La superficie de la luna estaba surcada por gruesas grietas rojizas. Walter imaginó que los pequeños lunáticos habían cavado trincheras, defendiéndose de quién sabe qué, y el pequeño satélite había sangrado por la herida; e imaginó también que toda la sangre fue salvajemente aspirada por el implacable vacío y ahora estaría dispersa por toda la galaxia.
Bajo ella, Córdoba se transformaba como lo hacía cada noche para recibir a Walter y al paralítico. Un irreconocible aspecto underground se adueñaba de las canónicas y ortodoxas estructuras semimodernas del centro-oeste de la ciudad. Lo cierto es que Walter no sabía, hasta que se despertaba, que era un sueño. Para él, cada vez que aparecía en esa esquina, era angustiosamente real. Walter caminaba cabizbajo pateando azuladas esquirlas de metal que fueron diseminadas segundos antes por una gran explosión que destruyó los semáforos de la esquina. Un faro amarillo, el único que quedó sano, parpadeaba lentamente; Walter pensó que le hacía recordar a los pescados boqueando en la orilla del río, tratando de respirar aire por sus agallas. Ese pensamiento le agradó. Estaba en un pésimo día y hubiese querido ser él el que pusiera la bomba y volara todos los signos de orden que la puta ciudad se empeñaba en cultivar. Pero había llegado demasiado tarde y ahora solo podía gozar la tétrica postal.
Llegó hasta su archiconocido lugar de encuentro y saludó al paralítico que se estaba reventando enormes granos de pus y grasa, manchándose los harapos.
—Hola, espero que estés mejor que yo —dijo Walter sin mirarlo siquiera. Sus ojos seguían recorriendo el paisaje que le presentaba ese domingo a la noche. Lagrimosos, lloraban mínimamente una ira que pronto estallaría en locura.
—Hola; y sí. Me va mucho mejor que a vos —le respondió el viejo.
—Te advierto que hoy no estoy para acertijos ni sermones. Tengo ganas de matar a alguien… y vos serías una buena víctima. Nadie te echaría de menos.
—Tenés razón. ¡Matame!
—No me tentés, te lo advierto —Walter lo miró por primera vez. Y lo comió con la mirada.
—¿«Te lo advierto»?, pero ¿es que acaso empezaste a escribir para las novelas venezolanas o qué? —se rio el inmundo con una risa enfermiza y rotunda. Retumbó en todos los altos edificios color ocre y plata que se torcían hacia el centro del bulevar. No quiso hacerlo enojar más de lo que estaba, sino que, tal vez por primera vez, tuvo una reacción espontanea.
—Mirá —empezó a gritar Walter—, yo sé que si estoy aquí es porque soy tu huésped y éste es tu terreno… ¡pero definitivamente no te tengo miedo! Así que dejame de joder…
—A decir verdad nunca he tratado de intimidarte ¿o sí? Creo que no. Pero lo mismo, me da mucho gusto de que seas un pendejo valiente. —La ironía empalagaba en la última frase del paralítico.
—Andate a la mierda.
—Como quieras. Pero te serviría más aquí, como todas las noches. ¿No querés contarme qué te pasa?
—Ja, lo único que faltaba… ¿una nueva faceta en tu personalidad? Cura y psicoanalista. ¡Qué bien…! —otra sobredosis de ironía. Walter le devolvió el cumplido al viejo pero no se quedó tranquilo ni mucho menos satisfecho.
—Vamos, no seas estúpido. Yo viví mucho más que vos. Eso es lo único que puede darle a alguien el derecho de dar consejos a otro. No es que me crea alguna clase de filósofo o alguna mierda así. Es que la vida es una mala mujer que se la conquista más a patadas que a besos. Y yo he aprendido a patear.
—Pues ella no te ha tratado demasiado bien… —dijo Walter señalando con la mirada las tullidas piernas que se doblaban bajo el poco peso de ese montón de huesos y piel que era el paralítico.
—Lo sé. Es el precio que se paga, ya te lo he dicho.
En ese momento Walter recordó aquel diálogo y se acordó también de que había quedado inconcluso. Pero realmente no tenía ganas de acertijos esa noche. Estaba cansado y muy, pero muy molesto. No sabía por qué, pero sabía exactamente con quién. El único responsable de su enojo era él mismo, nadie más. Tenía tanta mierda en la cabeza que si no lo decía todo a alguien o por lo menos no se desquitaba volándole los sesos a alguna viejita con una nueve milímetros, le iba a empezar a salir por las orejas; sucia y maloliente. Si alguna vez había visto mierda en ebullición, se imaginaba que entre sus parietales había todo un géiser.
—Vamos ¿no me vas a decir qué le está pasando al nene? —le dijo el paralítico, pero esta vez con toda la intención de hacerlo salirse de sus casillas. A veces, esa era la única manera de hacer hablar a alguien que cree que todo lo puede solucionar él mismo. Walter deseaba con toda su alma tener alguien en quien confiar pero, al mismo tiempo, tenía un increíble hiperorgullo que lo sumía en un autismo casi masoquista.
—Odio tener miedo —dijo Walter y se quedó callado.
—Ajá, por fin algo sincero se dice en esta esquina —agregó el viejo mientras se limpiaba con la manga un jugo verdoso que le salía de la nariz.
—Y odio no darme esa libertad. —Walter cada vez hablaba más bajo. Se dejó caer al lado del paralítico y se apoyó contra el tronco del árbol que los albergaba noche a noche—. No puedo dejar de tener ese terrible miedo.
—¿Miedo a qué? —preguntó el apestoso, verdaderamente interesado.
—No lo sé con seguridad. A muchas cosas, supongo.
—Decime alguna.
—No lo sé, en serio. A veces creo que mi principal miedo es a ser feliz. No quiero ser feliz.
—¿No querés ser feliz? Vaya, eso si que lo oigo por primera vez.
—No es tan difícil de entender. Si se es feliz, uno se vuelve descuidado y débil. Uno se achancha. En la infelicidad encuentro el combustible para seguir peleando.
—Me suena a conformismo… —acotó el viejo mirando a Walter directamente a los ojos.
—¡No! Definitivamente no lo es. Es justamente lo contrario. Para mi, solo la felicidad te hace conformista.
—Tal vez tengás razón. ¿Y que otra cosa te da miedo?… ¿La muerte acaso? —la baba del viejo se escapaba por los agujeros donde alguna vez hubieron dientes y mojaba toda la desprolija y dura barba gris.
—No digas boludeces. Nadie puede temerle a la muerte. Todos los que dicen temerle a la muerte en realidad están aterrados por la vida.
—Si, tenés razón.
—Otra cosa que me da miedo es no tener el poder absoluto. Eso si es terrible. La dependencia, el azar, la impredectibilidad, el no saber qué vendrá y el no saberlo todo para poder dominarlo todo. Eso me aterra, me da escalofríos el solo pensar que no sé lo que los demás están pensando; tramando en esas sucias cabezas suyas…
—Eso es grave, roza la paranoia. Deberías ver a un doctor —dijo esto esperando ver la reacción de Walter; ésta no se hizo rogar.
Los sangrantes ojos se clavaron, fríos y a la vez volcánicos en el rostro del paralítico. Los dientes rechinaban de tanto apretarlos, y las sienes le latían con furia. Estaba listo. Estaba listo para cualquier cosa. Podría haber enfrentado a un ejército de demonios y ángeles aliados contra él. Podría haber derrocado a cualquier dios de la galaxia si tan solo lo hubiese desafiado.
—¡Tengo miedo de mi ambigüedad! —agregó Walter.
Respiraba agitado y por la nariz. Parecían los bufidos del toro picado por las lanzas, listo para lanzarse a la carrera contra el manto rojo. Sentía que su pulso se aceleraba continuamente y no sabía qué tan rápido podía latir su corazón.
—No te entiendo.
—Es que no entiendo cómo puedo ser tan malo y tan bueno a la vez. No sé cómo puedo desear matar a una persona y a los dos minutos derretirme de cariño cuando miro a otra.
—Es normal. Aunque no muy común. Tenés suerte de sentir eso.
—¿Suerte? Tenés un extraño concepto de esa palabra —casi gritó Walter.
—Sí, escuchame… Tenés suerte de estar equilibrado de esa forma. Todos buscan de una forma u otra su equilibrio y todos convergen indefectiblemente hacia él.
—Pareces Obi Wan Kenobi, lo único que falta es «que la fuerza esté contigo…» —acotó Walter, visiblemente fastidiado por la inevitable clase de filosofía que se venía.
—¡Callate y escuchame! La mayoría encuentra el suyo en la ausencia de polos, en pertenecer exclusivamente al cero de la escala. Pero vos,… tu equilibrio es tan equilibrio como el de ellos, pero está formado por dos enormes polos alejados la misma distancia del centro. En uno de ellos, sos infinitamente malo y perverso. En el otro, infinitamente bueno y tierno.
—¿Y eso debería ser así?
—No está escrito cuál es la forma correcta de llegar al equilibrio. Pero espero que concuerdes conmigo que la tuya es mucho más productiva que la de la mayoría. Ellos están enterrados hasta el cuello en esa inactividad interior, cercana al cero absoluto, al cero de energía utilizable. En cambio vos, sos un volcán de pasiones encontradas que es capaz de cambiar el curso del universo si encontrás como manejarlo. O de llevarte a que te pegués un tiro en la cabeza si no.
—Es alentador… —sugirió irónicamente Walter.
—Lo es. En realidad lo es.
La mueca furiosa de Walter cambió a una de plácida resignación. Sus ojos se cerraron y la voz tembló.
—Tengo que odiar con todas mis fuerzas para poder amar como estoy amando…
—Algo así —dijo el paralítico, sonriendo por la acertada conclusión de su amigo.
De pronto, una lágrima cruzó la prohibida barrera de los párpados y se atrevió a correr cara abajo hacia el mentón. Rebasada la presa, todo un torrente de agua salada se precipitó en una burbujeante cascada que se mezclaba, a la altura de la boca, con tibia baba fresca. No pudo soportarlo más y lloró como un bebé. Ni siquiera pudo contener los espasmos que le causaba el llanto.
Sintió la esquelética porción de llagas que el paralítico tenía por mano en su hombro y la sintió cálida. No entendía por qué él, que siempre lo hacía rabiar y maldecir, ahora lo consolaba.
—Vamos, sacalo todo… —dijo el viejo.
—Es que a veces tengo estos arranques y sé que en alguno de ellos puedo llegar a hacer pelota a alguien que quiero.
—Es el riesgo que tenés que correr. ¿No querrás ser un corderito, no?
—No.
—Pues bien, los leones cazan corderos. Es la ley de la vida. Es lo que no pude entender en la puta vida que me tocó vivir, y que me llevó a ser lo que soy ahora.
—No entiendo…
—No importa —dijo el viejo—, ahora hay algo más importante.
—¿Si?, ¿y qué es?
—Ahora tenés una nueva y hermosa presa que cazar… ¿No es verdad?
—Sí —y Walter, con dificultad, esbozó una sonrisa en su cara marcada por grandes arrugas que una edad que le cayó de pronto le estileteó en la cara; cien años en unos pocos segundos.
—Asegurate de comértela viva…
* * *
Cuando se despertó, se sentía cansado y tenso. Hubiese necesitado un mes de masajes y caricias de una geisha para recomponerse. Pero no había tiempo. Era lunes a la mañana y había que ir a la facultad. Faltaban doce segundos para que el despertador sonara. Siete en punto. Esperó y los contó mentalmente. Faltando uno, estiró la mano y de un golpe de puño hundió la perilla; creyó escuchar el primer tono de la alarma, pero se perdió en el silencio del departamento.
Se levantó y fue al baño. Al abrir la puerta se encontró con su cara reflejada en el espejo del botiquín. ¡Por todos los demonios, qué nochecita había tenido! Estaba hinchado, mojado y de un color carne cruda que le descomponía el estómago. Se desnudó y se metió en la ducha. Ni siquiera prendió el calefón. El agua helada desinflamaría su rostro. Y lo despertaría lo suficiente como para no volver a meterse en la cama, como lo había hecho otros lunes por la mañana. Se enjabonó unas trescientas veces cada centímetro del cuerpo y se lavó la cabeza más de seis. Quería sacar de su exterior todo lo que le era imposible sacar de adentro.
Acababa de empezar la semana, y sería una muy larga…
* * *
Walter marcó los siete números muy seguidos, aprovechando la central de tonos, para no arrepentirse. Quería con toda su alma llamarla, pero no sabía si se había arreglado con su novio. Hubiese quedado como un estúpido invitándola a salir y recibiendo como respuesta «si, regio, mi novio, yo, vos ¿y quién más?». No importó cuánto esfuerzo hizo, no pudo; al primer llamado cortó. Todavía no estaba listo.
La pregunta le rondaba la cabeza estos últimos días. ¿Cómo demonios podía hacer para averiguar algo de ella? Pues bien, si la pregunta le rondaba, la respuesta se le escapaba como el último pedazo de jabón en la bañera. Hiciese lo que hiciera no podría enterarse de nada sin arriesgarse. Podría ir a hacer guardia al frente de su casa esperando alguna visita que le dé algún indicio sobre ella; pero eran muchos algunes. Podría haber intervenido su teléfono, si hubiese sabido cómo hacerlo y si eso no le hubiera sonado tan extremista. Realmente no sabía qué hacer.
Todavía con el inalámbrico en la mano lo sorprendió el ring de la campanilla sintetizada. No lo dejo terminar y atendió.
—Hola ¿quién es?
—Hola Walter, soy yo, Miguel… —contestó la voz desde el otro lado.
—Miguel, qué gusto escucharte. Estaba pensando en ustedes.
—¿Nosotros? ¿Quiénes? —preguntó Miguel, sinceramente desconcertado.
—Vos, la Negra, la Viviana… ya sabés.
—Ah, si, nosotros. ¿Y qué tal andan tus cosas?
—Bien, todo bien. Es decir, sin líos graves. ¿Y vos?
—También. Casi aburrido con eso te digo todo.
—Me imagino… Che, ¿y se puede saber a qué se debe el honor de tu llamado? —preguntó Walter.
—Nada del otro mundo. ¿Qué te parece una cena?
—¿En tu casa?
—Estábamos pensando en comer afuera…
—¿Ábamos, plural…? —Walter se emocionó.
—Sí, Cecilia y yo. Podrías ir con la Paula.
Walter sintió un movimiento extraño en el estómago. No podía ser tan simple. Hace unos segundos estaba rogando por respuestas y ahora todas ellas venían volando traídas por un cable. A alguien debía agradarle allá arriba; o abajo. Pero la cuestión es que era lo que estaba esperando y no lo iba a dejar escapar.
—Sí, puede ser. Pero no la veo desde esa noche, no sé nada de ella. ¿No se arregló con el novio o algo por el estilo?
—No, bueno, a decir verdad, no todavía. El tipo la buscó pero ella no quiso. Pero, según la Viviana, va a terminar cediendo. A menos que…
—A menos que… ¿qué? —preguntó Walter falseando una fría tranquilidad.
—Bueno, a menos que hagás algo al respecto.
No se preguntó por qué Miguel lo había hablado a él para «hacer algo al respecto». Solo se preguntó qué podía hacer. Pues bien, el primer paso sería llevarla a esa cena. Pero ¿cómo se lo pediría?, ¿cómo la invitaría? Se apresuró a contestarle a su amigo antes de que notase su incertidumbre.
—Sí, bueno, voy a tratar de que vaya. Espero que no tenga nada que hacer… ¿Y cuándo sería?
—Cuando ella pueda. Así no va a tener excusa —dijo Miguel, queriendo decir que iba a ser Walter el que no tendría excusas para no convencerla.
—Sí, está bien. Yo lo arreglo todo y después te llamo.
—Perfecto. Nos vemos entonces. Chau. —Y colgó.
Walter quedó peor que antes. ¿Por qué no se había negado? ¿Por qué no había inventado algo para ponerse a resguardo de una posible negativa de Paula? Ahora era como tirarse sin paracaídas. Pero bueno, quizás eso era lo que Walter necesitaba para hacerlo. Quizás, para animarse a saltar, debía hacerlo sin paracaídas.
Soltó el teléfono y fue a la cocina a tomar un poco de gaseosa. Eructó sin ruido. Tenía hambre y no había bajado nada del freezer; por lo que no había nada para comer que no estuviese duro como un iceberg. Se decidió a salir a comprar un poco de criollitos para comerlos con unos buenos mates. La caminata le ayudaría a pensar en todo; le oxigenaría el cerebro. Se puso la remera y agarró las llaves. Revisó que su billetera estuviese en su bolsillo trasero derecho del pantalón, donde siempre estaba, y salió sin apagar ni una luz. No tardaría mucho, así que para qué.
Córdoba estaba fresca y extrañamente solitaria. Estaba ideal. Corría un poco de viento sur que le levantaba el ánimo. Aguzó el oído y oyó agua en la Cañada. Caminó despacio hasta la panadería, que estaba a menos de dos cuadras. Gozó del paseo. Pero no pudo dejar de pensar en Paula y en que tenía, debía, invitarla a salir. Eso lo apesadumbraba. Walter no sabía qué clase de terreno estaba pisando con ella y, aunque había tenido un prometedor primer paso, solo había sido uno.
—Cuarto de criollitos —le dijo a la empleada de la panadería.
—Cincuenta centavos, en caja te cobran —contestó ella, con una sonrisa en los labios.
Walter se preguntó si se la había regalado o iba incluida en el precio de los criollitos. De todas forma, de ser lo último, había sido una sonrisa muy barata y estaba agradecido por ella.
Pagó y salió de allí. Cuando miró a la calle para cruzar, en plena Cañada y bulevar San Juan dos taxis se estaban haciendo añicos en un choque. Ambos habían creído que por la otra calle no había nadie más apurado que ellos y ahora los iban a tener que juntar con una palita. No había vueltas, la vida se encargaba de desechar lo sobrante.
Cuando el tumulto típico y morboso se estaba comenzando a formar y el primer patrullero había hecho su heroica aparición en la escena, Walter no resistió el instinto de llegarse hasta el lugar a ver un poco de sangre en vivo y en directo. La idea de ver la muerte tan de cerca le movió las piernas hacia el círculo de hierros retorcidos y humo.
Sintió un escozor en la espalda. Eso le decía que su adrenalina estaba empezando a efervescer. Le gustaba sentir esa sensación dentro de sí. Se hizo lugar entre las personas y llegó hasta la primera fila de aquel truculento anfiteatro. La manga azul del policía se clavó en su pecho, indicándole que no podía acercarse más. No importaba, estaba en una posición privilegiada. Desde allí podía ver el interior del taxi más viejo y sus dos ocupantes. El taxista estaba con el pecho destrozado por el eje del volante y mucha sangre le salía por los oídos. El pasajero, de unos cincuenta y pico, estaba tendido en el suelo de la parte de atrás, y sufría de violentas convulsiones.
Se corrió hacia un costado y pudo ver el otro. El taxista estaba tendido en el suelo y absolutamente muerto. Uno de los policías lo estaba tapando con unos trapos. La pasajera, de unos veinte años, estaba atrapada en la chatarra y se quejaba lastimosamente de un agudo dolor en sus piernas. ¡Si se hubiera visto la cara no se acordaría de sus pies! Estaba semi destrozada por el golpe contra el apoyacabezas delantero.
—Bueno —pensó Walter—, parece que los cinturones de seguridad se inventaron para tener a quién echarle la culpa.
En medio de sus ideas no se dio cuenta de que la gente que formaba el cordón había saltado hacia atrás. Con un gran grito colectivo se dispersaron como las ratas cuando el gato aparece. Una llamita, cerca de una gran mancha de nafta, bajo el taxi viejo, amenazaba con volarlo todo, curiosos incluidos. La policía corrió hasta los patrulleros para buscar matafuegos. Los bomberos aún no habían llegado. Cuando el primero de los azules llegó con su chorrito de espuma, Walter todavía no se había dado cuenta del peligro.
—¡Correte boludo, ¿no ves que puede explotar todo?! —le gritó el cana con una voz que parecía ensayada cientos de veces frente al espejo. Walter lo miró y miró la llamita que titilaba bajo los hierros despintados; no sintió miedo. Dicen que los héroes no son los que no sienten miedo sino los que lo superan; pues Walter nunca hubiese podido ser un héroe pues era tan inconsciente del peligro como lo era de las responsabilidades.
—¡¿Te vas a ir de acá o voy a tener que sacarte a vos primero antes de sacar a la mujer herida?! —le gritó el policía mientras trataba, infructuosamente, de liquidar a la pequeña llamita con su prepotente chorro de químicos.
—Me voy, me voy… —dijo quedamente Walter y empezó a retroceder con pequeños pasos, sin perder un solo detalle de la escena.
Cuando llegó a donde estaban los curiosos más osados, una decena de metros detrás de donde él había quedado parado, se detuvo y miró hacia todos lados. Podía oír la sirena de los bomberos pero no tenía idea de dónde venía. Volvió a mirar hacia el choque y vio que otros dos policías se le habían unido al primero en la encarnizada lucha con un diminuto fuego que se les cagaba de risa en sus narices. La pasajera seguía gritando y ahora, totalmente aterrorizada ante la idea de convertirse en hamburguesa viviente, trataba de liberar sus piernas al punto de cuasi-auto-amputación.
Walter se cansó de ver todo eso y rodeó el círculo de morbosos para seguir el camino de vuelta a su departamento. Todo había parecido tan irreal. Tan absurdo. En la televisión podía ver todos los días escenas mucho mejor logradas que esa. Y pensó que la realidad es una mierda en comparación con lo que los hombres pueden hacer con ella.
—¿Y cómo se supone que crea que existe un Dios si no es capaz de hacer una escena de un mugroso y estúpido choque mejor que en Hollywood?
Y llegó a su departamento justo cuando llegaban los bomberos para apagar, con un baldazo de arena, a la escurridiza llamita de abajo del taxi.
Cuando entró a su departamento dejó los criollos sobre la mesa, junto con las llaves. Se sacó la remera y fue a la cocina a poner a calentar un poco de agua. El mate había quedado lleno de la última vez que lo usó y ya estaba cubierto de moho o qué diablos habrá sido esa cosa verde. Lo vació y lo limpió con agua y detergente. Lo volvió a llenar y con un chorrito de agua tibia mojó la yerba. Puso su pulgar tapando la boquilla de la bombilla y la enterró hasta el fondo del mate. Chupó y escupió en la pileta una mezcla de yerba, agua y saliva; verde y espesa. Estaba listo. Llevó el mate, el azúcar, un repasador y una cucharita a la mesa y esperó a que el agua estuviese a punto de romper su primer hervor.
Cuando estuvo todo preparado se sentó, pegó un mordiscón a uno de los criollos, dio un sorbo a la bombilla y se recostó sobre su sillón como si estuviese gozando de caviar y Dom Perignon. Ni siquiera se acordaba que acababa de ver morir a tres personas y quizás una cuarta no sobreviviría la cirugía estatal. Poco importaba además. Había superpoblación; o por lo menos iba a haberla. Así que unos cuantos menos no le harían mal a nadie. Él tenía otros problemas que arreglar…
* * *
Esperó su turno en la fila y subió al colectivo. Creía que ya estaba demasiado viejo para seguir viajando así, pero no tenía ganas de empezar a trabajar en serio todavía como para tener auto. Aparte, los cotidianos viajes en los cincuenta centro-facultad, facultad-centro le daban mucho material para sus meditaciones pre-sueño; o mejor dicho pre-pesadillas. Cada simple empujón o puteada de la que era testigo en el pasillo de los llevagente, le mostraba todo un espectro de acciones y reacciones de los llamados humanos dignas de ser estudiadas. Pero se estaba cansando de eso…
Por suerte no había mucha gente y varios asientos estaban vacíos. Por una cuestión de cobardía, como casi toda la gente, eligió el único que estaba libre de la fila de los simples; es decir, de los que no son de a dos. Él se había preguntado muchas veces por qué la gente prefería viajar parada a sentarse en uno doble. Quizás el ser acompañado dos paradas más adelante por una vieja gorda cuyas ancas ocupan un asiento y tres cuartos sea suficiente castigo como para optar por hacer bondi-surf. Pues bien, él era uno más, qué carajo…
Veinte minutos más tarde, tocaba el timbre en la cuarta parada después del puente. Se bajó antes de que el colectivo parase del todo y dio tres saltitos para no caerse. Miró para ambos lados para ubicarse. Si bien sabía la dirección exacta de Paula, nunca había ido antes, por lo que estaba poco menos que perdido. Preguntó a un tipo que había bajado con él y le indicó dos cuadras a la derecha y una a la izquierda. Él siguió las indicaciones y se encontró frente al mil trescientos ochenta y dos. Tocó el timbre y esperó escuchar una voz por el portero eléctrico.
—¿Quién es? —gritó la voz. Era una mujer, pero por la asquerosa distorsión de esos aparatitos, no pudo saber si era Paula o no.
—¿Está Paula? —preguntó Walter con una voz clara y profunda, luego de carraspear un par de veces.
—¿Quién es? —volvió a preguntar la voz desde adentro no dando el brazo a torcer. Walter entendió que era la madre o la mucama y tenía orden de negar a alguien en caso de no ser una visita esperada.
—Soy Walter, estoy buscando a Paula… —dijo, tratando de no parecer nervioso, ya que temía ser él una visita inesperada.
—Esperá un momento… —contestaron.
Un minuto después, sonó la chicharra y Walter, asustado por haberlo agarrado desprevenido, empujó instintivamente el portón de metal. Empezó a caminar por el sendero de lajas y cuando iba llegando a la pesada puerta de madera, ésta se abrió. Parada en el umbral apareció Paula, hermosa, vestida de entrecasa y con su largo pelo anudado sobre la cabeza con un pañuelo azul. Walter disminuyó la velocidad para tener más tiempo para poder apreciarla así, toda, plena, un dibujo de Manara animado por el duende de la belleza.
—Hola, me alegra que vinieras. Creí que te habías olvidado de mí —le dijo casi sin emoción. Walter no sabía si su apatía la había causado él con su llegada o ya la tenía de antes. Uno siempre siente esas cosas. Por lo menos cuando no es un desubicado que no sabe lo que pasa a su alrededor; y si algo no soportaba Walter era la falta de tacto.
—Hola, a mí también me alegra verte. Y no, no me había olvidado de vos. No quiero meterme en donde no me llaman pero ¿te pasa algo? Te noto triste…
—No, está bien. Gracias por preocuparte, pero no es nada. Vení pasá… —y lo acompañó hasta el living. Walter sintió un poco de alivio.
Se sentó en el sofá, cuidando de dejarle el espacio suficiente a Paula. Era algo que había aprendido en sus años de cacería. Y ahora Paula debía optar, conscientemente o no, por sentarse en uno de los sillones individuales o al lado de Walter, en el sofá. Ella acomodó unas cuantas revistas que estaban sobre la mesita ratona y eligió el sofá. Realmente muy cerca de Walter.
—Y decime, ¿qué contás? —preguntó Paula mirándolo a los ojos.
—Nada, bah, nada interesante. Tenía ganas de verte y me vine. Espero que no te enojés por no haberte hablado por teléfono antes.
—No, en serio. Me alegra mucho que vinieras.
—Que bien… —una pausa, Walter la miró profundamente a los ojos, mucho más allá de los iris—. Te traje algo, un regalo…
—¿En serio? ¿Qué es? —preguntó Paula, sonriendo por primera vez. Y a Walter le pareció que era la primera vez en varios días.
Walter, con mucho cuidado, metió la mano en el bolsillo de su campera. Hurgó unos segundos y luego, con más cuidado que antes, sacó la mano y la extendió hacia Paula.
—Mirá, te la traje para que te haga compañía. ¿Te gustan las mascotas? —preguntó Walter mirando a Paula. Ella miraba el hueco formado por la mano de Walter.
Tímidamente, sacó la cabeza y miró a los lados. Como si algo la asustase, la volvió a meter. Después de algunos segundos, la sacó nuevamente y se quedó mirando a Paula.
—Es… es hermosa. Nunca había tenido una antes. ¡Por supuesto que me gusta! —exclamó Paula, no pudiendo disimular su alegría—. ¿Cómo se te ocurrió?
—No sé, la vi en la vidriera al venir para aquí y me dije ¿por qué no?
Dentro de su mano seguía casi inmóvil la pequeña tortuguita verde que Walter había traído para Paula. Su cabecita y su largo cuello arrugado se levantaron para explorar el mundo más allá del índice de Walter. Parecía estar estudiando su futuro hábitat. Y parecía gustarle.
Paula no pudo evitar estirar su mano y tomar la tortuguita suave pero firmemente, temiendo que se cayera. La miró dulcemente y la acercó a unos centímetros de su cara. Finalmente, le dio un beso en el rugoso caparazón.
—Veo que se llevan bien… —dijo Walter.
—Estupendamente —afirmó Paula sin dejar de mirar a su pequeña nueva amiga.
—Me alegra mucho. En serio. Ahora vas a tener con quien charlar si no te animás a llamarme por teléfono.
—¡Ah, qué bien, lo único que me faltaba! —dijo Paula irónicamente mientras hacía una mueca cómica con la cabeza.
—No, es una broma…
—Espero que si. Pero tenés razón, ahora voy a tener con quien hablar de mis cosas.
—Bueno, está bien, lo admito. Me estoy poniendo un poquito celoso de una tortuga. Pero la vida es así, qué se le va a hacer —rio Walter y le contagió la carcajada a Paula.
Charlaron sobre temas intrascendentes y lo mejor de todo es que no se dieron cuenta de ello. Eran espontáneos, ambos. Walter disfrutaba ver a Paula contenta y riendo, pero también es verdad que extrañaba un poco esa sensación de fragilidad y desprotección que daba ella cuando estaba triste. A él le atraía mucho más así, pero se sentía egoísta de solo pensarlo. Era una cosa extraña, pero era así. Él siempre estaba dispuesto a proteger y a cargar con los problemas de las mujeres que le gustaban. Y se sentía, quizás, inútil cuando no le daban oportunidad de cuidar de ellas.
Ella le invitó un café y Walter descubrió que Paula lo preparaba exactamente como a él le gustaban. Walter era supersticioso y eso siempre le había parecido un estupendo presagio. La charla se prolongó un rato más y por fin Walter encontró la oportunidad.
—¿Sabés algo de Miguel y la Ceci? —le preguntó Paula con su tortuguita todavía en la mano.
—A decir verdad, si. Ayer hablé con Miguel y me contó que todo andaba bien.
—Que suerte…
—Si, y me quedé pensando que deberíamos hacer algo juntos. No sé, ir a cenar por ejemplo. ¿Qué te parece?
—Me parece bien. ¿Nosotros cuatro, o alguien más?
—Nosotros cuatro… —aclaró tímidamente.
—Perfecto. —Paula dijo esta palabra con una expresión que a Walter le pareció reconocer como de entusiasmo. Pero quizás solo era una impresión.
—¿Te parece bien este viernes? Así les aviso con tiempo, digo.
—Regio. Cuando tengás todo listo hablame por teléfono.
—Te lo prometo.
Unos minutos más tarde, Walter se despidió aduciendo tener que levantarse temprano al otro día. Paula lo acompañó, tras tratar infructuosamente de persuadirlo de que se quedase a cenar, hasta el portón de entrada. Se despidieron con un beso en la mejilla, y Walter se dio vuelta para ir a la parada del colectivo.
—¡Walter, esperá! —lo atajó Paula—. ¿No sabés si es él o ella? —le preguntó indicándole la tortuguita que sostenía en su regazo con ambas manos, aunque con una bastaba y sobraba.
—Me dijeron que es un él… —gritó Walter, ya a unos quince metros de Paula.
—¿Te parece que lo llame Bernardo? —preguntó ella con una voz casi dulce.
—¿Alguna alusión personal? —bromeó Walter. Y ambos rieron…