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Episodio 1

Volvió de la facultad y se desnudó. Estaba empapado de transpiración y se puso bajo el ventilador de techo para secarse «por aireación», como él mismo decía. Había sufrido otro de los eternos y tediosos teóricos de Cálculo Numérico, materia que estaba haciendo por tercera vez. No se explicaba cómo podían hacer de un tema tan interesante una marejada de resina que lo envolvía todo y lo sumía en una asquerosa y aburrida inercia ambarina; sentirse agobiado y claustrofóbico eran los síntomas más suaves a los que uno podía aspirar al tomar la heroica decisión de cursar esa materia. Pero ahora estaba sano y salvo en su hogar. Y bien podía sentirse satisfecho de sobrevivir sin haber sufrido siquiera una luxación de mandíbula producto de un bostezo.

Tenía hambre, por lo que fue a la cocina con la intención de cocinarse algo ligero. Como de costumbre, recién ahí se dio cuenta de que no había hecho las compras necesarias y terminó mordisqueando alguna sobra fría de la heladera. No era demasiado malo; seguramente, comer opíparamente antes de dormir la siesta resultaba más dañino que una superproducción temporal de bilis.

El timbre frustró su intento de acostarse, tras haber desconectado el ring del teléfono y prendido el ventilador de pie. Un largo minuto pasó hasta que decidió contestar. Desde ya que la visita debería esperar un ladrido más que un saludo, pero quien quiera que fuese, se lo estaba buscado.

—¿Quién es? —para sus adentros intercaló «carajo» entre las dos palabras.

—Soy yo… ¿Puedo pasar? —reconoció la voz, pero deseó haberse equivocado.

Apretó el botón que liberaba la traba de la puerta de entrada, pero después no dejó de arrepentirse de haberlo hecho. La escena se repitió en la puerta de su departamento. Con una dosis doble, o triple quizás, de coraje abrió la puerta y ella entró como si se tratase de su propio living. Se sentó en la silla más alejada de la entrada, bajo la fotografía de una exuberante modelo en ropa interior.

Walter se quedó mirándola, pero no pudo decir nada. Muy dentro de si, sentía una extraña repulsión cuando estaba con ella, sobre todo este último tiempo.

—Vengo del médico —dejó escapar ella, y esperó una pregunta por parte de Walter. Pregunta que nunca salió de sus labios—. ¿No querés saber a qué fui? —la respuesta vino, pero en un leve vaivén de la cabeza.

A Walter no le interesaba en realidad, pero por reglas de cortesía que le habían inculcado desde pequeño, como eso de respetar a los mayores y demás burocracias, se sentó a escucharla. Para ser totalmente específicos, a oírla; porque su voz entraba por los oídos de Walter pero se perdía en algún lado, entre el tímpano y el cerebro. La recordaba muy bien, no hacía tanto, abrazada a él. En su mente podía reconstruir cronológicamente los sucesos de la vida en pareja con Mariela; pero por más que lo intentaba, no sus emociones.

—Walter, ¿me estás escuchando?

—Sí, sí, te sigo… —se perdonó la mentira que acababa de decir quizás antes de pronunciar la última palabra.

Los problemas de Mariela eran aburridos e incongruentes con lo que estaba pasando. Eran triviales, superfluos. ¿Es que ella no se daba cuenta de nada? Seguía viviendo normalmente preocupándose por la facultad y por su silueta, mientras Walter tenía que soportar raídes dignos de Indiana Jones en la esquina de su casa. No parecía muy lógico. Pero ella no evidenciaba rastro de anormalidad. Era asquerosamente común. Walter se dio cuenta que esa palabra venía cada vez con más frecuencia a su mente cuando pensaba en ella. Asociación de ideas quizás.

—Walter, ¿me oís? ¿Qué te parece mi idea?

—Eh, está bien. Estoy de acuerdo, como siempre. Sabés que pensamos igual —y lo dijo tan irónicamente que para Mariela fue una forma de decirlo en serio.

—Bueno, me voy. Y ya sabés, hablame mañana a eso de las diez, así arreglamos qué hacer…

—A las diez, sí.

Cuando Mariela terminó de cruzar la calle, Walter ya estaba durmiendo. Se movió como un afiebrado, transpiró y anudó las sábanas. Otro sueño tranquilo…

* * *

La tarde se había oscurecido con gruesas nubes y, en la soledad del departamento, Walter no supo qué momento del día era. Acababa de abrir los ojos, aún agitado y con taquicardia. Segundos después, volvió a sonar el timbre. Recién ahí recordó que el primero lo había despertado de sus pesadillas vespertinas, por lo que difícilmente podría enojarse por la intromisión. Eso lo sabía, pero trató de parecer severo cuando atendió por el portero eléctrico.

—Yo aquí, ¿quién allá? —respondió la voz e, inmediatamente, Walter abrió la puerta apretando durante varios segundos el botón que activaba la chicharra.

Salió al pasillo a esperar a su amigo y se abrazaron en el palier. Era una de las pocas personas por la cual no le molestaba ser visitado. Era una de las pocas personas, quizás la única, que lo visitaba desinteresadamente. Era la única persona que lo visitaba porque se preocupaba de él. Walter lo sabía y se lo retribuía con una amistad incondicional.

—Miguel, ¿qué hacés por aquí?

—Acá estoy, de visita…

—Me alegro mucho; sentate —dijo Walter señalando una silla, la que da la espalda al ventanal. Miguel se sentó en la del lado, la más cercana a la puerta. Lo hacía involuntariamente cuando tenía prisa.

—¿Qué tal anduviste estos días? —preguntó Miguel, obviamente refiriéndose a los problemas que Walter le había confiado días atrás en el bar de la facultad.

—Bien, bah… mejor dicho, no tan mal. Con Mariela estamos igual; hoy me vino a visitar y me dijo no sé que cosa del médico. Se fue rápido, por suerte; pero tengo que llamarla mañana a la mañana.

—¿No estará embarazada, no?

—¿Qué?

—Eso que te dijo acerca del médico… ¿no será que te quiere casar? —cuando Miguel terminó de decirlo, Walter se puso pálido y tardó unos veinte segundos revisando su banco de datos hasta recordar lo que Mariela le había contado.

—No, no, nada de eso. Ahora que me acuerdo, dijo algo acerca de un dolor de cabeza que no se le iba con nada. Sí, eso es.

—Ah, menos mal. Mirá que a mi ya me pasó y no es nada gracioso.

Pasaron más de cuarenta minutos entre idas y venidas. Walter le contó acerca de su experiencia del sábado por la noche. Le contó su charla con el paralítico y sobre sus pesadillas. Le contó todo, y Miguel lo escuchó atentamente, sin perderse ni una coma. Es más, preguntaba detalles que para Walter habían pasado desapercibidos pero, ante la inquisición de su amigo, volvían a su mente como flashes.

Cuando terminaron de intercambiar historias, Miguel se acordó de que estaba apurado y que, sin duda, Cecilia ya lo estaría esperando en el centro. Se despidieron como siempre, con un abrazo en la puerta de entrada del edificio. Cuando se iba, Miguel recordó otra cosa…

—Walter, me olvidaba. La Negra quiere que vayás a cenar a casa. Te esperamos a eso de las nueve. Nos vemos allá —le dijo y, sin esperar una confirmación que a decir verdad sobraba, se alejó por la Cañada rumbo a Duarte Quiroz.

La Negra era la madre de Miguel. Y una de las mejores cocineras de este lado del universo. Una invitación a cenar de ella no se podía postergar ni cancelar por ninguna razón, por más fuerte que fuese. La comida que hacía podía revivir a los muertos.

Pero lo que Walter no se podría haber imaginado era que esa noche significaría mucho más para él que una inolvidable cena.

* * *

Había pasado toda la tarde frente al ventilador, secándose el sudor. Una tarde pesada y calurosa. Por suerte, al anochecer, se había nublado y un suave viento del sur empezó a soplar. Walter aprovechó esto para bañarse, ya que la mayoría de las veces, después de hacerlo, se empapaba nuevamente con ese sudor nuevo pero pegajoso de la piel limpia. Y él odiaba transpirar; pero era algo contra lo que no podía luchar.

Se vistió con ropa recién lavada y solo repitió el jean que había venido usando hacía un par de días. Luego se sentó a tomar un café y a oír un poco de música para hacer tiempo. Faltaban algo así como veinte minutos para las nueve y él ya había decidido ir en taxi, por lo que le sobraban quince. Aún con las terribles pesadillas con las que convivía, su mente divagaba en un plácido universo de tranquilos pensamientos. Recordaba buenos momentos y olvidaba los malos. Su memoria selectiva había sido entrenada durante mucho tiempo y ahora le daba un resultado increíble. Walter necesitaba ese pequeño ejercicio para calmar su metabolismo y normalizar sus ritmos internos. Terminó de saborear el café y fue hasta la cocina para lavar la taza. En realidad, solo la enjuagó y la volvió a poner en su lugar. Miró su reloj y descubrió que estaba ligeramente retrasado. Apagó el equipo de audio y salió de su departamento, asegurándose de cerrar con llave. Por suerte un taxi acababa de descargar a una pasajera justo al frente de su edificio, por lo que llegaría tan solo unos minutos tarde.

—¿A dónde te llevo? —preguntó el taxista, sin mirar siquiera por el espejo.

Walter le dijo la dirección y salieron haciendo zigzag entre el tráfico del bulevar San Juan para tomar Irigoyen, Montevideo y subir por Chacabuco. Todo el trayecto miró por la ventanilla como si fuese un paseo, como si lo hiciese por gusto. Esa ambigüedad era característica de él; podía disfrutar de una mañana en el patio de su departamento viendo el agua del aspersor mojar el césped, pero también podía desear asesinar a los chicos que jugaban en el arenero por despertarlo de la siesta.

Necesitaba una velada agradable y estaba seguro que una cena casera sería un auspicioso comienzo. Luego, quizás, una buena película en video y una partida de Pictionary hacia la medianoche. Una velada que depuraría el ánimo de Walter, después de tantas cosas…

Se bajó y no recibió el vuelto. Tocó la puerta y un enorme perro empezó a ladrar en el interior. Lo reconocieron y, con una aparatosa bienvenida, lo hicieron pasar. Estaba en su casa, literalmente hablando. Todos lo querían como a un miembro más de la familia.

—Walter, hace tanto tiempo que no te veía —dijo la Negra estrujándolo en un abrazo materno—. ¡Qué delgado que estás!

—No es cierto, pero gracias. De todas formas vengo con la intención de no dejar nada en el plato —contestó él, sabiendo perfectamente lo que ella quería escuchar.

—Así me gusta hijo. Solamente comiendo bien va a tener fuerzas para ganar en la vida. —La filosofía de la Negra podía parecer simple, pero era igual de profunda, o más, que la de cualquiera. Un estómago lleno servía de base para una cabeza lúcida y un par de brazos fuertes. Y nadie que cenara con ella podía quejarse de vacuidad…

—¡Hola Walter, por fin llegaste! —dijo Miguel llegando a su encuentro con los brazos abiertos. Tras el clásico abrazo, lo invitó a pasar al living y a sentarse frente al televisor. Walter se sentó con su pesadez característica y se acomodó la remera para que no lo tironease de la espalda. Miguel le explicó que Cecilia tenía que cenar con los abuelos por un cumpleaños o algo así; pero que le mandaba un beso con un tirón de orejas por no llamarla nunca.

—¿Y Viviana? Es la única que no vino a darme la bienvenida —preguntó Walter, esperando la respuesta usual. Cuando no estaba en casa, estaba con Luis.

—Está en su pieza, con una amiga. Lo que pasa es que el novio de la mina la dejó y bueno, está medio venida abajo.

—¿La dejó? No la soportaba más, supongo…

—No, nada de eso. Paula es un ángel, ya la vas a conocer. Lo que pasa es que el hijo de puta salía con dos al mismo tiempo…

—Quién pudiera… —interrumpió Walter.

—Si, la cuestión es que cuando ella lo descubrió le pidió que eligiese a una y el nada tonto eligió a la otra, que tiene toda la plata de Córdoba.

—Ah, entiendo…

Y realmente lo entendía. No es difícil encontrar estos casos en estos días. Y las minas buenas son las primeras que caen cuando de elegir se trata. Porque es lógico; si uno busca una mina para joder viene bien cualquier cosa y puede tener de a tres si le da el cuero. Y si tiene que elegir, elige la que más convenga a corto plazo: la que tenga más guita o la que mame mejor. Y si uno busca una mina buena para algo serio, no se va a estar haciendo el boludo con otra; así que no hay necesidad de elegir. Es simple como que las bananas son más caras si son de aquí a la vuelta que si vienen en primera clase desde Ecuador.

—Y decime, ¿te retó feo Cecilia?

—No, por suerte no. Pero si llegaba dos minutos más tarde se la levantaba un morocho de ojos verdes que se la estaba charlando en el bar —contestó Miguel, con una carcajada a medio salir de sus pulmones.

Cuando nadie esperaba una interrupción y la Negra estaba terminando de dar los toques finales y maestros a su «Arroz con Calamares», que volvía adicto a cualquier mortal con sólo una probada, aparecieron en el living Viviana y Paula.

Walter, que hizo un intento reflejo por saludar a su «hermana», quedó petrificado y boquiabierto ante la visión de una mujer simplemente perfecta. Era como si alguien de arriba, con un increíble acierto, había juntado todo lo que Walter deseaba en una mujer y hubiese dibujado una a una las líneas de Paula. Enfundada en unos jardineros de jean, con una remera blanca debajo, sus ojos color miel todavía colorados por el llanto lo miraron con una dulzura indescriptible. Walter sentía llegar las palabras de Paula a su cabeza sin haberlas oído; y sentía las suyas diciendo hola viajar silenciosas en busca de esa frente blanca con rulitos castaños. A su lado, Miguel y su hermana los miraban complacidos y con la extraña expresión de quien se siente satisfecho por un trabajo bien hecho. Fue una química increíble y, para la hora del Pictionary, ya se habían contado todo.

Se despidieron y Walter atesoró el número telefónico de Paula en su billetera. No bien llegó a su casa lo programó en una memoria de su teléfono e imaginó mil y una excusas para llamarla de inmediato. Por fin, solo levantó el inalámbrico y apretó dos botones.

—¿Paula?

—Sí, ¿Walter?

—Sí. Espero que no hayás estado dormida.

—No, estaba esperando que llamés.

Walter, quizás muy interiormente, había estado deseando oír eso. Ninguno de los dos quería colgar, así que hablaron durante tres horas. Luego, Walter supo que esa noche tampoco dormiría bien. Aunque se ilusionó con la idea de poder soñar con Paula toda la noche. Pero la vida no es un lecho de rosas sino más bien un criadero de espinas. Y Walter, esa noche, tuvo otra de sus nochecitas.