—¿Hace cuánto que no me visitás? —preguntó la voz del paralítico.
—Hace tiempo ya. No sé, ¿dos meses? —contestó Walter.
—Más de dos meses. Te dejé bastante tranquilo ¿eh?
—La verdad es que disfruté mucho estas noches apacibles.
—Pues las noches apacibles terminaron —afirmó la voz del viejo, que se oía terriblemente grave y profunda.
—¿Qué querés decir? ¿Dónde estás? —preguntó nerviosamente Walter.
Todo estaba completamente oscuro, no se veía ni un indicio de luz, ni color, ni forma, nada. Completa y perfectamente negro. Walter sentía presencia alrededor suyo, pero no podía discernir ni de quién ni dónde.
—¿Porqué está todo oscuro? —preguntó Walter.
—Porque así está bien… —contestó la voz.
—¿Qué significa todo esto?
—Ya lo sabrás…
Walter estiró ambas manos tratando de tantear para saber aunque más no sea dónde estaba. Aspiró una profunda bocanada de aire por la nariz, olió con cuidado. Nada, ningún pequeño detalle que le diera una pista del lugar en donde estaba parado.
—¿Querés asustarme? —preguntó Walter.
—¿Te estás asustando? —contestó la voz del paralítico.
—Más o menos. Estoy perdiendo la paciencia.
—¿Y qué vas a hacer, despertarte?
—Tal vez.
—Entonces escapá ahora… —la voz lo desafió de una forma descarada. Walter se extrañó del tono de su voz. Las últimas veces que habían estado juntos el viejo lo había tratado de una forma más que amistosa, casi cariñosa. Pero ahora hacía todo lo posible por ponerlo nervioso.
—¿Te sentís bien? —preguntó la voz.
Walter trató de especificar en su mente de dónde venía la voz, pero no lograba ubicarla. Estaba tan oscuro que empezaba a marearse.
—No muy bien —se limitó a contestar.
—¿Tenés hambre? —inquirió la voz, esta vez mucho más cerca. Tan cerca que Walter pensó que tendría que haber sentido su aliento en la cara, pero no sentía nada.
—¿Por qué? —contestó.
—¿Lo tenés o no? —repitió la voz.
—No lo sé. Supongo que no.
—¿No lo sabés? Es muy fácil, sólo tenés que oír a tu estómago.
—Pues creo que no. No tengo hambre —afirmó Walter, un poco enfadado ya.
—Está bien, me lo suponía. Te están llenando bien la panza ¿eh? —la voz cambió su tono a uno más bien irónico.
—Creo que sí. Es decir, no tengo hambre.
—Bueno, ¿y qué tal andás de fuerzas?
—¿Qué querés decir? —preguntó Walter.
—Quiero decir que no te veo muy sano. Te veo bastante decaído —contestó el viejo.
—¿Me ves? Bueno, dichoso de vos, porque yo no veo un carajo.
—Pues yo sí.
Walter quiso moverse y recién ahí se dio cuenta de que no podía. Estaba totalmente paralizado. Eso sí lo puso al borde de la histeria; más aún sabiendo lo claustrofóbico que era. Sentía que casi no podía respirar, como si una prensa le estuviese oprimiendo el pecho.
—A…, a…, auxilio… —alcanzó a gemir.
—¿Qué te pasa? —preguntó la voz del paralítico.
—No puedo moverme —dijo Walter, con una voz a punto de quebrarse.
—Tranquilo, ya termina esto —prometió el viejo, escondido en ese infinito de oscuridad.
—¿Qué tengo que hacer para que me dejés ir?
—Vaya, vaya. ¿Ves? Te lo dije, no estás lo suficientemente fuerte. De otra forma ya te hubieses ido sin pedir permiso.
—¿Qué mierda querés decir? —suplicó Walter.
—¡Mirá! —ordenó la voz.
Frente a sus ojos apareció un espejo del alto de Walter, con un hermoso marco labrado de bronce. En él, Walter podía verse de cuerpo entero, tal como era. O tal como creía que era.
—¿Dirías que ese sos vos? —interrogó la voz del viejo, tan asquerosa al oírla como lo era él al verlo.
—Supongo que sí… —balbuceó Walter.
—Pues yo digo que vos no te ves así… —dijo la voz, e inmediatamente, la imagen de Walter se borró del espejo—. Más bien te ves así.
No bien la voz terminó de hablar, en el espejo apareció un hombre de la altura de Walter, con su rostro, con su pelo. Pero que no se parecía para nada a la imagen anterior. Los brazos y piernas eran esqueléticos, más que los del paralítico. El pecho, hundido en el esternón, mostraba claramente todas las costillas a través de una transparente capa de cuero. Y la barriga, asquerosamente inflamada, hinchada como un globo, dejaba ver un montón de venas azules y miles de estrías que surcaban la blanca y delgada piel.
Walter se quedó estupefacto. No pudo hablar, no pudo razonar. Sintió que esa aterradora imagen llenaba cada neurona de su cerebro, lo abarcaba todo dentro suyo. Sintió pánico, tanto por la imagen en sí, como por la incapacidad de entender su significado. Cerró los ojos, pero la imagen seguía allí. Abrió la boca para gritar, y vio como el sujeto de la imagen hacía lo mismo, lo que le ahogó el mismísimo grito en la garganta.
—¿Ves? —le dijo el paralítico apareciéndosele por primera vez entre una nube de oscuridad, con una cara sin expresión, una máscara que lo único que daba a entender era firmeza—. Lo que te dan es abundante y te llena la panza… pero no es nutritivo…
Walter escuchó las palabras del paralítico con un miedo mortal, y vio cómo la imagen del espejo se convertía en un esqueleto, sus rodillas flaqueaban y por fin quedaba convertido en un montón de huesos amarillos.
—Aprendé a comer —le dijo al fin el paralítico—, te hará bien… —y desapareció junto con el espejo.
* * *
Abrió los ojos, pero no se animó a moverse. Quería estar seguro de que el techo que estaba mirando fuese el de su cuarto, de que el olor que estaba oliendo fuese el de sus medias sucias. Quería estar seguro de que el ruido que estaba oyendo fuese el mismo que oía todas las mañanas al levantarse: su heladera poniéndose en marcha aparatosamente. Quería estar seguro de que se despertaba de una pesadilla, que ahora podía empezar el día normalmente y que, mientras caminara hacia la parada del colectivo, el paralítico no se le aparecería ofreciéndole un cospel. Pero debió contentarse con no verle ahí parado junto a su cama.
Se quedó inmóvil por unos cinco minutos, respirando agitadamente. Es increíble cómo se había desacostumbrado en un par de meses de no tener pesadillas; era como si hubiese creído que ya no las soñaría nunca más. Pero otra vez el viejo se las había arreglado para demostrarle que no era Walter el que decidía esas cosas, y que él podía meterse en su vida cuando y cantas veces quisiera.
Se incorporó penosamente y se fue al baño a despabilarse con un poco de agua helada. Dejó su cara entre las manos un rato, para que el fresco del agua le deshinchara los ojos. Luego, se secó con una toalla. Podía ver cómo sus piernas y manos le temblaban y cuánto le costaba dominar sus movimientos.
—Mierda… —dijo en voz alta. Pero no fue un insulto, sino más bien una expresión de alivio.
Terminó de tomar su café matinal y abrió la ventana para respirar aire puro y frío. No pudo evitar sentirse desabrigado, ya que solo estaba con una remera manga corta y un slip; pero se aguantó y disfrutó de cada segundo que estuvo allí. Los usó para normalizar su ritmo cardíaco, que para ese entonces era una caótica sucesión de sístoles y diástoles. Para normalizar su respiración, que era la misma que cuando terminaba de correr los doce minutos del test de Cooper en la secundaria.
El teléfono sonó y Walter miró su reloj. No tenía idea de qué hora era y descubrió que no era de madrugada como él creía. Atendió tratando de no sonar recién levantado.
—¿Hola? —dijo Walter.
—Hola, mi amor, feliz cuarto de año… —dijo la voz desde el otro lado.
Walter tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano, haciendo funcionar sus neuronas al doble de velocidad y tras reconocer la voz, aún tardó un par de segundos en darse cuenta a qué se refería.
—Hola, Paula. Me dormí, sino te hubiese hablado yo. ¿Tres meses ya? —preguntó Walter irónicamente.
—Sí, hace tres meses que caíste en mis redes.
—¿Yo? ¿En tus redes? Al revés será… —contestó Walter.
—Me parece que puede ser… —concedió Paula.
—No importa, yo también tengo un poco de culpa en todo esto.
—Ni que lo digas. Amor, escuchame, ¿vamos a hacer algo esta noche para festejar? —preguntó Paula con voz de mujer que quiere conseguir algo.
—¿En público querés decir?
—Por supuesto… Salir a comer, por ejemplo.
—Como quieras… —dijo Walter, no muy convencido de querer.
—No se te nota muy entusiasta.
—No es eso, sino que mis planes son para festejar en privado —dijo Walter, pero sólo como una forma de zafar de la inteligente deducción de su medianaranja.
—Ya me imaginaba… —dijo Paula, mordiendo el anzuelo.
—Bueno, amor, nos vemos a la siesta así arreglamos todo.
—Está bien, paso por allá.
—Sí —dijo Walter.
—Chau, un millón de besos —se despidió Paula.
—Chau —sin besos, se despidió Walter.
Walter cortó la comunicación y soltó involuntariamente un largo suspiro. No estaba preparado para esa llamada, a esa hora y este día.
Decidió que ya era tarde para hacer cualquier cosa de las que tenía que hacer en el centro, por lo que se dedicó a lavar los platos que habían quedado amontonados en su casa; ya que los últimos días él había ido a la casa de Paula y ella no había venido para aprovecharla en las tareas domésticas.
Almorzó un revuelto de huevos con migajas de pollo de la cena de la noche anterior. Era algo que había aprendido a hacer por necesidad, pero había ido perfeccionando hasta lograr un plato que realmente le encantaba. Lavó luego los cubiertos y el sartén para que nada quedase sucio. Se sentó a mirar televisión; debía bañarse, pero antes tenía que juntar coraje.
Una vez bajo la ducha, todo se calmó. Dejó que el agua caliente lo recorriese de una punta a la otra. Apoyado con las dos manos en la pared, con el peso del cuerpo descansando en ellas, se dedicó a jugar con el chorrito que se le juntaba en el vientre, proveniente del agua que le caía en la cabeza y los hombros. Se jabonó enérgicamente, y se dejó enjuagar por la ducha. Untó un poco de shampoo en su cabeza y con las yemas de los dedos se masajeó hasta que se formó abundante espuma. Luego de enjuagarse, hizo lo mismo con la crema.
Una vez que hubo terminado y cuando se disponía a cerrar el grifo y a salir del baño, sintió un deseo irreprimible se seguir gozando de la inmejorable caricia del agua sobre su espalda. Entonces se sentó en la esquina opuesta a la de la ducha y abrazó sus piernas con sus manos.
—¡Qué bien que se está acá…! —exclamó—. Quisiera no tener que salir nunca.
El calor del agua le había relajado los músculos al punto de darle somnolencia. Sentía alguna clase de sopor que lo sumía en un estado de entorpecimiento general; sentía que su cuerpo no respondía a sus órdenes, que estaba como hinchado, fofo.
—Espero que Paula no venga todavía. Igual, no escucharía el timbre desde aquí…
Por su cabeza pasaron muchas cosas en ese momento. Recordó la manera en que Paula se había apropiado de su vida. Antes, él era el que elegía cuándo salir y cuándo estar juntos. Ahora Paula tenía el control, y no le dejaba nada de tiempo para él solo. A toda hora, en todo momento, cualquier día, siempre que a ella se le antojaba, él debía dejar lo que estuviese haciendo y darle con el gusto. Quería discernir si era que antes no le importaba que ella fuese así o, en realidad ella no era así cuando la conoció. No podía aceptar que ella haya mutado en unos pocos meses de esa forma. Bueno, en cualquier caso, todo se arreglaría con una buena charla de pareja. O por lo menos eso deseaba él.
Quería tener en claro qué cosas habían venido cambiando en estos meses. Cuántas veces iba ella a su casa por semana, cuántos días pasaban juntos y cuántas salidas habían hecho solos o con sus respectivas amistades últimamente. Porque a él le parecía que, en cada recuerdo que él tenía de estos meses, Paula estaba ahí metida. Trató de ser un poco más objetivo, y logró descubrir que en realidad no había variado la frecuencia con la que Paula y él se veían desde que eran novios. Eso lo asustó, pues entonces cómo explicaría que ahora a él le parecía excesiva y antes no lo había notado. Escupió un poco de agua y se pasó la mano por la cara, tratando de despejarse.
Decidió que ya era suficiente, que debía salir si no quería arrugarse completamente. Pero cuando hizo el intento por levantarse, nada funcionaba. Era como si pesara una tonelada y sus piernas fuesen de papel. Se quiso ayudar con ambas manos, pero era como querer levantar la estatua de la libertad con un gato hidráulico de auto japonés. Se dio cuenta de que debía cerrar el agua, para recuperar un poco las fuerzas, pero al otro lado de la bañera, las perillas se veían eternamente lejos. Estiró las manos, en vano, tratando de llegar. Por fin, juntó todas las energías que tenía y logró ponerse de costado y luego, un poco más penosamente, de rodillas. Era un avance realmente significativo. Pero el esfuerzo lo dejó agotado.
Estuvo arrodillado sobre la rugosa superficie de los cerámicos de la bañera quién sabe cuánto tiempo, hasta que de un movimiento se paró y quedó agarrado de la jabonera con ambas manos. Como un niño aprendiendo a caminar, estiró la mano derecha sin soltarse de la jabonera, adelantando tímidamente uno de los pies para acercarse a las perillas. Con un último de ánimo tomó la perilla del agua caliente y le dio vigorosos giros hacia la derecha hasta que la ducha se detuvo. Cuando logró respirar aire, no fue más que vapor, ya que todo el baño estaba inundado por ese inconfundible humo húmedo que empezaba a escapar por debajo de la puerta. Cuando corrió la cortina de la ducha, se dio cuenta de que no veía nada de nada. Por lo que tanteó la toalla y, tras encontrarla, se la envolvió alrededor de la cintura y se dirigió a la puerta. Trató de salir del baño los más rápido posible para encontrar un poco de aire. Cuando alcanzó la puerta y la abrió, una ráfaga le devolvió la vida al golpearle el rostro. Dio un paso adelante y cerró la puerta detrás suyo.
No bien se hubo recostado sobre su cama y cerrado los ojos, todo el anterior suceso se borró de su mente, como si nunca hubiese ocurrido. Olvidó la sensación de impotencia que sintió estando ahí tirado, olvidó lo mucho que le costó dominar a su conjunto de carne y huesos. Pero sobre todo, olvidó lo que estuvo pensando con respecto a Paula.
Se durmió desnudo y mojado, por lo que arruinó sus sábanas y se resfrió. Pero fue un precio realmente bajo para esos pocos minutos de plácido y reparador sueño. Un sueño al que el paralítico no estuvo invitado.
* * *
Cuando abrió los ojos, no supo si lo que lo despertó fue el timbre, el reloj o el teléfono; por lo que tuvo que esperar que sonara por segunda vez para descubrirlo. Fue y atendió el portero eléctrico.
—Hola Paula, pasá…
Se dio cuenta de que estaba disfrazado de Adán y tuvo el natural instinto de tapar sus desnudeces con lienzos. Por lo que se puso el slip, el short y se calzó las zapatillas sin medias. Cuando Paula tocó la puerta, recordó que estaba cerrada con llave, por lo que fue a abrirla con un buzo en la mano. Mientras trataba de embocar su brazo derecho en la manga del abrigo, giraba la llave hacia la derecha un par de veces. Inmediatamente después, Paula entró al departamento.
—Hola Walter, feliz tercer mesario… —dijo, tras lo cual estampó sus labios contra los de Walter que, obviamente, no tuvo más remedio que contestar con un gemido.
Cuando pudo volver a respirar, tragó suficiente aire como para un nuevo ataque de Paula, pero no sucedió; así que lo utilizó para hablar.
—Feliz mesario, mujer. ¡Qué aguante ¿eh?!
—¿Lo dices por vos o por mí? —retrucó ella, rápida e inteligente como siempre.
—Por los dos… —resbaló él, más rápido; y con un instinto natural de conservación digno de documentarse en la revista anual de la National Geographics.
—Mirá lo que tengo… —dijo Paula, con un tono medio cantado que significaba indudablemente una picardía. Mientras decía esto, su puño derecho cerrado se dirigía indefectiblemente hacia la cara de Walter.
Este, presa de una reacción causada por el anteriormente nombrado instinto, retrocedió varios pasos evitando el directo de derecha de su, hasta hace unos segundos, adorada.
—Tonto, no te voy a pegar… —dijo ella y abrió la mano. En el hueco de ésta descansaban un par de llaves y un llavero negro con un led rojo, inconfundible mando a distancia de las alarmas.
—¡Te prestaron el auto! —dedujo velozmente Walter.
En realidad, Paula no manejaba muy bien que digamos, y Walter respetaba y avalaba la decisión de sus padres de mantenerla lo más alejada posible de cualquier cosa con más de dos ruedas y un par de pedales.
—Error, ellos no saben que yo lo tengo…
—¡¿Quéeee?! —preguntó incrédulamente Walter, nada acostumbrado a esas muestras de irresponsabilidad filial de su querida.
—Sí. Ellos están en Buenos Aires y no van a necesitarlo. Por lo que decidí que nuestro mesario era motivo más que suficiente para darnos este lujo.
—Buen punto —asintió Walter—. Pero ¿no se van a enojar cuando vuelvan?
—Supongo que sí, pero tenemos un par de días hasta que eso pase.
—Como usted diga, madam.
—Así lo digo, mesié —contestó irónicamente Paula.
En diez minutos, Walter ya se había cambiado los shorts por los jeans, las zapatillas por unos hiking y el buzo por una polera y un pullover. Salieron del brazo y se fueron al garaje donde Paula, a duras penas, ya que no era muy dotada en cuanto a habilidades conductivas, había logrado dejar el auto sin chocarlo.
Cuando estuvieron cerca, ella le tiró las llaves a Walter. Él esperaba esto, porque hasta a Paula le resultaba demasiado temerario andar por la ciudad con ella al volante. Walter oprimió el botón del llavero y el auto, un BMW negro, le pestañeó un par de veces avisándole que estaba listo para ser abordado.
Walter realmente amaba ese auto. No solo porque era uno de los mejores autos que andaban por las calles de Córdoba, sino porque le parecía el más completo dentro de los de cuatro puertas. Era mecánicamente perfecto, estéticamente bello y monetariamente caro. Tres cualidades que Walter respetaba muchísimo en los autos.
Cuando lo puso en marcha, sintió que podía dominar al mundo detrás de ese volante. Le sonrió a Paula cuando escuchó ronronear al motor tras acariciar el acelerador; igual que un tigre al acariciarle la espalda. Ella, cumpliendo efectivamente el rol de mujer acompañante, se dedicó a poner un compact en el autoestereo y a revisar instintivamente su maquillaje en el pequeño espejito del parasol.
Una vez en la calle, Walter no pudo evitar la tentación de llevarlo lo más directo posible a una avenida para probar sus caballos de fuerza. Pensado y hecho, arribó a la Colón y se dirigió al oeste. No bien pisó el acelerador, el auto respondió magníficamente y salieron disparados a más de cien kilómetros por hora, haciendo zigzag entre los taxis y trolebuses. Paula esbozó una mueca de preocupación, pero se abstuvo de hacer ningún comentario, ya que pensó que en ese momento Walter debería estar utilizando todos sus sentidos para evitar injertar el auto en algún un colectivo. Pero instintivamente sujetó el cinturón de seguridad en su cintura.
Walter, llegando a la esquina con Sagrada Familia, estaba en el carril izquierdo, pero al notar que el semáforo se ponía en amarillo, decidió que no debía esperar hasta el próximo para doblar; por lo que, sin importar lo que viniese por los dos carriles de la derecha, trabó el volante y clavó el freno de mano, haciendo pasar el auto de costado. Cuando vio que la cola del BMW estaba perpendicular a la Colón, soltó el freno de mano y aceleró a fondo, doblando el volante hacia la izquierda. Con un escalofriante chirrido, el auto entró a la Sagrada Familia como si hubiese estado corriendo un rally.
Paula, que hasta entonces nunca había visto manejar a su amado, redefinió el concepto de confianza que le tenía a él hacia algo más parecido a la negligencia. Y agradeció a Dios por haber pospuesto la cita con San Pedro unos cuantos lustros más.
—Walter —por fin dijo—, me parece que vas demasiado rápido.
—Pobrecito —dijo Walter, refiriéndose al BMW—, hasta ahora solo lo habían hecho gatear cuando él ha nacido para correr…
—No me hace ninguna gracia, Walter. Pará un poco.
—¡No way! —contestó—. ¿No sentís la adrenalina?
—Me estoy ahogando en adrenalina… —gritó Paula.
—Exagerada…
Lejos de desacelerar, Walter hizo un viraje de ciento ochenta grados y se dirigió nuevamente a la Colón. Aprovechando el semáforo en verde, dobló hacia el centro. Utilizaba milimétricamente los espacios que los demás autos le dejaban para colarse entre dos o más de ellos. Varias veces, si el BMW hubiese tenido una capa más de pintura, ésta hubiese acabado rayada o desprendida por completo.
—¡Walter, pará por favor! —rogó Paula. Un ruego que tenía mucho de orden.
—No molestés, Paula. ¿No estás disfrutándolo?
—¿Disfrutando? ¿Me estás cargando?
—Vamos, mujer. ¿Qué tal si lo llevamos a las sierras a ver como se porta en la tierra?
—¡Estás loco, pará!
—Está bien, está bien, ya paro… —dijo Walter, aceptando haber perdido la batalla por convertir a su novia en amante de la velocidad. Uno a uno fue bajando las marchas hasta estacionar a un lado. Cuando se detuvieron, Walter giró su cuerpo y quedó de costado, mirando a Paula.
—Perdoname, no quise ponerte así.
—¡Sos un boludo! Pudimos hacernos pelota…
—Ya sé. Soy un boludo. Perdoname.
—No podés pedir perdón siempre. Por lo menos hacé algo para que te perdone.
—¿Y qué querés que haga? —preguntó Walter, tratando de acariciarle la cara para calmarla un poco.
—No sé, no sé. Ahora llevame a casa. Y si pasás de cuarenta me tiro por la puerta.
—Está bien, no es para tanto —dijo Walter, volviendo a encender el auto.
* * *
Cuando entraron al garaje de la casa de Paula y Walter detuvo el auto, ella se bajó inmediatamente y entró a su casa. Walter, tras bajar y cerrar con llave, le dio una palmada sobre el capó y lo miró con ojos cómplices. Él sabía que el BMW le agradecía el ejercicio.
Entró también a la casa y buscó a Paula, sin encontrarla. Cuando llegó al living, vio su campera sobre el sofá; pero Paula no estaba por ninguna parte. Llegó a su habitación y la encontró en el baño, apoyada sobre el lavabo, llorando. Entró y la abrazó. Se sintió culpable por haberla puesto así. La llevó hasta la cama y, tras recostarla, se sentó a su lado.
—Ya está Paula, no te pongas así…
—¿Y cómo querés que me ponga?
—No sé, no es para tanto.
—Para vos no será. Yo sentí cosas dentro del auto que nuca había sentido —le dijo mirándolo directamente a los ojos.
—¿Miedo? —preguntó Walter.
—Miedo de vos… —contestó ella, con lágrimas en los ojos.
—Sí, tenés razón. Te entiendo…
—Nunca creí que pudieras hacerme una cosa así.
—Es que no pensé que fuera para tanto… —esbozó una explicación, pero la abortó de inmediato, dándose cuenta que sería en vano.
La estrujó entre sus brazos y se preguntó por qué no se había dado cuenta de que la estaba asustando cuando estaban en el auto. Se preguntó por qué no sintió lo que ella sentía y se dejó llevar por ese incontrolable deseo de adrenalina, sin importarle lo que le pasaba a la que, se suponía, era la persona que más quería en el mundo. No pudo contestarse; por lo que optó por besarla en la frente, tratando de calmarle los espasmos de llanto que aún tenía.
—¿Te arruiné el festejo, no? —dijo al fin.
—Sí. O por lo menos vas a tener que hacer mucho para reivindicarte… —le contestó Paula, con una voz dulce y entrecortada.
—¿Por que no empiezo por esto…? —le preguntó al oído, mientras le besaba suavemente la nuca.
—Vas bien… —aceptó ella la invitación.
—Perdoname… —suplicó él, justo antes de mordisquearle el lóbulo de la oreja.
—Pero prometeme que no lo vas a hacer nuca más —exigió ella.
—¿Lo del auto?
—Asustarme de nuevo. Con lo que sea… —aclaró Paula.
—Te lo prometo… —aseguró Walter, dejando resbalar su mano por el escote de Paula.
En el garaje, solo, el BMW estaba empezando a tener un poco de celos de Paula. Aunque estaba seguro que había tocado una fibra muy íntima de Walter. Una que quizás Paula nunca tocaría.