I

Mientras Bronson conducía el auto por la amplia curva que dibuja la carretera frente a Cramden Hall, comenzó a apoderarse de mí la sensación de que algo había cambiado en el lugar del que tanto tiempo me ausentara. No obstante, no tardé mucho en advertir la causa.

—La sófora ha desaparecido —dije.

—Fue barrida por un fuerte viento hace algunos años —dijo Bronson—. Ocurrió una noche; poca cosa, sin embargo.

Aparte de este detalle nada había fuera de lugar. Coon Creek no parecía haber experimentado el paso del tiempo. Permanecía erguido como una pesada mole, algo desvencijada y buscando la humildad de los que pretenden pasar desapercibidos.

—Fue una suerte —siguió Bronson—. Nunca encajó del todo en el conjunto. Era un poco extravagante para mi gusto.

El vehículo llegó hasta la columnata del pórtico y se detuvo.

—El viejo Prather te espera —dijo Bronson—. Entra tú mientras aparco y traslado tu equipaje.

—Gracias por el paseo —dije—. Ha pasado mucho tiempo, Bronson.

—Quince años, tal vez veinte. Ninguno de nosotros volverá a ser joven. Tú nunca volviste por aquí.

—No, no lo hice.

El vehículo comenzó a moverse y, mientras salía de mi campo de visión, advertí que había sufrido una equivocación. La sófora no había desaparecido; por el contrario, todavía permanecía allí. Extendida como una parra a la luz del crepúsculo, exactamente como había sobrevivido en mi recuerdo, se erguía en el parque delimitado por el arco de la carretera; un pino se levantaba en el punto que correspondía con el más cerrado de la curva; al otro extremo corría un desparramado tejo.

—Charles —dijo una voz a mi espalda—, me alegro de verlo, Charles.

Me volví y contemplé al viejo Prather que descendía los peldaños hacia mí.

Fui rápidamente a su encuentro y ambos permanecimos allí por unos momentos, mirándonos el uno al otro a la luz agonizante del ocaso. No había cambiado demasiado: un poco más viejo, tal vez, algo más decaído en su conjunto, pero el mismo aspecto rígido que conservaba desde que abandonara el ejército. De su cuerpo se desprendía el habitual olor a polvo de tiza; estaba tan imponente como siempre y sin embargo, pensé al mirarlo, con un algo de la en él desusada amabilidad que sin duda le confería la madurez.

—Esto está como de costumbre —dije—. Excepto la sófora.

—Sí, el diablo se llevó aquella cosa tan cargante —respondió—. Su desaparición nos quitó un peso de encima, puede usted creerme.

Ascendimos juntos la escalera.

—Ha sido un detalle por su parte el haber venido —dijo—. Mientras lo localizábamos no estábamos del todo seguros de su venida. Compréndalo, por teléfono no podía especificar las razones.

—Estaba ansioso por venir —dije—. No deseaba otra cosa. Al menos desde que fui expulsado del Centro de Investigaciones sobre el Tiempo.

—Pero de eso hace ya dos años. Y usted no fue expulsado.

—No dos años, sino tres —aclaré— y, hablando en plata, fui echado a puntapiés.

—La cena, creo, estará ya lista —dijo—; hemos preparado una cena a propósito. El viejo Emil…

—¿Está Emil todavía aquí?

El viejo Prather rió entre dientes.

—Mantenemos esto —dijo— entre Bronson, Emil y yo. A veces suben hasta aquí algunos jóvenes, pero aún no están preparados. Nos hemos vuelto un tanto excéntricos y hasta un poco quisquillosos, diría. Emil sobre todo. Está más insoportable que nunca y dispuesto a soltarnos la bronca si tardamos en sentarnos a la mesa o si no comemos lo bastante. Se ha tomado lo de la cocina con sentido crítico.

Cruzamos la puerta y penetramos en el vestíbulo.

—Ahora —dije— supongo que ya estoy en disposición de que se me aclare la triquiñuela de la sófora.

—La vio usted, ¿eh? —preguntó con una mueca cómplice.

—Claro que la vi. Después de contarme Bronson la bonita historia de que había sido barrida por el viento. Si es una broma de recibimiento sólo porque he trabajado en el Centro de…

—No es ninguna broma —atajó—. Es una de las razones por las que está usted aquí. Hablaremos de ello más tarde; ahora debemos ir a cenar o Emil comenzará a tramar alguna venganza. ¿Le dije por el camino que un par de condiscípulos suyos cenarán con nosotros? Leonard Asbury es uno de ellos. Lo recordará usted, naturalmente.

—Dr. Prather —dije—, durante todos estos años he luchado por no acordarme de él. Era un tipo bastante mal educado. ¿Y cuál es el otro alumno que ha merecido el privilegio de ser convocado a este asunto de la sófora?

Sin manifestar la menor vacilación, dijo:

—Mary Holland.

—La chica que le destrozaba los tímpanos, ¿eh? Le va a usted el asunto. ¿No se dedicaba a la música?

—Charles —dijo—, está usted confundiendo mi papel y el objeto de este Instituto si cree que esa mujer me amargaba con su música. El mundo podría enfermar si se permitiera el lujo de prescindir de la música que tan dulcemente compone Mary Holland.

—De modo que nos hemos reunido aquí un famoso matemático, una mujer que compone como los ángeles y un harapiento investigador del tiempo. Cuando se haya completado el equipo con otras perlas semejantes, usted podrá descansar en paz.

Sus ojos chispearon alegremente.

—Vamos a cenar —dijo— o Emil descargará su cólera sobre nosotros.

II

La comida fue buena, sencilla y abundante: entremeses, ensalada, costillas de primera calidad y patatas cocidas, todo ello regado con un vino que no era de los peores.

El viejo Prather hizo lo posible por mantener una charla intrascendente y banal. El tipo sabía ser un buen anfitrión, eso había que admitirlo. El resto de nosotros habló poco, tal vez hubo alguna tentativa de cambiar impresiones entre viejos conocidos, demasiado tiempo separados, radiantes de alegría por haberse encontrado.

Observé a los otros dos y no me pasó por alto el hecho de que me observaban a su vez. Podía imaginar, sin excesivo margen de error, que ambos se estaban preguntando por qué el viejo Prather nos había convocado; éste era un detalle por el que no podía culparlos por lo pronto.

Llegué a la conclusión de que Leonard Asbury seguía siendo un mamarracho. Su liso y negro cabello se le aplastaba al asqueroso cráneo, mientras el rostro exhibía una expresión dura y astuta. Cuando hablaba apenas movía los labios. El tiempo no había aumentado el inmenso amor que sentía por el grandísimo cabrón.

Mary estaba más o menos como siempre. Había sido una bonita chica, incluso llegamos a concertar alguna que otra cita: nada serio, sin embargo, solamente citas. Pero ahora su belleza había evolucionado hacia el aspecto habitual de la matrona y me olía que tras su austero y contenido rostro anidaba no poca vaciedad.

Había algo de impreciso en ambos. Me encontraba inquieto y lamenté haber venido.

—Y ahora —dijo el viejo Prather— vayamos al grano. Pues supongo que todos ustedes sospechan la existencia de algo. Ese algo es más bien un asunto que requiere no poca urgencia.

Se secó los labios con su servilleta y luego la arrojó sobre la mesa.

—Creo —prosiguió— que Charles tiene ya una ligera idea del asunto. Cuando venía hacia aquí fue espectador de un suceso que ustedes lamentablemente se perdieron.

Leonard y Mary se miraron. Permanecí mudo ya que era el show del viejo Prather y no el mío; por lo menos se merecía continuarlo hasta el final.

—Es bastante probable —continuó— que, sin saber cómo, nos hayamos convertido en propietarios nada menos que de una máquina del tiempo.

Durante unos minutos nadie dijo nada. Luego, echándose hacia delante, Leonard preguntó:

—¿Quiere usted decir que alguien de aquí ha inventado…?

—Nada de eso, y lo siento mucho —exclamó Prather—, pero yo jamás insinué nada parecido. Una máquina del tiempo ha caído en el vivero de abedules, justo sobre el pequeño estanque que hay detrás de los laboratorios.

—¿Caído?

—Bueno, tal vez no haya caído. Quizá el término correcto sea aparecido. Limpy, el jardinero, la encontró. Es un tipo simplón. Intuyo que no se acordarán ustedes de él. De hecho, está aquí desde hace pocos años.

—¿Quiere usted decir que el objeto surgió de pronto?

—Justo, exacto, eso es lo que he querido decir. Pueden ustedes verlo allí, en el lugar que les he indicado aunque no siempre puede verse con demasiada claridad, a veces aparece borroso por la bruma. A menudo brotan objetos a su alrededor y luego desaparecen: algo así como desviaciones dentro y fuera del tiempo, suponemos. Han ocurrido algunos extraños fenómenos en el campus. La sófora, por ejemplo.

Volviéndose hacia mí, añadió:

—El cachivache parece tenerle gusto a la sófora.

Leonard, con apenas oculta repugnancia, dijo:

—Charles es aquí nuestro experto. Es nada menos que todo un investigador del tiempo.

No respondí y por largo rato nadie pronunció palabra. El silencio llegó a ser algo embarazoso. De modo que el viejo Prather intentó deshacer el embarazo:

—Debo decirles que cada uno de ustedes está aquí por una razón especial. Nos encontramos frente a un problema que deben resolver todos y cada uno de ustedes. Espero que colaboren.

—Pero, Dr. Prather —dijo Mary—, sé poco menos que nada sobre el asunto. Jamás me he ocupado del tiempo sino de una manera abstracta. No soy competente en el terreno científico. Mi vida entera la he dedicado a la música. No creo que mi especialidad tenga nada que ver con esto.

—Justamente lo contrario de lo que yo pienso —replicó el viejo Prather— y justamente la razón por la que se encuentra aquí. Necesitamos un alma destacada, exenta de prejuicios científicos, un alma virgen, si se me permite la expresión, para enfrentarla a este fenómeno. Necesitamos la estructura de pensamiento que caracteriza a los seres como usted, que jamás ha pensado en el tiempo excepto, según muy bien ha dicho usted misma, de manera abstracta. Leonard y Charles, por el contrario, están demasiado cargados de prejuicios sobre la materia.

—Le estoy muy agradecida, obviamente —contestó Mary—, por la oportunidad que me ha ofrecido de venir aquí y, como es natural, estoy sumamente intrigada por lo que usted ha llamado «fenómeno». Pero en la actualidad, como debe usted suponer, mantengo respecto del tiempo concepciones tan primarias y burdas que no veo la forma en que pueda ser útil.

Allí sentado, escuchándola, me sorprendí a mí mismo dándole la razón. Por una vez, el viejo Prather había quedado escocido. Su razón para integrar a Mary en el equipo me parecía un absurdo.

—Y yo debo añadir asimismo —argumentó Leonard— que no he trabajado con el tiempo en particular. Naturalmente, en matemáticas (es decir, en algunos campos de la matemática) el tiempo es tomado como un factor y obviamente estoy bastante familiarizado con ello. Pero mis contactos no pasaron de tangenciales y creo que usted debería saber…

El viejo Prather alzó una mano y lo contuvo:

—No tan rápido —dijo—. Parece que ustedes se complacen en presentar dificultades. —Se volvió hacia mí—. Ahora le toca a usted. Hasta ahora no ha dicho esta boca es mía.

—Quizá —dije— porque no tenga nada que decir.

—El hecho es —insistió— que usted estuvo en el Centro de Investigaciones sobre el Tiempo. Y yo estoy muy interesado en el motivo de esta reunión. Si no tiene nada que alegar, al menos podría decirnos algo que no desbarrase del asunto. Siento una especial curiosidad por saber por qué abandonó usted el Centro.

—Yo no abandoné nada. Por el contrario, estaba la mar de entusiasmado. Lo que ocurrió fue que me pusieron de patitas en la calle. Usted sabe el meollo del asunto que se tramaba allí. La premisa, y es una sólida premisa, es que si queremos aventurarnos a través del sistema solar y esperamos alcanzar también las estrellas, debiéramos preocuparnos por conocer un poco más los conceptos que ahora mantenemos respecto del tiempo y el espacio.

—Oí hablar sobre un escándalo —apuntó Leonard—. Mi informador me dijo que…

—Ignoro si llegó a ser un escándalo o no, pero hasta donde me concierne no fue sino borrón y cuenta nueva. Como ustedes pueden comprobar, pienso en términos de segregación entre tiempo y espacio, considerando ambos como entidades separadas. Y, maldita sea, cuando uno piensa en ellos lo hace siempre por separado. Pero la ciencia nos ha hablado tanto del continuum tempo-espacial que ha llegado a ser un dogma de fe. Diríase incluso que si uno separa ambas nociones el universo entero se ha de partir por la mitad: de tal manera los científicos se han preocupado por atar setenta veces siete esos conceptos. Lo que los científicos ataren en el laboratorio no será desatado en la calle. Pero si uno ha estado trabajando con el tiempo, lo ha hecho sólo con el tiempo y no con el tiempo más otro factor. De modo que o uno se dedica al tiempo o no se dedica a nada.

—Eso suena demasiado filosófico para mí —dijo el viejo Prather.

—Aquí, en Coon Creek —le dije—, usted y algunos otros nos enseñaron a considerar el enfoque filosófico. Recuerdo que usted nos decía: «Hay que pensar con claridad y rectitud y enviar a la puta mierda los subterfugios».

El viejo Prather tosió con estridente y fingida tos.

—Dudo mucho que lo dijera en esos términos.

—Por supuesto que no lo hizo así. Sólo he hecho una traslación. Sus palabras fueron mucho más gentiles y acordes con las convenciones. Pero no es tan filosófico como parece: se trata tan sólo del más elemental sentido común, justamente lo que usted nos imbuía. Si uno no ha trabajado hasta ahora con nada, debe conocer primero aquello con lo que va a trabajar o, al menos, alguna teoría que lo aproxime. Claro que la teoría puede estar equivocada.

—Y ésa fue la razón por la que fuiste apaleado —dijo Leonard.

—Exacto. Ésa fue la razón por la que fui apaleado Un criterio utópico, me dijeron. Al parecer, no podía ir por el mundo de aquella manera.

Mientras hablaba, el viejo Prather se había levantado de la mesa y puesto a caminar hacia un apolillado aparador. Tomó un libro de un cajón, regresó, entregó el libro a Leonard y se sentó de nuevo.

Leonard lo abrió y estuvo hojeándolo. Repentinamente se detuvo, fijándose especialmente en una página.

Alzó la mirada, desconcertado.

—¿Dónde lo ha conseguido? —preguntó.

—Usted recordará que antes hablé de objetos que aparecían en torno a la máquina del tiempo —respondió Prather—. Que aparecían y desaparecían…

—¿Qué clase de objetos? —preguntó Mary.

—De, ninguna clase especial. Los objetos más corrientes que pueda haber. Un palo de béisbol. Una rueda de bicicleta. Cajas, botellas, todo tipo de trastos. Y siempre alrededor del artefacto. Al principio los dejábamos estar. Teníamos demasiado miedo para acercarnos y posiblemente enredarnos con los efectos temporales. Nadie sabía qué hacer.

—Sin embargo —apuntó Leonard—, alguien trajo este libro.

—Fue Limpy —aclaró Prather—. Es bastante corto de entendederas. Pero por alguna razón anda escamado con los libros. No es que haya leído muchos, y ése menos todavía.

—No debería creerlo —murmuró Leonard. Entonces vio que yo lo observaba intensamente—. De acuerdo, Charles —dijo—, te lo diré. Se trata de un libro de matemáticas.

Y, aparentemente al menos, de una nueva clase de matemáticas. Debo estudiarlo, sin embargo.

—¿Matemáticas del futuro? —pregunté.

—Aproximadamente dos siglos en el futuro —dijo el viejo Prather—, si hemos de creer la fecha del colofón.

—¿Hay alguna razón para no creerlo?

—Ni mucho menos, todo lo contrario —exclamó el viejo Prather, entusiasmado.

—Hay algo —dije— que todavía no hemos mencionado. Las dimensiones y características de la máquina.

—Si usted cree que fue diseñada para contener un cuerpo humano, se equivoca por completo. No es lo suficiente grande. Su forma es cilíndrica y su longitud tal vez no alcance los tres pies. Está hecha con una especie de metal… qué sé yo. Hay un enrejado en cada extremo y no presenta signo alguno de poseer maquinaria. No se parece en nada a lo que uno había pensado siempre que debía ser una máquina del tiempo, vaya, pero no podemos despreciar el hecho de que actúa como tal. Es incuestionable que los objetos aparecen y desaparecen. Y también los espejismos deben convencernos. La sófora, por ejemplo, la sófora que realmente fue barrida por el viento surge y se marcha más pronto que un vistazo. Luego hay gente, gente que camina alrededor de la máquina, gente extraña que aparece momentáneamente para desaparecer a continuación. Y ocasionales estructuras, como fantasmas de ciudades, no del todo en el presente, pero tampoco en el futuro; como una intuición, un relámpago, un vislumbre. Dado que no hay nada como ello en el presente, debe proceder del futuro. Y lo he llamado espejismo a falta de otro término mejor. Como el bote en el estanque. Es demasiado pequeño para eso. Como ustedes recordarán es apenas una charca.

—¿Ha tomado usted precauciones para que nadie penetre en el campo de acción de la máquina?

—Hemos instalado una cerca alrededor. De hecho puede ocurrir que algún caminante perdido venga hasta aquí.

Pero ustedes saben muy bien que raramente tenemos esa clase de visitas. Lo primero que haremos mañana, después del desayuno, será ir a ver el artefacto.

—¿Por qué no ahora? —preguntó Leonard.

—No hay inconveniente, pero no creo que podamos ver mucho. No hay iluminación en esa parte. No obstante, si usted lo desea…

Leonard hizo un gesto de asentimiento.

—Madrugaremos mañana —dijo.

—Otra cosa que pueden haberse preguntado ustedes —continuó el viejo Prather— es cómo diablos apareció la máquina. Como les dije antes, la encontró el jardinero. Primero hablé de una caída, luego me corregí y dije simplemente que había llegado. La rectificación no es, sin embargo, demasiado precisa. El lugar presenta irrefutables evidencias de una caída: por ejemplo, algunas ramas rotas en el abedular pueden indicarnos perfectamente que el objeto pasó por entre los árboles.

—Usted insiste en hablar de caída —dijo Mary—. Pero ¿desde dónde?

—No estamos seguros del todo, pero tenemos al menos una hipótesis. Hace unas cuantas noches ocurrió algo al oeste de aquí. Un avión se estrelló en las montañas. Es una comarca salvaje como ustedes recordarán. Algunas personas contemplaron la caída. Una expedición fue enviada al lugar y el asunto fue que allí no se encontró ningún avión. Los periódicos sugirieron la posibilidad de un meteorito. Pero estaba claro que los que subieron en expedición habían guardado el secreto. Hice algunas discretas encuestas entre mis amigos de Washington y averigüé que se sospechaba fuera una nave espacial. No una de nuestras naves. De todas las nuestras podía darse razón. De modo que no tenía más remedio que ser una nave alienígena.

—Y usted supone que la máquina del tiempo cayó de la nave alienígena —dijo Leonard—, que se desprendió y…

—Pero —apuntó Mary—, ¿para qué querría transportar una nave alienígena una máquina del tiempo?

—No una máquina del tiempo —dije—, sino un dispositivo tempórico. Un sistema de conducción que utiliza el tiempo como fuente de energía.

III

Como no podía pegar ojo, salí a dar un paseo. La luna acababa de aparecer sobre las colinas del este y su argentada luz apenas dispersaba las tinieblas.

No podía dormir. Había cerrado los ojos y había intentado encarecidamente entregarme al sueño, pero siempre acababa por abrirlos y clavarlos en el techo; tampoco se trataba realmente del techo, sino de la espesa cortina de oscuridad que había en medio.

Un dispositivo a base de tiempo, me dije a mí mismo. El tiempo usado como energía. Entonces, ¡siempre había estado en lo cierto! Si lo que se había desprendido de la nave y yacía ahora sobre el embalse del abedular era realmente un motor, entonces yo había estado siempre en lo cierto mientras que los otros se habían enfangado en el error. Y, más aún, si el tiempo podía ser usado como energía, el universo estaba abierto para nosotros; no sólo las estrellas más cercanas, no sólo el circuito de la galaxia, sino el universo entero, todo cuanto existe. Pues si el tiempo pudiera ser manipulado —y usarlo como fuente de energía no es otra cosa que arribar a su dominio— las distancias espaciales se convertirían en una nulidad, dejarían de tenerse en cuenta y el hombre podría ir adonde deseara.

Alcé los ojos y miré las estrellas. Deseé gritarles: Ahora estáis en nuestro poder pues habéis dejado de ser inaccesibles. Vuestra distancia ha perdido sentido para nosotros. Vuestra distancia, o la más inconmensurable distancia a que se encuentren las más lejanas de vuestras hermanas, incluso la de aquellas que todavía no han arrojado su resplandor sobre nosotros, no impedirán nuestro acercamiento en lo sucesivo. Ni las estrellas no descubiertas, ni las que escapan al telescopio más potente se muestran ahora fuera de nuestro alcance.

Esto deseé gritarles, pero no lo hice. Por lo común no se entretiene uno declamando ante las estrellas. Una estrella es demasiado impersonal como para suscitar el deseo de dirigirse a ella.

Descendí a la carretera y luego seguí por un sendero que tuerce colina arriba hacia el observatorio; miré a mi izquierda y pensé: me encuentro justo un poco por encima del vivero de abedules que rodea el estanque. Intentando divisar el cilindro, consideré por milésima vez si podía ser realmente lo que había pensado que era.

Mientras doblaba una de las curvas del serpenteante camino, un hombre apareció silenciosamente del escondite que tal vez había tomado. Me detuve intrigado por tan repentina presencia, pensando que a tales horas de la noche no podía haber nadie por aquellos parajes.

—Charles Spencer —dijo el hombre—. ¿Es usted Charles Spencer?

—Eso dicen —contesté. Su rostro estaba en la sombra y nada podía hacer por evitarlo.

—Debo disculparme —dijo— por interrumpir su paseo. Pensé que no había nadie por aquí. Usted seguramente no me recuerda. Soy Kirby Winthrop.

Indagué en mi memoria y un nombre surgió de ella.

—Claro que me acuerdo de usted —dije—. Usted iba un año o dos por detrás de mí. Más de una vez me he preguntado por su paradero. —Todo esto no era más que una mentira, pues jamás, ni por pienso, me había acordado de él.

—Me quedé aquí —dijo el otro—. Hay algo en este lugar que se mete en las venas. Me dediqué a la enseñanza. Aunque más bien a la investigación. ¿Le ha contado el viejo Prather lo de la máquina del tiempo?

—No sólo a mí, también a algunos otros —le dije—. ¿Qué sabe usted sobre ello?

—Nada, en realidad. Está fuera de mi competencia. Lo mío es la cibernética. Por eso estoy aquí. A veces vengo a la colina, cuando todo está tranquilo, para meditar.

—Siempre que he tomado contacto con la cibernética —le dije—, he acabado considerándome como un imbécil.

—Es un vasto campo. Yo trabajo con la inteligencia.

—Es obvio.

—Con máquinas inteligentes, quiero decir —aclaró.

—¿Pueden las máquinas ser inteligentes?

—Al menos, prefiero creerlo así.

—Hacemos progresos, ¿eh?

—Tengo una teoría sobre el objeto de mi trabajo —dijo.

—Supongo que debe ser excelente —dije—. Le deseo toda clase de éxitos.

Me dio la sensación de que estaba ávido de soltar la lengua, ahora que había encontrado a alguien a quien contar sus historias, sobre todo si ese alguien no lo había soportado antes. Pero yo no tenía el menor deseo de gozar de su compañía.

—Creo que debo marcharme —dije—. Comienza a hacer frío y quizás ahora me encuentre en condiciones de reemprender la búsqueda del sueño perdido.

Me volví para marcharme, pero su voz me interrumpió.

—Quería preguntarle algo, Charley. ¿A cuánta gente le ha comentado usted su educación en Coon Creek?

La pregunta me sorprendió, de modo que me volví hacia él.

—Es una pregunta divertida, Kirby.

—Puede ser —dijo—, pero responda a cuánta gente.

—La menos posible —le dije. Dudé un momento, esperando que siguiera hablando, pero como no lo hizo agregué—: Ha sido un placer verlo, Kirby. —Reanudé mi camino en dirección al patio del Instituto.

Pero su voz aún resonó a mis espaldas, de suerte que me vi obligado a detenerme de nuevo.

—"Hay algo más —dijo el tipo—. ¿Qué sabe usted de la historia de Coon Creek?

—Ni una palabra. No suelo ser curioso.

—Yo lo fui —dijo— y tuve que contenerme. ¿Sabe usted que en este centro no hay invertido ni un real del erario público? ¿Y que en toda su historia jamás ha sido pedida una subvención? Al menos hasta donde llegaron mis pesquisas no había la menor huella de subvención alguna.

—Creo que hay un fondo monetario —dije— que cotiza desde los años ochenta. Lo abrió un tipo llamado Cramden. Cramden Hall recibió su nombre de él.

—Correcta la última observación —dijo Winthrop—, sólo que jamás existió nadie llamado Cramden. Alguien depositó el dinero con ese nombre, pero jamás existió ningún Cramden. Jamás existió nadie que se llamara así.

—¿Quién puso el dinero, pues?

—Lo ignoro —dijo.

—Bien —argumenté—, no creo que para nosotros represente mucha diferencia. Coon Creek está aquí y eso es todo lo que nos interesa.

Me puse en camino nuevamente y esta vez el tipo me dejó marchar.

Me alegro de haberle visto, le había dicho, pero maldito si me alegraba un carajo. Intenté recordar al tipo: un nombre surgido del pasado, tan sólo un nombre desprovisto de rostro. El hombre había permanecido todo el rato de espaldas a la luna sin que pudiera distinguir sus facciones.

Luego, toda la cháchara sobre si yo acostumbraba a hablar sobre Coon Creek y sobre quién subvencionaba el colegio. ¿Qué se proponía el tipo y por qué se estaba entrometiendo? En cualquier caso, me dije, no es asunto mío. No había venido aquí para preocuparme por esas cosas.

Alcancé otra vez la carretera. Cuando ya estaba al pie de las escaleras que conducen a Cramden Hall, me volví y contemplé la curva que formaba el camino encerrando el parque que, para mi gusto, sobrepasaba lo cursi.

Coon Creek, pensé. Sí, sí, el mismo Coon Creek. Un lugar cuyo nombre nadie pronunciaría a causa de su malsonancia; pero ocurre que la gente siempre le pregunta a uno dónde ha estado y qué clase de estudios ha recibido; entonces hay que callarse si no quiere encontrarse con que el otro le responde que jamás ha oído un nombre tan desagradable.

De modo que no puede mencionarse porque nadie lo ha oído y, más aún, porque cualquiera podría decirle a uno que nadie en su sano juicio habría ido a un colegio con un nombre tan jodido. Ni tampoco podía uno decir que es el colegio quien selecciona a los estudiantes en vez de lo contrario; que se dedica a seleccionar cerebros de la misma manera que los demás colegios seleccionan muchachotes para completar su equipo de fútbol.

«Cerebros» no era la palabra exacta, toda vez que algunos de los reclutados —y yo entre ellos— no descollábamos precisamente como empollones. Más bien se trataba de una habilidad especial, no del todo definida, para afrontar problemas concernientes a una filosofía tan poco concreta como excesivamente conocida, obviamente, por cierta clase de individuos, que justamente no eran los escogidos para realizar sus estudios en Coon Creek. Cómo encontraban el alumnado permanece oscuro para mí y sobre la cuestión de quién estaría detrás de todo debo decir tres cuartos de lo mismo. El gobierno, había pensado yo siempre, pero estaba muy lejos de poder afirmarlo con seguridad. El proceso de selección seguía los mismos secretos procedimientos que si se tratara del gobierno. Sin embargo, si lo que Winthrop me había dicho era cierto, no se trataba del gobierno ni nada que se le pareciera.

No todos salimos tan perfectos como hubiera sido de esperar. Yo, por ejemplo. Y Mary…, bueno, quizá Mary tampoco. Durante el tiempo que pasó en el Instituto, recordé, manifestó tal interés por la economía que llevó de calle al viejo Prather y quizá a algunos más; pero, de pronto, se volcó sobre la música, que debía ser lo último que podía ocurrírsele a cualquiera que estuviese allí. Leonard fue otro caso, uno de los de mayor éxito, por cierto, convirtiéndose en un brillante matemático capaz de conducir a la ciencia más allá de sus posibilidades lógicas y alcanzando tal dominio de la materia que llegó a creérsele capaz no sólo de comprender el mecanismo del universo entero sino también sus más ocultos propósitos.

Todavía estuve un rato contemplando la carretera y el terreno que abarcaba su curva, esperando —supongo— que la sófora apareciera de nuevo; pero no ocurrió así y comencé a subir la escalera.

IV

La máquina del tiempo, según el viejo Prather la había denominado, estaba incrustada entre dos troncos de abedul. Había una especie de bruma parpadeante a su alrededor, pero no lo bastante como para no verla con cierta claridad. Su entorno estaba completamente libre de despojos tempóricos, y sólo alcanzamos a ver una pelota de tenis y una bota vieja, nada más. Mientras la contemplábamos, la bota desapareció.

—Hicimos una investigación preliminar —dijo el viejo Prather— antes que llegaran ustedes. Trajimos una cámara fotográfica con soporte y, acercándola todo lo que pudimos, logramos fotografiar todos los puntos de su superficie, es decir, todos exceptuando aquellos que permanecen ocultos. No sucedió la cosa sin incidentes. La primera cámara la perdimos. Fue propulsada dentro del tiempo y acaso aparezca cuando ustedes consigan desmontar este trasto. No perdimos la segunda cámara y descubrimos a cambio una cosa. Medio hundido en el suelo y oculto tras un tronco encontramos lo que parecía ser una especie de mando.

El viejo Prather abrió la carpeta que llevaba bajo el brazo y todos nos acercamos para mirar. Un par de fotografías mostraban lo que, en efecto, parecía ser un control: un parche circular adosado al metal del cilindro, aunque nada más. No se veía la menor inscripción, aunque parecía tener tres pequeñas hendeduras en el borde. Las hendeduras podían haber sido articuladas como una forma de mecanismo controlador, pero allí nada había que lo indicara así.

—¿Nada más? —preguntó Leonard.

—Sólo un par de arañazos sobre la superficie —dijo Prather. Encontró las fotografías y nos las alargó—. Uno a cada extremo.

—Pueden servir para determinar la posición —dije— del lugar de la nave donde fue montado el aparato. Si es que se trata de un motor e iba en una nave. Las señales corresponderían a los lugares por los que permanecía sujeto.

—Pareces estar asquerosamente seguro de lo que dices —dijo Leonard con una mueca de desagrado.

—Es sólo una idea —repliqué.

—A mí me parece que va a ser necesaria más gente que nosotros tres —dijo Leonard de nuevo—. Charley es aquí el único que sabe algo sobre el tiempo y…

—Todo cuanto puedo aportar —aduje— se encuentra única y exclusivamente en el campo de la hipótesis. No tengo la menor idea de cómo un trasto como ése ha podido venir a parar aquí. No podemos ir más allá por ese lado. Si es un motor de tiempo, cuanto yo sea capaz de sugerir es ocioso y salta a la vista; pero todavía ignoramos al respecto lo que puede hacer una unidad de fuerza temporal. Quizá no sea demasiado poderosa, pero con toda seguridad ese poder actúa con intervalos. Y en vez de estar perdiendo el tiempo con el asunto y haciendo cualquier cosa que pueda devolverle su pleno poder…

El viejo Prather movió la cabeza gravemente.

—Podríamos correr ese riesgo —dijo—, siempre que el asunto se quedara en familia. Sería muy espinoso compartirlo con alguien más, sobre todo con el gobierno. Pues si recurrimos a alguien, ese alguien no será otro que el gobierno.

—Podríamos trabajar mejor con nuestra máquina —dijo Mary— si lográramos sacarla del abedular. Por lo menos la tendríamos a nuestra disposición toda entera y no sólo una de sus partes.

—Ya pensamos en eso —dijo el viejo Prather—, pero teníamos miedo a tocarla. Naturalmente, podríamos arrancarla de aquí, pero…

—Opino —dijo Leonard— que no deberíamos tocarla por lo pronto. Aun la menor sacudida podría afectar su mecanismo. Es terrible tener que trabajar en la ignorancia y ocurre precisamente que no sabemos lo que tenemos entre las manos. Si pudiéramos desconectarla… pero no tengo ni puñetera idea de cómo puede desconectarse. Ese control en forma de círculo, si es que se trata de un control. Pero ¿qué hacer para que surja efecto?

—Usted dijo que Limpy trajo el libro —dijo Mary al viejo Prather—. ¿Cómo se las compuso? ¿Alargó la mano y lo cogió?

—Llevaba una azada —contestó Prather—. La utilizó como gancho.

—Quizá alguien de los laboratorios —dijo Leonard— pueda proporcionarnos algo con lo que manipular el círculo. Podríamos extender alguna herramienta hasta las tres hendeduras y manipular sobre ellas.

—Eso está bien pensado —dije— pero ¿sabrías la forma de hacer girar el disco?

Pero era absurdo preocuparse por la forma de hacer girar el disco. En el taller del laboratorio nos dieron una herramienta acorde con las dimensiones que dedujimos de las fotografías. Sin embargo, nos equivocamos la primera vez. A la segunda intentona acertamos, pero no pudimos trabajar. La herramienta resbalaba sobre las hendeduras. El metal parecía estar dotado de una cualidad aceitosa. No había forma de encontrar un asidero. Estuvimos hasta la noche rebuscando trastos hasta dar con alguno que sirviera para nuestros fines. Pero ni nosotros ni el personal del taller tuvimos suerte.

Durante la cena intentamos llegar a un acuerdo. No en lo concerniente a poder o no desconectar el aparato, sino, por ejemplo, en qué diablos íbamos a hacer con él una vez desconectado. ¿Cómo narices podíamos investigar una máquina del tiempo? Suponiendo que tuviéramos suerte, lo que ya era mucho suponer, tal vez llegáramos a desmontarla y a fotografiar y calibrar por separado las diversas piezas. Pero aunque consiguiéramos semejante dádiva de la fortuna y, más aún, obtuviéramos de ella el don de poder volver a juntar todo lo separado, todavía nos faltaría llegar a entender el funcionamiento del conjunto. Aun cuando fuéramos capaces de desmontarlo pieza a pieza, aun cuando examináramos cada componente y comprendiéramos la relación entre las partes y el todo, lo principal, al cabo, seguiría escapándosenos.

La cuestión más importante era, según convinimos, el peligro, tal vez un grave peligro, que podría entrañar el desarmar la maquinaria. Cualquiera que fuese, el cilindro metálico constaba de un factor que no era del todo comprendido. Por muchas cabalas que hiciéramos siempre topábamos con ese factor, que no era otro que el tiempo o lo que a falta de otro nombre teníamos que calificar como tiempo. Y nadie, absolutamente nadie, sabía la clase de tiempo que podía ser.

—Lo que necesitamos —dijo Leonard— es algo capaz de contener tiempo, algo capaz de aislarlo.

—Justo —dije—, de eso se trata. Algo que amortigüe el factor tiempo mientras trabajamos, de manera que no corramos el riesgo de ser trasladados hasta el período Carbonífero o hacia el momento de la muerte térmica del universo.

—No creo que sea tan potente ese trasto —objetó el viejo Prather.

—Probablemente no, al menos por ahora —replicó Leonard—. Charley piensa que funciona en ralentí, más aún, que apenas funciona. Pero si el artefacto es exactamente lo que suponemos, tiene poder suficiente como para mover una nave espacial durante muchos años-luz.

—El amortiguador debería ser algo inmaterial —dije—. Algo que no formara parte del universo material. Cualquier cosa que tenga masa es afectada por el tiempo, luego lo que necesitamos es aquello que sea inmune a tal efecto.

—La luz, tal vez —sugirió Mary—. Rayos láser…

—O el tiempo afecta a la luz —dijo Leonard sacudiendo la cabeza— o la luz tiene establecido su propio parámetro temporal. Lo único que tiene es velocidad y aunque no lo parezca se mantiene siempre material. La luz puede ser atraída por cualquier fuerte campo magnético. Lo que necesitamos es algo al margen del tiempo, algo independiente de él.

—Muy bien, tal vez el pensamiento entonces —replicó Mary—. La mente. El pensamiento telepático puede dirigirse al aparato y establecer con él algún tipo de relación.

—Eso se ajusta a nuestros deseos —convino el viejo Prather—, pero nos encontramos a mil años de comprender su funcionamiento. Ignoramos por completo lo que la mente pueda ser. No sabemos nada de su actuación y sus formas. No somos telépatas.

—Bueno —repuso Mary—, a mí me parece lo mejor. Por lo pronto ya he sugerido un par de ideas, aunque no muy buenas. ¿Qué dice el resto?

—Voto por la brujería —dije—. Vayamos a África o al Caribe y procurémonos un buen hechicero.

Había intentado al menos ser gracioso, pero no parecieron tomárselo como yo. Los tres, sentados, me miraban como búhos cargados de solemnidad.

—¿Y algún tipo de resonancia? —comentó Leonard.

—Conozco un poco la materia —dijo Mary—, pero no serviría. Estás hablando de una clase de música y no olvides que yo sé música. El tiempo es una parte de la música. La música está basada en el tiempo.

Leonard arrugó el entrecejo.

—Apostaría a que nos equivocamos —nos dijo—, y no creo que haga falta pensarlo demasiado. Se me está ocurriendo algo acerca de los átomos. Posiblemente no existe el tiempo en la estructura atómica. Algunos investigadores han aventurado esta teoría. Si pudiéramos alinear átomos y alcanzáramos a introducirlos en forma de escalera… —Agitó la cabeza—. No, no serviría. No hay en este mundo nada capaz de lograrlo, y aun si lo hubiera estoy seguro de que no serviría.

—Un fuerte campo magnético —dijo el viejo Prather—. Envolver el artefacto en un campo magnético.

—No está mal —dije—. Eso serviría de cebo. El campo desviaría y se llenaría de tiempo. Pero, aparte del hecho de que no podemos construir un campo como ése…

—Y aunque pudiéramos —agregó Mary— no podríamos trabajar dentro del campo. El asunto es controlar el tiempo para poder investigar el artefacto.

—Lo único que puede sernos útil es la muerte —sugerí—. La muerte es atemporal.

—¿Puedes decirme lo que es la muerte? —soltó Leonard.

—No —dije mientras le sonreía cándidamente.

—Eres un jodido listo de la vida —dijo con sorna—. Siempre lo fuiste.

—Vamos, vamos —exclamó el viejo Prather, asustado—. Tomemos más vino. Aún queda un culo en la botella.

—¿Por qué no nos dejamos estar de niñadas? —apuntó Mary—. A mis oídos la muerte suena tan bien como a los oídos de cualquiera.

Me incliné ante ella con la seriedad de un payaso y me respondió poniendo cara de boba. El viejo Prather comenzó a saltar alrededor de la mesa como un canguro mientras escanciaba el vino.

—Espero —dijo— que los chicos del taller puedan traernos algo con lo que dar vueltas al dial de control.

—En caso contrario —dijo Mary lo haremos nosotros con la mano. ¿Hemos pensado alguna vez que la mano humana es más eficaz que la herramienta más precisa?

—Lo jodido es —puntualizó Leonard— que por más perfecta que llegue a ser una herramienta siempre encuentra el punto en que se vuelve incompetente.

—Pero no podemos hacerlo con la mano —protestó el viejo Prather—. Está el efecto tempórico.

—Sobre las cosas pequeñas —dijo Mary—. Sobre libros, pelotas de tenis y botas. Nunca sobre cosas vivas. Nunca nada con la masa de un cuerpo humano.

V

Lo intentamos. Finalmente tuvimos que intentarlo.

Las herramientas del taller durmieron su ocio y nosotros, así de sencillo, no podíamos abandonar la máquina del tiempo en el vivero de abedules. Todavía funcionaba. Mientras la contemplábamos aparecieron y desaparecieron un reloj de pulsera, un mugriento libro de apuntes y un viejo sombrero de fieltro. Luego, vimos el bote sobre el estanque que nada sabía de botes.

—He pasado la noche con el texto de matemáticas —dijo Leonard—, esperando poder encontrar cualquier cosa capaz de ayudarnos. Ha sido inútil. Conceptos nuevos e intrincados, naturalmente, pero nada que pueda ser aplicado al tiempo.

—Podríamos construir una fuerte barrera alrededor del artilugio —propuso el viejo Prather— y dejarlo aquí hasta que sepamos qué hacer con él.

—Absurdo —dictaminó Mary—. ¿Para qué queremos una barrera? Lo que nos hace falta es entrar en el cerco que ella delimitaría…

—No —dijo Leonard—, no creo que debamos hacerlo. No sabemos…

—Sabemos —dijo Mary— que el cacharro puede mover objetos pequeños. Nada de gran tamaño. Nada animado. Ni una sola cosa viva. Ni un conejo o una ardilla. Ni siquiera un ratón.

—Quizá no haya ratones por aquí —dijo el viejo Prather.

—Disparates —replicó ella—. Siempre hay ratones en un lugar así.

—La sófora —dijo Leonard—. Se encuentra a bastante distancia de aquí y no podemos decir que sea un objeto pequeño.

—Pero sí inanimado —dijo Mary.

—Creo que usted habló de espejismos —dije al viejo Prather—. Espejismos de gente y edificios.

—Sí —repuso—, pero meramente sombras. Siluetas tan sólo.

—¡Diantre, yo no sé qué pensar! —dije—. Quizá Mary esté en lo cierto. Quizá no surta efecto con los seres vivos.

—Siempre sería un riesgo —comentó Leonard.

—Leonard —dijo Mary—, en eso está tu error. He estado todo este tiempo preguntándome en qué estarías fallando. Ahora creo saberlo. Tú nunca te arriesgas, ¿no es cierto?

—Jamás —contestó Leonard—. Es absurdo arriesgarse. Eso sólo lo hacen los primos.

—Naturalmente —exclamó Mary—. Un computador en vez de cerebro. Unas cuantas ecuaciones matemáticas pueden resumir tu vida. Eres diferente del resto de nosotros. Yo sí me arriesgo; Charley vamos a apostar…

—De acuerdo —acepté—. Dejemos de discutir. Yo haré el trabajo. Dijiste que los dedos eran más eficaces que la mejor herramienta, de modo que descubrámoslo. Todo cuanto tenéis que decirme es hacia dónde tendré que girar.

Mary me cogió del brazo.

—No, tú no —dijo—. Yo lo he propuesto y yo lo intentaré.

—¿Por qué no los dos? —sugirió Leonard con desdén, sin poder evitar su natural grosería—. ¿O por qué no os lo jugáis a los chinos?

—Es una buena idea —replicó Mary—, pero no para aplicarla a nosotros dos, sino a los tres que componemos el equipo.

El viejo Prather había permanecido callado, pero inquieto, dando vueltas a nuestro alrededor, hasta que creyó oportuno opinar.

—Pienso que están todos ustedes como una cabra. ¡Jugárselo a los chinos, cómo no! No lo apruebo bajo ningún concepto. Es decir, no lo acepto bajo las condiciones expresadas. Nos lo jugaremos a los chinos, sí, pero no entre tres sino entre cuatro.

—Su vida no puede perderse —dije—. Si ocurriera que nosotros tres quedáramos atrapados en el circuito de tiempo, tendría que quedar algún aedo que cantara nuestra epopeya. Y usted sabe explicar las cosas como nadie. Lo ha estado haciendo durante años.

Evidentemente era una locura. Si hubiéramos dispuesto de un par de segundos para serenarnos no lo habríamos hecho. Pero estábamos inmersos en un mar de agitación y todos nos lo habíamos tomado con la megalomanía suficiente como para no poder echarnos atrás. Leonard hubiera podido de no haber quedado atrapado en las redes de un cretino orgullo. Si él hubiera dicho: «no sigo adelante», la cosa se habría terminado. Pero si lo hubiera hecho no habría quedado libre del estigma de la cobardía.

No nos lo jugamos a los chinos. Cogimos tres pedazos de papel y sobre ellos pusimos sendos números: 1, 2 y 3.

Mary obtuvo el 1, Leonard el 2 y yo quedé con el 3.

—Bueno, ya está hecho —dijo Mary—. Yo seré la primera en intentarlo. Lo cual es justo, pues fue idea mía.

—A la mierda con eso —dije—. Dime exactamente cómo vas a girar el disco, si es que puede girarse.

—Charles —dijo Mary con voz que quería camelarme—, ¿debo insistir en mis derechos de ciudadana americana después de haberme amargado la juventud con tus discursos chovinistas?

—¡Por Cristo crucificado! —exclamó Leonard—. ¡Déjala que vaya de una vez! Está más segura que todos nosotros.

—Sigo sin aprobar la decisión —se entrometió el viejo Prather, de nuevo con sus pejigueras—, aunque el procedimiento haya sido totalmente democrático. Opto por lavarme las manos. Me desentiendo del asunto.

—Mejor nos la pone —dije.

—Lo giraré en el sentido de las agujas del reloj —explicó Mary—. Después de todo, es lo usual…

—No corras tanto —dijo Leonard—, se trata de una convención humana…

Antes de que pudiera detenerla, se introdujo en el abedular, llegó al cilindro y se inclinó sobre el supuesto disco de control. Fascinado, miré boquiabierto durante un intenso segundo cómo sus dedos lo tanteaban y comenzaban a girarlo. Vi perfectamente que el disco se movía. De manera que tenía razón después de todo, pensé: los dedos son más eficaces que la mejor herramienta.

Pero, en cambio, mientras el pensamiento se formulaba en mi cabeza Mary desapareció y en torno al cilindro, surgió repentinamente un chorro de variados objetos fuera del tiempo, introducidos en el presente desde el pasado y el futuro y —una vez tamizados por nuestra contemporaneidad— arrojados al futuro o al pasado, siguiendo la dirección de su movimiento inicial. Había un transistor, una camisa de hippy, una mochila, un par de libretas escolares para niños, unas gafas, un bolso de mujer y, alabado sea Dios, un conejo.

—¡Lo ha girado en sentido equivocado! —grité—. No lo ha amortiguado, sino todo lo contrario.

Leonard dio un paso adelante, se detuvo, dio otro corto paso. Esperé unos segundos y, al advertir que ya no avanzaba más, lo aparté con un brazo mientras me zambullía en la zona. Una vez en el abedular llegué al cilindro y tanteé el disco; sentí una pequeña descarga mientras mi cerebro repetía: de derecha a izquierda, de derecha a izquierda, de derecha a izquierda…

No me recuerdo a mí mismo girando el disco, pero de repente todos los despojos sincrónicos que habían estado zumbando sobre y en torno a mis pies dejaron de estar allí, incluso el cilindro dejó de estar allí.

Lentamente retrocedí y abandoné el vivero.

—¿Qué le ha pasado al cachivache? —pregunté. Y mientras hacía la pregunta me volví para recibir la respuesta de mis compañeros. Pero no había tampoco compañeros.

Estaba solo y nada curado de espanto. Todas las cosas presentaban el aspecto que antes tuvieran. El día era todavía un día radiante, el abedular parecía el mismo de siempre y la charca no ofrecía ninguna diferencia… aunque sí la ofrecía: ahora, varado en la orilla, se veía un bote de remos.

Temblé ante la visión y me puse rígido para contener los escalofríos. Mi entendimiento captaba las cosas con reluctancia y me ordenaba luchar contra cualquier eventualidad.

¿Había hecho el trabajo?, me pregunté. ¿Lo había hecho yo del todo o Leonard, andando tras mis pasos, lo había completado? Pero entonces pensé que sin duda lo había realizado yo solo puesto que ni Leonard ni el viejo Prather me habían seguido.

¿Habría logrado hacer desaparecer el cilindro? ¿A qué distancia? ¿Dónde estaba Mary? ¿Y qué pasaba con el bote de remos? Todas estas preguntas me las formulaba estérilmente.

Eché a andar por la cuesta hacia Cramden Hall, y mientras lo hacía miraba a mi alrededor intentando descubrir algún cambio. Pero si alguno había tan pequeño debía ser que no conseguí descubrirlo. Recordé que Coon Creek no experimentaba cambio alguno con el paso de los años. Permanecía erguido como una pesada mole, algo desvencijada y buscando la humildad de los que pretenden pasar desapercibidos. Mostraba una protectora capa de pintura.

Había unos cuantos estudiantes por allí. Mientras bajaba hacia el sendero que lleva hasta la curva de la carretera, me di de manos a boca con uno de ellos; no llamé su atención, sin embargo. Iba cargado con un montón de libros y parecía tener prisa.

Ascendí por los escalones levantados ante el edificio y me introduje en la penumbra silenciosa del vestíbulo. No había nadie allí, pero alcancé a oír el ruido de unos pasos bajando por una escalera que estaba fuera de mi campo de visión.

Permanecí allí, pero sintiéndome como un extraño que no tuviera derecho a estar en aquel lugar. Justo en el vestíbulo se encontraba el despacho del viejo Prather. Él tendría la respuesta y, debiera o no permanecer allí, pensé que el viejo Prather era el más indicado para darme la respuesta que necesitaba.

Pero había tal frialdad en el lugar que la cosa empezó a no gustarme, una frialdad que, ahora que los distantes pasos habían cesado, vino acompañada del silencio.

Estaba a punto de marcharme, pero decidí entrar y, mientras me dirigía hacia la puerta del despacho, un hombre salió por ella. Atravesó el vestíbulo hacia mí, en tanto yo permanecía clavado, sin saber qué hacer, sin siquiera desear marcharme, casi exigiendo que el hombre que caminaba hacia mí no me viera, aunque tenía la completa seguridad de que esto era imposible.

Era el desplazamiento en el tiempo, pensé, una sensación de notarse desplazado en el tiempo. Era algo que en el Centro de Investigaciones sobre el Tiempo habíamos calificado como inercia ucrónica. Si un hombre puede moverse en el tiempo, ¿debe sentirse desplazado? ¿Sentiría un encuadre temporal distinto? ¿Advertía ese hombre el paso del tiempo? ¿Era la continua referencia temporal un factor inherente al entorno humano?

La luz del vestíbulo era débil y el rostro del hombre que se me acercaba era de lo más ordinario, casi un estereotipo, una de esas caras que uno ve cotidianamente multiplicadas, con tan escasos rasgos peculiares que uno no puede acordarse de ellas, convirtiéndose en un patrón común.

El hombre disminuyó el paso mientras se me aproximaba. Entonces habló.

—¿Hay algo en que pueda ayudarlo? —dijo—. ¿Busca usted a alguien?

—A Prather —dije.

Un cambio repentino se dibujó sobre su rostro, un cambio que lo mismo entrañaba miedo que asombro. Se me quedó mirando fijamente.

—¿Charley? —dijo interrogándome—. ¿Es usted Charley Spencer?

—El mismo —contesté—. ¿Y el viejo Prather?

—El viejo Prather está muerto —replicó.

—¿Quién es usted?

—Debería recordarme. Soy Kirby Winthrop. He ocupado el lugar de Prather.

—Rápido trabajo —comenté—. Lo vi a usted justo la otra noche.

—Hace quince años —dijo Kirby—. Nuestro encuentro en la colina del Observatorio fue hace quince años.

Me estremecí ligeramente aunque estaba preparado para esto. Realmente no había pensado en ello, no me había permitido a mí mismo pensar sobre el asunto. Si tuve alguna reacción creo que fue de alivio al comprobar que no había sido de cien años el traslado.

—¿Qué hay respecto de Mary? —pregunté—. ¿Ha emergido ya?

—Creo que debería tomar un trago —ofreció Kirby—. Y creo que yo también lo necesito. Vayamos a beber algo.

Me tomó del brazo y juntos caminamos hacia la habitación que Kirby había dejado.

—Atienda todas las llamadas —dijo a la telefonista del antedespacho—. No estoy para nadie. —Se hizo a un lado y entramos en la oficina.

Casi me llevó en brazos hasta un cómodo y profundo sillón situado en una esquina, y luego fue hasta el pequeño bar que había bajo las ventanas.

—¿Qué prefiere?

—Escocés, si tiene, por favor.

Volvió con los vasos, me alargó uno y se sentó en un sillón frente a mí.

—Ahora podemos hablar —dijo—. Pero hagamos antes un pequeño brindis. ¿Sabe?, todos estos años he estado esperándolo. No ha sido una sorpresa verlo emerger, naturalmente, si es que debía emerger alguna vez.

—Eso es lo que yo temía —dije.

—Sí, quizá haya algo de eso también. Pero no demasiado. Un poco aturdido, pero…

Kirby dejó la frase flotando en el aire. Bebí un sorbo de mi vaso.

—Le he preguntado por Mary.

—Ella no podrá venir aquí —dijo moviendo la cabeza—. Tomó un camino diferente.

—¿Se refiere usted al pasado?

—Eso mismo. Hablaremos de ello más tarde.

—He visto que el artefacto ha desaparecido. ¿Lo desconecté?

—Usted consiguió desconectarlo.

—Me preguntaba si tal vez Leonard o el viejo Prather…

—Leonard es un caso archivado. Y en cuanto al viejo Prather… bueno, usted ya lo sabe. El viejo Prather nunca tuvo parte en el asunto. Siempre fue extraño a todo. Sólo un espectador. Era su forma de vivir, su función en la vida. Siempre había gente que hacía las cosas por él…

—Ya veo. De modo que usted logró sacarlo de allí. ¿Dónde está ahora?

—¿Sacarlo? ¿Se refiere al motor?

—Eso mismo.

—Justo en este momento se encuentra en la planta de Astrofísica.

—No recuerdo…

—Es nueva —dijo—. El primer edificio nuevo en el campus desde hace cincuenta años. Eso y el aeropuerto espacial.

Casi salté del sillón para dejarme caer luego.

—Un aeropuerto espacial…

—Charley —dijo Kirby—, hemos conseguido llegar hasta la constelación del Centauro y la del Cisne.

—¿Hemos?

—Nosotros. Aquí. El Instituto Coon Creek.

—¡Luego funcionó!

—Puede estar seguro de que funcionó.

—Las estrellas —murmuré—. ¡Dios mío, hemos viajado hasta las estrellas! ¿Sabe?, la noche en que nos encontramos en la colina yo deseé gritar a las estrellas, decirles que ya no había obstáculos entre ellas y nosotros. ¿Qué han descubierto ustedes?

—En Centauro nada. Sólo las tres estrellas. Interesante, naturalmente, pero sin planetas. Ni siquiera residuos espaciales. Un sistema planetario nunca formado, jamás posible. El Cisne tiene planetas, doce concretamente, pero en ninguno puede aterrizarse. Algunos son gigantescas masas de metano, otros están en proceso de formación, uno es una acumulación de cenizas calcinadas demasiado cerca del sol.

—Entonces hay planetas.

—Claro, y millones, billones de sistemas solares. Al menos es lo que pensamos.

—Usted habla de nosotros. ¿Qué hay acerca de los demás? ¿Y el gobierno?

—Charley —dijo—, usted parece no comprender. Nosotros somos los únicos que estamos en el ajo. Nadie más.

—Pero…

—Lo sé. Ellos lo han intentado. Pero nosotros decidimos que no. Recuerde que somos una institución privada. Ni un céntimo del Estado…

—Coon Creek —dije, medio riéndome ante lo ridículo que resultaba pensarlo—, el viejo y bueno Coon Creek ensayando la autonomía.

—Hemos instalado un sistema de seguridad —dijo Kirby con delectación—. Toda clase de detectores alrededor del lugar. Creo que hay suficientes.

—Usted dijo que el motor está aquí. Lo que significa que ustedes pueden construir otros.

—No es problema. Hemos hecho diagramas, hemos calibrado sus componentes, lo hemos fotografiado. Lo hemos recorrido hasta el más pequeño átomo. Evidentemente podemos construir cientos como él, pero hay algo…

—¿Sí?

—Ignoramos lo que lo hace funcionar. No poseemos el dato más importante.

—¿Leonard?

—Leonard está muerto. Se suicidó. Aunque no creo que si estuviera vivo…

—Hay algo más —dije—. Ustedes no se hubieran arriesgado estúpidamente con el artefacto si no hubieran sabido la manera de amortiguar el efecto tempórico. El viejo Prather y nosotros tres estuvimos rompiéndonos los cuernos con eso…

—Con la inteligencia —dijo Kirby.

—¿Qué quiere decir con «inteligencia»?

—Recuerde la noche en que estuvimos hablando. Yo le dije a usted que estaba construyendo…

—¡Una máquina inteligente! —grité—. ¿Es eso lo que quiere decir?

—Sí, eso es lo que quiero decir. Una máquina inteligente. Y casi lo había logrado la noche en que hablamos.

—Luego Mary iba por buen camino —dije—. Aquella noche, durante la cena, ella dijo «pensamiento». Transmisión del pensamiento dirigiéndose al artefacto. Tenía que ser una cosa inmaterial. Estuvimos dándole vueltas sin conseguir nada. Pero sabíamos tenía que haber un neutralizador.

Guardé silencio, intentando poner en orden mis ideas.

—El gobierno sospecha —dije— de dónde consiguieron ustedes el artefacto. Al parecer cayó de una nave espacial.

—Era, en efecto, una nave espacial —dijo Kirby—. Los del gobierno consiguieron bastantes pruebas para conjeturar cómo estaba construida. Recogieron también alguna materia orgánica, pero no tanto como para hacerse una idea de sus tripulantes. Naturalmente que sospechan que tenemos el artefacto, aunque no están del todo seguros de que exista. Nunca admitimos haber encontrado cosa alguna.

—Deben haber sabido, incluso desde el comienzo, que pasaba alguna cosa rara —apunté—. Mary y yo desaparecimos. Esto implica tener que dar explicaciones. No por mí, naturalmente, pero Mary era bastante célebre.

—Me siento avergonzado de tener que explicárselo —dijo Kirby, que de hecho daba muestras de avergonzarse—. Pero en su tiempo hicimos creer que ustedes dos se fugaron juntos como dos enamorados.

—Mary no le habría dado las gracias por el detalle —dije.

—Después de todo —dijo defendiéndose—, ustedes tuvieron alguna que otra cita cuando eran estudiantes.

—Hay algo que usted no me ha explicado. Usted dijo que Mary fue lanzada al pasado. ¿Cómo lo sabe?

Durante un rato permaneció mudo, luego contestó con una pregunta.

—¿Recuerda la noche en que hablamos en la colina?

—Sí —dije agitando la cabeza cansadamente—. Hablamos sobre su máquina inteligente.

—Y sobre algo más. Le dije que jamás había existido ningún hombre llamado Cramden, que la subvención del Instituto procedía de algún otro, pero que estaba demostrada la inexistencia de ningún Cramden.

—¿Y qué tiene que ver con esto?

—Se trata de algo que el viejo Prather recordó. Me contó algo sobre lo que usted propuso poco antes de las desapariciones, algo así como coger la paja más corta, jugárselo a los chinos o numerar papelitos. Leonard no quería participar. Desconectar el dispositivo de la manera que usted proponía era, según él, un riesgo inútil. Y Mary argumentó que evidentemente era un riesgo y que estaba dispuesta a arriesgarse.

Se detuvo y me miró. Moví la cabeza.

—No lo conseguí —dije—. ¿Es eso lo que intenta decirme?

—Déjeme. Más tarde se supo que ella había apostado, sí, pero a un juego mucho más complicado. Había invertido toda una fortuna en la bolsa. Nadie supo de esto hasta más tarde. Lo hizo a la chita callando.

—Aguarde un momento —dije—. Ella estaba interesada en economía. Siguió varios cursos y realizó bastantes lecturas. Economía y música. Yo siempre me he preguntado por qué fue escogida por el Instituto…

—Está claro. Muchas veces, a la caída de la noche, me he estado preguntando eso mismo y cada vez me asustaba más y más al ir acercándome a la verdad. ¿Puede usted imaginarse la de trucos que alguien como Mary, con su bagaje cultural, podría hacer si resultaba lanzada cien años al pasado? Se conocería el meollo a la perfección, sabría qué comprar, dónde invertir, cuándo retirar. No al detalle, naturalmente, pero con su conocimiento de historia de la economía…

—¿Está usted conjeturando o tiene pruebas?

—Algunas pruebas —dijo—. No demasiadas. Unas pocas. Suficientes para un hombre con intuición.

—De modo que la pequeña Mary Holland es lanzada al pasado, hecha un fardo, y se pone a financiar el Instituto Coon Creek…

—Mucho más que eso —añadió Kirby—. Usted sabe que hay una subvención básica desde que se levantó el Instituto. Pero luego, hace aproximadamente quince años, más o menos la fecha en que comenzó el asunto del motor de tiempo, fue abierta una cuenta suplementaria en un banco de Nueva York. Esta vez hubo un nombre, el de una tal Genevieve Lansing. Por lo que pude descubrir, la cuenta estaba abierta para hacerse efectiva en el futuro, es decir, nuestro presente; y la impositora era una señora de carácter excéntrico, con cierta fama de pianista aunque jamás había tocado en público. Y la causa de que fuera considerada excéntrica era que, en un tiempo en que nadie podía pensar en ello, ella estaba firmemente convencida de que algún día el hombre viajaría a las estrellas.

Nos mantuvimos callados durante unos momentos. Kirby se levantó y trajo una botella del bar para volver a llenar nuestros vasos.

—Ella lo sabía —dije, estirándome en el sillón—. Ella sabía que ustedes necesitaban una subvención suplementaria para posibilitar la construcción de una nave espacial y un cosmodromo.

—En eso hemos empleado el dinero —dijo—. La nave tiene el nombre de Genevieve Lansing. Estuve a punto de bautizarla Mary Holland, pero no me atreví.

Acabé la bebida y puse el vaso sobre la mesa.

—Quisiera saber, Kirby, si ustedes tendrían inconveniente en que me quedara aquí uno o dos días. Hasta que pueda caminar por mi propio pie. No me siento con fuerzas para hacerlo ahora.

—No le dejaríamos marchar en ningún caso —dijo Kirby—. No podemos dejarle regresar. Recuerde que usted y Mary Holland se fugaron hace quince años.

—Pero yo no puedo permanecer aquí. Tomaré un nombre diferente si es necesario. Como ya hace tiempo que ocurrió la… fuga, no creo que nadie me reconozca.

—Charley —dijo—. Usted no permanecería ocioso en este lugar. Hay trabajo para usted. Usted tal vez sea el único hombre vivo capaz de hacer el trabajo que le aguarda.

—No comprendo…

—Le dije que estábamos construyendo un propulsor a base de tiempo, un motor de tiempo. Sabemos que sirve para ir a las estrellas. Pero no conocemos el principio básico de su funcionamiento. Es una situación intolerable. La tarea está a medio hacer, aún hay cosas que faltan.

Me levanté de la silla lentamente.

—Coon Creek —dije—. Atado eternamente a Creek.

Kirby me alargó la mano.

—Charley —dijo—, nos alegramos de tenerlo en su propia casa.

Y allí, estrechándole la mano, recordé que no era necesario permanecer eternamente en Coon Creek. Uno de estos días partiría hacia las estrellas.