Pero ¿la veía bastante a menudo fuera de la clínica?
—No, no. Yo no he dicho eso. He estado una o dos veces en su casa para recoger el cheque de Navidad y en verano, pero para mí no es fácil dejar sola a mamá. Además, Enid tenía su vida y era bastante mayor que yo. En realidad, no la conocía muy bien.
Su voz se quebró y Dalgliesh vio que estaba llorando.
—¡Es tan horrible! —dijo entre sollozos, buscando torpemente el bolsillo de su traje de enfermera por debajo del delantal—. ¡Pobre Enid! ¡Poner ese fetiche sobre su cadáver como si se estuviera burlando de ella, como si estuviera acunando un bebé!
Dalgliesh no sabía que ella hubiera visto el cadáver y así se lo dijo.
—¡Ah, pero si no lo he visto! El doctor Etherege y la hermana no me han dejado entrar, pero nos han contado lo que había pasado.
Efectivamente, la señorita Bolam tenía el aspecto de estar acunando un bebé. Sin embargo, no dejaba de sorprenderle que una persona que no había visto el cadáver lo describiera así. Seguramente, el director les había hecho una descripción muy gráfica de la escena.
Finalmente, la enfermera Bolam encontró su pañuelo, que se sacó del bolsillo. Junto con él salieron un par de guantes de cirujano, muy finos, que fueron a caer a los pies de Dalgliesh.
—No sabía que aquí se utilizaran guantes de cirujano —comentó Dalgliesh, recogiéndolos del suelo.
A la enfermera Bolam no pareció sorprenderle su curiosidad.
—No los utilizamos muy a menudo, pero guardamos algunos pares —respondió, conteniendo sus sollozos con sorprendente rapidez—. Actualmente, en el centro se utilizan guantes desechables, pero todavía quedan por ahí algunos pares de los antiguos. Éste es uno de ellos. Los utilizamos para tareas de limpieza especiales.
—Muchas gracias —dijo Dalgliesh—. Si me lo permite, me quedaré con ellos. No creo que tenga que molestarla más, de momento.
Con un murmullo que bien podía significar «gracias», la enfermera Bolam salió de la habitación caminando para atrás.
Los minutos transcurrían con lentitud para el personal de la clínica, que esperaba ser interrogado en el consultorio de la parte delantera. Fredrica Saxon había ido a por unos papeles a su despacho del tercer piso y estaba evaluando un test de inteligencia. Había habido una pequeña discusión acerca de si debía o no subir sola, pero la señorita Saxon había declarado firmemente que no tenía la más mínima intención de permanecer allí sentada perdiendo el tiempo y mordiéndose las uñas mientras esperaba a que la policía decidiera interrogarla, que no tenía al asesino escondido en su despacho ni se proponía destruir ninguna prueba incriminatoria y que no ponía ninguna objeción a que un miembro del personal la acompañara para que todos quedaran satisfechos en ese punto. Aquella franqueza sin tapujos provocó un murmullo de protestas y de afirmaciones pacificadoras, pero la señora Bostock dijo entonces que ella quería ir a buscar un libro a la biblioteca y entonces las dos mujeres salieron de la habitación y regresaron juntas. A Cully ya le habían interrogado hacía rato, después de reclamar su derecho a ser catalogado como paciente, y le habían permitido marcharse para que cuidara de su dolor de estómago en casa. La única paciente que quedaba, la señora King, también había sido interrogada y se había ido con su marido, que la estaba esperando. También el señor Burge se había ido, protestando a gritos porque habían interrumpido su sesión y por el trauma que le había supuesto toda aquella experiencia.
—Se lo pasa la mar de bien, créanme. Salta a la vista —confesó la señora Shorthouse al personal reunido—. Al superintendente le ha costado lo suyo quitárselo de encima, se lo digo yo.
Al parecer, la señora Shorthouse tenía muchas cosas que contarles. Se le había concedido permiso para que preparara café y bocadillos en su pequeña cocina de la planta baja, en la parte trasera del edificio, y eso le daba una excusa para sus frecuentes idas y venidas vestíbulo arriba y vestíbulo abajo. Traía los bocadillos casi uno por uno y se llevaba las tazas también una por una para lavarlas. Esas idas y venidas le daban oportunidad de comunicar la última noticia al personal, que esperaba cada nueva entrega con una ansiedad y una avidez difíciles de disimular. La señora Shorthouse no era precisamente la emisaria que les habría gustado elegir, pero cualquier noticia, obtenida como fuera y comunicada por quien fuera, ayudaba a aliviar el peso de la ansiedad y, sin lugar a dudas, era sorprendentemente aleccionadora con respecto a los procedimientos policiales.
—Ahora hay unos cuantos inspeccionando el edificio y han puesto a un hombre en la puerta. Como es natural, no han encontrado a nadie. ¿A quién iban a encontrar? Todos sabemos que no se ha podido colar nadie en el edificio, ni tampoco salir de él. Le he dicho al sargento: «Yo ya he terminado por hoy con toda la limpieza de la clínica, así que diga usted a sus hombres que cuiden de dónde ponen las botas…». El forense ha examinado el cadáver y el de las huellas dactilares todavía está abajo, tomando las huellas a todo el mundo. También he visto al fotógrafo. Se paseaba por el vestíbulo con un trípode y una caja muy grande, blanca por arriba y negra por abajo… Y ahora viene lo divertido. Están buscando huellas en el ascensor del sótano. E incluso toman medidas.
Fredrica Saxon levantó la cabeza y pareció que iba a decir algo, pero luego siguió con su trabajo. El ascensor del sótano, que medía alrededor de 1,20 metros cuadrados y que funcionaba mediante una cuerda y una polea, se había utilizado, cuando la clínica era un centro privado, para transportar la comida desde la cocina del sótano hasta el comedor del primer piso. Después no se había inutilizado. De vez en cuando, los historiales médicos de la sala de archivos del sótano eran trasladados en ascensor a los consultorios del primer y segundo pisos pero, aparte de estos casos, rara vez se utilizaba. Nadie hizo ningún comentario acerca del motivo que podía tener la policía para buscar huellas dactilares en aquel lugar específico.
La señora Shorthouse se marchó con dos tazas para fregar y volvió al cabo de cinco minutos.
—El señor Lauder está en la oficina central, hablando por teléfono con el presidente. Supongo que le estará contando lo del asesinato. Esto dará a la junta algo de qué hablar, ténganlo por seguro. La hermana está repasando el inventario de ropa blanca con un policía. Parece que no encuentran uno de los delantales de hule de la sala de terapia artística. ¡Ah!, y otra cosa… están desmontando la caldera. La quieren escudriñar por dentro, supongo. ¡Qué simpáticos, digo yo! El lunes esto estará congelado… Ha llegado el furgón mortuorio. Así lo llaman… furgón mortuorio. No dicen ambulancia, no. Cuando la víctima está muerta, ya no se llama así. Seguramente lo habrán oído llegar. Si apartan las cortinas, verán cómo la meten dentro.
Sin embargo, nadie se molestó en correr las cortinas y, al oír las pisadas ligeras y diligentes de los camilleros que cruzaban la puerta arrastrando los píes, nadie dijo palabra. Fredrica Saxon dejó el lápiz un momento e inclinó la cabeza, como si estuviera rezando. Cuando la puerta principal se hubo cerrado, el alivio de todos los presentes se tradujo en un leve suspiro. Hubo un breve silencio y se oyó arrancar el furgón. La señora Shorthouse fue la única que habló.
—¡Pobre chica! Yo sólo le daba otros seis meses aquí… entre una cosa y otra… pero nunca había pensado que saldría con los pies por delante.
Jennifer Priddy estaba sentada en un ángulo del diván empleado para el tratamiento, apartada del resto del personal. Su entrevista con el superintendente había resultado sorprendentemente fácil. No sabía exactamente qué se esperaba encontrar, pero era un hecho que nada tenía que ver con aquel hombre tranquilo, amable y de voz grave. No se había molestado en compadecerse de ella por la impresión que pudiera haberle causado descubrir el cadáver. No le había sonreído. No había sido ni paternal ni comprensivo. Daba la impresión de que lo único que le interesaba era descubrir la verdad con la mayor rapidez posible y que esperaba que todo el mundo estuviera de acuerdo. Supuso que sería difícil mentirle y ni siquiera lo había intentado. Recordarlo todo le había resultado bastante fácil, casi automático. El superintendente le había hecho muchas preguntas acerca de aquellos diez minutos aproximadamente que había pasado en el sótano con Peter. Era de esperar. Como es natural, estaba considerando la posibilidad de que Peter hubiera matado a la señorita Bolam al regresar de correos y antes de que ella se reuniera con él. Pues bien, era imposible. Ella había ido a reunirse abajo con él casi de inmediato, y la señora Shorthouse podía confirmarlo. Seguramente no había costado mucho matar a Enid —procuraba no pensar en aquella violencia súbita, salvaje, calculada— pero, por muy rápido que lo hubieran hecho, Peter no había tenido tiempo.
Se puso a pensar en Peter. Pensar en él llenaba la mayor parte de sus horas de soledad. Sin embargo, aquella noche, las imágenes reconfortantes se sucedían tejidas con un hilo de ansiedad. ¿Estaría enfadado por el modo en que se había comportado? Recordaba avergonzada el grito ahogado de horror que se le había escapado al descubrir el cadáver y cómo se había precipitado en los brazos de Peter. Es cierto que había sido muy amable y considerado, pero él siempre era considerado cuando no trabajaba y cuando se acordaba de que ella estaba presente. Sabía que Peter odiaba los remilgos y que cualquier muestra de afecto le irritaba. Había aprendido a aceptar que el amor que existía entre los dos, puesto que ya no tenía ninguna duda de que aquello era amor, tenía que amoldarse a las condiciones establecidas por él. Desde que habían estado juntos un momentito en el cuarto de servicio de las enfermeras, después de descubrir a la señorita Bolam, apenas si había hablado con él. No acertaba a adivinar cómo debía de sentirse. Lo único que sabía era una cosa: era imposible que posara para él aquella noche. Su reacción no tenía nada que ver con ningún sentimiento de vergüenza ni de culpabilidad, pues hacía ya mucho tiempo que él la había liberado de aquel doble impedimento. Seguramente él esperaba que ella fuera a su estudio, tal como habían planeado. Al fin y al cabo, la coartada de ella ya había quedado establecida y sus padres se figurarían que estaba en la clase a la que iba por las noches. Seguro que él no vería ningún motivo razonable para cambiar los planes que habían hecho, ¡bueno era Peter para las cosas razonables! ¡Pero hoy no podía! Por lo menos aquella noche. No tanto por el hecho de tener que posar como por lo que vendría después. No sería capaz de rechazarlo. No habría querido rechazarlo. Pero aquella noche, con Enid muerta, sabía que no podría soportar que la tocara.
Después de su charla con el superintendente, el doctor Steiner se había sentado a su lado y había sido muy amable. Pero el doctor Steiner siempre lo era. Era muy fácil criticar su indolencia o burlarse de sus pacientes, tan raros. El doctor Steiner se preocupaba de verdad por la gente, no como el doctor Baguley, que trabajaba y se cansaba tanto con sus agotadoras consultas, pero a quien no le gustaba nada la gente y únicamente quería que así fuera. Jenny no estaba muy segura de por qué lo veía ahora con tanta claridad. Era la primera vez que se le ocurría tal cosa. Pero es que aquella noche, una vez pasada la impresión al haber descubierto el cadáver, sentía que tenía la cabeza más clara que nunca. Y no sólo la cabeza. Todos sus sentidos estaban agudizados. Los objetos tangibles que la rodeaban, el lustroso calicó con el que estaba tapizado el diván, la manta roja doblada a sus pies, la gama de verdes y amarillos fulgurantes de los crisantemos que había sobre el escritorio… todo era más claro, más brillante, más real que nunca. Veía el contorno del brazo de la señorita Saxon, que reposaba sobre el escritorio dibujando una curva alrededor del libro que estaba leyendo y cómo el vello de su antebrazo parecía como salpicado de la luz que irradiaba la lámpara de sobremesa. Se preguntaba si también Peter vería siempre la vida que le rodeaba de aquel modo tan prodigioso, con aquella claridad, como si acabara de nacer en un mundo que le era desconocido, con los primeros colores espléndidos de la creación todavía frescos. A lo mejor eso era lo que sentían los pintores.
«Supongo que debe de ser el coñac», pensó, y se le escapó una risita nerviosa. Recordaba haber oído refunfuñar en voz baja a la hermana Ambrose hacía media hora:
—¿Qué le habrá estado dando Nagle a Priddy? Esta chica está medio borracha.
Pero borracha no lo estaba y tampoco creía que aquella sensación fuera por culpa del coñac.
El doctor Steiner había acercado su silla al diván y había dejado reposar su mano unos instantes sobre su hombro.
—Era buena conmigo, pero no me caía bien —dijo de pronto la señorita Priddy, sin pensar.
No se sentía triste ni culpable por aquella situación: era la constatación de un hecho.
—No debes preocuparte por eso —dijo él con suavidad, dándole una palmadita en la rodilla.
Lo de la palmadita no se lo tomó a mal. Seguro que Peter habría dicho: «¡Viejo crápula, vicioso, dile que te quite sus sucias manos de encima!». Pero Peter se habría equivocado. Jenny sabía que sólo era un gesto amable. Por un momento estuvo tentada de apoyar su mano contra la suya para demostrarle que lo entendía. Tenía unas manos pequeñas y muy blancas para ser hombre, tan distintas de las de Peter, con sus dedos largos y huesudos manchados de pintura. Miraba cómo se le rizaba el pelo debajo del cuello de la camisa y veía la pelusilla negra de sus nudillos. En el dedo meñique llevaba un anillo con sello de oro, pesado como un arma.
—Es natural que te sientas así —le dijo—. Cuando alguien se muere, siempre pensamos que nos hubiera gustado ser más amables con él, querríamos que nos hubiera caído mejor. Pero la cosa no tiene remedio. No es bueno disfrazar los sentimientos. Si los entendemos, aprendemos a aceptarlos con el tiempo y a vivir con ellos.
Pero Jenny ya no le escuchaba. La puerta se había abierto sigilosamente y Peter Nagle acababa de entrar.
Aburrido de estar sentado ante el mostrador de recepción, intercambiando comentarios triviales con aquel policía tan poco comunicativo que estaba de servicio, Nagle entró a buscar distracción en el consultorio de la parte delantera. A pesar de que su interrogatorio oficial ya había terminado, todavía no le habían dado permiso para marcharse de la clínica. Naturalmente, el secretario esperaba que él se quedara en la clínica hasta que pudieran cerrar el edificio por la noche y que se encargara de volverlo a abrir el lunes por la mañana. Tal como estaba el panorama, se veía pudriéndose en aquel sitio como mínimo un par de horas más. Aquella mañana había planeado que se iría a casa temprano y que trabajaría en el cuadro, pero de nada le servía pensar en aquello ahora. Seguro que serían más de las once cuando se terminara el asunto y le dejaran marchar a casa. Pero, aun suponiendo que pudieran ir a su piso de Pimlico juntos, Jenny no posaría para él aquella noche. Bastaba con mirarla a la cara. No se había acercado a él cuando había entrado en la habitación y él, por lo menos, le agradecía ese mínimo de comedimiento. Pero, a pesar de todo, ella no dejaba de dirigirle aquella mirada suya, tímida y tácita, mitad conspiradora y mitad suplicante. Era su manera de decirle que lo entendiera, que lo sentía. Pues bien, él también lo sentía. Había esperado poder trabajar sus tres buenas horas, pero ahora el tiempo se le estaba quedando corto. Pero si lo único que Jenny estaba tratando de darle a entender era que no estaba en vena de hacer el amor, en ese caso, le iba de perlas. En realidad, ella no sabía que eso le habría ido de perlas la mayoría de las noches. Lo único que habría querido era tomarla —desde el momento en que se ponía tan pesada e insistente para que la tomara— con tanta rapidez y facilidad como se toma el alimento: un medio de satisfacer una necesidad del que no había que avergonzarse ni darle más importancia de la que tenía. Pero Jenny no era así. No había sido tan listo como creía y Jenny se había enamorado. Estaba desesperada, apasionada y peligrosamente enamorada, y exigía constantemente pruebas, ternura fácil y la dedicación de un tiempo que lo dejaba agotado y nada satisfecho. Le aterrorizaba la idea de quedarse embarazada, de modo que los preliminares del amor eran siempre exasperantemente clínicos y las consecuencias, las más de las veces, unos sollozos incontenibles en sus brazos. Como pintor, su cuerpo le obsesionaba. Ahora ya no podía cambiar de modelo y tampoco se lo podía permitir. Con todo, el precio que tenía que pagar por Jenny le estaba resultando demasiado caro.
La muerte de la señorita Bolam apenas si le había afectado. Sospechaba que ella había sabido siempre lo poco que él trabajaba para ganarse su salario. El resto del personal, engañados al compararle con el viejo de Cully, estaban convencidos de que tenían en él todo un ejemplo de laboriosidad y de inteligencia. Pero la señorita Bolam no se había dejado engañar. No es que él fuera un holgazán. La verdad es que se podía llevar una vida muy tranquila en la clínica y, de hecho, la mayoría, incluidos algunos psiquiatras, la llevaban sin necesidad de que le colgaran a uno ese sambenito. Estaba capacitado de sobra para todo lo que se exigía de él, pero no daba más de lo que le era exigido. Eso Enid Bolam lo sabía muy bien, pese a que a ninguno de los dos le preocupara la situación. Si él se marchaba, lo único que ella podía esperar era sustituirlo por otro vigilante que trabajara menos y fuera menos eficiente. Él, además, era culto, bien parecido y educado. Esto había significado mucho para la señorita Bolam. Sonrió al recordar lo mucho que había significado. No, la señorita Bolam nunca le había molestado, pero tenía menos esperanzas con su sucesora.
Recorrió la habitación con la mirada hasta tropezar con la señora Bostock, sentada a solas, reposando con gracia en uno de los sillones más cómodos, reservados para los pacientes, que él mismo había trasladado a aquella habitación desde la sala de espera. Su cabeza estaba inclinada sobre un libro con gesto estudiado, pero Nagle sabía perfectamente que su mente estaba en otra parte. Probablemente estaba calculando su aumento salarial como oficial administrativa. Aquella ambición arrolladora era inevitable en una mujer. Era la llama que la consumía. Casi se podía oler cómo chisporroteaba en su carne. Detrás de aquel aire de tranquilidad estoica, estaba tan inquieta y nerviosa como una gata en celo. Atravesó la habitación hasta ella y se apoyó contra la pared, junto a su silla, con el brazo casi rozándole el hombro.
—Justo a tiempo para ti, ¿no es cierto? —le dijo.
Ella siguió con la mirada fija en el libro pero él sabía que tendría que responderle. Nunca eludía defenderse, aunque entonces se hiciera todavía más vulnerable. «Es como todas —pensó—. No puede mantener su maldita boca cerrada».
—No entiendo de qué me está usted hablando, Nagle.
—¡No me vengas con eso! He estado admirando tu actuación durante los últimos seis meses. Sí, doctor. No, doctor. Como usted quiera, doctor. Claro que me gustaría ayudar, doctor, pero hay algunas complicaciones que… ¡Y tanto si las había! Ella se resistía a rendirse sin luchar. Y ahora está muerta. Es magnífico para ti. Seguro que no tendrán que buscar muy lejos para encontrar una nueva oficial administrativa.
—No sea usted impertinente ni ridículo. ¿Y puede saberse por qué no está ayudando a la señora Shorthouse con el café?
—Porque no tengo ganas. Recuerda que todavía no eres oficial administrativa.
—Estoy segura de que la policía estará muy interesada en saber dónde ha estado esta tarde. Al fin y al cabo, el escoplo era suyo.
—Tuve que salir con el correo y a buscar el periódico de la tarde. Desalentador, ¿verdad? Me pregunto dónde estarías tú a las seis y veintidós.
—¿Y cómo sabe usted que murió a las seis y veintidós?
—No lo sé, pero la hermana te ha visto bajar al sótano a las seis y veinte y, que yo sepa, en el sótano no había nada que pudiera entretener. A no ser que tu querido doctor Etherege estuviera también allí, claro está. De todos modos, seguramente no se rebajaría hasta el punto de arrimarse a la señorita Bolam. Yo diría que no era su tipo. Claro que tú conoces mejor que yo sus gustos en ese terreno.
De pronto la señora Bostock se levantó de su asiento y, levantando el brazo derecho, le estampó una bofetada en la mejilla con tal fuerza que, por un momento, se quedó aturdido. El chasquido del golpe resonó en la habitación. Todo el mundo se volvió a mirarles. Nagle oyó a Jennifer Priddy resollar, vio al doctor Steiner con el ceño fruncido por la preocupación que miraba a todo el mundo con ojos interrogantes y pasmados y vio también a Fredrica Saxon que los miraba con desdén antes de que sus ojos se sumieran de nuevo en la lectura. La señora Shorthouse, que estaba amontonando unos platos encima de una bandeja a un lado de la mesa, miró a su alrededor con un segundo de retraso. Sus penetrantes ojillos recorrieron la habitación de un extremo a otro, desilusionados por haberse perdido algo que valía la pena. La señora Bostock, con el rostro encendido, se hundió de nuevo en su sillón y volvió a su libro. Nagle, con la mano en la mejilla, estalló en una carcajada.
—¿Ocurre algo? —preguntó Steiner—. ¿Qué ha pasado?
En ese momento se abrió la puerta y un policía de uniforme asomó la cabeza.
—Al superintendente le gustaría ver a la señora Shorthouse, si es tan amable —dijo.
La señora Amy Shorthouse no había encontrado ninguna razón para permanecer con la ropa de trabajo puesta mientras esperaba a que la interrogasen, de ahí que, cuando Dalgliesh la hizo pasar, ya estuviese vestida y lista para marcharse a su casa. La metamorfosis era sorprendente. Las cómodas zapatillas de trabajo se habían visto sustituidas por un par de zapatos salón de tacón alto muy a la moda, la bata blanca por un abrigo de pieles y el pañuelo de la cabeza por la última idiotez en sombreros. El efecto de conjunto estaba pasado de moda. La señora Shorthouse parecía una reliquia de los felices años veinte, efecto que acentuaban todavía más lo corto de su falda y los cuidados rizos de un rubio oxigenado, primorosamente arreglados, alrededor de la frente y las mejillas. Sin embargo, no había falsedad en su voz y Dalgliesh sospechaba que muy poca en su personalidad. Sus ojillos grises eran perspicaces y divertidos. No estaba ni asustada, ni triste. A Dalgliesh le parecía adivinar que Amy Shorthouse anhelaba más diversión que la que su vida rutinaria podía ofrecerle y que ahora se estaba divirtiendo de lo lindo. No deseaba una muerte violenta a nadie pero, ya que había ocurrido, había que aprovecharla al máximo.
Una vez hubieron terminado con los preliminares y así que pasaron a los acontecimientos de aquella tarde, la señora Shorthouse le salió con un dato digno de premio.
—De nada serviría que le dijese que sé quién lo ha hecho, porque no lo sé. Y no es que no tenga mis ideas al respecto. Pero hay una cosa que sí puedo decirle. Yo he sido la última persona que ha hablado con ella, de eso no cabe duda. ¡No, no, borre eso! He sido la última persona que ha hablado con ella cara a cara, exceptuando al asesino, claro está.
—¿Quiere usted decir que más tarde ha hablado con alguien más por teléfono? ¿Por qué no me lo dice claramente entonces? Ya tengo bastantes misterios por una tarde.
—¡Qué listo es usted! —dijo la señora Shorthouse sin rencor—. Bueno, pues ha sido en esta misma habitación. Yo he entrado hacia las seis y diez para preguntarle cuántos días de vacaciones me quedaban, porque quería tomarme un día de fiesta la semana que viene y la señorita Bolam ha sacado mi dossier a no ser que ya lo tuviera fuera, ahora que lo pienso… hemos arreglado ese asunto y hemos charlado un poquitín sobre el trabajo. Cuando ya estaba a punto de salir, justo de pie junto a la puerta con las últimas palabras en la boca, como quien dice, ha sonado el teléfono.
—Quiero que reflexione con mucho detenimiento, señora Shorthouse —dijo Dalgliesh—. Esa llamada puede ser importante. ¿Podría recordar las palabras de la señorita Bolam?
—¡Ah! ¿Así que usted cree que alguien la quería mandar abajo para matarla? —dijo la señora Shorthouse con incontenible fruición—. Bien… es posible, ahora que usted lo dice.
Dalgliesh pensó que su testigo distaba mucho de ser tonta. Miró su rostro, deformado por una mueca de esfuerzo simulado. Estaba seguro de que recordaba palabra por palabra lo que se había hablado.
Después de una pausa muy estudiada, en aras del suspense, la señora Shorthouse continuó:
—Como le decía, el teléfono ha sonado. Eso ha debido de ser hacia las seis y cuarto. La señorita Bolam lo ha descolgado y ha dicho: «La oficial administrativa al habla». Siempre contestaba así. ¡Bien orgullosa que estaba de su cargo! Peter Nagle siempre decía: «¿Pero quien demonios se figura que esperamos que nos conteste? ¿Kruschev?». Y no es que se lo dijera a ella, no. ¡Pierda cuidado! Bueno, pues eso ha sido lo que ha dicho. Luego ha habido una pequeña pausa, me ha mirado y entonces ha dicho: «Sí, lo estoy». Como queriendo decir… supongo que quería decir eso… que estaba sola… como si yo no existiera. Luego ha habido una pausa más larga, mientras el tipo seguía hablándole y entonces ha dicho: «Muy bien, quédese donde está. Bajo en seguida». Luego me ha pedido que hiciera pasar al señor Lauder a su despacho si yo estaba por allí cuando llegara, yo le he dicho que así lo haría y me he largado.
—¿Está usted segura de esa conversación telefónica?
—Tan segura como de que estoy aquí sentada. Eso es lo que ha dicho, palabra por palabra.
—Usted ha hablado del «tipo» que había al otro lado. ¿Cómo sabe que era un hombre?
—Yo no he dicho que lo supiera. He pensado que debía de ser un hombre. Créame, si hubiera estado más cerca, lo habría sabido. A veces te puedes hacer una idea de quién está hablando por los ruiditos que hace el teléfono, pero como estaba de pie junto a la puerta…
—¿Y no ha podido oír la voz… ni siquiera un poquito?
—Nada de nada. Se conoce que hablaba en voz baja.
—¿Y qué ha pasado luego, señora Shorthouse?
—Pues que le he dicho adiós muy buenas y me he ido a lo mío, a la oficina general. Peter Nagle estaba allí, como siempre, distrayendo a la jovencita Priddy de su trabajo y Cully estaba en la cabina de recepción… lo que quiere decir que no ha sido ninguno de los dos. Peter se ha ido con el correo en cuanto ha llegado. Siempre lo hace a eso de las seis y cuarto.
—¿Ha visto a la señorita Bolam salir de su despacho?
—No, ya se lo he dicho. Yo estaba con Nagle y la señorita Priddy… pero la hermana sí que la ha visto. Pregúnteselo a ella. La hermana la ha visto cuando cruzaba el vestíbulo.
—Entendido. Ya he hablado con la hermana Ambrose. Lo que me preguntaba es si la señorita Bolam ha salido detrás de usted de esta habitación.
—No, no. Por lo menos no en seguida. A lo mejor ha pensado que al tipo le convendría esperar un poco.
—A lo mejor… —dijo Dalgliesh—, pero supongo que habría bajado a toda prisa si la hubiera telefoneado uno de los médicos.
La señora Shorthouse se echó a reír a carcajadas.
—Puede que sí y puede que no. No conocía usted a la señorita Bolam.
—¿Cómo era, señora Shorthouse?
—Pues… bien. Nos llevábamos bien. Le gustaba la gente que trabaja, y yo trabajo. Bueno, no hay más que ver cómo dejo este sitio…
—Sí, ya veo.
—Cuando decía pares, eran pares, y cuando decía nones, nones. Así es como yo la describiría. No era nada molesta cuando se la tenía detrás. Pero créame que, algunas veces, si una no se andaba con cuidado, podía ser bastante desagradable tenerla delante de la narices. Pero, aun así, a mí no me fastidiaba. Nos entendíamos bien.
—¿Sabe si tenía enemigos… alguien que le tuviera manía?
—Seguro que los tenía, ¿no le parece? Pero la cosa no es una simple manía. Sería llevar el rencor demasiado lejos, si quiere usted saber mi opinión. Mire usted —dijo, separando los pies y acercándose a Dalgliesh en tono confidencial—, la señorita Bolam crispaba los nervios a cualquiera. Hay gente así… usted ya me entiende… No pueden ser tolerantes. Lo que estaba bien, estaba bien, y lo que estaba mal, estaba mal, y no había medias tintas. Estricta. Eso es lo que era, estricta —el tono de la señora Shorthouse y el gesto tenso de sus labios expresaron el último adjetivo con una inflexibilidad irrefutable—. Está, por ejemplo, el asuntillo del libro de asistencia. Todos los médicos tenían que firmar para que la señorita Bolam pudiera mandar el informe mensual a la junta. Todo muy bien y muy correcto. Pues bien, ese libro solía estar encima de la mesa de la guardarropía de los médicos… y nadie se quejaba. Pero entonces, va la señorita Bolam y se da cuenta de que el doctor Steiner y el doctor McBain suelen llegar tarde y coge y se lleva el libro a su despacho para que todo el mundo tenga que entrar para firmar. Pero no se vaya usted a creer… eran muchas las veces que el doctor Steiner no firmaba. «Ya sabe que estoy aquí —decía él—. Y, además, yo soy médico, no un obrero de fábrica. Si quiere que firme en su dichoso libro, que lo vuelva a dejar en la guardarropía de los médicos». Los médicos han estado intentando sacársela de encima desde hace más de un año, eso lo sé yo de muy buena tinta…
—¿Y cómo lo sabe usted, señora Shorthouse?
—Digamos que lo sé. El doctor Steiner no la podía aguantar. Él está aquí en psicoterapia, psicoterapia intensiva. ¿Sabe usted qué es eso?
Dalgliesh le dijo que sí lo sabía, pero la señora Shorthouse le dirigió una mirada en la que la incredulidad luchaba con la desconfianza. Luego se acercó a él con gesto conspirador, como si le fuera a revelar una de las características menos respetables del doctor Steiner.
—Sigue una orientación psicoanalítica…, eso es, una orientación psicoanalítica. ¿Sabe a lo que quiero referirme con esos términos?
—Tengo una ligera idea.
—Pues entonces entenderá que no visita a demasiados pacientes. Dos por sesión, tres con mucha suerte, y un paciente nuevo cada ocho semanas. Eso no ayuda a que suban demasiado las cifras, la verdad…
—¿Qué cifras?
—Las de asistencia. Se mandan a la Junta Directiva del hospital y a la Junta Regional cada trimestre. ¡Y vaya una era la señorita Bolam para hacer subir las cifras!
—Entonces, seguro que el doctor Baguley contaba plenamente con la aprobación de la señorita Bolam. Sus sesiones de T.E.C. deben de estar muy concurridas.
—Y tanto que lo aprobaba… aunque lo de su divorcio era otra cosa.
—¿Y qué relación podía tener su divorcio con las cifras? —preguntó Dalgliesh con ingenua torpeza.
La señora Shorthouse lo miró compasivamente.
—¿Y quién ha dicho nada de cifras? Estábamos hablando de los Baguley. Pues lo del divorcio era porque el doctor Baguley tenía un asuntillo con la señorita Saxon. ¡Pero si ha salido en todos los periódicos!… «Esposa de psiquiatra presenta demanda contra psicóloga». Pero luego, de repente, la señora Baguley retiró la denuncia. Nunca se ha sabido por qué. Nadie lo ha sabido nunca. De todos modos, eso no hizo que cambiaran las cosas y el doctor Baguley y la señorita Saxon siguieron trabajando juntos como si nada. Y todavía siguen igual.
—¿De modo que Baguley y su esposa se reconciliaron?
—¿Y quién ha dicho que se reconciliaran? Siguieron casados, eso es todo lo que sé. Pero después de eso, la señorita Bolam ya nunca pudo dirigir una palabra agradable a la señorita Saxon. Y no es que hablara de ello, no. No era de ésas que andan cotilleando, en eso hay que decir la verdad. Pero siempre quiso que la señorita Saxon supiera lo que pensaba. La señorita Bolam estaba en contra de ese tipo de cosas, ¡anda si lo estaba! No tenía asuntos con nadie, ¡eso se lo digo yo!
Dalgliesh preguntó si alguien lo había intentado alguna vez. Normalmente preguntaba esas cosas con el máximo tacto, pero tenía la impresión de que con la señora Shorthouse esas sutilezas eran una pérdida de tiempo. La señora Shorthouse estalló en una carcajada.
—¿Y a usted qué le parece? No estaba hecha para los hombres. Al menos, que yo sepa. De todos modos, créame si le digo que algunos de los casos que tienen aquí le quitan a uno las ganas de sexo para toda la vida. Una vez la señorita Bolam fue a ver al director para quejarse de algunos informes que le daban a mecanografiar a la señorita Priddy. Decía que no eran decentes. Claro que siempre fue muy rara con Priddy. Si quiere que le diga la verdad, a mí me parece que estaba demasiado por aquella chiquilla. La señorita Priddy había estado en otro tiempo en el grupo de Guías de la señorita Bolam, cuando era joven, y supongo que ésta no querría perderla de vista, para que no olvidara lo que le habían enseñado. Se notaba que a la chiquilla le resultaba un poco embarazoso, pero no había nada malo en ello. Y si alguien le insinúa que lo había, no le haga caso, que hay muchos que tienen las cabezas un poco calenturientas… se lo digo yo.
Dalgliesh le preguntó si la señorita Bolam veía con buenos ojos la amistad entre la señorita Priddy y Nagle.
—¡Ah! ¿Conque ya sabe eso? Si quiere que le diga, a mí no me parece bien. Nagle es un tipo soso y más agarrado que el demonio. Y si no, ¡pruebe a sacarle dinero para el té! Él y Priddy siempre andan jugueteando por ahí y, si los gatos hablaran, le aseguro que Tigger tendría bastantes cosas que decir. Pero no creo que la señorita Bolam se diera cuenta de nada, siempre estaba en su despacho… De todos modos, a Nagle no le dan mucho pie en la oficina general y las taquígrafas de los médicos andan siempre muy ocupadas, así que no queda mucho para tontear. Nagle ya se las arregló para estar a buenas con la señorita Bolam. Era el niñito mimado, sí señor. Nunca faltaba, nunca llegaba tarde… así es nuestro Peter. Un lunes se quedó atascado en el metro, ¡y no vea usted lo nervioso que se puso! Esto perjudicaba su hoja de servicios, ¿entiende usted? Si hasta vino el uno de mayo… con gripe, porque tenía que venir a visitarse el Duque y ¡claro!, Peter Nagle tenía que estar aquí para controlar que todo se hacía como es debido. ¡Con treinta y nueve y medio se presentó! La hermana le tomó la temperatura. La señorita Bolam le envió a casa pitando, ¡créame! El doctor Steiner en persona lo llevó en su coche.
—¿Sabe todo el mundo que Nagle guarda sus herramientas en el cuarto de servicio de los vigilantes?
—¡Pues claro! ¡Es lógico! La gente siempre anda pidiéndole que arregle esto o aquello y, además, ¿dónde quiere que las tenga? ¡Y bueno es con sus herramientas! Todo el mundo sabe lo quisquilloso que es. Cully no puede ni tocarlas. Piense que no son de la clínica, son de Nagle. ¡Anda que no hubo jaleo ni nada hace cosa de seis semanas, cuando el doctor Steiner tomó prestado un destornillador para hacer no sé qué en su coche! Y como el doctor Steiner es como es, pues, ya se sabe, hizo una chapuza y, encima, dobló el destornillador. ¡La que se armó! Nagle creía que había sido Cully… tuvieron una discusión de mil demonios y Cully acabó con dolor de estómago… ¡pobre viejo! Luego Nagle se enteró de que alguien había visto al doctor Steiner salir del cuarto de servicio de los vigilantes con la herramienta, así que fue a quejarse a la señorita Bolam, que habló con el doctor Steiner y lo obligó a comprar un destornillador nuevo. ¡Las cosas que se ven aquí, créame! Nunca se aburre una… aunque nunca habíamos tenido un asesinato… ¡Eso es nuevo! Y además, no es un suceso muy divertido que digamos…
—Tiene usted razón. Si tiene usted alguna idea acerca de la persona que lo ha cometido, ahora es el momento de decirlo.
La señora Shorthouse se arregló uno de los rizos de la frente después de humedecerse el dedo, se envolvió mejor en su abrigo y se puso de pie, como queriendo dar a entender que, por lo que a ella respectaba, el interrogatorio había terminado.
—¡Descuide! Atrapar asesinos es trabajo de usted, jefe, y bienvenido sea. De todos modos, voy a decirle algo. No ha sido ninguno de los médicos. Les faltan agallas. Estos psiquiatras son todos un atajo de timoratos. ¡Digan lo que quieran de este asesino, pero el tipo tiene nervio!
Dalgliesh decidió pasar a interrogar a los médicos. Le sorprendía e interesaba la paciencia que tenían, el hecho de que hubieran aceptado su papel tan aprisa. Los había tenido esperando porque había juzgado más importante para su investigación interrogar primero a otras personas, incluso testigos aparentemente tan poco importantes como la asistenta. Parecía que se daban cuenta de que no pretendía ponerles nerviosos ni tenerlos en vilo innecesariamente. Dalgliesh no habría dudado en hacer cualquiera de las dos cosas si hubiera creído que podía ser útil a sus propósitos, pero sabía por experiencia que la información más valiosa casi siempre se consigue cuando el testigo no ha tenido tiempo de pensar y cuando la impresión o el temor pueden traicionarle empujándolo hacia la locuacidad o la indiscreción. Los médicos no se habían mantenido separados de los demás y habían estado esperando en el consultorio de la parte delantera como todo el mundo, en silencio y sin protestar. Daban por supuesto que Dalgliesh conocía su trabajo y dejaban que lo llevara a cabo. Se preguntaba si los cirujanos o los médicos consultores habrían sido tan complacientes y, al igual que el secretario, pensaba que había gente mucho más difícil de tratar que los psiquiatras.
La doctora Mary Ingram fue la primera en pasar, a petición del director médico. Tenía a tres niños esperándola y quería volver a casa junto a ellos cuanto antes. Mientras esperaba, había estado llorando espasmódicamente para fastidio de sus colegas, a quienes les costaba lo suyo consolar a alguien cuyo dolor les parecía absurdo e inoportuno. Al fin y al cabo, la enfermera Bolam se estaba comportando muy dignamente y eran parientes. Las lágrimas de la doctora Ingram aumentaban la tensión y despertaban un sentimiento de culpabilidad absurda en todos aquellos cuyas emociones eran menos complicadas. Se respiraba el sentimiento unánime de que había que mandarla a casa, con sus hijos, sin tardanza. Además, poco era lo que podía decir a Dalgliesh, pues sólo iba a la clínica dos veces por semana para ayudar en las sesiones de T.E.C. y apenas había conocido a la señorita Bolam. Había permanecido en la sala de T.E.C. con la hermana Ambrose durante todo aquel período de tiempo crucial que iba de las seis y veinte hasta las siete. Tras una pregunta de Dalgliesh, confirmó que era posible que el doctor Baguley hubiera salido un momento, pero no podía recordar cuándo ni durante cuánto tiempo había estado fuera. Al final del interrogatorio, miró a Dalgliesh con ojos enrojecidos.
—Descubrirá quién lo ha hecho, ¿verdad? —dijo—. ¡Esa pobre mujer! ¡Pobrecilla!
—Lo descubriremos —sentenció Dalgliesh.
El doctor Etherege era el siguiente, y facilitó a Dalgliesh todos los detalles personales que precisaba sin esperar a que se los preguntara.
—En lo que concierne a mis movimientos de esta tarde —prosiguió—, me temo que no podré ayudarle demasiado. He llegado a la clínica poco antes de las cinco y he ido al despacho de la señorita Bolam para hablar con ella antes de ir arriba. La conversación ha sido de carácter general. Me ha parecido que estaba perfectamente y no me ha dicho nada sobre si había pedido al secretario que fuera a hablar con ella. Hacia las cinco y cuarto he telefoneado a la oficina general para llamar a la señora Bostock, a la que he estado dictando hasta eso de las seis menos diez, hora en que ha bajado con el correo. Al cabo de unos diez minutos ya estaba de vuelta y hemos continuado con el dictado hasta poco antes de las seis y media, cuando se ha marchado a la habitación de al lado para pasar directamente a máquina unas cosas con una grabadora. Grabo algunas de mis sesiones de tratamiento y luego rebobino el material y hago que lo mecanografíen, ya sea con fines experimentales o para el historial médico. Luego he estado trabajando solo en mi consultorio, excepto un momento en que he ido a la biblioteca… no puedo acordarme del momento exacto, pero sí que ha sido después de que la señora Bostock se marchara… hasta que ha vuelto para consultarme una duda. Ha tenido que ser justo antes de las siete, porque estábamos juntos cuando la hermana ha telefoneado para decirme lo de la señorita Bolam. La señorita Saxon bajaba de su cuarto de la tercera planta para irse a su casa y, al coincidir en las escaleras, hemos bajado juntos al sótano. Por lo demás, ya está usted enterado de lo que hemos descubierto y de todas las medidas que he adoptado para garantizar que nadie saldría de la clínica.
—Al parecer, no ha olvidado usted ni el más mínimo detalle, doctor —dijo Dalgliesh— y, gracias a esa previsión, el campo de investigación ha quedado considerablemente reducido. Así pues, parece que el asesino se encuentra todavía en el edificio.
—Efectivamente, Cully me ha asegurado que no ha pasado nadie ante él sin que quedara constancia de su nombre en el libro de registro. Es el sistema que adoptamos en la casa. Es cierto que el hecho de que la puerta trasera estuviera cerrada con llave constituye un problema, pero estoy seguro de que usted es un oficial con la suficiente experiencia para dar de inmediato con la solución. No hay edificios inexpugnables. Él… la persona responsable… ha podido entrar a cualquier hora, incluso esta mañana temprano, y permanecer escondida en el sótano.
—¿Podría hacer alguna sugerencia con respecto al lugar donde ha permanecido escondida o de cómo ha salido de la clínica la persona en cuestión?
El director no respondió.
—¿Tiene alguna idea de quién podría haber sido?
El doctor Etherege pasó suavemente el dedo corazón por encima de la ceja derecha. Era un gesto que Dalgliesh ya le había observado en la televisión y, tanto entonces como ahora, advirtió que servía para desviar la atención hacia una mano elegante y una ceja bien dibujada, si bien, como indicación de una reflexión profunda, resultaba un gesto ligeramente falso.
—No, no tengo ni la menor idea. Toda esta tragedia me resulta incomprensible. No voy a decir que la señorita Bolam fuese una persona fácil de tratar, ya que a veces despertaba iras —dijo sonriendo, condescendiente—. No siempre resulta fácil llevarse bien con nosotros, y es probable que el administrador más brillante de cualquier centro psiquiátrico sea una persona mucho más tolerante que la señorita Bolam, menos obsesivo quizás. ¡Pero estamos hablando de asesinato! No puedo pensar que nadie, ni entre los pacientes ni entre el personal, deseara su muerte. Como director, considero horrible que haya en la clínica una persona tan perturbada y que yo no lo sepa.
—Tan perturbada o tan perversa —dijo Dalgliesh, incapaz de resistir la tentación.
El doctor Etherege volvió a sonreír, como si, recurriendo a una paciencia infinita, se dignara aclarar un punto difícil a un miembro un tanto obtuso del equipo de televisión.
—¿Perverso, dice usted? Me temo que no estoy capacitado para discutir términos teológicos.
—Ni yo tampoco, doctor —respondió Dalgliesh—, pero este crimen no parece obra de un loco. Hay toda una inteligencia detrás de él.
—Algunos psicópatas, superintendente, son sumamente inteligentes. Y no es que sea un especialista en psicopatía. Es un campo interesantísimo, pero no es mi especialidad. La Clínica Steen nunca ha tratado a este tipo de enfermos.
Dalgliesh pensó que, entonces, la Clínica Steen estaba en buenas manos. Puede que la ley sobre la salud mental de 1959 hubiera definido la psicopatía como un desorden que requería o era susceptible de tratamiento médico, pero no parecía haber demasiado entusiasmo entre los médicos por tratarla. Aquella palabra era poco más que un término del que se abusaba mucho en psiquiatría y que, en realidad, decía bien poco. El doctor Etherege sonrió, indulgente y sereno.
—Nunca he aceptado ninguna entidad como clínica sólo porque venga definida en una ley del Parlamento. Sin embargo, la psicopatía existe. De momento, no creo que sea susceptible de tratamiento médico, si bien estoy convencido de que no es susceptible de sentencia de cárcel. Ahora bien, no estamos seguros de que lo que estamos buscando sea un psicópata.
Dalgliesh preguntó al doctor Etherege si sabía dónde estaban guardadas las herramientas de Nagle y cuál era la llave que abría la puerta de la sala de archivos.
—Sabía dónde estaba la llave, porque si me quedo trabajando hasta tarde y estoy solo, a veces necesito algún informe antiguo y voy a buscarlo yo mismo. Me dedico a la investigación y, además, preparo conferencias y escribo, de modo que me interesa tener acceso a los historiales clínicos. La última vez que fui a buscar un informe fue hace diez días. No recuerdo haber visto nunca la caja de herramientas en el cuarto de los vigilantes, pero sabía que Nagle tenía un juego propio y que era quisquilloso en este punto. Supongo que si yo hubiera necesitado un escoplo, habría ido a buscarlo al cuarto de los vigilantes. Difícilmente las herramientas podían estar en otra parte. Lógicamente, en caso necesario, también habría ido a buscar el fetiche de Tippett en el departamento de terapia artística. ¡La elección de las armas ha sido bien curiosa! Lo que encuentro más interesante es el especial interés que ha puesto el asesino en centrar las sospechas en el personal de la clínica.
—Ante esas puertas cerradas con llave, las sospechas difícilmente habrían podido caer en otra parte.
—A eso es precisamente a lo que me refería, superintendente. Si, hoy por la tarde, uno de los miembros del personal hubiera matado a la señorita Bolam, probablemente habría querido desviar las sospechas de la relativa poca gente que se sabe se encontraba en el edificio a aquella hora. La manera más fácil de hacerlo habría sido abrir una de las puertas cerradas con llave. Habría tenido que llevar guantes, claro está, pero de todos modos creo que los llevaba.
—Efectivamente, no hay huellas en ninguna de las armas. Las han borrado, pero es probable que el asesino llevara guantes.
—Y, además, han dejado esas puertas cerradas con llave, la evidencia más clara de que el asesino se encontraba todavía en el edificio. ¿Por qué? Habría sido muy arriesgado dejar abierta la puerta trasera de la planta baja pues, como usted sabe, se encuentra entre la sala de T.E.C. y el cuarto del personal médico y, además, da a una calle bien iluminada. Habría sido muy difícil abrir esa puerta sin ser visto y el asesino difícilmente habría podido salir por allí. Pero hay dos salidas de incendios en la segunda y tercera planta y está además la puerta del sótano. ¿Por qué no ha dejado abierta una de ellas? Lógicamente, sólo hay una razón: porque el asesino no ha tenido tiempo entre la hora en que ha cometido el crimen y el momento en que se ha descubierto el cadáver o porque, deliberadamente, quería desviar las sospechas hacia el personal de la clínica, aunque ello implicara que él mismo corría más peligro.
—Habla usted de «él», doctor. ¿Cree usted, como psiquiatra, que deberíamos buscar a un hombre?
—Pues sí. A mí me parece obra de un hombre.
—¿A pesar de que el acto no requiera mucha fuerza? —preguntó Dalgliesh.
—Yo no pensaba fundamentalmente en la fuerza que requería, sino más bien en el método y en la elección del arma. Naturalmente, sólo puedo darle mi opinión, no soy criminólogo. Yo creo que es un crimen cometido por un hombre, claro que una mujer también habría podido cometerlo. Psicológicamente, es poco probable, pero físicamente, es perfectamente posible.
Dalgliesh pensaba que realmente lo era. Lo único que se necesitaba era nervio y algunos conocimientos. Por un momento trató de imaginar un intento: una cara bonita inclinada sobre el cuerpo de la señorita Bolam, una mano fina y femenina desabotonando el suéter y arremangando el fino jersey de cachemira. Luego, esa elección clínica del lugar exacto que había que atravesar y el gruñido arrancado por el esfuerzo, mientras la hoja se hundía en el objetivo elegido. Y, finalmente, el suéter ligeramente levantado para esconder el mango del escoplo, el horrible fetiche colocado sobre aquel cuerpo todavía crispado en una última mueca de burla y provocación. Dalgliesh habló al director acerca de la evidencia de aquella llamada telefónica, aportada por la señora Shorthouse.
—Nadie hasta ahora ha admitido haber hecho esa llamada. Parece como si le hubieran tendido una trampa para que bajara al sótano.
—No es más que una suposición, superintendente.
Dalgliesh señaló entonces mansamente que también era sentido común, base de cualquier trabajo fundamentado de la policía.
—Hay una lista colgada junto al teléfono de la entrada de la sala de historiales —dijo el director—. Cualquiera, incluso alguien ajeno a la clínica, habría podido conocer el número de la señorita Bolam.
—¿Pero cuál habría sido su reacción ante la llamada interior hecha por un extraño? Ella ha bajado sin rechistar. Ha tenido que reconocer la voz.
—Entonces ha tenido que ser alguien de quien no tenía por qué temer nada, superintendente. Y eso no concuerda con la suposición de que ella sabía alguna cosa peligrosa y de que ha sido asesinada para impedir que se lo comunicara a Lauder. Ha ido hacia la muerte sin sospechar nada y sin miedo. Por lo menos espero que haya muerto rápido y sin dolor.
Dalgliesh dijo que tendría más datos cuando tuviera el informe de la autopsia pero que, casi con toda seguridad, la muerte había sido instantánea.
—Ha tenido que pasar un momento horrible —añadió— cuando ha mirado hacia arriba y ha visto al asesino con el fetiche levantado, pero seguramente todo ha sucedido muy aprisa. No ha sentido nada después del golpe. Dudo, incluso, que haya tenido tiempo de gritar y, aunque lo hubiera hecho, el ruido habría quedado ahogado por todos estos montones de papeles. Además, me han dicho que la señora King ha armado bastante alboroto durante el tratamiento —hizo una pequeña pausa y luego preguntó con mucha suavidad—. ¿Qué le indujo a describir al personal cómo había muerto la señorita Bolam? Porque se lo ha descrito, ¿no es cierto?
—Naturalmente, los he reunido en el consultorio de la parte delantera, pues los pacientes estaban en la sala de espera, y les he dado una breve explicación. ¿Está usted insinuando que habría tenido que esconderles la noticia?
—Estoy insinuando que no era necesario que conocieran los detalles. Habría sido mucho más fácil para mí que no les hubiera contado lo de la puñalada. Puede que el asesino se hubiera delatado al demostrar que conocía más detalles que las personas inocentes.
—Soy psiquiatra, no detective —dijo el director sonriendo—. Aunque le parezca raro, mi reacción ante este crimen ha sido dar por sentado que el resto del personal compartiría mi dolor y mi horror en lugar de pensar en tenderles trampas. Quería darles la noticia yo mismo, con delicadeza y sinceridad. Siempre han contado con mi confianza y no veía ninguna razón para negársela ahora.
Bien, todo esto estaba muy bien, pensaba Dalgliesh, pero un hombre inteligente tenía que advertir forzosamente la importancia de dar el menor número de detalles posible y el director era un hombre muy inteligente. Al dar las gracias a su testigo y considerar terminado el interrogatorio, la mente de Dalgliesh empezó a trabajar en este problema. ¿Había sopesado cuidadosamente su posición antes de hablar con el personal? ¿Era tan poco premeditado como parecía el hecho de haberles revelado que había sido apuñalada? Por otro lado, habría sido imposible tener engañada a la mayor parte del personal. El doctor Steiner, el doctor Baguley, Nagle, la doctora Ingram y la hermana Ambrose habían visto el cadáver. La señorita Priddy también lo había visto, pero al parecer no había querido observarlo con mayor detenimiento. Esto dejaba a la enfermera Bolam, a la señora Bostock, a la señora Shorthouse, a la señorita Saxon, a la señorita Kettle y a Cully. Es probable que Etherege estuviera convencido de que ninguno de ellos era el asesino. Tanto Cully como la señora Shorthouse disponían de una coartada. ¿Acaso el director no había querido tender una trampa a la enfermera Bolam, a la señora Bostock y a la señorita Saxon? ¿O estaba tan íntimamente convencido de que el asesino tenía que ser un hombre que cualquier subterfugio para despistar a las mujeres le había parecido una pérdida de tiempo que probablemente no comportaría más que molestias y enojos? El director había sido muy tajante al dar a entender que cualquiera de los que estaban trabajando en la segunda o tercera planta podía haber tenido la oportunidad de dejar abierta una de las salidas de emergencia contra incendios. Y, además, él mismo había permanecido en el consultorio de la segunda planta. En cualquier caso, lo más lógico era que el asesino hubiera dejado abierta la puerta del sótano, y costaba creer que no hubiera tenido la oportunidad de hacerlo. Habrían bastado unos segundos para correr el cerrojo y dejar sentada la prueba de que el asesino se había escapado de la clínica por aquella salida. Por otra parte, se habían apresurado a correr el cerrojo de la puerta del sótano. ¿Por qué?
El siguiente era el doctor Steiner, un hombre bajito, aseado y aparentemente tranquilo. Bajo la luz de la lámpara de la señorita Bolam, su rostro bien afeitado parecía luminoso. A pesar de su serenidad, había estado sudando abundantemente. Un olor denso flotaba alrededor de sus ropas, especialmente alrededor de aquella convencional chaqueta negra de buen corte, propia de un médico. Dalgliesh se quedó sorprendido cuando le dijo que tenía cuarenta y dos años. Parecía más viejo. Aquella piel lisa, los ojos vivos y negros y aquel andar saltarín daban una impresión momentánea de juventud, pero ya estaba engordando y su pelo oscuro, cuidadosamente peinado hacia atrás, apenas si escondía aquella calva que era como una tonsura en la coronilla de la cabeza.
Al parecer, el doctor Steiner había decidido conceder un carácter social a aquel encuentro con el policía. Extendiendo su mano regordeta y bien cuidada, acompañó con una sonrisa el afable «¿Cómo está usted?» y preguntó si tenía el placer de estar hablando con el escritor Adam Dalgliesh.
—He leído sus poemas —anunció complacido—. Le felicito. Poseen una sencillez que es totalmente aparente. Empecé con el primer poema y lo leí de un tirón. Así es como leo yo la poesía. Pero después de diez páginas, empecé a pensar que posiblemente tenía ante mí un nuevo poeta.
Dalgliesh tuvo que admitir que el doctor Steiner no sólo había leído su libro, sino que, además, demostraba tener una cierta agudeza crítica. También era a las diez páginas de un libro cuando a veces él se planteaba que quizás estaba ante un nuevo poeta. El doctor Steiner le preguntó si conocía a Ernie Bales, el nuevo dramaturgo de Nottingham. Parecía tener esperanzas de que a Dalgliesh no le gustara, pero éste dijo no conocer al señor Bales y desvió la conversación de la crítica literaria hacia el propósito de su interrogatorio. Inmediatamente el doctor Steiner adoptó un aire de serenidad ofendida.
—Todo este asunto es horrible, absolutamente horrible. Yo he sido uno de los primeros que ha visto el cadáver, como usted debe de saber, y me ha afectado mucho. Siempre me ha horrorizado la violencia. Es un caso sumamente impresionante. El doctor Etherege, nuestro director, va a jubilarse a finales de este año y es de lo más desagradable que haya tenido que ocurrir una cosa así nada menos que durante los últimos meses que él pasa en esta casa.
Movió la cabeza con tristeza, pero Dalgliesh pensó que aquellos ojillos negros traslucían algo muy parecido a la satisfacción.
El fetiche de Tippett ya había revelado todos sus secretos al experto en huellas digitales y Dalgliesh lo había dejado ante él, encima del escritorio. El doctor Steiner alargó la mano para tocarlo, pero la retiró en seguida.
—Supongo que es mejor que me abstenga de tocarlo —dijo—, por lo de las huellas digitales —lanzó una rápida mirada a Dalgliesh y, al no recibir respuesta alguna, añadió—. Es un trabajo interesante, ¿no le parece? Muy notable. ¿Se ha fijado usted, superintendente, en las magníficas obras de arte que pueden realizar los enfermos mentales? Incluso enfermos sin experiencia previa ni aprendizaje alguno. Esto hace que me plantee preguntas muy interesantes sobre la naturaleza de las obras de arte. A medida que el enfermo se va recuperando, su trabajo se va deteriorando. La fuerza y la originalidad desaparecen de su obra. Y, una vez curados, su trabajo carece totalmente de valor. Tenemos varios ejemplos interesantes de trabajos hechos por los pacientes en el departamento de terapia artística, pero este fetiche se sale verdaderamente de lo corriente. Tippett estaba muy enfermo cuando lo talló y al poco tiempo ingresó en el hospital. Es esquizofrénico. Este fetiche refleja la típica apariencia de esa enfermedad crónica, con esos ojos de rana, y esa nariz aplastada. De hecho, hubo una época en que Tippett se parecía bastante a él.
—Supongo que todo el mundo sabía dónde se guardaba la talla.
—Por supuesto. Estaba en una de las estanterías del departamento de terapia artística. Tippett estaba muy orgulloso de ella y muchas veces el doctor Baguley la mostraba a los miembros de la junta cuando venían a hacer sus visitas de inspección. A la señora Baumgarten, la terapeuta artística, le gusta tener algunas de las mejores obras expuestas. Ahora está de baja por enfermedad, pero supongo que a usted ya le habrán enseñado su departamento.
Dalgliesh asintió.
—Algunos de mis colegas opinan que eso de la terapia artística es malgastar el dinero —le confió el doctor Steiner—. Es cierto que yo no comulgo con la señora Baumgarten, pero hay que ser tolerante. El doctor Baguley tiene un paciente detrás de otro y seguro que a los enfermos les resulta menos perjudicial entretenerse aquí abajo que someterse a T.E.C. Pero de ahí a insinuar que los esfuerzos artísticos de los pacientes puedan ayudar en el diagnóstico, me parece una sugerencia cogida por los pelos. Naturalmente que este comentario está provocado por el esfuerzo que apunta a que la señora Baumgarten sea promovida al rango de psicoterapeuta, me atrevería a decir que un tanto injustificadamente. Esta mujer no tiene ninguna preparación psicoanalítica.
—¿Y qué me dice del escoplo? ¿Usted sabía dónde se guardaba, doctor?
—Bueno, no exactamente, superintendente. Lo que quiero decir es que sabía que Nagle tenía algunas herramientas y que probablemente las guardaba en el cuarto de servicio de los vigilantes, pero no sabía en qué sitio exactamente.
—La caja de herramientas es grande, tiene una etiqueta muy evidente y está siempre encima de una mesita del cuarto de servicio de los vigilantes. Es difícil no reparar en ella.
—Evidentemente, pero yo no tengo ningún motivo para entrar en el cuarto de servicio de los vigilantes. Y lo mismo hay que decir de los demás médicos. A partir de ahora, habrá que cerrar esa caja con llave y guardarla en lugar seguro. La señorita Bolam cometió un grave error al permitir que Nagle tuviera la caja al alcance de todo el mundo. Al fin y al cabo, a veces tenemos pacientes perturbados y hay que tener en cuenta que algunas de esas herramientas pueden ser mortales.
—Eso parece.
—Esta clínica no se abrió para tratar a pacientes psicóticos vulgares, de eso no hay duda. Se fundó con el fin de crear un centro de psicoterapia de orientación analítica destinado especialmente a pacientes de la clase media particularmente inteligentes. Tratamos a gente que no soñaría en la vida con ingresar en un hospital para enfermos mentales y que, por otra parte, se sentiría desplazada en los departamentos psiquiátricos corrientes, reservados a pacientes externos. Además, es evidente que existe un elemento muy importante de investigación en nuestro trabajo.
—¿Qué hacía usted esta tarde entre las seis y las siete, doctor? —preguntó Dalgliesh.
El doctor Steiner pareció ofenderse ante aquella interrupción tan repentina, guiada por una vulgar curiosidad, en medio de una discusión tan interesante, pero respondió sumisamente que había estado ocupado en la sesión de psicoterapia habitual de los viernes por la tarde.
—He llegado a la clínica a las cinco y media, hora en que tenía la visita con mi primer paciente. Desgraciadamente, éste no se ha presentado. Su tratamiento ha llegado a un punto en que es de esperar que falte. El señor Burge tenía hora a las seis y cuarto y suele ser muy puntual. Le he estado esperando en el segundo consultorio de la planta baja y me he reunido con él en mi despacho hacia las seis y diez. Al señor Burge no le gusta que le tenga esperando en la sala de espera junto con los pacientes del doctor Baguley y créame que no lo culpo de ello. Supongo que ya habrá oído hablar de Burge. Es autor de aquella novela tan interesante titulada Las almas de los virtuosos, una exposición bastante brillante de los problemas sexuales que se esconden bajo los convencionalismos de un respetable barrio inglés de las afueras de la ciudad. Pero estoy prescindiendo del hecho de que, naturalmente, usted ya habrá interrogado al señor Burge.
Por supuesto que lo había hecho. Había resultado una experiencia tediosa y no poco ilustrativa. Claro que había oído hablar del libro del señor Burge, una obra de unas doscientas mil palabras, salpicada de episodios escabrosos, insertados con tan deliberada meticulosidad que sólo era necesario un simple ejercicio de cálculo aritmético para saber en qué página aparecería el siguiente. Dalgliesh no sospechaba de Burge en relación con ese asesinato. Un escritor capaz de aquel batiburrillo de sexo y sadismo era, probablemente, impotente y, sin lugar a dudas, tímido, aunque no necesariamente mentiroso.
—¿Está usted seguro de las horas, doctor? —preguntó Dalgliesh—. El señor Burge dice que ha llegado a las seis y cuarto y Cully lo tiene registrado a esa hora. Burge dice que ha pasado directamente a su consultorio, después de comprobar a través de Cully que no estaba usted visitando a ningún paciente, y que han pasado unos buenos diez minutos antes de que usted se reuniera con él. Parece que ya empezaba a impacientarse y que incluso se estaba planteando la posibilidad de preguntar dónde estaba usted.
El doctor Steiner no pareció ni asustado ni enfadado ante aquella traición de uno de sus pacientes. Sin embargo, se mostró incómodo.
—Es interesante que el señor Burge le haya dicho eso. Me temo que tendré que darle la razón. Ya me ha parecido verlo un poco enfadado al empezar la sesión y, si le ha dicho que me he reunido con él a las seis y veinticinco, no tengo ninguna duda de que debe de ser verdad. El pobre hombre ha tenido una sesión muy corta e incompleta esta tarde y es muy desagradable que haya ocurrido así a estas alturas del tratamiento.
—Entonces, si no estaba usted en el consultorio de la parte delantera cuando ha llegado su paciente, ¿dónde estaba? —insistió Dalgliesh con amabilidad.
La expresión del doctor Steiner cambió radicalmente. De pronto pareció avergonzado, como un niño al que han pescado con las manos en la masa. No tenía cara de asustado, pero sí de tremendamente culpable. Aquella metamorfosis de psiquiatra a delincuente que no sabe dónde meterse era casi cómica.
—¡Pero si ya se lo he dicho, superintendente…! Estaba en el consultorio número dos, el que se encuentra entre el consultorio de la parte delantera y la sala de espera de los pacientes.
—¿Haciendo qué, doctor?
¡Realmente era para troncharse de risa! ¿Qué podía haber estado haciendo para sentirse tan sumamente incómodo? En la mente de Dalgliesh se barajaban las posibilidades más extravagantes. ¿Leyendo pornografía? ¿Fumando marihuana? ¿Seduciendo a la señora Shorthouse? Era evidente que no podía ser nada tan convencional como planear un asesinato. Pero el doctor ya había decidido que había que decir la verdad.
—Le parecerá tonto, lo sé —farfulló con franqueza, avergonzado—, pues… bien… hacía bastante calor y había tenido un día muy ajetreado y como el diván estaba allí… —soltó una risita nerviosa—. La verdad es que, superintendente, a la hora en que se supone que murió la señorita Bolam yo estaba, como se dice en román paladino, echando una siestecita.
Una vez se hubo quitado de encima el peso de una confesión tan embarazosa como aquélla, el doctor Steiner se volvió terriblemente charlatán y a Dalgliesh le costó lo suyo quitárselo de encima. Finalmente logró convencerle de que, de momento, no podía hacer nada más para ayudarle y el doctor Baguley pasó a ocupar su sitio.
Al igual que el resto de sus colegas, el doctor Baguley no se quejó por haberlo hecho esperar tanto, pero la espera había hecho mella en él. Todavía llevaba puesta la bata blanca y se la enrolló más al cuerpo al acercar una silla y sentarse. Parecía tener dificultades a la hora de encontrar una postura cómoda: encogió repetidas veces los hombros caídos y cruzó y descruzó las piernas. Las arrugas que recorrían su rostro desde la nariz a la boca parecían más profundas, tenía el pelo húmedo y sus ojos negros eran como pozos bajo la luz de la lámpara del escritorio. Encendió un cigarrillo y, después de revolver en el bolsillo de la bata, sacó un trozo de papel y se lo entregó a Martin.
—He escrito todos mis datos personales en ese papel. Así ahorramos tiempo.
—Muchas gracias —contestó Martin impertérrito.
—Le diré también que no tengo ninguna coartada para los veinte minutos después de las seis y cuarto. Supongo que ya le habrán dicho que he salido de la sala de T.E.C. pocos minutos antes de que la hermana viera a la señorita Bolam por última vez. He ido a la guardarropía del equipo médico que se encuentra al fondo del vestíbulo para fumarme un cigarrillo. No había nadie, ni ha entrado nadie. No me he dado mucha prisa en regresar a la sala de T.E.C., de modo que supongo que serían las siete menos veinte cuando me he reunido con la doctora Ingram y con la hermana. Naturalmente, las dos habían estado juntas todo ese rato.
—Eso me ha dicho la hermana.
—Resultaría ridículo pensar que alguna de las dos pudiera estar involucrada en el crimen, pero de todos modos me alegro de que estuvieran juntas. Supongo que cuanta más gente elimine, mejor para usted. Siento no tener ninguna coartada y me temo que no podré ayudarle en ninguna otra cosa, pues no he oído ni he visto nada.
Dalgliesh le preguntó al doctor qué había estado haciendo aquella tarde.
—Pues lo de siempre, por lo menos hasta las siete. He llegado un poco antes de las cuatro y he ido al despacho de la señorita Bolam para firmar en el libro de asistencia. Antes el libro solía estar en la guardarropía del equipo médico, pero hace poco que ella lo trasladó a su despacho. Hemos estado hablando un ratito, pues ella tenía algunas dudas acerca de las medidas a tomar en relación con mi nueva máquina de T.E.C., y luego he empezado con mis visitas. Hemos estado muy ocupados hasta poco después de las seis y, además, tenía que bajar para ver de vez en cuando a la paciente sometida a ácido lisérgico. La enfermera Bolam la atendía en la sala de tratamiento del sótano. Pero me olvidaba de que seguramente ya habrá hablado usted con la señora King.
La señora King y su esposo habían permanecido sentados en la sala de espera de los pacientes desde la llegada de Dalgliesh y éste había tardado muy poco en convencerse de que no podían tener nada que ver con el asesinato. La mujer todavía estaba afectada y un poco desorientada y, mientras estaba sentada ante él, apretaba con fuerza la mano de su marido. Éste había llegado a la clínica para llevar a su esposa a casa pocos minutos después de que el sargento Martin llegara con sus hombres. Dalgliesh había interrogado amablemente a la mujer unos minutos y había dejado que se marchara a su casa. No necesitaba que el director médico se lo corroborara para convencerse de que aquella paciente no había podido dejar la cama para cometer un asesinato. Pero, por otra parte, estaba seguro de que no estaba en condiciones de proporcionar una coartada a nadie, de modo que preguntó al doctor Baguley a qué hora había visto a la paciente por última vez.
—He entrado a echarle una ojeada justo después de llegar, antes de empezar el tratamiento de shock. Le habían administrado el fármaco a las tres y media y la paciente estaba empezando a reaccionar. Debo aclararle que el LSD se administra con el fin de que el paciente resulte más accesible a la psicoterapia, debido a que permite eliminar algunas de las inhibiciones más profundamente arraigadas. Únicamente se administra bajo una vigilancia extrema y nunca se deja solo al paciente. La enfermera Bolam ha vuelto a llamarme a las cinco y me he quedado con la paciente unos cuarenta minutos. Hacia las seis menos veinte he vuelto a subir para mi última sesión de tratamiento de shock. De hecho, el último paciente de T.E.C. ha salido de la clínica pocos minutos después de que fuera vista la señorita Bolam por última vez. A partir de las seis y media he estado escribiendo y poniendo orden en mis notas.
—¿Ha observado, al pasar por delante de la sala de historiales médicos a las cinco, si la puerta estaba abierta?
—Creo que estaba cerrada —dijo el doctor Baguley, después de reflexionar unos instantes—. Es difícil asegurarlo con certeza, pero estoy convencido de que, si hubiera estado abierta o entornada, me habría dado cuenta.
—¿Y cuando ha dejado a su paciente a las seis menos veinte?
—Pues lo mismo.
Dalgliesh formuló de nuevo las preguntas rutinarias, inevitables y de rigor. ¿Tenía enemigos la señorita Bolam? ¿Se le ocurría al doctor algún motivo por el que alguien pudiera desear su muerte? ¿La había visto preocupada últimamente? ¿Tenía alguna idea acerca de la razón por la que había mandado llamar al secretario? ¿Podía descifrar lo que había escrito en su cuaderno de notas? Sin embargo, el doctor Baguley no podía ayudarle.
—En cierto modo, era una mujer muy especial… —dijo—. Un poco agresiva y la verdad es que no estaba muy a gusto con nosotros. Pero era totalmente inofensiva, la última persona que habría incitado a la violencia. No es cuestión de andar repitiendo lo desconcertante que resulta todo esto, pues las palabras parecen perder sentido a fuerza de irlas repitiendo. Pero supongo que todos debemos de sentir lo mismo. ¡Todo esto resulta inaudito! ¡Increíble!
—Ha dicho usted que no estaba contenta de estar aquí. ¿Acaso es una clínica difícil de llevar? Por lo que he oído decir, la señorita Bolam no era una persona especialmente dotada a la hora de tratar con personalidades conflictivas.
—¡Ah, bueno…! No vaya usted a creer todo lo que oye por ahí. Somos bastante individualistas, pero en general nos llevamos bastante bien unos con otros. Steiner y yo tenemos algunos roces, pero no llega la sangre al río. Steiner querría que esto se convirtiera en un centro de práctica de psicoterapia, con encargados de archivos y personal no médico corriendo por ahí como ratones y… un poco de investigación. Uno de esos lugares en los que se derrocha tiempo y dinero y donde, además, se trata a pacientes, especialmente psicóticos. Pero no hay peligro de que se salga con la suya… la Junta Regional no lo permitirá por nada del mundo.
—¿Y qué opinaba la señorita Bolam de todo eso, doctor?
—En rigor, no estaba en situación de opinar al respecto, pero eso no le paraba los pies. Era antifreudiana y proecléctica, estaba contra Steiner y a favor de mí…, si usted quiere. Pero eso no quiere decir nada. Ni el doctor Steiner ni yo íbamos a machacarle la cabeza para ventilar nuestras diferencias doctrinales. Como puede usted ver, todavía no hemos levantado el cuchillo el uno contra el otro. Todo esto no tiene nada que ver.
—Estoy inclinado a pensar lo mismo que usted —dijo Dalgliesh—. La señorita Bolam fue asesinada con premeditación y con una pericia considerable. Creo que el móvil es de mucho mayor peso y más importante que una mera diferencia de opinión o que una incompatibilidad entre dos personalidades. Hablando de otra cosa, ¿sabía cuál era la llave que abría la sala de historiales?
—Por supuesto que lo sabía. Cuando necesito un historial antiguo voy yo mismo a buscarlo. También estoy al corriente, por si puede serle de alguna ayuda, de que Nagle guarda su caja de herramientas en el cuarto de descanso de los vigilantes. Es más, sólo llegar esta tarde, la señorita Bolam me ha dicho lo de Tippett. Pero eso carece de importancia, ¿no le parece? Es imposible que se plantee usted seriamente que el asesino quería implicar a Tippett.
—Puede que no. Dígame, doctor, conociendo como conocía a la señorita Bolam, ¿cuál cree que habría sido su reacción al encontrar los historiales clínicos esparcidos por el suelo?
El doctor Baguley pareció sorprendido y luego se rió bruscamente.
—¿La señorita Bolam? ¡Vaya pregunta! ¡Estaba obsesionada por el orden! Seguro que se habría puesto a recogerlos.
—¿No habría sido más lógico que hubiera llamado a uno de los vigilantes para que los recogiera él o que los hubiera dejado allí como prueba hasta descubrir al culpable?
El doctor Baguley se quedó pensativo unos momentos y pareció arrepentirse de aquella primera afirmación tan categórica.
—Es imposible saber qué habría hecho. No se trata más que de meras suposiciones. Quizá tenga usted razón y a lo mejor habría llamado a Nagle. El trabajo no la asustaba, pero era muy consciente de su posición como oficial administrativa. De una cosa sí estoy seguro: no habría dejado la habitación en aquel desorden. Era de esas personas que no pueden pasar por delante de un cuadro o de una alfombra sin rectificar su posición si no es la correcta.
—¿Y qué me dice usted de su prima? ¿Se parecen? Tengo entendido que la enfermera Bolam trabaja con más frecuencia para usted que para los otros médicos.
Dalgliesh advirtió la súbita mueca de disgusto que había provocado su pregunta. El doctor Baguley, que se mostraba tan cooperativo y tan franco cuando se trataba de hablar de sus propios motivos, no estaba dispuesto a comentar los motivos de los demás. ¿O era quizá que la situación de indefensión de la enfermera Bolam había despertado sus instintos protectores? Dalgliesh esperaba una respuesta.
—Yo no diría que las dos primas se parecieran —dijo el doctor, fríamente, al cabo de un minuto—. Ya se habrá formado usted su propia opinión acerca de la enfermera Bolam, pero lo único que puedo decirle es que tengo plena confianza en ella, como enfermera y como persona.
—Es la heredera de su prima, ¿lo sabía usted?
La deducción era demasiado obvia para no captarla y el doctor Baguley estaba demasiado harto para soportar la provocación.
—Pues no, no lo sabía. Pero espero por el bien de la señorita Bolam que la dichosa herencia sea cuantiosa y que su madre y ella puedan disfrutarla en paz. Y también espero que no pierda usted el tiempo sospechando de gente inocente. Cuanto antes aclare este asesinato, mejor. La situación está haciéndose insostenible para todos nosotros.
¿Así que el doctor Baguley sabía lo de la madre de la enfermera Bolam? En seguida pensó, sin embargo, que debía de saberlo la mayoría del personal de la clínica. Dalgliesh le hizo una última pregunta.
—Doctor, me ha dicho usted que ha estado solo en el guardarropía del equipo médico desde las seis y cuarto hasta las siete menos veinte aproximadamente. ¿Qué ha estado usted haciendo?
—He ido al baño, me he lavado las manos, he fumado un cigarrillo, he estado pensando.
—¿Y eso es todo lo que ha hecho durante esos veinticinco minutos?
—Sí, eso es todo, superintendente.
El doctor Baguley era un mentiroso bastante torpe. Aunque su vacilación sólo había sido momentánea, su rostro no había cambiado de color, los dedos con que sujetaba el cigarrillo se habían mantenido bastante firmes, el tono de la voz había sido indiferente y su desinterés excesivamente controlado. Pero le había costado visible esfuerzo enfrentarse con la mirada de Dalgliesh. El médico era demasiado inteligente para añadir nada a su declaración, pero sus ojos resistieron la mirada del detective como si estuviera deseando que Dalgliesh repitiera la pregunta y ya se estuviera preparando para contestarla.
—Muchas gracias, doctor —dijo Dalgliesh con tranquilidad—, esto es todo por el momento.