Epílogo
(Un año después…)

La había visto bajar del colectivo y no pudo evitar tentarse de ir a hablarle. Pero no sabía cómo iba a reaccionar ella. Walter esperaba que se acordase de él. Por su parte, tuvo razón al decir que haberla visto una vez era suficiente para recordarla siempre. Porque nunca se pudo olvidar de esos hermosos ojos azules.

—Hola, ¿te acordás de mí? —le dijo, poniéndose al frente, obligándola a detenerse.

Ella se asustó al verlo aparecer tan de golpe, pero efectivamente lo reconoció, pues inmediatamente le regaló una sonrisa increíble.

—Por supuesto que sí… —le dijo ella.

—Perdoname, pero estoy seguro que no me dijiste tu nombre aquella vez.

—No, no lo hice. Perdoname vos, soy una desconsiderada.

—¿Y? —solicitó Walter.

—Ah, qué tonta. Mariana, me llamo Mariana.

—Qué bien… ¿Tenés facultad? —preguntó. Él creía que era una pregunta tonta, al verla en la ciudad universitaria y con una carpeta bajo el brazo, pero no resultó ser así.

—No, ya no curso. El año pasado terminé de cursar mi maestría en Europa y ahora estoy trabajando en mi tesis. Estuve en España ¿te acordás? —contestó ella.

—Ah, sí, tenés razón. ¿Y entonces? —le dijo, haciendo una mueca de extrañeza.

—Lo que pasa es que vengo a traerle esta carpeta a un profesor que me la pidió ayer por teléfono.

—¿Y se la traes aquí?, debe ser alguien importante —sondeó Walter.

—No, solo un ex profesor. Es que la necesitaba hoy y en realidad es de él. Yo se la pedí el año pasado…

—Ah, ¿la irresponsable sos vos?

—Ajá… —contestó ella. Y ambos se rieron.

Walter pensó en que hacía más de un año que había terminado con Paula, y que tal vez era demasiado temprano como para enredarse otra vez. Y sobre todo, estaba decidido a no tropezar de nuevo con la misma clase de relación de hasta entonces.

—Decime, te voy a hacer una pregunta que en general no hago, pero últimamente no ando con ganas de que me peguen…

—¿Qué?

—Nada, es que ¿tenés novio? —preguntó Walter.

—Ah, eso… No, no tengo novio.

—Bueno, ¿y se puede saber por qué? ¿Te acabás de pelear o algo?

—No, desde hace por lo menos un año que no tengo. No hay nadie interesante cerca de mí.

—¿Debo darme por aludido? —preguntó Walter, haciendo esta vez una mueca de ofendido.

—¡No!, no quise decir eso, es decir, en general…

—Ah, bueno. Entonces no hay nadie que se enoje si te invito a alguna parte… —dijo Walter, con un arrojo pocas veces visto en él.

—No creo.

—¿Y entonces?

—¿Y entonces qué? —preguntó ella.

—¿Querés que salgamos a alguna parte?

—Sí, ¿por qué no?

—Eso, por qué no. Bueno, ¿qué te parece si empezamos por tomar un café después que devolvás esa carpeta?

—Bueno, regio. Pero ¿vos no tenías facultad?

—Sí, pero te voy a decir un piropo que nunca te dijeron. Vos sos mucho más linda que el profesor de Cálculo Numérico.

Mariana se rio con una carcajada. Se fueron conversando de muchas cosas, principalmente de qué tal era España, qué tan mal trataban a los sudacas. Walter se sintió bien, muy bien de saber que ella no tenía historias, que no había dejado nada allá; y que hasta que él apareció, no tenía planeado tener nada con nadie aquí.

Bueno, las cosas empezaban a cambiar y él se sentía con ánimos para afrontar esos cambios. Lo que faltaba era la prueba de fuego. Tenía que ver si, con una gacela saludable y fuerte, tenía la misma suerte que con las moribundas. Iba a ser mucho más difícil, lo sabía; pero también sabía que era mucho mejor para su salud hacerlo de ésta forma.

—¿Te gusta el café vienés? —preguntó Walter, caminando junto a ella.

—¿Qué es eso?

—¿No sabés? Bueno, una de estas madrugadas te lo voy a preparar… —dijo Walter.

—¿Y vale la pena? —preguntó ella, captando perfectamente la indirecta.

—Cien por ciento —dijo Walter, y siguieron caminando hacia el Pabellón Perú de la Ciudad Universitaria.

* * *

Desnuda, hermosa, increíblemente bien formada, agitada, transpirada y feliz, Mariana descansaba sentada sobre la entrepierna de Walter. Ambos sabían que se gustaban demasiado como para estar alejados de la cama por mucho tiempo. Pero ambos sabían también que tal vez su relación no pasaría de eso. Y ambos estaban dispuestos a darse tiempo.

Walter estiró las manos y cubrió con ellas ambos senos. Ella apoyó sus manos en las de Walter y lo obligó a acariciarla. Esperaba que su hombre no estuviese tan cansado como para no servirla por tercera vez. Y Walter no lo estaba…

—¿Te gusto…? —le preguntó ella.

—¿Me estás jodiendo? —le dijo él.

—La verdad que sí… en España se dice así.

—¡Tenés razón! Sí me estás jodiendo.

—¿Y qué te gustaría hacerme? —le dijo ella, sonriendo maliciosamente.

—No me atrevo ni a decirlo… —contestó Walter.

—A mí se me ocurren algunas cosas… —susurró Mariana, mientras se inclinaba y se mojaba los labios con la lengua.

* * *

Estaba de buen humor, para qué lo iba a negar. El clima lo acompañaba, estaba fresco y corría una hermosa brisa que no molestaba. Córdoba había recuperado, como hace tiempo no tenía, su antigua fisonomía de ensueño; y los torcidos edificios de metal herrumbrado ocupaban todas las cuadras. La Cañada se esmeraba en ronronear, jugueteando con latas y botellas, y uno que otro tarrito de fana de los que utilizan los pendejos de la calle para huir del frío y del hambre.

Walter estaba parado en la puerta de su edificio, contemplando satisfecho el paisaje que él mismo fabricaba cuidadosamente cada vez que cerraba los ojos y su mejilla se enterraba en la almohada. Había tenido más de quince meses de noches apacibles desde que se despidió del viejo paralítico. Noches en las cuales no soñó; o soñó sueños triviales, mezcla de aventuras y sexo. Pero extrañaba esas antiguas pesadillas, pues así las había llamado las primeras veces. Y una vez por mes visitaba la esquina de Cañada y bulevar San Juan, recordando las veces que había compartido la sombra de la luna bajo el descascarado árbol frente a Dolce Neve. Y siempre igual, sin noticias del viejo.

Esta vez no esperaba que fuese diferente, pero quería visitar solemnemente el santuario de reflexión y aprendizaje que tantos dolores de cabeza le había causado durante casi un año de su vida.

La calle estaba desierta, y recordó aquellas raras figuras que se le aparecieron la primera vez. Nunca supo quienes eran, ni qué hacían en su sueño; pero las recordaba. Caminaba despacio, con las manos en los bolsillos pues realmente estaba frío. Miraba cada pequeño detalle, tratando de guardarlo en su memoria para revisarlo luego, en el mundo consciente. Pero la experiencia le decía que de los sueños solo podía guardar impresiones, nunca detalles.

Llegó al bulevar y se paró en la esquina. Miró para ambos lados y trató de divisar cómo era Córdoba más allá; pero, a lo sumo dos cuadras para cada lado, todo se oscurecía completamente y se perdía en las sombras. Era como si alguien iluminase la escena sólo donde debía ser representada; como si fuera un escenario montado para sus aventurillas nocturnas, una ilusión como en el cine.

Cruzó el bulevar y llegó al árbol. Estaba particularmente feo ese día. Walter estiró su mano derecha y la apoyó en el tronco. Estaba helado y húmedo. Lo acarició, tratando de sentir la aspereza de la corteza; queriendo descubrir qué significaba en sus sueños ese tonto arbolejo. Pero solo sintió el frío, la humedad y la fortaleza de lo que parecía más metal que madera.

Miró hacia todos lados, pero no había nadie más que él. Y ya que no tenía nada que hacer hasta que sonara el despertador, se sentó bajo el árbol. Se relajó del todo y se puso a filosofar sobre cosas que nunca antes habían llamado la atención; sobre estupideces y minucias que, en cualquier otra ocasión, no hubiesen merecido un gasto de neuronas, por más mínimo que fuera.

Pasó nadie sabe cuánto tiempo-sueño en esa ridícula ocupación hasta que oyó, no muy a lo lejos, un chirrido que se repetía continuamente. Esto lo sacó de sus inútiles cavilaciones y lo devolvió a donde estaba, fuere donde fuere.

—¡¿Qué carajo se supone que…?! —exclamó y giró su cabeza hacia donde su oído interno le decía que provenía el ruido. Enfocó sus ojos en la distancia, pero no logró divisar nada. Pero el chirrido no se detenía; es más, cada vez se oía más cercano.

Poco tiempo después, Walter creyó descubrir un pequeño reflejo de luz entre la inconmensurable oscuridad. Poco después, ese reflejo se repetía periódicamente, y se multiplicaba en varias partes cercanas. Un rato más tarde, pudo discernir entre la penumbra una silueta extraña, alta y gruesa en la base. No sabía lo que era, pero era lo que producía el chirrido y los reflejos.

Walter se paró y miró fijamente la silueta, hasta que por fin entró del todo dentro del círculo iluminado que era la esquina a dos cuadras a la redonda y pudo saber de lo que se trataba. Y se alegró muchísimo al verlo.

Sentado en una flamante silla de ruedas cromada, venía el zaparrastroso paralítico con una sonrisa de oreja a oreja, que dejaba a la vista sus marrones dientes alternados con agujeros en las encías. Empujando la silla, un hombre alto y fornido, delgado y con un exquisito sobretodo italiano. De angulosas facciones, parecía un jefe de la mafia. Un ser que inspiraba respeto sólo con su forma de caminar, altiva y segura. Walter no pudo saber por qué, pero definitivamente conocía al sujeto que acompañaba al paralítico.

Cuando estuvo suficientemente cerca para ser oído, el paralítico saludó a Walter.

—¡Muchacho, tanto tiempo sin vernos…! —le gritó.

—¡Ni que lo digas…! —le respondió Walter.

Walter no cayó en cuenta de acercarse, y dejó que los dos llegaran a donde él estaba. Cuando el alto terminó de hacer subir la silla de ruedas a la vereda, Walter caminó hasta el paralítico y le dio la mano. Luego, hizo lo mismo con el otro.

—¿Te conozco? Me parece que sí… —le dijo al alto.

—Pues, en realidad, sí. Nos vimos una vez aquí.

—¿Aquí? ¿En esta esquina? ¿En mis sueños?

—Sí. ¿Ahora lo recuerdas? —le dijo el alto, haciendo una seña con las manos.

Repentinamente, y casi sin darse cuenta, Walter recordó aquella vez.

—Pero… ¿no estaban peleados ustedes dos? —preguntó Walter, desconcertado.

—Generalmente sí. Para eso estamos aquí en tus sueños, para pelearnos… —le dijo sonriendo el paralítico.

—Pues esa vez lo hacían realmente bien. ¿Y a que se debe esta tregua? —acotó Walter.

—Es que decidimos venir a verte. Y como estamos felices por tus progresos, acordamos un cese de hostilidades. Es hasta que vuelvas a necesitar una crisis para seguir creciendo, hasta que te vuelvas a estancar —contestó el paralítico.

Walter no dijo nada, pero sonrió. Fue y se paró junto al alto, detrás de la silla cromada.

—¿Puedo? —le preguntó, haciendo referencia a empujar la silla. El alto le dejó el lugar y Walter agarró la silla.

—¿Me llevás a pasear? —le preguntó el paralítico, volviendo la cabeza para ver a Walter.

—¿Por qué no? Al final, no tengo idea qué hay más allá.

—Por que no, total, es tu sueño… —le dijo el alto, y se paró junto a la silla.

Walter empezó a empujar y la silla se deslizó con su particular chirrido. El alto empezó a caminar a la par, con las manos en los bolsillos. Se dirigían por el bulevar, hacia el oeste. En silencio, viendo el paisaje.

—A decir verdad —le dijo el viejo al alto—, me gusta más como decora Walter este sitio. Tu gusto es demasiado circense.

—¿Y vos qué carajo sabés? —le contestó el otro.

—Señores, señores, tranquilidad… Que este sea un paseo agradable, por favor —dijo Walter irónicamente, con una sonrisa sincera en sus labios. En realidad se sentía bien.

—Decime vos —hablándole al viejo—, ¿vas a estar sentado toda tu vida?

—Callate, ya sabés… El precio de ser un ave de carroña.

—Sí, menos mal que yo no necesito comer… —dijo el alto.

—¿Para siempre? —le preguntó Walter al paralítico.

—Para siempre… —contestó éste.

—Nunca me lo hubiese imaginado —dijo Walter—. Digo, que fuera tan dañino comer amor muerto…

—Sí —contestaron el paralítico y el alto, casi a dúo.

Llegaron por fin hasta el borde. Más allá, supuestamente, había sólo oscuridad. Pero Walter tenía realmente curiosidad, y nada lo detendría. Bueno, a lo sumo, el pequeño despertador electrónico y su odioso beep beep. Lo había puesto a las ocho antes de acostarse porque tenía que ir a la facultad.

—Espero que justo hoy se le acaben las pilas… —pensó Walter, justo antes de cruzar el borde.

FIN

—Hay leones, buitres y corderos en esta jungla —dijo el paralítico.

—¿Vos qué sos? —preguntó Walter.

—Ahora nada. Fui un buitre, eso sí.

—Y yo, ¿qué se supone que soy?

—Quién sabe, hijo. Quién sabe…

A todos los buitres que andan volando por allí: espero no verlos sentados en sus sillas de ruedas, paralíticos y viejos…