«A mi amigo Gourvat, que
me inspiró esta historia, cuando
estábamos encerrados en la
misma prisión y nos tomábamos
el uno al otro por sombríos
criminales.»
El Valle del Vézére, en el mismo corazón de la Dordogne, es tal vez la parte más bella de aquella región de Francia. A veces encajonado y silencioso, a veces animado por la risa ahogada del agua entre las rocas, el río Vézére pasa por el pie de numerosos castillos, pequeños y grandes, y al llegar al sitio donde el valle se estrecha y convierte en garganta, discurre burbujeante entre escarpadas murallas verticales. En otros tiempos, cuando el bosque se extendía hasta los terrenos pantanosos sobre los que hoy se alza la ciudad de Burdeos y cuando los corzos y los bisontes galopaban locamente entre los árboles, aquellas murallas estaban pobladas por hombres salvajes y semidesnudos, moradores de las innumerables cavernas, anfractuosidades y grutas que acribillan el paisaje.
Pero Robert Landley no sentía el menor interés por las bellezas naturales que le rodeaban, y dedicaba toda su atención, entre parpadeo y parpadeo, a la tortuosa carretera, más allá del barrido de los limpiaparabrisas, que le adormilaba con su monotonía de metrónomo. A pesar del sistema de calefacción, que enviaba corrientes de aire cálido entre sus piernas, Robert Landley tenía frío, estaba cansado y se sentía digno de lástima. Al fin y al cabo llevaba conduciendo toda la noche.
Ante él surgieron algunas casas. Al pasar junto al cartel que indicaba la proximidad de Saint-Leonard-sur-Vézére, alzó el pie del acelerador y frenó ligeramente. El Mesón del Puente, al lado —como era de esperar— de un horrible puente metálico, se abrigaba contra el río. A través de una ventana entornada, Robert vio en su interior a una opulenta anciana ocupada en preparar café. Con un suspiro de satisfacción, cortó el contacto, encendió un cigarrillo y bajó del coche. En ese preciso instante, para más felicidad, dejó de llover.
Diez minutos más tarde, afeitado y reconfortado, sin representar sus cuarenta años cumplidos, Robert Landley siguió el olor de los croissants recién hechos y del café hasta la cocina.
—¿Conoce usted al señor Gorvac, el escultor? —preguntó mientras introducía un croissant en el tazón de humeante café que acababa de servirle la cocinera.
—Desde luego, señor. Su casa es muy fácil de encontrar. Al llegar al castillo, gire a la izquierda y la verá. La última antes de llegar al bosque.
—¿Cree que estará levantado o será mejor que espere un poco?
—No. Estará levantado. El señor Gorvac es muy madrugador —explicó la anciana.
Cuando salió del albergue, el sol empezaba a asomar y tuvo que guarecerse los ojos hasta alcanzar el coche.
Pero cuando llegó ante él y miró dentro sintió que sus cabellos se erizaban y que en las piernas le nacía una especie de tirantez, síntomas ambos que llevaba años sin tener, pero que reconoció inmediatamente. Se dio cuenta, sin embargo, de que la vieja le observaba, y logró contenerse. No iba a darle, ni a ella ni a nadie, el espectáculo de su sorpresa. Tras dirigirle una última sonrisa, abrió la portezuela, apartó con el reverso de la mano el ataúd en miniatura que se encontraba sobre su asiento, se instaló apaciblemente, puso el contacto y arrancó.
La calle central del pueblo estaba desierta y una ojeada al retrovisor le convenció de que nadie le seguía. Por fin llegó a la altura de una vieja torre medio derruida, que sin duda pasaba por ser el castillo de la localidad. Torció a la izquierda bruscamente, siguió las cenagosas huellas de llanta de un estrecho camino rural y se detuvo ante la última casa. Sólo entonces deslizó el ataúd en el bolsillo de su impermeable y salió.
Un perrazo negro, que estaba moviendo la cola con aire amistoso, se puso a gruñir cuando vio que Robert intentaba abrir la cancela. Al no conseguirlo, tiró con desgana de una especie de cadena y en un lugar indefinido del interior de la casa sonó el tintineo de una campanilla.
Alguien introdujo una llave en la cerradura y la hizo girar. Se abrió la puerta y tras ella apareció un individuo de escasa altura, pero muy ancho de hombros y completamente despeinado, que se asomó con aire sorprendido y un instante después echó a correr hacia la verja, gritando:
—¡Bob! ¡Bob! ¡Mi viejo Bob!
Cuando llegó hasta él y le besó en las dos mejillas, tenía los ojos arrasados en lágrimas.
—¡No te esperaba tan pronto! Creí que llegarías mañana o incluso el sábado.
—Ya lo sé. Pero después de tu llamada telefónica de ayer, he pensado que lo mejor era venir inmediatamente. Por otra parte, prefiero conducir de noche. Así que hice la maleta y aquí estoy.
—Debes estar muerto de cansancio. Voy a decir que te preparen café para que puedas irte a la cama enseguida. Ya hablaremos del asunto después.
—Respecto al café, muchas gracias, pero déjalo. Ya lo he tomado. ¿Y Madeleine? ¿Tienes alguna noticia?
—Nada por ahora. Tal vez lleves razón y esté haciendo una montaña de un grano de arena. Me alivió mucho nuestra conversación de anoche.
—Yo, en cambio, no me siento tan optimista —dijo Landley.
—¿Por qué?
—Mira. ¿No te recuerda nada?
Mientras hablaba, sacó del bolsillo el ataúd.
—¿Tú también? ¿Cuándo lo has recibido?
—Esta mañana. Estaba sobre el asiento delantero de mi coche al salir del Mesón del Puente. ¿También tú lo tienes?
—Sí, Bob. Desde el lunes me envían uno todas las mañanas.
Abrió el cajón de una cómoda y extendió sobre ella cuatro ataúdes negros, cada uno de los cuales medía una docena de centímetros.
—¡Como los que enviabas a los colaboracionistas durante la guerra!
—No. Éstos están mejor hechos. Los nuestros, en comparación, eran un trabajo de aficionado.
—¿No había ningún mensaje dentro?
Landley abrió los ataúdes uno a uno.
—No.
—¿Recibió alguno Madeleine? ¿Estaba al corriente de estos envíos?
—Creo que no. No quería decirte nada por teléfono, pero desde su desaparición, estos ataúdes me inquietan cada vez más. Y ahora que tú también has recibido uno, resulta evidente que no se trata de una broma. Será preciso que avise a la policía. Yo confiaba… confiaba en que Madeleine se hubiera ido a tu casa.
—¿Cómo? ¿Pero a santo de qué, Jean?
—Ella me dijo un día que tú, antes de saber que estábamos prometidos, le pediste que se casara contigo.
—Sí, es cierto. Fue durante un bombardeo, al salir de Inglaterra. Madeleine debía ser lanzada en paracaídas con tres de nosotros aquella misma noche y yo, como acabas de decir, no estaba al corriente de vuestras relaciones. ¿Pero por qué iba a venir ahora a mí casa, Jean? Ni tú mismo puedes creer eso…
—No, Bob. Perdona. Anda, vete a dormir, mi capitán… Más tarde hablaremos.
En la casa flotaba un fuerte olor a ajo, que hizo sonreír a Robert durante el sueño. Un minuto más tarde fue despertado por el ruido del cincel de Gorvac. Se desperezó, bostezó y consultó su reloj de pulsera. ¡Eran casi las doce! Llevaba más de cuatro horas durmiendo.
Después de darse una ducha de agua fría, se dirigió hacia la parte de atrás de la casa. Gorvac había transformado un establo en taller y trabajaba con la puerta abierta. Robert pudo llegar hasta él sin ser oído. Gorvac, en aquel momento, tallaba un bloque de granito y su amigo comprendió, al contemplar un modelo de arcilla colocado sobre una mesa, que el bloque iba a convertirse en una cabeza y un brazo humanos. Algo así como una espesa ola estaba a punto de quebrarse; su pliegue, evidentemente, se convertiría en la boca abierta del hombre.
—¿Estás esculpiendo un campeón de natación?
Gorvac dejó las herramientas y se enjugó la cara chata y redonda.
—No… Un bajorrelieve para la cara septentrional del monumento a los muertos de Mélignac. Es Heuzelet, el hijo del panadero de la región.
—¿Murió en el mar?
—No. Cayó en manos de los alemanes después de la destrucción del puente de Mélignac y prometió enseñarles un lugar por donde podrían vadear el río. Los boches le hicieron pasar delante y le siguieron con un tanque. Heuzelet los condujo a una poza de aguas muy profundas y fue ametrallado por la espalda cuando intentaba escapar a nado.
—¿Eres tú quien ha metido esto en mi habitación, Jean?
Landley sacó otro ataúd en miniatura del bolsillo.
—¡Dios mío! —exclamó el escultor.
—¿Ha venido alguien mientras dormía?
—No, Bob. Sólo el cartero, que yo sepa.
—¡La comida está en la mesa! —gritó alguien con voz agria.
Una campesina delgada, de brazos largos y descarnados, había aparecido en el quicio de la puerta de la cocina.
—Es la mujer de la limpieza. Cuando no está Madeleine, se ocupa también de la cocina —explicó Jean quitándose la larga bata blanca.
Al terminar la comida, Landley tosió para aclararse la voz y preguntó:
—¿Cuándo se fue Madeleine exactamente? Dime todo lo que sepas sin omitir ningún detalle. ¿Estás absolutamente seguro de que no te dejó un mensaje?
—Por completo. Salió anteayer para hacer unas compras en Périgueux y dijo que pasaría la noche en casa de mi hermana. Lo demás ya lo sabes. No llegó a Périgueux.
—Anteayer… era martes. Tú ya habías recibido dos ataúdes, uno el lunes y otro el día en que se fue. ¿Salió antes o después de la llegada del segundo ataúd?
—Déjame pensarlo… No. Se fue con el carnicero, pero ya había encontrado el ataúd en mi estudio.
—¿Con el carnicero?
—Sí. La llevó hasta Montignac en su furgoneta. Allí debía tomar el autobús de Périgueux.
—¿Lo tomó realmente?
—No lo sé. Ayer por la mañana, al ver que no volvía, telefoneé a mi hermana y me dijo que no la había visto. Esperé unas cuantas horas y después me puse en contacto contigo.
—¿Conoces algún sitio donde haya podido ir?
—No. En Inglaterra tiene muchos amigos, pero se dejó el pasaporte aquí. No se me ocurre ninguna persona que…
—No debe ser difícil comprobar sus movimientos en Périgueux. Nosotros mismos podemos encargarnos de eso antes de avisar a la policía. Hasta ahora no hemos perdido el tiempo. ¿Qué opinas tú?
—Lo dejo en tus manos. ¿Tengo que acompañarte?
—Será mejor que vaya solo. A ti te conocen demasiado y a mí, en cambio, nunca me ha visto nadie. Espérame. En coche no tardaré mucho tiempo. Pero antes de nada, llévame a ver al carnicero.
Todo lo que el carnicero pudo decir fue que había dejado a la señora Gorvac en la plaza de Montignac, delante del coche de línea de Périgueux. No, no había visto subir a la señora en el autocar, que aún estaba en la parada cuando la dejó en la plaza.
—No me cae muy simpático tu carnicero —dijo Landley volviendo a subir al coche—. Pero debo confesar que siempre he tenido cierta prevención contra el gremio. Vuelve a tu escultura. Volveré pronto.
Madeleine no era el tipo de mujer que pasa desapercibida. No tenía la belleza deslumbrante de las estrellas de cine, pero poseía una atractiva sonrisa y no le faltaba garbo ni personalidad. Nadie que la hubiera visto una vez, la olvidaría inmediatamente. Esta propiedad, por otra parte, le había perjudicado mucho durante la guerra. Robert Landley estaba seguro de encontrar fácilmente sus huellas sí el carnicero había dicho la verdad. Aquello se parecía bastante al trabajo del maquis, pero existía una diferencia: esta vez la policía actuaría contra sus desconocidos enemigos, por muy peligrosos que parecieran.
Estaba de suerte. La primera persona que encontró en la estación de los autobuses de Montignac resultó ser el cobrador del coche de Périgueux. Landley le describió a Madeleine e incluso le enseñó una foto, pero el cobrador no recordaba haberla visto nunca. El chófer, por el contrario, la reconoció enseguida. Estaba seguro de que había visto a esa señora dos o tres días antes en la parada y también de que no había subido al coche. Tras la marcha de éste, se quedó completamente sola cerca de la acera.
La línea de Tulle y Brive tenía su parada al otro lado de la plaza. Robert la atravesó para informarse también allí, pero —como había previsto— no sacó nada en limpio. Forzosamente, Madeleine debía esperar algo distinto a un autobús. ¿Pero qué? Robert se esforzó en imaginar los pensamientos que aquella plaza podía haber sugerido a su ex compañera de guerra. Después miró alrededor. ¿El café? En cualquier caso nada se perdía con intentarlo.
El camarero era un charlatán. Landley le enseñó la foto.
—¡Pero si es la señora Gorvac!
—Sí —dijo Landle—. Dígame (le deslizó un billete de quinientos francos en la mano, que tenía ya semiabierta)… Dígame si estuvo aquí el martes, por favor. Fue vista en la parada de los autobuses y fácilmente pudo entrar en el local…
—No, señor. La señora Gorvac viene a veces con su marido, pero nunca sola. No pertenece a esa clase de mujeres…
—Desde luego. ¿Pero está usted seguro de no haberla visto recientemente?
—Completamente seguro. El señor puede preguntar en el estanco de al lado. La señora Gorvac siempre compra ahí el tabaco de su marido.
Sí, el estanquero se acordaba de la visita de Madeleine. Le parecía que fue el martes, pero no recordaba la hora.
Landley, un poco animado por este indicio, entró en varias tiendas más, sin éxito. Cada vez estaba más convencido de que Madeleine no tenía ninguna intención de ir a Périgueux y que sólo había esperado en la parada de los autobuses por cálculo, tal vez para despistar al carnicero.
Levantando los ojos, Landley se dio cuenta de que casi había llegado a las últimas casas de Montignac. Dio media vuelta para regresar al centro del pueblo y en ese momento, una regadera azul pálido, decorada con una flor roja, atrajo su atención. Estaba ante la puerta de una ferretería, entre otros muchos recipientes, y Landley intentó acordarse de dónde había visto una parecida. Continuó andando durante un rato y de repente se acordó: en la puerta del estudio de Jean había una regadera casi sin estrenar e idéntica a aquélla. Volvió sobre sus pasos y entró en el establecimiento.
El tendero, vestido con una bata gris y tocado con una boina mugrienta echada hacia atrás, reconoció inmediatamente la fotografía.
—Sí, señor. Tiene usted razón. Esta mujer compró aquí una de esas regaderas el otro día.
—¿Qué día?
—Hará más o menos una semana. Pero volvió después para comprar carburo.
—¿Para comprar qué?
—Carburo. Lo que se le pone a las lámparas de acetileno.
—¿Y eso cuándo fue?
—Espere… Creo que el lunes. Se llevó cuatro libras.
—Es una cantidad gigantesca, ¿no le parece?
—Sí.
—¿Recuerda la hora?
—Un poco antes de comer.
—¿En qué dirección se fue al salir?
—Hacia la izquierda, en dirección al pueblo, pero entonces alguien la llamó. La vi pasar otra vez por delante de la puerta y subió a un coche.
—¿Qué camino tomó ese coche?
—Creo que el de Tulle.
Cuando Landley apareció por el otro extremo de la calle, a última hora de la tarde, Jean Gorvac estaba de pie delante de la verja de su casa, hablando con varios hombres. El carnicero, sentado allí al lado, bajo su porche, hacía evidentes esfuerzos para escuchar.
—¿Qué hay de nuevo? —preguntó Jean cuando Landley detuvo el coche junto a él.
—Poco pero sabroso. ¿Y tú?
—Un mensaje para ti, metido en un nuevo ataúd. Lo ha traído el perro.
—Como para confiar en él.
Metió el coche en el jardín y lo aparcó detrás de la casa. Después, mientras cerraba las puertas con llave, preguntó:
—¿Tienes alguna idea de para qué podía necesitar Madeleine cuatro libras de carburo?
—¿De dónde has sacado eso? ¡Cuatro libras de carburo! ¡Es ridículo!
—En efecto… Pero no cabe ninguna duda. Tu mujer las adquirió el martes último en la misma tienda donde una semana antes había adquirido esa regadera.
—¿Dónde?
—En la ferretería que da a la carretera de Tulle… Una de las últimas tiendas, a mano derecha.
—¿En casa del viejo Legrand? Es extraño… ¿Qué más sabes?
—Casi nada. Pero la última pista puede servirnos de algo: el tendero la vio subir en un coche que iba hacia Tulle. Si consiguiéramos averiguar para qué compró ese carburo, creo que no nos costaría mucho trabajo encontrarla. ¿Conoces a alguien que pudiera necesitar cuatro libras de…?
—No. Aquí sólo lo utiliza el viejo Davignac.
—¿Para qué?
—Para sus candiles. Es un profesor de historia jubilado que se dedica a matar el tiempo explorando las innumerables grutas que hay a lo largo del Vézére… No tiene coche y es muy viejo, ochenta años me parece.
—No creo que por ahí lleguemos a ninguna parte. De todos modos, tal vez sepa algo. ¿Y si fuéramos a visitarle?
—Aguarda. Mira antes esto. —Gorvac sacó del cajón un nuevo ataúd—… El mensaje está en inglés… Por eso he pensado que eres tú su destinatario.
Landley hizo girar entre sus dedos el macabro objeto antes de decidirse a abrirlo.
—Ahora comprendo lo desagradable que es recibir una misiva de este tipo —dijo sacando cuidadosamente un papel doblado. El texto venía a lápiz. Leyó:
Estamos dispuestos a discutir. Si usted lo está también, circule lentamente en coche por la carretera de Eyzies esta noche entre las 21 y las 22. Deténgase cuando vea a un ciclista encendiendo un cigarrillo. Apéese y avance hacia él con las manos en alto. Madeleine correrá un grave peligro en caso de presentarse acompañado o de que avise a la policía.
—¡Bueno! ¡No han perdido el tiempo! —dijo Landley plegando ceremoniosamente el papel.
—Bob… Yo iré contigo a esa cita. Ya nos hemos visto en peores… No, déjame terminar. Tengo derecho a ir.
—Pero si lo haces, ellos no aparecerán…
—Ellos no sabrán nada. Tú saldrás solo de aquí y yo, por si acaso hay alguien vigilando, cerraré personalmente la puerta. Después harás un alto en el Mesón para comprar cigarrillos y cuando vuelvas al coche, yo estaré tumbado en el fondo. ¿Te acuerdas de nuestros Colts? Aún los tengo y sabes que siempre he sido buen tirador. Pase lo que pase, estaré cerca de ti.
La proposición parecía razonable… Landley olisqueó el ataúd que tenía en las manos e intentó acordarse de donde había sentido antes aquel perfume tan peculiar. Veía como en sueños una situación parecida, muchos años atrás, una historia en la que intervenía un perro… Tarde o temprano terminaría por acordarse.
Al llegar la noche, Landley salió en su coche y Gorvac cerró la puerta tras él. Se detuvo en el Mesón para comprar un paquete de Gauloises, lo abrió y extrajo un cigarrillo que encendió lentamente. Por fin se dirigió al coche, confiando en que su amigo hubiera tenido tiempo de introducirse en él. Un simple vistazo a la joroba de su manta de viaje le tranquilizó por completo.
Landley prestó mucha atención a todo lo que apareció en el haz luminoso de sus faros a lo largo de aquella sinuosa carretera. Se cruzó con otro automóvil, adelantó a un coche de caballos y finalmente llegó a Eyzies sin haber visto rastro alguno de ciclista. Entonces dio media vuelta y regresó despacio por el mismo camino, poniendo los cinco sentidos. Pero la carretera —aparte del coche de caballos— continuaba desierta.
Aquella noche, Landley se despertó sobresaltado al oír que un objeto chocaba contra la pared, encima de su cama, y caía ruidosamente sobre el entarimado. Durante un segundo permaneció inmóvil, pero sólo llegó hasta él el murmullo del viento entre los árboles. De repente una detonación rasgó el silencio de la noche. Habían debido disparar muy cerca. Cogió la automática que le había dado Jean y caminó de puntillas para mirar por la ventana de la habitación contigua, consciente de que hacerlo por la propia, podría serle fatal.
El cielo empezaba a palidecer y Landley pudo ver, a la luz temblorosa del alba, que la cama de su amigo estaba vacía. Avanzó sin ruido hasta los visillos de la ventana abierta, miró disimuladamente y vio a Gorvac, pistola en mano, que se desplazaba furtivamente a lo largo del seto paralelo a la carretera.
Bajó la escalera de cuatro en cuatro, abrió la puerta de la cocina y se encontró con Gorvac, que regresaba ya de sus merodeos nocturnos.
—¿Has oído? He errado el tiro. Estoy muy bajo de forma… ¡Lástima!
—¿Quién era, Jean?
—Un hombre. Un desconocido. Oí sus pasos y me levanté para mirar. Cuando le vi que saltaba la tapia por la parte de la cochera, bajé con la intención de invitarle a discutir algunas cosas conmigo. Pero debió oírme y echó a correr. Entonces disparé e incluso creí haberle dado, pero cuando llegué junto al seto, no había nadie.
—¿Y el perro? ¿Por qué no ha ladrado?
—¡Es verdad!
El perro, como tuvieron ocasión de comprobar un instante después, estaba profundamente dormido en su caseta y cuando lo sacudieron, se limitó a gruñir un poco, sin despertarse.
—Le han dado una droga —dijo Landley.
Durante un buen rato se quedó allí de pie, preguntándose por qué diablos habrían hecho eso. Y, repentinamente, se acordó de que no era la detonación lo que le había despertado, sino el choque de un objeto contra la pared de su habitación.
—¡Espera un segundo!
Volvió al poco tiempo con otro ataúd en la mano, pero traía una expresión muy extraña y en el fulgor metálico de sus ojos se adivinaba la cólera.
—Escúchame, Jean —dijo con lentitud—. Hemos pasado muy malos ratos juntos… Pues bien: estamos otra vez como entonces, como en los peores días.
—¿Qué quieres decir, Bob? ¿De qué se trata?
—Mira… Lo tiraron a mi habitación un segundo o dos antes de tu disparo. Ahora aprieta los dientes y abre los ojos.
Landley dejó el pequeño ataúd sobre la mesa. Gorvac lo abrió y se quedó sin voz.
—¿Lo reconoces, Jean?
—Sí, Bob. Es de Madeleine —dijo con voz ronca, contemplando en la palma de su mano un dedo meñique cuidadosamente arreglado—. ¿Qué dice el mensaje? No puedo leerlo.
—Se secó los ojos con el reverso de la mano.
—También está en inglés.
Landley desdobló el papel, que venía envolviendo al ataúd, y leyó en voz alta:
Esto es sólo ura advertencia. Se le dijo que viniera solo. Sin embargo, vamos a darles otra oportunidad. Hoy, por la mañana irán los dos al mercado de Montignac. Allí se les facilitarán nuevas instrucciones, bien a usted, bien a su amigo. Cualquier tentativa para detener a nuestro mensajero o para hacer que la policía intervenga en el asunto, traerá como consecuencia un nuevo regalo. A Madeleine aún le quedan nueve dedos.
—No nos queda más remedio que ir.
Los ojos de Gorvac no se habían apartado un instante del dedo meñique.
—Sí, yo también lo creo —dijo Landley, preguntándose si aquello no sería una excusa para sacar a los dos de la casa.
Había formulado ya el proyecto de telefonear a París aquella misma mañana. Contaba con un excelente amigo en la Dirección de Vigilancia del Territorio… Sin embargo, los raptores tenían todos los triunfos en su mano, pero aquella situación no podía durar…
Durante el trayecto a Montignac no cambiaron una sola palabra. Landley se pasó todo el camino intentando imaginar en qué terribles condiciones le habrían amputado el dedo a Madeleine. La limpieza del corte hacía pensar en un trabajo de bisturí, en unas poderosas tenazas… ¿O tal vez en un cuchillo bien afilado? ¿No andaría mezclado el carnicero en todo aquello? A fin de cuentas, él era quien había transportado a Madeleine el martes pasado.
—Jean, ¿hace mucho tiempo que conoces a tu carnicero?
—Llegó a Saint-Leonard en 1940, con un grupo de refugiados alsacianos. Después sirvió como enlace en una red de la resistencia de Bergerac y llevó a cabo buenos trabajos. Era uno de los pocos tipos capaces de terminar con éxito una misión en Alsacia. También sirvió varias veces de guía a los prisioneros evadidos.
—¿Estás absolutamente seguro de todo eso? ¿Conoces a alguien que pueda garantizar…?
—Sé lo que estás pensando, Bob. Pero no. Creo sinceramente que no tiene nada que ver con este asunto. Por otra parte, tú mismo comprobaste que Madeleine se quedó en Montignac después de su marcha y me consta que volvió a tiempo para comer.
—De todos modos me gustaría mantener una pequeña conversación con él cualquiera de estos días.
Al llegar a Montignac, condujo lentamente hacia la plaza del Mercado y aparcó en una calle estrecha.
—Escucha mi plan —dijo—, a ver si te parece bien. Vamos a quedarnos juntos durante un cuarto de hora, por si encontrarnos al mensajero. Eso nos permitirá examinarlo desde más cerca y con mayor facilidad. En el caso de que no se acerque nadie, tiraremos cada uno por nuestra parte, pero sin perdernos de vista en ningún momento. Y si entonces viene alguien hacia mí, tú te quedas aparte, aunque con los ojos bien abiertos para ver si algún otro nos observa. Bueno, como durante la guerra. Evidentemente, si es a ti a quien se aproximan, yo me convertiré en observador.
Jean Gorvac era bastante conocido en Montignac y, mientras se paseaban de puesto en puesto, tuvo que saludar a docenas de personas y que estrechar algunas manos, pero con ninguna se detuvo a charlar. Así erraron durante diez minutos, hasta que Landley descubrió al carnicero de Saint-Leonard, que los había visto y venía hacia ellos.
—¿Cómo va el escultor solitario? ¿O ha regresado ya la señora Gorvac?
Le dio una sonora palmada a Jean en la espalda y le guiñó un ojo a Landley.
—No, sigue fuera— dijo el escultor con una sonrisa forzada.
—Entonces vengan a tomarse una copa. Aquí dan un vino blanco que eleva los corazones.
—No, gracias, esperamos a alguien.
—Pueden buscarlo luego. De momento es a mí a quien han encontrado.
—De acuerdo. No nos vendrá mal un vaso.
Landley se preguntó si no habrían dado, efectivamente, con la persona que buscaban.
Pero cuando regresaron a la plaza del Mercado, en su hora de mayor animación, estaba convencido de lo contrario. Cada uno tiró entonces por su lado. Landley, aburrido y desanimado, tiró la colilla y rebuscó en su bolsillo para sacar su paquete de Gauloises. En lugar de él, encontró un sobre y sintió que la sangre se le subía a la cabeza.
«Envejezco y me idiotizo», se dijo mientras volvía a meter el mensaje en el bolsillo.
Hizo un signo con la cabeza a Gorvac y esperó a que los dos estuvieran en el interior del coche para enseñarle el sobre, azul y de mala calidad.
—Jean, antes de abrirlo, reflexionemos un instante. ¿Se ha puesto alguna vez el carnicero a mi derecha en el café?
—No, Bob. Se sentó junto a mí y enfrente de ti… ¡No, espera! Cuando salimos, estuvo detrás de ti durante un segundo… Pero yo iba el último y le habría visto meterte el sobre en el bolsillo. ¿Lo has abierto?
Landley lo rompió y sacó de él una hoja doble, arrancada por todas las trazas de un cuaderno escolar. El mensaje venía escrito a lápiz y con mayúsculas:
Esta tarde deben hacer una pequeña expedición a la gruta del «Ojo de Aguja». Prepárense ruidosamente, de forma que se entere la mayor cantidad posible de personas. Pero al llegar allí mañana por la mañana, no entren. Cuando estén seguros de que nadie les ha seguido, Gorvac le indicará el camino de la cueva del «Perro». Después se separará de usted y volverá a buen paso a la gruta del «Ojo de Aguja», donde volverán a encontrarse una o dos horas mas tarde. Como sabemos que son lo suficientemente tontos para intentar algo, les hemos enviado un nuevo regalo, que encontrarán en casa a su regreso. Madeleine es muy valiente y sólo la hemos hecho sufrir lo estrictamente necesario.
Landley, sin hacer ningún comentario, dobló cuidadosamente el mensaje, se lo metió en el bolsillo y arrancó. En la cara de Gorvac no se había movido un solo músculo.
—¿Qué son todas esas cuevas, Jean? Seguro que tú las conoces a fondo y el autor del mensaje está al tanto de ello.
—Las conozco, desde luego, pero no muy bien. La gruta del «Ojo de Aguja» está casi completamente explorada por el viejo Davignac, ese profesor jubilado del que antes te hablé. Él fue también su descubridor y encontró muchos restos prehistóricos, como huesos de reno, raspadores de piedra tallada, puntas de flecha, agujas de cuerno…
—¿De ahí le viene el nombre?
—No. Creo que de la forma de la entrada.
—¿Y la otra gruta?
—La gruta del «Perro» es muy profunda y jamás ha sido explorada por completo. La gente dice que por ella suele andar un perro y que aúlla a la muerte los días de lluvia.
—¿Lo has oído tú?
—No. Probablemente sólo es una leyenda local. También se dice que quien oye a ese perro, muere en el curso del año. Yo, sin embargo, conozco esa cueva un poco mejor que la otra, porque durante la guerra escondimos en ella armas y explosivos.
—¿La conoce también el carnicero?
—Sin la menor duda. Aquí casi todo el mundo ha estado en ella. No tiene ningún interés histórico. Hay un paso peligroso donde es preciso pegarse a la pared para no caer a un pozo.
—¿Muy profundo?
—No. Ocho o diez metros todo lo más y el fondo es de arena. Más allá hay una gran sala bastante grande y seca, donde almacenábamos las armas.
Al llegar a la casa de Gorvac, los dos hombres se encaminaban directamente a la cocina, cuyas ventanas estaban abiertas, para buscar el nuevo ataúd.
Lo encontraron sobre la mesa y Landley lo abrió sin despegar la boca.
En su interior, envuelto en un pañuelo de papel, apareció el dedo anular de Madeleine, amoratado y henchido, como si en el momento de cortarlo tuviera frío, con su alianza de platino intacta. La uña estaba bastante deteriorada y Landley tuvo la impresión de que aquella vez Madeleine se había resistido.
Desalentado, cerró el ataúd y apoyó las manos sobre los hombros de Gorvac, sacudidos por los sollozos.
—Jean, esto no puede seguir así. Voy a telefonear a mi amigo y mañana por la mañana, antes de que amanezca, esas grutas estarán completamente rodeadas y los que se encuentren dentro…
—Matarán a Madeleine —dijo con lentitud Gorvac.
—¡Evidentemente! ¡Qué imbécil soy! ¡Hubiera debido pensar en ello ayer!
—¿Qué quieres decir?
—¡El carburo! Todo ese carburo que Madeleine compró antes de subir al coche, invitada por alguna persona a la que conocía bien, era para alimentar lámparas de acetileno. ¡Las lámparas que utilizan los espeleólogos!
—¡Bob! ¡Eso es! Madeleine debe estar en la gruta del «Perro». Vamos allí y los sorprenderemos.
—No pierdas la cabeza, Jean —dijo Landley, que bruscamente había recuperado el dominio de sí mismo—. Haremos lo que nos dicen y no correremos riesgos inútiles. Quiero reflexionar un poco antes de actuar. Ese ataúd… Lo que no comprendo es lo del perro. Esta vez no le habían drogado. Jean, aparte de ti y de Madeleine, ¿quién ha tenido alguna relación continuada con ese perro?
—Nadie, que yo sepa.
¿La propia Madeleine? ¡Imposible! Jamás se prestaría a eso. Jean, por otra parte, había reconocido e identificado los dedos.
Al día siguiente, de buena mañana, los dos hombres se pusieron en camino hacia la cueva, tras cargar la pequeña camioneta de Gorvac con cuerdas, lámparas de acetileno, cascos, pieles y bastones de alpinismo. Al pasar ante el mesón, hicieron un alto y compraron vino y fiambres en abundancia.
No pudieron llegar muy lejos y aparcaron el vehículo en un lugar donde el camino, pésimo de por sí, se convertía en escarpada pendiente. Desde allí siguieron a pie hasta la entrada de la gruta del «Ojo de Aguja». Iban muy cargados y llegaron a ella jadeantes. Aparte de una vaca solitaria que pacía cien metros más abajo, no se veía ningún ser vivo en derredor. Pero a la derecha, sobre las estribaciones de una colina, aún se divisaban algunos techos, envueltos en una humareda azul, que pertenecían a las últimas casas de Saint-Leonard.
—Ya estamos. ¿A qué distancia queda la otra gruta?
—A media hora larga. Y no se trata precisamente de un paseo.
Gorvac escogió una lámpara y comprobó que estaba llena de carburo.
—Tal vez convendría llevar también una cuerda —dijo Landley echándose una a las espaldas.
—¿Tienes la pistola, Bob? Si oigo disparos, entraré detrás de ti.
—No olvides que debes regresar aquí. Por el momento es mejor obedecer sus instrucciones. Vamos.
Se pusieron a rodear la colina lentamente y después, a través de un sendero de cabras, desembocaron en un valle estrecho y tuvieron que remontar otra colina, sembrada de escombros. Gorvac fue todo el tiempo delante.
—¿Estamos cerca de la carretera de Eyzies? Me refiero a ese sitio donde baja una cascada dando tumbos y el río pasa bajo un puente…
—Sí. Ahora tenemos que trepar por la izquierda, casi hasta la cima. La cueva del «Perro» empieza inmediatamente detrás de esas rocas.
Cuando por fin llegaron a la gruta, Landley sudaba copiosamente. La entrada era una estrecha hendidura entre dos rocas, que a veinte metros de distancia habría pasado inadvertida. Robert miró alrededor, pero sus misteriosos comunicantes habían tenido buen cuidado de no dejar huellas.
Encendió la lámpara de acetileno, comprobó la automática de Gorvac y la puso al alcance de la mano, en una funda previamente colocada bajo la axila, entre la camisa y la cazadora azul. Su viejo revólver continuaba donde siempre, en el estuche especial atado con una correa alrededor de la pierna. Antes de ponerse sus gastados guantes de cuero, se ajustó un refuerzo metálico en cada una de sus manos.
—Dispuesto, Jean. Vamos.
—No te olvides de andar siempre por la derecha. El sendero se estrecha al llegar al pozo de arena, pero si llevas cuidado, no existe el menor peligro.
—Descuida.
Cogió la lámpara y rodeó el roquedal para entrar en la gruta.
Landley, deslumbrado por la luz matinal, apenas distinguió nada al principio, a pesar de que sostenía la lámpara en alto delante de él. Cuando dobló el segundo recodo, se vio rodeado por la más completa oscuridad y no tuvo más remedio que detenerse sin ruido para que sus ojos se acostumbraran a la penumbra. Desde el sitio donde se encontraba, le pareció oír ruidos de pasos encima de su cabeza o unos metros más allá.
Por fin pudo ver que el sendero se ensanchaba y seguía hacia la derecha. Recogió la lámpara y emprendió nuevamente la marcha, teniendo a veces que dejarse resbalar por escarpados terraplenes y viéndose obligado otras a escalar enormes bloques de piedra.
Dejó atrás un estrechamiento que parecía un callejón sin salida, trepó por encima de una especie de losa y ante él se abrió un oscuro abismo. El sendero, bajo sus pies, torcía hacia la derecha. Aquello debía ser el famoso agujero de arena. La anchura del camino, formado por la parte superior de una cresta rocosa, oscilaba entre sesenta centímetros y un metro. Robert Landley jamás había practicado el alpinismo y ni siquiera a la luz del día se hubiera aventurado voluntariamente por aquellos parajes.
—¿Están ustedes ahí? —gritó.
Nadie contestó a su llamada.
Entonces —demasiado tarde— vio que por una anfractuosidad de la roca asomaban la mano y el hombro de un individuo. La mano lo empujó levemente por el codo y, como se hallaba en situación de equilibrio inestable, le precipitó sin esfuerzo en el pozo.
La acuciante necesidad le devolvió instantáneamente el uso de sus trucos de paracaidista. Replegó las piernas, se protegió la cara y la cabeza con los brazos y aguardó el choque. Un instante después rodaba sobre algo que parecía arena reblandecida y finalmente aterrizó con un ruido sordo sobre un montón de tierra, que se deshizo bajo él.
Aunque el golpe había sido bastante duro, Landley tuvo suficiente presencia de ánimo para no hacer ningún ruido. Ignoraba en qué dirección y desde qué altura había caído, pero no cabía la menor duda de que alguien le había empujado intencionadamente y el mejor sistema para conocer a su enemigo consistía en esperar su próximo movimiento.
Las esperas, sobre todo en la oscuridad, siempre parecen más largas de lo que son en realidad, pero no habrían pasado más de tres o cuatro minutos cuando a su derecha, y varios metros más arriba, se encendió una linterna eléctrica. Landley desenfundó el revólver y se volvió lentamente.
—¡Estoy aquí! —gritó—. ¿Quién es usted y qué quiere?
La luz de la linterna le enfocó, tras algunas vacilaciones, y a su izquierda brilló una breve llamarada roja. Casi al mismo tiempo, una bala se hundió en la blanda tierra, justo debajo de su brazo. Landley rodó fuera del haz luminoso y disparó. La linterna cayó a un metro de él, aún encendida. La cogió y la enfocó hacia lo alto. Entonces sonó otra detonación y sintió la mordedura del proyectil en un brazo. Pero la luz reveló durante un segundo el pie de un hombre sobre el borde del pozo. Robert disparó por segunda vez y la bala hizo saltar unas cuantas piedras, que cayeron dando tumbos alrededor de él. Oyó que alguien se alejaba pesadamente, pero aunque movió la linterna en todas direcciones, no consiguió averiguar por dónde había huido su agresor.
Permaneció al acecho durante más de diez minutos, esperando oír a cada momento otras detonaciones, porque si Gorvac había escuchado la primera, lo más probable era que hubiese entrado en la cueva para ayudarle. Pero enseguida comprendió que su amigo estaba demasiado lejos para poder enterarse de nada.
Se metió la mano bajo la camisa para explorar la herida del brazo. Era sólo un roce, que ni siquiera sangraba ya. Tranquilizado, se enderezó y esperó.
Por más que aguzó el oído, hasta él no llegó ningún rumor. Finalmente se decidió a encender la linterna para inspeccionar los alrededores. Una simple ojeada le bastó para convencerse de que jamás podría salir de allí sin ayuda. Por un lado, la muralla era vertical y tan alta que el foco de la linterna no conseguía iluminar su parte superior, y por otro, diez o doce metros de roca viva le separaban del pequeño repecho donde le habían agredido.
Podía distinguir la galería por la que había llegado y la que a continuación hubiera debido tomar. Gorvac le había dicho que existía una sala redonda al final, pero seguramente estaba vacía y en la cueva, fuera de su desconocido agresor, presumiblemente no debía haber nadie.
Después de pacientes búsquedas, encontró la lámpara de acetileno, y descubrió —con una sonrisa de satisfacción— la cuerda, que casi había olvidado. En realidad daba igual, porque al parecer no podía engancharse en ningún sitio. ¿Cuánto tiempo tardaría Gorvac en venir a ayudarle? ¿O tal vez había caído también en una trampa?
Seguramente el agresor volvería enseguida, dispuesto a rematarlo. Por ello, tras escoger un sólido saliente de la roca, construyó un muro de defensa a su alrededor con las piedras más gruesas que pudo encontrar.
Con penetrar cautelosamente en este fuerte improvisado y hacer rodar dos gruesas rocas delante de él, no sólo quedaba bien escondido, sino que al mismo tiempo podía vigilar el repecho de la galería superior y disparar con precisión entre las piedras.
Consciente de que en caso de ataque no dispondría de mucho tiempo, colocó cuidadosamente el revólver a su lado, porque perderlo en aquel terreno movedizo habría constituido un verdadero drama. Después enrolló la cuerda, comprobó el contenido de la lámpara de acetileno, que estaba casi llena, y descubrió con satisfacción que tenía una caja de fósforos sin estrenar. En cambio tendría que economizar cigarrillos, porque sólo le quedaban cuatro. Encendió uno con precaución, miró alrededor, se arrastró hasta su pequeña fortaleza y apagó la lámpara. Acercando el reloj a la lumbre del pitillo, vio que sólo eran las diez y veinticinco. Sin poderlo creer, se llevó la muñeca al oído y escuchó el tic-tac. Le parecía estar allí desde hacía mucho tiempo.
Como no tenía otra cosa que hacer, se dedicó a repasar mentalmente los incidentes de su aventura. Cada vez comprendía menos aquel asunto. Lo único evidente era que desde su llegada a Saint-Leonard no habían dejado de observarle. Por lo demás, todas las suposiciones y sospechas conducían al mismo hombre: el carnicero.
Trató de recordar las personas con las que se había relacionado durante la guerra en aquella región. Cuando llegó a ella por primera vez, quince años atrás, lo hizo en compañía de Madeleine. La muchacha estaba sentada frente a él, al otro lado de la escotilla abierta en el suelo del Lancaster. Landley, al oír la señal, se dejó resbalar hasta el borde de la abertura y cayó en el vacío. Antes de que su paracaídas se abriera pudo ver cómo el cuerpo esbelto de Madeleine surgía también del fondo del avión.
Los dos llegaron a tierra sin novedad. Robert se esforzó en recordar todos los miembros del «Comité de Recepción». El primero en correr hacia ellos fue un individuo bajo, grueso y ancho de espaldas. Cuando su paracaídas se arremolinó en el suelo, Landley sacó el revólver y oyó que aquel hombre se reía y gritaba: «¡Bienvenido a la Dordogne, capitán Landley! Aquí estará seguro. Arregle su petate».
Enseguida llegaron dos personas más, ambas del sexo masculino, que le estrecharon la mano y le dieron palmadas amistosas en los hombros y en la espalda. El individuo bajo abrazó a Madeleine. Posteriormente, ya en la granja, Robert se enteró de que estaban prometidos. ¿Y luego? Luchas incesantes, peligro por todas partes, noches sin sueño, expediciones en las que apenas había probabilidades de salir con vida… Él y Gorvac habían trabajado de firme. Y aunque ninguno de los dos aludía nunca a la muchacha, ambos procuraban excluirla de las misiones peligrosas. Por desgracia, no siempre era posible. Y Madeleine supo cumplir en todo momento sus obligaciones con más serenidad, frialdad y valor que muchos hombres.
Tampoco había olvidado el día en que la muchacha fue detenida por la Gestapo, cuando bajaba de un tren en Bergerac. Él había acudido a esperarla y recordaba muy bien el repentino silencio que se produjo en la estación, generalmente tan llena de vida. Un hombre se descubrió, como si pasara un entierro. Varias mujeres se santiguaron.
Madeleine no se alteró lo más mínimo y pasó por su lado sin hacer ademán de conocerle. Ese día comprendió cuánto la amaba.
Tras la detención, a pesar de la angustia que le oprimía el pecho, visitó a todos los amigos y les avisó de lo ocurrido. Tuvieron que destruir las fotos, los documentos, las claves… Varios agentes huyeron de sus casas y para los que no tenían más remedio que permanecer en ellas, se facilitaron coartadas y consignas. Por fin pudo regresar al cuartel general, donde le esperaba Gorvac, al que bastó una simple mirada para comprender.
Veinticuatro horas después ambos asaltaron, en pleno día, el convoy que transportaba a Madeleine hacia Périgueux. Gorvac, apuntando con la misma frialdad que si se encontrara en un campo de entrenamiento, mató uno a uno a todos los alemanes. Y al cabo de un instante, Madeleine, tan sonriente como siempre, salió del furgón. Jean, sin apresurarse, como si dispusiera de tiempo ilimitado, registró entonces los cadáveres en busca de la llave de las esposas. La muchacha los besó a los dos. Unas horas más tarde Madeleine y Gorvac entraron en París, donde no corrían el menor peligro.
Landley pensó a continuación en todos los hombres y mujeres que trabajaron a su lado, en los que cayeron prisioneros y fueron torturados, en los pocos que terminaron la guerra sin percances… Pero no consiguió establecer la menor relación entre ellos y el rapto de Madeleine o sus propias desventuras.
De repente se sentó, aguzando el oído. Hasta él acababa de llegar un murmullo parecido al silbar del viento en un túnel o al traqueteo de un tren que pasara a lo lejos. Un segundo más tarde le pareció distinguir una especie de golpes sordos, pero inmediatamente se dio cuenta de que eran los latidos de su propia sangre… había leído en alguna parte que nadie puede permanecer en un silencio total, porque siempre se termina oyendo los latidos del corazón.
Muy poco tiempo después volvió a sobresaltarse y consultó la hora. Eran las cuatro y media. Encendió un cigarrillo y, al apagar la cerilla, le pareció oír un ruido. Se trataba otra vez del murmullo de antes, pero en esta ocasión era continuado. Aunque no podía tratarse de una alucinación, Robert no consiguió identificar el origen del sonido. Entonces, a la desesperada, abandonó su pequeña fortaleza con la esperanza de localizarlo.
Encendió la lámpara y se arrastró alrededor de su prisión, procurando no apartarse nunca de la muralla rocosa. A los dos o tres metros se detuvo para escuchar. ¿No sería el soplo del viento en la galería de arriba? Se puso de pie y alzó la cabeza para oír mejor. Y en ese momento sintió que por su mano, apoyada en la roca, corría un hilo de agua.
«¡Por lo menos no me moriré de sed!», pensó. El murmullo era mucho más intenso y Robert, por fin, comprendió que se debía a la lluvia. Apoyó la cara en la pared y oyó perfectamente el repiqueteo del agua en alguna parte situada debajo de él.
Con la lámpara en la mano, siguió la huella brillante y negra del manantial durante algunos metros, hasta que lo vio desaparecer en una hendidura de la roca. Y allí, inclinándose hacia el suelo, localizó el origen del murmullo.
Como carecía de recipiente —tal vez le fuera preciso improvisar uno— bebió la mayor cantidad de agua posible.
Y mientras regresaba a su escondite, oyó ladrar al perro.
Aquello carecía de sentido. Robert se inmovilizó y alzó los ojos, esperando un ruido de pasos o el resplandor de una lámpara. Después, al escuchar por segunda vez el ladrido, sacó el revólver y disparó hacia el otro extremo de la galería. La bala hizo rodar unas cuantas piedras y levantó algo de polvo, pero no se oyó nada más.
Al tercer aullido comprendió que el perro no ladraba en el pasadizo superior, sino detrás de él, y la sangre se le heló en las venas.
—¡La gruta del «Perro»! Si un ser vivo ha podido llegar hasta aquí, yo podré salir… Suponiendo que efectivamente esté vivo.
Regresó lentamente a la hendidura por donde desaparecía el hilo de agua y, como si el animal le hubiera oído hablar, un breve ladrido, casi una queja de cachorro, subió hasta él.
—¡Dios mío! ¡Está ahí abajo! ¡Eh! —gritó Robert inclinándose sobre la fisura.
El perro ladró de nuevo, pero su respuesta fue demasiado rápida para que se tratara de un desafío.
Robert empezó a escarbar, con las manos desnudas, en la tierra que rodeaba la hendidura. Después se apoyó en una de las dos rocas con el hombro y descubrió que se movía ligeramente. Dio un empujón más fuerte para ensanchar la rendija, y bruscamente el suelo se hundió bajo sus pies y la lámpara de acetileno rodó con un ruido metálico hasta una caverna inferior.
Con el pie izquierdo aún en tierra firme y el derecho balanceándose en el vacío, Landley permaneció pegado a la roca más de un minuto. Luego, con infinitas precauciones, sacó la linterna del bolsillo, la encendió y vio que junto a su pie derecho se había abierto un agujero relativamente pequeño. Encontró un segundo punto de apoyo y enfocó la linterna hacia abajo. En ese preciso instante, el misterioso perro se puso a ladrar de nuevo y Robert pudo distinguir un túnel natural bastante ancho. Algunos metros más abajo, caída sobre un montón de piedras, estaba la lámpara de acetileno.
No le costó mucho trabajo ampliar el agujero y se deslizó por él, ayudándose de pies y manos y con la cuerda enrollada a un hombro. Recuperó el carburo, lo encendió y nuevamente llegaron hasta él los ladridos del perro. Avanzó con lentitud y silbó. El túnel, tras un ligero estrechamiento, se ensanchó bruscamente y desembocó en una sala natural, que parecía bastante alta. Mientras paseaba la luz de la linterna por las paredes, un ladrido corto y seco desgarró súbitamente el silencio, justo delante de él y en el centro mismo de la sala.
El suelo era pedregoso y desigual, pero Robert no necesitó mucho tiempo para convencerse de que allí no había rastro alguno de perro. Y entonces, un nuevo ladrido, nítido y tajante, se alzó a sus espaldas, haciéndole volverse de un salto. La cueva estaba vacía. Más de una vez, en el curso de su azarosa vida, Robert había deseado encontrarse con un fantasma, pero tropezar —después de todas las incidencias de aquel día—, con el espectro de un perro era más de lo que podía soportar. Aparte de que la presencia de un animal vivo hubiera renovado su casi perdida esperanza de descubrir una salida…
El ladrido sonó esta vez directamente bajo sus pies. ¿Acaso aquel invisible bicho se dedicaba a hacer alegres cabriolas en torno a él? Landley se inclinó para ver si había otra fisura en el suelo. En ese caso, los ladridos podrían venir de una sala inferior y resonar en las paredes. Mientras examinaba el suelo, una gruesa gota de agua cayó sobre su nuca. Aunque escudriñó minuciosamente las alturas, no consiguió distinguir rastro alguno de humedad. Sin embargo, puesto que una gota acababa de caer, otras la seguirían tarde o temprano y otras habrían caído con anterioridad.
La espera no fue larga. Y un instante después de que la gota de agua brillara a la luz de la linterna, el perro volvió a ladrar delante de él, que se puso en cuclillas y prorrumpió en risas tan nerviosas como sinceras. Porque no existía, efectivamente, ningún perro, pero tampoco había fantasmas. La gota de agua caía en un estrecho agujero y el ruido del aire expulsado reproducía con casi increíble exactitud el ladrido de un perro. Levantó la cabeza y localizó la estalactita de la cual emanaba el agua. Un agua que debía llevar corriendo muchos siglos, porque había perforado verticalmente el suelo. Esa era la razón de que el perro, como Gorvac le había explicado, sólo ladrara los días de lluvia.
Robert miró alrededor y descubrió que allí se oía mucho mejor el murmullo del agua. Entonces, jugando una carta de azar, atravesó la sala en dirección al único túnel que la prolongaba. Tal vez se estaba alejando cada vez más de la posible vía de salida, pero no tenía alternativa. A veces el pasadizo se estrechaba tanto que apenas podía pasar, pero el murmullo del agua, en cambio, se hacía más perceptible a medida que avanzaba. Finalmente, tras una vuelta en ángulo recto, descubrió su origen. Ante él se derramaba una especie de cascada burbujeante, que obturaba el túnel como una puerta.
Encendiendo la linterna, se acercó a la cortina de agua tanto como pudo. Después retrocedió algunos pasos, encontró una protuberancia llena de aristas y ató a ella un extremo de la cuerda, que a continuación se enrolló alrededor del pecho, debajo de las axilas. Entonces regresó al borde del agua y allí, con los dos pies firmemente apoyados en el suelo, se inclinó hacia delante, sostenido por la cuerda, que iba soltando con mucha lentitud.
Aunque un segundo después ya estaba calado, el volumen de agua era mucho más débil de lo que había creído en un principio. Cogió la linterna y comprobó que la cascada nacía aproximadamente un metro más arriba y que rebosaba de una pequeña cornisa. Abajo, a unos tres metros de distancia, había un lago subterráneo.
Recuperó la vertical, buscó las cerillas, que afortunadamente no se habían mojado, y encendió la lámpara de carburo. Tenía dos soluciones: o descender al lago —lo cual, posiblemente, entrañaba la imposibilidad de volver a subir al túnel— o regresar a su primer escondite y esperar los acontecimientos. Su reloj marcaba las nueve.
Estaba empapado, tenía frío y empezaba a sentir hambre. Sacó del bolsillo la masa pulposa de la cajetilla, donde sólo quedaba un cigarro, y sofocó un juramento. Tendría que arreglárselas sin comer ni fumar. Lo mejor era regresar a su primitiva fortaleza e intentar dormir unas horas.
Al atravesar la segunda sala, Landley descubrió que los ladridos habían cesado, lo cual significaba que había dejado de llover. En ese caso, cabía la posibilidad de que el agua disminuyera rápidamente de volumen, lo que facilitaría notablemente sus indagaciones. Al llegar a la entrada del agujero arenoso, la linterna se deslizó de su bolsillo y cayó al suelo entre sus piernas. Robert dudó un instante. Pero sin duda, era mejor recuperarla inmediatamente. Se volvió de espaldas y se dejó deslizar otra vez por el terraplén. La linterna estaba entre dos rocas. Se inclinó para recogerla y, al dirigir el haz luminoso del carburo sobre ella, descubrió una especie de arañazos o señales en su caperuza.
De vuelta a su primer escondite, examinó la inscripción con más cuidado. Los arañazos eran dos letras: J y G. Aquella linterna, por lo tanto, pertenecía a Gorvac. Y Lindley recordó entonces que su amigo se la había atado a la cintura cuando se trasladaban de la gruta del «Ojo de Aguja» a la del «Perro».
Apagó el carburo y reflexionó.
Existían tres posibilidades. En primer lugar, que los raptores hubieran atacado a Gorvac antes que a él y se la hubieran quitado. No parecía verosímil, porque se habría oído algún ruido. ¿Y, de todos modos, cómo iba a haber tenido tiempo el agresor de Gorvac para alcanzarle a él precisamente junto a aquella condenada sima? La segunda posibilidad era que Jean tuviera varias linternas iguales y que le hubieran robado una antes de que empezaran los envíos de ataúdes. Esto parecía más probable. La tercera posibilidad… Se trataba de una idea ridícula, en la que Robert prefería no pensar. De una idea ridícula y estúpida que, sin embargo, respondía a todas las preguntas planteadas.
—¡Me estoy volviendo loco! —dijo en voz alta. Después dio media vuelta e intentó dormirse.
Encendió la linterna y descubrió con asombro que eran ya las seis. Se deslizó fuera de la fortaleza, bostezó, se desperezó e inmediatamente sintió la mordedura del hambre. Estaba decidido. Seguir allí, confiando en un hipotético socorro del exterior era inútil… Evidentemente, y por razones que prefería apartar de su cabeza, nadie se dedicaba a buscarle. En vista de ello, se las arreglaría solo. Aquel agua tenía que ir a parar a alguna parte y cabía una posibilidad de que no se filtrara bajo tierra.
Sacudió el carburo y calculó, por el ruido, que aún le quedaba la mitad del combustible. La pila de la linterna, por lo demás, alumbraba con plena potencia… Tras echar un último vistazo alrededor, se deslizó una vez más por el agujero arenoso.
Como esperaba, la cortina de agua caía con menos intensidad. El acceso al lago, por otra parte, se había hecho más visible y el descenso parecía realizable. Además, dejándose colgar de la cuerda, siempre le quedaría el recurso de volver a subir en caso de necesidad.
Llegó al lago con facilidad, aunque completamente calado. Sin embargo consiguió preservar las cerillas. Raspó una de ellas, con la intención de encenderla, y mientras lo hacía, le pareció divisar un resplandor azulado en alguna parte, delante de él. Sin dudarlo, se puso en marcha por el borde resbaladizo del lago. Una huella oscura demostraba que el agua había alcanzado un nivel más elevado hacía poco tiempo y que unas horas antes le habría sido imposible rodear aquel extraño estanque.
El extremo del lago surgió tan bruscamente, que Robert casi chocó contra una pared rocosa de un par de metros de altura, que después se inclinaba y formaba el techo de la sala. Desde allí a la orilla opuesta no habrían más de tres metros.
Y, a pesar de ello, estaba convencido de haber visto aquel resplandor. Regresó lentamente a su punto de partida y al llegar a un sitio determinado, vio con el rabillo del ojo un resplandor azulado bajo él. Parecía reflejado en el agua. Tapó la lámpara con la mano y alzó los ojos, pero no distinguió la menor claridad. Finalmente, tras unos instantes de meditación, comprendió que no se trataba de un reflejo sino de una luz auténtica, cuyo foco emisor se encontraba debajo de la superficie del lago.
Apagó para ver mejor. Era, desde luego, luz natural, pero ¿cómo diablos podía surgir de la superficie de un lago? Volvió a encender la lámpara, tiró la cerilla usada al agua y la siguió con los ojos, comprobando que se dirigía lentamente hacia el extremo opuesto del lago. Había corriente y, por tanto, una vía de salida para el agua, que tal vez fuera lo suficientemente amplia para permitirle alcanzar el exterior. El agua fluía, sin la menor duda, hacia alguna parte. Pero, ¿a qué profundidad?
Rápidamente tomó una decisión. Regresó al lugar donde pendía la cuerda, trepó hasta el túnel, la desató y se la puso alrededor de la cintura. Después volvió a bajar y se dirigió hacia el otro extremo del lago. Allí escogió una pesada piedra, anudó fuertemente a ella un cabo de la cuerda y la aseguró sólidamente entre dos rocas.
Mientras llevaba a cabo todas estas operaciones, se acordaba de una noche, veinticinco años atrás, en la que se vio sitiado por la Gestapo en un hotel. En aquella ocasión consiguió escapar por una ventana del sexto piso, gracias a una cuerda parecida a la que estaba utilizando ahora. Y recordó también que su última acción antes de aventurarse en el vacío fue buscar en su maleta un paquete de granos de anís… Sin ellos jamás hubiera podido engañar al perro que lanzaron en su persecución diez minutos después… Y de improviso, al pensar en los granos de anís, la luz se hizo en su cerebro, revelándole la identidad de su agresor.
Sí, era imposible seguir dudando. Los ataúdes y los mensajes habían sido colocados por Jean Gorvac, probablemente con ayuda del carnicero, aunque no podía descartarse la posibilidad de que el escultor hubiera actuado solo.
Los ataúdes estaban impregnados de anís —al fin se daba cuenta— y ningún perro recogería nunca un objeto con ese olor, tal como Gorvac le había explicado.
Pensando, sin poder evitar un estremecimiento, que Madeleine estaba secuestrada en alguna parte y a merced de un loco, se desnudó rápidamente y entró en el agua, tras atarse la cuerda alrededor de la muñeca. Después avanzó unos metros y perdió pie. No se percibía la dirección de la corriente.
A pesar de ello, apretó un poco más el nudo de la cuerda, llenó de aire los pulmones y se sumergió hacia la luz.
El agua estaba muy fría y la profundidad era mayor de lo que había creído. Robert se sintió repentinamente aspirado hacia abajo, lastimándose las piernas y los brazos contra las paredes de granito. La luz llegaba ya con más claridad y parecía separada de él sólo por unos centímetros. Al darse cuenta, se dejó resbalar en derechura hacia ella.
Se trataba, efectivamente, de la luz diurna, que atravesaba un túnel subterráneo en comunicación con el exterior. Con ayuda de la cuerda y luchando contra la corriente, consiguió llegar, exhausto, a la superficie del lago y nadó jadeando hacia la lámpara. Alcanzó el borde de la roca casi sin fuerzas para salir del agua y permaneció un buen rato al borde de ella, recuperando la respiración.
No le quedaba mas remedio que sumergirse de nuevo e intentar abrirse paso a través del túnel. La luz no podía venir de muy lejos. En cuanto doblara el primer recodo, probablemente, descubriría su origen. Pero eso no garantizaba la existencia de una vía de salida. ¿Podría aguantar tanto tiempo sin respirar? ¿Conseguiría atravesar un pasillo tan estrecho? No había podido observarlo con detenimiento, pero hasta el recodo debía haber por lo menos quince metros. En su interior, por añadidura, la corriente sería muy intensa y le costaría bastante trabajo nadar. En cualquier caso, aquella zambullida equivalía a quemar sus naves, porque no le quedaba la menor posibilidad de regresar a la superficie. Y de nada le serviría alcanzar el recodo si el aire libre no se encontraba inmediatamente detrás.
Mientras se friccionaba vigorosamente, intentó calcular la altura de la entrada de la gruta y la distancia que hasta aquel momento había recorrido bajo tierra. Empezaba a temer que el agua del lago desembocara en la pequeña catarata situada bajo el puente de madera de la carretera de Eyzies. Si sus recuerdos no mentían, el agua formaba allí una verdadera catarata de quince metros de altura, que se desplomaba a través de una garganta muy estrecha. De ser así, y suponiendo que sus pulmones resistieran la prueba, sufriría una larga y peligrosa caída.
Llevó a cabo sus preparativos con el mayor método posible. Decidió sumergirse vestido, pero desgarró todos los bolsillos exteriores de su cazadora para disminuir los riesgos de engancharse en cualquier saliente del túnel. Desató la cuerda y se la enrolló alrededor del cuerpo. Después hizo un montón con todos sus objetos personales y colocó la lámpara sobre él. Sólo conservó el revólver y la caperuza de la linterna —donde estaban las iniciales de Gorvac—, que se guardo en el bolsillo interior de la cazadora. Finalmente, y sirviéndose de una piedra puntiaguda, garabateó un mensaje sobre un húmedo banco de arcilla. Que por lo menos quedara un testimonio de acusación contra su antiguo amigo y su muerte no fuera un sacrificio inútil.
Antes de volver al borde del lago, miró el reloj. Eran las ocho menos cinco. Se metió en el agua hasta la altura de las axilas, tomo aire y se sumergió de nuevo.
Llegó muy pronto al túnel, gracias a la aspiración de la corriente, y se hundió en él sin un titubeo, con los brazos extendidos. Sentía ya la presión del agua sobre sus tímpanos. Alcanzó el recodo mucho más deprisa de lo que había supuesto, se dobló como una anguila y se vio arrastrado a gran velocidad hacia una rendija por donde pasaba la luz del día. La rendija era demasiado estrecha. Jamás conseguiría deslizarse a través de ella.
Su cabeza chocó contra la roca y las piedras laceraron su pecho. Se debatió con rabia, consciente de que no podría resistir un instante más sin respirar y hundió un brazo por la abertura. Casi al mismo tiempo, con un violento ruido de succión y unos gorgoteos, el agua descendió un poco de nivel, permitiéndole aspirar una bocanada de aire. Después volvió a subir. A los dos o tres segundos recomenzó aquella pequeña marea, que se repitió a intervalos sucesivos, dejándole ver cada vez un trozo de cielo azul y una lejana colina perdida en el horizonte gris. A media ladera había una granja y el humo de la chimenea ascendía en lentas espirales.
Landley permaneció varios minutos pendiente de su respiración y sólo tras recuperar una calma relativa se puso a buscar un punto débil en la fisura, con la esperanza de conseguir ampliarla. Instintivamente se dirigió en primer lugar a la parte más ancha, pero entonces descubrió que un poco más allá, hacia la izquierda, un rayo luminoso parecía surgir de debajo de la hendidura y atravesar el agua burbujeante. Para alcanzar aquella luz se vería obligado a luchar contra la corriente y tal vez, si se trataba de un paso en falso, no le quedara fuerza suficiente para volver arriba en busca de aire.
Durante largo tiempo permaneció allí, intentando cobrar ánimo y recuperar vigor, pero su cuerpo estaba cada vez más entumecido. Después, tras respirar profundamente, se sumergió y empezó a bracear con la energía de la desesperación.
Por fin distinguió un orificio verdoso bajo él, se sintió aspirado y algo le golpeó en la frente, desgarrándole un lado de la cabeza. Entonces dio varias vueltas sobre sí mismo y se encontró tumbado boca arriba en una caleta rocosa de escasa profundidad, cuya superficie estaba cubierta de espuma.
Diez metros más allá, el agua se despeñaba por unas rocas en dirección a una carretera que Landley reconoció inmediatamente. Entonces se puso en pie y avanzó vacilando hasta alcanzar una ladera boscosa… Allí echó los brazos alrededor de un árbol y se desvaneció.
Regresar a la casa sin ser visto no fue empresa fácil. A medio camino se encontró con una niña, que huyó dando gritos. Después de ese incidente, no volvió a abandonar el bosque y por fin entró a través de un seto en el jardín de Gorvac. Una gallina rodeada de polluelos picoteaba alrededor de su coche. El perro asomó perezosamente la nariz por la esquina de la casa, bostezó, se estiró, contempló al intruso durante unos segundos y se decidió a mover la cola.
Como en el taller no se veía a nadie y la puerta de la cocina estaba cerrada con llave, Robert pensó que Jean había salido. Tranquilizado, abrió la ventana de un empujón. El fogón llevaba apagado mucho tiempo, lo cual parecía indicar que Gorvac se retrasaría bastante. «Seguramente estará buscándome, o al menos buscando mi cuerpo», se dijo Landley mientras subía con cautela a su habitación.
Al atravesar el comedor le sobresaltó la presencia de un individuo extraño y despeinado. Deslizó la mano por el bolsillo agujereado de su pantalón para coger el revólver y cuando ya se disponía a hacer fuego, descubrió que en la habitación sólo estaba él, parado delante de un espejo y contemplando con estupefacción su propia imagen cubierta de sangre. Los ojos rodeados de profundas ojeras, las mejillas tumefactas y amoratadas y la ropa hecha jirones le hacían irreconocible. Volvió a guardarse el revólver y siguió su camino.
Más tarde tendría que limpiar y vendar sus heridas. De momento se contentó con derramar un poco de agua de colonia en la raspadura del brazo y en el ancho corte de encima de la oreja. Después se lavó con tranquilidad, se afeitó e incluso se permitió el lujo de ponerse una camisa limpia y su traje más nuevo. Sin embargo, en ningún momento dejó el revólver fuera del alcance de la mano. Y cuando el sombrero le cubrió la herida de la cabeza, parecía otro ser, casi normal.
«Antes de nada, el carnicero», pensó mientras limpiaba cuidadosamente la automática y cambiaba el cargador. Cómplice o no, el carnicero diría lo que sabía. Se metió el arma en el bolsillo de la chaqueta, salió de la casa por donde había entrado y describió un círculo alrededor del pueblo hasta llegar al grupo de casas tras las cuales se encontraba la carnicería. Una vez allí, caminó sin apresurarse por la calle principal y entró en el establecimiento.
La carnicera, sentada detrás de la caja, hablaba con un cliente. Su marido trabajaba al otro extremo de la tienda. Landley fue hacia él, le tocó en el hombro y murmuró:
—Querría hablar con usted en privado.
—Cuando guste —exclamó el carnicero mirándole fijamente. Y se disponía a añadir algo cuando descubrió la pistola en la mano derecha de Landley. Entonces pasó a la trastienda en silencio. Robert le siguió y cerró la puerta a sus espaldas.
Recorrieron un estrecho corredor que desembocaba en la cocina. Al llegar a ella, el carnicero se volvió y repitió su fórmula:
—Cuando guste…
—¿No esperaba volver a verme vivo, eh? —dijo Landley amenazador, indicándole una silla con el cañón de su arma.
—Pero, señor… le creía muerto. ¿Qué significa esto? Y guárdese esa pistola. ¿Por quién me ha tomado?
—Enseguida vamos a saberlo. Y no se preocupe de la pistola… Sólo disparará si intenta hacer alguna tontería. Ahora, conteste a mis preguntas. ¿Qué sabe usted y qué papel ha jugado en todo este maldito asunto?
—Pero, señor, lo único que sé es que usted murió… Al menos eso dijo él.
—¿Quién es «él»?
—El gendarme.
—¿Y qué dijo el gendarme?
—Le vio, señor… Vio su cadáver. ¡Es fantástico! Está allá arriba con el señor Gorvac y los otros para recuperar su…, perdóneme, su cadáver.
—¿Qué quiere decir «allá arriba»?
—En el «Ojo de Aguja», señor. La cueva donde ayer tuvo usted un accidente.
—¿Qué accidente? No, espere —dijo Bob, guardándose la pistola en el bolsillo—. Empiece desde el principio y cuénteme todo lo que sabe. Cogió una silla y se sentó. El carnicero se secó la frente con el delantal.
—¿No se fueron ayer a explorar la cueva del «Ojo de Aguja»?
—Sí. Continúe.
—El señor Gorvac volvió solo a las cinco de la tarde. Yo no le vi, pero según mi mujer estaba descompuesto. Se fue directamente a la comisaría y regresó a los pocos minutos con el compadre Marquant, el gendarme, quien nos contó el accidente dos horas después, cuando cerré la tienda. Al parecer, había sufrido usted una caída espantosa y se había fracturado por completo un lado de la cabeza. Entre Gorvac y él no consiguieron sacarle del agujero, pero organizaron una expedición colectiva para hoy.
—Ha dicho usted en la cueva del «Ojo de Aguja»… ¿Está seguro de no equivocarse?
—Desde luego, señor. Se han llevado unas parihuelas y un montón de cachivaches. Ahora precisamente se encuentran allí.
—Creo que empiezo a comprender… Gracias —dijo Landley con aspecto de cansancio—. He cometido un error. ¿Me perdona el susto?
—No tiene la menor importancia, señor. ¿Pero qué ha sucedido? Ellos juran y perjuran que usted está muerto…
—Sí. Se lo explicaré más tarde. Hasta entonces, hágame el favor de no decirle nada a nadie, ni siquiera a su mujer.
Unos minutos después cruzaba nuevamente los campos en dirección a la casa de Gorvac. O mucho se equivocaba, o no tardaría en llegar a ella una pintoresca procesión.
Se apostó detrás de las cortinas de su dormitorio y al cabo de media hora, un camión con media docena de personas se detuvo delante de la casa. Enseguida apareció la furgoneta de Gorvac, que aparcó detrás del camión. Al volante, con el gendarme sentado junto a él, venía el propio escultor, que saltó al suelo y empujó la cancela. Varios hombres se apearon entonces del camión y abrieron la puerta trasera de la furgoneta.
—No. Voy a llevar el coche hasta mi taller. En la casa no hay bastante espacio— dijo Gorvac en tono imperativo. Después cerró la puerta, se sentó al volante y arrancó con lentitud, seguido por los ocupantes del camión y por algunos lugareños, que habían surgido repentinamente al lado de la verja.
Landley atravesó la casa de puntillas y contempló la escena desde una de las ventanas de la parte de atrás.
La furgoneta frenó ante la puerta del taller. Volvieron a abrir la puerta trasera y Gorvac ordenó:
—Lleven cuidado.
El gendarme se inclinó dentro y uno de los lugareños cogió el extremo de una camilla.
Landley, al discernir la forma de un cuerpo bajo una gruesa manta gris, apretó los dientes. Gorvac condujo a los portadores de las parihuelas hasta su taller. Los curiosos le siguieron.
Landley, aparentemente dueño de sí, bajó la escalera. Aunque el pequeño huerto de detrás de la casa estaba atestado, para atravesarlo le bastó con seguir los pasos de un individuo que acababa de llegar.
—Buenos días, doctor —dijo el gendarme.
—¿Ha visto usted el cuerpo, Marquant? ¿Ha sido, verdaderamente, un accidente?
—Sí, doctor, un terrible accidente. Tiene toda la parte posterior de la cabeza hundida. Ahora mismo despejo esto para que eche una ojeada…
—No, no. Si ha visto usted mismo el cuerpo y está convencido del accidente, no es necesario… Por otra parte, el pobre Gorvac ya ha pasado bastante. ¿Ha recuperado el carnet de identidad o el pasaporte del muerto? Lo necesito para redactar el certificado de defunción.
—Sí. Pero se lo ha quedado el señor Gorvac. Me dijo que su amigo no tenía familia en Inglaterra y que deseaba enterrarlo aquí.
—Entendido. Pero a pesar de ello supongo que será necesario advertir al cónsul de Inglaterra en Burdeos.
—La gendarmería de Périgueux se ocupará de eso. Yo me limitaré a enviarles un informe.
El doctor entró en el taller con el sombrero en la mano. Los lugareños se apartaron y Landley pudo ver las parihuelas. Junto a ellas, sentado en una silla de enea y aparentemente perdido en sus pensamientos, Gorvac desgranaba un rosario con sus dedos gordos y nudosos. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
Landley avanzó sorteando a la gente. Y cuando el gendarme levantó la manta y volvió a dejarla caer, no pudo evitar un estremecimiento. ¡Aquella cabeza vendada, que descansaba sobre una almohada llena de sangre, era la suya!
El doctor hizo un signo, se inclinó sobre el hombro de Gorvac y le dijo algo al oído. Jean, sin molestarse en alzar los ojos, sacó del bolsillo el pasaporte de su amigo.
—La muerte fue instantánea, ¿no? —preguntó el médico.
—Sí. El cráneo reventó como una castaña. ¿Quiere verlo?
—No, no. Me basta con su palabra para extender el certificado de defunción.
—Lo siento, doctor, pero no creo que sepa lo suficiente para extender ese certificado como es debido —dijo Landley empujando a dos hombres y colocándose delante de la camilla.
—¿Cómo? ¿Quién es usted?
—Pregúnteselo al señor Gorvac. No, Jean, quédate donde estás —ordenó Landley apuntándole con la automática.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó el gendarme dando un paso hacia el intruso.
—Significa que usted es un tonto o un cómplice. Fíjese en mi, doctor. Yo soy el muerto cuya defunción se disponía a certificar. Y ahora vamos a echar un vistazo al cadáver.
Se inclinó sobre la camilla y dio un golpe con la culata del revólver sobre la cara del cadáver. Una mujer dejó escapar un grito. Pero ningún otro ruido se alzó de los horrorizados aldeanos, que contemplaban fijamente la cara rota y hundida.
—Como imitación no era mala… Desgraciadamente para su autor, estoy vivo todavía.
Disparó bruscamente hacia la mano de Gorvac.
—Recoja esa cápsula, doctor, pero lleve cuidado si se ha roto. Está llena de cianuro. Durante la guerra llevábamos siempre una para terminar más deprisa si caíamos prisioneros. Y ahora tal vez el señor Marquant quiera ver los trozos de mi máscara fúnebre…
La mujer del grito cayó al suelo, repentinamente, desvanecida, pero nadie le prestó atención porque todos los presentes tenían clavados los ojos en el rostro que apareció bajo la máscara… en el rostro de Madeleine Gorvac.
—Doctor —dijo Landley unos minutos más tarde—, ¿cree usted que se ha vuelto loco?
—Seguramente. Por lo menos le dio veinte cuchilladas a su mujer, cuando una sola habría bastado. ¿Y, de no estarlo, cómo iba a ocurrírsele fabricar esa máscara e intentar hacer pasar un cadáver por el de otra persona que podía presentarse de pronto vivita y coleando?
—Olvida usted que mi regreso no entraba en el programa… Pero hay aún varias cosas que no comprendo. ¿Puedo verle?
—Sí. Ahora está bastante tranquilo. Le he dado un calmante. Un instante después, Jean alzaba los ojos de su lecho.
—Bob —dijo con voz ronca—, me alegro de que hayas escapado bien. La idea de verte muerto no me hacía mucha gracia, porque…, sí, porque jamás he estado seguro.
—¿Seguro de qué?
—De lo tuyo con Madeleine.
—¿La mataste por esa razón?
—Sí. Lo intenté todo, pero no conseguí hacerla confesar.
—¿Quieres decir que… que la torturaste?
—No tuve más remedio, Bob. Pero no sirvió de nada.
—Jean…, ¿por qué intentaste hacerla pasar por mí?
—Ella, en teoría, se había ido a Périgueux. Si la cosa se hubiera desarrollado conforme a mis planes, Madeleine habría desaparecido y la ley no permite procesar a un hombre por el simple hecho de que su mujer se haya esfumado… Por lo demás, si alguna vez se descubría tu cadáver, o lo que quedara de él, a nadie se le ocurriría ver en él otra cosa que el cadáver de un desconocido. ¿Quién iba a relacionar la desaparición de mi mujer contigo, que para todos los efectos habías muerto por accidente en un lugar absurdo?
—Ya… Empiezo a comprender. La torturaste y la mataste en la cueva del «Ojo de Aguja». Habías preparado mucho antes los mensajes y los ataúdes. Pero, ¿y Madeleine? ¿Cómo pudiste llevarla a la gruta?
—Eso no ene costó ningún trabajo. Le dije que había encontrado unas pinturas rupestres y que quería mantener el descubrimiento en secreto hasta que tomara unas cuantas fotos. Y ella, naturalmente, se prestó a ayudarme. A la gente le explicamos que iba a Périgueux, para que nadie se extrañara de vernos salir juntos hacia la cueva. Pero tú caíste demasiado pronto sobre sus huellas… Madeleine cometió un error al comprar el carburo y el tabaco, teniendo en cuenta que oficialmente se dirigía a Périgueux. Y lo que el ferretero vio sobre la carretera, era, naturalmente, mi furgoneta.
—Entonces, ¿lo tenías todo preparado cuando me telefoneaste a París?
—Sí. Puesto que lo mejor era enterrarla bajo otra identidad y mis sospechas iban hacia ti, creí que eras la persona ideal para concluir este asunto.
—Pero, Jean… ¿y los dedos?
—No… Estaba ya muerta cuando se los corté.
—Comprendo… ¿Y supongo que en la cueva del «Perro» había otra entrada por la cual podías adelantarme y esperarme junto al pozo arenoso?
—Sí, Bob. Después intenté… pero no tuve valor para cazarte como a un perro sin estar seguro de que tú y… ¿Cómo te las arreglaste para salir?
—Gracias al famoso perro. En realidad, de no ser por él, todo habría salido como estaba previsto.
—¿Entonces es cierta la leyenda?
—No, no del todo. El animal no existe —dijo Landley.
La puerta se abrió y entraron dos camilleros con un oficial de la gendarmería. Venían de Périgueux.
En la planta baja, Landley encontró al doctor en compañía de un inspector de policía.
—¿Cree usted que le considerarán un desequilibrado, doctor?
—Sin la menor duda —respondió éste.