—Nada me sale como yo quiero… —murmuró Walter, en voz queda y triste.
—Me perece que planeás demasiado las cosas —le contestó el viejo paralítico, sentado bajo el árbol de siempre, vestido con los mismos roñosos harapos.
—Es que no puedo evitar desear que las cosas salgan como yo las planeo. Para mí es tan natural como respirar… —explicó Walter, con una mueca de tristeza profunda y trascendental en su cara.
—El error no está, para mí, en desearlo; el error está en creer que se puede predecir lo que ocurrirá. Nunca se pueden manejar todos los parámetros como para tener la certeza de lo que va a pasar o no. Siempre habrá algo, por más insignificante que pueda parecer, capaz de alterar el curso de los sucesos. Siempre habrá un imprevisto…
Al terminar de hablar, el viejo miró a Walter a los ojos un rato. Para esto, tuvo que tomar su mentón con una mano y levantárselo, ya que Walter tenía perdida su mirada en el suelo.
—No te entiendo, perdoname… —se excusó.
—Mirá —continuó el viejo—, para mí es mejor desear que las cosas no hubiesen sido así ayer a desear que las cosas no fueran de alguna forma mañana. Porque si no estás seguro de qué va a pasar, lo más probable que termines haciéndote malasangre por nada.
—Pero, a posteriori, lo único que podés hacer es lamentarte por no haber hecho las cosas así o asá, para que te hubiesen salido de otra forma.
—Sí —dijo el viejo—, pero a priori, lo único que podés hacer es planear todo para que te salga de una forma y después venir a llorarle al paralítico…
Walter lo miró y trató de entenderlo. En vano, como casi siempre que el viejo encriptaba sus enseñanzas.
—¿Sabés qué significa «espontaneo»? —preguntó el viejo.
Walter supuso que venía al caso, por lo que respondió.
—Supongo que sí.
—Pero vos nunca sos espontaneo ¿o sí?
—No sé.
—Espontaneo es no planear lo que vas a hacer o decir. A veces funciona… —dijo el paralítico.
—Y a veces no. Prefiero cuidarme en lo que hago o digo. Es mejor prevenir que curar.
—Lo tengo oído —ironizó el viejo—. Pero igual, sos demasiado joven como para no llevarle el apunte a tus instintos.
—Me parece que sería peligroso hacerlo.
—¿Sí?
—Sí —explicó Walter—, la mayoría de las veces que tengo el impulso de hacer algo significaría matar a alguien que no aguanto; o violar a alguna mujer cuando estoy caliente con ella y no tengo ganas de hacer todo el esfuerzo de seducirla y todo eso.
—Es natural… —dijo el paralítico, sin disimular su sonrisa en la cara.
—Nunca tengo impulsos instintivos de hacer algo que no me lleve a la cárcel.
—Ja, ja. Se supone que sea así. Prohíben todo lo que suponga una identificación con los animales que somos. Es cómico —se rio el paralítico—, pero se es más hombre por legislación que por convicción…
—Tenés razón… —dijo Walter, contagiado por una feroz carcajada del inmundo rejuntado de carne y huesos que tenía por amigo.
A pesar de la risa, Walter recordaba lo que el paralítico le había hecho la última vez que estuvieron juntos. Sin embargo, él seguía siendo la única persona a la que le tenía la suficiente confianza como para contarle todas sus cosas. Nunca entendió por qué, y creía que nunca en su vida lo entendería.
Walter tenía el don de la paciencia, en lo que al viejo se refiere. Y si bien se moría de curiosidad por miles de cosas con respecto a él, lo respetaba tanto que su relación iba al ritmo que el paralítico imponía. Aunque hubiese querido, a veces, agarrarlo del cuello y estrujarlo hasta sacarle toda la verdad y explícita. En cambio, siempre había aguardado los acertijos que él le decía como dándole la verdad en cuenta gotas.
Ahora, no iba a ser diferente. Sentía necesidad de saber algunas cosas. Cosas que lo estaban martirizando. Pero debía saberlas sólo cuando el viejo considerase que había llegado la hora de decírselas.
—¿Todavía estás enojado conmigo? —preguntó Walter, tratando de reponerse de la risa.
—Supongo que sí. Pero ahora ya no tiene caso enojarme, tengo que empezar todo de nuevo.
—¿Cómo? ¿Qué cosa?
—Lo que pasa es que tenía la esperanza de que lo lográsemos con esta gacela. Pero deberemos esperar a la próxima para convertirte en cazador.
—¿Te referís a Paula? —preguntó Walter, creyendo captar lo que le quería decir.
—¿Y a quién si no? —contestó el viejo, rascándose la nariz con las roñosas uñas negras y largas.
—¿La próxima? ¿Qué querés decir?
—Qué, ¿te pensás casar con Paula?
—No, pero…
—Y bueno, entonces va a haber una próxima.
—Sí, supongo que algún día sí. Pero qué querés decir… ¿qué a Paula no la cacé?
—Por lo que veo no te alimenta lo suficiente. Eso solo puede decir una cosa.
—¡¿Qué?!
—Qué voy a tener que esperar hasta la próxima…
—La puta que te parió… —dijo Walter, girando su cabeza y haciendo una seña con la mano.
El viejo sonrió. Sabía que no podría alargar la situación mucho más. Sabía que Walter pronto descubriría lo que él quería decirle. O pronto debería decírselo, cuando ya no haya otra opción. Pero le tenía confianza, vaya si se la tenía. Como para jugarse la eternidad en el asunto.
—¿Todavía la amas? —preguntó el viejo.
—Sí —contestó Walter.
—Estás muy seguro…
—Creo estarlo.
—¿Y por qué te molestan tanto algunas cosas que hace o dice? —inquirió sagazmente el viejo.
—No somos la pareja perfecta. En toda relación hay roces.
—¿Y por qué no los había al principio?
—Supongo que los dos estábamos demasiado deseosos de que lo nuestro resultara. Nos cegamos un poco…
—Buena observación —aceptó el paralítico.
—Que ahora no esté cegado y que le note algunos defectos no quiere decir que ya no la quiera.
—Yo no dije eso… —aclaró el viejo, dándose cuenta de que Walter trataba de cubrirse ante una posible contrarespuesta suya.
—Como sea, lo pensaste.
—Puede ser, pero nunca vas a estar seguro.
—¿Y eso te da alguna especie de ventaja?
—No, eso no.
Walter no había notado la segunda intención de las palabras del viejo. Estaba cansado y quería tener un par de noches tranquilas. Pero no se animaba a pedírselas al viejo.
—¿Querés pedirme algo? —preguntó el paralítico, mirando fijamente los ojos de Walter.
—¿Cómo supiste?
—Lo leí…
—Bueno, entonces ya sabrás lo que era.
—Quiero escuchártelo decir.
—Quiero que me dejés un par de noches en paz para poder descansar.
—Está bien. Si me hubieses preguntado si podías tener un par de noches tranquilas, yo te hubiese contestado que no. Pero me alegra mucho que casi me obligues a dártelas. Un león no pide, toma para sí.
—Yo no soy un león… —aclaró Walter, cabizbajo. Odiaba la comparación.
—Todavía no, bien que lo sé —dijo el paralítico, y se recostó en el tronco de su ajado y maltrecho arbolejo.
* * *
Se despertó cuando el despertador sonó por tercera vez. Desde que lo tenía, ésta era la única vez que había cumplido la misión para la cual había sido ensamblado. Era uno de esos pequeños despertadores electrónicos, con un ruidito de bip bip que entraba por los oídos y descerebraba en cuotas. Tenía la función «sleep», que sirve para volver a sonar aún después de haberlo aplastado de un manotazo. Aunque tenía el tremendo defecto de no poder programar la alarma para más de doce horas de sueño al no poder discernir entre AM y PM. Se levantó y se vistió rápida y desinteresadamente. Ni siquiera se bañó. Supuso que haberlo hecho la tarde del día anterior le bastaría para no heder por lo menos hasta el mediodía.
En el baño se lavó la cara con agua helada, como de costumbre. Revisó que no haya ningún grano molesto en su rostro, por lo menos no uno que fuese demasiado grande y amarillo. Orinó su cotidiana ración matinal y luego se peinó. Estaba empezando a perder un poco de pelo; pero en realidad sabía que de todos los males que le aquejaban, ese era una trivialidad, por lo que no se hacía problema por ello.
La mañana estaba realmente fría. Se quedó en la cocina, cerca de la hornalla, todo el tiempo que tardó el agua de la pava en hervir. Se preparó un café y lo bebió lentamente, calentándose las manos con la taza. Mordisqueó un par de galletitas saladas. Al terminarse su primera taza, le vino una idea a la cabeza. Preparó una segunda y espolvoreó un par de galletas dentro de ella. Vio como las migajas se hinchaban con el líquido. Recordó cuando de chico hacía lo mismo con el chocolate con leche. Con un buen café era más sabroso, pero su abuela tenía la rara idea de que el café es perjudicial para la salud, por lo que lo alimentaba constantemente a cacao o mate cocido. Con una cucharita levantaba uno a uno los pedazos embebidos y los llevaba a la boca, cuidando de que no chorrearan sobre el mesón. Era sábado, y estaba despierto a las diez de la mañana. Se despertó con la excusa de estudiar un poco, como quien se pone al día con la facultad. Pero visto desde el ángulo de estar sin ninguna obligación, solo y tranquilo, ese plan resultaba más que aburrido. Entonces decidió que quizás haría otras cosas que, si bien podían no ser tan productivas como hacer ejercicios de matrices, resultaban muchas más satisfactorias y, sobre todo, menos agotadoras.
Caminó hasta su equipo de música y lo prendió. Buscó en todas las estaciones de FM presintonizadas algo de música que le gustara, pero fracasó ante la proliferación de estúpidos programas de música latina y de actualidad del mundo de la farándula. Optó entonces por elevar su espíritu con algo de música escrita por músicos y no por productores. Sacó de entre su stock de compact discs el de la opera «Carmina Burana» de Carl Orff, y lo introdujo en la pequeña plataforma que, para tal efecto, se abría en el equipo. Oprimió el botón de play, subió el volumen girando la perilla más de doscientos grados y se sentó en su sillón.
Los primeros y gloriosos acordes inundaron su departamento, cubriendo cada rincón con una descarga de espectaculares notas y resonancias. Walter sintió su piel erizarse y su corazón aumentar casi inmediatamente su ritmo. El coro ingresaba magnífico a la escena, y con su potente impromptu le daban a cada sonido un carácter de divino que solo podía tener al provenir de un compositor inspirado y de competentes intérpretes. Algo sublime, algo inmortal, quizás no se logre jamás en la vida de la mayoría de las personas. Solo son unos pocos los elegidos que dotan a sus obras de un alma propia, capaz de permanecer en la conciencia de los pueblos por décadas, siglos tal vez. Y Walter sentía que al escuchar esas notas era un poco más Dios, un poco menos tierra y agua. Como si la divinidad de la música le contagiara las células del cuerpo, le invadiera el alma con una luz incomparable. Para el segundo tema, llamado «Primo vere», Walter estaba en un estado de trance casi hipnótico. Su mente ya no estaba al tanto de las cosas que sucedían a su alrededor. Un solo sentido seguía vivo, uno solo continuaba dotándolo de conexión. Y estaba demasiado ocupado captando cada sonido, cada nota, cada silencio. Cada pequeña inflexión que el director obligaba a hacer a sus dirigidos. Su respiración era agitada, su pulso fuerte. Estaba en un estado de febril concentración, como casi nunca en su vida. Como solo podía ponerlo la música. Y como solo la música lo ponía. Era feliz, era completo. Por lo que durara el compact, algo más de sesenta minutos. Lo suficiente como para romper con el promedio de veintitrés horas y media de infelicidad al día.
* * *
Hace tiempo ya que había decidido ampliar su discoteca con alguna nueva incorporación clásica. Pero era sábado a la tarde y las musiquerías estaban cerradas, como la mayoría de los comercios. Por lo que lo único que le quedaba por hacer era llegarse hasta el shopping.
Se cambió la remera y se puso un pullover. Luego de revisar el contenido de su billetera, salió a la calle. No tenía ganas de caminar, pero tampoco le convencía la idea de gastar en taxi por un par de cuadras. Gracias a quién sabe qué político de turno y qué empresario rápido para la coima, ahora tenía el Patio Olmos, un moderno y completo shopping a solo dos cuadras de su departamento, lo que significaba un considerable avance en cuanto a ahorrar energías.
Se puso pies a la obra y, en menos de cinco minutos entraba por el coqueto portal del edificio. Sabía para qué iba, por lo que no gastaba nada de tiempo en mirar vidrieras ni en analizar, como generalmente lo hacía, a la concurrencia. Se encaminó directamente a la escalera mecánica que llevaba la hacienda como una cinta transportadora en un matadero, con el solo gasto de unos kilovatios. Parado con un pie en un escalón y el otro en el siguiente, observó desde su privilegiado punto de vista todo el paisaje. Cuando llegó al primer piso se bajó y, frente a él, Edén lo recibía con la puertas abiertas y la registradora alerta. Como sólo los que saben exactamente lo que quieren lo hacen, se dirigió a una vendedora.
—El compact de Carmen de Bizet, por favor —solicitó.
—¿Quién? —preguntó la hermosa vendedora, enfundada en unos jean dos tallas menor a la suya y con un sofisticado saquito de lana.
—La ópera Carmen, del compositor Bizet, si es posible grabada digitalmente y si también es posible, por una orquesta europea —aclaró.
—¡Ahh…! —se limitó a decir ella—. Mejor andá y pedíselo a ese señor de gris. Él es el que sabe de esa música.
—¿Ese de ahí? —preguntó Walter.
—Sí, ése.
Walter caminó hasta el tipo, llamó su atención y repitió textualmente su pedido.
—Ah, sí —le dijo el tipo—, aquí la tengo por la orquesta del teatro Opera, de París. Pero la soprano es una yanqui.
—No hay problema… —asintió Walter.
Pagó sin preocuparse por el precio y salió revisando cuidadosamente su disco, asegurándose de que no tuviese ninguna falla visible que lo obligara a volver al shopping a reclamar.
Al llegar a la escalera descendente, sintió un irreprimible deseo de un capuchino. Por esas cosas que son inexplicables, que nadie podría prever, se le ocurrió subir por uno. La cafetería estaba en el segundo piso, así que debió tomar la otra escalera. Cuando llegó al mostrador, esperó un momento hasta que lo atendieran y luego hizo su pedido.
—Un capuchino sin la cereza, por favor.
—Un peso con noventa. En un momento está listo… —contestó la cajera, enfundada en un simpático uniforme rojo y blanco.
No bien lo tuvo en la mano, se dio vuelta para buscar una mesa. Caminó por el pasillo, pero todas estaba ocupadas. Tras una columna, divisó una vacía y enfiló hacía ella. Pero al llegar, se dio cuenta que en la del lado, de espaldas, Paula estaba tomando un submarino con un chico que él jamas había visto en su vida. Se alegró de verla allí, pues no tendría que sentarse solo.
—Hola… —dijo, y se sentó sin esperar a ser presentado.
Paula se sobresaltó. El otro no sabía qué estaba pasando, pero no se veía demasiado preocupado. Walter rompió uno de los sobrecitos de azúcar y lo vació en la taza.
—Walter, ¿qué hacés aquí? —balbuceó Paula.
—Vine a comprarme un compact.
—Yo soy Mario —le dijo el otro, tendiéndole una mano.
—Un gusto… —le contestó Walter, estrechándosela.
—Es un ex-compañero de la facultad —aclaró Paula.
Walter llevó su taza a la boca y luego se limpió el bigote de crema con la mano. No parecía alarmarse para nada de ver a su novia con otro, tomando algo en un lugar público. Seguramente, tampoco se hubiese preocupado demasiado si la viese entrar en un telo.
—Así que vos sos Walter… —dijo Mario. A Paula se le sonrojaron hasta los codos.
—Sí —dijo él, hundiendo otra vez su nariz en la espuma del capuchino.
—Paula habla mucho de vos —dijo Mario.
—Yo hablo mucho de ella. Casi siempre bien… —bromeó Walter.
—¿Casi siempre? —preguntó Paula, algo indignada.
—¿Y que tal la facultad? —preguntó Mario, tratando de encontrar algún tema de conversación.
Walter lo miró y lo perdonó porque el pobre no tenía cómo saber que ese era un tema tabú para Walter en una conversación coloquial.
Terminó su café y acomodó la cucharita en el platito. Miró a Paula, que estaba completamente callada. Miró a Mario, que movía su pierna nerviosamente. Miró a ambos y decidió que debía irse.
—Bueno, me voy. No veo la hora de escucharlo —levantando el disco, envuelto en una bolsita de plástico plateado.
—¿Qué es? —preguntó Mario, tratando de parecer interesado.
—Una ópera. Carmen, de Bizet… —contestó.
—¿Y eso escuchás? Debe ser aburridísimo… —metió la pata Mario, desconociendo lo poco permisivo que era Walter con los cerrados de mente.
—Sí, lo es. Pero para quienes creen que la música termina en los jingles de la tele —ironizó Walter, tratando de ser lo suficientemente hiriente.
—Es una broma… ¿No es cierto? —Paula trató de calmar la situación.
—No… —dijo Walter y, tras un cortísimo beso en los labios de Paula, se dio vuelta para irse.
—Paso por tu casa… —dijo ella.
—Bueno.
Walter caminó hasta la escalera mecánica y bajó por ella hasta el primer piso. Dio toda la vuelta hasta la otra escalera y bajó por ella hasta la planta baja. Los diseñadores y arquitectos te obligaban a recorrerlo de una punta a otra.
Salió a la calle y ni se acordó de Paula. En todo lo que pensaba era en que quería escuchar la parte más conocida y más difundida de la ópera que acababa de comprar. En cómo se escucharía a todo volumen y en qué tan buena sería la soprano.
Llegó a su casa en menos tiempo de lo que le había tomado el camino de ida. Inmediatamente prendió su equipo, oprimió el botón de play y se sentó en su sillón a gozar de un incomparable orgasmo auditivo.
* * *
Cuando tocaron el portero eléctrico, Walter puteó con palabras explícitas y groseras a más no poder. Estaba por terminar el disco y había sido una función sin interrupciones. Hasta ahora…
—Paula, abrí —se oyó desde la calle.
—Pasá… —dijo Walter, con el dedo en el botón que destraba la puerta de calle.
Abrió la puerta y Paula entró como un huracán, sin saludar, sin beso, sin nada.
—¿Qué te creés que soy yo? —le preguntó gritando.
Walter, como no sabía a qué se refería, no contestó.
—¿Te creés que soy un juguete acaso? —volvió a gritar Paula.
—No sé a qué viene todo esto… —se exculpó Walter.
—Sí, lo sabés muy bien.
—Espero no haberte enojado yo, y que solo estés tratando de desquitarte conmigo.
—Encima hijo de puta.
—Es que no sé. ¿Qué querés que te diga? —dijo Walter. Su paciencia podía ser eterna, pero a veces la perdía a propósito.
—¿No me vas a preguntar ahora quién es Mario? —preguntó Paula, con las manos en la cintura.
—Un compañero de la facultad. Ya me lo dijiste…
—¿Y vos te quedás así tan tranquilo. Te podía estar metiendo los cuernos y vos ni mú?
—¿Me los estabas metiendo?
—¡No, pero eso no tiene nada que ver!
—Ay, mujer. No te entiendo.
—Que te los podría haber estado metiendo. Y a vos no te interesa un carajo.
Walter pensó con cuidado. Entonces se dio cuenta de que no hubiese sido tan grave, que tal vez no le interesaba en realidad. Pero decidió que no debía ser tan radical en sus expresiones.
—No, no es eso. Sino que te tengo mucha confianza. Y sé que si alguna vez pasa algo así, vos vas a decírmelo.
—¡No, no voy a decírtelo! ¿Por qué creés que lo haría?
—Porque sos una mujer franca. Esa es una de las cualidades tuyas que más me gusta —le dijo Walter, tratando de calmarla.
—Pero no soy tan franca. No te voy a decir si ando cogiendo con otro por ahí. No soy ninguna puta que me guste andar contando esas cosas.
—No seás tonta mujer. No es que no lo contarías, sino que nunca lo harías. ¿Por qué tratás de cambiar las cosas? No sé a dónde querés llegar.
—¡Es que me revienta que pensés que me conoces más que yo misma! —gritó Paula, levantándose de la silla y agarrando a Walter de la remera.
Walter se dejó zamarrear un rato. No entendía qué carajo pasaba, y no podía preguntárselo a Paula en esas circunstancias. Optó por quedarse callado.
Por fin, Paula se volvió a sentar y empezó a sollozar.
—Bueno mujer, lo único que faltaba…
—Es que a veces siento que ya no me querés como antes.
—No es cierto —mintió Walter—, es que no sé, a veces me distraigo demasiado. Pero no es que no piense todo el día en vos.
—No, no es verdad. Yo vengo a verte y no me prestás atención. Antes, cuando estábamos juntos, estábamos juntos. Hoy, solo estamos cerca.
—No sé. ¿Hubieses preferido que haya hecho un escándalo en el shopping porque estabas tomando no se qué con un tipo? —preguntó Walter, agarrándole la mano.
—Por lo menos así hubieras demostrado que te importo un poco.
—Y hubieras venido aquí a echarme la bronca porque te ahogo, soy un celoso empedernido y no te dejo tiempo para tu vida —dijo Walter, irónicamente.
—No, bueno… No sé. Pero lo que sí sé es que me sentí una pelotuda. Haciéndome malasangre porque vos podías pensar mal y a vos ni se te inmutó una hormona.
—Perdoname… —intentó Walter. Pero no resultó.
—No, no tiene nada que ver con el perdón o no. Tiene que ver con nuestra relación.
Walter se atajó porque ya sabía lo que se venía. Odiaba que las mujeres empezaran con lo de «nuestra relación». Si sabían que a la relación no se le puede echar la culpa, ni esperar que se salve, ni fortalecerla ni debilitarla. Cuando las mujeres empiezan con eso es para que los hombres se sientan victimarios. Y Walter no era de los que les interesa ser inocente, por lo que dejó que Paula hablara, hablara, hablara y hablara. Total, tarde o temprano se iba a cansar.
Más bien tarde, Paula se cansó. Se limpió las lágrimas con un pañuelo y se paró.
—Me voy —dijo.
—¿No querés quedarte a cenar?
—No, tengo cosas que hacer…
—Bueno, nos vemos. Hablame por teléfono si te sentís mal —dijo Walter, tratando de mostrarse cariñoso.
—Sí. Y me alegro que hayamos hablado. Estábamos necesitando una charla de pareja.
—¿«Hayamos hablado»? ¿«De pareja»? —pensó Walter, y temió que Paula pudiese haber escuchado esos pensamientos. Por lo que rápidamente sonrió y le dio un beso en la boca.
Cuando Paula se fue, quedó más perturbado que nunca. Ahora había un montón de preguntas sin responder y no sabía si podría con ellas. No estaba preparado para esa visita. Y encima, para colmo de males, se le habían ido las ganas de escuchar ópera. Pero sonrió al pensar que Paula estaba preocupada porque él podía pensar que ella le estaba metiendo los cuernos; y era él el que se los estaba metiendo a ella. Con una tal Carmen; amante de un tal Bizet, según dicen…