Walter estaba cansado ya, y ni siquiera el arrullo de la Cañada arrastrando latitas de cerveza lo animaba. Era una noche especialmente bonita, desierta, negra, fresca. La luna estaba rechonchamente recostada en un par de edificios, redonda y blanca como una teta de gorda alemana. Era simplemente hermosa.
Pateó una bolsa de basura que estaba en el cordón de la vereda y la porquería se desparramó por todos lados, manchando sus New Balance y la botamanga de sus jeans. Estaba realmente de mal humor, estaba harto.
—¡La puta que los re parió a todos…! —murmuró con los dientes apretados.
Ya no aguantaba más la situación. Quería tratar de ordenar su vida un poco, sin que nadie estuviese metiéndose constantemente en sus asuntos. Mucho menos un inmundo paralítico, viejo y desquiciado. Esperaba poder terminar con eso de una buena vez. Si era necesario, lo asesinaría allí mismo, en la esquina, bajo el árbol.
El no encontrarlo en el lugar de siempre, aumentó su cólera; se le hincharon las venas de la cabeza. No sabía por qué, pero sentía que su vida estaba llegando a un punto de inflexión, a una crisis de donde se puede salir sólo eligiendo un camino u otro. No podía seguir parado en las encrucijadas por el resto de su vida. Pero por otra parte, no podía pensar en afrontar la vida futura sin que su estómago se le hiciese un nudo y le temblaran las rodillas. Hasta ahora todo había sido fácil. La facultad, aprobar unas cuantas materias por año para que no caduque el subsidio por parte de sus progenitores. Las chicas, por más que no duraran mucho, siempre tenía quién le rasque la espalda a la madrugada. Los problemas, nada más grave que hacer cola para pagar los impuestos. Las obligaciones, casi ninguna.
Pero ahora quería que su vida fuese de otra manera, y pretendía empezar por librarse del paralítico de una vez por todas. Tenía que tomar el control de las cosas, debía manejarlas según lo que su instinto de conservación le indicara. Y no necesitaba, o por lo menos no quería, que hubiese alguien siempre en su nuca diciéndole «está bien, está mal».
Sobre un retorcido farol, enmohecido y herrumbrado, un cuervo se picoteaba las plumas. Cuando vio aparecer a Walter, lo miró fijamente y le gritó algo en el lenguaje de los cuervos. Walter entendió, o quizás solo captó la idea, pero era suficiente. Según el cuervo, el paralítico no tardaría en llegar y le pidió que lo esperara en el lugar de siempre.
Cruzó el bulevar y se sentó bajo el inmundo árbol. Nunca se había dado cuenta, pero el árbol era el hábitat perfecto para el paralítico. Era igual de retorcido, roto, roñoso y desagradable. No entendía cómo se mantenía en pie; y, a decir verdad, esa era la única diferencia con el viejo.
Observó el cielo. En la casi completa oscuridad de la noche, logró divisar los difusos contornos de unos inmensos nubarrones que tapaban todas las estrellas. Su ánimo estaba igual de nublado.
Quería obligar al viejo a decirle un montón de cosas. Estaba dispuesto a hacerlo. Necesitaba echar un poco de luz dentro de ese limbo, oscuro y espeso, en el cual estaba sumido su conocimiento y su razón. Sobre todo desde que empezó a visitar al viejo y harapiento paralítico. Estaba dispuesto a usar la fuerza, aunque intuía que sería algo totalmente improductivo, ya que el viejo parecía no tener nada que perder. Parecía haberlo sufrido todo ya; por lo que cualquier castigo que Walter pudiese inventar sería una estupidez para él.
—Maldito seas, ¿dónde estás? —dijo en voz alta. El único allí para oírlo era el cuervo; pero solo le contestó con un chillido.
—Espero que justo hoy no se te dé por hacerte el interesante —agregó, también en voz alta.
Pasó quien sabe cuánto tiempo esperando bajo el árbol de la esquina de Cañada y bulevar. Mientras lo hacía, repasaba mentalmente cada una de las charlas que había tenido con el viejo. Le sorprendía acordárselas tan bien; pero supuestamente era bastante lógico, ya que era un mundo inconsciente y en el inconsciente se guardan cada uno de nuestros recuerdos, por más pequeños que estos sean. Recordaba cuántas veces el paralítico lo había regañado por su actitud. Recordaba cuántas lo había escuchado hablar y hablar. Recordaba cuántas veces el viejo lo había tratado como a un hijo; y cuántas lo había tratado como a un enemigo.
—¿En qué pensás? —escuchó que le decía la voz del paralítico, viniendo de su derecha.
Walter giró casi instantáneamente y quedó mirando al viejo a los ojos. Esos terribles ojos surcados de arroyos sangrantes. Esos terribles ojos que parecían ver adentro suyo.
—¿Por qué tardaste? —preguntó Walter, en un tono entre ofendido y preocupado.
—Tenía cosas que hacer antes de venir. Algunas cosas que arreglar —contestó el viejo.
—¿Qué cosas?
—Algunas. Ya te enterarás con el tiempo.
—Te noto raro. ¿Qué te pasa?
—Vengo a despedirme… —dijo el viejo y, por primera vez desde que estaban juntos, bajó la mirada al suelo.
—¡¿Qué?! ¡¿Qué querés decir?! —preguntó Walter.
—Eso. Que vos querías que te dé un par de noches libres. Bueno, ya no me vas a ver más por aquí. Me mudo…
—¿Te mudás? ¿A dónde?
—Por ahí. Todavía no lo he decidido.
—¿Así como si nada?
—Así como si nada —afirmó el paralítico, haciéndole una seña para que le hiciera un lugar bajo el árbol.
Walter se corrió y el viejo se acomodó en el suelo, junto a él. Walter estaba más confundido que nunca. Quizás lo único que no había esperado escuchar del viejo era que no lo iba a ver más. Esperaba una explicación; esta vez no dejaría que el paralítico lo dejara en el aire, tratando de reunir los suficientes datos como para armar una conclusión.
—¿Qué querés decir con que no te voy a ver más? ¿Quién se me va aparecer entonces?
—Nadie. No por ahora… —contestó el viejo.
—No entiendo nada de esto —dijo Walter, tratando de no parecer consternado. Aunque lo estaba, y mucho.
—He decidido que no tenía derecho a tratar de cambiarte la vida —empezó el paralítico. Walter prestó atención pues le parecía que, por primera vez, el viejo le diría cosas que le aclararían el panorama.
—¿Cambiarme la vida?
—Sí. Al fin y al cabo ¿quién soy yo para decirte lo que está bien y lo que está mal?
—Por ahora sólo me dijiste un montón de acertijos que no alcanzo a entender. Eso no es decirme cómo he de vivir mi vida.
—Sí. Pero es inevitable que algún día entiendas lo que te quise decir. Ese día quizás entiendas que sólo quise ayudarte, pero eso no me consuela.
—Podré arreglármelas… —dijo Walter. El paralítico subió su cara y miró a Walter a los ojos.
—Estoy seguro de eso —dijo el viejo.
—¿No me vas a decir por qué estás paralítico? —preguntó Walter; quizás la más antigua y profunda de las incógnitas que tenía sobre el viejo.
—Falta de vitaminas —dijo el paralítico—, tengo todo el cuerpo tullido y enfermo. Mis piernas fueron las primeras en fallar, pero no las últimas…
—¿Fuiste muy pobre acaso? —preguntó Walter, creyendo saber el origen del problema.
El viejo lo miró extrañado.
—¿Es que no entendiste nada de esto? —le preguntó. Walter se sintió un poco ridículo y tonto. Pidió disculpas con la mirada—. No tiene nada que ver con la pobreza… —aclaró el viejo.
—Creí que, bueno, no sé —balbuceó Walter.
—¿Es que no entendiste aún cuál es el problema de ser un ave de carroña? —preguntó retóricamente el paralítico—. Es fácil comer de lo que los otros dejan, pero definitivamente es muy malo para la salud…
—Otros de tus acertijos… —dijo Walter.
—¡No otro, el único, el mismo de siempre! —contestó firmemente el viejo.
—¡¿Y qué significa?!, ¿no me lo pensás decir? —se ofendió Walter.
—No, mucho menos ahora que me voy…
—Sos un hijo de puta.
—Sí —aceptó el viejo—, siempre lo fui. Todos lo somos, al menos nosotros los carnívoros. Es imposible sobrevivir en la selva siendo un corderito, santo, bueno, incorruptible, escrupuloso y todos esos calificativos ridículamente sobrevalorados.
—¿Y supongo que yo también soy un hijo de puta, eh? —preguntó Walter. Ni siquiera necesitó oír la respuesta del viejo; le bastó verlo sonreír.
Walter no podía dejar de pensar en que, si bien ahora tendría noches tranquilas, le parecerían terriblemente aburridas.
—¿Te voy a volver a ver alguna vez? —le preguntó.
—Por supuesto. Cuando estés dormido y no quieras despertar. Cuando me pidas que te acompañe porque tengas miedo de caminar solo. No soy difícil de encontrar…
—No me puedo imaginar dónde.
—Ya verás. Es un mundo pequeño éste. Y si no estuviera en tu cabeza, estaría en la de algún otro.
—Sí —dijo Walter—, supongo que sí.
—Bueno, ahora me tengo que ir… —dijo el paralítico y se paró. Walter quedó sentado donde estaba; no tenía fuerzas ni ganas.
—¿Y qué hago con Paula?
—Yo no me preocuparía por ella. Deberías preocuparte por el futuro, por la próxima.
—Sí, la próxima… —suspiró Walter.
—La próxima será la primera sangre, cuidá de que te manchen la cara con ella. Después de eso, serás un cazador.
—Lo tendré en cuenta. ¿Y si no es la próxima?
—Será la siguiente. O sino la siguiente —dijo el viejo, y empezó a arrastrarse por la vereda, hacia el sur. Walter lo siguió con la mirada. Se despidió en silencio, le dijo con la mente que lo extrañaría. Tuvo ganas de seguirlo y ver a dónde iba, pero pensó que el paralítico se disgustaría con él si lo hacía.
Cuando lo perdió de vista, algunas luces sobre la Cañada comenzaron a prenderse. Walter se dio cuenta de que se había desdoblado y de que los árboles volvían a cubrirse de hojas. Vio, estupefacto, cómo los edificios recuperaban su habitual fisonomía y quedaban erguidos en sus lugares. Observó, incrédulo, cómo la gente empezaba a salir de sus puertas y a habitar los negocios, bares y restaurantes. En pocos minutos, todo se iluminó y se llenó de gente. Gente común, cotidiana, asquerosamente normales. Y se encontró, con su tristeza eterna por haber perdido un buen amigo, sentado como un pelotudo en el suelo, bajo el árbol de la esquina de Cañada y bulevar San Juan, justo frente a Dolce Neve.
* * *
Abrió los ojos y se dio cuenta de que estaba despierto. Sintió su cuerpo insoportablemente pesado, achatado sobre la cama, como oprimido por diez ges. Se sintió tan mal que hasta tuvo nauseas. Y no juntó ni coraje ni ánimo para levantarse. Se quedó mirando al techo, naufragando por lugares desconocidos, encallando sus recuerdos en bahías olvidadas. Estuvo a punto de llorar, pero se sintió lo suficientemente estúpido por hacerlo y se contuvo. Luego, se sintió estúpido por contenerse y lloró desconsoladamente.
Pasó todo el día en la cama. A la tarde, le dolía el cuerpo de tanto estar acostado, pero eso no lo hizo cambiar de posición. Simplemente esperaba volver a dormirse para tratar de encontrarse con el viejo y asqueroso paralítico otra vez. Pero estaba tan ansioso, que sus ojos se negaban a quedar cerrados. Por fin, como a las tres de la mañana, se quedó dormido. Soñó con monstruos, vírgenes, gitanas, dioses guerreros, con un auto veloz y con matar personas; pero el viejo se había ido para siempre de sus sueños.
* * *
Se despertó al oír el portero eléctrico. Tardó más de cinco minutos en decidir si abrir o no. Al escuchar que lo tocaban por sexta vez, concluyó que debería ser algo importante y se levantó. Fue hasta el teléfono del portero y preguntó, con una voz explícitamente agresiva, quién era capaz de molestarlo en ese momento.
—Yo aquí. Walter, ¿estás bien? —preguntó Miguel.
—Sí, ¿Miguel?
—¿Y quién más se animaría a despertarte a las ocho de la mañana? —ironizó Miguel.
Inmediatamente, Walter se fijó en su reloj y se dio cuenta de que en realidad eran las once. No pudo evitar reírse, sabiendo que su amigo lo había hecho caer en una de sus típicas, simples y originales bromas.
Lo dejó pasar y lo recibió con la puerta abierta, mientras se ponía algo. Se sentó en una de las sillas alejadas de la entrada, signo inequívoco de que, lo que fuera a lo que venía, era para largo. Walter no se sintió incómodo por eso, no hasta que oyó la primera pregunta.
—¿Qué te anda pasando con la Paula?
—¿Qué? —se desentendió Walter.
—¿Qué te está pasando con la Paula? —repitió Miguel—. ¿Tenés algún problema grave? —agregó.
—¿Por qué preguntás? —le dijo Walter, pasando de la habitación a la cocina a poner la pava sobre el fuego.
—La Viviana me contó que está hecha una piltrafa. No le quiso decir nada, pero ella intuye que podría tener algo que ver con vos.
—Bueno, regio regio no andamos. Pero no creo tener la culpa de que ande así.
—Yo no digo la culpa, pelotudo —dijo Miguel, hablando con la franqueza que lo caracterizaba—. Quiero decir que deben tener algún problema para que no estén bien. Ustedes eran el uno para el otro, y nosotros nos pusimos muy contentos de que se arreglaran.
—Nosotros también; digo, Paula y yo. Pero nada es para siempre —dijo Walter.
—No me salgás con eso…
—En serio —Walter se sentó en la silla de al lado—, no tengo idea de qué me está pasando. En parte no es ella, y en parte sí lo es. Creo que ya no deberíamos seguir; yo me conozco y sé que voy a terminar lastimándola. Ya me pasó antes y lo sabés.
—Pero esta vez tenía fe en que sería distinto.
—No sos el único —dijo Walter, refiriéndose al paralítico. Pero Miguel creyó que se refería a él mismo.
—¿Y entonces? ¿Por qué no haces algo por retenerla? —preguntó Miguel, poniéndole una mano en el hombro.
—No creo que sea cuestión de retenerla. No quiero retenerla… —aclaró Walter, levantándose y yéndose a la cocina. Allí preparó dos cafés y los trajo a la mesa.
—Gracias —dijo Miguel recibiendo la taza—, pero entonces ¿Paula ya fue?
—Debería decir que sí. Pero todavía siento algo por ella. Pero entendeme Miguel, no es lo que espero de una mujer. No quiero tener que seguir mirándola y deseando que se vaya.
—No ha de ser para tanto.
—Lo es —afirmó Walter.
—Pobre Paula, estaba tan ilusionada con vos. Sobre todo después de lo que pasó con el anterior novio… —dijo Miguel.
Walter estuvo a punto de contestar, pero algo en su cabeza lo sacó de donde estaba y lo llevó al limbo. De pronto todo calzó como en un rompecabezas, todo encajaba. Entendió lo que el paralítico le había querido decir cada una de las noches que habían estado juntos; con cada una de las horribles pesadillas que lo hacía padecer.
—Walter, eh, Walter… ¿Me oís? —preguntaba Miguel, pero Walter estaba más allá de donde pueden estar las personas cuando están despiertas. Y buscó al paralítico para decirle que había entendido todo. Que ahora sabía lo que quería decir con eso de leones, buitres y corderos.
—¡Walter, escuchame! —Miguel lo obligó a volver sacudiéndolo de los hombros.
—Pe… perdoname —le dijo al aterrizar en la tierra de los mortales.
—¿Dónde estabas? —preguntó extrañado y preocupado Miguel.
—No, es que me di cuenta de una cosa.
—¡¿Qué cosa?! —dijo Miguel.
—Nada, escuchame —le dijo Walter, exaltado—, me tenés que hacer un favor. Tenés que prometerme que vas a tratar de hacer que Viviana me siga hablando después de esta noche.
—¿Y qué se supone que va a pasar esta noche? —preguntó, terriblemente extrañado Miguel.
—Voy a cortar con Paula.
—¿Vas a quéeee?
—Cortar con Paula. Ahora sé qué es lo que tengo que buscar en una mujer. Y definitivamente Paula no me lo puede dar.
—¿Estás bien? No entiendo de qué carajo estás hablando.
—No importa. Sos como un hermano para mí, así que no me preocupa que lo entiendas o no; sé que siempre me vas a apoyar.
—Bueno, sí. Pero me sentiría mucho más cómodo si entendiera de lo que estás hablando.
—Dame tiempo. Ahora lo único que tengo en mente es cómo hacer para cortar con Paula y que no me odie. Al fin y al cabo, la quiero todavía y no quiero que salga muy lastimada —dijo Walter, con la mirada perdida más allá de acá.
—Como quieras, pero me parece que se va a hacer pelota.
—No tengo otra alternativa.
Y ambos terminaron de tomar sus respectivos cafés en el más absoluto de los silencios, sólo interrumpido por uno que otro sorbo.
* * *
Walter había pasado toda la siesta planeando cómo terminar con Paula y no regar de sangre la arena. Pues bien, nada le había parecido suficientemente acertado; nada de lo que se le ocurrió.
Miguel se había despedido con un abrazo, y susurrándole al oído un «buena suerte». La iba a necesitar.
Ahora, él tenía que arriesgarse, quizás por primera vez en la vida, a lastimar sin compasión. Las veces anteriores había dejado seguir la relación hasta que la ruptura era un hecho; pero eso resultaba terriblemente doloroso para ambos todo el último tiempo. Ahora, él debía cortar por la raíz y no dejar que su relación con Paula continúe debilitándose. Sería mucho más doloroso para Paula que para él; pero tenía que aprender que eso es inevitable en muchas cosas de la vida.
Walter estaba sentado frente al televisor, con los ojos perdidos en la pantalla, negra y fría. No estaba prendido, y no importaba, ya que la cabeza de Walter estaba a varios kilómetros de ahí. Con las manos en el mentón, dejaba descansar su cabeza ligeramente recostada hacia un lado. Suspiraba de vez en cuando, muy quedo. No lograba planear una estrategia, no lograba hacerlo.
Por fin, levantó el inalámbrico y oprimió los dos botones de la memoria que guardaban el número de teléfono de Paula. Al tercer llamado y al no contestar nadie, Walter cortó y repitió la operación. Lo mismo. Nadie contestaba en la casa de Paula, ni siquiera la mujer que hace la limpieza.
—Supongo que tendré que esperar. No se me ocurre dónde podría estar; hoy no tiene facultad —se dijo a si mismo, mientras se paraba e iba a tomar un poco de gaseosa directamente de la botella.
Estaba absolutamente solo en su departamento, por lo que, con un rotundo y sonoro eructo, se liberó de la sobrecarga de gas. Se sintió regocijado por el sabor y aliviado por el provecho. Volvió al living y trató nuevamente de llamar a Paula. Nada. Se cansó.
Ya que tendría que hacer tiempo, decidió bañarse. Hacía ya veinticinco horas que no lo hacía y se sentía necesitado. En el baño, desnudo y mojado, se jabonó concienzudamente y se enjuagó un par de veces. Hizo lo mismo con el pelo, usando champú y crema de enjuague. Esta vez, al contrario de varias de las anteriores, sólo tardó unos cuantos minutos. Lo estrictamente necesario.
* * *
Salió del edificio y paró un taxi. Uno de los amarillos, que tienen la ventaja de ser nuevos como los diferenciales y baratos como los comunes. Pero no fue por esto que lo tomó, sino porque fue el primero que pasó libre por donde él estaba esperando.
—¿Querés que suba por la Cañada o voy por otro lado? —le preguntó el taxista.
—Como quieras… —contestó Walter, muy poco propenso a charlar con los choferes en los taxi.
—¿Tenés algún apuro? —le preguntó el tipo, mirándolo por el espejito retrovisor.
—¿Por?
—No, para saber si voy rápido o no.
—Normal… —sentenció Walter.
Justo le había tocado algún jefe de relaciones públicas de alguna empresa que hacía su changuita con el taxi para comprarle el mink a su señora amante. No lo podía creer.
—¿Le molesta si fumo? —le preguntó el taxista, prendiendo un cigarrillo. Walter le hubiese dicho que mejor no lo hiciese, pero al ver que ya era demasiado tarde para evitar la primera bocanada de humo, no dijo nada.
Por suerte el viaje no fue demasiado largo, por lo que el suplicio no duró mucho. Walter pagó y se bajó sin esperar el vuelto. Pero memorizó el número de la licencia para no volverse a subir a ese vehículo.
Estaba parado en la vereda de la casa de Paula y no se animaba a tocar el portero. Le preocupaba que su aventurilla de recién hubiese sido un mal augurio. Pero no podía hacer nada más.
Hundió su dedo índice hasta que hizo tope con el metal, enterrando el pequeño botón plateado hasta el fondo. Y así lo dejó un par de segundos. Casi inmediatamente, una voz contestó.
—¿Quién es?
—Soy Walter… —se limitó a decir.
—Ah, pasá —y sonó la chicharra—, Paula te está esperando.
Walter empujó la puerta y empezó a caminar por el sendero de piedras y recordó la primera vez que estuvo en esa casa, la primera vez que visitó a Paula. Había sido hermoso verla allí parada, en la puerta de casa, con esos ojos tristes y esa boca temblorosa. Sintió una terrible congoja, y suspiró tratando de aliviarla. No lo logró, pero no por ello dejó de caminar hasta la puerta de entrada de la casa.
Cuando estuvo a punto de golpear la madera con los nudillos, la puerta se abrió y la empleada lo invitó amablemente a pasar. Él lo hizo y caminó directamente a la habitación de Paula. La empleada lo detuvo.
—Paula no está en su pieza, ya viene…
Entonces, Walter se sentó en el sofá y la esperó. La esperó por más de cinco minutos antes de que ella hiciera su solemne aparición por la puerta que da al patio. Pero no fue solemne, ni mucho menos. La pobre parecía un gorrión lastimado y mojado. Walter se sintió una mierda, pero tenía muy en claro lo que debía hacer. Más en claro, por lo menos, que por qué lo tenía que hacer.
—Hola… —dijo ella, con voz muy, pero muy baja.
Walter se levantó y caminó hacia ella.
—Hola, Paula. ¿Qué tenés? —le preguntó mientras la abrazaba.
En ese momento, Paula reanudó el llanto que había logrado controlar no hace mucho, a decir por sus ojos hinchados y rojos.
—¿Qué te pasa, mi amor? —le preguntó él, tratando de que ella lo mirase a los ojos. Ella lo hizo, y Walter temió que ella supiese a qué había venido.
—Walter, se murió… —dijo ella.
Él sintió que sus rodillas se le aflojaban y que su cabeza se resistía a aceptar la información que captaron sus oídos. Fue un shock, no entendía qué le pasaba a su mujer. Temió que le haya agarrado un repentino ataque de algo.
—¿Qué decís, no entiendo?
—La mató un gato… —dijo ella, y hundió su cabeza en el pecho de Walter.
—¡¿A quién?! —se exasperó Walter.
—A Bernardo, la tortuguita que me regalaste… —dijo ella.
—¡Ah, la tortuguita…! —suspiró Walter, contento de que no haya sido más que un malentendido. La calmó con unas caricias en la cabeza y le dio un beso en los labios; uno suave y dulce.
—Ese gato de mierda… —murmuró Paula, apretando los dientes.
—Está bien, ya está. Pasó a engrosar las estadísticas. A muchas tortuguitas las matan los gatos —explicó Walter.
Paula lo miró sorprendida.
—¡Pero no era una tortuguita, era nuestra tortuguita! —exclamó.
Walter pensó que estaba sobreactuando, pero la perdonó por lo que la iba a hacer pasar dentro de un rato.
La llevó al sofá y la sentó junto a él. La dejó lloriquear un poco sobre su pecho, cumpliendo eficientemente el papel de novio. Pero verla en ese estado lo coartaba de hacer lo que había venido a hacer. Y no por lástima, sino porque no podía dejar de sentirse atraído por esa pequeña criatura en desgracia, suplicante y frágil. Y, aunque sabía que ése era el problema, la cuestión de todo, no pudo evitar esperar hasta que estuviese bien para cortar con ella.
Walter se quedó a cenar esa noche. Después de comer, salieron a caminar por el barrio. La noche estaba bastante fría, y Paula iba anudada a la cintura de Walter, con la campera de éste cubriéndolos a los dos. Llegaron a una plaza, y Walter propuso que se sentaran.
—Paula, tengo algo que decirte… —comenzó, juntando coraje de unas vísceras que no aparecen en los libros de anatomía.
—¿Qué pasa?
—No te va a caer muy bien esto, pero creo que es absolutamente necesario que te lo diga.
—Me preocupás, Walter. ¿Qué es?
—Paula, yo te quiero mucho… —comenzó Walter.
—No veo por qué deba preocuparme por eso… —comentó Paula.
—No, no es eso. Es lo que sigue. Yo te quiero muchísimo, pero quiero que cortemos. Creo que tenemos que hacerlo; no me preguntés por qué, pero no puedo seguir con vos…
Cuando Walter terminó de decir esto, Paula lo miró con las facciones desencajadas, totalmente incrédula de lo que estaba oyendo.
—No podés decirme esto… —dijo ella.
—Es que, por favor, escuchame bien. Yo te quiero, pero no como antes. Y antes de que termine no queriéndote más, quiero que nos separemos…
—¿Temporalmente? —preguntó Paula, con las primeras lágrimas en los ojos.
—No —dijo Walter. Y bajó la vista.
—No entiendo… Creí que, salvo una que otra cosa, nos llevábamos muy bien.
—Sí, pero ese no es el problema. Es difícil de explicar…
—Bueno, tratá —ordenó Paula.
—Bueno, no sé. Ya sé que esto no tiene sentido para vos, pero no puedo seguir así. Tengo miedo de terminar lastimándote.
—Ahora me estás lastimando… —dijo Paula.
—Sí, pero no es nada comparado con lo que sería de aquí a un tiempo, creeme.
Ambos se quedaron callados un buen rato, mirando cada uno una baldosa bajo sus respectivos pies.
—¿Es otra chica? —preguntó Paula, un tanto resignada.
Walter la miró y le tomó la cabeza con las manos, obligándola a mirarlo a los ojos.
—No, escuchame bien. No es otra mujer, yo ahora te quiero a vos y a nadie más. No es ese el problema.
—¿Y entonces…?
—Es que no quiero seguir. Es duro y lo sé, y también sé que no vas a entender; y está bien, yo no lo haría. —Trató de encontrar las palabras adecuadas, pero era en vano. Las sensaciones y estados de ánimo no se describen con palabras.
—¿Es solamente que no me querés ver más y ya? —propuso Paula, sollozando aún.
—No, no es nada de eso. —Walter sabía que no había forma de mostrarle a ella lo que él quería decir. En realidad, porque ni siquiera para él estaba muy claro.
Ambos hicieron silencio otro buen rato. Walter le tomó la mano y la besó dulcemente.
—No te entiendo, parecería que todavía me querés —le dijo ella.
—Por supuesto que sí. Y me estoy destruyendo dejándote así… —Walter sabía que no mentía diciendo eso—. Pero también estoy haciendo lo que creo que debo hacer.
—Es extraño, pero siento que no puedo retenerte. Te amo demasiado como para hacerlo contra tu voluntad. No sé, si tengo suerte quizás en algunos días me vengas a ver…
Paula se veía increíblemente encantadora así, con sus hermosos ojos color miel brillantes por el llanto; con sus labios húmedos y por sus repetidos suspiritos. Walter pensó que debía estar loco para alejarse de una mujer así.
—No lo creo —dijo—. Pero si me arrepiento no creo tener la caradurez de venir a pedirte perdón.
—Yo te voy a perdonar… —le prometió ella.
—Tal vez sí; pero yo viviría toda la vida con eso sobre mis hombros. Y no podría soportarlo.
—¿Entonces…? —preguntó ella.
—Nada. Vamos, te llevo a tu casa.
Se levantaron y se acomodaron la ropa. Caminaron muy lentamente, abrazados, mirando el suelo. Hacía realmente mucho frío, y Walter sintió la imperiosa necesidad de estrujar a Paula contra él. Como pidiéndole perdón por lo que le estaba haciendo. Y ella sintió la imperiosa necesidad de estrujarse contra él; como despidiéndolo a algún viaje, largo pero pasajero.
Cuando llegaron a la casa de Paula, Walter no quiso entrar. Quería que la despedida fuese lo más corta posible. Ella le ofreció un café, pero él se negó.
—Llamame para que sepa que llegaste bien… —le dijo Paula, cuando se despedían.
—No será necesario. No te preocupés.
No pudo evitar besarle los labios, en un beso largo, húmedo y tibio.
—Chau… —susurró Paula.
—Chau… Y siento mucho lo de nuestra tortuguita —dijo Walter, y se alejó caminando lentamente. Escuchó a sus espaldas el portón cerrándose, los pasos de Paula sobre las piedras del sendero y la puerta de calle abriéndose y cerrándose. Suspiró profundamente. Había hecho lo que había ido a hacer, pero no se sentía para nada bien.
Todavía sentía el gusto de ella en sus labios. ¡La puta que lo parió con la vida! Walter, en ese momento, pensaba que nunca podría lograr algo duradero con una mujer. Se sentía realmente mal, consigo mismo, con todo el mundo.
En ese momento empezó a lloviznar. Walter se cerró la campera y metió su cara dentro del cuello de tela. Miró el cielo y algunas gotitas lo golpearon en la nariz. Era tarde para arrepentirse, pero también era muy difícil empezar de cero. Y eso era lo que debía hacer ahora…