Le pareció haber pestañeado, pues instantáneamente después de cerrar los ojos, los volvió a abrir. Ya no recordaba dónde había estado unos segundos atrás, pero sabía con certeza dónde estaba ahora. Y no solo le parecía familiar, sino que hasta acogedor.
También se acordaba que el día anterior se había tenido que poner un pullover porque estaba haciendo frío, pero ahora estaba empezando a transpirar. Hacía calor y la humedad era insoportable. Como casi siempre que visitaba de noche la esquina de Cañada y bulevar San Juan. Sin embargo, esta vez la esquina estaba extrañamente iluminada. Es decir, extrañamente, estaba iluminada. De la nada, desde su última visita hasta ahora, habían surgido miles de letreros de neón, de espejitos, videowalls y demases. Parecía estar entrando en Las Vegas. En el frente del enorme edificio gris de la esquina sudoeste, un espectacular letrero de proporciones Gulliverianas rezaba en gruesas letras rojas: «LEO DAN Presidente; la cura para nuestros males». Walter no pudo evitar soltar una carcajada.
Otro, un poco más pequeño estaba colgado a lo ancho del bulevar. Algo más tecnológico que el anterior, iban y venían diversas imágenes de esculturales modelos porno, completamente desnudas y las más veces penetradas por variados elementos, naturales o no. Luego de una desenfrenada secuencia, las imágenes se iban y hacían su aparición enormes letras en azul sobre blanco: «No seas una de ellas, sé una de nosotras. Monjas de la Santísima Congregación de las Rodillas Juntas».
—Toda una lección de marketing… —pensó Walter, aún sin poder recuperarse de su anterior carcajada y ya atrapado por la siguiente.
Tardó muchísimo en caminar los sesenta metros que separan la puerta de su edificio y el árbol donde se reunía con el viejo. Se distrajo en cada mensaje, en cada estúpido montón de palabras que aparecían resplandeciendo ante sus nublados ojos. Se secó las lágrimas con las que la risa le había mojado la cara y buscó al paralítico. No lo encontró. Al principio se inquietó, pero después se dio cuenta de que se estaba acostumbrando a las «excentricidades» del viejo sarnoso.
—¿Qué es esto? —preguntó en voz alta, aunque no esperaba respuesta.
—El primer mundo… —respondió la voz desde sus espaldas. Walter se dio media vuelta y se quedó mirando a su interlocutor.
—Supongo que sí… —contestó. Lo miró de arriba a abajo esperando que se presentara, pero no lo hizo—. ¿Quién sos? ¿Cómo te llamás? —inquirió con voz firme, aunque no agresiva.
—Eso que importa, ¿acaso sabés el nombre del paralítico con el conversás aquí cada noche?
Walter se dio cuenta de que no lo sabía; pero también se dio cuenta de que ese tipo sabía mucho más de lo que debería saber al ser un perfecto desconocido.
—Por lo menos sé que es un viejo paralítico que siempre anda por acá. A vos es la primera vez que te veo y me gustaría saber, aunque más no sea, qué haces acá —contestó Walter, con una seguridad en si mismo que rara vez exhibía.
—Soy un amigo de él —se limitó a contestar.
Walter prestó atención a los detalles y se dio cuenta de quien quiera que fuese el tipo, tenía mucha plata. Por lo menos es lo que demostraba a través de su carísimo reloj, sus finos zapatos y su increíble sobretodo italiano. Sus rasgos eran tranquilos, pero evidenciaban una fuerza interior ilimitada. Sus ojos, de un absoluto verde esmeralda, estaban excavados en los pómulos y brillaban perturbadoramente.
—Nunca me dijo que tuviese amigos. Creí que yo era el primero. Bueno, es decir, el primero que había estado tan cerca de él, aún cuando no lo considero del todo un amigo —dijo Walter, tratando de parecer el que controlaba la situación.
—No me extraña. No me tiene mucho cariño, aún cuando yo si lo quiero mucho. Es esta perra vida que nos fabrica antipatía con la gente equivocada. El no puede terminar de entender que soy un buen tipo —contestó el extraño, metiendo ambas manos en los bolsillos del sobretodo.
Walter empezó a intranquilizarse. No lo conocía, y si bien tampoco conocía del todo al paralítico, por lo menos le tenía más confianza que a éste. Y si el viejo sarnoso y maloliente no lo quería, por algo era.
El tipo empezó a caminar alrededor de Walter, que se quedó quieto para hacerle entender que no le tenía miedo y era capaz de darle la espalda.
—Así que vos sos Walter —le dijo al pasar por atrás de él.
—Con eso te basta para saber de mi mucho más de lo que yo sé de vos…
—Tranquilo, todo a su tiempo.
—Si, para vos es fácil decirlo —contestó Walter aún sin mover un solo músculo, excepto los que necesitaba para hablar y respirar.
—¡Dejalo en paz!, ¡él no tiene nada que ver con nuestro arreglo!…
Cuando Walter oyó el grito, reconoció la voz del paralítico y giró sobre sus pies. Lo vio acercarse lo más rápido que sus manos le permitían arrastrar el esperpento que era su cuerpo. El viejo terminó de acercarse y quedó sentado a la derecha de Walter, con los dedos sangrando y el pecho agitado, respirando ronca y sonoramente.
—Sabés que no tenés por qué venir aquí. Ni para qué. No voy a tolerar que te metás con el chico —dijo el viejo, obviamente dirigiéndose al tipo que seguía parado en donde lo había sorprendido el primer grito. Erguido cuan largo era y con las manos aún en los bolsillos, parecía aún más imponente.
—¿Quién es él? —le preguntó Walter al viejo, pero éste ni lo miró siquiera. Estaba demasiado ocupado en su pleito personal. En uno bien groso.
—Creí que teníamos un trato. Creí que me darías una oportunidad. Y una de las cláusulas del trato era que no deberías intervenir. Sabés que me juego demasiado en esto —gruñó el paralítico, con los ojos todavía más rojos que de costumbre, y con las venas de la frente hinchadas y azules.
—Calma, calma. No tuve la intención de alterar el trato que tenemos. Fue una casualidad que me encontrara al chico aquí. Andaba paseando y bueno, ya sabés… el mundo es un pañuelo —contestó irónicamente el extraño. Una sonrisa cruda y atemorizante se había esculpido en su rostro. Una de esas que te hacen venir un escalofríos y te hielan la sangre.
—¡No seás tan hijo de puta! ¡El chico no tiene que saber nada de vos! Ese era el trato y ahora ya lo rompiste —bramó el paralítico, soltando una espesa baba al hablar. Estaba fuera de sus casillas—. ¡Mirá todo esto! ¡No tiene nada que ver con la esquina que conocíamos! Vos lo cambiaste todo. No es justo… Bah, es una estupidez hablar de justicia si estás vos metido en esto.
—Tranquilo, tranquilo. Solo quería poner un toque de distinción a este chiquero. ¿No te gustan las luces? Está bien, fuera luces… —dijo el tipo, y todo el lugar volvió a ser como Walter lo recordaba, oscuro y lúgubre—. Solo quería ver cómo iba el chico. Recordá que yo también me juego mucho en esto…
—Pero ¿qué carajo pasa aquí? ¿Quién es él? —preguntó Walter, y antes de que los otros dos siguiesen su rabiosa discusión, él ya sabía que no le contestarían. Se sintió como una hormiga caminando por las arenas del circo romano en medio de una batalla entre gladiadores.
—¡Exijo que el chico no recuerde nada de esto! —gritó el viejo. El otro tipo escondió su sonrisa e hizo una mueca de fastidio. Para Walter, ese fue el fin de la cuestión. Todo se oscureció y se sintió caer y caer desde una altura inconmensurable. Temió el aterrizaje, realmente tuvo miedo, pero nunca sucedió…
* * *
Se despertó sereno y se desperezó ruidosamente un largo rato. Cuando hizo el intento de levantarse, se detuvo en seco y quedó sentado en su cama. Le extrañó muchísimo darse cuenta que era la primera vez desde que podía recordar que no soñaba por la noche. No lo comprendió, pero agradeció lo que podía ser el augurio de un día tranquilo.
Era viernes, por lo que debía estar en la facultad dentro de una hora, y ni siquiera necesitaba bañarse ya que no había transpirado al dormir. Tenía tiempo. Se vistió con jeans, una remera a rayas y un sweater azul. Estaba empezando a hacer frío; no un frío polar, pero el suficiente para abrigarse. En el baño se lavó la cara y se mojó un poco el pelo para poder dominar a los salvajes del remolino. Tenía tiempo…
Desayunó con café solo, sorbiéndolo lentamente y disfrutando del calor de la taza en las manos. Se tomó sus buenos cinco minutos en hacerlo y, cuando la primera taza se había acabado, preparó otra y repitió.
Salió por fin a la calle con sus carpetas bajo el brazo. Sintió la primera ráfaga de viento del sur en la cara y aspiró una buena bocanada. Se sentía mal; por algo que no alcanzaba a comprender, pero se sentía indudablemente desganado y apático. Decidió no pensar en nada demasiado profundo, para no arruinar una prometedora mañana con algún posible bajón causado por el abuso de reflexión. Ese era uno de sus principales problemas. Lo sabía él, su psicólogo, y quizás Dios. Pero ninguno de los tres podía hacer nada para remediarlo. Era como estar enfermo de cáncer.
—Cáncer de ánimo, causado por el maldito y sobrevalorado virus de la inteligencia —pensó en voz alta.
Él no tenía la culpa de que su cabeza, si no la atajaba, estallara en una vorágine de observaciones, deducciones, análisis y presunciones que eran, a corto plazo, dañinas para su bienestar gástrico. Ya estaba empezando a evidenciar un futuro gran problema de úlcera, y no le hacía gracia pasarse la vida con un vaso de leche en la mano.
—Odio la leche… —pensó, nuevamente en voz alta, llegando a la parada del colectivo.
Siempre esperaba el mismo colectivo; aunque eran tres las que podían llevarlo a la facultad y que paraban en el mismo sitio. Y por quién sabe qué cosas, siempre era el de él el que llegaba primero. Casi siempre venían llenos, pero no se puede pedir todo.
Pensaba en Paula, mientras repartía apretujones y pisotones a diestra y siniestra en el pasillo del colectivo. Pensaba en lo hermosa que era y en lo estúpido que le parecía estar tras de ella. Justamente él, un energúmeno cualquiera. Pero también se daba cuenta de que hasta ahora no había tenido problemas para conseguir la mujer que se le antojara. Entonces, lo menos que podía hacer era intentar cazar a Paula como a las anteriores. El colectivo llegaba a Plaza España y, en la curva de la rotonda, toda su humanidad se vio lanzada gracias a la famosa inercia hacia una señora sentada en uno de los asientos simples. Ella lo miró con cara de pocos amigos y él le hizo una mueca de pena, que calmó la situación. Parece que la gente se levanta de muy mal humor temprano por la mañana.
—Supongo que más de uno de todos estos soñarán como yo sueño —pensó, refiriéndose a los cuarenta y tantos que viajaban como ganado en el cincuenta y dos—. Sino no entiendo por qué la cara de culo.
Tocó el timbre y, cuando el colectivero abrió la puerta, saltó sin esperar que se detuviese del todo. Esquivó unas ramas de la vereda y aterrizó sobre sus talones, casi de cuclillas. Cruzó la calle también temerariamente y llegó agitado a la puerta del edificio, al que llegaba diariamente desde hace cinco años.
—¡Walter! ¡Walter! —lo llamó una voz femenina que no alcanzó a identificar de inmediato. Al girar, una mujer que jamás había visto en su vida, ni siquiera al pasar, venía corriendo hacia él.
Él la analizó exhaustivamente —era interesante, cautivante y hermosa— durante los escasos segundos que le tomó llegar hasta donde él estaba. Definitivamente no la conocía. En ese momento sintió temor de haberse equivocado y que ella estuviera llamando a algún otro tipo, a algún homónimo. Pero ella venía hacia él, lo miraba a él, le sonrió al ver que él estaba dudando. No, era a Walter a quien esa Afrodita terrenal estaba llamando por el nombre, y ni siquiera se podía imaginar para qué.
—Walter, perdoná que te pare así, pero necesito que me hagas un favor… —dijo ella con una impactante sonrisa. Walter sintió que no podría decirle que no, pero se aguantó.
—¿Nos conocemos de algún lado? Perdoname, soy medio despistado y bueno… —mentira, si la hubiese visto antes ya hubiese soñado con ella un millón de veces.
—No, no nos conocíamos. Es decir, yo te conocía de vista, pero estoy segura que vos a mi no.
—Una lástima para mí…
—Soy amiga de Mariela —dijo ella evidenciando no haber cazado la anterior indirecta. O haberla hecho resbalar diestramente hacia una galantería sin importancia. Lo miró, y no entendió el por qué del cambio radical en la expresión de Walter.
Él se sintió confundido y molesto. No entendía cómo se habían mezclado esa hermosa voz y ese luminoso rostro con un nombre tan disgustante en la misma frase. Y lo evidenciaba en la cara. En cada arruga al fruncir el ceño.
—¿Si…? —contestó esperando que le aclarase para qué lo había buscado. Inmediatamente pensó que Mariela la había mandado para algo, quizás para intentar un acercamiento; sintió pánico de tener que enfrentar una situación así. Por lo que decidió cortar con eso de inmediato—. ¿Y qué se supone que tengo que hacer?
—Lo que pasa es que recién vuelvo a Córdoba, estuve siete meses en España, y vine a buscar a Mariela a la facultad pero no estaba. Entonces me imaginé que vos la ibas a ver y te quería pedir que le avisaras que llegué para que me vaya a visitar. —Por un lado, Walter se tranquilizó pensando que Mariela no había intentado ponerse en contacto con él. Pero se entristeció, pues se dio cuenta de que en cuanto esta hermosa mujer se enterase que él ya no tenía nada que ver con Mariela, se iría y no volvería a saber de ella. Bueno, al fin y al cabo, él estaba ya ocupado con una presa y no conocía león que cazase más de lo que podía comer.
—No creo que tengas suerte. Mariela y yo terminamos hace unos días ya y no la he vuelto a ver, gracias a Dios —dijo Walter perdiéndose en esos ojos azules.
—Uy, perdoname. No sabía nada. Espero no haberte molestado.
—No. No mucho…
—¿Se pelearon? —preguntó con un tono donde Walter creyó descubrir algo de morbosidad.
—Definitivamente…
—No, quiero decir. Están enojados, ¿no?
—Sí.
—Lo lamento, en serio —concluyó ella y se calló.
Se quedaron mirándose mutuamente hasta que Walter hizo el amague de seguir hacia el aula.
—Tengo clases… —explicó.
—Está bien —contestó ella. Se dio vuelta y empezó a caminar—. Nos vemos —agregó con una sonrisa; y se fue de allí, bajando las escaleras.
* * *
Eran las siete de la noche y estaba de mejor humor que a la mañana. Menos mal. Si iba a estar en la cena con Paula con la cara con la que había presenciado la clase de Óptica, seguramente ella habría terminado por irse a su casa con el mozo. No es que ahora estuviese resplandeciente de alegría, pero estaba mejor.
Se terminó de vestir con mucho cuidado. Eligió correctamente cada prenda. Aunque no había mucho de donde elegir porque Walter era bastante reacio de renovar su guardarropa asiduamente. Se peinó y perfumó; cuidados que solo tenía cuando estaba ante una situación realmente especial. Miró la hora en su reloj: faltaba casi una hora para la cita.
Prendió la televisión y se sentó con un vaso con un poquito de cognac. Tenía que tranquilizarse un poco; no quería que Paula descubriera su ansiedad. Y vaya que estaba ansioso por el encuentro. Como no había nada interesante, optó por el canal de dibujos animados. Por lo menos se reiría un rato.
En una carcajada se volcó un poco de cognac en la polera, por lo que debió cambiarla. No se enojó por la tontería que acababa de hacer, lo que evidenciaba que estaba bastante calmo y de buen humor. Fue hasta el placard, se sacó la verde que tenía puesta y se puso otra blanca. Por suerte, el blanco combina con todo y no debería alterar ningún detalle más de su indumentaria. Volvió a mirar la hora.
—Ocho menos cuarto. Mejor me apuro… —dijo.
Se arregló el pelo y se puso la campera. Mejor prevenir que curar, y no sabía si más tarde haría más frío del que estaba haciendo. Salió a la calle y tomó un taxi que pasó enseguida. Llegó en menos de cinco minutos. Todavía sería temprano.
Ninguno de ellos había llegado aún. Paula iría a la casa de Miguel y vendría con él y con la Ceci. Eligió una mesa, avisó al mozo que serían cuatro y se sentó a esperar, mientras empezaba a mordisquear un grisín.
Pasaron más de veinte minutos de entremeses y sorbos del clericó que sirve gratuitamente el restaurante a modo de aperitivo, antes de que Walter se empezara a preocupar. Diez minutos más tarde ya estaba histérico. Se paró, salió a la puerta y miró ansiosamente hacia ambos lados de la avenida. Obviamente no encontró nada que le pudiese dar un indicio del por qué del retraso. Entró de nuevo al restaurante y, dirigiéndose al gerente, pidió el teléfono. Marcó lo más rápido que pudo y escuchó atentamente. Llamaba, pero nadie atendía. No tenía idea qué podría haber pasado. Cortó y marcó la casa de Paula. Nada, parecía no haber nadie.
—¿Algún problema señor? —preguntó cordialmente el gerente, viendo la preocupación de Walter en su rostro.
—Están media hora atrasados… —contestó.
—Habrán tenido un problema con el transporte —propuso, inteligentemente, el gerente.
—Puede ser… Pero ¿media hora? —dijo Walter, queriendo decir que no se puede tardar más de diez minutos en pedir un taxi por teléfono.
Llamó esta vez a su departamento, para ver si no tenía mensajes en su contestador. El teléfono sonó un par de veces y el aparato contestó. Walter tecleó los tres números de su clave personal y el contestador empezó a repetir las llamadas grabadas en su pequeño casete. Con el cero, Walter pasaba a la siguiente. Lamentablemente, él lo había tenido conectado toda la tarde y, ahora, debía oír un montón de llamadas sin importancia. De pronto, reconoció la voz de Miguel. Escuchó atentamente.
—Walter, si estás ahí atendé. Sabés que odio estos aparatos. —Un silencio corto—. Bueno, te aviso que Paula tuvo problemas con su novio y se puso muy mal. Como tardaba, la Vivi habló a su casa y salió corriendo para ahí. Yo salgo para ahí ahora, en cuanto puedas andá. ¡Clic!
Walter cortó inmediatamente y quiso salir corriendo. Se acordó del gerente y preguntó:
—¿Cuánto le debo?
—¿Algún problema serio? —preguntó el gerente.
—No sé. Creo que si…
—No, nada, está bien. Puede irse nomás a atender sus asuntos —dijo amablemente, apiadándose de la cara que tenía Walter.
—Gracias —llegó a contestar antes de salir corriendo hacia la calle. Todos los clientes del restaurante se dieron vuelta para ver qué pasaba, pero solo vieron una ráfaga humana abandonar a velocidades vertiginosas el local.
* * *
Se había montado en el primer taxi que pasó. Es más, se le paró adelante para obligarlo a parar. Si no hubiese sido porque el tipo venía más o menos despacio y atento, ahora Walter tendría otras cosas por qué preocuparse. Los quince minutos que tardaron en llegar hasta la casa de Paula resultaron demasiado largos. Por su cabeza pasaron infinidad de cosas; hipótesis, conjeturas, especulaciones. No tenía idea de lo que pudo haber pasado, pero el tipo ese ya le había arruinado lo que podría haber sido una exquisita noche con Paula; y en ese estado no hubiese dudado de arrancarle la nuez de la garganta con los dientes si lo hubiese cruzado en alguna parte.
—Más rápido… —ordenó Walter. A lo que el taxista respondió con una mirada por el espejo retrovisor y una ligera acelerada.
Pagó con cinco pesos y se bajó. No esperó el vuelto que, en realidad, hubiesen sido unas monedas. Tocó el portero eléctrico y se puso como loco cuando no atendieron. Por fin, la chicharra sonó y él empujó el portón. Corrió hasta la puerta de entrada y golpeó. Viviana abrió la puerta y lo dejó entrar.
—¿Qué pasó? —preguntó al entrar, mirando para todos lados, buscando a Paula.
—Está bien ahora… —contestó Viviana.
—¿Pero qué fue lo que pasó? —insistió Walter.
—Vino el novio, discutieron, él se enojó porque iba a salir con vos, ella lo echó y él le pegó.
—¡¿Qué?! Ah, no. El tipo ese no llega a julio —afirmó elocuentemente Walter, presa de un ataque de rabia que le brotaba los ojos de lágrimas.
—Vení, te está esperando, está en su pieza. Y por favor, solo calmala y mimala un rato. Y calmate vos porque si te ve así se va a poner peor —aconsejó Viviana, haciendo gala de una tranquilidad que por suerte alguien mantenía en esa situación.
—Sí, tenés razón.
La acompañó hasta una habitación, a través de puertas y pasillos. Entró detrás de Viviana y pudo ver a Miguel en el borde de la cama y a su princesa recostada y temblorosa. Algo se rompió dentro de él; algo que no sabía que tenía.
—Hola —le dijo a su amigo. Este se paró y lo abrazó, dejándole el lugar en el borde de la cama, al lado de Paula.
—Hola, preciosa… —le dijo a ella no bien se sentó y le tomó una mano.
Ella ni siquiera habló, se incorporó un poco y se le colgó del cuello en un abrazo nervioso. Inmediatamente empezó a llorar. Walter miró a su amigo y a su hermana y ellos entendieron la mirada, dejándolos solos al segundo siguiente.
—Ya estoy acá… —le susurró al oído para tratar de tranquilizarla. Le acarició el pelo y la espalda. La abrazó fuerte para que ella notara que él podía sostenerla cada vez que ella se sintiera caer. Le besó la cabeza con un beso dulce y largo. No sintió vergüenza de estar allí, de mimarla y protegerla. No sintió miedo de estar tomándose demasiada confianza.
—No me dejés… —murmuró ella, con su frágil voz entrecortada por el llanto.
—Nunca —le dijo él.
Ella levantó la vista tímidamente. Sus hermosos ojos color miel brillaban por las lágrimas y se veían absolutamente divinos. Él le sonrió, ella se calmó un instante. Él le acarició la punta de la nariz y ella inclinó la cabeza hacia atrás; invitación con la que Walter había soñado desde el día que la conoció y que no iba a desperdiciar ahora.
Se besaron durante más o menos media hora antes de que alguien los molestara preguntándoles si todo estaba bien, desde el otro lado de la puerta. Ellos contestaron que sí, que ya salían. Otro beso que duró más de diez minutos les mezcló las enzimas y ellos fueron uno.
* * *
Walter se lamentaba por no haberse podido quedar con ella toda la noche. Pero hubiese sido ir demasiado rápido. Ella se quedaría con Viviana y seguramente estaría con la mejor compañía posible. Eso si, las veinticuatro horas del día siguiente, las pasaría con Paula. No hacía más de diez minutos que la había dejado para irse a su casa y ya la extrañaba. No era para menos.
Estaba realmente fresco esa noche, y él no había querido llamar un taxi. Prefirió caminar y hacer que el viento frío le despeje la mente. Necesitaba pensar.
Estaba todo posiblemente bien, salvo el rabioso deseo de matar al hijo de puta del ex de Paula. Pero eso era natural en Walter por lo que no le preocupaba. En cambio, había otras cosas que sí. No podía dejar de pensar en que si había sido un buen momento para concretar con Paula. La quería, eso era indudable. Pero podía haber esperado más tiempo.
Trató de alejar todos eso pensamientos de su cabeza. Aligeró su paso, para tratar de entrar un poco en calor. Miró las estrellas y la luna.
—Luna llena… —murmuró.
Caminó tarareando una canción de amor, recordando cada sabor que había degustado en la boca de Paula; cada olor que había sentido en su pelo, en su piel. Por fin, su rostro cambió de excitación a resignación.
—Cuánto durará… —pensó en voz demasiado alta. Y se calló el resto del camino de regreso a su departamento.