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Episodio 8

Volvía a hacer calor en la esquina de Cañada y bulevar San Juan. Walter estaba sentado en el suelo, apoyado contra el árbol que siempre los recibía por las noches. El paralítico no estaba, pero él lo esperaba pacientemente; sabía que no debía tardar en aparecerse, arrastrando su raquítico cuerpo.

Walter estaba plácidamente recostado sobre el tronco, leyendo un libro de quién sabe qué autor. Ni siquiera él recordaría luego qué libro era ni por qué lo tenía en sus manos. Pero lo estaba disfrutando; cada frase, cada palabra estaba perfectamente puesta y cumplía eficazmente con la tarea que el autor les había impuesto. Aunque no lograba retener en su cabeza la idea del párrafo más de diez segundos; no parecía importarle.

Entre página y página, echaba una rápida mirada hacia el paisaje especialmente tétrico que se empeñaba en presentar Córdoba en sus sueños. Pensaba que, en realidad, no entendía qué significaba eso para él. No creía que fuese una proyección de sus propios sentimientos hacia la ciudad, ya que la amaba profundamente; pero quizás lo que él consideraba hermoso fuese una ciudad en ruinas y oscura, con roídos edificios de metal y árboles torcidos y podridos. Ya se había olvidado si alguna vez había sentido miedo específicamente por el paisaje en sí, pero creía recordar que, de día y estando despierto, la belleza de algunas cosas le había desagradado bastante; por lo que esto vendría a ser como un amplio refugio tranquilo y confortable donde revolcar sus propias suciedades.

—¿Qué estás leyendo? —le preguntó el paralítico.

Walter se asustó, pues el viejo lo había agarrado desprevenido acercándosele sigilosamente por la espalda. Walter giró el torso y lo vio. Venía claramente ofuscado, rabiando por algo. Recién allí recordó que la anterior frase había sonado bastante agria y dura.

—No lo sé —confesó Walter.

—No importa… —dijo el paralítico, terminando de acomodarse frente a Walter. Se sacó una mugrienta bufanda que tenía envuelta en el cuello y la usó para vendarse la mano derecha, que sangraba a causa de la arrastrada que había hecho el viejo desde quién sabe dónde hasta el árbol.

—¿De dónde venís? —preguntó Walter.

—¿Y a vos qué carajo te importa? —contestó el viejo. El tono sorprendió a Walter, que por primera vez lo veía enojado.

—Perdoname, no quería molestarte.

—¡No, seguro que no! —contestó irónicamente el paralítico, mirando hacia la calle, tratando a las claras de evidenciar su molestia.

—¿Estás enojado conmigo? —preguntó Walter, mostrando la misma paciencia que el viejo, tantas veces, había mostrado para con él cuando Walter llegaba enojado al cotidiano meeting nocturno.

—¡Cómo para no estarlo!

—¿Y se puede saber por qué? —Walter trataba de no hacer enfadar más a su interlocutor con sus preguntas, que obviamente resultaban tontas para el viejo; pero que él las formulaba para sondear cuál era el problema, ya que lo ignoraba por completo.

—Estás echando todo a perder… —se le escapó al viejo que, para que Walter no se diese cuenta de su descuido, no hizo ni siquiera una mueca de preocupación.

—Sea lo que sea, no ha de ser para tanto… —se exculpó Walter.

—No sabés cuánto —empezó el paralítico, pero se arrepintió—, pero ya no hay nada que hacerle ahora. Tenemos que empezar de nuevo.

Walter no entendió a qué se refería, pero no se preocupaba por eso. Desde que conoció al paralítico había aprendido a esperar para entender las cosas. A algunas no las había entendido aún. Y a otras no las entendería jamás.

Se quedaron en silencio un buen rato. El paralítico porque no sabía cómo decirle a Walter las cosas que debía decirle; y Walter porque era demasiado cuidadoso de no decir nada que empeorase el humor del viejo. Los minutos-sueño pasaron en una sucesión desordenada e imprecisa, y ambos se esmeraban en hacer sonar a aquel vacío de sonidos poco menos que ensordecedor.

De pronto, algo los sacó de sus respectivas inercias mentales. El camión que recoge la basura de los edificios del centro, pasaba por la esquina y se detuvo justo frente a ellos con un espantoso chirrido de pastillas de frenos gastadas. Walter observó asombrado la escena, ya que era la primera vez desde que visitaba al paralítico que sucedía esto.

—¿Basura, tío? —preguntó encaramado en la parte trasera del camión un robusto personaje de cara oscura y cuadrada y amplias espaldas.

—Un momento… —le dijo el paralítico, y volviéndose hacia Walter, le señaló con el dedo—. Allá detrás de la saliente esa, junto al poste de la luz están mis bolsas. Traémelas —ordenó.

Walter, sin preguntarse por qué, se paró, caminó hasta donde le había indicado el viejo y vio dos bolsas de plástico llenas de porquerías. Al levantarlas, notó que una de ellas estaba llena de envases descartables de gaseosa. La otra, se notaba más pesada y más húmeda, por lo que dedujo debía contener deshechos orgánicos. Se preguntó qué cosas consideraría basura el paralítico, y si había tirado alguna vez una manzana podrida en vez de engullírsela como si fuese el manjar de los dioses.

Regresó a la esquina con una bolsa en cada mano y se las entregó al basurero. Este las tiró dentro del camión y pegó dos sonoras palmadas en el costado de la caja metálica para que el chofer se enterase de que podían seguir con su recorrido. Walter, de pie, los vio alejarse y se preguntó por qué se detuvieron sólo en esa esquina, ya que los había perdido de vista y no se habían parado en ningún otro lado.

—Estamos en época de elecciones —explicó el paralítico adivinando la pregunta de Walter—. Y yo soy el único votante a estas horas.

—Ahhh… —contestó Walter mientras se acomodaba donde había estado sentado.

Volvieron a quedar en silencio otro rato. Walter tenía preguntas que hacerle al viejo, pero las revisaba cuidadosamente en su cabeza tratando de sopesar el efecto que éstas tendrían en el ánimo del paralítico.

—Te gustan las gaseosas, ¿eh? —propuso Walter al fin, creyendo que sería un tema lo suficientemente inofensivo.

El paralítico lo miró. No dijo nada y volvió la mirada al suelo. Por fin, luego de unos segundos, dejó escapar la respuesta.

—Y también me dan problemas de gases… —contestó.

Walter no se dio cuenta inmediatamente de lo que el paralítico le había querido decir. Pero luego, algo le empezó a molestar dentro de su cerebro. Algo no encajaba. Se dio cuenta del «también» de la frase anterior, y se preguntó cómo supo el paralítico eso. Bueno, él sabía casi todo lo que le pasaba, o por lo menos eso es lo que el viejo le había hecho creer.

Se propuso no cuestionárselo, aunque no estaría tranquilo durante todo lo que quedase de charla con el viejo. Se acordó en ese momento que quería hacerle otras preguntas, unas que había venido acarreando de cuando estaba despierto. Se alegró de recordarlas, ya que se lo había propuesto al acostarse.

—¿Te puedo hacer algunas preguntas? —le dijo al viejo, solicitándole autorización para hacerlo.

—No sé para qué. Total, nunca escuchás lo que te digo —contestó éste.

—Es en serio. Necesito preguntarte algo.

—Está bien, pero si no quiero no contesto —aclaró el viejo. Walter se extrañó de esto, ya que nunca se imaginó siquiera que el viejo se sentiría obligado a contestar alguna pregunta suya.

—¿Cómo sé si amo realmente a una mujer, o sólo estoy convencido de eso? —preguntó Walter, bajando la mirada.

El viejo paralítico giró para mirar a Walter a los ojos, pero se encontró mirándolo directamente al remolino del pelo. Sintió pena por él, ya que sabía que era una pregunta que lo estaba carcomiendo; sobre todo, por la forma de hacérsela, por haberle pedido permiso para preguntársela.

—No sé qué querés decir. No creo que haya diferencia —contestó el viejo, apoyando una de sus esqueléticas manos, la que no tenía la bufanda, sobre la cabeza de Walter.

—Debe haberla. ¿Querés decir entonces que si yo me convenzo de que amo a una mujer, será como amarla en serio?

—Por supuesto. ¿Cómo haría tu cerebro para saber la diferencia?

—¿Mi cerebro? ¿Eso es todo? ¿No debería haber algo más? —Walter levantó la mirada y se detuvo en los oscuros y profundos ojos del viejo.

—¡Qué ingenuo sos! Casi me das lástima… —suspiró al hablar el paralítico.

Walter hizo un amague por ofenderse, pero el viejo, adivinando esto, lo calmó con una ligera caricia de su mano.

—Perdoname, no quise decir eso. Lo que quise decir es que cuando sentís que amás a una mujer, no te tenés que cuestionar por qué la amas, sino cómo.

—No te entiendo del todo… —dijo Walter, un poco más tranquilo.

—La podés amar por un millón de causas diferentes. La podés amar porque te gusta cómo mueve el culo al caminar; pero también podés amarla porque crees que se lo merece. Ese no es el punto en el que te tenés que fijar.

—¿Y cuál es?

—Te tenés que fijar muy bien en cómo la amas. Una cosa es amarla con los huevos y otra con el corazón. Cualquiera de las dos significa que la chica te importa poco y nada.

—¡¿Qué?! Te entiendo menos que antes.

—Me siento un poco estúpido tratando de enseñarte algo que no se aprende en una clase.

—No me enseñés, solamente decime qué pensás al respecto. Yo no te voy a hacer caso sí o sí, solo voy a tomar en cuenta tu punto de vista para tomar mis decisiones —contestó Walter. El viejo lo miró y le sonrió.

—Qué bien…, bueno, yo creo que si no la amás con todo el cuerpo no la amás y ya. Vos sos sano, y capaz que no entendás a qué me refiero. Tenés que sentir que cuando la perdés, perdés un pedazo de vos. Como lo que sentí yo cuando me quedé sin mis piernas, cuando no pude moverlas más.

—¿No es ser un poco extremista?

—El amor es un extremo.

—Tenés razón en eso —dijo Walter.

—No te asustés, no temás. Acordate de cómo odiás a los que odiás, como si fuera una enfermedad que te carcome por dentro. Bueno, el amor tiene que ser como una enfermedad que infecte cada célula de tu cuerpo. Un cáncer, que te suma en un estado de infelicidad permanente si no tenés lo que deseás. A la mierda con esos que dicen que se puede ser feliz con solo amar, sin necesidad de ser correspondido. Es como decir que se puede ser feliz con solo tener hambre.

Walter sonrió ante la acertada comparación de su amigo. Se sintió un poco más normal, ya que sentía esa enfermedad dentro suyo. Se sintió un poco más humano y se consoló con ello, ya que sabía que deseaba con toda el alma ser correspondido. Pero también se sintió un poco desconcertado, porque no sabía cómo se había curado tan repentinamente de sus anteriores amores.

Por fin, volvió a mirar a los ojos al paralítico, que para esta hora ya se había olvidado de su enfado para con Walter.

—¿Te andás apareciendo en los sueños de todo el mundo, o yo soy el único privilegiado con tu compañía?

—Buena pregunta. Me reservo el derecho de contestarla.

—No creía que te ibas a escapar de ésta.

—Pues sí.

—¿Y por qué estabas enojado cuando nos encontramos hoy? —dijo Walter.

No bien escuchó la pregunta, el paralítico se acordó de todo y frunció el ceño.

—Por nada —dijo—. Más vale que te despertés ahora porque si te quedás un segundo más aquí, te mato.

—Ya me voy… —alcanzó a decir Walter, y todo se le oscureció.

* * *

Ya se había desacostumbrado a despertarse acompañado, y la tibia piel de Paula era una bendición en esos días de invierno. Se movió un poco porque se le habían dormido las piernas y se apoyó en su codo. La miró un rato y tubo ganas de despertarla para volverle a hacer el amor. Sabía que si hacía eso no llegaría nunca a la facultad, y tenía un parcial. Si hubiese sido cualquier otro día no los sacaban de la cama hasta el atardecer. Le sopló suavemente unos mechones de pelo que tenía sobre la cara y le acarició la nariz con la punta de los dedos.

—Soy un tipo con suerte… —se dijo. E inmediatamente trató de convencerse de que la suerte nada había tenido que ver con eso.

Se levantó con mucho cuidado, tratando de no despertarla. La volvió a tapar con las frazadas y se vistió. Fue a la cocina a preparar el desayuno. Café negro para él; café con leche, galletas y queso para ella. La mimaba como nunca antes la habían mimado. Y le gustaba que ella le asegurase eso.

Bebió su café y acomodó las cosas de ella en una bandeja. Completó el cuadro con una servilleta y la azucarera; él le había puesto ya las dos cucharaditas que eran la ración de azúcar que le gustaba a Paula, pero nunca se sabía.

Le dio un dulce y húmedo beso en los labios para despertarla. Ella se hizo un poco la remolona, pero cedió ante el aroma del café caliente.

—Buenos días amor… —le dijo Walter.

—Los mejores de mi vida… —contestó ella, desperezándose en una estética posición en la que descubría delicadamente su pezón izquierdo. Él se inclinó y lo mordió, rozándolo apenas con los dientes. Ella, lejos de quejarse, ronroneó como una pequeña gatita.

—Espero que tengás hambre —dijo Walter mientras acercaba la bandeja, que la había dejado apoyada en una silla junto a la cama.

—Mmmhhh, que bien se ve esto. Espero que esto no sea así solamente los primeros días —contestó ella, mordisqueando una galleta.

—Sabés que siempre te voy a tratar así; mientras estés conmigo… —y Walter se asustó de haber aclarado algo que debió ser absolutamente obvio. Esperó que Paula no se diese cuenta de eso, y al parecer, así fue.

—¿A qué hora es tu parcial? —preguntó Paula.

—A las once. Ya estoy saliendo.

—¿Y te sabés todo?

—¿Todo? Nadie sabe todo.

—Bueno, ¿algo…?

—Más o menos. Pero no te preocupés, me va a ir bien.

—Suerte… —le dijo ella, besándolo muy dulcemente. Tan dulcemente que él tendría en sus labios ese sabor hasta el mediodía. Parado al lado de la cama, la miró como si le costase dejarla. A decir verdad era así. Se consoló pensando que cuando él volviese, quizás ella estaría exactamente como estaba en ese momento.

—Te dejo una copia de las llaves. Si salís, cerrá y llevalas con vos.

—No pienso moverme un milímetro de aquí… —le contestó ella, y los dos sonrieron.

* * *

Walter terminó el parcial en cuarenta y cinco minutos, aunque estaba planeado para dos horas. Parte porque no se detuvo a pensar los ejercicios que no sabía; y parte porque a los que sí sabía, los hizo vertiginosamente rápido.

Saludó a la profesora, preguntó para cuándo estarían corregidos y se fue de allí. Salió a la calle y se dirigió a la parada del colectivo. Estaba muy fresco, y el viento del sur le arremolinaba el pelo, molestándolo a veces.

—Espero que no se haya enfriado mi cama todavía… —pensó en voz alta, y una desagradable anciana que estaba esperando el cincuenta lo miró como a la encarnación del anticristo. Él le devolvió la mirada y ella escondió los ojos bajo unos párpados asquerosamente pintados de violeta. Walter la mandó a la mierda mentalmente y volvió a sus cavilaciones. Iba a tomar cualquier colectivo con tal de llegar lo más rápido posible. Necesitaba estar al lado de ella, era consciente de eso. Le preocupaba depender de esa sensación de seguridad y bienestar que da tener a alguien. Seguramente, porque sabía que las veces anteriores había sentido también eso y de golpe todo se había venido abajo. No quería que esta vez pasara lo mismo, pero no estaba preparado para planear las cosas como para evitarlo. No sabía bien cuál era el problema, por lo que no sabría como resolverlo.

Cuando vio aparecer el taxi por la Valparaíso decidió que eso sería lo más rápido y lo llamó. Una vez arriba, le dijo la dirección al taxista y se acomodó para disfrutar del rally cotidiano que los choferes de Córdoba ofrecen a sus pasajeros, y sin ningún tipo de cargo extra.

Una vez en la vereda del edificio, se acordó que no había nada para cocinar el almuerzo, por lo que dio media vuelta y enfiló hacia la despensa donde hacía generalmente las compras chicas. Compró manzanas verdes, apio, nueces y crema de leche para preparar una ensalada Waldorf como a ella le gustaba. Compró un buen vino blanco, pan integral y un par de helados para el postre. Cocinaría sus famosas pechugas de pollo al champignon, una receta que había aprendido de la Negra. Sería perfecto, estaría todo; menos las velas, porque Walter odiaba el olor.

Dejó las bolsas en el suelo para abrir la puerta de su departamento. Una vez adentro, las volvió a dejar en el suelo para cerrarla. Trató de escuchar algún ruido y nada. Se entristeció al notar que ella no lo había recibido pues, seguramente, si lo hubiese escuchado llegar ya hubiese estado colgada de su cuello. Pero nada, ni rastros de ella. Fue hasta la cocina y dejó las compras sobre la mesada. Se había deprimido en ocho segundos, rompiendo hasta su propio récord.

Lo que lo ponía aún peor era no haber encontrado siquiera una nota, algo que le diera una pista de a dónde podría haber ido. Estaba desconsolado, casi abatido. Pensó en llamarla por teléfono a su casa, pero le pareció impropio. Pensó en ir a preguntar al portero de su edificio si la había visto salir, pero le pareció improductivo. No sabía qué hacer.

De pronto, como las cosas que pasan como si pasaran a propósito, la puerta del baño se abrió y Paula apareció como una visión. Completamente desnuda, con el pelo recogido hacia arriba, con el walkman en la mano ya que no tenía de donde de colgarlo y los auriculares en los oídos. Walter quedó petrificado en el lugar en el que estaba, no se terminaba de convencer que lo que veía era real. Ella, por fin, lo vio y se asustó. Inmediatamente, con un rápido movimiento, se sacó los auriculares, tiró el walkman sobre la cama y salió corriendo en dirección de Walter.

—¡Mi amor, llegaste! —dijo mientras volaba hacia su cuello y se le prendía como una gatita.

Él la abrazó fuertemente y la besó como para dejarla sin aliento.

—¿Tan temprano? No te esperaba hasta la una.

—Terminé rápido, no quería estar tanto tiempo solo… —dijo Walter, levantándola en brazos y llevándola hacia la cama.

—Te extrañé… —le susurró ella.

—Yo más… —le susurró él.

La recostó en la cama y la cubrió con su cuerpo. La besó sensualmente, sexualmente. Le acarició con una delicadeza infinita todo el maravilloso cuerpo desnudo. Se multiplicó, tenía diez manos, cuatro lenguas, y todas las estaba ocupando en hacerla perderse en ese limbo desconocido para ella hasta entonces.

Se paró y se desnudó frente a ella. Como un ritual, como una ofrenda a los dioses, a su diosa. Cuando quedó completamente desnudo, se acercó al borde de la cama y permitió que ella hiciera con él lo que él le había hecho. Se dejó besar, tocar y lamer hasta perder el control de sus rodillas, que flaquearon. Ella aprendió con él a gozar de las caricias orales; pero también aprendió, y muy bien, a prodigarlas.

La penetró cuidadosa pero firmemente. Ella arqueó su espalda y enredó sus piernas alrededor de la cintura de Walter. Sus movimientos se acoplaron a los de él y se dejaron llevar por sus deseos hormonales más simples, los que son capaces de dejar al cerebro a un lado. Acabaron juntos, y Walter llenó el preservativo de una esperma que quizás Paula merecía, pero que seguramente no estaba preparada aún para recibir. Se quedaron abrazados y agitados, besándose con besos cortitos. Estuvieron así hasta que recobraron el aliento y, poco a poco, empezaron nuevamente. Una y otra vez, todas las que físicamente estaban preparados a afrontar. Eran jóvenes y se amaban con locura, tenían para rato.

A las seis de la tarde, la pechuga al champignon estaba a punto y sobre la mesa. Un par de vasos con vino y la ensalada en la fuente. Un almuerzo perfecto, tardío quizás, broche de oro para una velada también perfecta. Ambos comieron con apetito; sabían que necesitarían energías para amarse como se amaban.

—No manchés las sábanas… —le dijo ella.

—¿Por qué no? —le dijo él.

—Dejame darle un mordiscón —le pidió ella.

—Por supuesto… —accedió él.

Y terminaron de comer el helado en la cama.