Le extrañó no estar transpirando ya que solo eso diferenciaba el conocido paisaje de las veces anteriores que Walter había estado ahí parado. Esta vez ni se acordaba haber cruzado el bulevar San Juan. Ya estaba bajo el árbol que compartía con el viejo paralítico, pero éste aún no había aparecido. Miró a su alrededor pero no había nada extraño; es decir, nada que no hubiese estado ahí antes. Pues, para cualquier otro que no hubiese caminado por ese lugar anteriormente, todo sería poco menos que insoportable. Cualquiera que cayera por primera vez en esa esquina recibiría un shock sensorial capaz de derretir su cerebro haciéndolo gotear por los oídos. Pero Walter ya estaba acostumbrado, su cerebro ya había goteado hasta chapotear en él.
No se sentía cansado, pero tampoco del todo bien, por lo que se sentó bajo el árbol. Cruzó las piernas y descansó su espalda en el áspero tronco, dejando que sus hombros se relajaran del todo.
Dirigió la vista hacia la esquina del bulevar con Ayacucho, pero no encontró al viejo. Luego miró hacia la esquina del bulevar con Belgrano, pero tampoco estaba por allí. Giró el torso y siguió la Cañada hasta Montevideo; nada. Por fin, se quedó viendo sin mirar justo al frente, esperándolo. Sabía que si él estaba allí era porque el paralítico lo había traído, por lo que no debería tardar.
En el terreno de los sueños y las alucinaciones, el tiempo es discontinuo e irregular, así que no podría estimar cuanto esperó. No pareció mucho, pero pudo haber sido un siglo. Desde la cuadra siguiente hacia el oeste, el viejo paralítico venía arrastrándose lenta y dolorosamente. Avanzaba casi nada, pero lo hacía. A su lado, venía una mujer, pero aún estaba lejos para verle la cara. Walter se extrañó. Todas las veces anteriores solo habían sido el viejo y él. Quizás hasta estaba sintiendo un poco de celos.
Les tomó quien-sabe-cuánto tiempo llegar hasta el árbol donde Walter los esperaba. Aún no podía ver la cara de la mujer que lo acompañaba. Ahora sabía más, era joven y muy bella; y, en contraste con el viejo, absolutamente saludable.
—Hola, temía no encontrarte aquí —le dijo el viejo no bien estuvo a un par de pasos de Walter.
—¿Por qué no habría de estar? —preguntó sin dejar de mirar el rostro de la chica, que se difuminaba en la escasa luz de la esquina.
—¿Sabés? Le gustaron mucho las rosas…
—¿Qué rosas? —preguntó Walter al sentir que un sinfín de información se le agolpaba en las puertas del cerebro sin poderla asimilar. Y solo había sido una frase.
—Sabés bien de qué estoy hablando —dijo el paralítico acurrucando su asquerosa humanidad contra el árbol. Más bien su asqueroso cuerpo, pues poco tenía de humano. Ahora estaba a la izquierda de Walter, mientras la chica se había quedado parada frente a ellos. Muda, quieta, casi inexistente.
—¡No! ¡No tengo idea de lo que estás hablando!
—Bueno, te presento… Walter, ella es Paula. Paula, él es mi muy buen amigo y colega Walter. La única persona en quien confío en este puto mundo.
No bien terminó de oír esas palabras, Walter pegó un salto y se puso de pie. Tomó a la chica de los hombros y miró su rostro a unos escasos diez centímetros; seguía difuso e indescifrable. Miró al paralítico esperando una explicación. Luego, habiendo fracasado, volvió a mirar a la mujer que tenía sujeta. Con la mano derecha recorrió violentamente su rostro, tratando de limpiarlo de esa neblina que lo cubría. Tenía sus dedos sobre la piel tersa y los podía ver nítidamente; pero no lograba focalizar el rostro que estaba milímetros detrás. Era frustrante. Por fin, presa de una desesperación que lo agotaba, la soltó e hizo un par de pasos hacia atrás.
—¿Quién es ella? No puedo verla —gimió Walter con una voz temblorosa.
—Vos sabés quién es. Solo que es inaceptable para vos. Cuando te convenzas de que ella puede estar aquí y ser parte de «nuestro» mundo, podrás verla; y será ella —contestó el paralítico con una mueca que podría haber pasado por una sonrisa si no fuera que cualquier cosa en la cara del viejo era desagradable.
Aunque Walter entendió las palabras, el significado preciso de la frase estaba fuera de su alcance.
—Paula, ¿podés oír? —dijo Walter dirigiéndose a ella.
—Por supuesto que puede… ¿o es que acaso es sorda? —contestó el viejo desde su reducto. Walter lo miró con una de esas miradas que hielan la sangre. Le ordenó callarse con los ojos y luego repitió la pregunta.
—Paula, ¿podés oír o no?
—Sí, sí puedo. Y también puedo hablar. Y caminar, comer, dormir, coger y todo lo demás —contestó esta vez la mujer del bello cuerpo y el diluido rostro.
Walter reconoció la voz, pero se oía un tanto extraña. No pudo discernir qué era lo que le molestaba, pero ciertamente había algo. Era lo que dijo, cómo lo dijo, las palabras empleadas; usó «coger», y Walter, lo poco que había conversado, nunca había escuchado de su boca nada que no fuese correcto. Y «coger» no parecía pertenecer a su vocabulario. Pero uno esconde tantas cosas cuando quiere impresionar a otra persona. Él mismo se había comportado mucho más cortés de lo que realmente era. Él mismo había cuidado estando con ella cada palabra que decía. Pero había algo que lo molestaba…
Le dio la espalda a ella y le preguntó al paralítico que estaba retorciéndose en el suelo, tratando de acomodarse mejor bajo el árbol.
—¿Hace cuánto viene ella también por aquí?
—Desde que la conociste. Desde la primera vez que la viste. Tal vez ya había andado por aquí, pero no había caído en cuenta de ella.
—¿Y por qué vinieron juntos? ¿Dónde se encontraron?
—Por ahí…, vamos, ¿no estarás poniéndote un poquito celoso, no?
—¿Qué? No seas ridículo. Lo que pasa es que no entiendo qué tiene ella que hacer aquí.
—Ella vino a mostrarte algo —dijo el paralítico haciendo una seña en dirección a la mujer que estaba detrás de Walter.
Él se dio vuelta y soltó un grito. Dio un salto hacía atrás y pegó con la cabeza en el tronco del árbol. Vio a la hermosa chica convertirse en un pequeño venado moribundo, tirado de lado en el suelo de la esquina de Cañada y bulevar San Juan. Sus patas estaban casi tiesas y su vientre apenas se movía a causa de una efímera respiración. Los hermosos ojos antes difusos ahora se veían nítidamente; suplicantes, llenos de terror.
Pero algo fue aún peor. Se vio a si mismo convirtiéndose en un enorme buitre de afiladas garras y pico encorvado. Todo el cuerpo se le cubrió con negras y malolientes plumas. Se vio a si mismo caminar a los saltitos hacia su presa y hundir su pico en el medio del vientre. Pensó escuchar algún gemido, algún alarido de dolor, pero no. Ella aceptó su ataque completamente en silencio. Se vio a si mismo tragar los bocados que manchaban de sangre a un metro a la redonda cuando él los tironeaba para desgarrarlos. Se vio destrozar a su presa y dejarla allí tirada.
Pero lo que vino después lo aterrorizó aún más. Desde las entrañas mismas del destrozado venado, los trozos rojos de carne se convertían en una piel gris y pegajosa. Todo el cadáver iba mutando en una enorme criatura de brillante piel y grandes ojos negros. Por fin, enormes tentáculos con ventosas crecieron del centro y se alargaron hasta tomar al buitre entre ellos. Se vio a si mismo siendo atrapado y encarcelado por esos gruesos cables de carne. Trató de gritar, pero no pudo. Uno de los tentáculos se había enredado alrededor del pico y lo tenía fuertemente apretado. Luego se dio cuenta de que ese mismo tentáculo estaba tapando los pequeños orificios que le servían para respirar, por lo que se empezó a ahogar. Sintió un fuerte dolor en el pecho y se dio cuenta de que el pulpo había mordido con una enorme boca su carne y pronto lo devoraría. Sintió un terror nunca antes imaginado y trató de morirse para no seguir sintiéndolo; no pudo. Miró al paralítico y vio que se reía a las carcajadas, aunque no podía escucharlas.
Suplicó desmayarse, pero el pulpo no hería ninguno de los órganos vitales. Sabía dónde lastimar para mantenerlo consciente; consciente del horror que le provocaba a Walter sentirse desgarrado y mutilado por una extraña criatura. Con sus últimas fuerzas trató de gritar, y un ahogado gemido inundó la morbosa noche de Córdoba.
* * *
Esta vez le costó más que las anteriores reponerse de su pesadilla. Un tibio baño no bastó, así como no bastó una hora de control mental. Se quedó en el sofá del comedor acostado de lado y con la cabeza en el hueco que formaba con los brazos. Sollozaba, cobardemente tal vez. Suplicaba en voz baja que esas alucinaciones cesaran de una buena vez. Aunque sabía que no dependía de nadie allá arriba ni de nadie aquí abajo. Las cosas pasaban y si le pasaban a él era por algo. Por algo que él hacía o dejaba de hacer. Se había acostumbrado, a duras penas, a ese pensamiento antropocentrista. Lo practicaba diariamente. Las religiones lo habían fastidiado. Decía que si nosotros teníamos la culpa de las cosas malas que nos pasan, no teníamos por qué agradecer a nadie por lo que nosotros logramos. Bueno, a mucha gente se le había dado por pensar de esa manera últimamente, pero Walter era de los pocos que realmente lo ponían en práctica.
Se levantó aún temblando y prendió la televisión. Necesitaba huir. Castigó el control remoto por unos momentos y, ante la ausencia con aviso de programas interesantes —ningún canal hacía ya ni siquiera el esfuerzo por ocultar esa realidad—, dejó por fin el canal de videos musicales. Sería como escuchar la radio.
Se vistió ligero aunque no hacía demasiado calor; remera y jean con zapatillas de tela. Volvió a sentarse frente al televisor con una taza de café en la mano. Bebía a sorbos como si fuera cognac del mejor. Ambas pócimas le gustaban muchísimo, y juntas lo enloquecían; pero aún era temprano para empezar a hacer trabajar a su pobre hígado, maltratado cruelmente con cerveza y chimichurri.
Por un tiempo consiguió no pensar en su sueño, pero cuando el recuerdo lo asaltó, no pudo evitar los espasmos de terror. Se sentía un personaje de un cuento de Kafka escrito después de una sobredosis de LSD. Fue al baño y se mojó la cara por enésima vez esa mañana.
Fue recién entonces cuando se acordó de Mariela. Ella había estado la noche anterior, habían cenado lasagnas y habían terminado copulando salvajemente en el suelo.
—¿Cómo demonios dejé que pasara eso? —se preguntaba culpándose por dejarse arrastrar por la hermosa yunta de bueyes que Mariela tenía entre las piernas.
También se acordó de cómo la había tratado, de cómo la había herido. Se acordó de todo al detalle. Y también recordó que ni siquiera le había dejado dormir en su cama.
—¿Habrá dormido en el sofá? —se preguntó en voz alta. Pero la televisión solo contestó con los acordes de «No Woman, no cry».
Había sido un gusano con ella, pero tal vez era lo que ella necesitaba para dejarlo de una buena vez. Dejarlo en paz, obviamente.
Por eso lo sorprendió sobremanera encontrar una carta de Mariela en su agenda. Más bien fue una nota. Decía textualmente: «Amor, creo que nunca me sentí más mujer en mi vida que anoche. Te deseo como nunca. Te veo esta noche… Mariela».
Walter no podía creerlo. ¿Cuán masoquista podía ser esa mujer? Simplemente no podía entenderlo. Se preguntó entonces cómo haría para alejarse de ella, pero por más que pasaron tres temas en MTV, él no encontró una respuesta aceptable. Se sintió repentinamente agobiado y decidió faltar una vez más a la facultad. Recostado en su cama, esperando ser asaltado por un esquivo ataque de responsabilidad para ponerse a hacer alguna de las miles de cosas que debía hacer, recordaba cómo habían sido los años pasados desde que empezó a vivir solo e ir a la universidad. Le causaba gracia y a la vez una enorme pena darse cuenta de que había perdido en el trayecto las ganas y muchas de sus ambiciones. A las demás las había cambiado por algunas tal vez más posibles y otras mucho menos, rayano lo utópico. Pero bueno, quizás a eso se le llame crecer. Lo que no podía negar era que había aprendido mucho y se le habían abierto nuevas expectativas. No podía dejar de pensar en lo que quería hacer de su vida cuando cumplió los dieciocho. Todos aquellos ideales y promesas hechas a sí mismo. No era que aún creyera que servían para algo, no; si algo había aprendido en la dura tarea de hacerse un hombre era que los escrúpulos solo servían para mantenerlo pobre. Pero era una romántica sensación de melancolía juvenil.
Con un rápido movimiento de la mano, mató una mosca que con su revuelo por sobre su cabeza lo distraía de tamañas remembranzas y cavilaciones. La tiró en el suelo y la vio allí inmóvil y con las seis patas hacia arriba. Repentinamente pensó en el poder que había ejercido hace unos instantes y deseó tener el mismo poder con todas las criaturas del universo. Pero sabía que no lo tenía y eso le causaba un terrible sentimiento dentro suyo. Le decía que no podía ser omnipotente. Recordó a sus ex-novias anteriores a Mariela. Por su mente desfilaron cronológica y detalladamente sus tres anteriores fracasos. Recordó cada conversación, cada caricia, cada momento de sexo con ellas. Recordó, como en un cuento, lo que pensaba en secreto de ellas y cómo su rostro ni se inmutaba al decirles exactamente lo contrario. Pensó en cuántas veces ellas habrán hecho lo mismo. Al fin y al cabo, sería bastante improbable que él fuera el único ser repugnante y mentiroso de toda la galaxia. Por fin llegó en su tour no guiado hasta Mariela. Y se dio cuenta de que debía acabar con ella de una buena vez. No la soportaba más. No podía fingir quererla, aunque últimamente ya no lo hacía y nada pasaba. Pero no podía seguir así, ahogado y apresado por alguien por quien ya no sentía el más mínimo cariño. Pero a decir verdad, también debían terminar por el bien de ella. Él no sabía cuándo, presa de un ataque de claustrofobia, le iría a causar algún daño irreparable; tanto anímico, como también quizás físico. Y seguramente uno de estos últimos lo pagaría con un tiempo en cana. Y esa idea no le gustaba nada.
Se paró lenta y ceremoniosamente. Se puso un chaleco sobre la remera pues había refrescado bastante. Metió su billetera en el bolsillo trasero derecho del pantalón y apagó todas las luces. No debía perder tiempo y tratar de terminar con Mariela mientras su cabeza seguía fría; ya que si ella le hacía el menor gesto insinuante, las hormonas le impedirían ejercer la soberanía de su territorio físico y espiritual. Debía acercársele y decírselo; quizás ni siquiera debía saludarla para no darle oportunidad de preparar un contraataque.
Cerró con llave la puerta del departamento y salió. Mariela ya debería estar en el trabajo, por lo que allí sería un buen momento para encararla. Ella no querría escándalos ni escenas, por lo que se limitaría a echarlo de allí y todo terminaría. Eso era lo que lógicamente había planeado, pero era más un deseo que otra cosa.
Córdoba estaba otra vez nublada y fresca. Por fin un día sin sol. Un hermoso viento del sur soplaba arremolinando las polleras. Y las más provocativas lo dejaban hacer. El gris del cielo le parecía hermoso. Walter tenía esas cosas, y disfrutó del paisaje al caminar. Se asomó a la Cañada y vio las latas y cartones navegar de sur a norte. Vio un forro ser arrastrado por las marrones aguas y se sorprendió pensando morbosamente en sus ocasionales usuarios cogiendo en el paredón de la acequia, semivestidos. Ella, con las calzas de lycra unos milímetros debajo de las nalgas y con el torso apoyado en la cornisa. A sus espaldas, él con los pantalones en los tobillos y sosteniéndose la corbata con los dientes. Tomándola velozmente. Adueñándose de su sexo con rápidos movimientos de su cadera. Y ella, luego, adueñándose de un puñado de sus billetes.
Se rio de su ocurrencia y siguió caminando hacia el centro. Todos iban y volvían de hacer sus cosas. Se preguntó cuántos habría en el mundo que en el mismo momento estarían yendo a terminar con sus parejas. Las personas eran tantas que no podía ser que no hubiese alguien en la misma situación que él en ese mismo momento. Pero eso lo entristeció. Walter odiaba ser uno más; pero no en la ropa o en la forma de hablar, sino en las cosas realmente importantes. Odiaba no ser único en las cosas que hacía o en la forma de hacerlas. Quería que cada cosa que fuera de él o hubiese pasado por su entendimiento llevase hoy una marca. Su marca.
Llegó a «Smokey’s» y preguntó por Mariela. Esperó en la puerta hasta que ella salió. Se la veía realmente contenta de verlo inesperadamente esa mañana. Corrió hasta él y se quiso colgar de su cuello, pero Walter la agarró y la sostuvo en el aire. La tomó de los brazos y la miró seriamente a los ojos.
—Quiero que hablemos un rato. ¿Puede ser? —preguntó sin intenciones de que ella contestara que no. Si lo hacía, la obligaría.
—Por supuesto mi amor… ¿pasa algo?
—No, nada. O si, no sé. Quiero que hablemos.
Y la llevó hacía unos de los sillones que el local tenía en la recepción. La sentó y se sentó al lado para poder hablar en voz baja.
—Mariela, no sé como vas a tomar lo que te voy a decir —empezó con el discurso que había venido preparando desde que decidió cortar con ella.
—No me preocupés, sabés que no me gusta que des vueltas. No puede ser tan malo después de todo, anoche estábamos de lo más bien. ¿Qué puede haber pasado desde anoche hasta ahora? —contestó Mariela convencida de que lo que Walter tenía que decir era una tontería. Ella sabía que él se estaba haciendo malasangre por una estupidez, como siempre. Pero, amorosamente, quería atenderlo y contenerlo, como creía que siempre lo había hecho.
—Justamente de eso quería hablarte. Pero no me interrumpás porque si no lo digo todo de una vez, no voy a poder terminar con esto —dijo secamente Walter y sin sacar los ojos de los de ella.
En ese momento, Mariela comenzó a pensar que tal vez, solo tal vez, podría estar pasando algo importante y definitivamente no muy bueno.
—Te escucho… —se limitó a decir.
—Bueno, empecemos. Escuchame bien, no quiero lastimarte pero, si no hago esto creo que voy a morir. En pocas palabras, quiero que terminemos. —A esta altura, Mariela había abierto sus ojos incrédulos y había cerrado ambos puños, apretándolos con fuerza—. No tengo nada contra vos y lo sabés, pero es que simplemente ya no te quiero más y no puedo seguir así. No entiendo cómo no te dabas cuenta, mujer; no sé cómo no salías llorando de casa cada vez que ibas a visitarme. No es culpa tuya, pero mía tampoco. Solo quiero que entendás que no me necesitás y yo, ciertamente, ya no te quiero cerca.
Quizás las palabras de Walter sonaban menos fuerte de lo que en realidad eran. Y eso era una cualidad de Walter. Cuando quería herir, podía hacerlo con un «hola»; y si quería ser suave, podía decir cualquier barbaridad sin causar la menor ofensa. Él lo llamaba «diplomacia aplicada a la vida cotidiana» y la complementaba con un manejo ejemplar y eficiente de las mentiras y las adulaciones. No era que él siempre fuese así; pero sabía valerse de todos los medios para lograr lo que quería lograr.
—N… No te entiendo. Es decir, sí te entiendo… ¡pero no puedo creer lo que estoy oyendo! —gritó Mariela, incapaz de contenerse o disimular, ante la mirada atónita de los clientes y sus propias compañeras de trabajo—. Quiero decir que no sé de qué estás hablando. Hasta anoche me amabas y me hiciste hacer todo lo que se te ocurrió y ahora ya está; no va más… ¿O qué?… Simplemente no te entiendo.
—Mariela, por favor. Yo sé que es difícil, pero no viene de ahora esto. Ya hace tiempo que no nos entendemos. Hace tiempo ya que queremos hacer exactamente lo contrario y terminamos la mayoría de las veces tirando una moneda o no haciendo nada.
—¡Pero eso les pasa a todas las parejas! ¿O te creés que somos los únicos en el mundo que tenemos problemas?
—No es eso Mariela… No tiene caso que trate de explicarte. A veces, cuando trato de verlo a fondo, ni yo mismo lo entiendo bien. Pero lo que si sé es que si seguimos juntos te voy a terminar lastimando muy feo y no quiero eso.
Walter no perdía la serenidad, pero Mariela, con lágrimas en los ojos, atragantaba las palabras y salían entrecortadas y difusas. Ya se había transformado en toda una discusión, y el gerente trataba de llamarles la atención para hacerles una seña para que se fueran a otro lado más privado a decirse las cosas que se estaban diciendo.
—No, lo que pasa es que no pensaste bien lo que estás diciendo y en realidad no lo sentís. Estás hablando por despecho, y en realidad no sé que hice para causarte eso. —Mariela había cambiado radicalmente el tono de su voz y la expresión de su cara. Alargó una mano y la apoyó en el muslo de Walter, muy cerca de la entrepierna.
Walter la odió más que nunca. Primero, lo trataba de no se qué, diciéndole que ella sabía más que él lo que sentía y pensaba. Como siempre, una mujer tan ordenada como ella no podía resistirse a la tentación de ordenar también la vida de los demás. Y por otro lado estaba recurriendo al truco más viejo del mundo y el más efectivo también. Pero Walter había venido preparado y, si se quiere, advertido de tamaña intentona por aniquilar sus defensas apelando al poder de la carne. Por lo que no se dejaría avasallar por aquella acción, y de un salto se soltó de aquellas garras y la miró con una fulminante y feroz mirada que podría haberla convertido en una estatua de sal.
—¡No me toqués! —ordenó Walter—. Siempre es igual. No te quiero ver más por casa. Ya se que yo fui el que inició todo esto. Yo fui el que te busqué, perseguí y conseguí; pero ya está. Por favor, no lo hagás más difícil de lo que debería ser. Te quise mucho, pero ahora no soporto estar con vos.
Y dando una media vuelta salió poco menos que corriendo hacia la Vélez Sarfield y en unos pocos segundos se mimetizó con la masa. Mariela todavía estaba sentada en el sillón de la recepción y el gerente estaba a punto de recriminarla. Walter, días más tarde se habría de enterar de que ella, dolida y furiosa, lo había mandado bien a la mierda y él la había despedido ahí nomás. Pues bien, ya no eran cosas que a Walter le interesaran. Ahora podía gozar de un poco de libertad. Y mientras caminaba a casa por la avenida, pensaba en que no había sido tan difícil después de todo. Se sacó el chaleco; había entrado en calor con la discusión, y la adrenalina empezaba a escapársele por los poros sin que el Rexona pudiese ayudarlo en la cruzada. Pero se sentía terriblemente bien y quizás, de todos los cientos de energúmenos caminando por el centro de Córdoba a las diez de la mañana, él era en ese momento el más feliz y dichoso.
Disminuyó el paso, ya no tenía para que correr. Y hasta optó por pararse en las vidrieras de artículos importados a desear un poco.