Cañada y bulevar. El viejo paralítico estaba, como siempre o casi siempre, sentado bajo el árbol. Hacía mucho calor y Walter estaba totalmente transpirado. Podía sentir el salado gusto del sudor que llegaba a su boca procedente de la frente. Y le ardían los ojos por las gotas que lograban traspasar las cejas y pestañas y adentrarse en sus conjuntivas.
Walter caminaba lentamente. En sus sueños no había autos de los que preocuparse al cruzar la esquina. Subió al cordón y se paró frente al viejo. Este, con sus purulentas manos llenas de cicatrices, sostenía un ramo de rosas rojas. Contrastaban asquerosamente con el escracho que las apretujaba temblorosamente. Walter pensó que sería una cruel broma del destino nacer una hermosa rosa y terminar así.
—Tomá, son para tu mujer… —dijo el viejo alargando los raquíticos brazos para acercarle el ramo.
—¿Para Mariela? —preguntó Walter extrañado.
—Sabés que no.
—¿Para Paula? —volvió a preguntar; esta vez casi con temor.
—Sí. Es hermosa. Casi tanto como lo era Mariela antes —lo miró con unos ojos perversos—. ¿Te acordás?
Walter pareció alejarse mentalmente un momento. Su rostro se hizo una máscara y sus ojos se perdieron hacia el sur. Sí se acordaba. Es más, no necesitaba hacer mucha memoria; Mariela seguía siendo muy, pero muy hermosa. Pero ese no era el problema.
—Sí… —se limitó a contestar.
—¡Tomá! —volvió a decir el viejo. Walter aún no había recibido las rosas—. Se me está acalambrando el brazo.
—¿Qué tengo que hacer con ellas?
—¿Acaso no viste ninguna película? —preguntó irónicamente el paralítico y, al sonreír, su incompleta dentadura color mierda brilló con los faroles de la esquina.
—Gracioso… —contestó Walter aún más irónico sin siquiera esbozar una sonrisa.
Tomó las rosas suavemente y con las dos manos. Aspiró y reconoció el agridulce aroma. Miró al paralítico y vio que seguía sonriendo. Se preguntó qué se traía entre manos.
—¿No te parece que esas rosas están demasiado lozanas? —preguntó el baboso futuro cadáver mirándolo a los ojos.
Walter no entendió.
—Así está mejor… —concluyó. Walter seguía sin entender, pero al volver a ver el ramo, las rosas se habían puesto algo mustias en los bordes de los pétalos y el color se había ennegrecido un poco.
—¿Qué pasa? —preguntó Walter.
—Ahora se parecen más a Paula…
—¿Qué carajo querés decir? —continuó Walter al borde de perder la paciencia.
—Sólo eso. Un buitre no se acerca a comer hasta que la carne no está muerta…
No, era demasiado. El pelotudo estaba empezando a desvariar y Walter no tenía ganas de seguir escuchándolo. Se dio vuelta y sin despedirse comenzó a alejarse. Caminaba mucho más rápido que de venida. Casi corría. Detrás suyo, el viejo lo miraba con una carcajada en la cara.
—¿No te gustan más así? —gritó el viejo desde abajo del árbol.
Walter volvió a mirar las flores y se detuvo en seco. Había hormigas, gusanos y horribles arañas peludas corriendo de aquí para allá; de pétalo en pétalo. Las rosas estaban casi completamente negras y dobladas hacia uno y otro lado. Absolutamente arrugadas y despedían un hedor insoportable. Walter las soltó asustado y asqueado; y tuvo nauseas. Cuando rebotaron en el suelo, los insectos se desperdigaron hacía todos lados y algunos comenzaron a trepar por sus zapatillas. Subían y subían, eran millones. Detrás suyo, el viejo reía estrepitosamente. Las arañas le cubrieron el rostro y Walter ahogó un grito de terror.
* * *
Se despertó temblando y empapado. Tenía las sábanas pegadas en el cuerpo y su corazón parecía más un gasolero viejo que un fino motor a inyección. Se sentó en la cama y trató de calmarse. Haría falta, indudablemente, mucho más control que el de costumbre. Había sido una feroz pesadilla y se sentía agotado como si hubiera corrido un maratón.
Fue al baño y con el slip puesto se metió bajo la ducha tibia. Lo importante era dejar de temblar y limpiarse la resina que tenía en el cuerpo, mezcla de sudor y baba. Se jabonó violentamente para luego dejarse enjuagar tranquilamente por la catarata artificial de agua clorada. Trató de no pensar, y lo logró. Por un rato lo logró.
Tenía que ir a la facultad pero, luego de un arduo cabildeo con su conciencia, pactaron tablas y él se quedó a acomodar el departamento. Tenía trabajo acumulado pues últimamente no había tenido ganas de limpiar y re-ordenar repisas y alacenas.
A media mañana estaba agotado pero satisfecho. El departamento había vuelto a lucir como tal, aunque Walter extrañaba un poco aquel perdido aspecto de madriguera. Tenía mucho de él, más antes que ahora; pero el ancestral legado social de convivencia dicta que la mugre no es un buen signo de progreso, cultura y esas cosas…
Hizo un alto antes de empezar con la ropa sucia y se tomó un largo vaso de gaseosa bien helada. Walter tenía problemas con la gaseosa: el gas, no bien entraba a su sistema digestivo, volvía a subir saliendo en forma de sonoros eructos que a veces lo hacían pasar malos ratos. Pero era un adicto a ella y, conscientemente, se doblegaba ante la tentación de las frescas burbujas. Luego, se sentó frente al ventilador y lo puso en máximo. Reorganizó su respiración y sus latidos. Ahora debería lavar la ropa y colgarla para que estuviese lista para ir a la facultad al otro día. Odiaba lavar la ropa. Era la única tarea de la casa que no le gustaba hacer. Las otras, quizás le darían pereza, pero por lo menos no le desagradaban. Lavar realmente lo fastidiaba. Cabe aclarar que, como tantos estudiantes universitarios, Walter jamás planchaba la ropa. Es más, cuando su madre se enteró de cómo hacía Walter para evitar que sus remeras se arrugaran al secarlas, adoptó el método y nunca volvió a planchar remeras.
A regañadientes, y haciendo un exhaustivo ejercicio de auto-convencimiento, terminó con todo para el mediodía. Ahora, un buen baño, un rico almuerzo, una buena siesta y estaría como nuevo para la tarde. Por lo que se bañó, almorzó carne al horno y puré instantáneo y se acostó a dormir. Hacía calor, bastante para la época del año. Puso el ventilador de pie apuntando a su cama y se durmió, destapado y boca arriba.
El nunca sabía al acostarse si soñaría o no sus usuales pesadillas. Un tranquilo y piadoso sueño lo sorprendía de vez en cuando. Esta era una de las veces, y Walter disfrutó con sonoros ronquidos un plácido descanso. La próxima vez que su mente traspasara el umbral quizás no tendría la misma suerte. Pero por ahora, eso no importaba, y dos horas más tarde se despertó sonriente y complacido.
Se vistió despacio con un short y zapatillas sin medias. Llevó la remera al living y la colgó del respaldo de una de las sillas para tenerla a mano en caso de una visita. Decidió, impulsado por quién sabe qué vestigio de responsabilidad, ponerse al día con los prácticos de la facultad. Se sentó de espaldas a su equipo de música y con el control remoto sintonizó una FM que estaba pasando buena música lenta. Abrió la carpeta y, con la guía de prácticos aún virgen, se puso portaminas a la obra.
Estaba en uno de esos días en lo que todo parece salir bien y sus neuronas estaban como nunca. Uno a uno iba desmenuzando los complicados problemas y resolviéndolos casi sin dificultad. Por ratos se aburría de escribir las respuestas, pues los resolvía mentalmente; pero la experiencia le decía que si no los anotaba, cuando tuviese que preparar el final tal vez no estaría tan lúcido y estos serían una buena guía. Pero igual, a la velocidad que le permitía el deslizar la finísima mina de grafito sobre el papel oficio, iba escalando la montaña enigmática de las ecuaciones para llegar a las esquivas soluciones. Cada vez que terminaba uno, se sentía terriblemente bien; era casi un deleite el recuadrar esos pocos números y letras que significaban «lo hice».
Así pasó toda la tarde y cuando terminó, estaba alegre y tranquilo. Decidió ponerse a ver televisión. Además, si no habían cambiado la programación, estarían dando Los Simpson y eso era algo que no solía perderse. No bien tomó el control remoto y oprimió el botón rojo, soltó una carcajada pues Bart estaba siendo salvajemente estrangulado por su progenitor. Ya se había mandado una de las suyas.
Estaba tan bien que el portero eléctrico lo bajó de un patadón y lo sentó de nuevo sobre la faz de la Tierra.
—¿Quién es? —preguntó ásperamente por el tubo del portero. Lo que oyó del otro lado lo hizo arrepentirse de haber atendido.
—Soy yo, Mariela.
No dijo nada. Solo se tomó unos segundos para inventar una excusa para no verla, pero fracasó. Por lo que apretó el botón un tiempo suficiente como para que ella pudiese abrir la pesada puerta del edificio.
Cuando Mariela estuvo frente a la del departamento, a punto de tocar el timbre, Walter abrió. Ni si quiera se había arreglado; todavía estaba de shorts y sin remera. Ella, por el contrario, parecía una modelo. Vestida elegantemente y pintada de arriba a abajo, sonreía dulcemente parada en el umbral. Walter no se percató ni de su sonrisa, ni de su dulzura y mucho menos de su elegancia.
—Hola —dijo Walter secamente.
—Hola mi amor, ¿cómo andás? —le dijo ella tras pasar y sentarse.
Después de algunos segundos, Walter se dio cuenta de que ella lo había besado en los labios. Después de otros segundos se dio cuenta de que él había tardado unos segundos para darse cuenta de eso.
—Estás muy linda… ¿festejamos algo?
—No, nada en especial. Solo quise ponerme linda para venir a verte.
Realmente ella no sospechaba nada. Parecía vivir en la estratosfera, solo ligada al mundo de los terrícolas por el resumen de cuenta de su Mastercard. A Walter, eso que le había causado tiempo atrás una extraña atracción hacia ella, ahora le daba nauseas.
—¿Qué tal si salimos a comer? —preguntó ella como si él no pudiese decir que no…
—No, no tengo ganas —contestó él como si no pudiese decir otra cosa. Definitivamente no andaban bien—. Mejor nos quedamos en casa y preparo algo… —y esto lo dijo más por obligación que por otra cosa.
Inmediatamente, y como si hubiese sido la excusa para no seguir mirándola a los ojos, se paró y fue a la cocina para ver qué podía cocinar. Ella se quedó en el living y tomó el control remoto del equipo de audio; puso música y apagó el televisor.
—¡Estaba viendo la tele! —gritó desde la cocina.
—Pero están los cosos esos, Los Simpson. —Dijo ella como si eso fuese una razón suficiente para apagarlo.
—¡Esa es exactamente la razón para dejarlo prendido…! —gritó desde la cocina. Definitivamente estaban bastante mal.
Ella volvió a prender el televisor, pero no apagó ni bajó la música. Para ella fue algo totalmente intrascendente. Para él, eso significaba una agresión explícita hacia su libertad individual.
Terminó de preparar unas lasagnas y por supuesto, no pudo ver el final de Los Simpson. Estaba ya bastante malhumorado. Ella, en un derroche de colaboración, había puesto el mantel y los vasos. Antes de servir, Walter terminó de poner la mesa.
—¿Ahora ya puedo apagar la tele?
—Si.
—Parece riquísima.
—Supongo que si.
—Gracias a Dios uno de los dos sabe cocinar —bromeó ella. Pero para Walter eso no era una broma. Quizás hace algún tiempo lo hubiese tomado de otra forma, pero clavó los ojos en su invitada y por fin dijo:
—Definitivamente.
Comieron en silencio, con solo algunas interjecciones y señas para pasarse las cosas. Realmente la cena había estado bastante buena, y las cavilaciones de Walter acerca de la receta y el tiempo de horneado lo hicieron olvidarse por unos preciosos momentos de su compañía.
Ni si quiera se dio cuenta de cuánto tiempo pasó ni de qué hechos se sucedieron desde que levantaba tranquilamente la mesa hasta que se encontró desnudo desabotonando rápidamente la blusa de Mariela; tampoco importaba. Pero estaba seguro de que la iniciativa no había sido suya.
Los dedos de Walter la estaban hiriendo. Entraban en su cuerpo con una violencia primitiva. Se parecía más a una posesión que a una escena de amor. Él parecía querer partirla en dos y, cuando mordió su cuello haciéndolo sangrar, ella se desplomó sobre las sábanas grises de la cama de Walter. Todavía no la había penetrado, pero con el solo hecho de escudriñar todas sus zonas erógenas con ágiles y feroces manos le provocó varios pequeños orgasmos seguidos. Lamía como si se tratara de una limpieza animal, regando de pegajosa saliva cada hendidura de su hembra. Estaba marcando su dominio y se preocupaba por no darle la iniciativa a ella; era como un acto de sumisión, y él era el amo…
Se sentía terriblemente excitado por ese bello cuerpo de mujer que tenía a su disposición y fantaseaba con poseerlo para siempre. Pero no soportaba saber que aquel altar de sacrificios con olor a mar no fuera de Paula, sino de Mariela. Y por ello, cuando introdujo su sexo en él, lo hizo como una invasión, violenta y sucia. Por eso la levantó y la puso de pie contra la pared para poder verla a los ojos a medida que la hería. Quería que ella se diese cuenta de lo que estaba haciendo, de lo que intentaba. Quería que ella supiese que él no la amaba más y que ahora solo podía lastimarla. Con ambas manos embarraba su cara con el rouge mientras le mordía los labios con furia. Estaba fuera de sí.
Totalmente dañino fue el evitar que ella llegase a relajarse dejando de empujar contra su cuerpo justo cuando ella le pedía más y más. Dejarla al borde del paroxismo y mirarla a los ojos dejándose rogar. Peor aún fue girarla y agarrarla de los pelos para poner su cara contra la pared, y penetrarla contra natura sin siquiera una caricia de dilatación. Quería que ella se diera cuenta de que la odiaba, de que no soportaba estar con ella. No podía seguir jugando a pareja oficial cuando pensaba en otra mujer al hacer el amor. Y eyaculó en su recto sin dejar de sostenerla contra la pared.
No bien disminuyó la presión, ella cayó al suelo rendida y jadeando. En posición fetal trataba de recuperar el aliento, ante la mirada indiferente de Walter. Él se sentó en la cama y un momento después se acostó. Se durmió casi de inmediato, sin importarle un rabanito la mujer que estaba tirada en el suelo de su habitación, llena de su esperma y de su odio. Ni siquiera le dejó lugar en su cama. Ni le alcanzó una frazada… Solo se durmió.