EL doctor Paul Steiner, psiquiatra de la Clínica Steen, estaba sentado en el consultorio situado en la parte delantera de la planta baja y escuchaba la explicación extraordinariamente racional de un paciente acerca del fracaso de su tercer matrimonio. El señor Burge estaba cómodamente tumbado en el diván para poder exponer mejor las complicaciones de su psique, mientras que el doctor Steiner estaba sentado en la cabecera, en una de las sillas que la junta directiva del hospital, tras concienzudo estudio, había seleccionado para uso de sus médicos. Era un mueble funcional y no era feo del todo, pero no permitía recostar la cabeza. De vez en cuando, un tirón repentino en los músculos del cuello arrancaba al doctor Steiner de su olvido momentáneo para devolverlo a la realidad de su viernes por la tarde en la clínica de psicoterapia. Aquél había sido un caluroso día de octubre. Después de dos semanas de fuertes heladas, que habían hecho tiritar al personal de la clínica, la fecha oficial para la puesta en funcionamiento de la calefacción central había ido a coincidir con uno de esos espléndidos días de otoño en los que la plaza en la que estaba situada la clínica quedaba bañada por una luz dorada y las dalias tardías de su jardín cercado, resplandecientes como una caja de colores, habían brillado con el esplendor del verano. Eran casi las siete. Fuera, el calor del día hacía un buen rato que había cedido, primero a la neblina y finalmente a una fría oscuridad. Sin embargo, dentro de la clínica, había quedado atrapado el calor de mediodía y el aire, pesado e inmóvil, parecía haberse enrarecido con el murmullo de tanta conversación.
El señor Burge se explayaba en la inmadurez, frialdad e insensibilidad de sus esposas en un tono de falsete quejumbroso. El instinto clínico del doctor Steiner, que acusaba las consecuencias de una buena comilona y de la poco sabia elección de un buñuelo de crema para su té de media tarde, le decía que todavía no había llegado el momento de señalar que el único defecto que compartían las tres señoras Burge radicaba en una curiosa falta de criterio a la hora de elegir marido. El señor Burge todavía no estaba preparado para afrontar la cruda realidad de su propia ineptitud.
El doctor Steiner no se sentía moralmente molesto por el comportamiento de su paciente y, de hecho, hubiera sido de lo más poco ético si un sentimiento tan impropio como aquél hubiera enturbiado su criterio. Había pocas cosas en la vida capaces de enojar al doctor Steiner en el aspecto moral y la mayoría tenían que ver con su propio bienestar. De hecho, muchas de ellas estaban relacionadas con la Clínica Steen y su administración. No le gustaba nada la oficial administrativa, la señorita Bolam, y veía la preocupación de ésta por el número de pacientes que él visitaba por sesión y la precisión de sus dietas de viaje como parte de una sistemática política de persecución. Se sentía agraviado por el hecho de que sus tardes del viernes en la clínica coincidieran con la sesión de terapia de electro-convulsión del doctor James Baguley, lo cual obligaba a sus pacientes de psicoterapia, todos ellos sumamente inteligentes y conscientes del privilegio que suponía que él los visitara, a sentarse en la sala de espera con el abigarrado tropel de amas de casa deprimidas, de habitantes de las afueras de la ciudad, y con los psicóticos mal educados que Baguley parecía entusiasmado en ir coleccionando. El doctor Steiner se había negado a utilizar uno de los consultorios de la tercera planta, resultado de la colocación de tabiques en habitaciones georgianas espaciosas y elegantes, porque no sólo los consideraba cubículos desproporcionados y desagradables sino, además, inadecuados, dado su cargo y la importancia de su trabajo. Por otro lado, no había creído conveniente cambiar la hora de su consulta, lo cual implicaba que Baguley tendría que cambiar la suya. Sin embargo, el doctor Baguley se había mantenido firme, y aquí el doctor Steiner había vuelto a ver la influencia de la señorita Bolam. Su petición para insonorizar los consultorios de la planta baja había sido desestimada por la junta directiva del hospital alegando su elevado coste. En cambio, no habían puesto ningún reparo a la hora de proporcionar a Baguley un moderno y carísimo artefacto con el que podría despertar en sus pacientes las pocas luces que todavía les quedaban. Es verdad que la junta médica de la clínica había estudiado la propuesta, pero la señorita Bolam no había escondido en ningún momento de qué lado estaba. En sus diatribas contra la oficial administrativa, el doctor Steiner creyó conveniente olvidar que la influencia de ésta sobre la junta médica era nula.
Las molestias que causaban las sesiones de T.E.C. eran difíciles de olvidar. La clínica había sido edificada en los tiempos en que los hombres construían edificios para que duraran, pero ni siquiera la sólida puerta de roble del consultorio era capaz de amortiguar el ruido de las idas y venidas de los viernes por la tarde. La puerta principal se cerraba a las seis y los pacientes que se visitaban por la tarde esperaban el permiso para entrar o salir desde que, hacía unos cinco años, una enferma entró sin ser vista, se escondió en los lavabos del sótano y fue a elegir ese inmundo lugar para suicidarse. Las sesiones de psicoterapia del doctor Steiner se veían constantemente interrumpidas por el timbre de la puerta principal, los pasos de los pacientes que entraban o salían, o los tremendos vozarrones de familiares y acompañantes que animaban al paciente o se despedían a gritos de la hermana Ambrose. El doctor Steiner se preguntaba por qué razón los familiares creían necesario gritar a los pacientes, como si además de psicóticos fueran sordos aunque, considerándolo bien, lo más probable es que después de una sesión con Baguley y su diabólico artefacto lo fueran de verdad. Lo peor de todo, sin embargo, era la mujer de la limpieza de la clínica, la señora Shorthouse. Lo lógico hubiera sido que Amy Shorthouse tuviera tiempo de hacer la limpieza por la mañana temprano, como es práctica habitual, ya que de este modo las molestias para el personal de la clínica habrían sido mínimas. Sin embargo, la señora Shorthouse aseguraba que necesitaba dos horas extra por la tarde para terminar su trabajo, cosa que la señorita Bolam había aceptado. En opinión del doctor Steiner, poca era la limpieza que se hacía los viernes por la tarde. La señora Shorthouse sentía especial predilección por los pacientes de T.E.C. —de hecho, el doctor Baguley había visitado a su marido en una ocasión— y normalmente se la veía merodeando por el vestíbulo y por las oficinas centrales de la planta baja siempre que se celebraba una consulta. El propio doctor Steiner lo mencionó en más de una ocasión ante la junta médica y le indignó el desinterés general de sus colegas frente al problema. La señora Shorthouse necesitaba que alguien le recomendara que trabajara sin ser vista y no se le debía permitir que se quedara en el edificio de cháchara con los pacientes. La señorita Bolam, que era tan absurdamente estricta con otros miembros del personal, no mostraba ninguna intención de poner a raya a la señora Shorthouse. Ya se sabe que las buenas asistentas son difíciles de encontrar, pero cualquier oficial administrativa que conociera bien su trabajo hubiera debido arreglárselas para dar con una. La falta de mano dura no solucionaba las cosas. Sin embargo, no había manera de convencer a Baguley de que se quejara a la señora Shorthouse y, por otra parte, era seguro que la señorita Bolam no criticaría jamás a Baguley. Seguramente la pobre mujer estaba enamorada de él. Le correspondía a Baguley tomar una actitud firme, en lugar de rondar por la clínica con su ridícula bata blanca, tan larga que parecía un dentista de segunda fila. Evidentemente, aquel hombre no tenía ni la menor idea de la dignidad con la que debe llevarse una clínica consultorio.
De pronto se oyó el ruido de unas botas a lo largo del corredor. Probablemente era el viejo Tippett, un esquizofrénico crónico, paciente de Baguley, que desde hacía nueve años pasaba las tardes de los viernes en el departamento de terapia artística tallando madera. Pensar en Tippett empeoró el mal humor del doctor Steiner. Aquel hombre no hubiera debido estar en la Steen. De estar lo suficientemente bien para salir del hospital, cosa que el doctor Steiner ponía en duda, hubiera debido acudir a un hospital de día o a cualquiera de los talleres subvencionados por la junta del distrito. Los pacientes como Tippett eran los que daban una reputación dudosa a la clínica y los que ensombrecían su verdadera función como centro de psicoterapia de orientación analítica. El doctor Steiner se sintió verdaderamente incómodo cuando uno de sus pacientes más cuidadosamente seleccionados tropezó con Tippett, que andaba por la clínica a gatas un viernes par la tarde. No era seguro que Tippett anduviera por ahí… El día menos pensado se produciría un accidente y entonces Baguley tendría problemas.
La halagadora imagen de su colega en apuros se vio interrumpida por el timbre de la puerta principal. Pero bueno, ¡era el colmo! Al parecer, esta vez se trataba de un coche de servicio del hospital que venía a recoger a un paciente. La señora Shorthouse corrió hacia la puerta para que se apresuraran. Sus odiosos alaridos retumbaron por todo el vestíbulo:
—¡Adiós, majos! Hasta la próxima semana. ¡Andaos con cuidado!
El doctor Steiner dio un respingo y cerró los ojos. Sin embargo, su paciente, afortunadamente ocupado hablando de sí mismo, su pasatiempo favorito, no pareció darse cuenta de nada. De hecho, el latoso gimoteo del señor Burge no había decaído un momento durante los últimos veinte minutos:
—No me tengo por una persona fácil. No lo soy, soy un tipo complicado y eso es algo que ni Theda ni Sylvia comprendieron jamás. Claro que las raíces del problema son profundas. ¿Recuerda la consulta que tuvimos en junio? Creo que en aquella ocasión salieron a la luz algunos puntos básicos.
El terapeuta no recordaba la visita en cuestión, pero le traía sin cuidado. Con el señor Burge, los puntos básicos estaban siempre cerca de la superficie y era de esperar que emergieran por sí solos. Se hizo una paz inefable. El doctor Steiner empezó a hacer garabatos en su cuaderno de notas, los estudió con interés y atención, volvió a examinarlos de nuevo con el cuaderno colocado al revés y, por un momento, se sintió mucho más preocupado por su propio subconsciente que por el de su paciente. De pronto le pareció oír un ruido que venía de fuera, débil al principio, pero cada vez más audible. Una mujer estaba chillando en alguna parte. Era un grito espantoso, agudo, persistente y absolutamente desgarrador. Su efecto en el doctor Steiner fue especialmente desagradable, pues era tímido por naturaleza y sumamente nervioso. A pesar de que su trabajo lo enfrentaba con alguna que otra crisis emocional, era más experto en eludir situaciones críticas que en afrontarlas. El temor, sin embargo, cedió paso a la indignación y el doctor Steiner, de pronto, se puso en pie de un salto y empezó a chillar.
—¡Ah, no! ¡Esto ya es demasiado! ¿Qué estará haciendo la señorita Bolam? ¡Se supone que en este lugar tiene que haber un encargado!
—¿Ocurre algo? —preguntó el señor Burge, incorporándose como un muñeco de resorte de una caja de sorpresas y bajando media octava la voz.
—No, nada, nada. Una mujer que tiene un ataque de histeria, eso es todo. Quédese donde está. Vuelvo en seguida —ordenó el doctor Steiner.
El señor Burge volvió a tumbarse, pero aguzó la vista y el oído centrándolos en la puerta. Así que accedió al vestíbulo, el doctor Steiner vio que un pequeño grupo de gente se volvía a mirarlo. Jennifer Priddy, la mecanógrafa, estaba abrazada a uno de los vigilantes, Peter Nagle, que la consolaba dándole palmaditas en el hombro, un tanto azorado y confuso. La señora Shorthouse también estaba presente. Los gritos de la chica ahora se habían convertido en lloriqueo, aunque le temblaba todo el cuerpo y estaba tremendamente pálida.
—¿Qué ocurre? —preguntó el doctor Steiner abruptamente—. ¿Qué le pasa?
Antes de que nadie pudiera responderle se abrió la puerta de la sala de T.E.C. y el doctor Baguley apareció, seguido de la hermana Ambrose y de su anestesista, la doctora May Ingram. En un momento el vestíbulo se llenó de gente.
—Tranquilícese… Eso, es, ¡buena chica! —dijo suavemente el doctor Baguley—. Estamos intentando hacer funcionar una clínica —y dirigiéndose a Peter Nagle le preguntó en voz baja—. ¿Qué está pasando aquí?
Cuando ya parecía que Nagle iba a hablar, la señorita Priddy consiguió dominarse y, soltando a Nagle, se volvió hacia el doctor Baguley y dijo con toda claridad:
—Se trata de la señorita Bolam. Está muerta. Alguien la ha matado. Está en la sala de historiales del sótano, asesinada. Yo la he encontrado. ¡Han asesinado a Enid!
Se abrazó a Nagle y rompió a llorar de nuevo, pero esta vez más sosegada. Aquel terrible temblor de su cuerpo había desaparecido.
—Llévela a la sala de tratamiento —ordenó el doctor Baguley al vigilante— y haga que se tumbe. Mejor, déle algo de beber. Aquí tiene la llave. Vuelvo en seguida.
Baguley se dirigió hacia las escaleras del sótano y los demás, abandonando la chica a los cuidados de Nagle, se dispusieron a seguirlo, empujándose entre sí. El sótano de la Steen estaba muy bien iluminado y la clínica utilizaba todas las habitaciones de que disponía ya que, como la mayor parte de centros psiquiátricos, padecía una falta de espacio crónica. Allí, al final de las escaleras, además de la sala de las calderas, la centralita telefónica y el cuarto de los vigilantes, había el departamento de terapia artística, un archivo de historiales médicos y, en la parte frontal del edificio, una sala para pacientes sometidos a tratamiento con ácido lisérgico. Cuando la pequeña comitiva llegó al pie de las escaleras, se abrió la puerta de la sala y la enfermera Bolam, prima de la señorita Bolam, apareció en el umbral como la sombra de un fantasma, vestida con un uniforme blanco que contrastaba con la oscuridad de la habitación que tenía a sus espaldas. Su voz suave y vacilante llegó hasta ellos flotando a través del corredor.
—¿Ocurre algo? Hace unos minutos me ha parecido oír un grito.
—No ocurre nada, enfermera —sentenció bruscamente la hermana Ambrose con autoridad—. Vuelva con su paciente.
La silueta blanca desapareció y se cerró la puerta.
—Y usted no tiene nada que hacer aquí, señora Shorthouse —añadió la hermana Ambrose, dirigiéndose a la asistenta—, de modo que haga el favor de subir arriba. Puede que a la señorita Priddy le apetezca una taza de té.
La señora Shorthouse refunfuñó contrariada, pero tuvo que emprender la retirada muy a su pesar. Los tres médicos, seguidos por la hermana, continuaron adelante.
La sala de historiales médicos quedaba a la derecha, entre el cuarto de los vigilantes y el departamento de terapia artística. La puerta estaba entornada y las luces encendidas.
El doctor Steiner, que se había vuelto extrañamente consciente de los más mínimos detalles, advirtió que la llave estaba en la cerradura. No se veía a nadie en los alrededores. Las estanterías metálicas, con sus carpetas de manila llenas a reventar, llegaban hasta el techo y se extendían en ángulo recto hasta la puerta, formando una serie de pasillos, cada uno iluminado por un tubo fluorescente. Las cuatro ventanas que había en lo alto tenían rejas y estaban atravesadas por las estanterías. Era, en suma, un cuartucho con poca ventilación, en el que apenas entraba nadie y que se limpiaba raras veces. El pequeño cortejo se adentró por el primer pasillo y giró a la izquierda hasta llegar a un pequeño espacio sin ventanas ni estanterías, amueblado con una mesa y una silla utilizadas para clasificar los informes destinados al archivo o para copiar información de las notas sin necesidad de tener que llevarse todo el archivador. Todo estaba patas arriba. La silla estaba volcada y el suelo estaba sembrado de informes. Algunos tenían las cubiertas dobladas y arrancadas las hojas, otros estaban tirados en montones medio deshechos debajo de los huecos de la estantería, que parecía insuficiente para soportar el peso de tanto papel. En medio de aquel desorden, cual una Ofelia regordeta y un tanto absurda, flotando en un mar de papeles, yacía el cuerpo de Enid Bolam. Una figura grotesca y pesada tallada en madera reposaba contra su pecho y sus manos amparaban de tal modo su base que la escena parecía una horrible parodia de la maternidad, con la criatura junto al seno de la madre, conforme a la tradición.
Estaba muerta, no cabía ninguna duda. A pesar del horror y de la repugnancia que sentía, el doctor Steiner no podía equivocarse en su diagnóstico.
—¡Tippett! —exclamó mirando la figura de madera—. ¡Éste es su fetiche! Es la talla de la que se siente tan orgulloso. ¿Dónde se ha metido? ¡Baguley, es su paciente! ¡Será mejor que sea usted quien se encargue del asunto!
—Tippett no ha venido esta tarde —dijo muy tranquilo el doctor Baguley, arrodillado junto al cadáver.
—¡Pero si siempre está aquí los viernes… y éste es su fetiche! ¡El arma homicida!
El doctor Steiner se rebelaba ante tamaña estupidez.
—Esta mañana han llamado de Saint Luke —dijo el doctor Baguley sin levantar la cabeza, mientras con el pulgar abría suavemente el párpado izquierdo de la señorita Bolam—. Tippett está ingresado con neumonía. Creo que ingresó el lunes. De todos modos, esta tarde no estaba aquí.
De pronto lanzó una exclamación y las dos mujeres se acercaron más al cadáver. El doctor Steiner, que no podía ver nada desde donde estaba, oyó que decía:
—También ha sido apuñalada. Le han atravesado el corazón y, a lo que parece, han utilizado un escoplo de mango negro. ¿No es uno de los de Nagle, hermana?
Hubo una pausa y a continuación el doctor Steiner oyó la voz de la hermana:
—Eso parece, doctor. Todas sus herramientas tienen el mango negro. Las tiene guardadas en el cuarto de los vigilantes. Pero ha podido cogerlo cualquiera —añadió a la defensiva.
—Por lo visto, alguien lo ha hecho —se oyó el ruido del doctor Baguley al ponerse de pie quien, sin apartar los ojos del cadáver, decía—. Hermana, haga el favor de telefonear a Cully, el portero. No le alarme, dígale únicamente que no deje que nadie entre ni salga del edificio. La orden incluye también a los pacientes. Luego vaya a buscar a Etherege y dígale que baje. Imagino que debe de estar en su consultorio.
—Habría que llamar a la policía, ¿no? —dijo la doctora Ingram llena de nerviosismo, al tiempo que su carita sonrosada, ridícula como la de un conejo de angora, todavía se ruborizaba un poco más que lo habitual.
El hecho de no reparar en la presencia de la doctora Ingram no era normal únicamente en los momentos dramáticos, sino que lo era también en otros, pero ahora el doctor Baguley la miró desconcertado, como si por un momento hubiera olvidado que existía.
—Esperaremos a que llegue el director —dijo.
La hermana Ambrose desapareció con un crujido de ropa blanca almidonada. El teléfono más cercano estaba justo a la entrada de la sala de archivos pero, aislado como estaba de cualquier ruido por hileras y más hileras de papeles, de nada sirvió que el doctor Steiner aguzara el oído para tratar de oír el receptor al ser descolgado o el murmullo de la voz de la hermana. Hizo un esfuerzo y miró una vez más el cadáver de la señorita Bolam. En vida, la había tenido por una mujer sin gracia y carente de atractivo; la muerte no realzaba su aspecto. Yacía en el suelo boca arriba, con las rodillas dobladas y separadas, dejando perfectamente visible un buen trozo de bragas de lana de color de rosa, mucho más indecentes que la piel desnuda. Su rostro insulso y redondo tenía una expresión tranquila. Las dos apretadas trenzas que llevaba siempre recogidas, coronando su frente, estaban intactas. Al fin y al cabo, nadie había sabido nunca de nada capaz de alterar el anticuado peinado de la señorita Bolam. El doctor Steiner recordó sus fantasías particulares acerca de aquellas trenzas, apretadas e inertes, como si rezumaran secreciones misteriosas que las hubieran pegado para siempre, inmutables, en la cima de aquel plácido rostro. Mientras la miraba, inmersa en la indefensa indignidad de la muerte, el doctor Steiner trató de sentir piedad, pero sólo sintió miedo. Únicamente era capaz de sentir repugnancia. Era totalmente imposible experimentar ternura hacia algo tan ridículo, desconcertante y obsceno. El insulto afloró espontáneamente a la superficie de sus pensamientos. ¡Obsceno! Sentía la ridícula urgencia de tirarle de la falda, de cubrir aquel rostro abotargado y patético, de encajarle bien aquellas gafas, que le habían resbalado de la nariz y que colgaban torcidas de la oreja izquierda. Sus ojos estaban entrecerrados y sus labios fruncidos, como si esbozaran una mueca de desaprobación ante aquel final tan poco digno y menos merecido. Aquella expresión no sorprendía al doctor Steiner; de hecho, había tenido ocasión de verla en vida en aquel rostro. «Parece que me esté mirando, con mis dietas para viajes en la mano», pensó.
De repente le sobrevinieron unas ganas insoportables de reír y estalló en una carcajada incontenible. Sabía que aquella horrible urgencia era producto del nerviosismo y de la impresión, pero el hecho de saberlo no le ayudaba a contenerse. Viéndose impotente, dio la espalda a sus colegas e hizo un esfuerzo por guardar la compostura, agarrándose al borde de una estantería y apretando la frente con fuerza contra el frío metal, la boca y la nariz sofocadas por aquel olor a moho de las viejas historias clínicas.
No vio regresar a la hermana Ambrose pero, de pronto, oyó su voz.
—El doctor Etherege viene para acá. Cully está en la puerta y está avisado de que no debe dejar salir a nadie. Doctor Steiner, su paciente está alborotando bastante.
—Será mejor que vaya a verle.
Ante la necesidad de actuar, el doctor Steiner consiguió recuperar el control. Por alguna razón, el instinto le decía que era importante estar con los demás, quedarse allí para estar presente cuando llegara el director, ya que podía ser prudente asegurarse de que no se hacía ni decía nada importante en su ausencia. Pese a ello, no le hacía ninguna gracia permanecer junto al cadáver. Aquella sala de archivos, iluminada como un quirófano, claustrofóbica y sofocante, le hacía sentirse como un animal atrapado. Aquellas estanterías abarrotadas parecían empujarlo, obligarlo a mirar, una y otra vez, aquel cuerpo derribado, metido en su féretro de papeles.
—Me quedo —decidió—. El señor Burge tendrá que esperar, como todo el mundo.
Se quedaron allí, sin hablar. El doctor Steiner advirtió que la hermana Ambrose, pálida, pero sin otro signo de perturbación, seguía allí de pie, impávida, con las manos levemente entrelazadas sobre el delantal. Probablemente había adoptado esa misma postura centenares de veces durante sus casi cuarenta años de enfermera, esperando de pie las órdenes del médico junto a la cama de un paciente, respetuosa y en silencio. El doctor Baguley sacó sus cigarrillos, se quedó mirando el paquete unos instantes, como si le sorprendiera tenerlo en la mano, y volvió a guardárselo en el bolsillo. La doctora Ingram parecía llorar en silencio. Al doctor Steiner le pareció oírla murmurar en algún momento: «¡Pobre mujer, pobre mujer!».
Al poco rato se oyeron pasos y llegó el director seguido de la psicóloga jefe, Fredrica Saxon. El doctor Etherege se arrodilló junto al cadáver y, pese a no tocarlo, puso el rostro tan cerca del de la señorita Bolam que dio la impresión de que iba a besarla. A los astutos ojillos del doctor Steiner no se le escapó la mirada que la señorita Saxon lanzó al doctor Baguley, ni tampoco un acercamiento involuntario de uno y otro, corregido con una rápida separación.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Fredrica en un susurro—. ¿Está muerta?
—Sí, al parecer la han asesinado —contestó Baguley en un tono apagado.
La señorita Saxon hizo un gesto repentino y, por un momento, el doctor Steiner creyó que iba a santiguarse.
—¿Quién la ha matado? ¿No habrá sido ese pobre viejo Tippett? ¿No es éste su fetiche?
—Sí, pero Tippett no está en la casa. Está ingresado en Saint Luke con una neumonía.
—¡Oh, Dios santo! Entonces, ¿quién ha sido?
Esta vez la señorita Saxon se acercó al doctor Baguley y no se apartó de él. El doctor Etherege se puso de pie.
—No hay duda de que tiene razón. Está muerta. Todo parece indicar que primero le dieron un golpe y luego le atravesaron el corazón. Voy arriba a llamar a la policía y a comunicar la noticia al resto del personal. Debemos procurar que la gente no se disperse. Nosotros tres inspeccionaremos el edificio. Huelga decir que no hay que tocar nada.
El doctor Steiner no se atrevía a mirar al doctor Baguley a los ojos. El doctor Etherege, en su papel de administrador, tranquilo, pero autoritario, le había parecido siempre un tanto ridículo y sospechaba que Baguley pensaba lo mismo.
De pronto se oyeron pasos y la asistenta social jefe de psiquiatría, la señorita Ruth Kettle, apareció por detrás de las estanterías de archivos, observándolos con su mirada de miope.
—¡Ah, por fin le he encontrado, señor director! —exclamó en un tono aflautado y casi sin aliento.
Por lo que recordaba el doctor Steiner, ella era el único miembro del personal que daba al doctor Etherege aquel ridículo tratamiento, sólo Dios sabía por qué. Hacía que aquel centro pareciera una clínica de medicina natural.
—Cully me ha dicho que le encontraría aquí abajo. Espero que no esté ocupado. Estoy terriblemente apurada y no quiero causar problemas, ¡pero esto ya es demasiado! La señorita Bolam me ha asignado un nuevo paciente para el lunes, a las diez. Acabo de verlo anotado en mi agenda. Como es natural, ni siquiera me ha consultado. Sabe que a esa hora siempre veo a los Worriker. Creo que lo hace adrede. Señor director, alguien debería hacer algo con la señorita Bolam.
El doctor Baguley, que permanecía de pie a un lado, dijo lúgubremente:
—Ya lo han hecho.
Al otro lado de la plaza, el superintendente Adam Dalgliesh, del Departamento de Investigación Criminal, asistía a la tradicional fiesta otoñal del jerez que celebraban sus editores y en esta ocasión coincidía con la aparición de la tercera edición de su primer libro de poemas. Éstos, que reflejaban el talante independiente, irónico y marcadamente inquieto de su espíritu, habían conseguido una buena acogida del público. Dalgliesh no creía que pervivieran más de media docena de sus poemas ni siquiera entre sus mejores amigos. Mientras tanto, él seguía a merced de las olas, en los arrecifes de aquel mar desconocido, donde agentes, royalties y críticas no eran sino agradables contratiempos. Aquélla era su fiesta. Había estado pensando en ella sin demasiado entusiasmo, como algo obligado, aunque, para sorpresa suya, había resultado divertida. Los señores Hearne e Illingworth eran tan incapaces de servir jerez de mala calidad como de publicar obras del mismo nivel. Dalgliesh estaba convencido de que la participación de sus editores en los beneficios del libro que había escrito se había consumido en los primeros diez minutos.
El anciano sir Hubert Illingworth había hecho una breve aparición durante el transcurso de la fiesta y, tras estrechar con tristeza la mano de Dalgliesh, se había marchado arrastrando los pies, murmurando algo por lo bajo, como si lamentara que otro de los autores presentados por su editorial se estuviera exponiendo, y no sólo a él sino también a su editor, a las dudosas satisfacciones del éxito. En su opinión, todos los escritores eran niños precoces, criaturas que había que tolerar y a las que había que alentar, pero en ningún caso excitar, para evitar que lloraran antes de acostarse.
Aparte de la breve aparición de sir Hubert, los entretenimientos agradables fueron escasos. Eran pocos los invitados que sabían que Dalgliesh era detective y, de éstos, no todos esperaban que hablara de su trabajo. Sin embargo, había también aquéllos que inevitablemente encontraban impropio que un hombre que atrapaba criminales escribiera además poemas, cosa que manifestaban con distintos grados de tacto. De todos modos, presumiblemente aspiraban a que se cazara a los criminales y seguramente discutían acaloradamente acerca de lo que había que hacer después con ellos, pero hacían gala de una típica ambivalencia en lo que respectaba a los que se encargaban de su captura. Dalgliesh estaba acostumbrado a este tipo de actitudes y, en cualquier caso, las encontraba menos ofensivas que el tópico generalizado según el cual el hecho de pertenecer a la Brigada Criminal estaba rodeado de un encanto especial. Con todo, aunque se cubrió el cupo esperado de curiosidad disimulada y de sandeces típicas de este tipo de fiestas, hubo también gente agradable que dijo cosas agradables. No hay escritor, por muy despreocupado que parezca en relación con su talento, que sea totalmente inmune a la ligera tranquilidad que proporcionan las alabanzas desinteresadas, y Dalgliesh, luchando contra la sospecha de que pocos de los que le admiraban le habían leído y de que todavía eran menos los que habían comprado su libro, encontró que se lo estaba pasando bastante bien y se mostró lo suficientemente sincero para admitir el porqué.
La primera hora había sido movida pero, justo después de las siete, se encontró de pie, solo, copa en mano, junto a la historiada chimenea de James Wyatt. En el hogar ardía un fuego discreto, que inundaba la habitación de un vago olor a campo. Era uno de aquellos momentos inexplicables en los que uno se encuentra de pronto totalmente solo en medio de una multitud, en que los sonidos parecen apagarse y en que los seres fastidiosos parecen desdibujarse y hacerse remotos, misteriosos, como actores subidos a un lejano escenario. Dalgliesh tenía la nuca apoyada contra la repisa de la chimenea y saboreaba aquella momentánea intimidad, al tiempo que estudiaba lleno de admiración las elegantes proporciones de aquella habitación. De pronto reparó en Deborah Riscoe. Debía de haber entrado en la sala discretamente. Se preguntó cuánto tiempo podía llevar allí. Aquella vaga sensación de paz y felicidad dio paso inmediatamente a una alegría tan certera y dolorosa como la que experimenta el chico que se enamora por primera vez. Ella le descubrió en seguida y, con la copa en la mano, se abrió paso hasta él a través de la habitación.
Su aparición fue totalmente inesperada y no quiso engañarse pensando que estaba allí por él. Después de su último encuentro, era muy poco probable.
—Me alegra que estés aquí —dijo.
—Tenía que venir de todos modos —respondió—. De hecho, trabajo aquí. Félix Hearne me consiguió este trabajo después de que mamá muriera. Les voy la mar de bien: soy la chica para todo. También hago de taquígrafa y mecanógrafa. Hice un cursillo.
Dalgliesh sonrió.
—Como una especie de terapia, ¿verdad?
—De hecho, algo así.
No quiso fingir que no entendía por qué lo decía. Permanecieron los dos en silencio. Dalgliesh se sabía terriblemente sensible a cualquier tipo de alusión al caso que, hacía casi tres años, los había llevado a conocerse. Aquella herida no estaba en condiciones de soportar el más ligero roce. Había visto la esquela de la madre de Deborah en los periódicos hacía seis meses, pero entonces le había resultado imposible, e incluso había considerado impertinente por su parte, enviarle una carta de pésame o expresarle las acostumbradas frases de condolencia. Después de todo, él era responsable en parte de aquella muerte. Tampoco las cosas resultaban más fáciles ahora, de modo que decidieron hablar de sus poemas y del trabajo de Deborah. Mientras ponía su parte en aquella conversación intrascendente, se preguntaba qué le diría Deborah si la invitara a cenar. Si no rechazaba la invitación de entrada —y probablemente lo haría— podría ser para él el principio de una relación. No pretendía engañarse diciéndose que lo único que quería era disfrutar de una cena agradable con una mujer a la que encontraba bonita. No tenía la menor idea de lo que pensaba de él pero, desde la última vez que se vieron, había sabido que estaba a punto de enamorarse. Si aceptaba cenar con él aquella noche u otra cualquiera, su vida de hombre soltero se vería amenazada. Lo sabía con toda seguridad y el hecho de saberlo le asustaba. Desde que su esposa muriera de parto, se había protegido con gran cautela del dolor, y el sexo se había convertido para él en poco más que un ejercicio de destreza: los asuntos amorosos eran meramente una pavana de sensaciones, codificada y ejecutada de acuerdo con unas reglas que no obligaban a nada. Pero era seguro que ella no aceptaría. Él no tenía ningún motivo para pensar que aquella mujer estaba interesada en él. La evidencia de este hecho era lo que le daba fuerza suficiente para permitirse estos pensamientos. Sin embargo, estaba tentado de probar suerte. Mientras conversaban, ensayaba mentalmente las palabras, divertido ante la ironía de volver a experimentar las inseguridades de la adolescencia, después de transcurridos tantos años.
La suave palmada en el hombro le cogió por sorpresa: era la secretaria del presidente de la junta, que venía a comunicarle que había una llamada para él.
—Es de Scotland Yard, señor Dalgliesh —dijo, procurando no dejar traslucir su curiosidad, como si fuera lo más normal del mundo que los autores publicados por Hearne e Illingworth recibieran llamadas de Scotland Yard.
Se excusó ante Deborah Riscoe con una sonrisa y ella le respondió encogiéndose ligeramente de hombros, llena de resignación.
—No tardaré demasiado —dijo.
Sin embargo, mientras se abría paso con dificultad entre los tupidos grupos de conversadores, ya sabía que no iba a regresar.
Respondió a la llamada desde el pequeño despacho situado junto a la sala de reuniones, abriéndose camino a duras penas entre sillas cubiertas de manuscritos, rollos de galeradas y carpetas cubiertas de polvo. Hearne e Illingworth cultivaban un aire de calma a la antigua y una apariencia de confusión general que escondía —en ocasiones para decepción de sus autores— una eficacia y un cuidado por el detalle formidables.
Una voz conocida retumbó en su oído.
—¿Eres tú, Adam? ¿Qué tal la fiesta? Me alegro. Siento interrumpirte, pero te estaría muy agradecido si, de camino, fueras a echar un vistazo a la Clínica Steen, en el número 31. Ya conoces el sitio. Sólo para neuróticos de clase alta. Al parecer, la secretaria o la oficial administrativa, o lo que sea, ha sido asesinada. Le han golpeado en la cabeza en el sótano y le han atravesado el corazón con gran limpieza. Los chicos ya están en camino. Te he mandado a Martin para que te traiga tus cosas.
—Muchas gracias, señor ¿Cuándo han dado parte?
—Hace apenas tres minutos. El director nos ha telefoneado y me ha dado un breve informe de las coartadas prácticamente de todo el mundo en relación con la hora en que se supone que se produjo la muerte y me ha explicado por qué el asesino no podía ser ninguno de los pacientes. Al poco rato ha llamado un tal doctor Steiner. Me ha dicho que nos conocimos hace cinco años, durante una cena que celebró su difunto cuñado. El doctor Steiner me ha explicado por qué no había podido ser él el asesino y me ha gratificado con su interpretación del perfil psicológico de un asesino. A lo que parece, han leído las mejores novelas policíacas. Nadie ha tocado el cuerpo, no permiten que nadie entre ni salga del edificio y se han reunido todos en una habitación para no perder a nadie de vista. Es mejor que te des prisa, Adam, si no quieres que resuelvan el caso antes de que tú llegues.
—¿Quién es el director? —preguntó Dalgliesh.
—El doctor Henry Etherege. Tienes que haberlo visto en televisión. Es el psiquiatra del centro, empeñado en la tarea de hacer de ésta una profesión respetable. Porte distinguido, ortodoxo y serio.
—Lo he visto en los tribunales —dijo Dalgliesh.
—Es cierto. ¿Te acuerdas del caso Routledge? Un poco más y me hace sacar el pañuelo, y eso que conocía a Routledge mejor que muchos. Etherege es la típica baza de cualquier abogado defensor… siempre que pueda conseguirlo. Ya sabes cómo lloriquean. Piensa en un psiquiatra de apariencia respetable, que hable inglés, no desagrade al jurado, ni despierte la antipatía del juez. La respuesta… Etherege. Bueno, ¡que tengas mucha suerte!
El jefe era muy optimista al pensar que su mensaje podía dar al traste con la fiesta. Hacía ya mucho rato que se había rebasado aquel punto en que el hecho de que un invitado solitario se vaya no afecta a nadie. Dalgliesh dio las gracias al anfitrión, se despidió sin formalismos de los pocos asistentes que se cruzó en su camino y pasó prácticamente inadvertido al salir del edificio. No volvió a ver a Deborah Riscoe, pero tampoco hizo ningún esfuerzo por localizarla. Sus pensamientos ya estaban ocupados en su trabajo y sentía como si le hubieran salvado, si no de un desaire, quizá de una locura. Había sido un encuentro fugaz, tentador, efímero y perturbador, pero ya formaba parte del pasado.
Al cruzar la plaza en dirección al edificio georgiano que albergaba la Clínica Steen, Dalgliesh pasó revista a los pocos datos que conocía sobre el lugar. Había un chiste que decía que uno tenía que estar más que cuerdo para conseguir que la Steen le aceptara como paciente. Es cierto que tenía fama —según Dalgliesh probablemente inmerecida— de seleccionar a sus pacientes atendiendo más a su inteligencia y clase social que a su estado mental, sometiéndolos a procedimientos de diagnóstico encaminados a disuadir a todos salvo a los más entusiastas, de pasar a engrosar una lista de aspirantes a tratamiento lo suficientemente larga para garantizar que los efectos curativos del tiempo ejercerían su influencia antes de que el paciente acudiera a la primera sesión de psicoterapia. Dalgliesh recordaba que en la Steen había un Modigliani. En realidad, no era un lienzo famoso, ni tampoco demasiado representativo del artista, pero se trataba indiscutiblemente de un Modigliani. El cuadro, regalo de un antiguo paciente agradecido, colgaba de una de las paredes de la sala de consultas y era un buen ejemplar de lo que, a ojos de la gente, representaba la clínica. Otras clínicas de la Seguridad Social alegraban sus paredes con reproducciones de la pinacoteca de la Cruz Roja. El personal de la Steen no escondía a nadie que prefería un original de segunda fila que una reproducción de primera calidad. Y allí estaba un original de segunda fila para probarlo.
El edificio tenía una terraza georgiana y se encontraba en el ángulo oeste de una plaza tranquila y sin pretensiones de lo más agradable. En la parte trasera había un pasaje estrecho que conducía a Lincoln Square Mews. El sótano estaba provisto de una barandilla que, al llegar frente a la casa, dibujaba una curva a ambos lados de la ancha escalinata que conducía hasta la puerta y servía de soporte a dos lámparas de hierro forjado. A la derecha de la puerta principal había una sencilla placa de bronce en la que se leía el nombre de la Junta Directiva del hospital que llevaba el centro y, debajo, las palabras «Clínica Steen». No se decía más. La clínica no pregonaba sus servicios al mundo vulgar, ni deseaba tampoco atraerse la cohorte de psicóticos locales deseosos de tratamiento o consejo. Había cuatro coches aparcados en la calle, pero todavía no se veía ni rastro de los hombres de la policía. Todo parecía estar en calma. La puerta estaba cerrada, pero un ligero resplandor se filtraba a través de la elegante abertura de ventilación, estilo Adam, que coronaba la puerta y entre los pliegues de las cortinas corridas de las habitaciones de la planta baja.
La puerta se abrió prácticamente antes de que Dalgliesh hubiera separado sus dedos del timbre. Le estaban esperando. Un joven robusto, vestido con el uniforme de vigilante, le abrió la puerta y le dejó pasar sin decir palabra. El vestíbulo estaba inundado de luz y resultaba muy cálido en contraste con el frío de aquella noche de otoño. A la izquierda de la puerta principal había el mostrador de recepción, rodeado de paneles de vidrio, con su centralita de teléfonos. Otro vigilante, mucho mayor, estaba sentado delante de la centralita con aire abatido. Miró a su alrededor y sus ojos húmedos se posaron un instante en Dalgliesh para volver a fijarse de nuevo en la centralita, como si la llegada del superintendente fuera la gota que colmara el vaso de una preocupación insoportable que quizá, si se ignoraba, acabaría por esfumarse. El comité de recepción se acercaba a través del vestíbulo encabezado por el director, que avanzaba hacia él con los brazos abiertos, como si diera la bienvenida a un invitado.
—¿Superintendente Dalgliesh? Nos alegra verle. Le presento a mi colega, el doctor James Baguley, y al secretario de la Junta Directiva del hospital, el señor Lauder.
—Se ha dado usted mucha prisa en llegar —dijo Dalgliesh, dirigiéndose a Lauder.
—No sabía nada del asesinato hasta que he llegado, hace apenas dos minutos —dijo el secretario—. La señorita Bolam me ha llamado hoy a la hora de comer y me ha dicho que quería hablar urgentemente conmigo. Al parecer, estaba pasando algo en la clínica y quería que yo le aconsejara. He venido tan pronto como me ha sido posible y me he encontrado con que la habían asesinado. Dadas las circunstancias, sobran los motivos para quedarme. Según parece, estaba más necesitada de consejo de lo que ella creía.
—En cualquier caso, el consejo ha llegado demasiado tarde —dijo el doctor Etherege.
Dalgliesh pensó que el hombre era mucho más bajito de lo que parecía en televisión. Su cabeza grande y abombada, con su aureola de pelo blanco, fino y suave como el de un bebé, parecía excesivamente pesada para su cuerpo enclenque, que daba la impresión de haber envejecido por cuenta propia y que daba un aspecto inarmónico. Resultaba difícil adivinar su edad, pero Dalgliesh pensó que debía de estar más cerca de los setenta que de los sesenta y cinco, edad en que suelen jubilarse los médicos. Su rostro parecía el de un gnomo provecto, con mejillas muy sonrosadas, como si se las hubiera pintado, y unas cejas arqueadas sobre unos ojos de un azul penetrante. Dalgliesh pensó que aquellos ojos y aquella voz, tan melodiosa y persuasiva, no eran cualidades profesionales desdeñables en un director de un centro médico.
El doctor James Baguley, en cambio, superaba el metro ochenta, es decir, era casi tan alto como Dalgliesh y la primera impresión que daba era la de estar profundamente cansado. Llevaba una bata blanca muy larga, demasiado ancha para sus hombros caídos. A pesar de ser mucho más joven, no tenía ni la mitad de la vitalidad del director. Su cabello era liso, de un gris plateado y de vez en cuando se lo apartaba de los ojos con sus largos dedos manchados de nicotina. Era un hombre apuesto, de rostro anguloso, pese a que su piel y sus ojos eran apagados, como si estuvieran permanentemente cansados.
—Querrá ver el cadáver inmediatamente, claro está —dijo el director—. Le diré a Peter Nagle, nuestro segundo vigilante, que baje con nosotros si a usted no le importa. Su escoplo es una de las armas homicidas… y no quiero decir con eso que él habría podido evitarlo, pobre hombre, pero seguro que usted querrá hacerle algunas preguntas.
—Interrogaré a todo el mundo a su debido tiempo —fue la respuesta de Dalgliesh.
Era evidente que el director había asumido el mando, cosa que al doctor Baguley, que todavía no había abierto la boca, no parecía disgustarle. Lauder, a su vez, había optado por un papel de observador. Mientras se dirigían hacia el fondo del vestíbulo, donde se encontraban las escaleras que conducían al sótano, su mirada se cruzó con la de Dalgliesh. Aquella mirada tan fugaz era difícil de analizar, pero Dalgliesh creyó detectar en ella un brillo irónico y cierto distanciamiento despectivo.
Cuando Dalgliesh se arrodilló junto al cadáver, todos guardaron silencio. Únicamente tocó el cuerpo para abrir la chaqueta y la blusa, ya desabotonadas, y dejar al descubierto el mango del escoplo. Se lo habían hundido hasta el fondo. Los tejidos no estaban muy desgarrados y no había huellas de sangre. Le habían arremangado la chaqueta por encima del pecho para dejar al descubierto la carne y consumar aquel acto salvaje y calculado. Tanta premeditación sugería que el asesino tenía unos sólidos conocimientos de anatomía. Es cierto que existían maneras menos complicadas de matar a una persona, atravesándole el corazón de un solo golpe, pero, para los que poseían la fuerza y conocimientos suficientes, pocas eran tan seguras como aquélla.
—¿Este escoplo es suyo?
—Es posible. Lo parece, y además el mío no está en la caja.
A pesar del olvido del habitual «señor», en aquella voz educada y monocorde no había ningún rastro de insolencia ni de resentimiento.
—¿Tiene usted idea de cómo ha llegado hasta aquí? —le preguntó Dalgliesh.
—Ninguna. Pero probablemente tampoco lo diría si lo supiera, ¿no le parece?
El director lanzó una rápida mirada a Nagle en señal de advertencia o de desaprobación y apoyó ligeramente la mano en el hombro del vigilante.
—Eso es todo por ahora, Nagle —dijo amablemente, sin consultar a Dalgliesh—. ¿Le importaría esperar fuera?
Dalgliesh no puso ninguna objeción cuando el vigilante se separó lentamente del grupo y salió sin decir palabra.
—¡Pobre chico! El hecho de que hayan utilizado su escoplo le ha trastornado, es natural. Parece un desagradable intento de involucrarle en el asunto. Pero ya tendrá ocasión de comprobar, superintendente, que Nagle es uno de los pocos miembros del personal que tiene una coartada perfecta por lo que respecta a la hora en la que se supone que se ha producido la muerte.
Dalgliesh no quiso señalar que el hecho era, de por sí, bastante sospechoso.
—¿Han podido establecer la hora aproximada en que se ha producido la muerte? —preguntó.
—Me parece que tiene que ser muy reciente —respondió Etherege—. El doctor Baguley opina lo mismo. Como hoy hemos puesto en marcha la calefacción central, en la clínica hace bastante calor, por lo que el cuerpo se debe de haber ido enfriando muy lentamente. No he comprobado el rigor. Es cierto que soy poco más que un lego en la materia, pero he podido deducir que la muerte no puede haberse producido hace más de una hora. Como es natural, mientras le estábamos esperando, hemos estado comentando el asunto entre nosotros y, al parecer, la hermana Ambrose es la última persona que ha visto a la señorita Bolam con vida. Eso ha sido a las seis y veinte. Cully, el jefe de los vigilantes, afirma que la señorita Bolam le ha telefoneado a través de la línea interior hacia las seis y cuarto para decirle que iba a bajar al sótano y que, en caso de presentarse el señor Lauder, lo mandase a su oficina. Al cabo de unos minutos, a juzgar por lo que recuerda, la hermana Ambrose ha salido de la sala de T.E.C., que se encuentra en la planta baja, y ha atravesado el vestíbulo hasta la sala de espera de los pacientes para anunciar a un señor que ya podía llevarse a su esposa a casa. La hermana ha visto a la señorita Bolam en el momento en que atravesaba el vestíbulo en dirección a las escaleras que conducen al sótano. Nadie ha vuelto a saber de ella.
—Excepto el asesino —puntualizó Dalgliesh.
El doctor Etherege pareció sorprenderse.
—Sí claro. Lo que quiero decir es que ninguno de nosotros ha vuelto a verla con vida. He hablado con la hermana Ambrose acerca de la hora y la hermana parece estar totalmente segura de que…
—Ya tendré ocasión de hablar con la hermana Ambrose y con el otro portero.
—Sí, sí, es natural, comprendo que quiera interrogar a todo el mundo. Ya lo suponíamos, por eso mientras le estábamos esperando hemos llamado a nuestras casas para decir que esta noche nos retrasaríamos, aunque sin dar ninguna explicación. Antes habíamos inspeccionado el edificio y nos habíamos asegurado de que tanto la puerta del sótano como la entrada de servicio de la planta baja estaban bien cerradas. No hemos tocado nada. Me he encargado de que el personal permaneciera reunido en el consultorio de la parte delantera, excepto la hermana y la enfermera Bolam, que estaban con los pacientes que quedaban en la sala de espera. Únicamente se ha franqueado la entrada a usted y al señor Lauder.
—A lo que parece, ha pensado en todo, doctor —dijo Dalgliesh poniéndose de pie y mirando el cadáver—. ¿Quién ha descubierto el cadáver?
—Una de nuestras secretarias, Jennifer Priddy. Cully, el vigilante jefe, se ha estado quejando de dolor de estómago prácticamente todo el día y la señorita Priddy había ido a buscar a la señorita Bolam para preguntarle si Cully podía marcharse a su casa más temprano. La señorita Priddy está muy impresionada, pero me ha dicho que…
—Creo que será mejor que lo oiga de sus propios labios. ¿Tenían cerrada con llave esta puerta?
A pesar de que su tono era muy cortés, advirtió que se sorprendían.
—Normalmente, lo está —respondió el director con el mismo tono de voz—. La llave se guarda en un panel de llaves junto con las demás de la clínica, en la habitación de servicio de los vigilantes, aquí en el sótano. El escoplo también se guardaba allí.
—Y este fetiche ¿de dónde ha salido?
—De la sala de terapia artística del sótano, al otro lado del pasillo. Lo estaba tallando uno de nuestros pacientes.
El director, una vez más, se había encargado de responder a sus preguntas. Hasta el momento, el doctor Baguley no había abierto la boca. De pronto dijo:
—Primero la han dejado sin sentido dándole un golpe con el fetiche y luego le han atravesado el corazón. La persona que lo ha hecho sabía lo que se hacía o ha tenido mucha suerte. La cosa salta a la vista. Lo que no está tan claro es por qué han revuelto de esta manera los historiales médicos. El cadáver está encima de ellos, lo que quiere decir que lo han hecho antes de asesinarla.
—Puede haber sido el resultado del forcejeo —sugirió el doctor Etherege.
—No parece muy probable. Los han sacado de las estanterías y los han desparramado por el suelo a propósito. Tiene que haber un motivo. No hay nada impulsivo en este asesinato.
En este momento, Peter Nagle, que se encontraba junto a la puerta, fuera de la habitación, entró.
—Acaban de llamar a la puerta, señor. ¿Cree que se trata de la policía?
Dalgliesh pensó que la sala de archivos debía de estar prácticamente insonorizada pues, a pesar de que el sonido del timbre de la puerta principal era estridente, no se había oído.
—Bien —dijo—, vamos para arriba.
—Superintendente —dijo el doctor Etherege, mientras se dirigían hacia las escaleras—, me pregunto si no le importaría ver a los pacientes cuanto antes. Sólo quedan dos: un paciente de psicoterapia de mi colega, el doctor Steiner, y una mujer que ha estado sometida a un tratamiento de ácido lisérgico aquí en el sótano, en la sala de tratamiento de la parte delantera. El doctor Baguley ya le explicará en qué consiste el tratamiento, pues se trata de su paciente, pero puede estar seguro de que no ha podido abandonar la cama hasta hace apenas unos minutos y que es totalmente imposible que sepa nada del asesinato. Este tipo de pacientes se quedan bastante atontados después de las sesiones. La enfermera Bolam ha estado con ella toda la tarde.
—¿Enfermera Bolam, ha dicho? ¿Tiene algún parentesco con la muerta?
—Eran primas —cortó el doctor Baguley.
—Y esa paciente suya atontada, doctor, ¿podría decirme si la enfermera Bolam la ha dejado sola en algún momento durante el tratamiento?
—La enfermera Bolam nunca la habría dejado sola —dijo el doctor Baguley con sequedad.
Después de subir juntos las escaleras, fueron acogidos por el murmullo de voces del vestíbulo.
Aquella llamada a la puerta principal había introducido en la clínica toda la parafernalia y los instrumentos de un mundo extraño. Sin grandes ruidos ni aspavientos, los expertos en muertes violentas se habían puesto manos a la obra. Dalgliesh desapareció en la sala de archivos junto con el forense y el fotógrafo. El experto en huellas, un hombre de pequeña estatura, mofletes caídos como un hámster y manos pequeñas y delicadas, se concentró en los pomos de las puertas, las cerraduras, la caja de herramientas y el fetiche de Tippett. Hombres vestidos de paisano, que sorprendentemente parecían actores de televisión desempeñando el papel de hombres vestidos de paisano, registraron metódicamente cada una de las habitaciones y de los armarios de la clínica y comprobaron que no había nadie ajeno a la casa dentro del edificio y que tanto la puerta trasera de la planta baja como la del sótano estaban cerradas con llave desde dentro. El personal de la clínica, excluido de toda esta serie de actividades y congregado en el consultorio de la parte delantera de la planta baja, que había sido acondicionada a toda prisa con sillones procedentes de la sala de espera de los pacientes, se daba cuenta de que aquellos intrusos habían conquistado su territorio y se sentía atrapado por la inexorable maquinaria de la justicia, empujado hacia Dios sabía cuántas contrariedades y desastres. Únicamente el secretario parecía impertérrito, sentado en el vestíbulo como un perro guardián, esperando pacientemente a que le llegara el turno de ser interrogado.
Dalgliesh ocupó el despacho de la señorita Bolam para desarrollar sus actividades. Era una habitación pequeña de la planta baja, situada entre la espaciosa oficina general de la parte delantera del edificio, la sala de tratamiento de T.E.C. y la sala de recuperación de la parte trasera. Enfrente había dos consultorios y la sala de espera de los pacientes. La oficina era el resultado de la construcción de tabiques en el extremo de una habitación más grande, de ahí que tuviera unas proporciones extrañas y resultara demasiado estrecha para la altura del techo. Apenas si tenía muebles, y no había el menor rastro de carácter personal, si exceptuamos un gran jarrón de crisantemos, colocado encima de uno de los archivadores. Tenía una caja de caudales anticuada, arrimada a una de las paredes, y otra junto a unos archivadores verdes de metal. El escritorio era sencillo y encima de él sólo había un calendario de oficina, permanente y de sobremesa, un cuaderno de notas y un pequeño montón de carpetas de manila.
—Es muy raro —dijo Dalgliesh tras echarles una ojeada—. Parecen dossiers del personal, pero son únicamente del personal femenino y, casualmente, falta el de ella. Me pregunto por qué los tendría aquí.
—A lo mejor estaba comprobando los permisos de vacaciones anuales del personal o algo por el estilo —sugirió el sargento Martin.
—Supongo que es posible pero ¿por qué sólo los de las mujeres? Bueno, me imagino que, de momento, la cosa no tiene mayor importancia. Veamos qué encontramos en este cuaderno de notas.
La señorita Bolam era una de esas administrativas que prefiere no dejar nada a merced de la memoria. La primera hoja del cuaderno estaba abarrotada de notas, encabezadas por la fecha, escritas en una caligrafía inclinada, bastante infantil.
Junta Médica – comentar replanteamiento Dep. de Adolescentes.
Hablar – rota cadena contrapeso ventana habitación señorita Kallinski.
Señorita Shorthouse – ? se marcha.
Por lo menos esas notas se entendían por sí solas, en cambio, lo que estaba escrito debajo de ellas, al parecer con un poco de prisa, era menos explícito.
Mujer. Paciente durante ocho años. Llega lunes 1.
—Parecen las notas de una llamada telefónica —dijo Dalgliesh—. Puede que haya sido una llamada privada que no tenga nada que ver con la clínica. Podría ser un médico que trataba de ponerse en contacto con un paciente o viceversa. Al parecer se espera la llegada de algo o de alguien el primer lunes o el lunes uno. Esto admite docenas de interpretaciones, ninguna de las cuales parece estar relacionada con el asesinato. Sin embargo, alguien había telefoneado no hace mucho para hablar de una mujer y no cabe duda de que la señorita Bolam estaba examinando los dossiers de todo el personal femenino excepto el suyo. ¿Por qué? ¿Para averiguar quién estaba aquí hace ocho años? Es mucho retroceso. De momento vamos a dejarnos de conjeturas y veamos qué nos dice esta gente. En primer lugar, me gustaría ver a la mecanógrafa, la chica que encontró el cadáver. Etherege ha dicho que estaba muy sobresaltada… esperemos que se haya calmado o de lo contrario vamos a pasarnos aquí toda la noche.
Contrariamente a lo que esperaba, Jennifer Priddy estaba muy tranquila. Saltaba a la vista que había estado bebiendo y que su dolor había dado paso a un estado de excitación reprimida. Su rostro, hinchado todavía a causa del llanto, estaba cubierto de rubor y sus ojos tenían un brillo poco natural. Afortunadamente, la bebida no la había emborrachado y pudo exponer su versión sin problemas. Había estado trabajando en la oficina general de la planta baja durante casi toda la tarde y había visto a la señorita Bolam por última vez hacia las cinco menos cuarto, hora en la que se había dirigido al despacho de la oficial administrativa para hacerle una pregunta sobre la hora de visita de un paciente. La señorita Bolam le había parecido la misma de siempre. Después había vuelto a la oficina general y, hacia las seis y diez, había llegado Peter Nagle, vestido con su abrigo, para recoger el correo de salida. La señorita Priddy le había entregado el correo tras anotar las últimas cartas en el libro de registro de la correspondencia. Hacia las seis y cuarto o las seis y veinte había llegado la señora Shorthouse, que les había dicho que acababa de salir del despacho de la señorita Bolam para resolver unas dudas acerca de sus vacaciones anuales. Luego Peter Nagle se había marchado con el correo y la señora Shorthouse y ella habían permanecido juntas hasta su regreso, al cabo de unos diez minutos. Después Nagle había bajado a la habitación de los vigilantes del sótano para colgar su abrigo y dar de comer a Tigger, el gato de la oficina, y ella había bajado para reunirse con él casi inmediatamente. Después de ayudarle con la comida de Tigger, habían regresado a la oficina general juntos. Hacia las siete, el vigilante en jefe, Cully, había vuelto a quejarse del dolor de estómago que le había molestado todo el día. La señorita Priddy, la señorita Bostock, la otra secretaria, y Peter Nagle habían tenido que sustituir a Cully varias veces en la centralita por culpa del dolor de estómago, pero Cully se había negado a marcharse a casa. Como luego Cully le había dicho que quería irse a casa, la señorita Priddy había ido al despacho de la oficial administrativa para preguntar a la señorita Bolam si podría marcharse más temprano. Al no encontrar a la señorita Bolam en su despacho, había ido a ver si estaba en la habitación de servicio de las enfermeras de la planta baja, y la hermana Ambrose le había dicho que había visto a la oficial administrativa cruzar el vestíbulo en dirección a las escaleras del sótano hacía cosa de media hora, por lo que la señorita Priddy había bajado al sótano. Normalmente la sala de archivos estaba cerrada con llave pero, como la llave estaba en la cerradura y la puerta estaba entornada, había entrado a echar una ojeada. Las luces estaban encendidas. Al descubrir el cuerpo —aquí la voz de la señorita Priddy se había quebrado— se había precipitado escaleras arriba en busca de ayuda. No, no había tocado nada. No sabía por qué los historiales estaban esparcidos por el suelo. No sabía por qué, pero había supuesto que la señorita Bolam estaba muerta. Quizá porque la señorita Bolam tenía todo el aspecto de estar muerta. No sabía decir por qué, pero se había imaginado que había sido asesinada. Le había parecido advertir una herida en la cabeza de la señorita Bolam. Además, había visto el fetiche de Tippett encima del cadáver. Tenía miedo de que Tippett estuviera escondido entre las estanterías de archivos y de que se abalanzara sobre ella. Todo el mundo decía que no era peligroso… todos menos el doctor Steiner… pero había estado internado en un hospital psiquiátrico y, al fin y al cabo, nadie podía estar completamente seguro, ¿no es cierto? No, no sabía que Tippett no se encontraba en la clínica. Peter Nagle había contestado a una llamada del hospital y se lo había dicho a la señorita Bolam, pero a ella no le había dicho nada. No había reparado en el escoplo que la señorita Bolam tenía hundido en el pecho pero, al poco rato, el doctor Etherege, cuando se encontraban reunidos en el consultorio de la parte delantera y mientras esperaban a la policía, había comunicado al personal que había sido apuñalada. En su opinión, la mayor parte del personal sabía dónde guardaba Peter Nagle sus herramientas y también qué llave abría la puerta de la sala de archivos del sótano. Estaba colgada en el clavo número 12 y era más brillante que las demás, pero no tenía ninguna etiqueta.
—Ahora quiero que reflexione bien. Cuando ha bajado a ayudar al señor Nagle a dar de comer al gato, ¿ha visto si la puerta de la sala de archivos estaba entornada y las luces encendidas tal como las ha encontrado más tarde, al bajar y descubrir el cadáver de la señorita Bolam? —preguntó Dalgliesh.
—No… no consigo recordarlo —dijo la chica, con un repentino cansancio, echando para atrás su pelo rubio y húmedo—. No he pasado por delante de aquella puerta, ¿sabe usted? Me he metido directamente en la habitación de los vigilantes, al pie de la escalera. Peter estaba limpiando el plato de Tigger. Como todavía había restos de su última comida, lo hemos vaciado y lavado en el fregadero. No nos hemos acercado a la sala de archivos.
—Pero mientras bajaba por las escaleras podía ver la puerta. ¿Se habría dado cuenta si hubiera estado entornada? La habitación no se frecuenta muy a menudo, ¿no es verdad?
—No, pero cualquiera puede entrar en ella si necesita un informe. Lo que quiero decir es que, de haber visto la puerta abierta, no habría entrado para ver quién había dentro ni nada por el estilo. Creo que me habría dado cuenta si la puerta hubiera estado completamente abierta, por lo que supongo que no lo estaba, pero no consigo acordarme…, francamente, no lo recuerdo.
Dalgliesh terminó el interrogatorio con unas preguntas acerca de la señorita Bolam. Al parecer, la señorita Priddy la conocía antes de trabajar en la clínica, porque los Priddy iban a la misma iglesia que ella y, al parecer, la señorita Bolam la había animado a aceptar el trabajo de la clínica.
—De no haber sido por Enid, no habría conseguido este trabajo. Naturalmente, yo nunca la llamaba por su nombre en la clínica. No le habría gustado.
Daba la impresión de que la señorita Priddy había acabado por resignarse, muy a pesar suyo, a llamarla por su nombre de pila únicamente fuera de la clínica.
—No quiero decir con eso que ella me contratara —añadió—. Tuve que superar una entrevista con el señor Lauder y con el doctor Etherege, pero sé que habló en mi favor. En aquel entonces yo no era demasiado buena, ni como taquígrafa ni como mecanógrafa… piense que entré hace casi dos años y tuve mucha suerte al conseguir este trabajo. En la clínica no veía demasiado a Enid, pero siempre era muy atenta y muy amable conmigo y tenía interés en que progresara. Quería que me sacara el diploma del Instituto de Administración de Hospitales para que no tuviera que seguir siendo taquimecanógrafa toda mi vida.
A Dalgliesh le chocó un poco aquella preocupación por el futuro de la señorita Priddy. Aquella criatura no daba la impresión de ser demasiado ambiciosa y seguro que, tarde o temprano, acabaría casándose. De poco iba a servirle aquel diploma del instituto, fuera el que fuera, para librarse de ser una taquimecanógrafa el resto de su vida. Sintió un poco de pena por la señorita Bolam, que no había podido ir a elegir una protegida menos prometedora que aquélla. Era bonita, ingenua y sincera, pero no le parecía especialmente inteligente. Tuvo que recordar que le había dicho que tenía veintidós años, no los diecisiete que aparentaba. Tenía un cuerpo bien formado y desarrollado, pero aquella carita tan fina, enmarcada por unos cabellos largos y lisos, era el rostro de una niña.
Poco fue lo que pudo decirle acerca de la oficial administrativa. No había observado ningún cambio últimamente en la señorita Bolam. No sabía que la oficial administrativa había llamado al señor Lauder y no tenía ni la menor idea de lo que podía tener preocupada a la señorita Bolam en relación con la clínica. Todo seguía más o menos igual que siempre. Que ella supiera, la señorita Bolam no tenía enemigos y era impensable que alguien deseara matarla.
—Así pues, en su opinión, ella era feliz aquí. Me preguntaba si no habría pedido un traslado. Una clínica psiquiátrica no debe de ser un centro fácil de administrar.
—¡Y tanto que no! A veces no sé cómo conseguía arreglárselas, pero estoy segura de que nunca habría pedido un traslado. Le habrán informado mal. Nunca se daba por vencida. Si hubiera creído que la gente quería que se marchara, se habría esmerado al máximo. La clínica era una especie de reto para ella.
Probablemente era lo más revelador que había dicho acerca de la señorita Bolam. Mientras le daba las gracias y le pedía que esperara con el resto del personal a que terminara con los interrogatorios preliminares, Dalgliesh consideró las posibles molestias que podía causar un administrador que considerara su trabajo como un reto, como un campo de batalla. Luego ordenó que entrara Peter Nagle.
Si el vigilante subalterno estaba preocupado porque el asesino había elegido su escoplo como arma homicida, no lo parecía. Contestó cada una de las preguntas de Dalgliesh con gran tranquilidad y compostura, pero de un modo tan desapasionado que parecía que estuvieran hablando de una cuestión trivial que en nada le incumbía. Dijo que tenía veintisiete años y que vivía en Pimlico, confirmó que había entrado en la clínica hacía unos dos años y que anteriormente había trabajado en una escuela de arte de provincia. Su voz era sosegada y sus ojos, grandes y de color castaño terroso, casi inexpresivos. Dalgliesh advirtió que tenía unos brazos desmesuradamente largos que, colgando sueltos a ambos lados de aquel cuerpo achaparrado y robusto, daban la impresión de que tenía la fuerza de un simio. Tenía el cabello negro, de rizo pequeño y abundante. Era un rostro interesante, reservado pero inteligente. El contraste con el del pobre viejo Cully, al que hacía un buen rato que había mandado a su casa para que cuidara de su dolor de estómago, agravado por el hecho de haberse tenido que quedar hasta más tarde, no podía ser mayor.
Nagle ratificó la versión de la señorita Priddy. Volvió a identificar el escoplo como suyo con una leve mueca de fastidio como único signo de emoción y dijo haberlo visto por última vez aquella misma mañana, a las ocho, cuando había entrado de servicio y, sin que existiera un motivo especial, había revisado la caja de herramientas. Entonces lo había encontrado todo en orden. Dalgliesh le preguntó a continuación si la gente sabía dónde guardaba la caja.
—Estaría loco si le dijera a usted que no, ¿no es cierto? —repuso Nagle.
—Estaría usted loco si no dijera la verdad, ahora o más adelante.
—Supongo que la mayor parte del personal lo sabía y, si alguien no lo hubiera sabido, le habría costado poco averiguarlo. La puerta del cuarto de los vigilantes no está cerrada con llave.
—¿No le parece un tanto imprudente? ¿Qué me dice de los pacientes?
—Nunca bajan al sótano solos. Los pacientes bajo tratamiento de ácido lisérgico siempre bajan acompañados y los de terapia artística siempre están con alguien que los vigila. Ese departamento hace poco tiempo que está ahí. De hecho, está mal iluminado y no muy bien acondicionado. Es un departamento provisional.
—¿Dónde estaba antes el departamento?
—En la tercera planta. Pero la Junta Médica de la clínica decidió destinar la sala, que es muy espaciosa, a los grupos de discusión de problemas matrimoniales, y la señora Baumgarten, encargada de la terapia artística, se quedó sin ella. Desde entonces ha estado luchando para recuperarla, pero los pacientes del D.P.M. afirman que sería psicológicamente negativo para ellos tener que reunirse en el sótano.
—¿Quién lleva el D.P.M.?
—El doctor Steiner y una de las asistentas sociales de psiquiatría, la señorita Kallinski. Se trata de un club en el que divorciados y solteros les dicen a los pacientes cómo pueden ser felices a pesar de estar casados. No entiendo qué puede tener que ver esto con el asesinato.
—Yo tampoco. Sólo lo preguntaba para satisfacer mi curiosidad y averiguar por qué motivo el departamento de terapia artística estaba tan mal acondicionado. A propósito, ¿cuándo ha sabido que Tippett no iba a venir hoy?
—Hacia las nueve de la mañana. El hombre había estado insistiendo a los del Hospital Saint Luke para que nos llamaran y nos dijeran qué había pasado y por fin le han hecho caso. He sido yo quien se lo ha comunicado a la señorita Bolam y a la hermana.
—¿Y a nadie más?
—Creo recordar habérselo comentado a Cully cuando ha vuelto a la centralita. Ha estado con su dolor de estómago durante casi todo el día.
—Eso me han dicho. ¿Qué le ocurre?
—¿A Cully? La señorita Bolam lo mandó una vez al hospital para que lo visitaran, pero no le encontraron nada. Cada vez que alguien le lleva la contraria, le da dolor de estómago. Aquí dicen que es psicosomático.
—¿Qué ha sido lo que le ha contrariado esta mañana?
—Yo. Esta mañana ha llegado antes que yo y se ha puesto a clasificar el correo. Es trabajo mío, así que le he dicho que se limitara a hacer el suyo.
Dalgliesh tomó con paciencia todos los acontecimientos de la tarde. La versión de Nagle concordaba con la de la señorita Priddy y, al igual que ella, tampoco sabía con certeza si la puerta de la sala de archivos del sótano estaba entornada o no cuando había regresado de echar las cartas al correo. Admitía haber pasado por delante al ir a preguntar a la enfermera Bolam si la ropa limpia estaba clasificada. Normalmente, como raras veces se entraba en la habitación, la puerta estaba cerrada, por lo que creía que si hubiera estado abierta lo habría recordado. Era decepcionante y a la vez exasperante que no fuera posible aclarar un punto tan importante como aquél, pero Nagle se mantenía firme: no se había fijado… no lo sabía… y tampoco se había fijado si la llave de la sala de archivos estaba colgada en el tablero del cuarto de descanso de los vigilantes. Eso era fácil de comprender, pues había veintidós clavos en el tablero y la mayor parte de las llaves estaban en uso y, por tanto, no estaban en su sitio.
—¿Se da usted cuenta de que es casi seguro que el cadáver de la señorita Bolam ya estuviera en el suelo de la sala de archivos cuando usted y la señorita Priddy estaban dando de comer al gato? ¿Se da usted cuenta de lo importante que es que recuerde si la puerta estaba abierta o cerrada? —dijo Dalgliesh.
—Estaba entornada cuando ha bajado Jenny Priddy un poco más tarde. Eso es lo que ella dice y la chica no es mentirosa. Si estaba cerrada cuando he vuelto de correos, significa que alguien ha tenido que abrirla entre la seis y veinticinco y las siete. No veo qué hay de imposible en ello. A mí me convendría más recordar lo de la puerta, pero no me acuerdo. He colgado el abrigo en la taquilla, he ido directamente a preguntar a la enfermera Bolam por la ropa limpia y luego he vuelto al cuarto de reposo. Jenny se ha reunido conmigo al pie de la escalera.
Hablaba sin vehemencia, casi sin emoción. Era como si estuviera diciendo: «Eso es lo que ha pasado y, le guste o no, ha sido así». Era demasiado inteligente para no advertir que corría cierto peligro. Quizás era incluso lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que el peligro era mínimo para un hombre inocente que no perdiera los nervios y dijera la verdad.
Dalgliesh le dijo que informara inmediatamente a la policía en caso de recordar algo y dejó que se marchara.
La hermana Ambrose fue la siguiente. Entró en la habitación, rígida, blindada en su armadura de lino blanco, belicosa como un barco de guerra. La pechera de su delantal, tan almidonada que estaba rígida como una tabla, dibujaba una curva sobre un pecho prominente, en el que llevaba prendidas sus placas de enfermera como si fueran medallas de guerra. Le sobresalían cabellos grises a ambos lados de la cofia que llevaba un poco baja, encasquetada en la frente, coronando un rostro de una fealdad inexorable. Tenía un aspecto imponente, que indujo a Dalgliesh a pensar que le costaría un gran esfuerzo dominar el resentimiento y la desconfianza de aquella mujer. La trató con mucha amabilidad, pero respondía a sus preguntas con un aire de desaprobación tajante. En pocas palabras, ratificó que había visto a la señorita Bolam por última vez cuando cruzaba el vestíbulo en dirección a las escaleras del sótano alrededor de las seis y veinte. No se habían dicho nada, pero le había parecido que la oficial administrativa estaba igual que siempre. La hermana Ambrose había regresado a la sala de T.E.C. antes de que la señorita Bolam hubiera desaparecido escaleras abajo y había permanecido allí, con la doctora Ingram, hasta que se había descubierto el cadáver. A la pregunta de Dalgliesh sobre si el doctor Baguley había estado con ellas durante todo ese rato, la hermana Ambrose sugirió que era mejor que aquella pregunta se la hiciera directamente al doctor. Dalgliesh le respondió mansamente que ésa era su intención. Sabía que la hermana hubiera podido proporcionarle mucha información útil acerca de la clínica si hubiera querido pero, aparte de hacerle unas cuantas preguntas acerca de las amistades personales de la señorita Bolam, de las que no sacó nada en claro, no la presionó. Pensó que probablemente estaba más trastornada que nadie, por el asesinato y por la violencia premeditada de la muerte de la señorita Bolam. En la gente poco imaginativa e incapaz de expresarse, este tipo de impresiones pueden traducirse en ocasiones en malhumor. Estaba muy enfadada: con Dalgliesh, porque su trabajo le daba derecho a hacer preguntas impertinentes y embarazosas; consigo misma, porque no era capaz de esconder sus sentimientos; e incluso con la víctima, porque había hecho que la clínica se viera envuelta en aquella situación tan difícil y turbia. Era una reacción que Dalgliesh ya había tenido ocasión de observar y sabía que de nada servía tratar de forzar a este tipo de testigos a que cooperasen. Quizá más adelante la hermana Ambrose se sentiría dispuesta a hablar con mayor libertad pero, en aquel momento, era una pérdida de tiempo tratar de hacer algo más que sonsacarle los hechos que estaba dispuesta a relatar. Por lo menos un punto crucial estaba claro: la señorita Bolam estaba todavía con vida y se dirigía hacia las escaleras del sótano aproximadamente a las seis y veinte. A las siete se había descubierto su cadáver. Aquellos cuarenta minutos eran cruciales y todo miembro del personal que tuviera una coartada que los cubriera quedaría libre de la investigación. Dalgliesh no creía que una persona de fuera se las hubiera ingeniado para introducirse en la clínica y, una vez en ella, hubiera esperado a la señorita Bolam. Era casi seguro que el asesino seguía ahora en el edificio. Sólo era cuestión de llevar a cabo un interrogatorio escrupuloso, de comprobar metódicamente todas las coartadas y de buscar un móvil. Dalgliesh decidió hablar con un hombre cuya coartada parecía irrefutable, puesto que su opinión sería imparcial, tanto en relación con la clínica como con sus variados personajes. Dio las gracias a la hermana Ambrose por su valiosa cooperación —el ligero parpadeo detrás de las gafas de montura metálica le dio a entender que había captado la ironía— y pidió al policía de la puerta que hiciera pasar al señor Lauder.