Mucho de esto es realidad: Schwartz está confortablemente instalado —pasivo, suspendido— en un asiento de primera clase a bordo de un cohete de las Líneas Aéreas Japonesas, a nueve mil metros por encima del Mar del Coral. Y mucho de esto otro es fantasía: el mismo Schwartz ha comprado un pasaje para una nave espacial que habrá de atravesar los abismos interestelares a una velocidad nueve veces superior a la de la luz, en ruta desde el noveno planeta de Betelgeuse al vigésimo primero de Rigel, o quizá desde Andrómeda a la Fosa Magallánica.
Sin embargo, no existen las naves espaciales. Probablemente no las habrá jamás. Henos aquí, una docena de décadas después del Apolo XI, advirtiendo que ningún ser humano ha hecho otra cosa que recorrer de parte a parte la superficie de esa pequeña O que es la Tierra, pues los otros planetas son estériles y las estrellas se encuentran fuera de nuestro alcance. Esa pequeña O, no obstante, es demasiado pequeña para Schwartz. A menudo se convierte en una masa demasiado helada para él, demasiado helada y demasiado muerta, como si se tratara de un pedazo de porcelana muerta; y cuando esto sucede Schwartz tiene por costumbre refugiarse a bordo de una nave espacial. De modo que lo único que contiene el Vuelo 411 de las Líneas Aéreas Japonesas es meramente su cuerpo físico, su cáscara, que ocupa un reducido espacio en el área dispuesta para doscientos pasajeros y es transportada desde Buenos Aires, a través del Trópico de Capricornio, hasta el aeropuerto Torres de Papuasia. Su conciencia, empero, su ánima, lo esencial de Schwartz, se desplaza entre las galaxias.
Nada menos que una nave espacial. ¡Cómo se maravillarían sus millares de pasajeros! Por todos los pasillos podrían verse las distintas especies de criaturas galácticas: gente de la Polar, de Arturo, del Can, de Antares, de Sirio: seres todos inteligentes y articulados, respirando nitrógeno, metano o argón, con huesos o sin ellos, peludos o despellejados, depilados o con escamas, con muchos brazos o muchas cabezas o semiincorpóreos, cada cual procedente de una única y distinta herencia cultural alienígena. Entre este retablo se mueve Schwartz, el no va más en antropología, el único, fundamental, irreemplazable y verdadero heredero de Kroeber, Morgan, Malinowski y Mead. Emplazado a bordo de este prosaico cohete, de este descerrajador de estratosferas planetarias, uno no puede murmurar de los rusos, de los chinos, de los americanos, los judíos, los irlandeses o los negros de Sudáfrica. Lo mejor es mantener la boca cerrada.
En sus ensueños, Schwartz entabla conversaciones con criaturas del sistema Fomalhaut acerca de la circuncisión digital; graba las melodías de los oriundos de la Lira, de aflautados ojos; escucha el mágico susurro de los habitantes del Centauro; contempla los extáticos sueños de los aldebaranenses y los escultores de asteroides de Tubán. Entonces, una sonriente azafata de la LAJ aparta la cortina de su compartimento y se le queda mirando fijamente, obligándolo a saltar de una realidad a otra. La chica tiene los ojos azules, el cabello rizado, la nariz recta, los labios delgados, la piel bronceada: todo un popurrí genético, el mestizo más típico y vulgar que se considera modelo humano en nuestro siglo XXI, tal vez por una mezcla de melanesio-sueco-turco-boliviano, quizá polaco-bereber-tártaro-galés. Los baratos transportes intercontinentales han favorecido la tarea: toda la Tierra se encuentra en bullente mezcolanza, todos los genes posibles han sido confundidos en ejemplares simbióticos. Schwartz se pregunta sobre la disminución de los ojos azules, pero no encuentra una satisfactoria respuesta. La chica es guapa de todos modos. Se llama Aurora: ¡nombre dulce y neutral, no encadenado a ninguna cultura!; y ambos han cruzado algún que otro gesto no exento de coquetería en el curso de este corto viaje.
—Estamos a punto de aterrizar —dice ella blandamente, hablando al compás de su rápido parpadeo—. ¿Ha ajustado su cinturón de seguridad, Dr. Schwartz?
—Nunca me olvido.
—Magnífico. —Los azules y cálidos ojos buscan los suyos—. Esta noche tengo descanso en Papuasia.
—Eso es maravilloso.
—Podemos tomar un trago mientras trasladan el equipaje —sugiere la chica con un gesto pícaro—. ¿De acuerdo?
—Bueno —dice él como por casualidad—. ¿Por qué no?
El ofrecimiento de la chica le aburre realmente: él prefiere el placer de la caza. En otro tiempo se habría sentido excitado ante las facilidades que le ponía una mujer como ésta, aunque no demasiado. Schwartz tiene cuarenta años, es alto, cuadrado de hombros, robusto, un caso extraordinario que acusa una árida madre irlandesa. Su corto cabello negro está salpicado de islas grises, muchas mujeres lo encuentran interesante por este detalle. Uno ve muy raramente ahora el cabello gris. Sencillo, pero elegante, viste tan sólo una túnica socrática y calza sandalias. Evidentemente, su atractivo físico ha aumentado junto con su éxito profesional. Se mantiene siempre confiado y seguro de su poder, irradiando constantemente una aureola de seguridad en sí mismo. Sólo este mes el número de su auditorio ha crecido hasta la cifra de ocho millones de personas.
—No lo ha dicho muy convencido —dice ella con un tono de voz desmayado—. ¿No le interesa?
—Difícilmente.
—¿Qué es lo que no le convence entonces, profesor? ¿Que no sea yo otra persona?
—Que no sea usted horrorosa —dice Schwartz riendo—. Un cuerpo fosilizado ya. Un cerebro como muerta ceniza. —Luego sonríe ampliamente despojando sus palabras de todo peso.
—Esto suena muy feo —dice ella como poseída por alguna angustia—. ¡Suena a algo horrible!
—Me limito a citar a Chuang Tzu. No me preste demasiada atención. Me siento perfectamente, pero quizá un poco oxidado.
—¿Demasiados aeropuertos?
—Demasiada monotonía. —Su pensamiento se traslada a una brillante estrella, sobre cuya burbujeante superficie tres sirianos invertebrados practican una retorcida danza mágica que proteja al curso de las lentas horas que acompañarán un viaje a nueve veces la velocidad de la luz—. Pero me pondré bien. Tenemos una cita, ¿no?
—Nos veremos en Papuasia —dice ella respirando con alivio anticipado, mientras se aleja contoneándose.
Papuasia. Cuando llegue la hora del cóctel Schwartz estara en Port Moresby. Por la noche pronunciará una conferencia en la Universidad de Papuasia; ayer fue en Montevideo y pasado mañana será en Bangkok. No hace sino seguir un circuito académico de todos conocido. Por lo demás, es un hombre de moda: repentinamente lanzado a la fama en los círculos antropológicos desde la publicación de La máscara bajo la piel. De continente a continente se alabó con unanimidad su sabiduría, desplazándose de un lugar a otro para evidenciarla. El lunes en Montreal, el martes en Veracruz, el miércoles en Montevideo. El jueves… ¿El jueves? Esta mañana ha cruzado la línea del cambio de horario internacional y no puede recordar ahora si hoy es jueves o martes, aunque está seguro de que ayer fue miércoles. Schwartz tiene tan sólo la certeza de que se encuentra en el mes de julio del año 2083, aunque hay momentos en los que ni siquiera está seguro de eso.
El cohete de las LAJ penetra en la fase final de aterrizaje. Papuasia todavía esperaría un rato con sus típicos edificios, de cristal, mientras él abandona su espíritu en un viaje que atraviesa las vertiginosas constelaciones.
Se encontró a sí mismo en un holgado rincón de la nave espacial, tomando un trago con Pitkin, economista de Yale y compañero de viaje. ¿Por qué Pitkin, el grosero y amanerado canijo de Yale? Con toda una humanidad real e imaginada entre la que escoger, ¿por qué razón inconsciente había evocado semejante patán?
—Mira —señaló Pitkin con un guiño y una sonrisa que babeaba lujuria—. Aquí viene tu amiga.
La puerta en forma de iris se había abierto y un oriundo de Antares no-masculino había entrado en la habitación.
—No seas borrego —dijo Schwartz chasqueando los dedos—. Sabes perfectamente que no hay tal cosa.
—¿Acaso no has podido ligártela en estos días?
—Ella no pertenece propiamente al género femenino.
—¡Vaya precisión! —soltó Pitkin—. ¡Qué detalle tan propio de un doctor! Ella no es del género femenino. —Dio un codazo a Schwartz—. Para ti, amiguete, ella es una mujer, y no intentes pegármela con tus juegos de palabras.
Schwartz tenía que admitir que había un poco de razón en las insinuaciones de Pitkin. Había encontrado a los oriundos de Antares —humanoides verticales, esbeltos, de ojos amarillos, de piel como el ébano, llenos de gracia— poderosamente atractivos. No podía servirse del calificativo femenino para terminar la descripción. Sabía que semejante actitud había sido abandonada en las investigaciones sobre los límites culturales y étnicos; de hecho, el antariano le había advertido que las diferencias sexuales de la Tierra eran improcedentes en el sistema planetario de Antares, de tal manera que si Schwartz seguía empleando el acusativo femenino indiscriminadamente y por razones gramaticales, «ella» podía ser sólo considerado como el negativo de lo masculino, sin ninguna implicación biológica que concerniera a la feminidad.
—Ya te lo he dicho más de una vez —dijo pacientemente—. Para los habitantes de Antares los conceptos masculino y femenino no tienen la misma función que para nosotros. Si ocurre que percibimos al antariano como de sexo femenino ello es sólo el resultado de nuestra propia condición cultural. Si crees que tengo algún interés sexual en esa criatura, puedes creértelo con toda la razón del mundo, pero debo especificar que mi interés es puramente profesional.
—Seguro que sólo le buscas lo espiritual.
—Y no sólo yo. Ella también me estudia a mí. En su mundo de origen ocupa un puesto que se define como «observador-de-la-vida», que trasladado a nuestros términos parece aproximarse a lo que entendemos como antropólogo.
—Cuan encantador para ambos. Y un magnífico tema para discutirlo en la cama. Ella es tu primer alienígena y tú eres su primer judío.
—¡Deja de llamarla con pronombres femeninos!
—¡Pero si tú también lo estás haciendo!
—Mi abuelita me decía —murmuró con los ojos cerrados— que jamás me mezclara con economistas. Su pensamiento es confuso, su aliento pestilente, eso decía ella. También me puso alerta contra los de Yale. Corruptores del intelecto, los llamaba ella. Y mira por dónde, viajando a bordo de una nave espacial con quinientos alienígenas y un solo y único ser humano, éste resulta ser economista y de Yale para postre.
—Pues mira, macho: en el próximo vuelo viajas con tu abuelita, ¿eh?
—Muy bien —dijo Schwartz—. Pero basta ya de desbarrar. Y vete a contar tus planificaciones económicas y leyes del ahorro a cualquier otro. ¿Ves aquellos nativos de la Delta del Auriga? Pues déjate caer a su vera y cuéntales lo del producto nacional bruto y todo lo que sepas sobre los planes de desarrollo, anda y no me atormentes más. —Schwartz sonrió al antariano que se acercaba a él con un vaso que contenía una bebida de color azul iridiscente—. Vamos, quéjate —murmuró luego.
—No me he molestado —dijo Pitkin—. No quería fastidiarte. —Se alejó desapareciendo entre la gente.
—Los sirianos están bailando, Schwartz —dijo el antariano.
—Me gusta verlo. Es demasiado bello para ser real.
Schwartz se quedó mirando los ojos cítricos del alienígena vertical. Ojos de gato, pensó. Ojos de pantera. La mirada del antariano se dirigía, como era usual en él, a la boca de Schwartz: otros mundos, otros hábitos. Se sentía un extraño que temiera desear. Desear, ¿qué?, pensó. Era una sensación de pura necesidad, no específica, indudablemente asexual.
—Creo que voy a dar un paseo —dijo luego—. ¿Quiere acompañarme?
El cohete ha aterrizado en la isla de Papua. Schwartz, inclinándose sobre la baja mesa de cristal a un lado del vestíbulo del aeropuerto, se dirige a la azafata con tono vibrante.
—Mi vida estaba en crisis —dice—. Todos los valores en que había creído hasta entonces comenzaron a perder significado. Estaba descubriendo que la profesión que había elegido era algo vacío, algo absurdo, tan inútil como… como jugar al ajedrez.
—Qué horror —susurra Aurora coquetamente.
—Usted puede comprobarlo cuando quiera. Viaje por todo el mundo, frecuente un millar de aeropuerto cada año. Todo es igual en todas partes. La misma gente, la misma vestimenta, la misma jerga, los mismos almacenes, los mismos estilos arquitectónicos, la misma decoración interior…
—Es verdad.
—La homogeneidad internacional. El mundo bajo el santo patrón de la semejanza, la equivalencia y lo reproducido. ¡Productos manufacturados de todo el mundo, uníos! ¿Puede usted comprender lo que gustaría a un antropólogo un mundo que no hubiera perdido su primitivismo, Aurora? Estamos aquí sentados en un lugar de la isla de Papua (usted ya me entiende, cortadores de cabezas, animismo, tatuajes, tambores al anochecer, el hueso que taladra la nariz) y de pronto veo a los papúes en ropa de trabajo o con traje y corbata, como si esto fuera una factoría automovilística americana o europea. Y se les oye hablar de cadenas comerciales, tipos de interés, aranceles, béisbol, restaurantes de París y peluqueros de Johannesburgo. No hay la menor diferencia. En un solo siglo hemos transformado el planeta entero en un inmenso, sofisticado y plastificado estado industrial a la manera de occidente. Los satélites relevadores de TV., las dos horas de vuelo standard para los cohetes intercontinentales, el derrumbe del exclusivismo religioso y el tabú racial han convertido nuestra cultura en un membrete monoforme de correos. ¿No lo cree usted así? Si viaja al corazón de África le enseñarán máscaras de antiguos rituales… reproducidas en plástico. Si le apetece a usted visitar el Amazonas, verá allí ceniceros fabricados en Japón, a cada cual más pequeño. Recuerde lo que dicen los rusos sobre la expansión americana: no hay colonia sin dictador, ni hotentote sin transistor. Por todas partes la genuina sensibilidad norteamericana del chicle y la Coca-cola; el vendedor con garra, brillante porvenir, dos coches y veinticinco horas de trabajo al día; el sufragismo de frígidas y castradoras; el plástico, el vidrio y el festival de las elecciones presidenciales con algún que otro negro asesinado en el fervor patriótico. Desde Kalahari a Laponia, de las Salomón a las Canarias. ¿Se da usted cuenta de lo que ha pasado, Aurora?
—Es algo realmente terrible —dice ella con tristeza. La chica intenta por todos los medios mostrarse simpática y él sabe que ella no espera sino que acabe el sermón y la invite a pasar la noche en la habitación del hotel. Él quiere invitarla; pero no hay forma de detenerse una vez se ha empezado con un gran tema.
—La diversidad cultural ha desaparecido del mundo —continúa—. La religión está muerta, la poesía está muerta, el ingenio ya no existe, la individualidad está sepultada. Poesía. Escuche ésta —y se lanza a recitar con monótono son—:
Entre belleza voy caminando,
con ella en mi horizonte voy caminando,
con ella en mi recuerdo voy caminando,
con ella en torno a mi cuerpo voy caminando.
Todo acaba en la belleza,
todo en ella tiene su fundamento.
Su canto ha originado una densa atmósfera de silencio a su alrededor; las cabezas se han girado y los ojos interrogan.
—Navajo —dice—. El Camino de la Noche, un octavo día de la creación, una visión, un hechizo. ¿Dónde están ahora los navajos? Vaya a Arizona y ellos cantarán para usted por un precio módico; pero han olvidado el significado de lo que cantan, y acaso los que pueden cantar no sean sino la cuarta parte de los navajos, tal vez la octava parte. Muchos se han ido a México para trabajar en el cine haciendo de aztecas. Escuche —y de nuevo canta más penetrantemente que antes si cabe:
El animal corre, se agota, muere. Y sobreviene el frío.
El gran frío de la noche, noche de tinieblas.
El pájaro vuela, se agota, muere. Y sobreviene…
¡LOS EQUIPAJES DEL VUELO 411 DE LAS LINEAS AÉREAS JAPONESAS PUEDEN SER RETIRADOS EN EL DEPARTAMENTO CUATRO!, grita una irritante y metálica voz.
…el frío.
El gran frío de la noche, noche de tinieblas.
¡LOS EQUIPAJES DEL VUELO 411 DE LAS LINEAS AÉREAS JAPONESAS…
El pez nada, se agota, muere. Y…
—La gente nos está mirando —dice Aurora sintiéndose incómoda.
… EN EL DEPARTAMENTO CUATRO!
—Dejémosla que mire. Hagámosle ese favor. Lo último eran cantos pigmeos, de Gabón, en África ecuatorial. ¿Pigmeos? Ya no hay pigmeos. Todos tienen ya dos metros de estatura. Pero es lo que cantaban. ¿Y qué cantamos nosotros, los supercivilizados, los promotores de la cultura universal? Escuche. —Y comienza a gesticular con rabia señalando los altavoces adosados cerca del techo. Una charanga surge de los metálicos aparatos: canción de moda para cada mes, para cada estación, para cada festival de oligofrénicos. Con sorna imita algunos sonsonetes—: Te vas a enamorar, te vas a pasear… no te quiero por dinero… yo te quería al caer el día… a mí… para ti… La ponen en todos los aeropuertos, todos los televisores, todas las radios, todos los tontódromos del mundo. —Sonríe levemente. Las manos de ella buscan las suyas, las cogen; las aprietan. Pero él está aturdido. El gentío, las miradas, la charanga, la bebida. El plástico. Todo resplandeciente. Porcelana. Porcelana. El planeta vitrificado.
—¿Tom? —pregunta Aurora—. ¿Le ocurre algo?
La mira, le guiña un ojo, carraspea, tirita ligeramente. Oye su llamada de protección, pero ya su alma se aleja suavemente hacia la negrura de las galaxias.
Con el no-masculino antariano detrás de él, Schwartz miraba a través de uno de los paneles transparentes contemplando lleno de fascinación la seductora imagen de los sirianos ondulándose sinuosamente en la parte exterior de la nave. No todos los viajeros de esta travesía tenían una video-habitación tan cómoda como la suya. Los sirianos eran demasiado grandes para viajar a bordo; y, en cualquier caso, ellos jamás aceptarían encerrarse entre muros de metal. Viajaban adosados a lo largo de la nave espacial, calentándose como los mamíferos marinos con las radiaciones cósmicas, y manteniéndose sujetos al casco merced a la acción de un campo magnético confeccionado a propósito para los pasajeros cuya estatura y conducta étnica así lo exigiesen.
Schwartz contemplaba con admiración los movimientos de los sirianos, más allá de las sombras interiores de la nave, iluminados por el resplandor del propio cuerpo. Cegadores resplandores blancos, azules, destellos verdes, suaves penumbras de violeta, el ágil y majestuoso arco iris se desplegaba graciosamente como la esplendorosa cola de un pavo real, se distribuía en sólidas formaciones polícromas, o bien se agrupaba en perfecto y simétrico núcleo despidiendo, como por ensalmo, fuertes radiaciones purpúreas. Unas veces adoptaban el undívago ritmo de las aguas de un estanque, semejando el parpadeo de mil soles de infinitas tonalidades; otras, se lanzaban al encuentro de vertiginosas velocidades, dando vueltas, formando figuras geométricas, remedando la furia vivaz de los mágicos juegos pirotécnicos.
—Poseen una belleza peligrosa —susurró Schwartz—. ¿No oye usted su llamada?
—¿Qué es lo que dicen?
—Están diciendo: Ven hacia mí, ven hasta mí, vente conmigo…
—Vaya usted, en ese caso —comentó simplemente el antariano—. Puede usted salir a través de la escotilla.
—¿Y marchar al encuentro de la muerte?
—No. Para ir al encuentro de la siguiente encarnación. ¡Pobre y mísero Schwartz! ¿Tanto ama usted su cuerpo actual?
—Mi encarnación actual no es tan mediocre. ¿Cree usted que me gustaría desprenderme de ella para recibir otra?
—¿No es así?
—Claro que no —replicó Schwartz—. Es todo lo que poseo. ¿No ocurre de la misma forma con usted?
—Cuando llegue el Tiempo de la Entrega recibiré mi nueva morada. Y eso ocurrirá dentro de cincuenta años. ¿Creería usted que lo que está viendo no es sino la quinta encarnación que me ha sido concedida?
—¿Será la próxima tan hermosa como la que ahora veo?
—Cualquier forma es hermosa —dijo al antariano—. ¿Me encuentra usted atractivo?
—Naturalmente.
El antariano guiñó un ojo y movió la cabeza señalando el panel transparente.
—¿Tan atractivo como ellos?
—Sí. De una manera algo diferente —sonrió Schwartz.
—Si yo estuviera ahí fuera —preguntó el antariano con graciosa vanidad—, ¿abriría usted la escotilla y saldría al espacio?
—Puede. Si me proporcionaran un traje espacial y me instruyeran sobre el modo de usarlo.
—¿No de otra manera? Suponga usted que salgo ahora mismo. Podría permanecer vivo en el exterior cinco, diez, quizá quince minutos. Estoy en el exterior y digo: Ven hacia mí, Schwartz, ven hasta mí. ¿Qué haría usted?
—No creo tener impulsos autodestructivos.
—¡Sería morir por amor! Obtener la reencarnación en nombre de la belleza.
—No, lo siento.
—Si ellos se lo pidieran —dijo el antariano señalando a los sinuosos sirianos—, usted iría.
—Me lo están pidiendo.
—¿Y rechaza usted la invitación?
—Llego hasta ese extremo.
Ambos rieron brevemente.
—Nuestro viaje durará aún algunas semanas más —dijo el antariano—. Uno de estos días… creo que saldrá usted al exterior a buscar a los sirianos.
—Ha estado usted inconsciente por lo menos cinco minutos —dice Aurora—. Nos asustó a todos. ¿Está seguro de que puede dar la conferencia esta noche?
Schwartz cabecea.
—Estaré bien dentro de poco —dice luego—. Me encuentro un poco cansado. Eso es todo. He tenido demasiado ajetreo esta semana.
Ambos permanecen en la terraza de la habitación del hotel de Schwartz. Ya se anuncia la noche en el umbrío crepúsculo. Aunque es pleno invierno en el hemisferio sur, puede apreciarse en el ambiente circundante el perfume de la flora tropical. Las estrellas tempranas, menos perezosas que el resto, comienzan a aparecer. Atareado por los problemas relativos a la antropología, nunca ha llegado a saber Schwartz el nombre de las estrellas que saludan la inmersión del sol en el océano. Aquélla puede ser Rigel, piensa. Y aquella otra, Sirio, y quizá la de más allá no sea otra que Alfa de Centauro. ¿Y ésta de aquí? Tal vez la roja Antares, en el centro del Escorpión, o solamente el belicoso Marte.
Después de su desmayo en el aeropuerto sólo se ha sentido capaz de formular las excusas pertinentes al personal de recepción y denegar con toda la amabilidad que pudo el ofrecimiento del oficioso café con leche; necesitando un urgente descanso, se trasladó rápidamente al hotel, donde le han servido algunos bocadillos en la habitación à deux. Dentro de dos horas vendrán a buscarlo y lo conducirán a la Universidad. Aurora lo mira en silencio. Quizá está preocupada por su salud o tal vez espera que Schwartz se reponga lo suficiente como para empezar a ponerle las manos encima. Hay tiempo para eso más tarde, piensa para sí. Ahora prefiere hablar.
—Durante mucho tiempo yo no comprendía lo que estaba ocurriendo. Crecí un tanto aislado, separado del mundo que me rodeaba. Un vulgar muchacho neoyorquino, con la particularidad de estar poseído por una insatisfecha sed de cultura y el afán de las ratas de biblioteca. Me dedicaba a leer toda la literatura antropológica clásica, Modelos de la Cultura, Crecimiento y desarrollo en Samoa, Vida de una tribu sudafricana, Antropología estructural, y todo lo demás. Y yo soñaba con hacer expediciones para recoger mitos, leyendas, restos de antiguas escrituras y utensilios. Pero llegó el día en que cumplí los veinticinco años, me introduje en los círculos afines y descubrí que me había interesado por una ciencia muerta. Nuestra cultura universal se había convertido en uniforme, con algunas leves variaciones, pero sin diferencias básicas: nada genuino, primitivo y útil para el estudio quedaba ya en la Tierra, y no había otros planetas. No los hay. Planetas habitados, quiero decir. No puedo ir a Marte, o Venus, o Saturno para estudiar el comportamiento y la cultura de los nativos. ¿Qué nativos va a haber allí? Y si los hubiera, de seguro que están domesticados por los frigoríficos americanos y las cámaras fotográficas japonesas. No hay planetas, pues. Y no podemos alcanzar las estrellas. Todo cuanto tengo para trabajar es la Tierra. Tenía treinta años cuando tomé plena conciencia del hecho y advertí que había desperdiciado mi vida.
—Pero debe haber algo todavía sobre lo que pueda trabajar usted en la Tierra —dice ella.
—Una cultura desarraigada y homogénea. Ése es el campo de trabajo del sociólogo, no el mío. Yo soy un romántico, un forjador de historias, un buscador del umbral de lo exótico que desea lo que es extraño y diferente. Mire, nosotros jamás tendremos una perspectiva real de nuestro tiempo y nuestra forma de vida. El sociólogo lo intenta, pero lo único que obtiene es un cúmulo de datos aburridos. La clarificación, la síntesis profunda viene más tarde, dos, cinco, diez generaciones más tarde. Una de las formas de estudio que hemos llegado a aprender para el conocimiento de nosotros mismos es la investigación comparada, la investigación de culturas ajenas a la nuestra, una investigación completa que pueda definirnos en virtud de lo que no somos ni tenemos. Ése es el beneficio de la diversidad. Las culturas deben permanecer aisladas, puras, incorruptas, incontaminadas, inmaculadas. Ese aislamiento, en el sentido que le daba Heisenberg, es destruido por el mismo antropólogo cuando las cerca, las asfixia con su cámara fotográfica, su equipo científico, sus cuestionarios de preguntas al buen salvaje; pero incluso esto puede compensarse, más o menos, cuando nos limitamos a la observación y la dilucidación de las causas. En cambio, no compensa de ningún modo el que nuestra cultura acabe absorbiendo una cultura distinta, la influya y la condicione. Y eso es lo que nosotros, nuncios de la tecnocracia, del desarrollo a mansalva y la superproducción, hacemos por todas partes. Un día desperté y vi que ninguna extraña cultura había. ¡Oh, Hali! ¡Pavorosa revelación! ¡El fin del trabajo de Schwartz!
—¿Qué es lo que hizo usted?
—Durante años viví aturdido por el miedo. Cavilé, estudié, fui a todas partes, en todas direcciones, sabiendo siempre, sin embargo, que todo era un completo absurdo. Todo cuanto hacía se limitaba a recoger los registros que de otras culturas habían dejado otros antropólogos más viejos y afortunados, intentando con ellas la penetración de nuevos significados. Eternamente el juego del comentarista, el anotador, el escoliasta, el observador de observaciones, y ni siquiera con mejores herramientas, sino condenado siempre a las fuentes de segunda mano: observador de fósiles era yo en vez de palpador de evidencias. Paleontología. Los dinosaurios son interesantes, pero ¿qué pueden ellos informarnos? Tan sólo que son un montón de huesos secos, Aurora, solamente huesos secos. Era desesperante. Y de pronto, una pista, un indicio de algo. Tenía una estudiante nigeriana, una ibo (bueno, tal vez ibo básicamente, aunque había algo, según ella, de israelita, y también de china, a mi juicio), y colaborábamos estrechamente, tan estrechamente que acabé contándole mis cuitas. Le dije que iba a enviar a la porra la antropología porque no era lo que yo había esperado que fuese. Me contestó que no tenía derecho a indisponerme con un mundo que tampoco tenía que estar a mi servicio. Sonriéndose, insinuó que podía rehacer mi vida ya que no podía rehacer el mundo. Le pregunté que cómo podía hacerlo. Me contestó: Mira en tu interior, encuentra al primitivo en ti mismo, observa la causa que te obliga a ser como eres, lo que fuerza a la cultura de hoy a ser como es, y advierte de qué manera ambas causas, ambas fuerzas, han surgido y caminado juntas. Nada hay perdido, sino solamente oculto. Eso es lo que me hizo pensar. Lo que me proporcionó una nueva forma de ver las cosas. Lo que me llevó a indagar en mi interior. Me llevó tres años encontrar las estructuras básicas, adquirir un conocimiento profundo de lo que nuestro planeta había llegado a ser. Y sólo después de esto acepté al planeta…
Le parece ahora que ha estado hablando eternamente. Hablando. Hablando. Y sin embargo, ni alcanza a oír su propia voz. Sólo percibe un lejano susurro, un distante zumbido.
—Después de esto acepté…
Un distante zumbido.
—¿Qué es lo que estaba diciendo?
—Que después de aquello usted aceptó el planeta…
—Después de eso acepté el planeta —continúa—, es decir, que podía comenzar… —Un zumbido. Zumbando el zumbido—. Es decir, que podía comenzar a aceptarme a mí mismo.
También se sentía atraído por los sirianos, no tanto por ellos mismos —que no eran sino caracteres oblicuos, elípticos, contenidos, autosatisfactores, narcisistas casi, difíciles de abordar— como por el sortilegio que los acompañaba, la aparente droga psicodélica que parecían tomar de alguna forma sacramental antes de iniciar cada una de sus interminables danzas rituales. Cada vez que los veía tomar la aleve y grácil droga, se dijera que también se la ofrecían a él, que lo estaban invitando, tentándolo con una participación que empero no surgía de sus bocas. Y se sentía seducido, se sentía absorbido.
Había a bordo un trío de sirianos, esbeltas criaturas de dos metros y medio de altura, dotados de flexible cuerpo cilíndrico y labios levemente alargados y rematados en cono truncado. Su piel era reptilesca, seca y blanda, de un verde intenso y surcada por bandas amarillas; sin embargo, los había de otros colores. Sus ojos, por el contrario, eran inquietantemente humanos, de mirada líquida y oscura, con la melancolía y el desamparo característicos de los ojos mediterráneos, esos ojos de vagabundo medieval, goliardo, aventurero y juglar, que por algún encantamiento podían transformarse en serpientes. Schwartz había hablado con ellos algunas veces. Como todas las especies galácticas, entendían el inglés bastante bien; Schwartz fantaseó sobre la posibilidad de que tal idioma pasara a convertirse en la lingua franca interestelar, como había ocurrido en la Tierra; pero la conformación de los órganos vocales de los sirianos era tal que no había manera de que pudieran articular los sonidos correcta e inteligiblemente, por lo que iban siempre acompañados de un accesorio mecánico encargado de corregir semejante dificultad.
Cautamente, la tercera o cuarta vez que tuvo ocasión de hablar con ellos, manifestó por la droga un interés salpimentado de cortesía. Le dijeron que les facilitaba el contacto con las fuerzas centrales del universo. Él replicó que tales drogas también existían en la Tierra, que eran usadas frecuentemente y que ayudaban a penetrar en el funcionamiento del cosmos. Ellos mostraron cierta curiosidad al respecto, incluso una curiosidad que poco faltó para ser intensa; auscultando sus ojos no se obtenía gran cosa, y menos todavía prestando atención al tono de sus palabras. De su elegante cartera de cuero sacó una caja para drogas y les mostró lo que confirmaba su afirmación: psilocerebrina, siddhartina, peyote sintético y ácido lisérgico. Describió sus efectos y sugirió la posibilidad de un intercambio, una dosis de las suyas por un equivalente de la arrugada naranja fungiforme que ellos tomaban. Consultaron entre sí. De acuerdo, dijeron, harían el intercambio. Pero no ahora. No hasta que no llegara el momento apropiado. Sin preguntarles, Schwartz intuyó cuándo sería el momento apropiado de que hablaban. Les dio las gracias y guardó sus drogas.
Pitkin, que había observado la negociación del trato desde la otra punta del largo sofá, se le acercó furiosamente nada más marcharse los sirianos.
—¿Qué es lo que has hecho? —preguntó.
—No sabía que te interesaras por algo más que tus propios asuntos —respondió Schwartz amablemente.
—Has estado canjeando pastillas con esos lagartos, ¿no?
—Llamémosle terreno de investigación.
—¿Investigación? ¿Dices investigación? ¿Llamas investigación a coger el gran colocón con esas cagarritas anaranjadas? Porque eso es lo que piensas hacer, ¿me equivoco?
—Puede que lo haga —dijo Schwartz.
—¿Y qué sabes tú sobre los efectos que puede provocar en el metabolismo humano? Puedes quedarte ciego, o paralítico, o loco, o…
—… o iluminado. Pero son los gajes del oficio. El primer antropólogo que no dudó en probar peyote, yage o ololiuqui aceptó correr los mismos riesgos que puedo correr yo.
—Pero las drogas que mencionas son drogas humanas. Oh, Schwartz, ¿no hay forma de decirte lo que representa el uso de…? Investigación dices. Investigación.
Pitkin se le quedó mirando con cierto desprecio. Schwartz, por su parte, también tomó la defensiva ante la insistencia del otro.
—¡So drogado!
—¡So economista!
Esta vez se trata de un edificio decente, con capacidad para tres mil personas. El edificio de la Universidad tiene forma de herradura y los asientos del salón de conferencias no son de plástico. Schwartz, en el estrado, tiene junto a sí algunas minúsculas cámaras que proyectan su figura y su voz a toda Papuasia y parte de Indonesia. Erguido bajo un foco que traza una frontera algo más que material, Schwartz parece un semidiós. Se encuentra ya en forma, sus ademanes son naturales y llenos de energía, sus ojos se encuentran en la disposición de dirigir una orquesta, las palabras fluyen libremente.
—Sólo un planeta —está diciendo—, un pequeño y mísero planeta sobre el que todas las culturas han convergido en una monótona y deprimente similitud. ¡Cuánta tristeza encierra esto! ¡Cuan diminutos nos volvemos cuando hacemos que el otro se nos parezca! —Alzó las manos—. ¡Contemplad las estrellas, las inalcanzables estrellas! ¡Imaginaos, si podéis, los millones de mundos que orbitan los chisporroteantes soles ubicados más allá de las tinieblas de la noche! Especulemos juntos sobre otros pueblos, otras conductas, otros dioses. Seres de cien mil formas imaginables, extraños en apariencia pero no grotescos, no repulsivos, pues toda vida es belleza; seres que respiran gases extraños para nosotros, seres de inmenso tamaño, seres de muchos miembros o de ninguno, seres para quienes la muerte es la divina culminación de la existencia, seres que nunca mueren, seres que conciben mil hijos de una vez, seres que no se reproducen… ¡todas las infinitas posibilidades de este infinito universo nuestro!
»Quizá sobre cada uno de esos mundos ha llegado a ocurrir lo que en el nuestro: una especie inteligente única, una cultura única, la eterna convergencia. Pero sucede como cuando nuestro mundo estaba formado por un millón de pueblos distintos. Muchos mundos juntos componen un vasto panorama de variedad. Y ahora: ¡compartid esta visión conmigo! Veo una nave que surca el espacio de estrella en estrella, un cosmotransbordador del futuro. Y a bordo de la nave hay ejemplares de muchas especies, muchas culturas, innumerables puntos de vista, tantos como puedan componer una minúscula muestra de la ciclópea diversidad de la galaxia. Esta nave es como un pequeño cosmos, un mundo reducido y cerrado. ¡Qué excitante estar en el interior de esa nave privilegiada, comprobando en tan pequeño instrumento tanta variedad de sonidos! Nuestro propio mundo fue en cierta ocasión como esta nave espacial, un cosmos en pequeño, que contenía miles de culturas específicamente terrícolas, Azteca y Esquimal, Guanche y Bantú, y un inmenso etcétera. En el curso de nuestro viaje hemos podido comprobar la excesiva riqueza de lo diverso, lo múltiple, lo vario, Y, paralelamente, el sentimiento de pobreza que nos… —Repentinamente se detiene. Se siente débil y le falla el terreno—. La pobreza que nos posee… —La luz tan fuerte, piensa. En mis ojos. No la había notado antes tan deslumbrante, pero ahora me está cegando. Tienen que moverla—. En el curso de nuestro viaje… de nuestro viaje… —¿Qué es lo que me ocurre? Ahora estoy sudando. Dolor en mi pecho. ¿El corazón? Espera, más lento, qué difícil es respirar. Esa luz en mis ojos…
—Dígame —dijo Schwartz seriamente—, ¿qué le gustaría saber, conocer, experimentar si usted tuviera diez cuerpos sucesivamente y una vida de más de mil años?
—Dígame usted antes —replicó el antariano— lo que le gustaría saber y conocer y experimentar si viviera más o menos noventa años y no contara más que con una vida, después de la cual sólo habría muerte eterna.
Continúa como puede. El dolor en el pecho aumenta en intensidad, no puede fijar los ojos en ningún punto, cree que va a perder el conocimiento de un momento a otro e incluso que lo ha perdido ya al menos una vez; sin embargo, continúa. Sujetándose a la mesa comienza a esbozar el programa que desarrollara en La máscara bajo la piel. Un renacimiento de las formas tribales de organización social sin que ello suponga la revitalización del malsano nacionalismo. Una búsqueda de un nuevo sentido de relación con el pasado. Una enérgica reducción de las pseudocomunicaciones guiadas por el lujo, principalmente el turismo organizado, barato o caro, concebido como relajamiento y snobismo. Fuertes impuestos para la exportación de productos no culturales, como películas comerciales y espectáculos de entretenimiento, y protección aduanera para las investigaciones científicas en exclusiva. Una propuesta de creación de unidades culturales independientes —casi un programa de política cultural: corporaciones entrópicas federativas—, recuperadas nuevamente, con un mantenimiento de los niveles actuales de independencia económica y política. Abandono del culto a la mitología industrial tecnológica. Nuevas investigaciones sobre los significados esenciales. Una revitalización étnica, antes de que sea demasiado tarde, entre aquellas culturas vivas que sólo recientemente han cambiado sus formas tradicionales. (Repite y reincide sobre este punto en particular en beneficio del auditorio papú, compuesto en su aplastante mayoría por descendientes de caníbales).
El malestar y la confusión van y vienen mientras expone sus tesis. Construye su sistema recuperativo, grita por el exterminio de la Homogeneidad Terrícola, y gradualmente se siente abandonado por los síntomas físicos que lo aturden, aunque permanece una débil sensación de vértigo. Como réplica, una nueva variante patológica viene a enturbiar su peroración. Su voz, al menos para él mismo, deviene una prédica en el desierto, una lamentación de enloquecido Jeremías, una inútil advertencia frente a oídos que se mantienen incólumes. Se entristece ante la eterna repetición de las ovaciones finales, fruto de una atenta audición, pero de un exiguo aprendizaje. Sus convicciones sólo sirven para cubrir las necesidades culturales de un auditorio que, fuera del progresismo que representa su presencia en el lugar, no presta la menor atención al programa práctico por él propuesto. Todo esta noche parece hueco, mecánico, absurdo. ¿Una revitalización étnica? ¿Iba el auditorio a volver a vestirse de plumas, vivir en chozas y alimentarse con carne de antílope cazado a pedradas? Su nave espacial es sólo producto de su fantasía y su sueño de una Tierra de facetas culturales múltiples mera divagación cuasienfermiza. Lo que ahora es, es justamente lo que debe ser. Y todavía, en el colmo de su ingenuidad —no por ingenua inconsciente—, continúa extrayendo conclusiones. De nuevo vuelve a la nave espacial, de nuevo se recrea en su horda de seres heterogéneos, de nuevo configura su metáfora de las diversidades culturales amenizándola con episodios gratos a la erudición humanística. Y luego recita cantos folklóricos de los navajos, de los pigmeos de Gabón, los salvajes del Amazonas, las tribus siberianas. Cimenta su prestigio, pero todo sigue igual. Cascadas de aplausos lo engullen al final. Luego, se sienta y permanece así hasta que algunos miembros del comité patrocinador del acto acuden en su ayuda. Han advertido su agotamiento. Murmura algunas palabras de disculpa, cualquier comentario sobre la luz que caía demasiado directamente sobre él. Aurora está a su lado. Le alarga un vaso que contiene algún licor, algo frío. Dos de los miembros del comité patrocinador le hablan de una recepción en el Aula Verde.
—Magnífico —responde Schwartz—. Me sentiría muy halagado.
Aurora murmura una protesta, pero él hace aspavientos.
—Mi obligación —le dice— es tomar contacto con los líderes de la comunidad. Además, ya me siento mejor. Sinceramente. —Sin embargo, está temblando cuando se deja conducir al exterior.
—Un judío —dijo el antariano—. Usted dice que es judío, pero ¿qué es exactamente un judío? ¿Un miembro de algún clan, de alguna tribu, de algún linaje, de algún partido? ¿Puede usted explicármelo?
—¿Entiende usted lo que es una religión?
—Naturalmente.
—Pues bien, el judaísmo es una de las mayores religiones terrícolas. Una de las tres religiones monoteístas mayoritarias, junto con el cristianismo y el mahometanismo.
—¿Es usted un sacerdote?
—Ni mucho menos. Ni siquiera practico el judaísmo. Pero sí mis antepasados, razón por la cual me considero judío…
—Así, pues, una religión hereditaria, pero ¿no exige de sus miembros la observancia de sus ritos?
—En cierto sentido —dijo Schwartz, dispuesto a decirlo todo—. Pero más bien se trata, hoy en día, de un subgrupo que posee una específica herencia cultural y que aparece rodeado de una aureola religiosa actualmente no tan importante.
—Vaya. ¿Y qué es lo que diferencia a los judíos del resto de la humanidad?
—Bueno… —Schwartz dudaba—, hay un código bastante complicado, está el rito de la circuncisión para los nacidos varones. El rito de la entrada en la adolescencia de los varones, el lenguaje particular de nuestras escrituras, una lengua vernácula que todos los judíos del mundo entero, más o menos, entienden bastante bien, y toda una gama de pequeños, pero peculiares rasgos que van desde un cierto sentido de clan hasta una típica forma de humor autodepreciativo…
—¿Y usted observa el código predicho, entiende el particular lenguaje de las escrituras?
—No exactamente —admitió Schwartz—. De hecho yo no hago nada que sea específicamente judío, excepción hecha de considerarme como tal y adoptar en consecuencia muchos de los hábitos que se consideran característicos de la personalidad judía, la cual, hablando en puridad, no posee esas características en exclusiva, pues de igual manera se pueden encontrar entre los italianos y entre los griegos. Naturalmente, me refiero a italianos y griegos del siglo XX. En la actualidad… —Todo comenzaba a presentarse confusamente—. En la actualidad…
—Se dijera —apuntó el antariano— que usted es judío sólo porque los genes recibidos de su padre y de su madre eran judíos, genes que a su vez…
—Ni siquiera eso. No al menos en lo que respecta a mi madre. Sólo mi padre era judío, y aun así también lo era por parte de padre. Es más, ni siquiera mi abuelo observaba las costumbres, y…
—Creo que es demasiado embrollado —concluyó el antariano—. Más bien parece tema de una investigación científica. Hablemos ahora de mis tradiciones. El Tiempo de la Entrega, por ejemplo, puede ser considerado como…
En el Aula Verde, nada más entrar Schwartz, ochenta o cien distinguidos papúes se lanzan sobre él felicitándolo.
—Ha sido magnífico, exquisito, sin igual —le dicen.
—El panorama de una catástrofe global.
—Nuestra última oportunidad de salvar la cultura.
La piel de estos personajes ofrece un tinte achocolatado pero sus rostros ocultan a duras penas el popurrí genético que revela su origen. Tal vez ellos se consideran puros herederos de sus ancestros de la misma manera que él se considera judío, pero sin duda sus organismos han sido alimentados con cromosomas procedentes de los chinos, los japoneses, los europeos, los africanos, en fin, de todo el mundo. En resumen, no son sino muestras del Contemporáneo Internacional. Es más, se complacen en hablar el inglés estandarizado, el aprendido en las películas de televisión, el inglés coloquial. Schwartz se siente poseído por el asco y el cansancio.
—Parece usted aturdido —susurra Aurora.
Schwartz sonríe intentando un gesto enérgico. Un cuerpo fosilizado ya. Un cerebro como muerta ceniza. Ahora está siendo presentado al caudillo de una tribu, alto, de grises cabellos, que tiene el hablar y la apariencia de un profesor, un leguleyo, un banquero. ¿Y esta gente debe volver a las colinas para la ceremonia de la cosecha del ñame? ¿Abandonarían a las hembras recién nacidas con el cordón umbilical sin cortar y llenas de mugre, si así lo exigiera la economía de nacimientos de los padres? ¿Entrarían los jóvenes en las comunidades masculinas y se entregarían al aprendizaje del iniciador que escarificaría su piel con dientes de cocodrilo? Pero los cocodrilos han desaparecido y los chamanes se han convertido en corredores de bolsa.
Repentinamente se queda sin respiración.
—Lléveme fuera de aquí —murmura dificultosamente a Aurora.
Ésta, con la servicial eficiencia de toda azafata, lo conduce entre la gente. Los patrocinadores, un tanto asombrados, corren en su ayuda. Le proporcionan un vehículo y por fin regresa al hotel. Aurora le ayuda a acostarse. Comprendiendo la situación, extiende la mano hacia ella y la atrae hacia sí.
—No te preocupes —dice ella—. Estás muy agotado hoy.
Él insiste. La rodea con los brazos y la tiende en la cama junto a él, poseyéndola con agilidad, con furia, agitándose unos cuantos minutos hasta acabar exhausto, estupefacto.
Ahora, vestida la chica con una holgada bata, acaricia la frente de Schwartz instándole a descansar.
—Tráeme las píldoras —dice él.
Pide siddhartina, pero ella, deliberadamente o tal vez por equivocación, le da un somnífero que él toma sin rechistar. Sin embargo, aún transcurren algunas horas antes de conseguir el sueño.
Schwartz sueña que está en el aeropuerto, subiendo al cohete que debe llevarlo a Bangkok; instantáneamente; llega a Bangkok, parecido a Port Moresby, sólo que un poco más húmedo. Desarrolla una charla ante una horda de entusiasmados siameses, mientras los cohetes surcan el cielo como cabellos metálicos que formaran la moderna cabellera del empíreo. Los siameses se desdibujan y se convierten en japoneses, que se transforman en mongoles, que se transforman en iraníes, que se transforman en sudaneses, que se transforman en zambianos, que se transforman en chilenos, y todos son semejantes entre sí, espantosamente semejantes, espantosamente semejantes, espantosamente semejantes…
Los sirianos planeaban sobre él, ondeando sinuosamente como cobras dispuestas a lanzarse sobre la presa. Sin embargo, sus ojos cálidos y licuados estaban llenos de simpatía, de amor incluso. Él podía experimentar perfectamente el rubor de su compasión. Sin lugar a dudas, de haber estado dotados de músculos risorios, sus labios hubiéranse distendido en una amplia y amable sonrisa.
Uno de los alienígenas se curvó. El pequeño ingenio que facilitaba la traducción flotó hacia él como una medalla. Entrecerró los ojos, concentrándose tanto como podía en descifrar las palabras que le dirigían a través del aparato.
—… ha llegado. Podemos…
—Otra vez, por favor —dijo Schwartz—. No he podido captar todo lo que me están diciendo ustedes.
—El momento… ha llegado. Podemos… realizar el intercambio de sacramentos ahora.
—¿Sacramentos?
—Drogas.
—Las drogas, claro. Naturalmente. —Schwartz echó mano de su cartera. Sintió el frío contacto del blando cuero. ¿Cuero? Piel de serpiente, quizá. O algo parecido. Las enumeró—: Aquí tengo siddhartina, psilocerebrina y ácido lisérgico. Escojan.
Los sirianos apartaron tres siddhartinas azules.
—Perfecto —dijo Schwartz—. Las más importantes de todas. Y ahora…
El más alto de los sirianos le alargó un pedazo de naranja fungiforme del tamaño de la uña del pulgar de Schwartz.
—Es la dosis equivalente.
—¿Equivalente a todas las pastillas que han escogido ustedes o solamente a una?
—Equivalente tan sólo. Le proporcionará la paz.
Schwartz sonrió. Hubo un tiempo en que había que responder a las preguntas y otro para la acción decidida. Así, Schwartz se tomó el hongo con un poco de agua.
—¡Espera! —gritó Pitkin, apareciendo repentinamente—. ¿Qué vas a…?
—Demasiado tarde —dijo Schwartz con serenidad, tragándose la droga siriana con un voluptuoso eructo.
Las pesadillas se suceden. Circula por el planeta al igual que el Judío Errante y el Buque Fantasma, de aeropuerto en aeropuerto, embarcado en un viaje sin fin que le lleva desde ninguna parte a ninguna otra parte. Comités de recepción le salen al paso y lo conducen a su hotel. A veces los miembros del comité resultan ser individuos contemporáneos, con caras standard, vestimentas standard, exhibiendo todos los detalles del modélico híbrido que se ha convertido en el patrón imitable de la humanidad; en cambio, en otras ocasiones puede verlos como rigurosamente adaptados a la más pura de las etnias particulares que en otro tiempo poblaron la Tierra, aunque también sus rostros están estandarizados detrás de la apariencia, de manera que por más que la jerga utilizada corresponda al habla de Uganda, o Tierra del Fuego, o Nepal, considera Schwartz que la mascarada toma visos de inauténtica, deshonesta y miserable aunque le concede cierta realidad en los engañosos elementos exhibidos. Así, se mantiene todavía poseído por la desesperanza. Y suda, delira, se despierta, sufre los embates de la fiebre. Los brazos de Aurora lo acunan con presteza. Incoherentes frases surgen de sus trémulos labios y ella le susurra con suavidad dulces palabras con la boca sobre su frente. Schwartz conjetura en su semidelirio que está bajo alguna especie de depresión: una nueva crisis de valores, una quiebra en la síntesis filosófica que lo había mantenido en pie durante los últimos años. Se siente encadenado a una rueda, y gira, gira, gira sin cesar, atraviesa los continentes, visita todos los puntos del planeta, pero no llega a parte alguna. No existe lugar alguno al que poder dirigirse. No. Hay uno, tan solo uno donde puede encontrar la paz, donde el universo puede convertirse en lo que él quiere que se convierta. Vete allí, Schwartz. Ve y permanece tanto tiempo como puedas.
—¿Hay algo que pueda hacer? —pregunta Aurora, Y luego—: Toma esto —y le alarga unas pastillas. De nuevo tranquilizantes. Muy bien. Muy bien. Le ayudarán a ir al lugar que se ha convertido en su meta. El mundo se ha vuelto de porcelana. Siente su piel como si fuera un caparazón de plástico. Vámonos lejos, lejos, lejos, hacia la nave. ¡A la nave!
—Muy lejos… —murmura, y se deja arrastrar.
Los sirianos, fuera de la nave, giran y se retuercen en su danza ritual mientras, ingrávidos y etéreos, se lanzan hacia el filo de la galaxia a una velocidad nueve veces mayor que la de la luz. Se mueven con una gracia que sorprende al considerar el tamaño de sus cuerpos. Un deslumbrante chorro de luz surgido del centro del universo golpea sus carnaduras multicolores y estalla un bombardeo de cientos de facetas y tonalidades ultra-rojas, infra-violetas, exo-gualdas, intro-azules, supra-verdes, aero-púrpuras. El cosmos entero resplandece en su gloria cromática. Una límpida nota musical surge de las remotas distancias, se acerca, toma cuerpo, se aproxima y deviene auge sonoro en infinito crescendo. Schwartz se siente traspasado por violentas y orgiásticas sacudidas de felicidad y belleza como nunca en su vida le ocurriera.
A su lado se encuentra el melado y cautivador antariano. Ella —definitivamente ella, sin ninguna duda posible, ella— posa una mano en su brazo y le susurra:
—¿Desea usted ir hasta ellos?
—Sí. Sí, indudablemente.
—Yo también. Dondequiera que usted vaya. Cuando usted lo desee.
—Ahora —dice Schwartz. Busca la manivela y abre la escotilla. Mira al exterior contemplando el costado brillante de la nave.
—Nunca —dice la antariana mirándole profundamente a los ojos—, nunca me has preguntado por mi nombre. Mi nombre es Aurora.
Y ambos salen al espacio a través de la escotilla.
La tiniebla les recibe gentilmente. No hay angustia, no hay vértigo, no hay temor. Él está envuelto por un regio manto de colores, por infinitos haces de luces dispersas, como si se encontrara en las entrañas de la aurora. Él y Aurora se deslizan hacia los sirianos, que los reciben con amables muestras de bienvenida y jubilosos gritos. Aurora ensaya la danza, moviendo sus gráciles brazos y melódicas piernas Con extravagante facilidad; se dijera que ha sido creada para la danza. Schwartz se dispone a imitarla, pero antes sus ojos se vuelven buscando la mole de la nave espacial que se destaca contra el oscuro fondo del universo. Y con voz que retumba por todos los rincones del cosmos, llama:
—¡Venid, amigos míos! ¡Venid todos! ¡Venid a danzar con nosotros!
Y todos comienzan a salir por la escotilla, infinita procesión de seres procedentes de todos los mundos, viajeros de Fomalhaut, de Aldebarán, de Arturo, de la Polar, del Can, de Rigel, cientos y miles de criaturas estelares despojadas de sus cadenas, todos, todos los creados, todos los concebidos, todos los imaginados, incluso Pitkin, cada cual extendiendo amablemente sus brazos, sus tentáculos, sus zarcillos, lo que fuere, extendiéndolos y cogiéndose el uno al otro de la mano, enlazándose hasta formar un inmenso, colosal, inconmensurable anillo de luz que atraviesa el espacio, cada cual poseído por la cósmica armonía, cada cual danzando. Danzando. Danzando. Eternamente danzando.