Por aquellos días, el viejo pescador tenía para él solo todo el largo y abandonado muelle. Pocos botes pesqueros habían quedado en San Quintín y eran escasos los que probaban fortuna con alguna regularidad. Pero el abuelo Flores era un hombre de suerte. El embarcadero se conservaba en buen estado, a disposición de los imponentes cruceros y yates de los ricachones procedentes de México y Acapulco, y también de los millonarios norteamericanos que hacían en San Quintín alguna que otra festejada escala en su trayecto.
Saludó a Josefa y luego desapareció por la pequeña cabina bajo el puente. Momentos más tarde reapareció y lanzó la amarra. Todavía se sentía capaz de salvar de un salto la borda y así lo hizo. Pero el salto no fue tan poderoso como antaño y tuvo que poner especial cuidado en el asidero que su mano había buscado. Ni siquiera al afianzar la amarra en la herrumbrosa abrazadera tenía la ligereza de otros tiempos.
El abuelo tenía el rostro tostado por el sol, surcado por profundas líneas, como si se tratara de las dunas del desierto de Vizcaíno, situado más al sur. Su cabello se había agrisado tempranamente y cuando sonreía relampagueaba en sus dientes toda una gama de colores que se emparentaban con el blanco. Pero la profunda luz del fondo de sus ojos permanecía tan inalterable como la sempiterna boya que señalaba la entrada de la bahía. Y aunque Josefa era apenas una niña de nueve años, la poderosa musculatura del viejo podía enviarla a mil metros de altura con el menor y más cariñoso impulso, recogiéndola luego con un cálido beso salpimentado por un imborrable tufo de ajos y cebollas.
Josefa prefería el peculiar aliento del abuelo a la fragancia de las rosas del jardín de la iglesia. No la tomaba de la mano cuando ambos caminaban juntos por la ciudad, ya que ello hubiera resultado impropio; en cambio, se rezagaba cuando ella no podía alcanzarlo con sus cortos pasos.
El cuerpo del abuelo era frío e imperturbable como una barra de acero… hasta que le entraba la tos. Entonces el sol se oscurecía un tanto y las sombras que proyectaban los edificios se estremecían agitadas.
—¿Cómo ha ido hoy la pesca, abuelo? —Ella sabía la respuesta de antemano, pero una especie de oscuro ritual impulsaba a formularla siempre en estos casos.
—No del todo mal, querida. Unos cuantos bonitos, una buena lamia…
—¿Y sardinas, abuelo?
El viejo movió la cabeza y sonrió tristemente.
—No, querida, las sardinas no han aparecido esta semana. Tal vez la estación no esté lo bastante avanzada para ello.
De pronto se puso a toser con secos crujidos. Para Josefa aquello era más horrible que cualquier grito. No manifestó la menor emoción, sin embargo, y aguardó hasta que la tos cesara y el abuelo reanudara el paseo.
Evidentemente era demasiado temprano para que comenzara la pesca de la sardina. Pero esto sólo podía decirse después de la segunda gran guerra entre las naciones. Antes, por el contrario, San Quintín y muchos otros pueblos costeros presenciaban las infinitas maniobras de cientos de botes de pesca. Los hombres salían cada mañana y regresaban cargados con magníficos ejemplares de la sardina californiana que se criaba desde México a Alaska.
Tanta pesca había atraído un excesivo número de pescadores especialmente los norteamericanos de Monterrey y San Francisco. ¿Cómo no iban a acabarse los bancos de sardinas como ya anteriormente había ocurrido con los búfalos? Y así ocurrió: un buen día, de la noche a la mañana, las sardinas dejaron de aparecer. Las largas redes atrapaban apenas los últimos supervivientes de la especie. Y ni la demanda de los mercados, ni la subida de los precios devolvieron las sardinas a las redes. Durante años semejante carencia asoló las costas.
Posiblemente había ahora más sardinas que antes. Pero ninguna de ellas iba a parar a las redes del abuelo. Los grandes barcos pesqueros de la Alta y Baja California las atrapaban más allá de la Bahía de Todos los Santos, en el norte.
Josefa nunca había visto estos grandes barcos. Pero los jóvenes del pueblo, hijos y nietos de pescadores, iban todos los años a trabajar en ellos. La pequeña Hermosa del abuelo apenas era una lancha salvavidas al lado de los gigantescos cascos.
El abuelo también podría haber ido. Por lo menos podía haberlo intentado años atrás, antes de que la tos le asaltara tan terriblemente. De todas maneras, no hubiera ido igual que los otros.
—Eso no es pescar —les decía, esgrimiendo un dedo al modo de quien enseña—. Eso es manufacturar. —Y para hacérselo ver más claro a Josefa lo comparaba a la diferencia que había entre el pan que su madre solía cocer en el pequeño horno casero y aquel cadavérico moho que se vendía a los turistas en rebanadas encerradas en bolsas de plástico en el almacén de Diego. Ella no lo comprendía muy bien, pero como el abuelo lo decía, algo de verdad debía haber en ello.
—Tal vez las sardinas vengan la próxima semana, abuelo.
—Tal vez —replicó él, inclinándose hacia ella.
Un nuevo ataque de tos vino a sorprenderlo y esta vez tan fuerte que lo dobló por la cintura, obligándole a apoyarse en una pared. Josefa quiso gritar. En vez de ello, optó por apartar la vista y clavarla en un perro entretenido en olfatear una ratonera. El abuelo dejó de toser y le dirigió una amplia sonrisa.
—Esta vez fue gordo. Pero sé cómo controlarlos. Uno debe maniobrar con su tos de la misma manera que la Hermosa maniobra en medio de una tormenta. Pero creo que ya es hora de que vuelvas a casa, querida.
—Preferiría ir contigo, abuelo, y hacerte el té:
—No. —Le estampó un sonoro beso en el lugar en que la negra cabellera se dividía para, cada mechón por su parte, caer hasta la cintura—. A tus padres no les gustaría. Si vas ahora a casa quizá podamos vernos mañana de nuevo. Tengo que hacer algunas reparaciones en la red y posiblemente puedas ayudarme.
Le dio la espalda y se alejó de ella, configurando al alejarse una alta y orgullosa silueta recortada contra el crepúsculo de la tarde. Sin embargo, no era otra cosa que su frágil envoltura. Josefa recordó la fecha, dos años atrás, en que la abuela lo dejó. Aquello lo había debilitado más que la tos. Pronto los temporales comenzaron a ser excesivos para él y un día llegaría en que no podría vencerlos. Entonces se reuniría con la abuela en la pequeña parcela familiar que erguía sus cruces tras la iglesia.
La pequeña corrió a su casa, no sin hacer antes lo que solía por aquel tiempo.
A miles de kilómetros al norte, más allá de enormes ciudades humeantes y acantilados cubiertos de limo, más allá de árboles milenarios y quejumbrosos arbustos, millones de robustas sardinas nadaban ociosamente en las sólidas y frías profundidades, esperando sin advertirlo el cumplimiento de su destino inminente.
El padre Peralta se permitió para sus adentros una tranquila sonrisa de satisfacción. Había sido una buena misa y el sermón le había salido bastante digno. Ahora iría a escuchar las sencillas confesiones de aquella gente sencilla y luego, más tarde, quizá pudiera trabajar un poco con los nuevos libros que le había enviado la universidad.
Se apoltronó en el interior del confesionario. Dos noches atrás había tenido lugar una boda y una pequeña pelea habíase desatado. No es que fuera cosa seria, pero resultaba inusual para San Quintín. Ésta era la causa por la que hoy esperaba más parroquia que de costumbre.
Los conocía por las voces, Martín, Benjamín, Marcial, Carmen, la pequeña Josefa Flores…
—Padre, María Partida estrenó un vestido nuevo la última semana, y yo le tengo envidia.
—Quizá sea sólo admiración, niña.
—No, padre. Lo quiero para mí, pecaminosamente.
El padre Peralta quedó pensativo. A los Flores no les iba tan bien como a algunos otros del pueblo.
—Pequeña, lo que me cuentas es una cosa muy pequeña, ya verás cómo pasa. No te preocupes.
Hubo una pausa al otro lado del confesionario. Una larga pausa.
—¿Qué más quieres contarme?
—Padre, la última semana, José y Felipe…
José y Felipe. Peralta los conocía. Buenos chicos. Pero se habían vuelto un poco locos por haber conseguido demasiado dinero para su poca edad. Y con aquellas motos…
—… se rieron del abuelo cuando él salía a pescar. Pensé cosas terribles de ellos, padre.
—¿Por qué se rieron, niña?
—Dijeron que el abuelo podría pescar más en el mercado que a bordo de la Hermosa. Dijeron que la barca era una pensión para gusanos en quiebra por reclamaciones de la clientela, y que la única forma de pescar algo decente era con los nuevos barcos que ellos utilizan en Ensenada y en San Diego.
—¿Y qué respondió a esto tu abuelo?
—Los ignoró, padre. Siempre hace caso omiso de tales comentarios y hace como que no le molestan. Pero yo sé que sí. En el fondo no consigue tan mala pesca, pero las risas ajenas le molestan por dentro. Incluso sus amigos quieren que se deje caer por el almacén de Diego y se limite a sentarse con ellos para jugar a las damas y quedarse esperando la caída del turista.
—Conozco a tu abuelo, niña —sonrió Peralta—. No es de los que se sientan en el porche y malgastan las horas contando los pájaros que pasan. Ahora bien, no tienes por qué odiar a José y Felipe, o a cualesquiera otros. Se ríen porque aún son demasiado jóvenes y conocen a medias las cosas, si es que las conocen. Desde que las grandes flotas pesqueras han absorbido todo el trabajo, pocos hay en el pueblo de la edad de José y Felipe que hayan conocido los tiempos duros. Nunca podrán ellos entender por qué tu abuelo jamás trabajará para otro hombre, por un salario. Cuando crezcan tal vez lleguen a comprenderlo. Y tú, pequeña, debes intentar entenderlo ahora.
—Creo que lo entiendo, padre —respondió la niña con tranquilidad, después de una pausa—. Padre, ¿por qué ya no hay más sardinas?
El padre Peralta consideró el asunto. ¿Cómo explicar a una niña de nueve años los elementos económicos y mecánicos que intervenían en la migración y cría controladas?
—Niña, nunca más habrá sardinas porque las grandes máquinas consiguen que vivan mejor en el norte, en sitios especiales. Y los grandes barcos son tan buenos como dice la gente porque cogen todos los peces a la altura de Ensenada, antes de que vengan nadando hasta esta región.
—Pero, padre, hay muchos peces en el mundo. ¿Está usted seguro de que ninguno logrará pasar por los agujeros de alguna red?
Peralta hizo un gesto con la cabeza, pero de manera que la niña no pudiera advertir nada en la penumbra.
—No, pequeña, ninguno podrá atravesar las redes. Los botes y los pescadores son lo bastante buenos como para evitarlo.
—Si el abuelo obtuviera al menos mayor pesca —la voz de la niña se adelgazaba—, sólo un poco más de pesca… antes de que la tos se lo lleve. Entonces podría reír también. Y José y Felipe, y todos los demás, no tendrían más remedio que decir que estaban equivocados.
—Me temo que haría falta un milagro, niña.
—Entonces, rezaré para que se cumpla el milagro. —Las palabras habían surgido llenas de excitada determinación, como si un algo de la cabezonería del abuelo palpitara en ellas—. Encenderé velas y rezaré a San Pedro para que mi abuelo tenga una pesca más abundante.
—También yo rezaré por ello, pequeña —dijo Peralta sonriendo.
Era un día candente como hierro al rojo, y era uno entre tantos parecidos en San Quintín. Pero cuando todos abandonaron la iglesia, incluso cuando acabó por dejarla el viudo Esteban, un pequeño ángel con ojos y cabellos de obsidiana india todavía permanecía ahí, rezando frente al altar. Y cuando el padre Peralta, al atardecer, miró desde su estudio al interior de la iglesia, aún estaba allí la niña.
Finalmente no tuvo más remedio que dirigirse hacia ella, tomarla de la mano y conducirla a casa antes de que su ausencia preocupara a sus padres. Le dijo que ya había rezado lo suyo y que quizá San Pedro fuera bondadoso con ella.
Pero, le advirtió, San Pedro era un santo muy atareado.
De vuelta en su estudio se sentó ante el escritorio y abrió un delgado libro. Comenzó a escribir.
«Nuevamente podemos ver que los primitivos jeroglíficos de los aborígenes de la Baja California no conducen a… no conducen…»
Se detuvo, manoseando la pluma con sus gordezuelos dedos y echándose hacia atrás en la silla. Pensaba. El libro que le llevaba ya seis meses de datos acumulados formaba una pila de hojas escritas por una sola cara: un manuscrito que nadie se molestaría en leer, excepción hecha de unos cuantos viejos y chiflados profesores y algunos estudiantes graduados en remotas tierras. Entonces miró más allá de la ventana. En dirección a la escarpada silueta de la Sierra de San Pedro Mártir. Cogió un pliego de papel de la pila de hojas en blanco y se mantuvo un momento en suspenso.
Comenzó a escribir.
La muchedumbre que acudía a presenciar el espectáculo había acabado por decrecer con los años. Ahora, apenas una década después de la inauguración con fuegos artificiales y docenas de cámaras de televisión esperando el inicio del programa, sólo quedaban un par de obreros cualificados de las oficinas de Seattle y Victoria, unos cuantos fotógrafos de prensa y los hombres de las fábricas conserveras.
El ingeniero jefe echó una ojeada al reloj y dio un bocado a su sandwich.
—Preparado, Milt… cuando quieras.
El cuarto ingeniero asintió con grandes cabezadas y giró el mando. Unos cuantos relámpagos de cámaras fotográficas inmortalizaron su gesto hasta que la carcoma se comiera las fotos. Milt se sintió obligado a girar en sentido contrario y repetir la hazaña en beneficio de algunos reporteros rezagados.
Murmurando y echando pestes del mal tiempo, y esperando poder estar en casa antes de que oscureciera, los periodistas se marcharon arrastrando los pies. Los funcionarios en representación intercambiaron baratijas burocráticas y se marcharon cada cual por su lado, el uno a casa, donde le esperaba su mujer, el otro al apartamento de la zorra de turno. El cuarto ingeniero realizó una rutinaria supervisión a los diales y medidores para asegurarse de que todo estaba en orden y a continuación se dedicó intensivamente a la reparación de una lámpara que su esposa le había encomendado para sus ratos de ocio. El ingeniero jefe se lanzó entonces a los placeres pantagruélicos de un bocadillo de jamón. De nuevo quedó todo tranquilo.
Ningún cambio visible se advertía a lo largo de la costa. Ninguna burbuja, ninguna palpitación, nada que perturbara la apacible superficie. Pero debajo de la superficie…
En lugar de ser recuperada por la propia estación, la caldeada agua del mar de la Estación de Fusión Port Hardy era impulsada directamente hacia el océano. La toma de contacto del agua caliente con las capas congeladas de las profundidades produjo un efecto demencial. El agua y sus minúsculos habitantes comenzaron a ascender como un cometa.
Bacterias y fitoplancton flotaron en pleno delirio en la repentina confluencia de la luz solar y el material nutritivo de las profundidades. El crecimiento por multiplicación comenzó a sucederse a la velocidad de un calculador electrónico y el mar comenzó a parecerse a una espesa sopa de guisantes.
Cuando el sol se retiró la luna continuó el trabajo. Con la luna en alto emergió el zooplancton: crustáceos diminutos, increíbles bichos de impronunciable nombre, larvas de peces en miniatura, una orgía de alimentos marinos.
Y la orgía tuvo lugar. Durante toda la noche el alimento abundó con preternatural concentración. Pequeñas ráfagas de vida se devoraban las unas a las otras. Millones de billones de minúsculos monstruos surcando las aguas, pobladas de antenas y ojos fosforescentes.
Hacia el norte, unos cuantos peces de no más de veinticinco centímetros avistaron la inmensa ebullición de vida infinitesimal y se lanzaron al ataque. Otros hicieron correr la noticia de que el agua se había llenado de alimento. Pronto acudieron bancos enteros, incluso los situados más al norte, grandes y pequeños bancos vinieron también.
Una gigantesca montaña de peces plateados se trasladaba hacia el sur.
El criadero de plancton Charlotte fue devorado con rapidez, pero las máquinas de la Estación de Cabo Flattery tomaron precauciones catalizando su propio sector de océano. La estación calentó y llenó de aceite las costas de Olympia, Tacoma, Seattle, Bellingham, Everett y de gran parte del estado de Washington. El ciclópeo banco siguió su curso normal.
La consigna fue propagándose mientras cada criadero hacía lo posible por mantener el rumbo deseado en tanto el banco iba descendiendo más y más hacia el sur.
Estación Astoria… ¡Se aproxima el banco! Bahía de Coos… ¡Se aproxima el banco! Crescent City, Ukiah, San Mateo, San Luís Obispo, Santa Bárbara…
Nuestra Señora de los Ángeles… ¡Se aproxima el banco!
—Bien, veremos lo que nos trae hoy el mundo, Méndez —dijo casi para sí el arzobispo Estrada. Estaba apoyado en el antepecho de la ventana sintiendo contra su rostro la oleada subterránea de amores y odios, vilezas y virtudes, suspiros y placeres de la heterogénea población de la ciudad de México, contemplada desde la altura. Aspiró profundamente, inundando sus pulmones con el fresco aire procedente de las montañas, no contaminado aún del todo.
Gustavo y los otros partidarios de la Junta Anti-polución merecían todos sus respetos. Y alguna recomendación o cosa por el estilo. Dio la espalda a la ventana.
De dos metros de altura y más de cien kilos de peso, el arzobispo era una especie de coloso. Con sus ropas oficiosas de burócrata eclesiástico que se ocupa de la administración religiosa, tenía el aspecto de un imponente ejecutivo. Cuando, en cambio, vestía los hábitos con los que celebraba misa, tomaba la apariencia de un personaje bíblico.
—En el periódico de la diócesis —dijo— debe aparecer una nota de agradecimiento en la que la Iglesia aplaude la contribución a la salud que lleva a cabo la Junta Anti-polución de la ciudad de México, haciendo resaltar particularmente las actividades de su presidente, Gustavo Marcos.
—Así se hará. El correo, monseñor.
—Gracias, Méndez.
El secretario puso algunas cartas y grandes sobres oscuros sobre el escritorio del arzobispo. Estrada echó una mirada a su reloj. Justo el tiempo para bendecir el nuevo edificio estatal de enseñanza primaria y asistir a la reunión de la Comisión de Renovación Urbana.
La mayoría del correo se componía de las cortesías y trámites usuales. Información, bendiciones, dinero, preces por el activo papel que el arzobispo estaba desarrollando en los asuntos civiles de la ciudad, maldiciones por ese mismo activo papel…
Las fue repasando por encima, separando alguna que otra de vez en cuando para una más atenta revisión. Su secretario se ocuparía de casi todas ellas. Una invitación del embajador de Colombia a una cena diplomática, una carta de cierta dama de Guadalajara…
Entonces vio la carta procedente de San Quintín.
—¡Que me pudra! Oh, perdón, señor Méndez —se excusó sonrojado mientras echaba algunas miradas al rostro atónito de su joven secretario—. No me haga caso, no es nada. —Luego, mirando de nuevo la carta, murmuró para sí mismo:
—Madre de Dios, una carta del padre Peralta.
Rasgó el poco delicado sobre con cierta precipitación. Conocía al padre Peralta desde que ambos jugaron juntos en el equipo de fútbol que quedara campeón en la universidad. ¡Menudo tío! Peralta tenía un cerebro tan rápido como sus pies. Pero lo cierto era que él, Estrada, había ido más lejos y más rápidamente en la jerarquía eclesiástica. Peralta, por el contrario, había escogido la pequeña iglesia de San Quintín para obtener el doctorado de antropología con estudios paralelos.
¡Bueno! Estrada se dispuso a leer. Lo hizo como esperando alguna cosa fuera de las mundanidades que le aturdían por doquier. Y entonces…
«… Como te decía, Luís, hay aquí un viejo pescador que persiste en salir todas las semanas con sus redes manuales, a despecho de que las industrias conserveras acaparen toda la pesca con sus criaderos situados aproximadamente a 300 kilómetros al norte. Como las instalaciones funcionan desde hace años, el pescado que arriba a nuestras costas es cada vez menor, casi inexistente ya. El viejo es un buen feligrés, pero testarudo como una mula y demasiado empecinado como para cambiar de idea.
«Como te puedes imaginar, sus antiguos compañeros de faenas lo han tomado por el pito del sereno y constantemente le hacen blanco de sus pullas. Tiene una nieta, sin embargo, que es la cosa más exquisita y graciosa que jamás hayas podido ver, con la particularidad de que frecuenta a su abuelo en exceso. Yo no veo nada malo en la relación, pero los padres opinan que la niña no debe verlo tan a menudo, considerando su corta edad y el hecho de que el viejo tiene la salud bastante minada.
»No obstante, el afecto no entiende de razones, sobre todo cuando se trata de niños. La niña me preguntó por qué no había sardinas en nuestras costas y yo intenté explicárselo lo mejor que pude, alegándole que no las había ahora ni las habrá nunca más. Todo lo que conseguí con ello fue que la niña se pasara todo el achicharrante día destrozándose las rodillas en la iglesia, rezando a San Pedro para que procurara una buena pesca a su abuelo. Yo le había dicho que para ello haría falta un milagro, pero no esperaba que me tomase tan al pie de la letra.
«Recordé entonces nuestros días pasados en la escuela. Si no me falla la memoria, tú y Martín Fowler fuisteis bastante buenos amigos. Yo no lo conocía, nunca me he encontrado con él. Sólo tenía noticia suya a través de las listas de alumnos del colegio. Pero tengo la intuición de que si alguien es capaz de cumplir el sueño de un niño, aunque sea tan sólo una pequeña parte del mismo, y obtener del mar estéril cuanto menos una docena de sardinas para las redes del viejo, ese alguien es Martín Fowler.
«Naturalmente, me doy cuenta de que estoy especulando sobre una amistad que tal vez no se prolongara durante mucho tiempo. Pero es lo único que se me ha ocurrido al respecto. Porque si alguien ha deseado un milagro con toda su alma, por pequeño que fuera el prodigio, ese alguien es ahora Josefa Flores.
«Pásate por San Quintín alguna vez y abandona por algún tiempo el ajetreo de la ciudad y las aspiraciones a cardenal. Te mostraré unas grutas maravillosas y algo aún más hermoso, la paz de un pueblo silencioso sólo habitado por las aves, que es lo que más conviene a un viejo encarcelado como tú.
«Con afecto, Francisco Peralta».
El arzobispo se quedó mirando la carta durante un largo rato. Luego la colocó en la sección de las que merecían respuesta. Cogió el siguiente sobre y lo rasgó, pero ya sus ojos y su mente se encontraban Dios sabe dónde. Una y otra vez su mirada regresaba al sobre de Peralta. Cuando la voz de Méndez rompió el silencio, no alzó los ojos.
—Señor, quiere verlo un hombre que viene del ministerio de estado. Es algo relativo a la cena de esta noche.
Estrada continuó abstraído con el abridor de cartas golpeando inconscientemente el último sobre que rasgara, deseando poder quedarse todo el tiempo tras el escritorio. Lo que era bastante imposible, naturalmente. Pero que bastante imposible.
—Dígale —dijo a su secretario— que lo veré dentro de una hora.
La montaña se encontraba ahora en el Canal de Santa Bárbara, moviéndose con regularidad hacia el sur. La poderosa planta de Point Vincent había iniciado el proceso de aceleración del ciclo del fitoplancton a un número veinte veces mayor. En poco tiempo la montaña ascendería convirtiéndose casi en una isla. Entonces aumentaría su velocidad.
Martín Fowler se afirmó sobre sus pies, sin apartar los ojos de su objetivo. Consideró su posición y luego dio un corto paso. Sujetando el palo de golf con ambas manos, lo bajó con todas sus fuerzas.
—Creo que has vuelto a meterla en un charco, Marty —dijo Wheeling con tono burlón.
Fowler soltó un taco mientras metía el palo en la bolsa. Los dos hombres tomaron sus carritos y echaron a andar. Podían haber pasado la tarde cabalgando y no dándose estos trotes, pero, como decía Wheeling, el caminar era el único ejercicio que tenía el golf. Aun así, Fowler hubiera deseado la inmediata invención del golf jugado con controles remotos para poder disputar un partido desde la cama, por ejemplo. Otros hombres los siguieron.
Después de un rato, Wheeling miró a su compañero, más joven que él, y le habló en tono satisfecho.
—Naturalmente, Marty, nada hay de extraño en que te gane el dinero tan fácilmente. Lo más natural de este mundo consiste en que aquéllos que estamos dotados por la naturaleza enseñemos a los aficionados. Aunque sueles discrepar de estos conceptos, vaya. ¿Qué trama tu muy amada Petterson?
—Que todas las mañanas te afilas la lengua en una rueda de afilador de cuchillos —replicó el director del Departamento de Control de las pescaderías Norteamericanas—. Si ese vejestorio ministrable y los alimentagatos forrados de pasta me dejaran las manos libres para abrir una puertecita que yo me sé… cinco minutos, cinco minutos es todo cuanto pido, ¡cinco piojosos minutos!, entonces podrían ver el funcionamiento de uno de los proyectos más ambiciosos que puedas concebir. Imagínate que al segundo año de pesca solamente…
—Si cualquiera del comité arrimara el oído y escuchara el maquiavélico estruendo de tu cabezota llena de planes y oyera que bautizas a un senador como «vejestorio ministrable», te proporcionarían un medio más directo y saludable de obtener abundante pesca, incluso accionarías tu preciosa puerta con la mano y todo.
—Me lo callaré si no quieres oírlo, Dave. Y no es que tenga nada personal contra la senador. Sólo que tiene las ideas más fijas y más endebles que una cuarentona casada y sin prole.
—¡Caramba, Marty! Creía que habías estado trabajando en Washington lo bastante como para saber que los senadores son obsesivos hasta en la hora de pagar sus deudas, es decir, en no pagarlas. Es justamente la razón por la que son senadores.
—¡Maldita sea, Dave! Todas las indicaciones comprobadas en ordenadores electrónicos —y los tíos de los departamentos se han encargado muy bien de confrontar diversos resultados— apuntan que la Isla San Benito es el lugar ideal para establecer el primer criadero de atunes. Todo lo que tenemos que hacer en primer lugar es, digamos, plantar una primera semilla natural. Sabes perfectamente que no podemos obrar lo mismo en pleno océano que como lo hemos venido haciendo en el lago Ontario o en Tahoe. Los atunes no se reproducirían jamás en esas condiciones, se largarían en busca de mejor alimentación. Por lo tanto, el primer paso consiste en mejorar el alimento, hacerlo óptimo, mejor que el natural.
—Y ése es justamente tu problema, Marty —asintió Wheeling—. La senador Petterson tiene amigos cuya fortuna se basa en la producción de esos alimentos impropios para atunes. Si hay atunes no hay votos. Construye los criaderos en tu imaginación, creo que será lo mejor.
—Pero nadie con sentido común que haya analizado nuestros proyectos… —Se detuvo observando con atención cómo la pelota de su compañero saltaba sobre la hierba. Luego, caminaron en busca de la pelota de Fowler.
—Bien, creo que debes pensar algo rápido si deseas abrir esa puerta este año —comentó Wheeling—. La última noticia es que el banco está pasando frente a Los Ángeles.
—Newport Beach —corrigió Fowler—. Mira, me gustaría que vinieras a la reunión que mañana celebra el comité.
Wheeling miró a su amigo con una compasión que intentaba ir más allá de cualquier mentira consoladora.
—No te bajarás del burro, ¿eh, Marty? —dijo—. Lo que yo te diga: podrás deslumbrar y apabullar a Petterson con todas tus influencias y todos tus proyectos. Pero ni todos los quizás, ni todos los probablementes, ni todos los tal vez del mundo juntos podrán convencer a un político con un cargo que mantener y un bolsillo que llenar. Además, su proyecto es seguro y se ha demostrado fuera del papel.
—Aquí está —interrumpió Fowler apartando unos matojos. Evaluó la situación y escogió un hierro.
Wheeling escudriñó la lejana hierba.
—Has conseguido algo bueno, pero no presumas de ello. Conserva tu racha. Y tómatelo con calma.
—Bien. Mira, quizá si lo mirara más razonablemente me lo tomaría con mayor calma. Ah, bueno, ¿te refieres a la pelota…? Esto es demasiado. Más bien diría que llega a ser divertido. Hace unos días recibí una carta de un cura al que no he visto desde hace veinticinco años. Fuimos juntos a la escuela. Me decía lo que puede decirse en estos casos: rememoraciones que afectan a ambos, lo que le ha ido bien, lo que le ha ido mal, cómo ha cambiado el mundo y cómo no hemos conseguido nada de cuanto ambicionábamos de jóvenes.
—¿Sabes cuál era una de mis ambiciones de muchacho? Llegar a ser propietario de una gran cadena de hoteles. Otro Conrad Hilton. Me pasaba las horas imaginando la forma que tendrían las piscinas de agua tibia.
—El cura acababa contándome una pequeña historia acerca de una cría a la que ni siquiera conocía de vista. Debería haber sonreído y olvidado el asunto, pero el caso es que me despertó a media noche y me pasé un buen rato sentado en la cama pensando sobre ello. Hasta que Marjorie apagó la luz.
Se apoyó en un palo junto a la pelota.
—Si es algo relacionado con tu hipotético triunfo sobre Petterson, tal vez valga la pena que me lo cuentes.
Fowler hizo una pausa y miró por encima de su hombro.
—¿Ves? No es lógico, no es racional, y sin embargo consigue atraer la atención. Ven mañana a la reunión del comité. —Fowler inclinó la cabeza y dio un leve golpe a la pelota.
—De acuerdo, has conseguido que me interese —confesó Wheeling, observando la pálida luna emerger en la distancia—. No debería decírtelo, pero te devolveré la trampa que me has tendido. —Miró a su amigo, atento a la pelota—. Advertirás que no tengo ni para empezar, ¿eh?
La sala en que debía reunirse el comité era pequeña y de forma irregular, con una peculiar atmósfera a cuatro paredes de encargo recién colocadas en su correspondiente lugar. Era lo bastante larga para abarcar la amplia mesa. Una puerta comunicaba con la galería de recepción.
Una alta ventana que contaba con un solo cristal permitía la intromisión de la luz solar. Wheeling tomó asiento tranquilamente junto a la puerta que daba a la galería, dándole la espalda. Prácticamente, la galería estaba desierta.
Un grupo de hombres más jóvenes estaban sentados al otro extremo, como si los ex-alumnos se buscaran entre sí. Si uno se aventurara a preguntarles por sus lecturas favoritas, contestarían seguramente que literatura sobre física espacial u oceanografía. Un par de cansados periodistas y unos cuantos extranjeros completaban la audiencia. Wheeling sonrió y dio unas cuantas cabezadas hacia los periodistas, como quien entiende de tostones y aburrimientos, y apartó la vista acto seguido.
Fowler se sentó a un extremo de la mesa. Se alisó lo que había quedado de su claro cabello mientras intercambiaba algunas palabras en voz baja con algún subordinado de su departamento.
Los chicos dejaron de alborotar, el comité tomó asiento en la parte opuesta al de su director y todos permanecieron en silencio. Fowler se volvió, vio a Wheeling y le hizo un guiño. Wheeling le respondió agitando su puño como el que apuesta a las carreras y anima al caballo por el que perderá su dinero.
Senador Vincent de Coahuila, senador Kaiser de Oregon, senador Brand de Maine, senador Petterson de Nueva Jersey, y el ministro Stanislaus de Newfoundland.
Petterson abrió la sesión con el peculiar gusto por el absurdo de todas las mujeres que entran en política.
—El Comité orgánico para los Recursos Marítimos está ahora en sesión. Tengamos la fiesta en paz, caballeros.
Al mirar a la senador Diana Petterson uno tenía la impresión de estar contemplando a la abuela de algún clan de granjeros del oeste. Y, cómo no, así era. Además, poseía un dominio del idioma inglés como para doblar las uñas hacia atrás, una cachaza inverosímil que para sí la quisiera el político más corrompido y una devoción por las más elementales necesidades del ser humano, lo que en conjunto resultaba lo bastante poco comprometedor como para haberla puesto en el Senado por cinco veces consecutivas. Un individuo con pinta de abogado, a la izquierda de Fowler, se levantó con un ruido de cacerolas. Sujetaba en la mano todo un fardo de papeles que agitó ruidosamente. Se aclaró la garganta y comenzó a recitar hechos y proyectos.
La producción de pompano por aquí, la pesca del cangrejo por allá, la cogida de ostras en Chesapeake al tanto y tanto por ciento, la cosecha de algas yodíferas comestibles alcanzaron tantas y cuantas toneladas…
Wheeling se descubrió a sí mismo pensando en las musarañas. Los muchachos recogían notas para ulteriores desarrollos caseros. Los periodistas habían puesto en marcha los magnetófonos y se habían quedado dormidos. Se encontró a sí mismo configurando en el aire una terrible abeja que, alimentada por la pesadez del informe, creciera y creciera hasta lanzarse a devorar a picotazos a toda la concurrencia. Wheeling reflexionó, pensando que a más de un congresista le gustaría ser esa abeja.
Media hora más tarde cesó el recital sin guitarra: el informe había concluido. Como por arte de magia, los periodistas despertaron y cerraron sus magnetófonos. Los chicos se removieron en sus asientos. La abeja había desaparecido.
—Señor Fowler —dijo la senador—, si no hay ningún otro asunto pendiente, este comité puede proceder a establecer su balance de final de año, a fin de deshacerse lo antes posible y no andarse con monsergas.
—Le pido perdón, senador —replicó Fowler—, pero está pendiente la cuestión de mi investigación sobre una salida temporaria durante el período de la pesca de la sardina en la costa del Pacífico.
Uno de los senadores soltó un gruñido.
—Al parecer, señor Fowler —amonestó la senador—, usted está dispuesto a darnos la lata con sus investigaciones en todas las reuniones que mantiene este comité.
—Soy consciente de mi insistencia, senador —reconoció Fowler conciliador—. Sin embargo, me atrevo a solicitar audiencia nuevamente. Si ustedes me lo permiten, me tomaré la licencia de citar un párrafo de las cláusulas que regulan…
—Estoy plenamente de acuerdo con las cláusulas que regulan el proceder de este comité, señor director, como también lo están mis compañeros senadores. Ahora bien, si usted persiste en llevar adelante tan inexplicable actitud masoquista, estamos obligados, cuando menos por cortesía, a ser indulgentes con usted. Pero permítame sugerirle que no hay razón alguna para suponer que su proposición va a encontrar mayor auditorio ahora que en otras ocasiones anteriores. Por lo demás, comprendo perfectamente que cada administrador puede estar poseído a título personal de cualquier particular aberración. Comience.
»Pero haga el favor de concedernos la gracia de ser tan breve como le resulte posible, a no ser que semejante hazaña se encuentre más allá de sus fuerzas. Le recuerdo que casi todos nosotros tenemos trabajos importantes que hacer. —La vieja dama se vio obligada a reforzar la pronunciación del «nosotros» para dar más énfasis a su impaciencia.
Fowler se levantó. Ante él tenía lo que debía ser un somero informe, aunque a lo largo de su ponencia no se refirió a él salvo en escasas ocasiones. Evidentemente no tenía necesidad de ello: lo que dijo lo había dicho ya bastantes veces en ocasiones anteriores a ésta.
Habló de la historia del Control de las Pescaderías Norteamericanas, que ahora cumplía diez años de edad. Por primera vez en la historia, Canadá, México y los Estados Unidos se habían organizado conjuntamente para la explotación de los recursos vivos del mar. Relató cómo el excedente de comida y agua de las plantas de fusión y fisión, allende y aquende la costa, había sido utilizado para atraer la pesca desde las profundidades del océano hasta la superficie, obteniendo cosechas sin precedentes entre cualquier intento industrial anterior.
Explicó cómo la industria del cangrejo en Alaska, que en un tiempo conociera el peligro de ver extinta su materia prima, se había desarrollado actualmente hasta el punto de satisfacer la demanda de seis naciones, contando en la actualidad con la esperanzadora perspectiva de ver crecer sus horizontes de expansión.
Cómo el costo de la langosta de Maine había sido tasado en ciento veinte centavos el kilo, mientras los pescadores de langosta obtenían más dinero que nunca. Cómo las otrora ociosas riberas de la península del Yucatán se habían convertido ahora en la más fuerte industria esponjera del mundo.
Y finalmente expuso que los datos manejados por el Control de Pescaderías le habían hecho llegar a la conclusión de que la más grande factoría de atunes podía ser creada en la Bahía de Sebastián Vizcaíno, con el único requisito de invertir un mejor alimento para los atunes, como ya se había hecho con éxito más al norte: las sardinas.
—Y para hacer eso —concluyó en su lugar la senador Petterson—, usted propone el sacrificio de quizá cien mil toneladas de uno de los más sabrosos pescados del mundo, la sardina californiana.
—No sería ningún sacrificio, senador. Las sardinas contribuirían a poblar el área de la primera colonia artificial del más popular pescado de América. Evidentemente, podemos perfeccionar las zonas de pesca del atún ya existentes, pero una producción que estuviera bajo nuestro manejo y control sería ya desde el comienzo una docena de veces más rentable y con el tiempo esta proporción alcanzaría con facilidad la centena.
—Usted olvida que la sardina es el pescado más barato. En esa pesadilla que lo absorbe a usted tan tenazmente todas las noches, ¿ha pensado en el precio que tendría que pagar el consumidor?
—Según mis cálculos sólo habría un ligero aumento en el precio de la sardina básica y sus derivados.
—¡Un ligero aumento! —chilló Petterson con los pelos alborotados—. Señor Fowler, ¿tiene usted al menos una mínima noción de cuánta gente de mi estado sobrevive con un salario base? ¿De cuánta gente hay para la que un «ligero» aumento en los precios de los productos alimenticios repercutiría catastróficamente en su imprescindible alimentación cotidiana? ¿Gente para quien los productos marítimos, en particular la sardina, constituye la única fuente de proteínas?
—Los riesgos son tan escasos, senador, que sus temores no se cumplirán.
—Riesgos —dijo la senador, moviendo la cabeza con entendimiento—. Ahí ha puesto usted el dedo en la llaga.
Yo no puedo arriesgarme, no puedo apostar cuando lo que está en juego es la barriga vacía de la gente.
La vieja dama sonrió magnánimamente, una sonrisa que había llegado a ser familiar para Fowler.
—Tengo mis razones, señor director. No le niego que en todo proyecto hay siempre un riesgo que correr. No quisiera que usted me considerase reaccionaria en este sentido. Pero hay riesgos y riesgos. Todo cuanto usted tiene que hacer es garantizar a este comité con un noventa por ciento de probabilidades a favor el éxito de su rancho de atunes, y no votaré por usted con el resto de mis colegas. —Usted sabe que nuestra agencia no tiene la suficiente experiencia como para garantizar el éxito en un porcentaje tan alto senador, pero…
—¡Entonces se acabó lo que se daba, señor Fowler! Yo no quiero arriesgar la salud de miles de seres humanos con un plan rezumando toda la progresía que ustedes quieran y concebido por un puñado de científicos maniáticos que en su vida sabrán lo que es verse obligado a comer algas. —Cabeceó luego con disgusto y miró más allá de la figura de Fowler, hasta la plácida figura de Wheeling—. ¡Por nada ni por nadie lo haré! Y me aventuro a decir —continuó mirando a los delegados que ocupaban la mesa— que tampoco lo desean los restantes miembros de este comité.
Hubo una larga pausa. Fowler bajó la mirada hasta su fajo de papeles. Cuando advirtió que los senadores comenzaban ya a removerse en sus asientos, tomó de nuevo la palabra, añadiendo un calculado deje de ira al tono de su voz.
—Senadores, si ustedes no quieren decidirse por mí, ni tampoco por los hombres del Control de Pescaderías, quizá puedan decidirse por Josefa Flores.
—¿Josefa Flores? —saltó la senador, mirándolo asombrada—. ¿Quién, ruégole, quién narices es Josefa Flores? Mucho me temo que no conozco a la dama.
—Lo que no me sorprende en absoluto —continuó Fowler—. No se trata exactamente de nadie con influencia en el Congreso. O en el Parlamento canadiense o en la Asamblea Nacional. Se trata de una niña de nueve años.
»Su abuelo es pescador …o lo era, hasta que nuestra inmensa sabiduría lo despojó de sus posibilidades de trabajo…
Wheeling comenzó a salir de su sopor y optó por sentarse de una forma más correcta. Lo que estaba escuchando prometía ser más interesante que su recurso de la abeja justiciera. Por vez primera, los estudiantes dejaron de tomar apuntes y se quedaron mirando a Fowler con extraña atención. Los dos reporteros se irguieron repentinamente de sus poltronas y pusieron en marcha sus grabadoras, quedándose junto a ellas para que sus oídos también captaran lo que se estaba diciendo. Wheeling murmuró para sí: ¡humana condición de los humanos!…
Fowler habló al comité de la pequeña Josefa Flores, de su abuelo enfermo y de la pesca que ya jamás aparecería por la costa del pueblo… y también del único deseo de la niña: antes que el abuelo muriera, sus redes tenían que llenarse con las exquisitas sardinas que antaño solía pescar. Fue una historia ante la que Fowler no se avergonzó de sentirse afectado. Cesó de hablar y se quedó mirando a la senador Petterson, quien, al cabo de un rato, dio un golpe sobre la mesa.
—¿Tiene la bondad de sentarse, señor Fowler? —dijo.
Sonriendo, Fowler se sentó.
—Hemos de considerar —comenzó la senador con firmeza— que usted da por sentado que la «liberación» de la sardina devolverá la pesca a las costas de la Baja California; y que, por lo tanto, su historia debe incluirse como apéndice a su proyecto. Pero hay un defecto de base. Usted ha contado una historia particular, recargada con tonos sentimentales, y nosotros, que yo sepa, sólo nos ocupamos de planificaciones en gran escala. Además, la divulgación de la historia me parece hecha a propósito. Opino que este comité debe proceder a una consulta priva…
—No hace falta, Dee —la interrumpió el senador Kaiser—. Los periodistas se han marchado.
Wheeling dirigió su mirada hacia los asientos vacíos de los periodistas, que seguramente estarían ahora telefoneando a sus respectivos periódicos.
Petterson asintió y lanzó una mirada nada grata a Fowler. Éste le devolvió la mirada como lo hiciera un inocente querubín al desperezo de la tierna flor. Wheeling sonrió para sus adentros, pensando que algo estaba a punto de ocurrir.
—Debo reconocer sus dotes dramáticas, señor Fowler, pero debo decirle que cuanto usted ha dicho no es de la competencia de este departamento.
—Le pido perdón, senador, pero tampoco es de nuestra competencia el volver estériles las zonas de pesca y, sin embargo, lo hemos hecho, a pesar de la responsabilidad que debía pesar sobre nosotros. Una decisión fue tomada por los que nos precedieron en el cargo, fue tomada sin las necesarias bases científicas y sus defectos salen ahora a la luz bajo la forma de lo que usted llama historias sentimentales, quién sabe si revelando alguna oscura maniobra política.
Petterson lo miró con mirada fulminadora y replicó con sequedad:
—No me satisface lo más mínimo su versión personal de los hechos, señor director.
Fowler imaginó los dedos extendidos de una mano y los cruzó para traerse suerte.
—Buena parte de ellos, naturalmente, pueden ser comprobados. Un equipo independiente de investigación podría…
—Señor Fowler, no es necesaria ninguna investigación —dijo el senador Kaiser, sonriéndole—. Tenemos gran confianza en usted y sabemos que podemos creer en sus palabras.
Fowler tocó madera con sus cruzados dedos imaginados y añadió lentamente:
—Entonces, ¿puedo pedirles que sometan a votación mi propuesta?
—Evidentemente —replicó Kaiser—, pero podemos hacerlo mañana, o quizá la semana próxima. No es necesario correr tanto por tan pequeño asunto.
—Perdona, Charley —dijo el senador Stanislaus—, pero yo opino que sí es necesario.
Petterson deslizó su mirada por la mesa, examinando una por una las caras de los asistentes.
—Muy bien —dijo—. Ustedes ya conocen mi punto de vista, caballeros. Usted, señor Fowler, lo sabe de sobra. Creo que con una votación levantando la mano será suficiente. ¿En contra? —añadió.
Dos manos se elevaron, la de Petterson y la de Kaiser. Permanecieron así tan largo rato que para la impaciencia de Fowler pareció un siglo. Pero no apareció una tercera mano.
Petterson no bajó la mano y miró a los abstencionistas, acompañando la mirada con una sonrisa maternal: sonrisa maternal que prometía una criminal destrucción en el caso de no obtener el tercer voto decisivo. Pero ninguno de los tres senadores restantes se unió a los otros dos.
Finalmente, sin duda porque ya le pesaba el brazo, lo descendió. Aún intentó un último recurso.
—¿Abstenciones?
Ninguna mano se irguió. De todos modos, no se molestó en preguntar por los votos a favor.
—Felicidades, señor Fowler. Su propuesta para una puerta de escape en los criaderos de sardinas californianas ha sido aprobada por mayoría de votos de este comité. Usted pidió cinco minutos y cinco minutos le serán concedidos. Ni un segundo más.
Luego, golpeó la mesa con el martillo de madera.
—Este comité aplaza la sesión hasta mañana a la una en punto, para la discusión de asuntos secundarios. Y ya fuera de sesión, señor director —añadió a Fowler—, espero que, por su bien, las investigaciones que lleva a cabo su departamento tengan una base más sólida y eficiente que la política practicada en las elecciones al Congreso desde hace veinticinco años.
Cuando los muchachos estudiantes cesaron de aplaudir y los extranjeros y senadores hubieron abandonado la sala, Wheeling se levantó y se reunió con su joven amigo.
—¿Preparado para tomar un trago, Marty?
Fowler tardó un rato en hablar.
—Ahora hay una posibilidad y sé que puedo conseguirlo. Pero antes he de llamar a los chicos de la costa y darles la noticia. Han trabajado duramente, más incluso que yo.
—Claro —dijo Wheeling—. Dime, la patética historia que has soltado, ¿es cierta o te la has inventado a raíz de los cálculos de tus muchachos?
—La historia es cierta. Venía en la carta que recibí hace unos días, firmada por el lejano amigo que te referí ayer. Estuve en un verdadero aprieto cuando la senador pareció a punto de exigir más detalles. El caso es que mi amigo se encuentra en una situación en que no puede inventarse historias de ese estilo.
Caminaron hacia la galería de recepción.
—Francamente —confesó Wheeling—, no creo que lo tuvieras preparado. El recurso dramático de última hora y todo eso.
—No estaba del todo seguro de que surtiera efecto. Pero ayudó a creer en la eficiencia de mi proyecto de la cría del atún.
—También ayudó el hecho de que Grand y Stanislaus estuvieran trabajando para su reelección este año —comentó Wheeling—. Así como la presencia de los dos chicos del Post y el Time.
—Seguro, Dave, todo ha contribuido —asintió el director, mientras caminaban hacia el vestíbulo—. Seguro que si hubieras venido antes, no habría tenido que esperar diez meses para que me escucharan. Tú me has traído suerte.
—No lo dudes, Marty. Lo que me decidió fue la carta que mencionaste. No era una historia cotidiana. Ahora, haz esa llamada telefónica y vayamos a tomar un trago. Y después, amiguito, te haré dieciocho agujeros para tu alegría.
—No, ahora no —replicó Fowler, sonriendo—. Me siento tan bien que no bebería aunque en ello me fuera el cargo de presidente.
Sacó de su bolsillo un pequeño aparato que lo mantenía en comunicación con su oficina y pulsó un botón.
—Sherrie, ponme con Papadakis.
Aristófanes Papadakis caminaba por el puente de la flotante factoría pesquera Cetacean mientras sus ojos taladraban las tinieblas. De vez en cuando, algunas ondas de humo en forma de serpiente surgían de la pipa que colgaba de sus labios, desvaneciéndose a continuación en la noche cristalina del Pacífico.
Las luces de la flota formaban inciertos caminos luminosos sobre la calma negrura de las aguas. Por un extraño fenómeno, el Pacífico parecía obedecer por vez primera su nombre.
Cuando el banco de sardinas viniera atravesando la noche, las condiciones de pesca serían óptimas.
Intentó distinguir los otros barcos de la flotilla. El San Cristóbal, el Québec, el Typee, el Carcharodon, el Scrimshaw… el orgullo de la flota pesquera de tres naciones. Cada uno de ellos convertido en una fábrica pesquera móvil, agrupados todos en la frontera entre México y Estados Unidos. Como barco abanderado, el Cetacean apuntalaba la parte situada más al sur.
Y lo mejor de todo era que, organizados como una armada de guerra, estaban esperando un enemigo sin cañones que lucharía sólo con el hambre.
—¿Capitán?
—¿Eh? —Papadakis apartó la vista de la ciudad flotante—. ¿Qué pasa, hijo?
—Señor, el sonar indica que se encuentran dentro de la zona. —La voz del joven oficial apenas podía disimular la excitación.
—Pronto estarán aquí, entonces. ¡Por Dios! ¿Han sido informados los otros capitanes sobre lo concerniente a la puerta?
—Sí, señor —replicó el otro—. El piloto de guardia dijo que llevaría a cabo sus instrucciones, señor. Dijo que todos cumplirían lo indicado, incluso más allá de la llamada del deber.
—¿Eso dijo el bribón? —Papadakis sonrió en torno a la boquilla de la pipa. Mitchell y él habían llegado juntos a aquel lugar, habían pescado juntos bacalao y algún que otro hipogloso. Quien lance sus redes ante la puerta se las verá conmigo: lo pondré en pelota, lo untaré con aceite de oliva y lo meteré en una lata.
Regresó al lugar desde el que antes contemplara la flota. Se preguntaba cómo se las habría arreglado Fowler para conseguirlo. Las sardinas eran ideales para la pesca, y buenas de comer, pero los atunes… esos sí que eran unos señores peces. Después de un rato advirtió que el nuevo oficial se mantenía todavía inmóvil en el sitio en que lo dejara:
—Hijo, acércate o vete, pero no te quedes a medias.
—Lo siento, señor —replicó el joven, acercándose—, pero ésta es mi primera pesca, fuera de los entrenamientos académicos, naturalmente. Dígame, ¿se las puede ver cuando vienen?
—En la imaginación solamente, chico. Bueno, las marsopas sí pueden verlas, pero se encuentran demasiado ocupadas para detenerse en esas minucias.
Una voz les llegó del interior del puente.
—Dos minutos, capitán. —Papadakis acogió la información con un gruñido más alto que lo usual.
—¿Es excitante, señor?
—¿Excitante? Pero si son peces, hijo.
—Señor —dijo el joven después de un rato de silencio—, sé lo que dicen los libros al respecto, pero ¿puede usted realmente advertirlas?
—Oh, a veces sí, a veces no. Depende de las condiciones del agua. También depende de las proporciones del barco. El Cetacean y sus primos son demasiado grandes. Es lo mejor si quieres que las cosas salgan bien.
—¿Están preparadas para salir bien esta noche, señor?
—Claro. —Papadakis alzó la vista y contempló la luna. Llena. ¡Vaya por Dios! Esta noche había luz para dar y vender. Naturalmente, era un requisito indispensable. La migración lo exigía. Los equipos trabajarían hasta el amanecer.
—Usted debe saberlo, señor, pero después de medio año de preparaciones, la cosa lo pone nervioso a uno. —El barco dio un bandazo y el agua subió de nivel—. Señor, ha entrado agua.
Papadakis sonrió y miró su reloj. Golpeó la pipa contra un madero y el apagado tabaco cayó al mar.
—Debe haber sido una ola, señor.
—No era ninguna ola, hijito —dijo Papadakis, manoseándose un botón de la chaqueta—. Era aproximadamente un millón de toneladas de sardinas lanzadas como flechas hacia el sur y comiendo cosas que a nadie le gustaría comer.
Echó a andar y se dirigió al interior del puente, consultando su reloj.
—Prepárate, hijo. Dentro de cinco minutos tendrás tu excitante experiencia y la noche más atareada de tu vida. Y espera a que el banco mayor llegue aquí. Entonces será mejor que te sujetes a algo seguro.
El sol acariciaba los picos de la Sierra de San Pedro Mártir. Josefa Flores caminaba lentamente hacia el viejo embarcadero.
Pero algo sin duda había ocurrido aquel atardecer, pues un montón de gente se apelotonaba alrededor del muelle, y sin ser turistas por cierto. El propietario del almacén estaba allí, y también sus hermanas Juana y María, y muchos otros.
Entonces alcanzó a ver la Hermosa que lentamente se acercaba hacia uno de los costados del embarcadero. Vio cómo la vieja barcaza venía medio hundida, con el agua rozando la borda. Comenzó a moverse más rápidamente y, ya más próxima a la orilla, divisó a su abuelo que, rebosando orgullo, se mantenía en pie sobre el pequeño puente, sonriendo de oreja a oreja, con el reflejo del sol sobre sus dientes.
La barca estaba cargada de sardinas como ninguna otra lo estuviera en toda la historia de San Quintín.
—¡Abuelo, abuelo…!
Las manos del viejo estaban cargadas de peces que mostraba a los que ocupaban el embarcadero, pero los más cercanos advirtieron también lágrimas en sus ojos.