«A la memoria de mi padre,
que tal vez lea esta historia
sin saber que el autor es su
hijo.»

«¡Morir es sólo volver a empezar!»

—¿Quién ha dicho eso? —pregunté sentándome en mi cama del hospital, estrecha y poco elástica, pero confortable a pesar de todo. Respiraba con dificultad. Mi aliento era ronco e intentaba en vano escudriñar las sombras, que parecían dispuestas a cerrarse sobre mí y a engullir el amarillento e insuficiente resplandor de la lámpara del techo, viejo residuo de un plan para economizar.

—¿Quién ha dicho qué? —preguntó la enfermera en voz baja.

Al mismo tiempo, me enjuagó la frente y reajustó la odiosa sonda de oxígeno cuidadosamente hundida en mi fosa nasal derecha.

—Seguramente tiene razón… —murmuré, pensando en el teléfono que se encontraba al lado de la cama, a través del cual aún oía resonar la voz de mi hijo…

—¿Quién tiene razón? —preguntó la enfermera, que en aquel momento intentaba tomarme el pulso.

—Usted… Usted tiene razón… Y debería saberlo… Las enfermeras siempre tienen razón.

Comprendía ya que estaba a punto de morirme. Se trataba, naturalmente, de un antiguo temor, pero hasta entonces, durante los meses anteriores, no había pasado de ser una convicción subconsciente. Ahora no. Ahora acababa de cobrar una repentina conciencia de la proximidad de mi hijo, y no a través del dolor, del cansancio o —mucho menos— de mi creciente dificultad para respirar. Todos estos síntomas no tenían nada raro en un hombre de ochenta años. No, era otra cosa, un sentimiento extraño, un absurdo deseo de partir y —al mismo tiempo— de ver una vez más, y durante el mayor rato posible, a las personas que amaba. «No lo digo para preocuparte, hijo mío, pero estoy en pleno declive, como sabes, y no puedo durar siempre…» Era mi pretexto habitual para atraer a uno de mis hijos o a los dos, lo cual, en mi pensamiento consciente, no dejaba de ser un simple juego, porque yo no me creía en declive alguno y sólo deseaba sentirme acompañado, pero —a pesar de ello— ya entonces, desde mi subconsciente, comprendía que era verdad.

La misma situación se había producido anteriormente, cuando mis hijos, al darse cuenta de que llevaba varias semanas sin abandonar la cama, llamaron a un médico muy conocido. A un médico que fue cortés, eficaz, incluso reconfortador. Pero el ojo subconsciente de un viejo puede leer todos los pensamientos, hasta los de un especialista.

Mis hijos me trataron a cuerpo de rey. Siempre habían sido buenos chicos. Me llevaron a una hermosa clínica, atestada de flores y de bien cuidados céspedes. La enfermera diurna era guapa, posiblemente muy guapa; el personal, afable y consciente de sus obligaciones. Todo resultaba tan inesperado, tenía mi habitación tal aire de alegría, que por un momento creí terminados mis malos sueños e inminente mi regreso a casa. Lo creí con tanta fuerza que tuve suficiente humor para gastarle una broma pesada a la enfermera, cuando vino a desnudarme, diciéndole que pronto saldría de aquel cuarto más bien fresco y en posición horizontal. Ella se rió de buena gana, mientras me desnudaba con sus manos rosadas, ágiles y poderosas, y yo —sugestionado por aquella repentina sensación de bienestar— me sentí molesto por su presencia. Estaba enfermo, sí, pero no era un inválido ni un bebé.

—No me voy a quitar los calcetines, señorita —dije con una voz tranquila, neutra e indiferente, pero llena de determinación.

—Como usted quiera, señor.

Aquella concesión me desconcertó bastante. Siempre había pensado que las clínicas, los hospitales y los sanatorios, por muy lujosos que fueran, se regían por leyes estrictas. La irritante desenvoltura de la enfermera al ponerme un pijama limpio, su titubeo antes de decidirse a dejar abierto el botón del cuello y, especialmente, los golpecitos que dio en la parte trasera de la chaqueta para alisarla, como si yo fuera un chaval obligado a estrenar demasiado tarde su primer traje de marinero… todo aquello me exasperó y estuve en un tris de anunciarle rabiosamente que iría en chaleco durante el día y con sombrero hongo por la noche. Pero la suavidad de su «como usted quiera, señor», trae hizo meterme en la cama sin decir esta boca es mía… sintiéndome incluso agradecido de que no me diera palmaditas en el trasero durante esta operación.

Por lo demás, estaba firmemente decidido a ocultarle que una de las uñas de mi pie se había ennegrecido completamente, por alguna razón misteriosa, varios años atrás.

Con la inconfesada finalidad de no contradecir a mi subconsciente, había adoptado una nueva postura de humor frente a mí mismo. Consistía ésta en pretender que me quedaban pocos días de vida y en decirlo a los cuatro vientos con tono despreocupado, sin dar la impresión de estar muy convencido de ello, pero estándolo, sin embargo, lo suficiente para inquietar a mi auditorio. Desgraciadamente, hay personas que sólo entienden un reducido número de bromas. Su sentido del humor se limita a las zalemas de las antesalas y a las evidencias. El médico del establecimiento era una de ellas y reaccionó ante mi estribillo agriamente, como si yo creyera de verdad que mi fin estaba próximo.

—¡No sea estúpido! —dijo examinando el gráfico de temperaturas colgado en una de las esquinas de la cama—. Su fiebre baja rápidamente…

—Sí, pero no tan deprisa como yo —repliqué con una risita, interrumpida al final por un golpe de tos.

La enfermera sonrió, pero el médico frunció el ceño y me tomó el pulso.

—Su pulso es regular y firme… Ha mejorado mucho…

—Porque aún no se ha enterado de mi empeoramiento.

Esta vez, sin embargo, me miró a los ojos y comprendió enseguida… Su certidumbre penetró brutalmente en mi subconsciente. «Morir es sólo volver a empezar»… ¿Dónde había oído eso? El cerebro de un viejo, sobre todo el de un viejo que ha leído mucho, está tan lleno de vueltas y revueltas, tan atiborrado de palabras, frases, historias, dudas y convicciones, que generalmente resulta difícil, si no imposible, encontrar el origen de un pensamiento. «Morir es sólo volver a empezar…» ¿Era el eco de una voz humana lo que, en aquellos postreros momentos, había llegado hasta mí? Las palabras, desde luego, se distinguían sin esfuerzo… Pero no, seguramente había sido un sueño. ¿La enfermera? Imposible. Ninguna enfermera podía hablar así, ni siquiera formando parte del servicio nocturno. ¿Entonces…? ¿Shakespeare? ¿La Biblia? ¿La Rochefoucauld? No, La Rochefoucauld de ninguna forma. ¿Bossuet? ¿Arnold Bennet? ¿Hemingway? ¿Algún oscuro personaje, con diarrea verbal crónica, de las inmediaciones de Hyde Park? De nada me serviría prolongar esta búsqueda, porque jamás conseguiría llegar al punto de partida. «¡Morir es sólo volver a empezar!» Aquello, en principio, parecía estar de acuerdo con la mayor parte de las religiones, si no con todas… Al menos con todas las que yo conocía. La frase, por lo demás, no tenía demasiada significación y poco importaba averiguar qué desconocido adepto de una desconocida religión había podido redactarla. Imaginaba muy bien a un padre[2] de manos descarnadas pronunciando aquellas palabras con su voz más grave y también a un sacerdote de manos rosadas y carnosas atronando las naves de una catedral. «Morir es sólo volver a empezar»… Igualmente podía imaginarme a un oriental paladeando su té y murmurando la dichosa frase a través de la larga y curva hendidura de su interminable sonrisa… Una de esas sonrisas que los orientales se fabrican a medida cuando no están a gusto.

¿Pero por qué esas palabras, en aquel preciso instante, adquirían para mí un sentido diferente? ¿Tal vez para empujarme a consentir que el subconsciente se adueñara de mi cerebro? ¿Se me quería advertir de que mi fin estaba mucho más próximo de lo que yo mismo pensaba? ¿Se trataba de una simple advertencia? ¿De una señal? ¿De un consuelo?

—Señorita, ¿ve usted alguna razón para que la muerte sea un salto atrás, en lugar de un fin o de un paso hacia delante? —pregunté a la enfermera, que en aquel momento se disponía a tomarme la tensión, colocándome el consabido brazalete alrededor del bíceps.

—No se mueva, por favor —repuso cortésmente. Después se llevó el estetoscopio a las orejas y encendió la luz de la cabecera.

Debí quedarme amodorrado unos minutos, porque no la vi salir de la habitación. Cuando desperté, alguien había encendido todas las luces y mi cama, cuyas almohadas se retiraban siempre durante la noche, estaba literalmente cercada por un escuadrón de médicos con batas blancas. La verdad rasgó entonces la corteza de mi subconsciente V afloró a la superficie. Supe que me moría y que aquello era el fin.

«Morir es sólo volver a empezar», dijo una vez más la voz de mi cabeza.

—Muy bien, pero no hace usted más que repetirse —dije entre dientes—. Y esa frase, por lo menos, no significa gran cosa…

—¿Qué dice, abuelo? —me interrumpió uno de los médicos acercándose mucho, mientras otro me ponía una ardiente inyección en el brazo.

—¡Oh, nada!… ¿No convendría telefonear?

—No se preocupe por eso… Cálmese y confíe en nosotros —dijo mientras me ponían una segunda inyección en el otro brazo.

El tintineo de los instrumentos sobre las bandejas de metal resultaba bastante desagradable. Pero, aparte de eso, las voces de los médicos se parecían a las que oía, cuando sólo era un crío, alrededor de la mesa de té. Entonces tenía la costumbre de agarrar a mi madre por el cuello y de dormirme sobre su pecho, dulce y tibio, en cuyo interior percibía respiración, palabras y vida.

Mi corazón hizo dos o tres violentas cabriolas, que me devolvieron a la realidad. Alguien me sostenía la barbilla, inclinándose sobre mí, y me introducía un nuevo tubo en la boca. Oía, a un lado y otro de la cama y cada vez con más debilidad, las voces y los ruidos de los instrumentos. Era como si estuviera en el centro de un corredor y dos escalas de sonidos idénticos llegaran hasta mí de ambos extremos. Y justo sobre mi cabeza, en lo alto de una especie de chimenea que muy bien mediría cien metros, brillaba una luz, semejante a la que había encima de mi cama.

¡Era eso! ¡La vuelta a empezar, el salto atrás! Me alejaba del sonido, de la luz y, naturalmente, de la vida. Una experiencia interesante y asombrosa, muy distinta de cuantas hasta el momento había vivido. Yo no abandonaba la vida; era ella, por el contrario, quien huía de mí por todas partes.

Una voz descendió con singular nitidez a lo largo de los corredores de resonancia, era la de mi hijo mayor:

—¿Está todavía consciente?

—No… En realidad, no… Está ya lejos, muy lejos.

—He venido a verte, little Pop —dijo la voz de mi hijo a lo largo del corredor.

—¡Gracias, hijo mío! —contesté, aunque dudaba de que mis palabras tuvieran fuerza suficiente para recorrer aquellas interminables galerías, que ahora parecían forradas de metal.

Unos minutos más tarde, cuando mi otro hijo me anunció, con voz tranquila, que también él estaba allí, los corredores se habían reducido considerablemente. Ya sólo eran dos estrechos tubos de cobre, uno a cada lado de mi cabeza. Dos tubos que ni siquiera estaban bien ajustados a mis tímpanos y que debían medir —como mínimo— un kilómetro de longitud, a juzgar por el tiempo que los sonidos tardaban en llegar hasta mí. El pozo vertical de la chimenea, encima de mi cabeza, había sido igualmente sustituido por una delgada cañería, en cuyo extremo, muy distante de mí, veía danzar un infatigable punto luminoso. «Vivir es sólo volver a empezar», dije riéndome suavemente.

Pero esa vez las palabras se inmovilizaron cerca de mí y no huyeron a través de los tubos. El punto luminoso se oscurecía cada vez más. Sin duda, me faltaba muy poco para morir. En cuanto mi corazón se detuviera, o todo lo más un segundo después, dejaría de oír, de ver y de sentir. Eso, al menos, me habían enseñado. En realidad, me dije, hace ya mucho tiempo que no siento nada.

Por fin llegó la total privación de luz y sonido, pero tardé unos instantes en aceptar el hecho científico de mi muerte. A los viejos les gusta discutir y emplear argumentos desconcertantes. He aquí los míos: puesto que aún pensaba, mi cerebro continuaba funcionando y, por consiguiente, la sangre seguía irrigándolo, lo cual probaba a su vez que mi corazón no había dejado de latir. A juzgar por los síntomas, que encontraba en una especie de coma y la muerte sobrevendría inmediatamente.

Sólo mucho más tarde, sin embargo, sentí que mi cuerpo estaba verdaderamente muerto, que mi cerebro había dejado de funcionar y que lo que me quedaba, lo que aún desarrollaba cierta actividad, sólo podía ser mi YO, mi alma o, por lo menos, esa parte desconocida de la criatura humana que —según la tradición— no puede perecer. Sí, eso era. ¡Algo que no podía perecer, que jamás perecería! Pero aún más sorprendente resultaba el hecho de que, a pesar de acordarme y de razonar, no supiera nada de mi vida anterior. Ignoraba, por ejemplo, si me encontraba en el interior o en el exterior de mi cuerpo. A juzgar por mis últimas sensaciones, tenía el sentimiento —un sentimiento muy desagradable, por cierto— de que yo… mi yo estaba precisamente en el centro de la cabeza, seguramente en la hipófisis. De ser así, tardaría no varios meses sino varios años en conseguir liberarme, a menos que algún doctor inteligente pidiera una autopsia. Esta posibilidad, sin embargo, era más que hipotética en la clínica donde mis hijos me habían instalado para morir. Suponía, por el contrario, que estarían tratando mi cadáver por todo lo alto y que tal vez, incluso, lo habrían llevado a un depósito de lujo, dotado con un mágico refrigerador que ronronearía agradablemente. ¿O me habrían enterrado ya? Ninguna sensación, ninguna forma de medir el tiempo, eso era lo espantoso. ¿Cómo podía averiguar si llevaba muerto diez minutos, diez días o diez años? Me quedaba, naturalmente, el recurso de contar diez segundos, e incluso uno o dos minutos, con los dedos, pero no podía hacer eso todo el tiempo.

Intenté darme miedo. Estaba encerrado en una prisión totalmente oscura y silenciosa, sin poder dormir nunca, ni moverme, ni hacer las cosas que en otro tiempo hacía, y al lado —por añadidura— de una sola y siniestra compañera: la eternidad. Por desgracia, es absolutamente imposible asustarse sin un corazón enloquecido por la adrenalina, sin una boca para gritar de terror, sin unos ojos que puedan desencajarse y unas uñas que nos arañen las mejillas.

¡Si al menos pudiera dormir! De todas formas, no había que contar con el olvido. Intenté contar corderos, poco a poco, sin apresurarme. Llegué a contar millones, lo que en cierto modo venía a constituir una especie de olvido, pero mi alma, o mi yo, se habituó rápidamente a pensar en otras cosas, sin por ello dejar de pasar revista mental a más corderos de los que Noé o Australia hubieran sido capaces de soñar. Después intenté calcular el tiempo transcurrido mientras contaba los endiablados animales, la cosa merecía la pena, porque —sin detenerme nunca— había alcanzado la sorprendente cifra de novecientos noventa y ocho millones de corderos, a todos los cuales imaginé vivitos y coleando en el interior de su lana y a los que hice saltar, de uno en uno, por encima de una valla inundada de sol. Rara vez saltaron dos al tiempo y, calculando a simple vista, cada salto duraba por lo menos un segundo. Eso hacía un ritmo de sesenta corderos al minuto, de tres mil seiscientos corderos a la hora y de ochenta y seis mil cuatrocientos corderos al día. Un millón de corderos suponía, por tanto, casi doce jornadas de trabajo, y mil millones, cifra que prácticamente había alcanzado, alrededor de doce mil jornadas. A trescientos sesenta y cinco días por año, resultaba… ¡Gran Dios! ¡Casi treinta años! ¡Tres veces diez años!

Einstein acudió en mi ayuda. ¿Cómo iba yo a saber si el tiempo asignado a cada salto —un segundo— tenía la menor relación con un segundo G.M.T.? En medio de aquella total soledad, lo mismo hubiera podido pensar que un cordero tardaba en saltar una milésima, una millonésima o incluso una milmillonésima de segundo.

Evidentemente, me hallaba ante una terrible alternativa: la de encontrar otra ocupación o la de volverme loco… ¡Y mira por donde acababa de tener una maravillosa ocurrencia! ¿No era la locura una de las formas del olvido? También ahí, sin embargo, mi fracaso fue completo. ¿Cómo puede uno volverse loco sin un cerebro que se nuble, sin unos nervios que flaqueen, sin un cuerpo que se estremezca y solloce, sin una boca que se llene de espuma y empiece a delirar? Es absolutamente imposible.

Una especie de extraña duermevela, mientras contaba los corderos, fue lo más aproximado al acto de dormir o a los verdaderos sueños, que pude conseguir. ¡Habría sido tan refrescante un sueño verdadero! Los sueños están siempre llenos de cosas inesperadas. Constituyen una de las formas más genuinas de la vida, una distracción que cada ser humano se ofrece involuntariamente a sí mismo. En cuanto a mí, no sólo estaba obligado a producir, a fabricar hasta el más insignificante de mis pensamientos o de mis representaciones, sino que debía prolongar esa fabricación ininterrumpidamente, día y noche, suponiendo que el día y la noche continuaran teniendo algún sentido para mí.

¿Me encontraba bajo tierra? ¿Y, de ser así, desde hacía cuánto tiempo? ¿Se habían adueñado ya los gusanos de ¡ni esqueleto? ¿Qué pasaría cuando llegaran a mi yo interior? Este pensamiento ni me divertía ni me atemorizaba; me producía, simplemente, una vaga curiosidad.

¿Y si me dedicaba a resucitar mi vida anterior? ¿Acaso no hay personas que escriben sus memorias? Todos unos mentirosos, pensé, con Jean-Jacques Rousseau a la cabeza. Puesto que yo no tenía lectores ni auditores, podría disfrutar de los placeres de una autobiografía honesta. Comencé por mis primeros recuerdos e intenté subir hacia atrás, como Jung, o Adler, o algún otro, aconsejaban, pero fue un nuevo fracaso. Para recorrer mi vida parecía necesitar mucho menos tiempo que para contar mil millones de corderos, lo cual equivalía a confesar que no tenía muchas cosas de que acordarme.

Repentinamente recordé que los sacerdotes y las religiosas llegaban a veces al éxtasis por el procedimiento de repetir determinadas plegarias. Como no había olvidado el Padrenuestro, decidí aplicar también este método, añadiendo una oración especialmente compuesta para mi caso personal, que tal vez no lo era tanto como pensaba. Sin duda había centenares, millares de personas, encerradas a mi alrededor. Aunque quedaba la posibilidad de que no me hubiera muerto, y estuviera desvanecido, con lo cual, tarde o temprano, terminaría por recobrar mis sentidos o, lo que aún era peor, me despertaría en mi ataúd y me volvería loco en unos minutos. Pero ya había pensado en todo eso, que al fin y al cabo no dejaba de ser agua pasada…

La historia me tentó durante cierto tiempo. Allí, encerrado en mi extraña prisión, nadie me molestaría y podría concentrarme como ninguna otra persona hasta entonces lo había hecho. Con lo que sabía de la Revolución Francesa, por ejemplo, tal vez consiguiera resolver el enigma del delfín. Sin embargo, llegué rápidamente a la conclusión de que mis conocimientos de esa parte de la historia de Francia no eran tan extensos como en vida había supuesto, y busqué refugio en la pintura. Entre mis antepasados existía un artista célebre y mi hijo menor se ganaba dignamente la vida con el lápiz. No me costó mucho trabajo imaginar paisajes, naturalezas muertas, lienzo, paleta y pinceles, pero fui incapaz de pintar con más talento de lo que lo había hecho en vida. Después recurrí al ajedrez, con poco éxito, porque —a pesar de mis ilimitadas posibilidades de concentración— enseguida perdía el hilo. Por otra parte, y digan lo que digan, no resulta muy divertido jugar solo al ajedrez.

Tras esforzarme por recordar todos los libros que había leído (no lo conseguí ni de lejos), me entregué de lleno a revivir los placeres amorosos. Me gustaría que alguien intentara hacer lo mismo, sin cuerpo y sin una gota de sangre en sus inexistentes venas.

La idea de comunicarme con otros prisioneros, o con los seres vivos, me atraía mucho, pero no veía forma alguna de conseguirlo. Me pregunté si sería esta comunicación el objeto real de los cenáculos de espiritismo. Entonces me dediqué a imaginar reuniones de este tipo y, para darles mayor veracidad, hice participar en ellas a miembros de mi familia. La cosa, a pesar de todo, no resultó demasiado convincente.

Durante algún tiempo, dediqué mis ocios a la transmisión del pensamiento. Pero el único pensamiento que valía la pena de ser transmitido, y la única prueba de éxito, consistía en lograr que alguien me exhumara y abriera mi ataúd precisamente cuando mi alma, mi yo, estuviera a punto de liberarse. ¿Pero tendría entonces, desprovisto de cuerpo, libertad para comunicarme con el mundo que había conocido? Por lo que sabía, ya gozaba de esa libertad. Estaba en el viento y bajo el sol. Y, después de todo, la cosa carecía de importancia. Lo único importante era que tenía conciencia de mí, y sólo de mí, y que me encontraba encerrado en la más perfecta prisión que jamás hubiera inventado el hombre o el mismo Dios. La suerte del ludión en su botella, comparada con la mía, era la suerte de un hombre libre. Siempre cabe pensar en evadirse de un torreón, de un cuarto, de una damajuana o incluso de un ataúd, pero nadie puede evadirse de la nada, de un espacio sin dimensiones, del átomo de un átomo, del anti-espacio.

Un intelecto (¿qué era yo sino un intelecto?) no tiene posibilidad alguna de abrir túneles. Mi única esperanza de evasión, por tanto, residía en la evasión intelectual. Pero las aplicaciones del intelecto son infinitamente más restringidas de lo que generalmente se cree. Recordar, resolver problemas —o intentarlo—, recomponer el pasado a su manera y examinar todas las oportunidades no aprovechadas, inventar… He ahí todo lo que puede hacer. Inventar, evidentemente, era lo más interesante, y a ello dediqué el más arduo de mis pasatiempos.

De esta forma escribí mentalmente una mala novela, cuyo héroe era un imposible prisionero, incapaz de escapar de su cárcel e incapaz también de escapar a su pasado y a él mismo. Después, como un niño, me esforcé en inventar cosas inexistentes, ayudándome de mis conocimientos terrestres: formas, colores y palabras nuevas. Naturalmente, no superé a Joyce ni a Picasso.

Mayores satisfacciones me produjo la construcción de un puente que unía Francia e Inglaterra por encima del Canal de la Mancha. Sin ningún conocimiento de arquitectura o ingeniería, me puse animosamente al trabajo, dibujé, tracé planos y llevé a cabo cálculos de todas clases. Cuando las obras estaban bastante avanzadas, me vi obligado a empezar de nuevo, porque no había tenido en cuenta las mareas ni la naturaleza de los suelos en los que iban a asentarse las pilastras de mi puente. Resistí heroicamente la tentación de superar las dificultades por procedimientos mágicos o por intervención de cualquier Superman. Me entregué al proyecto, por el contrario, en alma y vida e incluso realicé personalmente una gran cantidad de trabajos distintos. Un día que actuaba de buzo, dejé que mi tubo de oxígeno se rompiera y estuve a punto de ahogarme, pero como mi fin hubiera sido también el del puente, me las arreglé para ser salvado en última instancia por un hombre-rana.

Aquel puente fue la primera ocupación de la que extraje algún placer real, seguramente porque el espíritu sólo se satisface creando. Me vi, pues, obligado a seguir en esa línea. Así construí un enorme paquebote, que vigilé personalmente hasta el momento de la botadura, y una ciudad entera, con edificios de todas clases, al lado de la cual Brasilia parecía un pueblecito para la experimentación de métodos arquitectónicos y urbanísticos. Con la eternidad por delante y sin perspectiva ni necesidad de reposo, pude llevar a cabo todo este ambicioso programa sin hacer trampa conmigo mismo. Tras el éxito del paquebote y de la ciudad, mi ambición no conoció límites y me dediqué a la construcción de una presa gigantesca. Aunque tenía a mi disposición los medios mecánicos más perfeccionados, me cansé muy pronto de derramar tonelada tras tonelada de hormigón. Terminé, sin embargo, la obra, porque no hacerlo me hubiera parecido una indignidad. Y mientras miraba subir el nivel del agua en la presa —que tardaría cinco años en llenarse, pues el terreno inundado era tan grande que me había visto obligado a sacrificar una ciudad y una docena de pueblos (todo lo cual, naturalmente, fue reconstruido, y mucho mejor, en otra parte)—, una nueva idea se apoderó de mí: ¡la creación de la vida!

Para ello tenía que empezar creando una célula y la empresa, con mi escaso bagaje científico, era imposible. Sin embargo, descubrí repentinamente la solución del problema cuando me encontraba en plena ceremonia de inauguración de la presa, con el Secretario General de las Naciones Unidas disponiéndose a recorrer en coche la inmensa muralla de ochocientos metros de anchura… ¡Resultaba fácil, casi infantil ¡Yo sería la primera célula!

Mis conocimientos de embriología eran mucho más limitados que de arquitectura. Cuando, en el transcurso de mis grandes empresas anteriores, tropezaba con dificultades insalvables a la luz de mi escasa experiencia, encargaba a otros de esa parte de las obras. Por ello había utilizado máquinas que nunca hubiera podido fabricar, pero para crear vida tenía que hacerlo todo personalmente. De entrada, sólo sabía que una célula se divide en dos, cada una de las cuales se divide a su vez en otras dos, y así sucesivamente, hasta que por fin una gigantesca agrupación de células se hace perceptible al microscopio (ni siquiera de esto me sentía seguro). De todos modos, por medio de ese sistema de bípartición podía llegar a algún resultado tangible. ¿Y luego…? Tenía ya una verdadera montaña de esa especie de pompas de jabón… Perfectamente. ¿Pero, cuándo y cómo entraba la vida en ellas? Necesitaba partir de una célula que soplara el hálito vital en sus congéneres, pero tampoco sabía a ciencia cierta si ésa era una de las funciones celulares. Sólo quedaba un sistema: dar carta blanca a mi imaginación.

Me resultó bastante difícil transformarme en célula, porque estaba convencido de que mi yo existente era mucho más pequeño que una célula. Tuve, pues, que concentrarme y hacer un terrible esfuerzo para engrosar al menos un millón de veces, con el fin de convertirme en una célula microscópica. Como le había dejado las riendas sueltas a la imaginación, no tenía más remedio que aceptar sus productos: al principio fui una célula casi esférica, pero con gran sorpresa por mi parte, ésta se dividió en dos células alargadas, que se dividieron a su vez. Entonces se me planteó un grave problema: como mi yo no podía encontrarse en varias células al mismo tiempo, tuve que escoger la que, antes de la división, prometía ser la más grande de las dos.

Al llegar a esta fase, un cambio imprevisible trastornó todos mis planes. Esperaba una nueva división, que no llegó. En lugar de ello, empecé a crecer y sentí que algo me empujaba desde atrás. ¿Tal vez una cola? ¿Era yo? ¿Podía yo…? Aún no tenía conciencia de nada circundante, ni de hallarme en ningún medio específico, ni siquiera de movimiento alguno, pero el fenómeno era lo suficientemente extraño como para asombrarme. Aunque no podía oír, ni ver, ni sentir, experimentaba un absurdo deseo de moverme, de acabarme, como si estuviera en el fin de un principio…

Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. Ella estaba allí, a mi lado. Era mi madre, la Tierra, y yo un astronauta que regresaba tras un largo viaje por el espacio. ¡Si pudiera alcanzarla! La notaba muy cerca, soberbia y esférica, y hacía desesperados esfuerzos para progresar. ¡Si consiguiera atravesar la atmósfera sin ser destruido!… ¡Sí lograra aterrizar!

¡Ya estaba! ¡La había atravesado y me encontraba nuevamente en un mundo tangible! Empecé a gritar, a aullar, a reír y… ¡a comer! ¡Tenía tanta hambre y estaba tan contento! ¡Sabía que el objeto de mis deseos me esperaba allí cerca, en alguna parte de aquella tibia oscuridad! Había perdido mí cuerpo, mi cola o mi traje de astronauta, y había vuelto a convertirme en célula o núcleo. Seguía prisionero, pero era el prisionero más feliz que puede existir en un universo recobrado. Sí, me encontraba bien en el interior del mundo, aunque llegado a él de una forma todavía inexplicable. ¡Y el objeto de mis deseos me esperaba, sí, me esperaba!

Aún no ha cantado ningún poeta cómo nos confundimos, destruimos, creamos y recreamos unos a otros. Pero he aprendido ya que nosotros somos YO y, naturalmente, que yo soy NOSOTROS…, porque nosotros recomenzamos a dividirnos en dos, pero esta vez existe una diferencia: yo he dejado de ir de una a otra célula y me he quedado en la mayor parte, en todas aquellas que son yo. Hay otras células que parecen bien dispuestas con relación a mí, pero que no son yo. Y una última experiencia sorprendente: por primera vez después de mi… salto atrás, tengo vacíos, sí, verdaderos momentos de reposo.

Mi yo, mi alma, también ha sufrido una importante transformación. He vuelto a sentirme cerebro en igual medida que alma y en el exterior de este cerebro, que parece largo y está doblado de fuera a dentro, que es —en suma— un cerebro completamente distinto al que hace ya mucho tiempo perdí, percibo una masa, una masa sin cerebro, que es también yo.

¡Dormir! Sí, he dormido maravillosamente. ¿Un minuto o un siglo? Eso carece de importancia. Era un sueño confortable, el sueño nocturno en un paraíso teñido de púrpura y oro. Y, al despertar, me esperaba una gran sorpresa. Me he convertido en una entidad real. Tengo una cola.

Ahora ya comprendo. Se ha realizado un verdadero prodigio, un milagro de la imaginación, superior a la construcción de la presa y del paquebote. Sin poseer los necesarios conocimientos científicos, he conseguido imaginar la vida y, al imaginarla, he recobrado el sueño. Sí, he hecho de mí un embrión imaginario y sé que esta masa tibia en el exterior de mi enorme cerebro es un corazón dispuesto a vivir y sé también que debo habilitar un procedimiento para meterlo dentro de mí. ¿Soy un polluelo en un huevo, o un ternero en potencia o tal vez un extraordinario caballo que va a ganar millones? Sea lo que fuere, viviré con plenitud la vida que me corresponda. ¿Y después? Después ya sé el camino y podré convertirme fácilmente en otro animal.

¡Qué éxito! ¡Maravilloso! Me crean o no, soy un bebé. Un crío. Yo he empezado a dar patadas, porque me encuentro, sin duda, en el quinto mes. ¡Pero qué extraordinario sueño he recobrado! jamás, durante mi anterior vida humana, había dormido tan bien.

El instante se aproxima. Ya sólo es cuestión de minutos. He sentido un gran miedo cuando el líquido cálido que me rodeaba, se ha derramado bruscamente, dejándome envuelto por una carne tensa. No se me ocurre mejor comparación que ésta: imagínense un hombre en un submarino que de pronto se derrite. Mi única esperanza consiste en abrirme camino, por todos los medios, hacia la superficie.

Hace ya un buen rato que lucho, que me desvanezco, que me dejo ganar por el sueño… ¡Dios mío! ¡Qué largo es este túnel… un túnel que se pega a uno, que lo sujeta y lo aplasta! Ahora sé porqué tantas personas tienen terribles pesadillas en las cuales se ven luchar ante grietas inmensas, al pie de grandes acantilados y de murallas, o encerradas en túneles demasiado estrechos para ellas.

¡Oh, esta banda de acero alrededor de mi cabeza! ¡Los fórceps, sin lugar a dudas! ¡Eh! ¡Cuidado con mi oreja! ¡Mi oreja! ¡Qué estrépito! ¡Qué infernal estrépito! Y este frío glacial… ¡He salido! Mis ojos todavía no ven, pero mi yo se imagina perfectamente la escena. Una clínica de primera categoría, aun más lujosa que la otra… Sí, la que presenció mi muerte. Guantes, médicos enmascarados, cirujanos, enfermeras… ¡Todo un espectáculo! Pero no me hace mucha gracia su forma de manejarme en todos los sentidos. Parece que les divierte cogerme por los talones y lanzarme como una bala.

¡Ya está! Me han vestido y me han trasladado a una habitación llena de flores. No está mal esa chavala de la cama. ¡Si es mi madre! ¡Dios mío! Se trata de una verdadera belleza. ¿Y ese tipo demasiado grande, con un horroroso bigote, que me mira frunciendo las cejas? ¡No, no puede ser! ¡Mi padre! Es un embustero, un abominable embustero. Seguro que jamás le ha puesto la vista encima a nada tan feo como yo y, a pesar de ello, se vuelve y llora, besando a la señora de la cama y diciéndole que soy muy guapo.

Ahora que ya sé cómo se hace, voy a vivir otras vidas. El sueño, el olvido total que da el sueño, bien vale la pena. Tal vez sólo es, después de todo, un procedimiento para conseguir el olvido… No, me estoy haciendo un lío… El sueño, el sueño maravilloso.

«…— y hemos decidido llamarle Edouard, como su abuelo. Sólo tiene cinco días, pero tiene un aspecto magnífico. Hasta esta mañana, no sé por qué razón, su cráneo y su cara parecían las de un viejo muy pequeñito. Pero hoy, de golpe, se ha convertido en un hermoso bebé.

»Besos para todos.

»Peggy.»