1

Durante algún tiempo había persistido la sensación de que un inmediato cambio iba a cernirse sobre el globo terráqueo, de que una gran conmoción iba a reemplazar cuanto de casquivano, irascible e ineficiente había en el mundo por algo frío, fatigosamente ordenado, inconmensurablemente cruel, suave, sinuoso, felino, demoníaco en suma. Pero la inmediatez, la realidad de tal cambio, no se me vino encima hasta mi primer encuentro con Mr. Hamadríada.

(Me dedico al transporte de cocos y resulta una necesidad de segundo orden que tenga la fortuna de encontrarse con personas como Hamadríada).

Creo sinceramente que Mr. Hamadríada era la persona más singular de cuantas había visto en toda mi vida. Me llamó la atención por vez primera en el Club de la Tercera Catarata, en Dangola, donde, por cierto, se reúnen caballeros bastante exóticos. Pero cuando uno arquea una ceja ante alguien, es que ese alguien es realmente extraño.

Algo había llamado mi atención en el Club. En el corredor de tierra había oído un doble juego de pasos, claramente definidos: el primer juego correspondía a una persona de pies planos que calzaba botas de blanda piel de cabra; el otro, indicaba la presencia de una persona descalza. Sin embargo, este último juego de pasos estaba ligeramente alterado, como por una especie de pisada doble. Sólo una persona había entrado en el Club y sin duda se trataba de la que tenía los pies planos y botas de piel.

—Un Stony Giant —dijo el individuo a Ukali, el camarero—. Y lo de siempre para comer.

—Muy bien, Mr. Hamadríada —respondió Ukali, y se puso a preparar el Stony Giant,

Al hablar, la voz de Hamadríada había sonado como una especie de ladrido, algo así como un chillido en sordina, aunque no del todo desagradable. El Stony Giant (gigante pétreo) era una generosa bebida local. Consistía en una inmensa copa llena de vino de palma rociado con polvo de piedras salinas de la región. Contenía un huevo de cigüeña triturado junto con la cáscara, que quedaba flotando; en el líquido. Ukali añadió todavía un fuerte tónico en polvo al final. El Stony Giant es una especialidad del Club de la Tercera Catarata y es casi imposible de encontrar en cualquier otra parte del mundo.

Hamadríada tenía una nariz excesivamente larga. Tanto, que aquello bastaba para ponerlo en un lugar aparte en el mundo, quisiera él o no. Su mirada, una vez desembarazada del recorrido de la nariz y fijada sobre el objeto que deseaba contemplar, recorría sin duda la mitad del alcance que una visión normal poseía.

Hamadríada tenía ojos oscuros que nunca parecían mantenerse fijos sobre la persona a quien miraban; por el contrario, se dijera que la mirada siempre estaba situada unos cuantos centímetros más allá de esa persona. Hamadríada me estaba lanzando esa mirada. Luego sonrió agradablemente al punto situado varios centímetros detrás de mí. Su cabeza estaba completamente cubierta de pelo, aunque crecido o cortado de una manera irregular. Su estatura era más bien escasa, pese a lo cual tenía tendencia a permanecer inclinado. Su apariencia era la de un hombre vivaz y de rápidos movimientos. Su boca, situada en algún lugar bajo la inmensa nariz, mostraba un pliegue de seriedad. En resumen, parecía un tipo agradable: y, realmente, una extravagante aparición incapaz de ser herida en lo que la hacía extravagante.

Ukali acabó de preparar el Stone Giant y lo sirvió a Hamadríada. El ruido de pies descalzos volvió a oírse por el corredor, arriba y abajo, pero nadie entró. Hamadríada había pagado la bebida con una moneda somalí de oro. Ukali no le devolvió y vi cómo hacía un gesto en el aire. Con aquella moneda de oro Hamadríada había pagado sus consumiciones en el Club por lo menos para una semana. Entonces fue cuando aquel hombre tan extraño se me acercó y se sentó junto a mí.

—Todo lo explican con palabras insípidas —comenzó Hamadríada con su grato chillido—. Hacen todo de tal manera que a la postre parezca una nimiedad. Piedras de quinientas toneladas para dinteles y pretenden decir que fueron colocadas con rampas de madera o de tierra, y que las rampas fueron quitadas después. ¡Hojas de banana! Es absurdo, se lo digo yo.

—¿Cuál es su profesión? —le pregunté.

—Cosmólogo —dijo.

De nuevo me llegó a los oídos el caminar de los pies descalzos, subiendo y bajando a lo largo de aquel corredor de tierra. Yo estaba ciertamente intrigado. ¿Qué era aquella sedosa y grávida pisada doble?

—¿No entra su amigo? —pregunté a Hamadríada, mientras un gesto de mi cabeza señalaba al corredor.

—No es mi amigo. Es mi esclavo —dijo Hamadríada—. Entró hace un momento, tal vez usted no lo haya notado, y salió en seguida. Prefiero que se quede fuera. Sí, naturalmente que había oído entrar y salir al esclavo, pero no había llegado a verlo. Ahora estaba en condiciones de deducir que el paso duplicado indicaba que el esclavo era algún cuadrúpedo y que su poderoso ritmo al andar correspondía a un peso cinco veces mayor que el de Hamadríada.

—Fíjese que, incluso para un megalito no muy grande, la construcción de rampas requería la utilización de un bosque de buen tamaño o bien la movilización de más tierra que los gusanos hayan podido mover en toda la historia del universo —decía Hamadríada—. Mientras no sepa cómo fue posible, no puedo aceptar el recurso de rampas a base de troncos o de tierra. En Perú, sobre escarpados acantilados, fueron enclavadas piedras de trescientas toneladas. En Baalbek, en el punto más elevado, se colocaron piedras de mil toneladas. ¿Qué clase de rampas fueron construidas para subir tales piedras?

—No lo sé. No soy ningún constructor de rampas —repuse.

—¿De veras? Pues lo parece. Me alegro de que no lo sea —dijo Hamadríada—. De todas formas, le digo que una investigación intensiva sobre los lugares exactos revelaría la imposibilidad del uso de rampas. Forzosamente deben quedar señales: nadie puede construir inmensas rampas y luego deshacerlas sin que quede el menor rastro. Nadie puede trasladar tan pesadas piedras y no dejar al menos una huella. Y sin embargo, no hay huellas en los monumentos megalíticos. Uno está plenamente justificado al decir que jamás ha habido tales rampas. Y lo mismo puedo decir sobre si las piedras estaban o no preparadas para ser convertidas en megalitos, esperando a que un buen día nosotros pasáramos por allí y las descubriéramos y dudáramos al respecto.

Miré a Ukali y con la mirada le pregunté a cuál de las nueve clases de chalados pertenecía el que tenía delante. Ukali hizo un gesto con la mano, justo el gesto que un hombre acostumbrado a la escritura arábiga haría al intentar trazar una «p» latina en el aire.

¿Un chalado de la clase p? ¿Era Hamadríada un chalado de la isla de Pascua? Mientras tanto, Ukali trajo la comida a Hamadríada: estómago de cordero todavía en período de lactancia, bañado en su leche original.

—Usted puede comprobarlo con cualquier vieja estructura de piedra —continuó Hamadríada con su chillido en sordina—. Examine los dólmenes, menhires, crónlech, templos, pirámides, mastabas, esfinges, criosfinges y santuarios (por cierto, ¿no le parece extraño que todas las estructuras megalíticas sean edificios destinados al culto y que no haya construcciones seglares entre ellos?), y usted encontrará siempre lo mismo: piedras demasiado pesadas para ser transportadas por medios humanos. Las grúas más potentes con que contamos en la actualidad pueden mover moles hasta de trescientas toneladas a lo sumo, mientras que las antiguas construcciones que le he indicado cuentan con masas de cuatro a ocho veces más pesadas. Digámoslo de una vez, no hay artefacto, antiguo o moderno, que pueda repetir la hazaña. Es decir que, quienes levantaron los monumentos, no lo hicieron con ninguna clase de maquinaria o truco de ninguna especie. Y no volvamos sobre el asunto de las rampas, sean a base de troncos o de tierra. En un noventa y cinco por ciento resultan ineficaces a la hora de construir cualquier barricada de poca monta. Ciertamente que hoy se consideran la resistencia de materiales y la resolución de los ángulos. Pero tales ventajas se convierten a la larga en desventajas; siempre hay un punto en que los materiales utilizados fallan. He aquí por qué ningún edificio moderno, y hablo de los últimos tres mil años, ha sido construido con piedras excesivamente grandes. Las únicas excepciones son unos cuantos monumentos especiales construidos por nosotros y en base a razones particulares.

Algunos grumos de la bebida habían resbalado hasta la mesa y permanecían en una especie de sinuoso movimiento. Vi que Hamadríada los estaba moviendo por un acto de voluntad. Realmente parecía no darse cuenta de aquello aunque era indudable que exigía su energía. Lo realizaba como un ejercicio mientras charlaba y bebía, hasta el momento en que conscientemente lo pusiera en práctica. Era una habilidad que el tipo quería retener y desarrollar.

Hamadríada, definitivamente perteneciente a una de las nueve clases de chiflado que yo conocía, no parecía un chiflado que casara del todo con la Isla de Pascua. ¿Habría yo confundido la señal de Ukali?

—¿Cómo van las cosas por la Isla de Pascua? —le pregunté.

—A la deriva todavía, y con una deriva muy acelerada —respondió. Una sombra pasó por su rostro. Por un momento no pareció ser la agradable persona que me había parecido al principio—. Se encuentra a veintisiete grados de latitud sur y ciento ocho de longitud oeste, pero deriva. Tengo mucho miedo de que pueda llegar a la mancha estando yo en vida, aun en los próximos doscientos cincuenta años. Oh, compréndame, nadie se mantiene eternamente como un primate superior. Hay ciclos, evos.

—¿Qué es esa mancha? —le pregunté.

—¿Qué? ¿Qué? —ladró Hamadríada. Entonces tuvo lugar algo que no pude ver. Hamadríada hizo un gesto a Ukali y deduje que le estaba preguntando sin palabras a cuál de las nueve clases de chiflados pertenecía yo. Imaginé la respuesta de Ukali. Más bien, intenté imaginarla, configurando en mi mente su mano habituada a la escritura arábiga y trazando en el aire una letra latina. Pero ¿cuál? ¿A cuál de las nueve clases de chiflados pertenecía yo, según Ukali?

Todo transcurrió en un corto espacio de tiempo. Ni Hamadríada ni Ukali eran unos primos a los que podía cogérseles la onda. De modo que Hamadríada me respondió con evidente bondad y compasión en su baja y chillante voz.

—Oh, la mancha se encuentra a veintinueve grados al sur y ciento once al oeste. Por un momento pensé que estaba usted guaseándose de las cosas sagradas. Pero usted no lo sabía, ¿no es así?

—No, no lo sabía —dije, y me sentí realmente ignorante. Ignorante, pero decidido a saber como fuera en qué consistía la chaladura del chalado—. Pero ¿qué hay tan especial en el punto situado a veintinueve grados al sur y ciento once al oeste? —pregunté.

Hamadríada me miró sorprendido. ¿Pensaría todavía que me estaba choteando de las cosas sagradas? Entonces, como si estuviera hablando a un niño, me espetó la siguiente respuesta:

—Es el único punto del globo que Dios no puede ver.

—¿Por qué no? —inquirí.

—Ah, porque allí se encuentra la sombra de su propio pulgar —replicó tristemente—. Él no podrá ayudarnos cuando las cosas lleguen a ese punto. Nadie podrá ayudarnos.

No tenía muchas cosas que hacer allí. No había cocoteros en la región de la Tercera Catarata, pero habíamos importado un poco de mercancía de las costas del Indico. Y uno no podía descuidar ninguna parte de su territorio, por extraña que fuese. ¿Por qué, pues, me sentía como un desplazado?

Todavía podía escucharse el sonido producido por los pies desnudos en el corredor, sonido que provenía de un poderoso animal al caminar hacia atrás y adelante. Salí para mirar. Aunque la luz era buena, nada había que ver. Sin embargo, mucho había que podía ser escuchado. Un ligero ruido de pies corriendo se acercaba rápidamente hacia donde yo estaba, mientras un fuerte hedor me indicaba la presencia de un animal. Sentí miedo, retrocedí y regresé al Club. El miedo no me persiguió hasta allí, pero sí una especie de risa leve y estúpida. Una risa perversa, felina, entre dientes. Era un gato triunfante riéndose de un humillado ser humano. Supe así qué clase de animal permanecía invisible en el corredor.

—Muy bien —pregunté con exasperación a Hamadríada—, ¿cómo se las arreglaron ustedes para subir las piedras?

—Oh, nosotros usamos panteras —dijo con sencillez.

—¿Panteras? ¿No leopardos? —pregunté. Pues el invisible animal del corredor era un leopardo.

—Panteras —repitió Hamadríada—. Después de todo, un leopardo es sólo una pantera sin inteligencia. —Pero ¿cómo pueden las panteras subir piedras de cinco toneladas a tales alturas? Creo que fue entonces cuando Mr. Caracal entró en el Club.

Mr. Caracal era un tipo suave, sigiloso, con la particularidad de tener las orejas tiesas como un lobo. A Mr. Hamadríada no le gustaba Mr. Caracal, eso se veía a la legua.

—Vuelva por donde ha venido —ordenó Hamadríada—. No tiene usted derecho a salir de allí.

Caracal mostró un visible disgusto por aquellas palabras. Ciertamente estaban ocurriendo cosas bastante oscuras.

—¡Esto es una rebelión! —chilló Hamadríada. Quizá fue entonces cuando Hamadríada dejó el Club, o tal vez se marcharon juntos. Como fuera, algo había ocurrido y el caso es que no vi a Hamadríada hasta cinco años después.

2

La alternativa entre el Yin y el Yang, ¿es la misma que entre el Mono y el Gato? Ni siquiera entre los chinos hay certeza sobre esto. ¿Cuál es exactamente la fuerza de compulsión que el miembro dominante —en el período de su ascendencia— mantiene sobre su contrario? ¿Es tan fuerte como para resquebrajar la Tierra? Así lo pensaba Paracelso. ¿Es tan fuerte como para mover montañas? Menció estaba seguro de que era así. ¿Es tan fuerte como para mover continentes? Esto ya no es tan probable. El poder tiene fuerza para mover islas, quizá, pero no continentes. Avicena creía incluso que las islas pequeñas pueden ser movidas ligeramente. Un frecuentador del Club de los Geólogos afirma que las islas pueden moverse a razón de algo más de un pie por año, y que la Isla de Pascua se mueve a una media de medio pie. Afirma, por otra parte, que la tensión producida es la misma que las alternativas del Yin y el Yang por un lado, y del Mono y el Gato por otro, ya que, siempre según él, se trata de los contrarios más fuertes.

Uno puede mover granos de arena tan sólo sosteniendo un pequeño disco en la palma de la mano, en el caso de que experimente la unión o el contraste de las alternativas Yin-Yang o Mono-Gato. Pero al incrementar el tamaño del disco no aumentan los efectos.

¿A qué se parecen los bustos de la Isla de Pascua? ¿Qué clase de hombres, o espíritus, o cualesquiera criaturas hicieron esas enormes y deformes caras, tan extrañamente alargadas? Extraño fuera que, tras haber ido a Rapa Nui, en la Isla de Pascua, no acabara preguntándome por tales cosas, sin tener ya necesidad, de escalar las pendientes y contemplar de nuevo las gigantescas cabezas de piedra. No iba a Gran Rapa sino una vez al año —el negocio del coco no era más lucrativo por allí— y las preguntas expuestas más arriba no hacían otra cosa que rondarme la cabeza todo el tiempo.

¿Eran caras de gato? No, de ninguna manera, pues los gatos se asustaban ante aquellas grandes imágenes. Por otra parte, no sé qué pueden hacer los gatos en la Isla de Pascua. Los auténticos gatos, los grandes gatos de antaño, dicen los nativos, yacen enterrados. ¿Eran las alargadas imágenes caras de perro? Imposible, de ningún modo. ¿Eran caras de mono? Vaya por Dios, ¿qué monos podían tener las narices tan largas como aquéllas? ¿Y dónde se iban a encontrar monos con rostros tan serios y adustos como los de las estatuas?

Bien, hay unas cuantas parecidas en algunos frisos egipcios, aunque no se trata de los más conocidos. También las hay parecidas en las tempranas figurillas mexicanas de terracota… pero los mexicanos no tenían ni monos ni gatos y se encontraban bajo influencia yin tan sólo y no bajo influencia yang. También puede verse algún parecido con algunas esculturas góticas, excesivamente tardías para ser consideradas verdaderamente góticas. Las caras alargadas están en los bronces irlandeses y en la alfarería ática, y siempre en piezas de escaso valor. Los ciervos tienen el semblante adusto; los caballos y los perros lo tienen más todavía. Pero todo esto no es más que reunión de dispersas coincidencias, no hechos materialmente contundentes.

Raramente tiene una persona tal expresión. Y una en particular la tenía, cosa que me sorprendió a medida que la miraba más atentamente. Esta persona era Mr. Hamadríada, el caballero carilargo y narigón que tenía la voz como un chillido en sordina. Él se parecía a las gigantescas caras. Pero ¿a qué otras cosas mayores se parecían las cabezas de la Isla de Pascua, la cara de Mr. Hamadríada y las otras rarezas citadas? Pues las grandes caras de la Isla de Pascua ofrecen sólo una mitad de las mismas; ello implica que la otra mitad está en alguna parte. Una persona me dijo en cierta ocasión que la parte que falta se encuentra todavía durmiendo un sueño de piedra.

Mi próximo encuentro con Mr. Hamadríada no tuvo lugar en África, sino en el interior del confuso y poco conocido continente norteamericano. Fue en el condado de Garfield, algo más al norte de las extensas llanuras plantadas de algodón y al oeste de los bosques y meandros del río Canadiense. El lugar se encontraba a unos cinco días de buena marcha (o a dos horas de automóvil) desde las Alabaster Hills. Era en esa polvorienta y transitada ciudad llamada Oklahoma.

Siempre con el negocio de los cocos, debo reconocer que no tenía muchos clientes en aquel lugar: Fui a visitar la Compañía Manufacturera de Bombones y Cocos CrossTimber y después me metí en el Club Puente del Sol de la ciudad.

Escuché los ya familiares pasos en el corredor exterior: los de una persona con pies planos calzados con botas de piel de cabra; y los poderosamente pesados, sedosos, tranquilos de un ser descalzo. Entonces entró, solo, Mr. Hamadríada. El otro, el esclavo, si es que de él se trataba, quedó fuera.

—Un Ring-tailed Rouser y lo de costumbre para comer —ordenó Hamadríada con aquella voz suya, tan peculiar, que yo recordaba muy bien.

—De acuerdo, Mr. Hamadríada —dijo Jane, la hermosa camarera, que corrió a prepararle el Rouser.

El Ring-tailed Rouser (provocación de los círculos secantes) se compone principalmente de whisky claro servido en un recipiente con frutas troceadas. Se le añade un poco de polvo de yeso de las Alabaster Hills y también un huevo de papamoscas triturado con su cáscara. Y Hamadríada añadió un polvo hecho con granos de sorgo —que tanto se parecían a los que añadiera Ukali como última operación en la preparación de su combinado— tan pronto como la bebida estuvo lista frente a él. El Ring-tailed Rouser es una especialidad del Club Puente del Sol y difícilmente podría encontrarse en algún otro lugar del mundo.

Mr. Hamadríada pagó por la bebida un Jackson, uno de aquellos oblongos billetes de papel verde —o de piel verde— que eran usados en el árido centro del continente norteamericano. Sin duda tenían que devolverle el cambio, pero no lo recogió. Estaba de pie junto a la barra del Club Puente del Sol. Luego se acercó y se sentó a mi mesa.

—¿Cómo pueden hacerlo las panteras? —le pregunté. Entonces se fijó en mí. Los cinco años transcurridos no parecían haberle afectado demasiado.

—Oh, por un momento había olvidado la materia que habíamos estado discutiendo —dijo con aquella voz subida de tono, casi histérica—. Suponía que usted se refería a su redención. Son realmente un símbolo de la lucha, pero, fíjese, ahora son nuestros esclavos. La explicación de los orígenes puede remontarnos hasta la fundación del mundo, en cuyas tinieblas nos perderíamos. Dígame, usted no piensa que ustedes fueron los primeros, ¿no es cierto? Y realmente no lo fueron. Ustedes fueron los últimos.

—¿Que yo no pienso quiénes fueron los primeros qué? —le pregunté.

—Ustedes, los de la nueva estirpe —dijo—. Ustedes no fueron los primeros, y usted sabe que no fueron ni los más fuertes ni los más intensos. Su propio encuentro, bueno, no dudo que fuera un acontecimiento hermoso, aunque pequeño, para los que han conocido verdaderos encuentros. Y luego su caída… aunque es difícil llamarla caída sin sonreír. Nuestra propia caída sí lo fue, en cambio.

—Hábleme sobre eso —dije.

—No podría —me dijo—. Reventaría su cerebro y sus oídos. Pero allí hubo un buen número de razas que pactaron antes de Abraham, antes de Adán. Aquellos pactos eran realmente cosas impresionantes y su ruptura no puede medirse. Había violencia, y terremotos y aullidos que surgían de las profundidades en aquellas abismales caídas. Después de tales horrores, Dios se arrepintió e hizo que los que vinieran después menguaran sus voluntades. De lo contrario, la carne no habría perdurado. Ya nosotros mismos nos encontramos al final de la serie. Nunca conoceremos en toda su dimensión el horror de los comienzos.

»Se nos maldijo y condenó a ser esclavos de esclavos. Por esto, dos razas, nosotros y otra, fuimos encadenadas juntas. Yo no sé si puedo explicarle a usted este tipo de relación, la desesperación que acompaña a la expropiación total, la aposición y la oposición. Nuestros siameses en esta expropiación son algo parecido a los ángeles humerales de ustedes.

—¿Ángeles humerales? —pregunté. Jamás había oído aquel término.

—Usted los conoce aunque reniega de ellos —dijo Hamadríada—. ¿Qué son realmente sus ángeles? He oído que ustedes no los ven usualmente, pero cualquier otra raza de magos, fantasmas, animales, criaturas o seres puede verlos. Muchas de aquellas gentes creían que su rechazo a ver sus ángeles humerales era fruto de una de las mayores medidas de desdén. Yo he llegado a esta conclusión, aunque por parte de ustedes se trata realmente de ceguera y falta de atención. ¿Se trata de una raza adosada a la de ustedes? ¿Son ellos, después de todo, una raza separada?

»Es sugestivo creer que ellos no son sino hermanos gemelos de ustedes, deformados de alguna manera. También me inclino a creer que han nacido en el propio cuerpo de ustedes. A veces, se encuentran adosados a sus cuerpos por esa estrecha zona de carne del hombro y el omoplato; y allí, aunque ustedes lo nieguen, pueden ser vistos tan bien como cualquier otro. Pero ¿qué son ellos realmente?

»Nosotros tenemos dos razas claramente desarrolladas. Nuestros enemigos nos sirven durante un tiempo de ángeles y esclavos. Y luego todo se invierte de una extraña manera y fuera de la vista de Dios. Entonces nosotros debemos servir a nuestros enemigos como ángeles y esclavos durante otra larga época. Seremos obligados a trabajar, transportar, mover para ellos. Nosotros, los grandes, seremos esclavos de las panteras y deberemos redimirnos de esa forma».

Jane, la guapa camarera, trajo la comida de Hamadríada y la colocó frente a él. Era estómago de ternero recién nacido, regado con su primera leche.

—Todavía no alcanzo a comprender cómo piedras tan pesadas pueden ser movidas por medio de panteras.

—Y cosas mucho más grandes que piedras para dinteles —dijo Hamadríada con voz baja y soñadora. ¿Sabe usted qué es lo más bajo y lo más grande para todos los pueblos que han recibido al Espíritu o al pseudo-Espíritu? Lo más bajo de todo es la confusión de las lenguas, la formación de jergas, el mal entendimiento de eso tan viejo que es «uso de un idioma». Incluso en sus escrituras de ustedes la expresión ha sido cuidadosamente elegida. Allí dice hablar claramente. Pues Dios no es el Dios de la confusión. Éstas son las gentes más bajas las que dicen: «Señor, soy feliz. Puedo comprender una jerga». Y su lengua es como serpiente. Nosotros, más incluso que ustedes, tememos a las serpientes. Se me erizan las fibras cada vez que cojo una serpiente moribunda, pues yo tengo fibras en el cabello.

Sin duda debía tenerlas en aquel cabello suyo, tan extrañamente crecido o cortado.

—Asir una serpiente es un acto que reporta coraje —prosiguió Hamadríada—, en contraste con la gente confusa que nada reporta. Pero lo más grande de todo es la Fe-que-Mueve-Montañas. Aquéllos que más reportan son los movedores de montañas, la élite de todos los preternaturales, de todos los que están bajo el signo de la redención. Yo le digo a usted que el mover una montaña es difícil de fingir. Mover una montaña es la empresa más terrible que pueda designarse a hombre o mago.

—¿Qué hace usted en esta parte de Norteamérica? —pregunté a Hamadríada—. Concretamente, ¿qué hace usted en la región de Oklahoma?

—He de hacer un informe y he venido a observar la Mesa Negra que se encuentra cerca de aquí —dijo—. Realmente vine a observar un nuevo y válido talento que ha aparecido en esta región. Pertenece al enemigo, a los esclavos, pero es una buena observación. Contemplé su trabajo durante tres días y él tomó también bastante de mí. ¿Sabe usted que la Mesa Negra se movió nueve pulgadas en tres días, finalizando ayer su desplazamiento?

—He oído que suele haber terremotos en esta zona.

—Hay un joven puma en esta región, un talento natural no esclavizado —dijo Hamadríada—. Aunque no me gustan mucho los gatos he admirado a ese joven puma. Por los sacrificios de su alma, por su inmensa voluntad, por su espiritualidad, ese joven puma movió el monte llamado Mesa Negra nueve pulgadas en tres días. Yo lo vi. Yo lo atestiguo. Ante Dios, afirmo que él movió la montaña. Y ni siquiera lo hizo por su redención. Era un puma libre. Fue la Fe, pura y sin trabas.

—¿Qué tiene esto que ver con el transporte de piedras para dinteles? —pregunté.

—El mover montañas es el equivalente del mover muchos millones de piedras para dinteles —dijo Hamadríada. Hamadríada parecía bastante convencido de lo que estaba diciendo y comencé a interesarme en él. Había cambiado su apariencia exterior, aunque muy poco, durante los cinco años transcurridos desde que lo viera por primera vez. Sus excentricidades se habían agudizado. Representara lo que representase, parecía representarlo ahora con mucha mayor fuerza. En cierta ocasión mencionó las criosfinges, esas esfinges con cabeza de carnero ubicadas en Grecia y Egipto. Pero ahora él me recordaba la Esfinge mandril de Baidoa, en el alto Juba. Pequeños copos y granos de sorgo se estaban moviendo encima de la mesa, y no corría la menor brisa. Vi que Hamadríada los estaba moviendo por un puro acto de voluntad. Parecía no darse cuenta de lo que estaba haciendo, aunque debía emplear bastante energía. Estaba haciendo prácticas con pequeñas cosas mientras bebía y hablaba. Poseía una facultad que sin duda deseaba retener y desarrollar. Pero tendría que desarrollarla muchos millones de veces para igualar lo que el joven puma enemigo había logrado.

—¿Estaban implicadas las montañas en el encuentro original de ustedes?

—¡Sí, Montañas Mágicas, Montañas Flotantes! —gritó—. Pero había algo más que montañas, más que naves, más que islas. Había también un Pabellón. ¡Ah, qué Pabellón tuvimos una vez! Flotaba sobre las aguas y penetraba a través de las montañas, de los bosques y los jardines. ¿Mostró Dios tanta magnificencia con nadie? ¿Ha oído usted hablar de «flotas» en parada? Las nuestras fueron el origen de esos grandes desfiles de carruajes saturados de flores, o de los hermosos transatlánticos que cruzaban el mar y la tierra misma, o de las «flotas» que son también flotas. ¿Ha oído usted por casualidad el término «acuo-cromático» aplicado al arte? «El agua, al igual que los óleos, / destella sus verdes, azules y blancos», ha escrito un poeta (a veces creo que era uno de los nuestros). Nuestra montaña móvil y nuestro jardín flotante eran el acuo-color primordial y se había convertido en tal pandemónium (y que recientemente había sido panangelicus) de matices tan vividos, que escandalizaban la tierra, tan caleidoscópicos que debían ser expulsados de aquella misma tierra. Así fue nuestro purpúreo exilio sobre el real y purpúreo piélago.

—Suena a algo interesante, pero ignoro de qué está usted hablando —le dije.

—No sólo suena sino que era interesante, y maravilloso y lleno de placeres —dijo con tristeza mientras lo recordaba—. La privación cayó sobre nosotros quizá con más violencia que sobre los otros. Quizá se encuentra ahí la razón de habernos provisto con tan grande navío. Todo el jardín se desmoronó y con él los ornamentos del jardín. He oído que ustedes se marcharon de allí.

—¿Del jardín? Sí, creo que fue así —dije.

—Navegando, nos alejamos del jardín que estaba en medio de las aguas —recitó Hamadríada—. Y navegábamos encima de una isla montañosa y cubierta de colores, tantos, que no pueden ser descritos. ¡Oh, por el rojo rocío derramado sobre el monte de los Olivos, aquello era la belleza! Y nosotros éramos reyes, aunque caídos. Y forzamos a nuestros esclavos a continuar la redención elevando inmensos ídolos a nosotros mismos.

«Pero entonces comenzamos a derivar. Nosotros queríamos ir en un sentido. Nuestros esclavos, los gatos, querían ir en otro. A ellos les había sido concedido, más allá de nosotros mismos, el terrible poder mental de mover piedras y montañas e islas. Así, derivamos en el sentido elegido por nuestros esclavos, y no era una dirección redentora. Y nuestra bella isla del exilio comenzó a desmoronarse.

Un escalofrío felino había penetrado en la estancia. Hamadríada se estremeció y comenzó a temblar, pareciendo que perdía seguridad en sí mismo.

—¿Cómo se desmoronó la isla del exilio? —pregunté.

—Oh, se deshizo en pedazos, en cientos de pedazos que ahora permanecen tranquilos, aunque no tan verdes como debieran ser. Madagascar fue una de las primeras piezas que se separó, y la más grande; comenzó a derivar en dirección opuesta a la nuestra, volviendo hacia el lugar de nuestro origen. Todavía permanece allí como un misterio y un signo. ¿Sabía usted que el significado literal del nombre de Madagascar es «Isla de Gatos y Monos»?

—Lo sé —dije. Pero Hamadríada se había levantado lleno de fuego, con la cara enrojecida por la emoción.

—¡Vuelva, vuelva, regrese allí! —chilló repentina y furiosamente. ¿Y qué era lo que lo había arrastrado hasta aquella pasión culminante?

Mr. Caracal había entrado en la habitación y los pasos del corredor habían venido con él. Mr. Caracal era el ser invisible que había estado en aquel otro corredor. Y una vez visible se convertía en un hombre suave, sinuoso, de tiesas orejas.

—¡Regrese! —aulló Hamadríada—. Usted no tiene derecho a estar aquí.

Pero Mr. Caracal sonrió con molesto desprecio. Miró a Hamadríada como si fuera a partirlo en dos. Una terrible batalla se estaba librando en dudosa arena, y Caracal estaba venciendo.

—¡Esto es rebelión! —aulló Hamadríada—. Su ocasión todavía no ha llegado.

Caracal avanzaba hacia Hamadríada y parecía que realmente lo fuera a devorar allí mismo, vivo, vestido y tembloroso. De todas formas, Hamadríada abandonó entonces el Club Puente del Sol, tras escena tan turbulenta. O quizá se marcharon los dos juntos.

Algo ocurrió, sin duda, y no volví a ver a Hamadríada durante varios años.

3

Comprobé que Madagascar no significaba «Isla de Gatos y Monos». Hamadríada se lo había inventado y yo había asentido ante tal despropósito sólo para no parecer un ignorante. Por cierto, no había en la isla ningún relato sagrado de ninguna temprana expulsión de otras razas ubicadas en ningún Paraíso Terrenal. Bueno, quizá en cualquier otra parte hubiera relatos más primitivos aunque menos sagrados.

Siguiendo con mi negocio de los cocos, fui a parar a la base más improductiva que me tocara conocer, como ya es habitual en mí: Rapa Nui, en la Isla de Pascua. Me encontraba en el Bar Náutico de Drill. Había estado indagando sobre una cierta sombra que durante incontables eras se mantenía sobre la faz de la Tierra. Me entristecía pensar que la Isla de Pascua, derivando ahora a una velocidad de trescientos pies al año, estuviera comenzando a penetrar en aquella sombra o punto ciego. Y realmente estaba comenzando a hacerlo. Diversos fragmentos de playa estaban ya bajo la sombra, apareciendo como vacíos de vida, de luz y significado. Sólo cosas irracionales podían ocurrir en tan umbríos lugares. Pero si en verdad llegaban a ocurrir, no se detendrían y repercutirían en el resto del mundo.

¿Podía existir un tal punto ciego sobre la Tierra? ¿Y por qué extraña circunstancia no había sido advertido en el pasado? Pregunté al propietario del bar sobre el asunto, se rascó la nariz y me contestó:

—Pues sí, esa mancha está allí y allí ha estado siempre —dijo—. ¿Y me pregunta que por qué no ha sido advertida? La razón de ello estriba en que allí no hay nada que advertir. Ni el viento sopla, ni las olas se mueven. Sin embargo, hay olas inmóviles, contenidas, y que tienen un profundo significado.

»Ni el sol, la luna y las estrellas derraman su luz sobre la mancha. Los pájaros no la sobrevuelan, ni los peces se deslizan por su zona. No hay luminiscencia en sus profundidades, ni magnetismo, ni fondo, excepto, he aquí lo triste, con el cambio de los evos. Los aviones la evitan, pues si se introdujeran en ella vagarían sin rumbo. Ni lanchas ni barcos atraviesan la sombra, pues ni se encuentra en el camino de ninguna parte. Así, pues, ni ruta, ni rumbo, ni corrientes, ni viento. Ordinariamente nada deriva dentro o fuera de la zona, aunque corre el rumor de que nuestra isla lo está haciendo en su interior. Se trata del punto ciego del globo en el que los cartógrafos introducen notas, o escalas, o explicaciones de la proyección de Mercator. De manera que puede decirse con razón que allí no hay nada, ni nada ocurre. Excepto una cosa.

Se detuvo y aguardó seguramente a que me mostrara impaciente.

—Ande, dígamelo.

—Los surcos y crestas de las olas inmóviles, como frunces, tienen un designio; quizá está ahí el origen de todos los designios —dijo—. En tanto que la mancha es la sombra del pulgar de Dios, esas configuraciones ondulantes son las sombras de la huella del pulgar divino. Los designios están todos registrados y permanecen hoy en los viejos archivos y cantos tradicionales. De modo que ya ve usted el valor de esto.

—Realmente no. ¿Cuál es el valor de todo eso?

—Que nosotros disponemos de una identificación positiva. En el caso de que un Dios falso viniera sobre la tierra, nosotros advertiríamos la diferencia.

En aquel momento intervino Chui, el mozo del Bar. Había algo en Chui que resultaba excesivamente ordenado, metódico, suave, eficiente, cruel. Sus conocimientos y habilidades parecían ir más allá de lo común en mozos de bar.

—Ahora —dijo—, la mancha está moviéndose sobre nuestra tierra. Y la tierra deviene repleta de surcos cuando la mancha se encuentra sobre ella. Los surcos que aparecerán en la tierra tomarán por modelo los configurados por las olas inmóviles. Y algo será revelado por los surcos, literalmente descubierto por los surcos… la resurrección de las piedras.

—¿La resurrección de las piedras? —pregunté a Chui.

—Las piedras de basalto que ya estaban implícitas en la Tierra desde los comienzos —dijo Chui—. Las piedras que llegarán a ser los ídolos de los nuevos maestros y patriarcas cuando sean talladas, transportadas y colocadas en sus lugares correspondientes, merced al espantoso esfuerzo de quien no es de los nuestros.

¿Cómo podía haber piedras de basalto en Rapa Nui? ¿Cómo podía usar un mozo de bar de Rapa Nui términos como «implícitas»?

Hubo entonces una especie de ruido en el exterior. Escuché cómo dos series de pasos se destacaban en el pasillo de fuera: los de una persona de pies planos calzados con botas de piel de cabra y también los grávidos y duplicados de una persona descalza. Y escuché la airada voz de Hamadríada:

—¡Debe usted esperar! ¡No reasumirá sus funciones ni un instante antes de tiempo! —chillaba Hamadríada. Luego se oyó una especie de queja animal, enfermiza, escalofriante, seguida de un resoplido. Después, un contenido rugido de ira. Por un momento tuve la sensación de que Hamadríada había muerto. Sin embargo, pronto apareció en la puerta del Bar Náutico. Unos rasguños se veían en su brazo y hombro izquierdos, pero parecía estar casi sereno.

—Es un error tratar a los esclavos con mano blanda —dijo con voz chillona—, pero es un error propio de sabios no reconocer dónde se encuentra la blandura. Ni me atreveré jamás a hacer partícipe a otros de mis propios problemas desde el momento en que la inversión habrá de ser general. Ah, un Final Catastrophe, Mr. Drill, y lo de siempre para comer.

—Muy bien, Mr, Hamadríada —dijo Drill, y comenzó a preparar el Final Catastrophe. El Final Catastrophe (catástrofe final) se compone de vino de palma, verde y aún en fermentación, y se sirve en un cuenco de madera. Se espolvorea por encima una pimienta hecha con piel de tiburón y una cierta esencia de gusanos que, en conjunto, contribuyen a darle fuerza. Suele contener además un huevo de cormorán triturado con su cáscara, que se deja flotar en el líquido. El Final Catastrophe es una especialidad del Bar Náutico de Drill y no se encuentra en casi ningún otro lugar del mundo.

—Dramatizamos en exceso nuestros propios asuntos —decía Hamadríada, mientras Chui, el mozo, cauterizaba las heridas que aquél tenía en brazo y hombro, untándolas con alquitrán. Chui procedía con una avidez extraña y desnaturalizada. Parecía olisquear la sangre y el dolor. Uno estaba tentado a creer que había allí un cierto toque de crueldad, y a sospechar que el alquitrán no tenía que estar tan caliente como estaba.

—Actualmente —continuó Hamadríada—, una catástrofe final no es tan definitiva como suele parecer. Nuestros escatólogos son acusados de convertir nuestras leyendas en leyendas del fin del mundo. Pero realmente no es así. Se trata tan sólo de leyendas del fin de una era, o del fin de un episodio.

¿Comencé en aquel momento a sentir punzadas en el hombro sólo por mera simpatía hacia Hamadríada? Un gran dolor había empezado a fijarse en la parte de mi pecho que correspondía al corazón y luego comenzó a subir hasta la cabeza. Sin duda había algo erróneo en este dolor de mi hombro, esta nueva extrañeza, nueva desolación. Un hombro no puede estar tan enclavado en las raíces del cuerpo como para producir semejante dolor —si es que el mío era reflejo del suyo—. Y había algo que parecía estar equivocado en el comportamiento de nuestra isla. Parecía sufrir repentinas sacudidas, como esa desorientación que suele asaltar a las víctimas de los vértigos marinos. Sin duda la isla debía haberse movido quince pies más hacia el interior de ese punto ciego que es la sombra del pulgar de Dios.

Nada más tener el Final Catastrophe ante él, Hamadríada procedió a añadir unas cuantas semillas de kunai. Las semillas de kunai eran como el último aditamento de Ukali, como los granos de sorgo. Hamadríada pagó la bebida con un nui d’argile, moneda local quinientas veces inferior al peso chileno. No bastaba para pagar la bebida, pero Drill era pariente de Hamadríada.

—Nuestra isla casi llegó a estar bajo la sombra en una ocasión —dijo Hamadríada—. Todas las islas del mundo, también las más grandes, son únicamente rotos pedazos del paraíso que van a la deriva. Y nuestra isla tuvo un destacado papel entre las más brillantes.

Mi hombro sufría sacudidas y Chui comenzó a desgarrarme la camisa. Éste no era el comportamiento normal, ni siquiera en el Bar Náutico de Drill, pero el dolor me sujetaba de tal forma que no tuve fuerzas para protestar. Era como si una espada estuviera surgiendo de mi hombro, haciendo que el dolor se extendiera hasta más allá de la carne en lugar de hacerlo hacia el interior. Entonces, con placer diría yo, Chui comenzó a aplicarme alquitrán caliente sobre la parte afectada.

—Es una maldición —reveló Chui— que lanza aquello que está saliendo y que el alquitrán inmuniza. El alquitrán es símbolo de todas esas cosas.

—¿Cuáles cosas? —pregunté con irritación. Mi hombro parecía arder, pero algo lo envolvía y lo aliviaba.

La isla dio otro bandazo. Un fragmento más había penetrado en la zona sombreada.

—Los charlatanes y chiflados, esos incontinentes soñadores que creen en la astrología, dicen que el mundo ha estado hasta ahora en la era de Piscis —declaró Hamadríada—, y que va a entrar, o ha comenzado a entrar, en la era de Acuario. ¡Cuánto loco hay por el mundo! Nada saben de las constelaciones del cielo ni de las constelaciones de la tierra. El mundo ha estado, por una larga era, en el glorioso período del Mono; y ahora está a punto de penetrar, lo que irremediablemente tiene que ocurrir, en el tiránico y meticuloso período del Gato. —Hamadríada gimió y una lágrima corrió a lo largo de su nariz.

Drill trajo la comida de Hamadríada: estómago de lechón bañado en su primera leche. Hamadríada lo roció con la pimienta de piel de tiburón y con semillas de kunai. Luego comenzó a comer.

—Es mi última comida como persona libre —susurró.

Yo me sentía embotado y con el aturdimiento que suele acompañar las fiebres tifoideas, y con esa sensación de poseer un yo duplicado: uno un poco separado del otro. Pero ¿cómo podía haber cogido tan repentinamente fiebres tifoideas? ¿O era el tifus una mera y fragmentada premonición de lo que había de acontecer? (La isla sufrió una nueva sacudida y pronto estaría totalmente cubierta de tinieblas en plena mañana). ¿Era el tifus —sin duda, nombre colectivo que abarcaba muchos fenómenos— una premonición de algo que estaba en curso de suceder?

—Todas vuestras hipótesis son apocalípticas, al igual que los sucesos que están ocurriendo hoy aquí —dije—, pero ¿cuál es la relevancia que ello entraña?

—¿No es bastante relevante el hecho de que los Monos queden desplazados y los Gatos se impongan? —preguntó Hamadríada sorprendido—. El mundo se convertirá en imperio del sigilo, la astucia, el refinamiento perverso.

—¿Será peor que lo que hemos tenido hasta ahora? —le pregunté. Se estaba poniendo bastante nervioso.

—Abismalmente peor —graznó. Por lo que estaba viendo, Hamadríada no tenía mucha hambre para ser aquella su última comida como persona libre. Dolorosamente, casi con agonía, movía con su fuerza mental pequeños granos de pimienta y semillas de kunai—. Oh, nunca seré capaz de hacerlo —exclamó Hamadríada—. ¿Cómo, pues, voy a ser capaz de mover cosas billones de billones de veces más pesadas? Será una agonía para el espíritu interior semejante esfuerzo y la maldición durará un largo eón.

Me sentía más destrozado que en ningún otro momento de mi vida. La sensación de dualidad estaba todavía presente. Estaba sufriendo lo que se llama crisis de identidad. Un yo estaba ubicado aproximadamente en mi cuerpo. El otro se situaba en alguna parte detrás de mi hombro izquierdo. El único que servía de los dos, parecía estéril. Mi mente se encontraba como despoblada de cualquier cosa que no fuera caos. Y la isla en la que estábamos seguía dando sus nerviosos y repentinos bandazos, como un pequeño bote a merced del flujo.

—¿Qué es lo que tenemos nosotros y que los esclavos no tienen? —preguntó Hamadríada con cansado y analítico chillido—. Presencia, sin duda —se contestó.

—¿Presencia? —pregunté—. Yo creo que la presencia es por lo menos la única cosa que el más miserable y abyecto esclavo tiene en común con el más magnífico y poderoso de los señores. Todo el mundo, por fuerza, está presente en algún lugar.

—No, ellos no. Muchas especies y razas raramente han mostrado su presencia real. Sus esclavos humerales tampoco lo hacen. Mi esclavo en el corredor… —Hamadríada tartamudeó levemente— tampoco. La presencia es un atributo de un ser completo. Ahora estamos entrando en una era en que muchos de nosotros seremos incompletos. Debe ser desesperante ser incompleto.

—¿E invisible? —pregunté.

—E invisible —dijo—. Es una triste condición. Los que no lo han experimentado ignoran que ser invisible es permanecer en las tinieblas tanto objetiva como subjetivamente. En nuestra nueva y triste condición, sólo habrá luz para nuestro trabajo, nuestros transportes, el holocausto y la redención.

—¿Qué es lo que transportaremos? Y, ¿a quién ofreceremos nuestros holocaustos?

—A los grandes y fríos gatos y sus inmensos ídolos —dijo atemorizado—. Seremos obligados… —Al llegar aquí, comenzó a retorcerse y a chillar de dolor.

Una presencia penetró en el lugar. Y una ausencia pareció unírsele. Mr. Caracal era aquella presencia. Ya no era un invisible esclavo en el pasillo; ahora era alguien presente —feliz y felino—, alguien que obligaría a elevar grandes ídolos con las piedras implícitas en los comienzos del mundo. Mr. Hamadríada era la ausencia que se había agregado a él. Y yo sentí que me estaba uniendo a una débil ausencia y que aquella ausencia se deslizaba furtivamente fuera de mi cuerpo para morar invisiblemente como esclavo en cualquier parte… aunque yo nunca había sido muy experto levantando objetos pesados por mi única y exclusiva fuerza mental. ¡Oh, la tortura que aquello producía! Pero, al mismo tiempo, me estaba convirtiendo en un hombre lleno de fuerza y vitalidad, como si estuviera reasumiendo un cuerpo, un viejo cuerpo: el mío propio.

Hamadríada no era ahora sino una escasa sombra nariguda y con botas, que no habitaba en ninguna parte de sí mismo. Se sacó entonces las botas y vi que tenía pies de babuino. Se las había quitado como si con ello se despojara de un viejo signo de libertad. Ahora eran sus pies los que la habían recuperado, aunque todo él se había convertido en un esclavo invisible.

Me maravilla no haber notado antes que Hamadríada era un babuino. Y sin embargo lo era: un babuino, un drill, un mandril, desvanecido por cierto. Me maravilla no haber notado antes que las estatuas carilargas de la Isla de Pascua tenían cara de babuino. Ni que todos los miles de inmensas caras talladas de cualquier parte del mundo fueran asimismo de babuino. Pues los babuinos se asemejan al hombre mucho más que el resto de los monos, y los monos mucho más que las restantes criaturas. Y, sin duda, mientras estábamos bajo la era del mono, los monos y los hombres realizaron muchos intercambios.

Algo de mí mismo había emergido de mi cuerpo y ahora se encontraba invisiblemente pegado a mi hombro. Pero algo de un yo más auténtico había penetrado en mi interior con inmensa fuerza. Mr. Caracal me guiñó un ojo. Mr. Chui hizo tres cuartos de lo mismo, aparentando, por cierto, se algo más que un mozo de bar. Pero Drill había desaparecido convirtiéndose en un invisible esclavo.

Ahora me siento limpio, clarificado, frío y cruel. Estoy al mando de mí mismo y de mi propio sector del mundo. Me siento un sigiloso gato que no tiene de mono más que la apariencia exterior. Las estatuas que serán levantadas por esclavos con piedras implícitas, quiero que se me parezcan. Impondremos con mano dura nuestras leyes. Tenemos mucho tiempo por delante para ver impuestos nuestros derechos.

¿Habéis notado cuan tranquilo está el mundo, ahora que hemos instaurado ciertas normas de disciplina? ¿Habéis notado su limpieza después de haber despojado a la crueldad de su acepción obscena? Seguramente, yo y los míos fuimos casquivanos, piadosos, ineficientes y humanos alguna vez. ¿No hay algo intolerablemente símico en la palabra «humano»? Pero eso pertenece al pasado. Ahora estoy enfermo de divinidad, pero frío y cruel en la disposición de mi ánimo. Nunca más extravagancias; todos mis cerebros permanecen ahora limpiamente unidos en un pancerebro único.

En cierta ocasión trabajé en el negocio de los cocos. En la vieja forma en que lo hacía, era como un mono transportando cocos de mono. El coco complejo —¿no fue Adam Smith quien lo escribió así?— había sido el último coletazo de la libre empresa.

Afortunadamente, hemos detenido ese coletazo. Hemos reorganizado la industria cocotera, el último de los negocios símicos. Hemos reorganizado la industria cocotera y hemos creado el Cártel Cocotero e Hiperfelino de la Nueva Era «Amplió-Mundo».

¡Benditos gatos, lo hemos organizado todo!