«A la memoria —sin rencor—
de mi maestro de escuela, que me
golpeaba violentamente los dedos
cuando me sorprendía escribiendo
con la mano izquierda.»
—¿Doctor, podría usted cortarme la mano derecha?
Eché un vistazo por encima de las gafas al hombre delgado y atlético que se encontraba al otro lado de la mesa y, durante un segundo, Mi mirada se cruzó con la suya. Allí se leía, al mismo tiempo, miedo y determinación.
Cogí una ficha:
—¿Su nombre, señor…?
—Manoque. Aquí tiene mi carnet de identidad… Jean-Claude Manoque.
—¿Su edad?
—Treinta y dos años.
—¿Su dirección?
Después de cada pregunta, le miraba. Tranquilo a pesar de su petición, bien vestido y dueño de una voz particularmente suave, aquel individuo parecía un hombre de mundo y su dirección daba a entender que gozaba de una posición acomodada. Sus ojos, sin embargo, traicionaban cierto nerviosismo, lo cual nada tenía de extraño en una persona que había tomado la decisión de hacerse operar.
—¿Es su médico de cabecera quien le ha sugerido la necesidad de una intervención quirúrgica?
Cuando le oí decir que no había consultado a ningún otro médico y que había venido a verme únicamente porque yo era cirujano y vecino suyo, dejé la pluma y me acomodé en la butaca.
—¿Quiere enseñarme su mano, señor Manoque?
Se inclinó hacia mí y extendió la mano sobre la mesa, con la palma vuelta hacia arriba. Era el instrumento fuerte y bien formado que cabía esperar de un hombre de acción, con largos y robustos dedos de punta cuadrada. En la base del pulgar y a lo largo de la palma descubrí dos callosidades que toqué ligeramente.
—Es el tenis —me explicó sonriendo.
Le puse la mano boca abajo, miré las uñas, impecablemente arregladas, y llevé a cabo una inspección superficial, apretando los distintos tendones y venas. Un discreto vello, que le cubría la piel desde la muñeca hasta el arranque de los dedos, denotaba fuerza física, y dos viejas cicatrices sobre las articulares parecían indicar cierta agresividad.
—La otra mano, por favor…
Ambas se parecían mucho. Sólo existía una diferencia perceptible: la derecha temblaba ligeramente, pero también aquello podía obedecer al tenis.
—Gracias, señor Manoque. Ahora, sí hace el favor de explicarme…
—¿Es absolutamente necesario?
—Temo que sí. ¿Por qué quiere desprenderse de su mano?
—Porque no me pertenece —dijo con lentitud, mirándome fijamente a los ojos.
—Ya comprendo, ¿y de quién es? —le pregunté mientras arrancaba una hoja del bloc de notas y empezaba a escribir. Una larga experiencia profesional me había enseñado a no manifestar nunca sorpresa e incluso a reprimir hasta la más imperceptible sonrisa ante las declaraciones de mis pacientes.
—No lo sé, ni me importa. Lo único que quiero es librarme de ella…
—Señor Manoque, siento no poder atenderle personalmente, pero aquí tiene la dirección de un colega que le ayudará.
—Un psiquiatra, supongo. Gracias, doctor. Lo que yo necesito es un cirujano. Perdóneme por haberle molestado… En realidad, ya contaba con esta reacción. Me arreglaré de otro modo.
—Sí, señor Manoque. Se trata de la dirección de un psiquiatra, pero se equivoca si piensa que no puede hacer nada por usted. Le aconsejo que vaya a verlo.
—No, gracias. Volveré por aquí.
Hizo un saludo ligero y se levantó.
—No podré recibirle.
—Estoy seguro de que podrá.
La enfermera le condujo hasta la puerta. Por mi parte, y mientras esperaba al enfermo siguiente, miré la ficha que acababa de llenar, dudé un instante, y por fin la rompí y la tiré al cesto de los papeles.
Algo más tarde, mientras examinaba —reprimiendo un bostezo— varias radiografías del estómago de la esposa de un célebre anticuario (una mujer en perfecto estado de salud, pero convencida de que necesitaba ser operada de una imaginaria úlcera), mi enfermera llamó a la puerta y entró sin esperar respuesta.
—Perdone, es un caso muy urgente.
La señora del anticuario se volvió hacia ella y después me dirigió una mirada sorprendida.
—¿De qué se trata? —pregunté saliendo de la habitación en compañía de la enfermera y cerrando la puerta tras nosotros.
—Ese joven que acaba de salir… está en el dispensario…
—¿Quiere usted decir que no se ha ido de aquí?
—No. Se fue pero ha vuelto… Ha tenido un accidente.
—¿Un accidente?
—Su mano, doctor.
Cuando, tras un gemido, recobró el conocimiento, le estaba poniendo unos laboriosos puntos de sutura en su mutilada muñeca.
—¿Puede estarse quieto un poco más o prefiere que le duerma?
—No… no me moveré —murmuró.
—Ya está —dije cinco minutos más tarde.
Encendí un cigarrillo y se lo puse en la boca, mientras mi enfermera le inyectaba una dosis de morfina.
—Dentro de un momento llegará la ambulancia.
—Gracias —dijo. Y luego, tras una ligera vacilación, añadió—: Supongo que desea saber…
—No, ahora no. Le veré mas tarde en la clínica.
—Como quiera —contestó sonriendo—. ¡Ah! He pensado que usted, o la policía, o cualquier otro, podría reclamarla… Está en el bolsillo. En el bolsillo izquierdo de mi chaqueta.
—¿De qué habla?
—De la mano, naturalmente —dijo arrastrando las sílabas y con los ojos entornados por efecto de la morfina.
Aquella misma tarde recibí la visita del comisario de policía del barrio, que me explicó lo sucedido. Al parecer, el ebanista de la esquina vio como el señor Manoque entraba en su taller, se dirigía hacia uno de sus obreros, dedicado en aquel momento a serrar patas de silla, se inclinaba sobre él y ponía tranquilamente la muñeca contra la hoja de la sierra, que giraba a toda velocidad.
—El ebanista está seguro de que el señor Manoque lo hizo aposta, pero el obrero es menos tajante. ¿Le ha dado su paciente alguna indicación, doctor?
—Sólo que se había guardado la mano en el bolsillo de la chaqueta, por si la policía la reclamaba. Ahora, si desea verla, está sobre esa bandeja…
—No, gracias, doctor.
Dudé antes de mencionar mi primera entrevista con el señor Manoque y por fin me decidí a silenciarla. Aunque estuviera loco, se había confiado a mí y no me sentía con derecho a revelar su secreto.
Al día siguiente por la mañana volví a ver al comisario, que salía de la habitación de mi enfermo. El señor Manoque parecía haberle tranquilizado por completo, explicándole que el deplorable accidente sólo se debía a su torpeza, y que el ebanista no tenía ninguna responsabilidad en el asunto.
—Le agradezco que no haya hablado a la policía de mi primera visita, doctor —me dijo mientras examinaba su gráfico de temperatura— Al enterarse, seguramente, me habrían encerrado en un manicomio.
—Nunca discuto sobre las enfermedades de mis pacientes, señor Manoque, ni siquiera con la policía.
—¿Continúa usted pensando que necesito un tratamiento psiquiátrico?
—Estoy convencido de ello.
—Pero… ¿Y si hubiera una explicación?
—Siempre hay una explicación.
—De acuerdo. ¿Querría escuchar, de todos modos, la mía?
—Cuando esté lo suficientemente repuesto para venir a la consulta. Y, si no le importa, llamaré a un amigo que se interesará mucho por su historia… Un médico, naturalmente.
—Se empeña en ayudarme contra mi voluntad —dijo el señor Manoque con una sonrisa—. Muy bien. Pero le prevengo de que su amigo tropezará con un cliente particularmente rebelde.
—¿Por qué?
—Porque conservo la cabeza en su sitio.
—Sí, eso salta a la vista.
Con el brazo en cabestrillo y acaso un poco más delgado, pero siempre sonriente, el señor Manoque vino una semana más tarde a la consulta, donde le presenté a mi colega y amigo, el profesor Boucet, que acababa de llegar.
—Señor Manoque, no quiero que usted se sienta obligado a discutir aquí cuestiones personales. Pero si se empeña en darnos una explicación, creo que el profesor Boucet podrá ayudarle. Incluso, si así lo desea, le dejaré solo con él.
—No, doctor. Es a usted, principalmente, a quien debo esta explicación.
—Una última pregunta, señor Manoque. ¿Me permite poner en marcha el magnetofón?
—Si me promete que la cinta no será utilizada contra mí…
—Tiene usted mi palabra.
—En ese caso, de acuerdo.
He aquí la historia de Jean-Claude Manoque, tal como posteriormente yo escribí a máquina, reproduciendo con absoluta fidelidad las palabras registradas por el magnetofón.
Todo empezó con el encendedor de oro de mi cuñado, que un buen día cogí repentinamente y deslicé en mi bolsillo. Ya antes, en un par de ocasiones, había percibido un ligero temblor y cierto extraño aumento de temperatura en mí mano derecha, pero estos dos detalles no volvieron hasta mucho después a mi memoria. Tampoco, por otra parte, concedí demasiada importancia al asunto del encendedor. Me sentí algo molesto, desde luego, y regresé corriendo a la habitación de mi cuñado para devolverle el objeto robado y pedirle perdón. Aparentemente, Ludo no le dio ninguna importancia al hecho. Se rió de buena gana y me dijo que él también hurtaba de vez en cuando cigarrillos o estilográficas y que se sentía muy incómodo cuando más tarde las descubría en sus bolsillos.
Lo que me inquietó, sin embargo, fue la certidumbre de que mi gesto no podía ser accidental. Intenté encontrarle una explicación. Yo no era un ladrón ni un cleptómano. Tampoco había querido gastar una broma ni fastidiar a Ludo. No me gusta fastidiar a nadie y con Ludo, en cualquier caso, no habría sido prudente hacerlo.
Sólo mucho después, tras otros «accidentes» similares, comprendí que no era yo el autor de ellos, sino mi mano, que actuaba sin esconderse de mí, pero independiente de mi voluntad. Al mismo tiempo establecí una relación entre esos extraños actos de mi mano y el calor y los temblores que los precedían. Una noche, por ejemplo, cuando bajaba por los Campos Elíseos en compañía de mi mujer y de mi cuñado, hice algo absolutamente escandaloso. La presencia de mi mujer probaba sin lugar a dudas que mi mano, a pesar de ser la autora del hecho, no se hallaba bajo el control de mi voluntad. Suzon iba entre nosotros dos y me había pedido, para poder cogerse de mi brazo, que le llevara su revista de modas. Yo la sostenía, hecha un rollo, con la mano derecha. Delante de nosotros iban dos chicas… Dos chicas de esas que los turistas, por alguna razón inexplicable, consideran típicamente parisinas, aunque evidentemente no lo son. Ya saben ustedes: un poquito de exceso en el vestir, con tacones dos centímetros más altos de lo debido y faldas dos centímetros más cortas y demasiado ceñidas a las caderas… A unas caderas cuyo balanceo, por lo demás, también se pasa un poco de la raya… Ludo me hizo una mueca y un guiño que yo le devolví, y Suzon se encogió de hombros mientras dábamos un rodeo para adelantarlas. En ese preciso instante, arrastrado por una fuerza irresistible, levanté el brazo de la revista y le di un sonoro golpe con ella en la parte más carnosa de la muchacha que me pillaba más cerca. La chica, pálida de furor, se volvió dispuesta a darme una bofetada, pero su compañera la cogió del brazo y la retuvo, diciendo: «¿No te das cuenta de que está borracho?». Yo me callé y Suzon se pasó dos días sin dirigirme la palabra.
Una semana más tarde se produjo el segundo incidente. Ludo vino a buscarme para ir a comer, con la intención de que luego nos diéramos una vuelta por el Racing Club y jugáramos un poco al tenis. Al salir del pequeño restaurante donde suelo almorzar, mi mano se apoderó, sin el menor titubeo, de un sombrero que estaba sobre la percha y me lo puso en la cabeza. Era una prenda horrible, de terciopelo verde y demasiado pequeña para mí. Sin embargo, y a pesar del terror que experimentaba ante la idea de verme perseguido por su propietario, salí del establecimiento sin apresurarme. Sólo al poner el pie en la calle conseguí reaccionar, Ludo se paró en seco, mirándome con aire de sorpresa, y yo logré quitarme el sombrero, volver al restaurante y dejarlo donde lo había encontrado. Nadie pareció darse cuenta y pude echar mano de la excusa, evidentemente muy socorrida, de que lo había tomado por el mío. Fui incapaz de idear una explicación más convincente, pero mi cuñado tuvo la gentileza de fingir que me creía e incluso bromeó sobre el asunto.
—¡Jean-Claude, estas perdiendo tu sentido estético! Suzon habría tenido una crisis de nervios si te hubiera visto con esa pesadilla sobre la cabeza.
Cuando atravesábamos en coche el Bosque de Bolonia, de regreso del Racing Club, mi mano empezó a arder y a temblar de nuevo. Me puse en tensión, decidido a resistir, pero no llegué a sentirme verdaderamente inquieto. Estábamos solos en el coche y no podía suceder nada grave. Por ello me limité a esperar que me asaltaran las ganas de hacer cualquier cosa, convencido de que podría dominarlas. El único objeto accesible era el pañuelo de Ludo, a no ser que esta vez se tratara de algo más complicado y diabólico, como tirar a mi cuñado de la corbata o darle un pellizco en la nariz. En aquel momento, al ver que una niñera atravesaba la calzada empujando un coche de niño, reduje la velocidad. Pero repentinamente, cuando el grupo estaba ya a punto de alcanzar la acera opuesta, mi mano hizo girar el volante en dirección a él y me di cuenta, con asombro de que no sólo carecía de la fuerza necesaria para reaccionar, sino de que ni siquiera lo intentaba. Y sólo más tarde esa impresión, al menos, tuve yo, —aunque en realidad fue una fracción de segundo después— me esforcé, vanamente, en enderezar el volante con la mano izquierda. Y cuando por fin conseguí echar el freno y calar el motor, la niñera se encontraba ya a salvo sobre la acera.
—Nom de Dieu! —dije con un suspiro.
—¿Pero qué te pasa? —preguntó Ludo—. Por un momento creí que querías llevarte por delante a esa pobre chica.
—Es una especie de… de calambre en la mano —dije apoyándola sobre la puesta en marcha—. Pero ya ha pasado y estamos al lado de casa.
—Empiezas por golpear el trasero de las chicas con una revista y después te lanzas sobre ellas a toda velocidad… Lleva cuidado, porque la próxima vez te creerás conduciendo una locomotora en un paso a nivel abierto —dijo riéndose mientras yo detenía el coche en el garaje subterráneo de nuestra casa.
Por suerte, Suzon estaba con unas amigas y Ludo no mencionó el incidente del sombrero ni el del coche. Murmurando una excusa, dejé a las visitantes con su té, sus pastas y su baraja, y me fui a la habitación contigua con la esperanza de encontrar consuelo en mis libros, mi mesa de trabajo y mis confortables butacas de estilo antiguo, que no daban la sensación de ser los instrumentos de tortura de la próxima guerra
—¿Tienes cigarrillos? —preguntó Ludo entrando sin llamar.
—En el cajón derecho de la mesa —dije fingiendo estar absorto en la lectura de una carta.
—¡Mira lo que tienes aquí! ¡Chico, vaya pieza de artillería!
—Un recuerdo de la resistencia. Es un Colt automático del cuarenta y cinco.
—¿Está cargado?
—Sí. No lo toques.
—¿Y listo para disparar?
—Tiene puesto el seguro.
—Es este gancho, ¿no?
—Sí —contesté un poco molesto.
Me levanté y fui hasta la mesa para coger el revólver y ponerlo en otro cajón.
—¿Cómo funciona? Explícamelo, anda.
—¡No te preocupes de eso! —dije levantando el seguro con el pulgar. Después, inesperadamente, volví el arma con un movimiento seco hacia la cabeza de Suzon, que era visible a través de la puerta de cristales, y apreté el gatillo.
No se oyó ninguna detonación y el gatillo permaneció inmóvil. Pero si el revólver hubiera estado verdaderamente listo para disparar, le habría saltado la tapa de los sesos a mi mujer porque había un cartucho en la recámara. Un incontenible vértigo se apoderó de mí.
—Jean-Claude, en nombre de… ¿por qué has hecho eso? —dijo Ludo tartamudeando y blanco como la pared—. Sabías que no estaba cargado, pero… Me has dado un susto terrible.
—Está cargado o, al menos, lo estaba —repliqué con dureza sacando el cargador y expulsando el cartucho con un brusco movimiento de muñeca.
—¿Entonces por qué no ha salido la bala?
—Porque no estaba listo para disparar… Pero eso mi mano no lo sabía.
—¡No lo sabía! ¿Qué quieres decir? ¿Te encuentras bien, Jean-Claude?
—Sí, me encuentro bien ahora —repuse tirando el revólver vacío al cajón. Después metí el cargador y el cartucho en el cajón de abajo— Esto, por lo menos, no se repetirá —añadí.
Aquella vez mi mano no me advirtió. Y por la noche, incapaz de conciliar el sueño, me estremecí de nuevo ante la idea de que había estado a punto de matar a mi mujer en presencia de una docena de personas. ¿Cómo iba a explicar que mi mano no me pertenecía y que ya antes había estado a punto de atropellar intencionadamente a una niñera en el Bosque de Bolonia? ¿De qué me iba a servir eso delante de la policía o —menos aún— del jurado? Encendí la luz, me miré la mano derecha, la toqué y la apreté con la izquierda. Sí, era mía, desde luego, y sus movimientos estaban perfectamente coordinados con los del resto del cuerpo. Y sin embargo, tenía la impresión de que otra mano actuaba en la mía a viva fuerza. Pero aún más inexplicable resultaba aquella extraña inercia que se apoderaba de mí durante los «accidentes», como si estuviera observando a otra persona. Hasta entonces mi mano izquierda nunca había reaccionado, excepto cuando ya era demasiado tarde. ¿Se había esforzado verdaderamente en enderezar el coche cuando mi mano lo dirigió hacia la acera? Ni yo mismo podía responder a esta pregunta. Afortunadamente, mi pie se apoyó sobre el freno a tiempo.
Por lo tanto, aunque fuera incapaz de explicarlo, había momentos en que mi mano derecha no me pertenecía, pero confesarlo a alguien no hubiera servido para nada. Cualquier médico diagnosticaría, a las primeras de cambio, una forma sutil de esquizofrenia, un desdoblamiento, un caso de doble personalidad en oposición o cualquier zarandaja por el estilo. Antes de consultar a un psiquiatra —o a la policía, que de todas maneras recurriría a él—, necesitaba convencerme definitivamente de que aquella mano había dejado de ser mía.
Al día siguiente tuve la prueba deseada.
Me encontraba en el despacho apuntando un número de teléfono, cuando repentinamente me di cuenta de que en lugar de hacer el seis como siempre, de arriba a abajo y muy recto, lo empezaba por la parte inferior y le daba unas formas exageradamente redondeadas. Fascinado, me senté a la mesa e intenté escribir algunas palabras en un bloc. En ese momento, mi mano se calentó y empezó a temblar. Observé que sostenía la pluma estilográfica de una forma absolutamente inhabitual, entre el dedo corazón y el índice, muy inclinada, y que la letra no era mía, sino de otra persona. Estupefacto, cogí una hoja en blanco y dejé correr la mano por ella. Al verla escribir de la manera que lo hizo, deprisa, mucho más deprisa de lo que ordinariamente era capaz, experimenté una extraña sensación de distanciamiento. Pero lo más asombroso, lo que demostraba sin lugar a dudas que había perdido el dominio de mi mano y me había convertido en un simple instrumento suyo, era mi total ignorancia de lo que estaba escribiendo. Para enterarme tenía que leer el texto palabra por palabra, e incluso letra por letra, exactamente como si estuviera leyendo algo por encima del hombro de otro. Mi mano, que hasta aquel preciso momento había sido sin lugar a dudas de ese «otro», se detuvo bruscamente en medio de una frase y volvió a ser mía. En el papel había una quincena de líneas, escritas con toda evidencia por alguien que había visto una obra de teatro, pero una obra de teatro de la que yo jamás había oído hablar. ¿Se representaría en aquellos momentos?, me pregunté, abriendo el periódico para buscar la columna de espectáculos. Sí, se representaba. Y el artículo más importante de la página era, precisamente, la crítica de esa obra. Una crítica que enjuiciaba a los actores con más severidad que la escrita por mi mano… Pero se trataba, sin el más mínimo atisbo de error, de la misma obra. Releí varias veces el manuscrito y llamé al botones para que fuera a buscar todos los periódicos de la mañana. Mis sospechas eran fundadas. En el cuarto periódico, uno que jamás leía, estaba, palabra por palabra, el texto que mi mano había escrito y copiado.
De nuevo se me pasó por la cabeza la idea de dirigirme a la comisaría más cercana. Pero no, aquello no hubiera servido para nada. Me imaginé intentando explicar que tenía la mano de otra persona, o que otra persona utilizaba mi mano. Después me acordé de una amiga de Suzon, grafóloga, que precisamente trabajaba para la policía. Encontré su número de teléfono con facilidad. ¿Podía darme su opinión sobre media página de escritura? Sí, era importante.
—¿Por qué quiere un informe sobre esto, señor Manoque? —me preguntó una hora más tarde, frunciendo el ceño.
—Es la letra de una persona… que se ha ofrecido para un puesto, esta mañana y…
—Y no le ha gustado. Tiene toda la razón, porque es la letra de un hombre malvado y tal vez peligroso… De una persona decidida, que no titubeará ante nada con tal de alcanzar sus fines… De un ser cruel y avaricioso. Se trata de una de las más deplorables muestras caligráficas que jamás he analizado.
—Sí… eso viene a resumir, poco más o menos, mis sentimientos sobre… ese hombre. Muchas gracias.
Al salir a la calle, y mientras me buscaba por los bolsillos las llaves del coche, descubrí una especie de cartera en el suelo. Era un talonario de cheques perteneciente a un tal Ch. Ralingue y expedido por la Agencia del Crédito Lionés, que me pillaba de paso. Por esta razón lo guardé y puse el coche en marcha.
No volví a acordarme del talonario hasta que llegué a casa y me quité el abrigo. No había nadie. Dudé un momento y por fin decidí dejar su devolución para el día siguiente, pero —con objeto de no volverme a olvidar— lo puse en un lugar destacado sobre mi mesa. (cuando ya me daba la vuelta, mi mano derecha se puso roja y pesada, como si estuviera llena de agua caliente. Y aún seguía caliente y —¡cómo no!— temblorosa, cuando un instante después me senté ante la mesa. Permití que cogiera la pluma estilográfica, que le quitara el capuchón, que abriera el talonario y que arrancara un cheque. Después pareció titubear y por fin, lentamente, pero sin vacilar y con una letra totalmente desconocida para mí, escribió la cantidad de diez mil francos nuevos pagaderos a mi orden. Puso la fecha y a continuación estampó trabajosamente, al pie del cheque, el nombre de Ralingue, subrayado por una rúbrica. Mientras colocaba la pluma en el bolsillo interior de la chaqueta, la tinta se secó. Entonces mi mano dobló el cheque y lo metió en mi cartera con precaución.
Lo más sorprendente, una vez más, fue que la hubiera dejado actuar sin la menor reacción visible o invisible. En aquel momento me asaltó la terrible sospecha de que la mano empezaba a ejercer un tiránico dominio sobre toda mi persona. Ya no era solamente una mano, sino un brazo entero lo que había dejado de pertenecerme. Y no paraban ahí las cosas: mi mano izquierda, aunque era de mi propiedad, había empezado a coordinar sus movimientos con los de la mano que se encontraba al extremo de mi brazo derecho. ¡Y yo no podía hacer nada para evitarlo! Había utilizado, por ejemplo, las dos manos para depositar el cheque en mi cartera. Evidentemente, ese cheque no me iba a reportar ningún beneficio, pero el simple hecho de que lo hubiera rellenado y guardado era ya suficientemente aterrador.
Cuando al día siguiente por la mañana entré en la Agencia del Crédito Lionés, estaba decidido a tender simplemente el talonario a un empleado y a no dar más explicaciones. Pero la mano tenía, al parecer, otros planes. Sin poderlo evitar, fui hasta la caja, abrí la cartera, saqué el cheque falsificado, lo volví, lo endosé tranquilamente con mi propia escritura y lo empujé sobre el mostrador, acompañado de mi permiso de conducir. Echándole una rápida ojeada, el cajero anotó el número del carnet y pasó el cheque a alguien que estaba tras él. Esperé un momento, con la misma tranquilidad que si acabara de entregar uno de mis propios cheques en mi propio banco y cuando oí mi nombre, me adelanté suavemente para recibir la suma. Diez mil francos nuevos —¡un millón de francos antiguos!— constituyen una bonita cantidad y tuve que llenar todos mis bolsillos de tersos y flamantes billetes.
En cuanto salí a la calle, me empezaron a temblar las piernas. ¡Mi mano, la mano, había imitado la firma del señor Ralingue con tanta exactitud que su cheque me había sido abonado sin la menor dificultad!
* * *
—¿Qué te pasa? —me preguntó Suzon, sorprendida al verme regresar a casa—. Pareces enfermo. ¿Quieres que avise al médico?
—No, gracias. Sólo necesito un poco de tranquilidad y reposo.
Después de comer volví al banco y aboné en la cuenta del señor Ralingue el millón de francos que me habían entregado por la mañana. Acababa de romper el talonario y de tirar los trozos por una alcantarilla.
A partir de aquel momento, mi vida se convirtió en un infierno. Escribí cada vez más, a veces con mi propia letra, pero generalmente con la de otras personas. De esta forma redacté varias cartas de amor dirigidas a mi mujer, que la mano firmaba luego con el nombre de «André». Tengan en cuenta que yo no sentía celos de Suzon. Estaba —y estoy— seguro de que nunca ha tenido aventuras con otros hombres. Pero aquella automática redacción de cartas, como el resto de los actos de la mano, no guardaba la menor relación con mis deseos, mis sentimientos o mis emociones. Y aún más penoso que verme obligado a escribir las cartas, era sentirme incapaz de destruirlas cuando ya no me encontraba bajo la influencia, al menos visible, de la mano. Me hacía perfecto cargo del peligro que representaban y deseaba vivamente desembarazarme de ellas, pero existía una voluntad más poderosa que la mía, con razones propias y al frente de un vasto plan, que aquella sucia mano terminaría, antes o después, por revelarme. A medida que pasaba el tiempo, empecé a vislumbrar el alcance de ese plan, pero mi capacidad de reacción era cada vez menor. Cuanto más evidente se me hacía, por decirlo de alguna forma, más me dejaba arrastrar.
Cuando la mano, cierta noche, me obligó a escribir una carta a mi cuñado, explicándole que iba a matar a Suzon porque ésta tenía un amante, llevé a cabo un desesperado esfuerzo para recuperar mi verdadera personalidad. Al principio pensé en la huida. Incluso llegué a salir de casa, pero regresé a ella en cuanto la mano criminal echó en el buzón la carta dirigida a Ludo. Después, como en un sueño, fui hasta el cajón donde estaba el revólver y contemplé, igual que si estuviera en el cine, cómo la mano derecha lo cargaba y cómo mi mano izquierda colaboraba con ella.
Por dos veces levanté el revólver hasta la sien, pero en ambas ocasiones, la mano derecha, que parecía hecha de hierro y pesaba una tonelada, volvió a descender. Espiritualmente derrumbado, intenté probar con la mano izquierda y tal vez lo habría conseguido de no aparecer Suzon, que vino corriendo hasta la mesa y se apoderó del arma.
—Jean-Claude, querido, dime lo que te pasa. ¡Tienes que decírmelo!
—No me pasa nada, Suzon. Llévate ese revólver. Escóndelo… No, tíralo a cualquier parte… ¡No quiero volver a verlo nunca! —dije con un sollozo.
—¡Estás loco! ¿Por qué querías matarte cuando…?
—¡Llévatelo! ¡Sal de aquí! —grité con desesperación, sintiendo que mi mano empezaba a transpirar y a temblar.
—Pero…
—Nom de Dieu! ¡Vete!
Aquella noche di un largo paseo por los muelles del Sena. Llegué hasta el puente de Charenton y lo atravesé para continuar por la rive gauche, siempre a pie, y regresar al viaducto de Auteuil. Cuando, por fin, materialmente agotado, volví a casa, experimenté un gran alivio al comprobar que Suzon estaba fuera. No existía mejor procedimiento para garantizar su seguridad.
Durante mi paseo había tomado una decisión. Puesto que no podía luchar yo solo, consultaría a un psiquiatra. Y en lugar de perder un tiempo precioso con cualquier doctor particular, que se esforzaría en llevar me, por medio de la confesión, a tal o cual estado de ánimo, o a hacerme salir de él, decidí acudir directamente al hospital de Santa Ana y pedir que me admitieran durante algún tiempo en régimen de observación. Desde allí localizaría a Suzon y la pondría al corriente. Desde luego, ella vendría a verme sin pérdida de tiempo, pero no pasaría nada, porque yo mismo solicitaría una vigilancia especial durante mi entrevista con ella.
Me preparé una taza de café bien cargado, me cambié, me di una ducha fría, me afeité cuidadosamente, me vestí y salí.
¿Qué ocurrió entonces? No lo sé con exactitud. Me sentía perfectamente, pero en lugar de entrar en el garaje para sacar el coche, subí a un autobús que iba hacia la Bolsa y, a las nueve, me encontré deambulando lentamente por la calle Vivienne, en dirección a los Bulevares, entretenido con el espectáculo de la gente camino de su trabajo. Durante un rato me dediqué a mirar escaparates y finalmente me detuve delante de la tienda de un armero. Allí, petrificado, vi cómo mi mano derecha abría la puerta y un instante después me encontré en el interior del establecimiento, pidiendo con voz firme que me enseñaran el muestrario de revólveres.
Cuando salí, llevaba en la mano una larga pistola de competición, del calibre 22. Se trataba de un artefacto mortal, incluso a gran distancia, pero que aún podía comprarse en París sin licencia de armas. No me había olvidado del hospital y continuaba queriendo ir a él, pero en lugar de ello me dirigí a pie hacia casa. Por casualidad, supongo, no me detuvo la policía. Varios transeúntes se volvieron a mirarme, tomándome sin duda por un borracho e ignorando la desesperada lucha que se libraba en mi interior. Por fin llegué al Bosque de Bolonia, donde me eché en la hierba y debí dormir un buen rato, porque eran cerca de las tres cuando me desperté. Creo que fue entonces cuando tomé la decisión de librarme de mi mano derecha y cuando me acordé que en mi propia calle vivía un cirujano. En cuanto formulé mi petición, sin embargo, comprendí que por aquel camino no conseguiría nada y que ambos, el cirujano y yo, estábamos perdiendo el tiempo. Y el mío era, en aquellos momentos, infinitamente más precioso, porque la mano —estaba casi seguro— podía hacerse cargo en cualquier momento de la dirección de las operaciones. No insistí y me fui lo más rápidamente posible.
Ya en la calle, el ruido de una sierra me hizo volverme y pararme en seco. Tenía al alcance de la mano —y no pude evitar una sonrisa ante esta expresión— el remedio ideal.
Entré en el taller del ebanista, murmuré unas palabras ininteligibles, sonreí al hombre que hacía funcionar la sierra y, sin esperar a que mi resolución pudiera entibiarse, me sujeté fuertemente la muñeca con la otra mano y la apreté contra el aparato. Sentí una especie de quemadura, pero ningún otro dolor. Algo impresionado por el espectáculo de mi propia sangre, que manaba a borbotones, recogí tranquilamente la mano, la deslicé en el bolsillo de la chaqueta y me senté pesadamente. Creo que fui desvaneciéndome poco a poco, mientras el carpintero intentaba detener la hemorragia con un bramante.
* * *
—Su drama no es único, señor Manoque —dijo el profesor Boucet al término del relato.
—Comprendo lo que quiere decir, doctor. Cree que se trata de un caso de esquizofrenia, momentánea o, tal vez, definitivamente curada por la aplicación de eso que ustedes, los psiquiatras, llaman autocastigo, y creo también que ahora, libre de la mano, es posible que consiga curarme.
—Efectivamente, señor Manoque. Ésa es, más o menos, mi opinión. ¿Y usted, doctor?
Yo pensé lo mismo hasta algunas horas después. Exactamente, hasta que el comisario, aquella misma tarde, volvió a verme.
—A propósito del señor Manoque, doctor. ¿Sigue usted convencido de que fue un accidente?
—El ebanista, que vio de cerca lo sucedido, podrá contestarle a eso mejor que yo.
—Él jura que lo fue.
—Aun admitiendo que se equivocara, ¿qué cambiaría su error?
—Eso es lo que me pregunto —dijo el comisario encendiendo un cigarrillo—. No tengo ninguna prueba, pero existe una coincidencia tan extraña, que casi podría admitirse como punto de partida para abrir una investigación.
—¿Qué coincidencia, si no es un secreto profesional?
—No, no lo es. Escuche: un hombre normal y un individuo considerado peligroso se encuentran bajo la influencia de una idéntica y oscura atracción, y ambos se hacen cortar la mano derecha, el mismo día y a la misma hora, aunque de forma diferente y en distintos barrios. Por lo que sé del individuo peligroso, algo turbio tiene que haber en esta coincidencia, pero no alcanzo a descubrir el qué.
—Supongo que el hombre normal es Jean-Claude Manoque. ¿Podría ser el individuo peligroso su cuñado?
—¿Qué sabe usted de Ludo «Pico de oro», doctor?
—¿Se llama así?
—Ludovic Couralin es más conocido con el sobrenombre de «Pico de oro» por su habilidad para escribir falsas, aunque no por ello menos convincentes, cartas de amor.
—¡Falsas cartas de amor! —dije con un silbido.
—Sí. Generalmente para hacer cantar a la gente. Pero esto sólo es una de sus múltiples especialidades. Ahora dígame, por favor, todo lo que sepa sobre el asunto.
—Un momento. ¿Es la falsificación otra de sus… manías?
—Sí. Incluso fue condenado a una pena de cinco años por ese delito, pero salió hace tres. Su hermana le dio trabajo en la empresa de su marido y desde entonces, aparentemente, se portaba bien. Aunque usted parece saber que no era así…
—Efectivamente, comisario. Sé algo, pero se trata de una explicación que no convencería a nadie.
—¿De verdad? A mí me pagan por demostrar las cosas…
—Allá usted, comisario. Le voy a enseñar algo que le convencerá, pero que no podrá utilizar ante ningún juez de instrucción… ¿Podría estar aquí mañana por la mañana, a las nueve en punto?
No nos costó mucho encontrar a Charles Ralingue. Sí, había perdido su talonario de cheques y había cursado el correspondiente aviso al banco. Efectivamente, algo había sucedido con relación a un cheque de diez mil francos nuevos, pero se había tratado, casi con toda seguridad, de un error, porque la cantidad fue repuesta unas horas más tarde.
En la Agencia del Crédito Lionés, sin embargo, los ojos del señor Ralingue casi se salen de sus órbitas al ver el cheque en cuestión.
—Sí —exclamó—. Se trata, evidentemente, de mi firma, pero, ¿quién es este señor Manoque? No lo comprendo… Estoy seguro de que jamás he rellenado y firmado ese cheque…
—No se preocupe, señor Ralingue. Le aseguramos que no volverá a suceder —dijo el comisario.
Nos trasladarnos al hospital Boucicaut y allí, en la sección de casos urgentes, conocí a Ludovic Couralin, un hombre de rostro atezado y mirada penetrante, provisto de una ganchuda nariz y una abundante barba. Al vernos, con gran asombro por mi parte, nos dirigió una sonrisa llena de simpatía. Estaba vestido y esperaba el regreso de la enfermera, que había ido a presentar su certificado de salida para el visto bueno de la dirección.
—Ludo, le presento a un amigo —dijo el comisario ofreciéndole un cigarrillo—. Los dos estamos al tanto de tus mangancias.
—Los guindillas no tienen arreglo —dijo riéndose, mientras me examinaba con atención—. No hay mangancias que valgan. Ya le he dicho que cuento con cien testigos. Cuando me caí delante del coche, la estación del metro estaba llena de gente.
—¿Y qué es lo que le hizo caer, Ludo? —le pregunté yo, intentando emplear un tono de voz tan suave como el del comisario.
—Alguien me atrapó por el brazo derecho y me empujó, pero nadie pudo ver quién era. Cuando me convencí de que la cosa no tenía remedio, me dejé ir y caí a cuatro patas, pero no conseguí retirar la mano a tiempo. La rueda la seccionó.
—¿Y si yo le dijera quién le empujó?
—¿Quién fue?
—El propietario de la mano que estaba usted utilizando, Ludo —dije con deliberada lentitud.
—¡Venga, basta de monsergas! ¡Confiesa de una vez! —dijo secamente el comisario al ver que Ludo, alias «Pico de oro», se sentaba en el borde de la cama.
—¿Qué voy a confesar? No… no tengo la menor idea de lo que están diciendo —contestó jadeando y enjugándose el sudor de la frente con su brazo vendado.
—Sí, Ludo. No se haga el tonto. Sabe usted perfectamente lo que queremos decir— arguyo con dulzura—. Si Jean-Claude hubiera matado a su mujer, como estaba previsto, usted se hubiera convertido en heredero de una bonita fortuna, porque los Manoque no tenían hijos ni ningún otro pariente. Además, su cuñado hubiera sido condenado a cadena perpetua por ese crimen, y usted se habría encontrado a la cabeza de una empresa cuyos dividendos no son, precisamente, despreciables.
—¡Pobre Jean-Claude! ¿Con que eso es lo que piensa? —dijo Ludo con una mueca irónica—. Aunque fuera verdad, daría lo mismo… Nada se puede demostrar donde no hay nada que demostrar.
—¡No estés tan seguro! Jean-Claude aún no sabe nada de esto. Lo hemos descubierto por cuenta propia, Ludo.
—¿Y ahora, doctor, tendría usted la bondad de explicarme este galimatías? —me dijo el comisario al salir del hospital.
—Venga a mi despacho y oirá la respuesta de labios del propio Jean-Claude.
Le instalé confortablemente, le preparé un cóctel y puse en marcha el magnetofón.
Cuando la audición terminó, el comisario guardó silencio durante un buen rato.
—Todo esto no puede ser cierto, doctor…
—¿Hay alguna otra explicación, señor comisario? Alguna explicación convincente, quiero decir.
—Sí y no —dijo terminando su vaso—. Me siento un poco como el chiquillo que ve por primera vez una jirafa y que no cree en ella. Pero, aun suponiendo que sea cierto, ¿cómo pudo Manoque empujar a su cuñado al metro, doctor?
—¿Y cómo Ludo estuvo a punto de conseguir que Manoque asesinara a su mujer? ¿Y cómo le obligó a imitar una firma? Existen en la naturaleza fuerzas que no podemos comprender. Fuerzas que usted designa con el nombre de «coincidencias extrañas o sorprendentes».
Un poco después el comisario abandonó el edificio y, precisamente cuando salía del portal, una enorme maceta cayó de alguna ventana y se hizo añicos contra la acera. Nunca consiguió poner en claro de qué ventana había caído y yo, a pesar de mi buena voluntad, no me atreví a explicarle que mi mano izquierda, repentinamente, había empezado a arder y a temblar tras su partida, y que mi cuerpo, como el de un autómata, se había limitado a seguirla hasta la ventana y la había mirado empujar un tiesto, el más grande que pudo encontrar…