Durante cuatro horas, Twig se había esforzado por llegar al puesto de suministro. Ahora, bajo la luz crepuscular de un sol anaranjado, se encontraba junto a uno de sus compactos muros hechos con tierra. Desde el interior, a través de la puerta parcialmente abierta, situada a menos de dos metros de ella, surgió la voz de un borracho —y no precisamente joven, pues en su voz se advertía el carraspeo ineludible de la edad avanzada— que cantaba:
…«Tan bravo como Ned Kelly», querían decir las gentes;
«Tan bravo como Ned Kelly», pueden decir ahora…
Algo se hubiera sacado, al menos, si el acento de la voz que cantaba hubiera sido tan australiano como la balada del legendario bandido que, manteniendo un concepto particular del blindaje, la desarrolló frente a la policía y acabó muerto a tiros. Pero Hacker Illinois nunca había visto el planeta Tierra, y mucho menos Australia; y sus únicos lazos con aquella parte del Sol III fueron un padre y una madre, nacidos australianos, pero muertos hacía más de veinte años y enterrados en el Planeta de Jinson. Hasta la misma Twig sabía que Hacker no tenía ninguna estrecha conexión con Ned Kelly o con Australia, como no fuera la circunstancia anterior. Pero aceptaba aquel jugar a ser australiano de la misma manera que aceptaba sus extravagancias cuando estaba borracho, su tenacidad cuando estaba sereno y su vacilante, pero inmitigada devoción hacia el Abuelo Vegetal.
Hacker había estado bebiendo al menos durante cuatro horas, desde que Twig había llegado al puesto de suministros. Evidentemente no estaba en condiciones de enterarse de nada. Silenciosa como una sombra, veloz como un rayo de sol deslizado entre dos nubes, Twig se pegó al muro de tierra comprimida, escuchando e intentando reunir el coraje suficiente para entrar en aquel oscuro cuchitril que sólo su propia compasión calificaba de edificio. Tenía que haber otros junto con Hacker, aunque sólo fuera el Agente del puesto de suministros. Debía haber incluso otros tan bebidos como Hacker, pero no tan respetuosos, seguramente capaces de intentar ponerle las manos encima. Sufrió un estremecimiento. Y no sólo de imaginar aquellas rudas manos, sino con pleno conocimiento de que si los hombres intentaban abusar de ella, no tendría más remedio que defenderse con todas sus fuerzas. Y no se sentía muy capaz de defenderse, aunque parecía no haber otra salida si quería que la dejaran en paz.
Agachándose hasta quedar en cuclillas junto al muro, Twig, silenciosamente y para sí misma, comenzó a lamentarse. Si Hacker saliera no tendría necesidad de entrar a buscarlo. Pero durante cuatro horas el hombre no había abandonado la casa. Debía haber alguna manera de hacerle saber que ella estaba allí, pues de lo contrario se vería forzada a esperar a que se le acabara el dinero o algo por el estilo… y el pelotón debía ya estar a menos de una hora de allí.
—¡Hacker! —llamó—. ¡Sal!
Pero la llamada no fue sino un susurro. Aunque hubiera estado sola con Hacker no habría alzado la voz más allá de un leve murmullo. En situaciones normales no tenía la menor importancia. Antes de su encuentro con Hacker, cuando sólo el Abuelo Vegetal componía su auditorio, no tenía ninguna necesidad de exteriorizar sonidos. Pero ahora, la voz era su único recurso para la comunicación, como ocurría con el resto de los humanos. Por una vez, al menos, tendría que utilizar la voz propia de los seres humanos, a los que actualmente pertenecía…
Pero su garganta no emitió nada que no fuera un suave quejido. Los mecanismos físicos del habla se encontraban en perfecto estado, pero, después de aquellos años pasados con el Abuelo Vegetal, algo en su mente se negaba a ponerlos en funcionamiento. Tensó la cuerda que lazaba su ropaje de cortezas de árbol adosado a su cuerpo. Hacker siempre la instaba a que vistiera ropas humanas; le proporcionarían mayor protección contra los hombres, decía. Pero en ningún lugar que no estuviera tan cerrado como aquella casa podría nadie tocarla nunca; además, no podía soportar la sensación de sentirse rodeada por las muertas materias de los vestidos humanos. Respiró hondamente y se lanzó decidida a través de la puerta entornada.
Tan veloz se deslizó que nadie la advirtió mientras llegaba donde Hacker estaba. Hacker estaba de pie, con un codo sobre aquellos altos anaqueles que llamaban mostrador. Se trataba de una barra larga, tanto, que iba de parte a parte de la pared, dejando espacio para que el Agente pudiera moverse detrás de ella y sacar vasos y botellas. Allí se encontraba el Agente casi en la parte opuesta a Hacker. Mirando a éste y situado fuera del mostrador, había otro hombre tan alto como aquél al que miraba, aunque más macizo, y con el rostro poblado de larga y negra barba.
Éste fue el que la vio primero, mientras ella permanecía junto a Hacker tironeándole la chaqueta.
—¡Eh! —exclamó el barbudo; su voz era ronca y de tonos bajos—. ¡Hacker, mira! ¡No me digas que es la salvaje que salió de la Planta! ¡Claro que es! ¡Que me pudra, pero es ella! ¿Dónde la has estado guardando todo este tiempo?
Y mientras Twig seguía junto a Hacker, el barbudo alargó la mano hacia ella. Twig se situó tras Hacker.
—¡Déjala en paz! —dijo Hacker bruscamente—. Twig… Twig, debes marcharte de aquí. Espérame fuera.
—No, aguarda un minuto. —El barbudo intentaba rodear a Hacker para acorralar a Twig. Del cinturón del hombre colgaba un pesado taladro iónico de minero. Hacker, aunque desarmado, se interpuso—. ¡Quítate de en medio, Hacker! Sólo quiero mirar a la chica.
—Déjala, Berg. Eso es lo que quiero yo.
—¿Tú? —exclamó Berg—. ¿Quién eres tú sino un vago al que he estado invitando a beber toda la tarde?
—¡Hacker, vamos! —le susurró Twig al oído.
—¡De acuerdo, de acuerdo! —dijo Hacker con dignidad de borracho—. Eso es lo que piensas, ¿eh?… Vamos, Twig.
Se volvió y comenzó a andar hacia la puerta. Berg lo agarró por la chaqueta de cuero y lo obligó a detenerse. Más allá del barbudo, Twig podía ver al Agente gordo y chocho ya, inclinado sobre el mostrador en el que apoyaba los codos, sin decir nada, sin hacer el menor gesto.
—Nada de eso —dijo Berg—, tú te quedas aquí. Si ella es la chica, os voy a meter juntos en el saco. Hay alguna gente que está deseando venir a veros.
—¿Verme a mí? —Hacker volvió el rostro y se encaró con el barbudo, lanzándole una mirada de incredulidad y abulia.
—Oh, sí. Tu plazo como Congresista de este distrito terminó ayer, Hacker. Ya no eres inmune.
El corazón de Twig aceleró sus palpitaciones. Era peor de lo que había pensado. Hacker borracho se convertía en una nulidad; y, seguramente, alguien lo había mantenido deliberadamente allí, pagándole la bebida, aguardando a que llegara el pelotón.
—¡Hacker! —susurró desesperadamente en su oído—. ¡Vámonos corriendo!
Pasó bajo el brazo con el que Berg sujetaba a Hacker y se encaró con el barbudo. El hombre la miró estúpidamente por unos momentos, pero su estupidez le duró poco. La mano de la chica se lanzó sobre su cara, estalló un seco golpe y cada una de las uñas se hundió en la carne como un rastrillo.
—¿Qué haces? —exclamó Berg; las uñas de Twig estaban tan afiladas que el hombre no había notado todavía los cortes de la mejilla y la frente—. Te gusta jugar…
Entonces brotó la sangre y comenzó a deslizársele hasta los ojos y el cuello. El barbudo gruñó, soltó a Hacker y se llevó las manos a los ojos.
—¿Quieres dejarme ciego? —exclamó. Se limpió los ojos, miró sus manos y las vio manchadas con su propia sangre. Gritó como un animal furioso y dolorido.
—¡Corre, Hacker! —dijo Twig desesperadamente. Se escabulló de los brazos de Hacker que intentaban atraparla, con una hábil maniobra le arrancó el taladro del cinturón y se lo entregó a Hacker—. ¡Corre!
Berg se lanzó tras ella. Pero aunque no hubiera tenido los ojos ensangrentados, habría parecido igualmente un oso intentando cazar un pájaro. Acorralada en la parte interior de la habitación, Twig corría de un lado a otro escabulléndose ágilmente del pesado y enorme Berg, que se arrastraba torpemente como un loco de cabeza rojinegra.
Hacker, por fin despejado, dándose cuenta del peligro, retrocedió hacia la puerta. Tenía el taladro de Berg en la mano para cubrirse de cualquier ataque de Berg y el Agente.
—¡Vamos, Twig! —chilló Hacker.
Twig volvió a deslizarse por entre los zarpazos de Berg y de un salto se lanzó hacia la puerta.
—¡Vuelve atrás, Berg! —amenazó Hacker con el taladro en alto—. ¡Te agujerearé si te acercas!
Berg se detuvo. Su boca se entreabrió mostrando sus blancos dientes que contrastaban con el negro de la barba.
—Os mataré… —murmuró entre dientes—. A ambos, os mataré a los dos…
—Ni lo intentes —dijo Hacker—, sería firmar tu propia condena. Ahora, quietecito, y eso va por ti también, Agente. No intentéis seguirnos… ¡Twig!
Salió al exterior seguido de Twig. Corrieron hacia el bosque.
Twig acarició los primeros árboles que alcanzaron y los troncos y ramas que, inclinados, interrumpían su camino, se apartaron para dejarles paso, regresando a la posición inicial a sus espaldas. Corrieron aproximadamente un par de kilómetros hasta que la respiración de Hacker delató su cansancio. Entonces redujeron la velocidad y prosiguieron a paso de marcha. Twig, que había estado todo el día corriendo a la velocidad que ahora habían corrido ambos, caminaba naturalmente a su lado. Por un rato sólo se oyó la respiración agitada de Hacker.
—Bueno, dime qué pasa —preguntó finalmente, deteniéndose un poco para escuchar el susurro a que lo había acostumbrado Twig.
—Un pelotón de captura —dijo ella—. Diez hombres, tres mujeres, todos armados con taladros iónicos y láseres. Dijeron que formarían una asamblea de ciudadanos y te ahorcarían.
—¿Ahorcarme? —gruñó Hacker. El alcohol ingerido lo volvía propenso a la ira. Pero la balanza de su estado se inclinaba a favor de la lucidez. Y Twig, que lo quería incluso más que en un tiempo quisiera al Abuelo Vegetal, había acabado por aceptar condescendientemente sus estados de ánimo y su mal olor. Se sentó con un brusco gesto, su espalda apoyada contra un tronco, e invitó a Twig a sentarse a su lado.
—Descansemos y pensemos un poco —dijo—. Sin un buen plan no iremos a ninguna parte. ¿Dónde están ahora?
Twig, que estaba sentada sobre sus talones, se levantó y caminó hacia el árbol contra el que estaba apoyado Hacker. Abrazó el tronco cuanto dieron de sí sus brazos, cerró los ojos y apoyó la frente contra la arrugada superficie, concentrándose. Su mente caminó por entre las tinieblas, adentrándose muchos kilómetros a través de los caminos conformados por las crías del Abuelo Vegetal, hasta alcanzar el lugar donde se encontraban los hermanos más pequeños, a los que otros humanos llamaron «hierba» en la Tierra. A menos de cuarenta minutos de donde se encontraban Twig y Hacker, los hermanos más pequeños advirtieron el pesado metal de los vehículos humanos, aplastando y desgarrando otros hermanos.
—Paz, hermanos menores, paz —susurraba Twig mentalmente, intentando tranquilizarlos. Pero los hermanos menores no sentían dolor como los variformes animales de la Tierra o la misma Twig y el resto de los humanos; su dolor era diferente, y de esa forma diferente sufrían los daños que los vehículos les infligían. Aquellos seres estaban destruyendo plantas que no tenían más función que la de estar allí y sin que los destructores tuvieran el menor fin concreto al hacerlo; por debajo de todas las plantas vivas de la superficie del Planeta Jinson, el Abuelo Vegetal recogía aquellos desesperados lamentos, sentidos en forma diferente. Estaba ya cansado de las destrucciones inútiles que llevaban a cabo hombres, mujeres y bestias extrañas.
—Paz, Abuelo, paz —emitía Twig. Pero el Abuelo no le respondió. Se separó del árbol, abrió los ojos y miró a Hacker.
—Vienen en vehículos —le dijo. Desde las lejanas hierbas, los árboles le transmitían la imagen de los vehículos de tracción y la gente que los ocupaba como si ella lo estuviera viendo con sus propios ojos—. Cuando partió el pelotón eran sólo ocho e iban a pie. Ahora hay cinco más y traen vehículos. Nos alcanzarán en media hora si permanecemos aquí. Y los vehículos asesinarán muchos árboles y otras criaturas del Abuelo antes que ello ocurra.
—Me dirigiré entonces al distrito de High Rocks —dijo Hacker. El frunce que surcaba su frente habíase vuelto profundo entre sus ojos azules—. Tendrán que dejar sus vehículos y seguirme a pie; allí hay poco que puedan destruir. Es más, estarán acosándome durante un mes o unas semanas, como mucho, y no me pescarán nunca. Aunque es a ti a quien quieren coger para que les digas dónde pueden encontrar al Abuelo; sin embargo, no se atreverán a intentarlo mientras yo esté vivo y represente la ley. Tenemos que conseguir un poco de ley y orden en el Planeta Jinson. Eso me recuerda que…
Introdujo dos dedos en un bolsillo de la chaqueta y sacó una pequeña tarjeta de celulosa. Se la pasó a Twig.
—Mientras estuve en la capital con la Asamblea Legislativa —prosiguió—, conseguí que el Gobernador general enviara un experto en ecología del Gobierno Paraplanetario, alguien con plenos poderes para llevar a cabo una investigación, legal y todo. Ahí está su nombre.
Twig miró lo que había escrito en el pedazo de celulosa. Se sentía, orgullosa de su habilidad para la lectura desde que había aprendido con una máquina docente que Hacker le había conseguido. Pero el nombre que aparecía en la papeleta estaba escrito con caracteres tan enrevesados que a duras penas logró descifrarlos.
—John… Stone —leyó finalmente.
—Ése es el tipo —dijo Hacker—. Según lo planeado, habrá aterrizado hace dos días y ahora se encontrará camino de aquí para encontrarse conmigo. No creo que tarde más de un día en llegar. Le ha sido informada tu existencia. Tú te encontrarás con él y le mostrarás esa tarjeta. Tráelo e infórmale de lo del pelotón y todo lo demás. Mientras tanto, estaré en los alrededores de High Rocks y bajaré a Rusty Springs mañana al mediodía. Tú y Stone me encontraréis allí y nos quedaremos esperando al pelotón cuando venga a atraparnos.
—Pero si sólo seréis dos… —protestó Twig.
—Tranquilízate —dijo Hacker—. Ya te he dicho que es un oficial supraplanetario… como un policía. Nadie se atreverá a quebrantar la ley estando él aquí. Una vez sepan quién es más o menos, nadie se atreverá a quemar los bosques del Abuelo.
—Pero cuando se marche… —dijo Twig poniéndose en pie.
—Para cuando se haya ido ya habrá redactado todo un cuerpo de leyes para la Asamblea Legislativa que pondrá fin de una vez por todas a las barrabasadas de esos quemabosques. Vete ahora hacia el sur, Twig; y cuando encuentres a Stone, permanece con él. Si el pelotón va tras de mí, también te persigue a ti, de modo que puede encontrarte.
Palmeó el hombro de Twig, dio media vuelta y se perdió entre los árboles.
Twig contempló su marcha, deseando ir tras él y permanecer a su lado. Pero Hacker sabía lo que convenía. Si lo que se necesitaba era la presencia de este John Stone, procedente de otro mundo, ella debía ir en su busca y encontrarlo. Pero el infortunio de todas y cada una de las cosas —las que la rodeaban y que tanto amaba ella— pesaba sobre el lugar. Cuando Hacker desapareció, aproximó su rostro al suelo, pegó la cara contra él y extendió sus brazos cuanto pudo.
—¡Abuelo Vegetal! —llamó, dejando que sólo su mente pronunciara las palabras, ya que no era necesario el contacto con ninguna planta cuando llamaba al Abuelo. Sin embargo, no hubo respuesta.
—¡Abuelo Vegetal! —llamó de nuevo—. Abuelo Vegetal, ¿por qué no respondes? —El miedo la poseyó—. ¿Qué ocurre? ¿Dónde te has ido?
—Paz, pequeña y precipitada hermana —resonó el pesado y pausado pensamiento del Abuelo—. No me he ido a ninguna parte.
—Ya temía que la gente te hubiera encontrado bajo la tierra. Temía que te hubieran herido… o asesinado, cuando no contestabas.
—Paz, paz, pequeña corredora —dijo el Abuelo—. Estoy cansado, muy cansado de esa gente vuestra. Tanto, que pronto tendré que echarme a dormir. Y si así ocurriera, cuando quisiera despertarme no sabría cómo hacerlo. Pero no creo que puedan matarme. No estoy seguro de si algo puede ser asesinado, en todo caso no te niego que habría un cambio, pero sólo momentáneo, hasta que el universo volviera a recordar, y aquello que fuera muerto en apariencia recuperase su habla de nuevo. No me gusta tu gente, que sólo tiene una forma. Para mí no hay ninguna diferencia si soy raíz, tallo o flor. Siempre estoy aquí para ti, pequeña corredora, tanto si respondo como si callo.
Las lágrimas corrieron por el rostro de Twig, humedeciendo la tierra que tenía bajo la cara.
—¡No entiendes! —gritó—. Tú puedes morir. Puedes ser asesinado. Pero no comprendes. Piensas que todo es dormir.
—Claro que entiendo —respondió el Abuelo Vegetal—. Comprendo mucho más que cualquier pequeña corredora que se ha limitado a vivir uno o dos momentos, mientras que yo he vivido lo bastante para ver erguirse y caer las montañas. ¿Cómo puedo morir si soy mucho más que las raíces leñosas que esas gentes quieren encontrar y destruir? Y si ésas murieran, aún permanecería yo en todas y cada una de las plantas de este mundo y también de mi pequeña corredora. Y aun cuando éstas desaparecieran algún día, todavía sobreviviría pues formo parte de las piedras y la tierra de este planeta, más aún, formo parte de sus hermanos y hermanas planetas, y mucho más allá, pues hay muchos más mundos. Aquí, en mi soledad, he hablado a todos mis hermanos y hermanas vegetales, desde el más grande al más pequeño. Y todo el rato, mientras ello ocurría, escuchábamos las voces de tu gente, no sólo sobre este planeta sino también sobre los más lejanos. Y los oíamos hablar tal y como yo te oigo a ti. ¿Cómo puede ocurrir eso que piensas si nosotros no somos todo uno, sino que estamos presentes en cada una de las partes del otro?
—Pero estarás muerto en la medida en que me conciernes a mí —insistió Twig—. ¡Y no puedo soportarlo! ¡No puedo soportar tenerte muerto!
—¿Qué puedo decirte, pequeña hermana corredora? Si tú sientes que estoy muerto, entonces estaré muerto; pero si abandonas la idea de que puedo ser asesinado, entonces no podré ser asesinado. Siempre estaré contigo, excepto y únicamente si dejas de sentirme.
—¡No quieres ayudarte! Puedes hacer cualquier cosa. Me cuidaste cuando era una niña. Lo hiciste solamente tú. Ni siquiera recuerdo a mi padre y a mi madre, ni qué aspecto tenían. Tú me mantuviste con vida y me diste todas las protecciones necesarias. Incluso lo sigues haciendo ahora, cuando ya no necesito cuidados. En cambio, nada quieres hacer cuando eres tú el que necesita ayuda. Podrías abrir la tierra bajo esas gentes, o despedazarlas con un alud. Podrías ahogarlas en los ríos en los que beben. Podrías enviarles semillas cuyo polen las enfermara. Pero no quieres hacer nada… nada que no sea yacer aquí hasta que te encuentren y te maten.
—Hacer lo que dices no es ninguna solución. Es demasiado difícil de explicar a una pequeña corredora que sólo ha vivido un momento, pero el universo no crece ni se desarrolla de esa manera. Si emprendiéramos el camino de la amenaza y la destrucción, todas las cosas se derrumbarían y dejarían de crecer. Y tú no querrías verme enfermo o tullido, ¿verdad, pequeña corredora?
—Mejor así que muerto.
—Otra vez ese pensamiento que no es pensamiento. No puedo apartar de ti la tristeza si te empeñas en recordarla en todo momento. Si puse a muchos hermanos y hermanas a tu disposición para que te protegieran y cuidaran de ti, sola y alejada de tu gente, fue porque deseaba que corrieras libremente por este mundo y fueras feliz. Pero no eres feliz; y yo, que sé mucho más que una pequeña corredora, que sé sólo un poco comparado con lo que todavía tengo que aprender, yo mismo, no sé qué hacer para aliviarte. Te acompañaré en tu tristeza, si tú quieres. En cualquier caso estaré siempre contigo aunque no me creas… contigo, ahora y siempre.
Twig sintió que la atención del Abuelo se desviaba hacia otros menesteres. Aún permaneció pensando en su soledad en la misma posición que antes adoptara; pero pronto olvidó sus lágrimas y recordó la misión que le había encomendado Hacker. De manera que se levantó y echó a correr hacia el sur, dejando que el viento acariciase su rostro.
No sucedió repentinamente, pero poco a poco la poesía de su movimiento empezó a alimentar el miedo y la tristeza que sentía. Si Hacker estaba en lo cierto al afirmar lo que John Stone podía hacer, entonces todo acabaría perfectamente. Repentinamente recordó que podía ser descubierta por el pelotón, de modo que se apartó de la ruta y se desvió hacia el puesto de suministro. Pronto alcanzó el conglomerado de árboles que rodeaba el claro en que se erguía el puesto y, segura de ello, vio los vehículos, los hombres y las mujeres. Los contempló sin miedo, pues como ocurría con casi todos ellos, veían y oían peor que ella; más aún, los árboles y los arbustos habían formado frente a su cuerpo una pantalla que evitaba su descubrimiento.
Estaba lo bastante próxima como para oír lo que decían. Al parecer, un vehículo tenía una rueda pinchada y necesitaba reparación. Lo mantenían levantado mediante gatos mecánicos y algunos hombres se entregaban a la tarea. Mientras tanto, los que no trabajaban discutían bajo el sol del crepúsculo.
—… ¡Puta! —estaba diciendo Berg. Hablaba de ella. La sangre de su rostro había cesado de manar, pero las heridas permanecían abiertas—. ¡La ahorcaré en la cara de Hacker antes de que lo ahorquemos a él una vez los hayamos atrapado!
—No —dijo una de las mujeres. Alta, huesuda, vestía pantalón y chaqueta de cuero y una pistola de rayos láser colgaba en su funda sobre la nalga derecha—. Primero ella tiene que hablar. Lo que realmente necesitamos matar es esa diabólica planta del Abuelo. Y después, en el lugar que sea, ella vivirá en su propia casa.
—Su propia casa… —comenzó Berg, y hubiera continuado a no ser porque otra mujer lo contuvo. Era ésta más baja y maciza que la otra, aunque llevaba un vestido blanco y botas de cuero. No iba armada, al menos en apariencia, pero su voz tenía un tono de mando todavía mayor que el de la otra.
—¡Cállate ahora mismo, Berg! Antes de decir algo comienza por arrepentirte de lo que vas a decir. Las familias de los plantadores decentes tienen otros planes respecto a la chica. Ha crecido como una salvaje durante todos estos años, pero es hija de personas y tendremos que hacernos cargo de ella hasta que se convierta en una mujer y viva como Dios manda. Y abandona esas ideas de ponerle las manos encima una vez hayamos dado con ella. Seremos las mujeres casadas que vamos en este pelotón las que le haremos decir dónde se esconde ese diabólico Abuelo, y ningún hombre intervendrá en esto.
—Si podéis conseguirlo —gruñó Berg. La mujer rió y Twig dedujo por las convulsiones de su cuerpo la clase de risa que era.
—¿Acaso no podríamos hacerte hablar a ti? Y si podemos contigo, ¿por qué no con una cría como ella?
Twig se alejó del lugar donde hojas y arbustos formaban la barrera protectora. Había oído todo lo que necesitaba oír. Los vehículos estaban ahora detenidos; así, no había peligro de que atraparan a Hacker antes de que éste alcanzara las colinas de High Rocks —una región montañosa compuesta de grandes zonas donde las piedras hacían inútil el uso de vehículos—. No había tenido mucha suerte desde que se separara de Hacker, pero, al menos por ahora, estaba segura.
Ya libre el camino, lo retomó y comenzó a correr hacia el sur en busca del hombre llamado John Stone, mientras el sol comenzaba a hundirse en el horizonte.
Corría una vez más. Y nuevamente la intoxicación de su carrera le trajo a la memoria lo que había estado oyendo. Ahora, corriendo, nadie podía atraparla ni sujetarla, ni tampoco obligarle a decir cosas terribles, obligarle a decir dónde estaba la raíz del Abuelo Vegetal.
El sol estaba ya oculto; y la gran luna blanca de Jinson iluminaba el cielo. Era luna llena y su luz era casi tan intensa como la del sol en el ocaso; sólo que la luna emitía una luz distinta, mágica, dotada de dos tonos —blanco y gris— aunque desprovista de color. Bajo esta luz, árboles y matas se apartaban para dejarle pasar, y los hermanos menores que estaban a sus pies se inclinaban de tal manera que la luna reflejaba su luz, formando un sendero iluminado.
Aquello no exigía el menor esfuerzo de su parte. Por mucha velocidad que alcanzara, la tierra, los arbustos, los árboles y la luz de la luna estaban a su servicio. Entre todos juntos ayudaban a componer la silenciosa música de su paso. Pero por un momento esto desapareció. Quedó sólo su carrera, el bosque y la luz de la luna. Durante un corto instante, sólo fue una pequeña corredora… incluso el Abuelo y Hacker fueron olvidados, al igual que el pelotón y los otros humanos. Era como si jamás hubieran existido. Danzaba con su mundo en el baile negriblanco de su carrera sin límites; y sólo existían el mundo y ella, en una soledad eterna.
Twig había corrido hasta que la luna estuvo en lo alto del cielo. Nuevamente buscó el consejo de los hermanos y hermanas vegetales para que le indicaran si seguía el camino apropiado. Los hermanos y las hermanas iban señalándole la ruta delante de su cuerpo siempre en movimiento. Luego, más allá de la luna, una luz amarilla relampagueó brevemente en la lejanía. Aspiró en el viento el aroma de las hierbas, el triste olor de plantas quemadas, el hedor de un animal y el peculiar olor de un ser humano, un hombre.
Se estaba acercando a él. El hombre había acampado en un pequeño claro, donde podía verse un arroyo. Un pequeño fuego había sido encendido en la otra parte del arroyo; el hombre estaba sentado junto al fuego y miraba las llamas atentamente. Vestido con oscuras ropas y con la cara afeitada, parecía confundirse con las piedras. Más allá de donde se encontraba, vio Twig una de aquellas bestias que su gente llamaba caballo. El caballo olió o escuchó a Twig y movió la cabeza en su dirección.
El hombre movió también la cabeza entonces, miró al caballo y luego llevó la mirada desde el caballo hasta Twig.
—Hola —dijo—. Ven y siéntate.
La mirada del hombre caía justo sobre ella, pero ocurría que ella no estaba al descubierto. Era imposible que pudiera verla. Se encontraba entre los árboles, a unos cuatro metros detrás de él; y sus ojos, al mirar, tenían por fuerza que ser deslumbrados por las llamas. Simplemente, el hombre obedecía la indicación que le había hecho el caballo.
—¿Es usted John Stone? —preguntó, olvidando que sólo Hacker podía entender y oír su susurro a tal distancia. Pero el hombre la sorprendió de nuevo.
—Sí —dijo—. ¿Eres Twig?
Atónita ahora, se internó en la zona iluminada.
—¿Cómo lo sabe?
El hombre rió. Su voz tenía un tono profundo, incluso su risa era profunda, aunque suave y amistosa.
—En este lugar sólo hay dos personas que saben mi nombre —dijo—. Una es un hombre llamado Hacker Illinois; y la otra, una chica llamada Twig. Tu voz me ha sonado más a Twig que a Hacker Illinois. Y, ahora que puedo verte, pareces más bien Twig, indiscutiblemente. Avanzó un poco más, hasta la orilla del arroyo, y contempló la blanca, alargada cara del hombre. Su rubio cabello no era largo, pero se ensortijaba sobre su cabeza y, bajo la luz, sus ojos oscuros parecían tan azules como un lago de verano. Stone no se movió. A sus espaldas bufó el caballo.
—¿Por qué está ahí sentado? —preguntó Twig—. ¿Oculta usted algo?
Stone movió la cabeza.
—No quiero asustarte. Hacker Illinois insistió mucho en que no hiciera movimientos repentinos ni intentara tocarte. Si me levanto, ¿te irás corriendo?
—Claro que no.
Pero se equivocaba. Él se levantó entonces lentamente y ella dio un paso atrás, instintivamente; porque era el hombre más alto que nunca viera. Más alto de lo que había imaginado posible en un hombre. Y también ancho. Desde su increíble estatura parecía dominar sobre todas las cosas, sobre ella, el fuego, las rocas, incluso sobre el caballo que había tras él. Su corazón comenzó a latir rápidamente, como si todavía corriera. Entonces vio que el hombre permanecía en pie, pero inmóvil, esperando; y sintió que no había en él la menor huella de amenaza o maldad alguna, tal como los sintiera en Berg, en el Agente del puesto de suministros, las mujeres del pelotón y otros como ellos. Su corazón decreció el ritmo. Se sintió segura y caminó hacia el hombre, deteniéndose frente a él.
—No estoy asustada. Puede sentarse de nuevo.
Ella misma se sentó también y quedó con el rostro vuelto hacia el hombre; éste volvió a sentarse en el suelo y quedó como una montaña que sobresaliera del mar. Incluso ahora que estaban sentados podía verse la diferencia de estatura; pero la manera de descollar su cuerpo era amable, como si se tratara de un hermano árbol que elevara sus ramas muy por encima de su cabeza.
—¿Te molesta mi caballo?
Twig miró hacia la gran bestia y olisqueó.
—Tiene metal en sus pies, que cortan y matan las pequeñas cosas que viven, igual que los vehículos —respondió ella.
—Es cierto —dijo John Stone—, pero él no se colocó ese metal por su propia voluntad. Además, le gustas.
Era verdad. El animal estaba balanceando su amplia cabeza en su dirección y la agitaba como si estuviera ansioso por tocarla. Twig extendió un brazo hacia el animal, se concentró en amables pensamientos y el caballo se aquietó.
—¿Dónde está Hacker Illinois?
Ante aquella pregunta, Twig respondió con ansiedad acumulada.
—Eh High Rocks… hay mucha gente tras de él…
Entonces se lo contó a John Stone, intentando conducir sus palabras y su tono de voz hacia una forma comprensible. A menudo, cuando hablaba a la gente que no era Hacker, parecía entender las palabras como palabras tan sólo, sin aprehender el significado que había en ellas. Pero John Stone asentía a medida que ella hablaba, y parecía entender todo lo que le estaba contando, como si el entendimiento fuera algo emanado de él en particular.
—¿A cuánto está de aquí Rusty Springs? —preguntó Stone, una vez hubo callado ella.
—Seis horas, según un hombre que fuera caminando.
—Entonces, si nosotros partiéramos un poco antes de la salida del sol, ¿llegaríamos al mismo tiempo que Hacker?
—Sí —dijo ella—, pero debemos marcharnos ahora y esperarlo allí.
John miró a la luna y luego a los bosques.
—En la oscuridad tengo que caminar despacio. Hacker me dijo que no te gustaba ir demasiado lentamente. Aparte, hay todavía muchas cosa que tienes que contarme, y me las dirás más fácilmente sentada aquí que viajando. No te pongas triste. Nada nos detendrá cuando partamos para Rusty Springs.
Dijo estas palabras con tal calma, que recordó a Twig la forma de hablar del Abuelo Vegetal.
—¿Tienes hambre? —preguntó John Stone—. ¿O no comes la misma comida que nosotros?
Al hablar había sonreído un poco. Por un segundo pensó Twig que se estaba burlando de ella.
—Claro que como la comida humana. Hacker y yo siempre comemos juntos. No tengo por qué hacerlo, pero es algo que está bien.
Él asintió gravemente. Twig se preguntó si él podía saber lo que ella no había dicho. La verdad era que, a pesar de todos sus conocimientos, el Abuelo Vegetal no poseía una muy exacta comprensión del sentido del gusto del ser humano. La fruta y los secos y las cosas verdes con las que había estado alimentándola cuando ella era una niña no habían estado mal del todo, pero las comidas humanas que Hacker le ofreció eran mucho más interesantes.
John comenzó a abrir algunos pequeños envoltorios y preparó comida para ambos, haciendo alguna que otra pregunta mientras ejercía su habilidad culinaria. Twig intentaba responderle lo mejor que podía. Pero incluso para una persona tan especial como John, pensó, debía ser difícil entender lo que aquello era para ella.
Ni siquiera podía recordar el aspecto de sus padres. Sabía, porque el Abuelo Vegetal se lo había dicho, que ambos habían enfermado y muerto en su cabaña cuando apenas contaba ella unos meses de edad. Casi ni sabía andar y se había deslizado fuera de la cabaña, errando, hasta que había sido encontrada, mente con mente, por el Abuelo Vegetal; y puesto que era tan pequeña que nada parecía imposible, escuchó, entendió y creyó sus palabras.
Él había dirigido los pasos infantiles desde la cabaña y los campos incinerados que sus padres habían intentado sembrar, y los había encaminado hacia el interior de los bosques, donde árboles y ramas conformaban un refugio en el que podía protegerse del viento y la lluvia y donde siempre encontraba algo de comer con sólo extender los brazos. La mantuvo apartada de la cabaña hasta que se hizo algo mayor. Cuando ella volvió a su primera casa sólo vio blancos huesos en el interior y una verde enredadera que la ocultaba. El Abuelo le había dicho que no la tocara. No sintió el menor lazo parental con aquellos huesos y no regresó a la cabaña desde entonces.
Hacker era otra cosa. Cuando se encontró con Hacker, tres años atrás, ella había llegado a ser ya la pequeña corredora que solía decir el Abuelo. Originariamente, Hacker había sido un plantador, un colono como los que ahora le perseguían. Un plantador —tan opuesto a un granjero que ha heredado sus acres de tierra libre y los fertiliza, ara y siembra año tras año, siguiendo un ciclo regular— era alguien que hacía vida de granjero no más de dos años seguidos en cualquier lugar.
La mayor parte de la buena tierra había sido ocupada por la primera ola de emigrantes que arribara al Planeta Jinson. Los que vinieron después hallaron que los terrenos ocupados por los retoños botánicos del Abuelo (cuya existencia nunca había sido sospechada) apenas consistían en una delgada capa asentada encima del suelo pedregoso, relativamente infértil, a menos que fuera limpiado por el fuego. Así, pues, las cenizas enriquecieron las posibles cosechas. No obstante, la capacidad fertilizante de los incinerados cuerpos de hermanos y hermanas se agotó en dos años consecutivos de cosechas, lo que obligó a los plantadores a trasladarse a otro sitio y a quemar nuevas zonas en las que asentar nuevas granjas.
Poco antes de las lluvias de la primavera, tres años atrás, Hacker se había trasladado al territorio por el que Twig solía corretear. Un tiempo ideal para incinerar el área, antes de que los densos chaparrones propiciaran el riego de la zona. De modo que Hacker llegó, estableció su campamento y dejó que corrieran los días. Pero no prendió fuego a los retoños del Abuelo. Finalmente llegó el verano y con él la noción de que la oportunidad se había perdido. Twig, que lo había estado observando, oculta en la maleza, en muchas ocasiones, se fue aproximando más y más mientras espiaba. Estaba espiando a un plantador que, sin embargo, no plantaba. Comió frutas y secos que el Abuelo había puesto a disposición de Twig, pero ninguna otra cosa tomó de los bosques. Ella no podía entender aquel comportamiento.
Más tarde lo entendió. Hacker era un borracho. Un plantador que en nada se había diferenciado nunca de los demás plantadores, excepto en que, en el curso de una feria organizada para la venta de productos, había jugado a las cartas y ganado una fuerte suma de dinero. Después, en un lúcido momento que después agradecería toda su vida, siguió el consejo de un banquero local y depositó su dinero al interés simple, de manera que devengara lo bastante para financiarle su traslado a las regiones septentrionales y la limpieza de un nuevo plantío.
Cuando partió hacia el norte, no lo hizo sin aprovisionarse en exceso de bebidas alcohólicas. Así, que instaló un campamento, pero en lugar de ponerse a trabajar, se había tumbado a la sombra y dedicado a gozar de sus botellas y la paz de los parajes.
Entre los bosques no necesitó consumir bebidas al mismo ritmo frenético que en el cogollo de la civilización. Estaba solo y sólo la calma lo rodeaba. Y, además, tenía dinero en el banco, un dinero que le estaba esperando incluso si no cosechaba nada aquel año. Al final no cosechó.
Al final comenzó a experimentar cambios. Entre los bosques, se dio cuenta de que necesitaba el alcohol cada vez menos, pues allí no había la menor huella de aquellas agudas y quebradizas pejigueras legales que normalmente le punzaban y zarandeaban convirtiéndolo en un verdadero rebelde. No era hombre observador, pero poco a poco se fue dando cuenta de cómo iban y venían las estaciones y cómo día tras día los bosques respondían a los cambios de las estaciones de mil maneras distintas. Advirtió que la hoja, el arbusto y la planta se conducían como si fueran individuos y no como verdes objetos inanimados. Y al final, después de dos años sin plantar nada, recogió una cosecha: se dio cuenta de que no era capaz de quemar la zona en la que había estado dos años viviendo tranquilo y sereno consigo mismo. Sin embargo, quemó algunos árboles para reclamar el área como suya y resguardarla de los otros plantadores. Luego, se largó aprisa.
Cuando llegó a la siguiente parcela que había escogido, le ocurrió lo mismo; se dio cuenta de que no podía prenderle fuego. Se marchó de nuevo, esta vez llegando al territorio de Twig; y allí, siguiendo inconscientemente los cambios de su conducta, llamó la atención de Twig y la cautivó. Y ocurrió que llegó el día en que ella caminó abiertamente hacia el campamento de Hacker y se detuvo a pocos pasos de él, no demasiado atemorizada después de meses de observación.
—¿Quién eres? —susurró ella.
La contempló sorprendido.
—Dios mío, criatura —exclamó él—. ¿No sabes que no puedes ir por el mundo desnuda?
El asunto de la ropa fue sólo la primera de las muchas cosas que mediaron para la común concordia y entendimiento. La cosa era que a Twig no le importaba en absoluto ir desnuda, aunque tal vez no fuera sino una medida de distanciación para con la gente que la asustaba; por otra parte, admitía que le molestaba el contacto con las ropas. Twig, sin embargo, a pesar de su aparente inocencia, no era ignorante. El Abuelo se había preocupado de que aprendiera lo que por su ascendencia y edad podía aprender. Había observado que Twig se acercaba furtivamente a las granjas y que se preocupaba por algo tan irremediable como la palabra humana, de manera que decidió enseñarle también a hablar la lengua de su gente.
Pero al mismo tiempo que penetraban en su cerebro los conocimientos y medios de comunicación humanos, crecían paralelamente los asimilados por su contacto con el Abuelo, algo así, en resumen, como una sabiduría sin palabras y diversas habilidades que tenían más razón de ser para el Abuelo que para ella misma. Asimismo, el conocimiento humano adquirido a través del Abuelo, había sido efectuado por una suerte de traducción inevitable, por el hecho no menos inevitable de que el Abuelo no era humano y no pensaba en términos humanos.
Por ejemplo, ante la circunstancia de que los otros humanos se cubrían con vestidos, el Abuelo no pareció hacer mucho caso y, aunque transmitió el significado a Twig, no la forzó a que imitara la costumbre; por el contrario, lo único que hizo fue aclimatar la temperatura de los parajes para que su cuerpo no se viera afectado por el clima. De manera que Twig tenía una manera propia de ser ella misma y extraña a la vez.
Cuando por fin se encontraron Twig y Hacker, fue como el encuentro de dos extraños que sólo tenían en común un limitado cúmulo de lenguaje y experiencias. Sin embargo, lo que les fascinó fueron las diferencias; y desde aquel primer encuentro asistieron al nacimiento de su camaradería.
—Pero ahora llevas ropa —dijo John Stone en este punto de la historia de Twig, contemplando el conjunto de blandas cortezas que rodeaban su cuerpo.
—Fue idea de Hacker. Y él tiene razón, naturalmente —dijo ella—. Al principio me molestaba un poco, pero pronto me acostumbré y los primitivos roces desaparecieron.
John Stone afirmó con la cabeza, agitándola y haciendo relampaguear sus cabellos al resplandor de la lumbre.
—¿Cómo —preguntó luego— llegó Hacker a meterse en política? ¿Y por qué quieren matarlo ahora, después de haber formado parte del gobierno?
—Hacker consiguió una máquina docente y me enseñó un montón de cosas. Pero también él aprendió bastante. Cosas sobre el Abuelo y muchas más. Hacker no puede hablar con el Abuelo, pero advierte el cómo y el cuándo de su presencia.
—En las llanuras, parece que tu gente opina que el Abuelo Vegetal es una superstición.
—El Abuelo nunca prestó mucha atención a las gentes de las llanuras —respondió Twig—. Pero los plantadores de las zonas altas saben algo acerca de su existencia. Es la razón por la que quieren encontrarlo y matarlo, lo mismo que quieren hacer con Hacker.
—Pero ¿por qué? —Hacker se presentó para la Asamblea Legislativa hace dos años. Los otros plantadores pensaron que tener a uno de los suyos como delegado era una ocasión que no podía desaprovecharse. De manera que votaron por él. Pero Hacker se alzó en plena asamblea y habló sobre el Abuelo y por qué los quemabosques debían ser detenidos. Entonces los otros plantadores le odiaron porque los de las llanuras se rieron y porque no querían dejar de plantar e incendiar. Sin embargo, mientras siguió siendo delegado la sombra de la ley lo mantenía protegido. Pero su período de dos años expiró ayer y, con él, su protección personal.
—Fácil. Será fácil… —dijo John, pues Twig volvía de nuevo a parecer temerosa y desconsolada—. Hay gente en otros mundos que se preocupa por todos los Hacker y todos los seres como tu Abuelo Vegetal. Yo me preocupo. Nada les ocurrirá a ninguno de los. Te lo prometo.
Pero Twig se había sentado sobre sus talones, rechazando la comodidad de olvidar que el miedo que le traía el recuerdo podía ser presagio de terribles males.
En la oscura mañana, tras haber dormido unas cuatro horas, se levantaron, John empaquetó sus cosas y montó su caballo. Con Twig dirigiendo al animal entre los bosques, se encaminaron hacia Rusty Springs.
La aurora despuntó antes de que hubieran recorrido la mitad del camino. Mientras seguían bajo la luz del sol naciente, el animal pudo comenzar a distinguir el sitio donde ponía los cascos, con lo que la pequeña expedición aumentó su velocidad. Pero esta vez le resultó difícil a Twig advertir la diferencia de aceleración, pues puede decirse que se sentía cada vez más fascinada por John Stone. Así como su cuerpo era grande, su espíritu también lo era. Mientras seguía su leve carrera, comenzó a hacer preguntas. Aunque, a pesar de que él ponía todo su empeño en responder lo más claramente posible, ella no parecía captar todo el completo significado de las respuestas.
—¿Qué es usted?
—Ecólogo.
—Pero ¿qué es realmente?
—Algo así como un consejero. Un consejero de las autoridades sociales de los nuevos mundos.
—Hacker dijo que usted era parecido a un policía.
—Supongo que también.
—Bueno… pero aún no sé qué es usted.
—¿Qué eres tú? —preguntó John.
La mujer quedó sorprendida.
—Soy Twig… Una pequeña corredora. —Luego pensó y añadió—: Un humano… Una chica… —Y guardó silencio.
—¿Lo ves? Cada quién es muchas cosas. He ahí por qué tenemos que ir con precaución por el mundo, no moviendo ni cambiando cosas hasta que no sepamos con seguridad lo que ello va a reportar al mundo y, eventualmente, a nosotros mismos.
—Usted habla como el Abuelo Vegetal —dijo ella—. Sólo que él no quiere luchar para impedir que se dañe a él y sus criaturas, no quiere luchar contra los quemabosques y los plantadores.
—Quizá sea la medida de un sabio.
—Claro que es sabio. ¡Pero está equivocado!
John Stone la miró desde la altura que le proporcionaba el caballo. Cabalgaba con la cabeza levemente inclinada para percibir el débil susurro de la chica.
—¿Estás segura?
Twig abrió la boca, pero la cerró acto seguido. Seguía corriendo, la mirada tendida a lo que había delante, y nada dijo.
—Todo lo que no muere, crece —dijo John—. Todo lo que crece, cambia. Tu Abuelo Vegetal está creciendo y cambiando, al igual que tú, Twig.
Twig intentó apartar el sonido de aquella voz, alegando para sí misma que ella no tenía la menor necesidad de oír lo que él le estaba diciendo.
Arribaron a Rusty Springs poco antes del mediodía. El lugar recibía aquel nombre por una pequeña cascada que caía por un roquedal de no excesiva altura. El agua se desplazaba hasta una ancha cavidad de rocas rojizas y el agua adquiría allí un cierto sabor ferruginoso. Cuando llegaron, Hacker les estaba esperando sentado en una piedra, junto a la charca.
—Por fin —les dijo nada más aparecer—. Un par de minutos más y me hubiera largado con viento fresco. ¿No les oyen venir?
John Stone miró hacia la zona bosqueña que se erguía frente a la charca. Twig no necesitó consultar esta vez con ninguna de las criaturas del Abuelo para informarse. Al igual que los otros, con mucha mayor susceptibilidad, podía apreciar el ruido destructor de la masa de gente que se aproximaba.
—¡Hacker! —susurró—. ¡Corre!
—No —replicó Hacker.
—No —dijo John Stone desde lo alto del caballo—. Esperaremos aquí y hablaremos con ellos.
Se mantuvieron juntos, silenciosos y a la espera, mientras el ruido crecía; y al cabo de un rato comenzó a emerger en el claro el pelotón formado por diez hombres y tres mujeres. Surgieron del bosque y se detuvieron cuando vieron a Hacker y Twig junto con John Stone todavía a caballo.
—¿Buscabais a alguien? —pregunté Hacker irónicamente.
—Sabes jodidamente bien que sí —dijo Berg. Se había procurado otro taladro iónico y lo sacó de su cinturón cuando comenzó a aproximarse a Hacker—. Venimos a hacernos cargo de ti, Hacker, así somos de buenos. De ti, y de la chavala y de ese amigo vuestro, quienquiera que sea.
Los restantes miembros del pelotón echaron a andar tras él.
—Alto —dijo John Stone. Su profunda voz hizo que todos lo mirasen—. Alto.
Lentamente, bajó del caballo y quedó en pie junto a él. Hubo algo verdaderamente incontenible y lleno de fuerza en la manera en que se alzó sobre los estribos, pasó la pierna por encima de los cuartos traseros del animal y tomó tierra por último. La gente se detuvo y John se dirigió al grupo.
—Soy un ecólogo del Gobierno Paraplanetario —dijo—, asignado a este planeta para la investigación del posible uso nocivo de los recursos naturales. Como tal, me ha sido conferida una cierta autoridad, dentro de la cual está el emitir citaciones individuales para la Audiencia oficial que tendrá por objeto informarme de la situación.
Alzó la muñeca hasta la altura de los labios y algo en aquella muñeca brilló al sol. Sus palabras se dirigieron ahora hacia la muñeca.
—Hacker Illinois, queda usted citado como testigo de mi Audiencia, para declarar en ella cuando sea llamado. Twig, queda citada como testigo de mi Audiencia, para declarar en ella cuando sea llamada. Los gastos para su comparecencia correrán a cuenta de mi autoridad, y el deber que ustedes contraen para con esta citación relegará cualquier otro deber, obligación o restricción que pese sobre ustedes, impuestos por cualquier ley local individual o colectiva.
A continuación, descendió la muñeca y la llevó hasta el cuello del caballo, al que acarició; y no parecía sino un enorme perro al que estuviera mimando.
—Estos testigos —dijo al pelotón— no deben ser molestados de ninguna manera y bajo ningún pretexto. ¿Entendido?
—Oh, claro, naturalmente. Comprendemos muy bien —dijo la mujer huesuda y alta, enfundada en un impermeable.
—¿Entendido? ¿Comprendido? ¿Qué significa eso? —bramó Berg—. El ecólogo éste no va armado. ¿Vamos a permitir que nos detenga?
Berg echó a andar hacia John, que permaneció inmóvil. Pero a medida que se iba acercando, Berg comenzó a encogerse, y cuando llegó a escasos pasos de John parecía que un chico a medio crecer se estaba aproximando a un hombre plenamente crecido. De modo que se detuvo, miró atrás y vio que nadie del pelotón le había acompañado Mientras su cabeza permanecía vuelta hacia el pelotón, la mujer del blanco impermeable se dirigió a él.
—¡Eh, Berg! ¡Tus agallas siempre estuvieron en tus músculos!
Echó a andar hasta llegar al lado de Berg. Allí, se detuvo y se quedó mirando duramente a John.
—Usted no me asusta, señor ecólogo —dijo—. Me he estado enfrentando a la gente toda mi vida. Usted no me asusta, su gobierno supraplanetario tampoco me asusta, porque nada me asusta a mí. ¿Quiere usted saber por qué no vamos y colgamos a Hacker ahora mismo, y nos llevamos a la muchacha para que sea reeducada decentemente? ¿Ahora mismo? No es a causa de usted, sino porque no tenemos necesidad de hacerlo. Hacker no es el único que tiene influencias en la capital. Hace dos horas que nos comunicaron por los teléfonos individuales que usted estaba en camino de este lugar.
John asintió con la cabeza.
—No me sorprende, pero eso no cambia las cosas.
—¿No? —el tono de su elevada voz contenía una cierta nota de triunfo—. Todos buscábamos a Hacker y a la chica para descubrir dónde vive esa planta diabólica. Hacker lo mandó llamar, pero nosotros replicamos pidiendo un equipo que nos ayudara en la búsqueda. Hace dos días pusimos el equipo en un avión y comenzó a cartografiar el sistema de raíces de esta zona. Nos figuramos que estaba en esta zona porque aquí fue donde educó a la chica…
—¡Nada lograrán hacerle con eso! —gritó Twig con su bajo susurro—. El Abuelo se extiende por todas partes. Por todo el continente. Por todo el mundo.
Pero la mujer no la oyó o no quiso prestarle atención.
—Lo encontramos ayer. Proteja a Hacker y a la chica todo cuanto quiera, señor ecólogo. ¿Cómo va a impedirnos que cavemos la tierra y prendamos fuego a lo que encontremos?
—La vida inteligente, perversamente destruida… —comenzó John, pero se detuvo en seco.
—¿Qué vida? ¿De qué vida está hablando? ¿Cómo puede saber usted que se trata de algo inteligente? ¿Acaso tomará las declaraciones de algunas raíces?
La mujer rió.
—Eh —dijo Berg, volviéndose. Ella siguió riendo—. Eh, ¿qué es todo esto? ¿Por qué nadie me dijo nada de ello?
—¿Decírtelo? —la mujer se inclinó hacia Berg como si fuera a escupirle en la negra barba—. ¿Decírtelo? ¿Confiar en ti? ¿En ti?
—Tengo los mismos derechos…
Pero ella había dado media vuelta y dirigídose hacia donde estaba el resto del pelotón, dejándolo con la frase a medio acabar.
—Venga —dijo ella—. Vámonos de aquí. Ya nos ocuparemos de esos dos después de la Audiencia. No pueden ir a ningún sitio que no podamos localizar.
El resto del pelotón comenzó a moverse como un animal que despierta súbitamente y empieza a andar. Encabezó el grupo y lo condujo hacia el punto contrario por el que habían surgido. Pasaron junto a la charca, junto a Twig, Hacker y John Stone con su caballo. La mujer pasó muy próxima a Twig, tanto que pareció que se inclinaba levemente para rozar el hombro derecho de la chica. Twig realizó un rápido gesto de contracción ante la posibilidad de ser tocada; pero Lucy Arodet se limitó a gruñir ante tamaña muestra de repulsa. Siguió encabezando el pelotón hasta internarse en el bosque y seguir la misma ruta que John y Twig a la inversa. Berg corrió tras ellos y después de escasos momentos el ruido de sus pasos fue silenciado por la distancia.
—¿Es cierto lo que ha dicho? —preguntó Hacker a John—. ¿Hay algún aparato que pueda encontrar una masa de raíces como la del Abuelo?
Los azules ojos de John, sumergidos en la amplia cara, se encogieron en un frunce.
—Sí —contestó—. Es una variedad de los localizadores de arterias nutritivas… habilitado para distinciones muy delicadas, pues la diferencia estriba en los mínimos cambios que se producen en el flujo líquido de la raíz. No pensaba que nadie en este planeta supiera su existencia, ni mucho menos…: —se interrumpió—. Y… realmente no puedo creer que un aparato como ése haya podido ser enviado aquí por nadie sin mi conocimiento. Aunque en el terreno comercial siempre hay gente dispuesta a probar fortuna.
—¡Arréstelos! —susurró Twig—. ¡Haga que su uso sea ilegal para ellos!
John sacudió la cabeza.
—No tengo ninguna prueba palpable de que tu Abuelo sea un ser sensible. Y, hasta que no obtenga ninguna, nada puedo hacer para protegerlo.
—¿Acaso no nos cree a nosotros? —La arrugada cara de Hacker era totalmente huesuda bajo el bozo de la barba.
—Oh, sí. Personalmente les creo a ustedes. Antes de que el hombre abandonara el mundo del que había surgido, ya estaba demostrado que si alguien pensaba talar o quemar una planta ésta mostraba una reacción mensurable en computadores. Las reacciones mentales de y por las plantas hace tiempo que fueron establecidas. Una comunidad inteligente como la que ustedes aplican al Abuelo y las plantas circundantes es sólo una reacción lógica. Pero tengo que comprobarlo por mí mismo, o tener al menos alguna prueba contundente de su existencia.
—Según lo que ha dicho Lucy Arodet —dijo Hacker—, el plazo para comprobarlo es bastante corto.
—Sí —dijo John. Se volvió a Twig—. ¿Sabes dónde está el Abuelo?
—Está en todas partes.
—Twig —dijo Hacker—, ya sabes lo que él ha querido decir. Sí, Stone, ella sabe dónde está.
Twig se quedó mirando a Hacker muy fijamente.
—Debes decírmelo —dijo John Stone—. Cuanto antes lo localice, antes podré empezar a protegerlo.
—¡No! —susurró Twig.
—Querida, sé razonable —dijo Hacker—. Ya has oído a Lucy Arodet que van a encontrar al Abuelo. Si ellos han de conocer más pronto o más tarde su emplazamiento, ¿por qué has de ocultárselo a John Stone?
—¡No creo que sea cierto! Ella estaba mintiendo, ¡no sabe ni sabrá dónde está el Abuelo!
—Pero arriesgas demasiado —dijo Stone—, porque puede darse el caso de que sí llegue a saber dónde está. Y si cavan debajo y lo destruyen antes de que yo llegue hasta él, ¿no lamentarás perderlo por las mismas razones que quieres salvarlo?
—Ninguna de las criaturas del Abuelo diría dónde está, aunque quisiera —susurró Twig—. Y yo no quiero decirlo.
—No me lo digas si no quieres, pero por lo menos llévame hasta él.
Twig negó con la cabeza.
—Twig —dijo Hacker. La chica lo miró—. Twig, escucha. Tienes que hacer lo que dice Stone.
Twig negó nuevamente con la cabeza.
—Entonces, pregúntaselo al Abuelo —propuso Hacker—. Que él mismo decida.
Iba a negarse por tercera vez, pero se quedó un rato mirando a Hacker. Luego, se dirigió a un árbol cercano y lo rodeó con sus brazos; no porque necesitara del árbol para comunicarse con el Abuelo, sino para apartar su cara de la mirada de los dos hombres.
—¡Abuelo! —pensó—. Abuelo, ¿me estás escuchando? ¿Qué debo hacer?
No hubo respuesta.
—¡Abuelo! —llamó mentalmente.
Tampoco la hubo esta vez. Por un inicial momento lleno de temor, pensó que ya no era capaz de sentirlo, que había sido asesinado o ídose a dormir. Pero luego, esforzándose en buscar hasta donde era capaz de llegar, lo sintió, advirtió su presencia aunque persistiendo en no atender a su llamada.
—¡Abuelo!
Era inútil. Era como si con su débil susurro pretendiera llamar la atención de alguien situado en la cima de una altísima montaña. El Abuelo estaba sumergido en sus propias reflexiones. No podía alcanzarlo. Comenzó a invadirla un cierto temor. El Abuelo siempre había estado allí en otras ocasiones. Pero desde hacía dos años, desde que los incendios de los plantadores comenzaran, había adquirido la costumbre de mantener una postura introvertida y de hablar a menudo de irse a dormir.
Lentamente, separó los brazos del tronco del árbol y volvió el rostro hacia los dos hombres.
—No quiere responder.
Hubo un momento de silencio.
—Entonces, es como si te autorizara a decidir por ti misma, ¿no? —dijo Hacker suavemente.
No dijo nada y se quedó pensativa. Entonces, una idea afloró a su mente.
—No quiero conducirlo a usted hasta él —dijo, clavando su mirada en la cara de Stone—. Pero iré yo misma y veré si es cierto que los plantadores pueden encontrarlo. Ustedes me esperarán aquí.
—No —dijo John—. Yo he venido aquí para comprobar por mis propios ojos el estado de las áreas incineradas.
Si he de convocar una Audiencia para intentar proteger a tu Abuelo Vegetal, necesito tantas evidencias como sea posible reunir.
—Yo le mostraré las áreas —dijo Hacker.
—No —repitió John—. Usted se dirigirá al sur y llegará a la primera ciudad o población que encuentre para informar a las autoridades de que es usted un testigo mío. ¡Eso hará que la gente recuerde en todo momento que usted está bajo la protección de la ley! ¿Puede hacerlo sin que esa banda de provocadores lo atrape?
Hacker hizo una mueca de disgusto.
—Perfecto —dijo John—. Lo había preguntado para asegurarme. Diríjase, pues, al centro comunal más cercano. ¿Cuál es el lugar?
—Fireville —dijo Hacker—. A unos doce kilómetros al suroeste.
—Fireville. Me reuniré allí con usted una vez haya visto un par de áreas incineradas. Conseguiré un mapa que las tenga señaladas. Y Twig —añadió volviendo la cabeza hacia ella— irá al lugar en que se encuentra el Abuelo Vegetal para ver si hay algún síntoma de que ha sido localizado. Entonces intentará encontrarme lo antes posible. ¿Crees que puedes hacerlo, Twig?
—Claro. Los hermanos y hermanas vegetales me indicarán dónde está usted.
Pero en lugar de emprender la partida, permaneció un momento inmóvil, como dudando, mirando a Hacker.
—No bebas ahora —le dijo—. Si te emborracharas, encontrarían la manera de hacerte cualquier cosa.
—Ni una gota. Te lo prometo —dijo Hacker.
Pero todavía dudaba Twig. Sólo se decidió cuando advirtió que no podía perder tiempo con tantas cosas que hacer por delante. De manera que se lanzó a correr, abriéndose el bosque delante de ella, dejando rápidamente el lugar donde estaban los dos hombres.
Corría concentrada. No podía detenerse en gozar los placeres de su carrera. De vez en cuando llamaba mentalmente al Abuelo; pero no obtenía respuesta y deseaba llegar a la masa de raíces tan pronto como le fuera posible.
En los bosques, creciendo y cambiando día a día, jamás había tenido noción de la velocidad que podía desarrollar. A fin de cuentas era un ser humano, es decir, que el límite de su velocidad difícilmente rebasaría la de cualquier campeón de corta distancia en las pruebas que solían hacerse antes de que el hombre se lanzara al espacio… antes de que la Tierra feneciera. Pero la diferencia consistía en que ella podría mantener esa velocidad durante todo un día si se lo propusiera. Aunque lo cierto era que no tenía la menor noción de poseer esa resistencia, como tampoco la del límite de su velocidad. Pese a ello, iba lanzada velozmente, sus piernas relampagueando bajo la luz del sol de la tarde y entre las riberas del sendero que árboles y matorrales abrían ante ella.
Era plena tarde y aún no había llegado al lugar de emplazamiento de la masa de raíces del Abuelo, que yacía bajo tierra en pleno bosque, ocupando un círculo de cuarenta o cincuenta metros de radio. Durante todo el camino, los hermanos y hermanas le habían estado indicando que ninguna señal había de presencias extrañas en el lugar y que el bosque en el que se encontraba el Abuelo se hallaba completamente vacío. Pero ni siquiera ellos podían saber lo que ocurriría al momento siguiente, de manera que la inseguridad la atenazaría mientras no pudiera comprobarlo por ella misma. Ahora, ya en el lugar, rodeó con sus brazos un alto árbol hembra y se mantuvo en aquella posición forzando a las hojas pensantes para que recordaran cualquier cosa que hubiera ocurrido en la última semana.
Aparte del viento, las hojas sólo recordaban el silencio. Ningún humano había pasado por entre ellas, ni siquiera a distancia. Ningún ruido mecánico había tenido lugar por los alrededores, sólo el sonido de las nubes al desplazarse y el de algún ocasional aguacero.
La mujer llamada Lucy Orodet había mentido. Los plantadores no tenían ningún aparato especial, o, si lo tenían, no lo habían usado por el lugar donde se encontraba el Abuelo. Suspirando de alivio, cayó al suelo y hundió la cara en la tierra, abriendo los brazos sobre los hermanos menores.
El Abuelo estaba a salvo… todavía. Durante un corto espacio de tiempo Twig se limitó tan sólo a mantener los ojos cerrados y a dejar que la sensación de alivio que sentía la inundara por completo. Así quedó en los brazos del sueño, que la acunó con suavidad después de la intensa carrera que había llevado a cabo.
Cuando despertó era ya de noche. La luna estaba alta en el cielo y el Abuelo estaba pensando, no comunicándose con ella, sino extendiendo sus pensamientos a su alrededor, como si ella no estuviera allí.
—… Nunca fui más allá de la atmósfera que rodea este mundo —estaba diciendo—. Pero ahora, mi pequeña corredora correrá hasta el fin del universo. Más allá de las estrellas, y más allá de las que están más allá… los inmensos abismos, donde las colosales galaxias flotan como nubes o se abren como ciclópea pirotecnia poblada de pequeñas corredoras, cruzándose la trayectoria de una con la de las otras, siempre desplazándose más allá de cualquier concepción del tiempo y la distancia. Y en todos los puntos de esa inmensa noche se encuentra la vida. Mi pequeña corredora irá a conocerlos, desde los primeros a los últimos, desde sus orígenes hasta su extinción. Así, después de la destrucción verá la llegada de una nueva creación, al igual que al caliente verano sucede el inclemente invierno y nuevamente la confortante canícula. Todos aquéllos que han intentado destruirme desean sólo efectuar el nacimiento de mi pequeña corredora en el interior de un Gran Corredor entre las estrellas…
—¡Abuelo! —llamó Twig; y los pensamientos fluyeron en torno a ella repentinamente.
—¿Estás despierta, pequeña hermana? —preguntó el Abuelo—. Si es así, estás a tiempo de irte.
—¿Irme? —preguntó Twig, todavía bajo la hipnosis del sueño—. Irme… ¿Por qué? ¿Dónde? ¿Qué ocurre?
—Tu viejo amigo Hacker está agonizando… Y tu nuevo amigo John Stone cabalga hacia donde se encuentra Hacker —dijo el pensamiento del Abuelo Vegetal—. Aquéllos que deseaban destruirme han tendido una trampa mortal a Hacker y pronto estarán aquí para matarme también. Aún tienes oportunidad de huir.
Twig se puso en pie por un movimiento reflejo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó—. ¿Dónde está Hacker?
—En un lugar al norte de Fireville, en una trampa para animales, donde ha sido arrojado, fingiendo que se encontraba borracho y que ha sufrido un accidente. Aquéllos que son nuestros enemigos le hicieron beber, lo condujeron allí y lo arrojaron dentro.
—¿Por qué no me despertaste y me lo dijiste a tiempo?
—No hubiera sido posible remediar nada —dijo el Abuelo—. La muerte de Hacker está más allá de todo remedio, al igual que los que vienen a destruirme están más allá de todo obstáculo.
—¿Vienen? —gimió Twig—. ¿Cómo puede venir nadie? ¡No saben dónde estás!
—Sí lo saben —dijo el Abuelo—. Cuando te dirigiste hacia aquí llevabas prendido en el hombro algo que puso allí la mujer llamada. Lucy Arodet. Un objeto pequeño prendido a tu vestido que sirve para decir a otros dónde te encuentras en todo momento. Cuando me encontraste y te detuviste, ellos supieron que me habías localizado y averiguaron de esa forma el lugar donde yo estaba.
Twig llevó una mano hacia su hombro. Sus dedos se cerraron sobre un pequeño objeto, redondo y duro. Se lo arrancó del vestido botánico y lo puso delante de sus ojos para poder verlo en la oscuridad. A la luz de la luna parecía una especie de perla cubierta de puntos por la parte opuesta a la que mostraba un gancho, que había servido para engarzarlo al vestido de Twig.
—¡Lo llevaré lejos de aquí! —dijo ella—. Me lo llevaré a cualquier otra parte y así…
—Eso no cambiaría ya las cosas. No sufras. Antes de que vengan, yo me habré sumergido en un sueño sin despertar y se limitarán a destruir unas cuantas raíces que nada significan.
—¡No! —gritó Twig—. ¡Espera… no! Correré y encontraré a John Stone. Él puede llegar aquí antes de que nadie dañe tus raíces. Entonces no tendrás que irte a dormir…
—Pequeña corredora, mi pequeña corredora. Incluso si tu John Stone me salvara por ahora, no haría otra cosa que prorrogar lo inevitable. Desde que tu gente puso los pies en este mundo, fue una certeza que más pronto o más tarde me obligarían a dormir para siempre. Si comprendieras que voy a entregarme al sueño alegremente, no te mostrarías tan apesadumbrada. Todo cuanto había de valor en mí ya está dentro de ti, y todo ello se dirige a donde yo no puedo dirigirme, en la distancia y en lo profundo, más allá de toda medida e imaginación.
—¡No! —gritó Twig—. No voy a dejarte que mueras. Correré hasta donde está Hacker y encontraré a John Stone. Él vendrá y te salvará. Espérame, Abuelo. ¡Espera…!
Aún no había acabado de decir esto cuando ya estaba en camino, imprimiendo a sus piernas toda la velocidad que podía alcanzar. Los pequeños hermanos le abrieron un sendero ante ella, señalándole el camino, y los matorrales y los árboles se inclinaron a los lados. Pero esta vez no era consciente del hecho. Toda la energía de su mente se concentraba en que el Abuelo no debía morir…
Corrió más rápido que nunca. Ya estaba cercana la aurora cuando llegó a los alrededores de Fireville, al lugar donde el sendero abierto por las plantas le indicaba la ubicación de la trampa en que se encontraba Hacker. Junto a la trampa, oscuramente recortado contra el pálido cielo que se destacaba entre los árboles, había una sombra, perteneciente a un hombre gigantesco sobre un gigantesco caballo. Y en la oscuridad del agujero una pequeña mancha de luz indicaba la presencia de Hacker. A la vista de aquella mancha incluso el Abuelo fue borrado del pensamiento de Twig. Acercándose cuidadosamente, comenzó a descender por uno de los lados de la trampa. Cualquier otro hubiera resbalado y caído por lo menos una docena de veces, pero ella, protegida por los matojos y hierbas, descendió sin el menor peligro. Ya en el suelo, se arrodilló junto al cuerpo.
—Hacker —susurró. Las lágrimas cayeron de sus ojos.
Hubo entonces un estrépito de tierra y piedras que caían, como si un pesado cuerpo se estuviera deslizando por las paredes de la trampa. Entonces apareció John Stone a su lado, erguido sobre sus piernas. Se arrodilló y palpó con sus dedos la garganta de Hacker, siguiendo los huesos de la tráquea.
—Está muerto, Twig —dijo John, apartando los ojos de Hacker y posándolos en ella.
—¡Te dije que no bebieras, Hacker! —gimió—. ¡Me lo prometiste! Me prometiste no beber…
Ella advirtió que John Stone se había puesto en pie. Permanecía erguido junto a ella como un risco rodeado de tinieblas. El hombre puso una mano sobre el hombro de la chica y la mano resultó tan desmesuradamente grande que parecía un arco que descansara sobre ella.
—Tenía que ocurrir, Twig. —La profunda voz retumbó en la oscura cavidad—. Son cosas que tenían que ocurrir…
Era lo que el Abuelo solía decir y ello hizo que Twig lo recordara súbitamente. Enervó el cuello y se mantuvo alerta, a la expectativa. Pero nada había.
—¡Abuelo! —gritó, y por primera vez en su vida no utilizó el pensamiento para llamarlo. Su voz resonó clara y salvaje bajo el cielo apenas luminoso.
Sin embargo, no hubo respuesta. Por primera vez, ni siquiera el eco vino a decirle que el Abuelo estaba allí aunque no escuchara. Las fuerzas de la transmisión vegetal de pensamiento propagaban su llamada insistentemente en todas direcciones. Pero no había la menor respuesta. La voz del planeta guardaba silencio.
—¡Ha muerto! —gritó ella. Y las palabras fluyeron entre flores y ramas, de hoja de hierba a hoja de hierba, a lo largo de las raíces enterradas bajo la colina y el valle y el llano y la montaña—. Muerto…
Olvidó entonces cuanto la rodeaba. Incluso la cabeza de Hacker junto a sus rodillas.
—¿El Abuelo Vegetal? —le preguntó Stone. Ella asintió con la cabeza, absorta.
—Ha ocurrido —dijo luego, pesadamente, con su nueva voz—. Se ha ido… ido para siempre. Es el fin, todo ha terminado.
—No —dijo la profunda voz de John Stone—. Nunca termina nada.
Se mantenía erguido junto a ella, mirándola.
—Twig —continuó, amable pero insistentemente—, nunca termina nada.
—Sí, sí. Escuche… —dijo ella, olvidando que, al igual que los otros, él nunca había oído al Abuelo—. El mundo está muerto ahora. Nada hay en él.
—Sí, sí que hay —insistió John—. Estás tú. Y, para ti, todavía existen todas las cosas. No sólo sobre este mundo sino también en muchos otros que nunca conoció cualquier Abuelo Vegetal. Se encuentran lejos de aquí, esperándote y deseando hablar contigo.
—No puedo hablar con nadie —dijo ella, todavía arrodillada—. Todo ha terminado, le digo que todo ha terminado.
John Stone se inclinó y la levantó. Sosteniéndola, ascendió por la empinada pared de la trampa, hasta llegar a su caballo. Subieron a él.
—El tiempo sigue su curso —le dijo John. Twig hundió su rostro en el pecho de Stone y escuchó sus palabras retumbando en aquella poderosa cavidad de huesos y carne—. Las cosas cambian y nada hay que las detenga. Incluso si el Abuelo y Hacker vivieran todavía, incluso si el Planeta Jinson se mantuviera siempre igual, tú, necesariamente, por ti misma, no tendrías más remedio que crecer y cambiar. Lo que no está muerto, crece. Lo que crece, cambia. Nuestras decisiones abarcan mayor y mayor responsabilidad, lo queramos o no, pues, a fin de cuentas, la única elección esencial se encuentra entre amarlo todo o no amar nada. Debe haber otros Hacker en otros mundos y quizá, en algún lugar, haya otros mundos como Jinson. Pero no hay ningún otro Abuelo Vegetal que pueda ser hallado, ni tampoco ninguna otra Twig. Esto significa que vas a tener que amar todos los mundos y todas las cosas que crezcan sobre ellos, tal y como el Abuelo lo habría hecho si hubiera podido ir hasta ellos. He aquí lo que tienes que hacer, Twig. Ésa es tu misión.
Ella nada dijo.
—Inténtalo —continuó John—. El Abuelo te lo ha dejado todo. Acepta también esa responsabilidad que sin duda te ha legado. Habla a las cosas vivientes del Planeta Jinson y diles que la pérdida del Abuelo no significa el fin.
Ella agitó su cabeza contra su pecho.
—No puedo —dijo—. No puedo.
—Háblales —insistió él—. No los dejes solos. Diles que ahora sigues estando con ellos. ¿No es eso lo que el Abuelo hubiera deseado?
Nuevamente agitó ella la cabeza.
—No puedo… —gimió—. Si yo les hablara, sería como si se hubiera marchado en todos los sentidos, definitiva y eternamente. Y no puedo hacer eso. No puedo desplazarlo de esa manera. No puedo.
—Entonces, todo aquello con lo que contó el Abuelo se ha perdido —dijo John Stone—. Y todas las cosas que Hacker hizo se han evaporado inútilmente. ¿Tampoco lo harás por Hacker?
Ella pensó entonces en Hacker, lo que había quedado de Hacker, a medida que cada paso del caballo les alejaba de su cuerpo inerte. Hacker, cayendo ahora también en el olvido.
—¡No puedo, Hacker! —dijo, como si hablara con su recuerdo.
—¿No puedes? —le dijo la imagen de Hacker. Le guiñó un ojo y comenzó a cantar:
«Tan bravo como Ned Kelly», querían decir las gentes.
«Tan bravo como Ned Kelly», pueden decir ahora…
Aquellas palabras entonadas con la cascada voz de Hacker pasaron a través de ella como un rayo de sol atraviesa las hojas de los árboles. Y, súbitamente, una imagen global se formó en su mente, recordando todas las flores que quedaban solas ahora, sin voz, en medio de la oscuridad y el silencio; y un amargo dolor fluyó dentro de ella. A partir de ahora, también ella quedaría sola y abandonada.
—¡Todo está tranquilo! —les dijo conjuntamente con su voz y lenguaje mental—. ¡Todo está bien! ¡Yo todavía esto aquí! Yo, Twig. Nunca permaneceréis sin compañía, os lo prometo. Incluso si me fuera a cualquier otro sitio, siempre os alcanzaré y hablaré desde dondequiera me encuentre…
Y desde el valle y la colina, desde el llano y el bosque, desde todas partes, sus palabras fueron recogidas y entregadas a nuevos relevos, que las fueron transmitiendo y ramificando, alcanzando por igual al hermano más diminuto y a la hermana más crecida, de un extremo a otro del mundo.
Twig cerró los ojos y se abandonó contra el ancho pecho de John Stone. No sabía hacia dónde la llevaba. No había la menor duda de que se dirigía a algún lugar muy lejos del mundo de Jinson. Aunque, ahora lo sabía, ningún mundo estaba demasiado lejos; y también, más allá de las grandes distancias con las que el Abuelo había soñado y que nunca había podido salvar, había sin duda otros hermanos y hermanas, esperando el sonido de una voz, esperándola a ella.
El Abuelo se había marchado más allá de toda posibilidad de regreso, y lo mismo Hacker. Pero quizá no constituía aquello el final de las cosas, después de todo; quizá era sólo el comienzo. Tal vez… cuanto menos, había hablado a todos los que habían vivido a través del Abuelo para que supieran, de aquella manera, que nunca más estarían solos. Permitiendo que sus pensamientos fueran mecidos por el vaivén del caballo, Twig se entregó a la caricia leve del sueño.