«Al poeta Jean Cocteau,
que me inspiró esta Eurídice.»
Posteriormente, todo el mundo encontró lógico que me dedicara a meter la nariz en los asuntos personales de Bernard. Al fin y al cabo, un doble derecho me autorizaba a hacerlo: yo era, en primer lugar, su único pariente, y en segundo, el responsable de la seguridad pública en aquella zona. En aquella época, además, mi esposa y yo vivíamos en su pabellón, al borde del lago. Todo se debió a un accidente, estoy persuadido de ello, pero mi —llámenlo como quieran— intuición, instinto o peculiar olfato para este tipo de problemas, adquirido en treinta años de oficio, me hizo comprender, desde que husmeé por primera vez en el asunto, que parte de la culpa era de Berny. Cuando un perro quiere esconder un hueso, hace un agujero en el suelo, lo mete dentro y lo cubre de tierra. Cuando un hombre quiere ocultar a sus semejantes algo que ha sido escrito, quema el papel y esparce la ceniza a los cuatro vientos. Pues bien: las cenizas estaban en la chimenea. Muchas cenizas. Recogerlas no habría servido para nada, porque mi hermano las había pisoteado con la visible intención de aplastarlas. A pesar de lo cual, encontré un trozo de papel intacto en la base del montón de cenizas, es decir, en el lugar que lógicamente debía haberse consumido antes. También conseguí descifrar las borrosas palabras mecanografiadas que se veían sobre él:…NA Y CUARTO. MAÑANA. LA AMO… Llevado por la costumbre, reproduje este mensaje con la máquina de Berny para comparar los dos textos, pero ya antes de hacerlo estaba convencido de que mi hermano era el autor del primero. ¡Y todo había sucedido a las trece y dieciséis, hora bastante aproximada a la una y cuarto! De paso descubrí que Berny tenía una aventura amorosa…
—¡Vamos, gandul, al trabajo! ¡Busca la mujer! —murmuré para mis adentros, mientras encendía la pipa tras sacudir sus endurecidas cenizas.
No encontré a la mujer, pero di con algo que parecía el resto de una foto. Un marco vacío, encima del televisor, me puso sobre la pista: era su marco.
Y, casi al mismo tiempo, descubrí el micrófono, precisamente al lado del marco vacío. Estaba conectado al televisor. Encendí éste, lo dejé calentar y pude oír, hablando a través del micrófono, cómo mi voz era amplificada por el altavoz del receptor, que no se hallaba unido a ningún otro aparato.
Encima de la mesa de Berny, y bajo un montón de documentos técnicos, encontré cuatro hojas de papel con algunas palabras escritas a máquina, siempre a base de mayúsculas. ¿Era Bernard el autor o el destinatario de aquellos mensajes? Intenté ordenarlos cronológicamente. Tres parecían encajar, pero el cuarto me llenó de perplejidad. Era el más corto: ¿ES USTED FELIZ? En las otras hojas, sucesivas, podía leerse:
¿ENTONCES QUÉ SABE USTED EXACTAMENTE DE MÍ?
ME GUSTARÍA PODER REUNIRME CON USTED AHÍ ABAJO.
¿Y QUÉ DESEAN DE Mí, SUPONIENDO QUE LES CREA?
Poco a poco, fragmento a fragmento, reconstruí la respuesta a estas preguntas. Tardé dos años enteros. En realidad, de no haber sido por la colaboración de mi mujer, aún seguiría a oscuras. Durante los primeros tiempos me negué a admitir sus descubrimientos, pero ella consiguió muy pronto pruebas irrefutables. Cuando finalmente nos vimos en posesión de todos los elementos de la historia, ya no volví a dudar. Nadie, sin embargo, habría creído entonces mi versión de los hechos. Y si me hubiera decidido a hacer un informe oficial, habría tenido un cincuenta por ciento de posibilidades de acabar en el manicomio más cercano. Pero ahora, que me hallo en posesión de una historia completa, no arriesgo nada. Si algún día se publica, siempre podré decir que se trata de una invención literaria. Únicamente mi mujer, y tal vez un grupo de sabios, sabrán que es una historia verdadera.
Todo el mundo reconocía en mi hermano Bernard al cerebro de la familia. Personalmente, nunca me sorprendió oír decir a la gente que Bernard coleccionaba títulos y certificados de igual forma que otros coleccionan mariposas o sellos de correos. Aún recuerdo la felicidad que se reflejaba en su rostro cuando regresó a Ray Falls con su diploma de doctor. ¡El doctor Bernard E. Marsden! Y cuando, al bajar del tren, me anunció que le habían elegido para desempeñar un cargo importante en el Instituto de Investigaciones Nucleares.
Bernard vivía al borde del lago, justo encima de los rompientes, en un pabellón pequeño y muy confortable. Una vieja solterona de la vecindad iba todos los días a prepararle la comida y a limpiar la casa. La cena se la hacía él mismo. Mi hermano, a pesar de su cotidiano baño matinal en el lago, no era un deportista, pero había heredado la sólida osamenta de los Marsden y —de paso— sus intensos ojos azules. Aunque yo había adquirido sólidas nociones de lucha en la academia de policía, creo que Bernard me habría vencido con facilidad.
He aquí mi versión de los hechos:
Una noche, en la que se había quedado trabajando hasta muy tarde para preparar unas fórmulas que el cerebro electrónico debía calcular al día siguiente, Berny bostezó, se estiró y comprendió que era ya hora de irse a la cama. Sabía por experiencia que sólo conseguía dormirse después de olvidar todo lo concerniente a su trabajo. Por ello tenía la costumbre de dar un paseo hasta el borde del lago, mientras se fumaba la última pipa del día. Aquella noche, sin embargo, llovía con tanta intensidad, que se decidió a encender la televisión. La pantalla se iluminó y dos hombres aparecieron en ella. Parecían hablar entre sí, pero Berny no pudo oír nada. La imagen, por otra parte, estaba borrosa. Intentó regular el sonido y precisar la visión, pero finalmente desistió de ello, pensando que algo, su receptor o la estación local, funcionaba defectuosamente. Apagó y se fue a la cama.
Algunos días más tarde, tras concluir la copia a máquina de un informe, encendió de nuevo el aparato. Al cabo de un instante escuchó una voz de hombre, confusa y desarticulada y, al iluminarse la pantalla, sólo pudo ver unas vagas sombras, que le cruzaban una y otra vez en todas direcciones.
«Debe estar estropeado», pensó Berny, maniobrando los diversos botones de regulación del aparato.
Estaba a punto de apagarlo, cuando una mano, nítida y clara, pasó tanteando por la pantalla, como sí buscara alguna cosa. Inmediatamente fue reemplazada por la cabeza de un individuo muy viejo, que guiñó un ojo, volvió la cara para decir algo que Berny no consiguió entender y desapareció suavemente, «como un pez en un acuarium». Unos ruidos indistintos, unas fugitivas sombras y nada más.
Berny miró el reloj y cogió el periódico de la noche. La última emisión televisada parecía ser la reedición del telediario a las once y treinta y cinco. ¡Era imposible que se hubiera prolongado hasta la una de la mañana! El problema debía estar en otra parte. No le iba a quedar más remedio que llamar a un experto en televisores… Aunque tal vez se trataba de la emisora local, que experimentaba imágenes en colores o un nuevo método de transmisión. Sí, eso explicaba perfectamente la falta de nitidez de las imágenes y la mala calidad del sonido. Al día siguiente por la mañana, mi hermano telefoneó a Dick Rowlands, uno de los ingenieros de la estación local.
—No, Berny: No estamos realizando ninguna experiencia. ¿A qué hora dices?
—A la una y pico. Y ya lo había observado dos días antes, a una hora todavía más avanzada.
—Anteayer… No, tampoco había nada. ¿Qué canal estabas escuchando?
—El segundo.
—Precisamente el nuestro. Tal vez se trate de una emisión lejana, que hayas captado por cualquier anomalía técnica. A veces pasa. ¿Qué clase de antena tienes?
—Interior.
—Entonces es más curioso. ¿Quieres avisarme si el fenómeno se reproduce? Iré enseguida.
Dos días más tarde, la cosa empezó de nuevo. Berny vio los mismos desdibujados individuos y escuchó las mismas palabras, guturales y apenas audibles.
—Tu aparato marcha bien, Berny —dijo Dick Rowlands al día siguiente—. Lo que has visto en la pantalla debe ser un programa muy lejano, reflejado por la estratosfera. De vez en cuando, sin razones conocidas, los receptores ordinarios captan esos programas.
—¿Y de dónde puede venir la cosa? ¿De Rusia, de Australia…?
—De más cerca, en mi opinión, aunque es imposible precisarlo. ¿Has reconocido la lengua en la que hablaban?
—No.
El día en que me pidió prestado el televisor portátil, Berny ya no pudo seguir dudando. Evidentemente, se encontraba en presencia de un fenómeno muy singular. Las sombras habían vuelto a aparecer en su pantalla y quería saber si aparecerían también en otra. Para comprobarlo, encendió los dos aparatos al tiempo, después de las «buenas noches» que indicaban el término de la emisión local. Dos minutos más tarde, las sombras aparecieron en ambas pantallas.
De repente, Berny se levantó de un salto. ¡Eran, sin lugar a dudas, las mismas sombras y caras que había visto los días anteriores, pero diferían en cada una de las pantallas! Esto excluía la posibilidad de haber captado un programa lejano, a no ser que hubiera dos. Cuando las sombras desaparecieron y el sonido se extinguió progresivamente con su ronroneo habitual, Berny desenchufó y encendió la pipa. Sólo había dos soluciones. O experiencias, locales o distantes, de las que Dick no hubiera oído hablar, o… algo muy diferente. Era preciso verificar con cuidado la primera posibilidad. Si, efectivamente, se trataba de experiencias, no debían tener un carácter muy secreto, puesto que cualquiera las podía captar.
Pero Berny se equivocaba. Lo comprendió algunos días más tarde, al hacerse el sonido más fuerte que de ordinario. Se disponía ya a disminuir el volumen, cuando oyó una voz extraña, que parecía cacarear. Y, casi al momento, otra voz le respondió en un tono más agudo. Entonces la pantalla se iluminó y Berny pudo ver, con toda claridad, a dos hombres que charlaban entre sí. Evidentemente, se trataba de dos japoneses. Uno de ellos se volvió, señaló la pantalla con el dedo y los dos avanzaron en dirección a Berny.
«Dick, por lo tanto, tenía razón», masculló Berny. Una simple anomalía técnica le había permitido captar un programa japonés. Los dos hombres de la pantalla habían dejado de hablar y miraban hacia la cámara. Uno dijo algo y señaló nuevamente a Berny con el dedo índice.
Después hizo ademán de coger un vaso imaginario y de beber. «Simple coincidencia», pensó Berny, echando una ojeada al vaso de leche colocado junto a él y metiéndose la mano en el bolsillo para sacar las cerillas. Pero el hombrecillo de la pantalla se hurgó también en el suyo y cuando Berny, con las cejas fruncidas, encontró lo que buscaba y se puso a encender la pipa, el individuo en cuestión le imitó con una pipa inexistente. El otro japonés, que presenciaba la escena sin intervenir en ella, se rió y dijo algo. Inmediatamente, tres o cuatro personas, vestidas todas con trajes muy sencillos, aparecieron en la pantalla y clavaron los ojos en Berny.
El vaso de leche, la pipa, la insistencia de las miradas, las evidentes alusiones a su persona… Aquello sólo podía tener una explicación: Berny se había convertido en objeto de una fantástica experiencia. Al parecer, se hallaba frente a unos ingenieros, japoneses al parecer, que habían descubierto un sistema para transformar en emisor-receptor de televisión un simple receptor. Pero Berny no podía contentarse con esa hipótesis. Sin apartar los ojos de la pantalla, se desanudó lentamente la corbata. El individuo que protagonizaba la escena, tras dedicarle un ligero saludo, acompañado de una sonrisa irónica, le imitó. No quedaba ya la menor duda.
—¿Pueden oírme? —preguntó Berny, a quien sobresaltó el sonido de su propia voz.
Los extraños personajes le miraron fijamente. Uno de ellos se puso a hablar muy deprisa y un viejo con gafas vino hasta el centro de la pantalla y dijo silabeando cuidadosamente:
—¿Hablar inglés?
—Sí —contestó Berny, dominado por una gran excitación—. ¿Pueden oírme?
Todos empezaron a hablar al mismo tiempo y el que había imitado los movimientos y gestos de Berny dijo algo al viejo, que sacudió la cabeza. La discusión se prolongó aún unos instantes, hasta que el viejo se dirigió nuevamente a Berny:
—Espere un poco, si hace el favor… ¿Comprendido?
—¿Quieren ustedes que yo espere? —preguntó Berny, señalándose a sí mismo con el dedo.
Todos le hicieron un leve saludo.
No tuvo que aguardar mucho tiempo. Ante él apareció una muchacha bastante guapa, vestida con un sencillo traje blanco, que avanzó apartándose sus largos cabellos a un lado de la cabeza. Tras dirigir una mirada a los hombres que la rodeaban, se adelantó hasta que sus dos manos parecieron tocar la pantalla. Había oído, evidentemente, la conversación, porque desde el primer momento miró a Berny. Los misteriosos personajes se agruparon alrededor de ella y continuaron hablando. La muchacha esperó pacientemente a que terminaran y después, con los ojos clavados en Berny, dijo en perfecto inglés:
—¿Habla usted inglés, por favor?
—Sí. ¿Me oye? ¿Quién es usted? ¿Dónde está?
Ella le miró tristemente y todos se pusieron a hablar al mismo tiempo.
—Al parecer, usted nos oye pero nosotros a usted no. ¿Ha comprendido?
—Sí —dijo Berny con un gesto. Después se precipitó a su mesa, cogió una estilográfica de tinta roja y escribió con letras mayúsculas sobre un folio en blanco:
¿PUEDEN LEER ESTO? ¿QUIÉNES SON USTEDES?
—Sí, podemos leerlo muy bien —contestó la muchacha cuando Berny colocó su mensaje ante la pantalla—. Nosotros… —pero en aquel momento fue interrumpida por el charloteo de media docena de excitadas voces. Entonces levantando los ojos hacia mi hermano, explicó—: Me dicen que contestaremos a sus preguntas cuando llegue el momento. Antes queremos saber quién es usted y dónde está.
Berny, tras hacer un gesto de asentimiento, trajo la mesita portátil con la máquina de escribir y se instaló delante del receptor. Después metió papel en la máquina y escribió, siempre con mayúsculas:
Ml NOMBRE ES BERNARD MARSDEN. ÉSTA ES MI CASA, SITUADA EN RAY FALLS. ¿QUIÉNES SON USTEDES? ¿DÓNDE ESTÁN?
Puso el papel a la altura de la pantalla. Inclinándose, la joven lo leyó y lo tradujo.
—¿Dónde está Ray Falls? ¿No será por casualidad el Centro de Investigaciones Nucleares? —preguntó la muchacha un momento irás tarde.
Berny, señalando con el dedo la última pregunta de su mensaje, hizo un gesto afirmativo.
—Aguarde… Es preciso que consulte —dijo ella volviéndose hacia sus compañeros.
¿ESTÁN PRESOS?, tecleó rápidamente Berny, mientras los personajes de la pantalla celebraban su conciliábulo.
La muchacha leyó el mensaje y sonrió.
—No. Estos hombres son sabios muy inteligentes. Gracias a ellos hemos podido entrar en comunicación con usted. Me resulta difícil explicarle dónde estarnos, porque, en realidad, no estamos en ninguna parte.
Berny dio un respingo sobre su silla, ante la sorprendida mirada de sus interlocutores, y tecleó muy deprisa:
ESTOY DISPUESTO A CREER QUE SE TRATA DE UNA EXPERIENCIA FANTÁSTICA, PERO NO QUIERO QUE NADIE SE BURLE DE Mí. DIGA A ESOS TIPOS QUE PONGAN LAS CARTAS BOCA ARRIBA O APAGARÉ EL TELEVISOR. REPITO: ¿QUIÉNES SON USTEDES? ¿DÓNDE ESTÁN?
Mantuvo un instante el papel delante de la pantalla, para que la muchacha pudiera traducir el texto. Sus compañeros dijeron algo y ella, levantando una vez más los ojos hacia Berny, explicó:
—Tienen que ponerse de acuerdo sobre la mejor manera de contestar a sus preguntas. ¿Puede esperar unos cuantos minutos?
Berny hizo un signo de aquiescencia. Ella prosiguió:
—Entretanto puedo decirle mi nombre, míster Marsden.
Se interrumpió y miró, por encima del hombro, hacia atrás.
—Me llamo Mary Seymour y soy oriunda de Hull, en Yorkshire.
En aquel momento regresaron sus compañeros. El mayor de ellos, el de las gafas, habló durante bastante rato. Por fin, la muchacha se volvió hacia Berny con una sonrisa:
—Antes de nada, quieren darle su palabra de que todo esto no es una broma. A continuación intentarán responder a sus preguntas. La cosa no será fácil y tendrá que armarse de paciencia. Nosotros no formamos parte de su mundo… No, míster Marsden, le juro que estoy diciendo la verdad y le ruego que me escuche… Desde su punto de vista, nosotros estamos muertos. Pero no, no somos fantasmas. ¡Tenga paciencia, se lo ruego!
Berny se encogió de hombros en signo de duda. Los individuos de la pantalla se agruparon y parecieron celebrar una nueva asamblea. Hablaban muy deprisa.
—Dicen que si no nos promete escuchar hasta el final, abandonaremos su pantalla y probaremos con otro.
DE ACUERDO. LES ESCUCHARÉ HASTA EL FINAL, tecleó Berny lo más deprisa que pudo.
—Gracias. ¿Dónde estaba?… ¡Ah! Los individuos que me rodean son japoneses. Todos ellos se encontraban en el centro de la explosión cuando estalló la bomba atómica en Nagasaki. Yo también estaba allí y, para hablar con su lenguaje, fallecí en las mismas circunstancias.
MIENTEN, escribió Berny en uno de los papeles ya utilizados.
—¡Por favor! —suplicó la muchacha—. Aquí sólo hay una persona capaz de explicarle todo esto. Es el profesor Kizoki. Yo no entiendo nada de asuntos científicos, pero intentaré traducir de la manera más fiel posible lo que él me diga. En primer lugar, es preciso convencerle a usted de que no estamos muertos. Y no lo estamos, porque nos encontrábamos en el mismísimo centro de la desintegración molecular y atómica. La reacción en cadena producida por esa desintegración superó al tiempo en velocidad… He dicho, efectivamente, «superó al tiempo en velocidad»… Son palabras del profesor. Seguramente, usted sabrá lo que quieren decir. Aquello sucedió, para darle una idea aproximada, a una velocidad muy superior a la de la luz, que es —como seguramente también sabe— la más elevada que el hombre conoce.
¿A QUÉ VELOCIDAD?, escribió Berny con una mueca.
Ella tradujo la pregunta, esperó la respuesta del profesor y se volvió una vez más hacia mi hermano.
—Es imposible que usted lo comprenda, pero el profesor sugiere esto: suponga que aquello sucediera a una velocidad tal, que según la teoría de la relatividad, y con arreglo a sus actuales unidades de tiempo, la desintegración terminara antes, o por lo menos casi antes, de haber empezado. Escúcheme, por favor. El profesor dice que no ve otro medio de explicarle, de manera aproximada, la noción de velocidad a la que se refiere.
Berny asintió varias veces con la cabeza y la muchacha prosiguió.
—El resultado de la desintegración es igualmente difícil de explicar, pero el profesor sugiere dos imágenes: de un estado de tres dimensiones en un universo de cuatro, nosotros hemos sido transferidos a un estado de cuatro dimensiones en un universo de cinco. O, si lo prefiere así, nos hemos convertido en formas de la antimateria. ¿Entiende?
Berny tecleó rápidamente:
TEÓRICAMENTE ES POSIBLE, PERO NO LO CREO ¿PUEDEN DARME ALGUNA PRUEBA?
—Supongo que ellos podrán —dijo la muchacha con una sonrisa. Después tradujo.
¿USTED LOS CREE?, escribió Berny, mientras ella escuchaba al profesor.
—Sí, porque no hay otra explicación posible.
¿CÓMO PUEDO CONVENCERLE DE QUE NO ESTÁN EN CUALQUIER EMISORA DE TELEVISIÓN, GASTANDO LA MEJOR BROMA DE SU VIDA?
—No, misten Marsden. Le aseguro que es la primera vez que alguien me ve después… después de mi desaparición en Nagasaki. Escúcheme bien: el profesor dice que está en condiciones de darle una prueba por el absurdo. Puede usted comprobar fácilmente la existencia real de dos personas, por lo menos, que están aquí y que eran muy conocidas en Nagasaki. El profesor dice que existen fotos suyas en numerosos libros de Tokio. Y que figura en la lista de las víctimas de la explosión. Dice también que era bastante conocido en los medios científicos por sus investigaciones sobre el ojo. Y añade que, cuando usted haya comprobado todo esto, lo que debe hacer cuanto antes, el simple hecho de haber podido charlar con nosotros por medio de su televisor será la mejor prueba.
Y USTED, MISS SEYMOUR? ¿PUEDO ENCONTRAR EN ALGUNA PARTE UNA FOTO SUYA E INFORMES SOBRE SU VIDA?
—¡Sí! Hay una tía mía que vive aún en Hull. Sé que conserva una foto mía, en la que estoy vestida de enfermera. Me la sacaron cuando hacía prácticas en el hospital de Hull. No le será difícil seguir mis huellas. Descubrirá que fui enviada a Singapur y que me dieron por desaparecida cuando entraron las tropas japonesas. Entonces me llevaron al Japón con otras dos enfermeras. Una de ellas vive aún… Puedo darle su nombre y su dirección… Ella confirmará cuanto le estoy diciendo. Nos vimos por última vez en Yokohama.
¿CÓMO PUEDE SABER QUE AÚN ESTÁ VIVA?
—La veo a menudo. Todos nosotros nos desplazamos sin la menor dificultad y muy rápidamente.
¿HA APARECIDO USTED SOBRE SU PANTALLA DE TELEVISIÓN?
—Esta es la primera vez que lo hago. El profesor lo ha intentado sin éxito una porción de veces. Rara vez concurren todas las condiciones favorables. Sólo podemos integrar nuestra imagen en la corriente de electrones de un receptor que esté en marcha y, al mismo tiempo, libre. Es decir, fuera de las horas de emisión. Si entráramos en competencia con una imagen televisada, correríamos graves peligros. Y, como puede suponer, la gente no tiene costumbre de dejar encendidos sus televisores cuando no hay emisión. Usted es la primera persona con la que hemos conseguido ponernos en contacto.
SUPONIENDO QUE LES CREA (NO HE DICHO QUE SEA ASí), ¿QUÉ ESPERAN DE Mí?
—Que nos sirva de enlace con algunos sabios. El profesor desea tener un cambio de impresiones con ellos.
¿SON USTEDES MUCHOS? ¿SE HAN ENCONTRADO CON OTRAS PERSONAS EN EL MISMO CASO?
—Sí. Con muchas otras, a las que apenas conseguimos entender. Seres venidos de otros mundos.
¿A QUÉ SE PARECEN?
—No lo sé a ciencia cierta… Las formas, los rasgos, los sonidos que emiten… Nada de todo eso tiene sentido en nuestra… dimensión. Es casi imposible de explicar.
La imagen de la muchacha tembló repentinamente. Un ruido de trompetas y un breve golpe de címbalos acompañaron la proyección sobre la pantalla del reloj del ayuntamiento de Ray Falls. Berny, sorprendido, echó un vistazo a su reloj y corrió a la ventana. Una franja de cielo rosado, que se reflejaba en las tranquilas aguas del lago, le confirmó que eran las seis y que un nuevo día acababa de empezar.
Berny decidió guardar silencio sobre su «visión», al menos por el momento. Y cuando llegó, un par de horas más tarde, al Instituto de Investigaciones Nucleares, se encaminó directamente a la biblioteca y se pasó la mayor parte de la mañana consultando obras que llevaba años sin abrir. En teoría, parecía casi imposible que los átomos componentes de un objeto, o incluso de un animal, pudieran transformarse en algo completamente distinto, conservando sin embargo su entidad.
Berny veló toda la noche, pero la luz temblorosa de su pantalla no compuso forma alguna. El altavoz ronroneó y tosió hasta la aparición del reloj, con su habitual acompañamiento musical, a las seis en punto de la mañana.
Durante toda una semana, Berny perdió sus noches ante el aparato, esperando vanamente el retorno de Mary. A pesar de las apariencias, no estaba absolutamente convencido de haber sido víctima de una broma. E incluso, aun suponiendo que fuera así, alguien había realizado un prodigioso descubrimiento científico. Dudaba, además, de que existiera una mujer capaz de representar con tanta veracidad el papel de Mary Seymour. Ésta había dado una versión de su drama llena de dulzura y sencillez. ¿Se había enamorado mi hermano de un rostro, de una fugitiva sombra apenas entrevista en la pantalla de televisión? ¿Existía o no existía Mary? Ella había dicho que no era un fantasma, pero al mismo tiempo había dado a entender que tampoco podía considerársela como una criatura humana.
Cuando, una semana después, Berny se sentó ante su desayuno, había tomado ya una decisión: comprobaría la historia de Mary Seymour. Para ello pidió un permiso en el Instituto y se dirigió a Hull.
Al regresar a Ray Falls, veinte días más tarde, Berny traía una certidumbre: Mary Seymour había existido realmente. La directora de la Royal Infirmary de Hull le confirmó que Mary Seymour había servido como enfermera en aquel establecimiento. Y, sin necesidad de consultar los archivos, le dijo que Miss Seymour había salido para Singapur al empezar la guerra, en compañía de un grupo de médicos y enfermeras, y nunca se había vuelto a saber nada de ella. También le enseñó la placa de mármol en donde se había inscrito el nombre de la muchacha desaparecida.
La secretaria de la sección local de la Y.W.C.A.[1] se acordaba perfectamente de miss Seymour, que había vivido allí durante varios meses. El primer A. Seymour que encontró en el listín de teléfonos, por otra parte, resultó el adecuado. Sí, la señorita Anne Seymour había tenido una sobrina que desapareció durante la guerra. ¿Podía pasar a verla? Muy agradecido. La anciana señora le confirmó cuanto ya sabía y Berny, con el pretexto de estar verificando la lista de los ingleses residentes en Singapur al comienzo de la guerra, consiguió salir de la casa con la prueba definitiva en su bolsillo. Se trataba de una foto de Mary Seymour, a los veinte años de edad, cuyo parecido con la muchacha del televisor resultaba asombroso.
Antes de deshacer las maletas, Berny se sentó a la mesa con la intención de clasificar sus notas. Ya no le quedaba la menor duda. Iba a redactar un informe tan preciso, documentado y completo como fuera posible, que sometería al profesor Holmes, director general del Instituto. Estaba convencido de que Holmes le creería, aunque tal vez le desaconsejara la divulgación del informe, alegando que era demasiado fantástico. Berny, de todos modos, estaba resuelto. Publicaría una relación completa de los hechos, aunque para ello se viera obligado a recurrir al periódico local.
Se detuvo un instante y contempló la imagen de Mary Seymour. Repentinamente se levantó, cogió un marco de una estantería, arrancó de él una antigua foto y puso en su lugar la de Mary. Luego dejó el marco encima del televisor. Miró el reloj, encendió el aparato y un instante después, incluso antes de que la pantalla se iluminara, los ruidos, rechinamientos de neumáticos, sirenas de policía y tiros de revólver le hicieron comprender que proyectaban una película policíaca. Redujo el volumen y regresó a su mesa.
Debió trabajar durante un buen rato, porque cuando algún tiempo más tarde, fatigado, bostezó, se desperezó y volvió la cabeza, vio a Mary, que parecía hablarle desde la pantalla.
—¡Mary! —dijo en un soplo…
Se acercó de un salto al aparato y elevó al máximo su potencia.
—… no queremos.
REPITA, POR FAVOR, se apresuró a teclear en la máquina.
—Sabemos que está preparando un informe sobre nosotros y le suplicamos que abandone ese proyecto.
MARY, AHORA SÉ QUE TODO ES CIERTO. ¿DÓNDE ESTÁN LOS OTROS?
—No quieren dejarse ver. Resulta bastante doloroso… Dos de nuestros amigos fueron destruidos la última vez.
¿USTED NO SUFRIÓ DAÑO?
—No, pero prométame que no hará ese informe.
¿POR QUÉ?, escribió rápidamente con el lápiz.
—Son los otros quienes han tomado esta decisión. Aunque pudiéramos volver a la Tierra, no querríamos hacerlo. La mayoría se ha pronunciado contra toda nueva comunicación con… los terrícolas.
Berny volvió a enseñarle el papel donde había garabateado la pregunta ¿POR QUÉ?
—Los humanos… los terrícolas son malos.
Berny cogió la foto de Mary y se la enseñó.
—Sí, ya lo sé. Estaba allí —dijo la muchacha sonriendo.
—¡Mary! ¿Me ha seguido a todas partes?
—No puedo oírle, Berny…
Escribió la pregunta y se la enseñó.
—Sí. Podemos ir a donde queramos sin dificultad. Precisamente me encontraba en Hull cuando usted llegó.
MARY, ¿ES USTED FELIZ?
—Todo tiene un valor tan diferente aquí… Sí, Berny, soy feliz, pero con una felicidad que los… hombres de la Tierra no sabrían comprender.
¿CÓMO VIVEN USTEDES? ¿QUÉ HACEN?
—Es imposible de explicar. Las cosas que tienen alguna importancia en la tierra, aquí no existen. Nosotros mismos, por ejemplo, carecemos de forma. Somos, simplemente.
ENTONCES, ¿CÓMO PUEDEN VERSE UNOS A OTROS?
—No nos vemos. Pero siempre sabemos dónde estamos. Y es mejor así. ¿Cómo podría explicárselo? Cuando usted me mira, sólo ve mi cara, la forma externa de mi cara. Aquí, cuando nos encontramos (e incluso sin necesidad de encontrarnos), no vemos el interior ni el exterior de los demás, pero nos conocemos. Nos conocemos a fondo. Quiero decir que si nuestro conocimiento de los demás pudiera transformarse en imágenes sería como si usted pudiera ver a alguien desde todas las posiciones, comprendida la interior, al mismo tiempo.
¿PUEDEN LEER EN EL PENSAMIENTO AJENO?
—No, no quería decir eso. No podemos leer el pensamiento… Lo conocemos simplemente.
ENTONCES, ¿CÓMO SE COMUNICAN ENTRE USTEDES?
—Jamás tenemos necesidad de comunicarnos. Sabemos, pero… es inútil, no podría comprenderlo.
TAL VEZ, SI LO INTENTO…
—De acuerdo, Berny. Pero no creo que adelantemos nada.
¿PUEDEN VERNOS Y CONOCER NUESTROS PENSAMIENTOS DE LA MISMA FORMA?
—No, porque los terrícolas sólo tienen tres dimensiones. Pero podemos pasearnos entre ustedes, observarles y escucharles.
¿POR QUÉ NO ME OYE USTED AHORA?
—Porque, para que usted pueda verme y oírme, debo insinuar, por decirlo de algún modo, mis átomos en su tubo catódico… Suponiendo que se llame así.
¿QUÉ SABE DE MI, MARY?
—Creo que todo, Berny. Llevo mucho tiempo junto a usted, especialmente desde que visitó a mi tía en Hull.
Berny enrojeció, tuvo un instante de vacilación y por fin tecleó:
¿SABE TAMBIÉN QUE LA AMO?
—Sí, Berny. Tal vez lo supe antes que usted…
¿PUEDE ADIVINAR EL PORVENIR?
—No como usted lo adivinaría.
¿LE IMPORTO ALGO?
—Sí, pero de una forma muy diferente.
SOLO PUEDE HABER UNA MANERA.
—¡Oh, no! —dijo ella riéndose—. Pero estando donde está, no sería capaz de entenderlo, Berny.
¿DE TODAS FORMAS LE IMPORTO ALGO?
—Sí. Para ser justa, según sus… sus criterios, creo que yo… también le quiero, Berny.
ME GUSTARÍA PODER REUNIRME CON USTED AHÍ.
—Eso carecería de sentido, Berny. Le aseguro que es imposible besar algo desprovisto, según su punto de vista, de realidad material. Pero me estoy entreteniendo más de la cuenta y debo marcharme. ¿Es tarde? Aquí no tenemos conciencia del tiempo.
Berny asintió con la cabeza y le enseñó el reloj.
—¡Oh! Buenas noches, Berny. Hasta pronto.
Le envió un beso y se deslizó fuera de la pantalla, que continuó parpadeando sin imagen alguna. Del aparato no salía ya el menor ruido.
Berny se pasó trabajando el resto de la noche. Reflexionó mucho y escribió también mucho. Cuando llegó la mañana, había terminado, entre otras cosas, una carta a máquina de tres páginas para Mary Seymour.
Al día siguiente, en lugar de continuar su informe, visitó a su proveedor de objetos eléctricos y le compró un micrófono. De regreso a casa, instaló éste de tal forma que, al hablar ante él, la voz fuera amplificada por el altavoz del televisor. Después redactó una explicación sobre otra hoja de papel: esperaba que, gracias a ese procedimiento, Mary podría escucharle y él no se vería obligado a utilizar el fastidioso canal de la máquina de escribir para expresarse. Dispuso cuidadosamente este segundo mensaje, en unión de su carta, frente a la pantalla, y aquella noche, al terminar las emisiones locales de televisión, dejó el aparato encendido.
Se encontraba en la cocina, preparando un vaso de leche con bizcocho, cuando oyó que Mary le llamaba:
—¡Berny! Si no te importa, no utilices aún ese micrófono. Temo que sus consecuencias puedan ser aún más peligrosas que la simple llegada de la imagen. ¿No lo crees tú también?
Berny cerró la puerta de la nevera y fue corriendo a desenchufar el micrófono.
—Berny, va bien, va maravillosamente —dijo Mary con voz emocionada—. He oído perfectamente el golpe de la puerta y no he sentido ningún daño. Intenta decir algo… en voz baja para empezar.
Temblando como una hoja, Berny murmuró:
—Mary, te amo.
—Gracias, Berny. Ya lo sabía. Sé también lo que has escrito, porque en cuanto recupero mi otro «estado», me quedo cerca de ti y puedo ver lo que haces.
—¿Has mirado por encima de mi hombro mientras redactaba?
—No exactamente. Estaba al mismo tiempo en tus dedos, en el papel sobre el que escribías… ¿Pero cómo vas a entender todo esto?
—Lo único que entiendo, Mary, es que me quieres y que es absolutamente preciso que encontremos una solución a todo esto.
—¿Qué solución?
—Al fin y al cabo, querida, no eres un fantasma. ¡Estás viva, incluso muy viva! De no ser así, no podrías aparecer sobre una pantalla de televisión, hablando y discutiendo inteligentemente. Ésta es mi conclusión: puesto que vives, hay esperanza.
—¿Esperanza de qué, Berny?
—No lo sé. Pero si una bomba atómica ha podido transportarte al sitio donde estás, y dejarte sana y salva allí, basta con llevar a cabo la operación inversa. Por ello debo hacer un informe sobre todo esto, para que hombres más capacitados que yo estudien el procedimiento más adecuado.
—Berny, eres un encanto… pero todo eso es imposible —dijo Mary con los ojos arrasados en lágrimas.
—¡Tiene que haber un medio de… de salvarte!
—No necesitamos ser salvados. Y los otros, aunque efectivamente lo necesitáramos, no quieren ser salvados… Berny, si dices una sola palabra de nuestra aventura a alguien, no volverás a verme jamás.
—¡Cómo puedes hablar así!
—En tus manos lo dejo, Berny. Volveré mañana por la noche, si nuestro secreto sigue siéndolo. Si no… encenderás inútilmente tu televisor.
—No te vayas aún.
Pero su cara sonriente ya había desaparecido.
No volvió al día siguiente ni al otro. La tercera noche, al término de las emisiones regulares, apareció en la pantalla de improviso, tapándose una parte de la cara con algo que parecía un pañuelo de cabeza.
—¡Mary! ¿Qué ha pasado? ¡Mírame! —dijo Berny acercándose a la pantalla.
—Berny, amor mío… No hubiera debido venir. Empiezo a resentirme y temo desintegrarme poco a poco si continúo apareciendo en tu pantalla.
—¿Cómo te has dado cuenta? ¡Enséñame tu cara!
—Prefiero que te acuerdes de la Mary de la foto. Tengo que irme, Berny. ¿Lo comprendes, verdad? Y recuerda que estaré siempre cerca de ti, porque, al menos en términos terrestres, te amo.
—¡Espera, Mary! ¿Cómo vamos a comunicarnos?
—No me apartaré de tu lado, Berny. Pero si ahora me quedara más tiempo, la separación sería irremediable. Recuérdalo bien: no estoy muerta. Hasta luego, mi… ¡Adiós, Berny!
Berny se inclinó sobre la pantalla y ella, acercándose a él, besó la superficie de cristal y desapareció.
Berny descuidó de tal modo su trabajo en el Instituto durante las siguientes semanas, que el profesor Holmes le llamó a su despacho y le preguntó si tenía algún problema.
—Sí y no, señor… Tra… trabajo en un informe… algo completamente… y…
—Bueno. Sea lo que sea, no se mate, Marsden, y avíseme cuando haya terminado. Me gustará conocer lo antes posible sus conclusiones.
Mi hermano había ordenado hacer una copia de la foto de Mary para agregarla a su informe. Cuando terminó éste, lo releyó cuidadosamente, titubeó aún durante una semana y, decidiéndose al fin, escribió una nota a máquina para Mary. Había intentado una o dos veces hablar en voz alta, pero —aunque estaba seguro de la presencia de la muchacha— no fue capaz de continuar. El mensaje decía lo siguiente:
MARY. VOY A INTENTAR QUE VUELVAS A LA TIERRA. PARA CONSEGUIRLO, NECESITO LA COLABORACIÓN DE LOS MEJORES SABIOS. ÉSTA ES LA RAZÓN, COMO TÚ SIN DUDA SABES, DE QUE HAYA HECHO UN INFORME COMPLETO DE NUESTRA AVENTURA. SÉ QUE NO LO APRUEBAS, PERO ESTOY SEGURO DE QUE ALGÚN DÍA LO COMPRENDERÁS E INCLUSO ME QUEDARÁS AGRADECIDA.
Firmó el papel y lo dejó, ostensiblemente, encima de la mesa. Después cogió el sombrero y en ese momento sonó el timbre del teléfono.
—Sí, es el doctor Marsden.
—Me llamo Perkins, doctor. He encontrado su número en la guía. ¿Estaba escuchando la radio hace unos instantes?
—Lo siento. No. Excúseme, pero no tengo tiempo…
—Espere, doctor, esto no es una broma. He oído un mensaje radiodifundido para usted.
—¿Qué clase de mensaje?
—Lo han leído, con carácter urgente, entre las noticias deportivas y el concierto sinfónico.
—¿Y cómo sabe que era para mí? ¿Qué decía?
—Era muy corto. Decía simplemente que el doctor Marsden, de Ray Falls, llamara a Miss Seymour, sin falta, esta noche.
—¿Quién lo ha leído?
—No lo sé. Supongo que el locutor.
—¿Era un hombre o una mujer?
—Mire, doctor, ya le he dicho que no se trata de una broma. Llame usted mismo al autor del mensaje. Él le dará todos los informes que desee. Yo solamente quería prestarle un servicio.
—Se lo agradezco infinitamente.
Apenas había colgado, cuando el timbre sonó de nuevo.
—¿Es el doctor Marsden? Hace cinco minutos han radiado un mensaje para usted.
—Ya lo sé. Muchas gracias.
Colgó y al ver que el timbre empezaba otra vez, desenchufó el aparato, se puso el sombrero y el abrigo y salió. Un coche de policía se detuvo ante él, junto a la entrada de su garaje.
—¿Es usted el doctor Marsden?
—Sí. ¿Por qué?
Un policía salió del coche y encendió una linterna, que enfocó hacia Berny.
—Han transmitido un mensaje urgente por la radio y varias personas, que lo han oído, nos han llamado por teléfono para que viniéramos a avisarle.
—Gracias. Yo también lo he oído y me estoy ocupando de él.
—Muy bien. ¿Quiere que le llevemos a alguna parte, doctor?
—No, muchas gracias. No es tan urgente como eso.
Berny encendió su televisor a las once y media y contempló pacientemente la última parte de una película, el boletín de noticias, el parte meteorológico y la habitual despedida de la locutora. Pasó una hora antes de que las oscilaciones luminosas se hicieran más vivas y Berny, repentinamente, se encontró frente a un individuo calvo al que jamás había visto.
—Doctor Marsden, me he ofrecido voluntario para aparecer aquí esta noche y se me ha aceptado porque hablo inglés.
—¿Dónde está Miss Seymour? ¿Por qué no ha venido personalmente?
—Por la sencilla razón de que una nueva entrevista podría acarrearle gravísimos daños.
—¿A usted no?
—Sólo si me quedara aquí mucho tiempo o si volviera con frecuencia. Esto es tan peligroso para nosotros como la radiactividad para ustedes. Tengo, pues, poco tiempo y le ruego que me escuche con atención.
—¿Está bien Miss Seymour?
—Sí, a condición de que no vuelva a exponerse…
—¿Puedo hablar con ella, aunque sea sin verla?
—No. Y deje de interrumpirme, por favor. Lo que voy a decirle tiene gran importancia y mi margen de seguridad está casi consumido.
—Adelante.
—Miss Seymour nos ha hablado de sus planes. Nosotros no estamos de acuerdo. Por dos razones: en primer lugar, no deseamos recuperar nuestra forma anterior; en segundo, es probable que sus experiencias tuvieran consecuencias fatales para nosotros.
—¿Qué opina Miss Seymour sobre todo esto?
—Creí que no iba a interrumpirme. Miss Seymour está de acuerdo con nosotros. Sabemos que usted no puede conseguir nada y se lo advertimos, pero, para serle francos, nos asustan sus posibles ensayos: ésta es la razón de que hayamos decidido ofrecerle algo a cambio de su silencio. Si realmente lo desea, puede venir con nosotros sin excesivas dificultades. Miss Seymour desea que usted conserve su forma actual, pero no se opondrá a su decisión.
—¿Y… se casará conmigo?
—Si usted lo desea, sí… pero eso aquí carece de sentido. Usted no puede comprenderlo.
—¿Qué debo hacer?
—El procedimiento, para usted, no reviste demasiados obstáculos. Colóquese en el centro de una explosión atómica. Sabemos que no pertenece al servicio de explosiones nucleares, pero seguramente podría arreglárselas para participar en uno de los próximos ensayos.
—Eso es ridículo —gruñó Berny.
—Sí, seguramente, pero tengo que marcharme. Ya he sobrepasado mi límite de seguridad. Desgraciadamente, el tiempo cuenta cuando aparecemos de esta forma. Avise a Miss Seyrnour si se decide y tomaremos las disposiciones necesarias para que puedan encontrarse.
—¡Eh! ¡Un minuto!
pero el individuo había desaparecido.
Berny no era hombre que se suicidara. Sin embargo, reflexionando sobre el asunto, llegó a la conclusión de que no se trataba de un verdadero suicidio. Al fin y al cabo, se limitaría a sufrir una transformación que nada tenía que ver con la muerte. Carecía de mujer e hijos y su desaparición no perjudicaba a nadie.
No tardó mucho en descubrir que el funcionamiento de los diversos dispositivos de seguridad hacían prácticamente imposible acercarse a una bomba. Y aún era más difícil provocar una explosión accidental, por lo demás, Berny abandonó muy pronto esta idea, porque representaba un grave peligro para otras personas. La cosa no parecía, ni mucho menos, tan sencilla como había supuesto el mensajero. Y, sin embargo, una buena mañana encontró inesperadamente un sistema. Hojeando unos papeles que alguien había dejado por error encima de su mesa del Instituto, Berny se enteró de que uno de sus colegas, el profesor Brenden, estaba a punto de hacer explosionar una granada A experimental. Se trataba de una granada de mano que, según su inventor, provocaría una desintegración nuclear en miniatura, capaz de «destruirlo absolutamente todo en un radio de algunos metros». El artefacto presentaba, por añadidura, la ventaja de no tener consecuencias radiactivas y permitía estudiar el lugar de la explosión algunos segundos después de ésta, sin peligro alguno. A diferencia de las granadas ordinarias, la del doctor Brenden no iba provista de detonador deflagrador. En cuanto se le quitaba el seguro, cualquier choque superior a dos kilos accionaba el detonador.
Berny comprendió que no podía tomarse un interés demasiado manifiesto por los trabajos del profesor Brenden, porque entonces las reglas de seguridad del Instituto obligarían a interrogarle y, como medida preventiva se abriría una investigación que tal vez condujera al descubrimiento de su secreto. Después de examinar todas estas eventualidades, se decidió a redactar un breve informe sobre los distintos sistemas aptos para provocar explosiones muy limitadas, en las cuales la carga nuclear podría contenerse en una simple bala de fusil. Una explosión de ese tipo sólo tendría un radio de acción de algunas decenas de centímetros; Berny comprendía perfectamente las dificultades que encerraba su proyecto, pero trazaba a grandes rasgos la manera de superarlas. Tras enviar el informe a sus superiores, no tuvo que esperar mucho tiempo. El profesor Holmes entró una mañana en su despacho y le dijo:
—Sus ideas son interesantes, Marsden. Parece haber llegado más lejos que el propio Brenden. ¿Qué le parecería una colaboración temporal con él? Va a comenzar sus primeras pruebas y usted podría serle muy útil.
En unos días, Berny aprendió cuanto necesitaba saber y estableció un escrupuloso plan de acción. Pondría el cebo a una de las granadas de Brenden, la llevaría a un depósito especial, cerraría la puerta blindada y la haría saltar a sus pies. Hubiera preferido una explosión al aire libre, pero se daba cuenta de lo descabellado de esta idea, porque nunca conseguiría engañar a los detectores automáticos y a los contadores Geiger instalados en todas las salidas del Instituto.
Cuando estuvo seguro de que ya sólo le faltaba escoger el momento, volvió a su casa y redactó una carta para Mary, explicándole lo que pensaba hacer y pidiéndole que le enviara un mensajero aquella noche. A las doce y cuarto, exactamente trece horas antes del momento escogido para su experiencia, apareció en la pantalla el individuo calvo que ya conocía.
—Miss Seymour le pide que renuncie. Pero, suponiendo que usted se empeñe en seguir adelante, me ha asegurado que le esperará.
Y desapareció.
Berny cometió un error trágico. Hubiera debido echar un vistazo a los otros depósitos subterráneos. En uno de ellos había tres botabas tácticas de potencia media. A Dios gracias sólo explotó una, sin duda la más cercana a la granada de Berny. Pero a pesar de la relativa debilidad de la explosión, Ray Falls fue duramente alcanzado. Seis mil ochenta y tres personas murieron instantáneamente. Y de las ciento veintidós mil trescientas cuarenta y nueve expuestas a las radiaciones, sólo el ocho por ciento tienen actualmente posibilidades de sobrevivir. La parte este de la ciudad fue completamente destruida, tanto por la explosión como por el gigantesco incendio que la siguió.
¿Cómo me enteré de lo que le había sucedido a Berny? Gracias a mi mujer, con la que trabé conocimiento poco después de la catástrofe y que fue durante mucho tiempo nuestra principal sospechosa. La descubrió el primer equipo de salvamento entre las ruinas del Instituto de Investigaciones y fue trasladada al hospital para curarle una profunda quemadura, que había estrechado considerablemente el lado derecho de su cara. Sufría un profundo trauma y había perdido por completo la memoria. Creía llamarse Mary, pero no estaba segura de ello y, a pesar de nuestros esfuerzos, jamás conseguimos identificarla. Lo que intrigó a los médicos, aun más que su amnesia, fue su total e increíble resistencia a la radiactividad, que mató a tanta gente y que aún sigue matando. Yo, como responsable de la seguridad pública, tuve que verla con frecuencia y ella pareció ligarse mucho a mí (siempre decía que le recordaba a alguien). Cuando, finalmente, le propuse que se casara conmigo, aceptó con toda sencillez.
Después de nuestra luna de miel, empezamos a vivir en el pabellón del borde del lago, que yo había heredado de mi hermano. Llegamos allí una noche y al día siguiente por la mañana, mientras desayunábamos, Mary descubrió el televisor y estuvo a punto de desmayarse.
En aquel momento recobró la memoria.
Ahora llevamos una vida tranquila y somos muy felices. Yo mismo he desmontado el televisor, porque su presencia parecía inquietarla. Por otra parte, en la medida de lo posible, evitamos siempre la proximidad de estos aparatos. Creo saber lo que en ellos le da miedo.
Un miedo que yo comparto.