Córdoba. 1993.
La penetró de una forma completamente desamorada, como si tuviese que cumplir con un deber. Violento. Sucio. Un deber que se le había impuesto al nacer con un poco más de carne entre las piernas. Le desgarró el sexo con su sexo y ella gritó de placer; un placer como nunca antes había sentido. Pero él no gozó. Solo se limitó a empujar su pelvis contra ese pedazo de carne blanca y suave, del que goteaban pequeñas perlas saladas, mezcla de sudor y presemen. Cumplió con su deber. Y se sintió absolutamente inútil, bobo, intrascendente.
—Walter, te amo. No sé qué hubiese hecho todos estos meses si no te hubiese tenido a mi lado —le susurró ella mientras prendía un cigarrillo. Él odiaba que fumase, pero ni siquiera tenía voluntad para decírselo—. Te amo como a nadie, vivo o muerto —y él se preguntó qué carajo había querido decir.
La miró irse al baño, desnuda como un gusano, blanca y hermosa. Exquisitamente sutil. Y tuvo ganas de matarla a patadas, pero se contuvo. Prendió la tele con el control remoto y puso un canal de dibujos animados. Sonrió irónicamente, Los Simpsons.
—¿Tenés un porrito? —oyó que ella le gritaba desde el baño.
—¡No! —contestó firmemente. Un no que no aceptaba doble lectura. Un no rotundo. Y la odiaba con el alma por haberle preguntado eso. Él sabía que ella sabía que él no necesitaba de esas porquerías para enloquecer.
Bart acababa de hacer una cagada y él soltó una carcajada. La primera de la semana. Sintió como si el universo se contrajera de un soplido y sólo fuesen él y la televisión. Se olvidó del mundo, de la puta con escamas de niña bien que estaba meando en su inodoro y del plan económico. Se olvidó de la facultad y de las cuentas de la luz. Se olvidó de todo y se rio a carcajadas…
* * *
Una mezcla de nubes y smog se adueñaba de la mañana de Córdoba y, como de costumbre en el verano, estaba muy pesado. Salió del edificio sin saludar a nadie y se cruzó a la vereda del frente para bordear la Cañada. Al llegar a la esquina, se paró y se inclinó. La Cañada no traía nada de agua, solo un arroyito sucio lleno de latas y porquería. Sonrió al imaginarse qué diría la gente si se enterase de que eso le parecía terriblemente romántico. Deseó tener una cámara para sacar una foto y poner una ampliación tamaño familiar en la pared de su departamento… Y siguió caminando, apurando su paso porque se le pasaba el cincuenta y dos de las ocho y media.
Pensaba en lo que había estado pasando desde hacía tres meses más o menos. No entendía nada a pesar de que hacía un esfuerzo sobrehumano. Luego, se convenció de que le faltaban datos. Era eso. Nada podía explicarle por qué la mujer que había deseado con toda su alma ahora se había vuelto totalmente indiferente para él. Trató de encontrar un culpable, sabiendo a las claras que él lo era. Trató de encontrar una solución, sabiendo a las claras que no la había. Trató de que esos pensamientos no lo martirizasen y se perdonó por todo lo que pudiera haber hecho. No necesitaba a Dios para eso.
Llegó a la facultad, pero como no tenía ganas de entrar a clases se fue al bar a tomar un café. Necesitaba una dosis diaria de cafeína para funcionar.
—¿Qué te pasa? —oyó decir y reconoció la voz. Levantó la vista y encontró a su mejor amigo, quizás al único, sentado en la última mesa del bar. En la que siempre se sentaba para abarcar toda ventana de una mirada.
—Nada. ¿Qué estás haciendo por aquí? —preguntó Walter sonriendo.
—De visita. Estoy esperando a Cecilia. Y vos… ¿Qué tal andan tus cosas?
—Supongo que bien. Sin problemas que no se puedan solucionar de una patada en el culo.
—Eso me gusta —asintió Miguel con la cabeza.
Y en una hora veinte se contaron todo lo que había pasado en los dos meses y pico que no se habían visto.
Cuando regresó a su casa, obviamente sin haber aprendido ese día un corno de nada que se enseñe frente a un pizarrón, se sintió casi aliviado. Seguramente Miguel era tan efectivo como un psiquiatra y mucho más barato. Se desvistió y se acostó a dormir. Hasta el Sábado al mediodía, nadie en la ciudad podría lograr alejarlo de la almohada. Y soñó un montón de boludeces, lindas y feas. Soñó con una mujer, con un monstruo y con Dios. Cosas lindas y feas…
* * *
Sábado a la noche y nada en la televisión. Mierda, debería poner cable, pero sabe que no vale la pena. No por un día a la semana. Y salir a hacer unas compras solo por caminar puede ser la experiencia más aterradora si uno no tiene ganas de salir a la calle. Y él no las tenía.
Toda la ciudad se transformaba en un asqueroso zoológico los sábados por la noche. Y odiaba los zoológicos —odiaba muchas cosas— quizás por temor a ser la atracción principal no bien sus Adidas pisaran la vereda y dejaran la oscura seguridad de su guarida de seis por tres.
Pero debía salir si no quería que su cabeza explotara y sus miembros se atrofiasen como las papirescas extremidades del anciano paralítico de la otra cuadra…
Ante tanta gente yendo y viniendo se sentía ahogado —decía que sufría de claustrofobia antropocausada— y en su cabeza, como un borbotón de sangre saliendo de una tajada en el cuello, miles de excusas para quedarse en casa se agolpaban en respuesta al suplicante grito de ayuda de su particularmente roído ego, que se negaba a enfrentar a las fieras en la arena de Cañada y Bulevar.
Pero tras unos segundos de guerra psicológica consigo mismo, se convenció de que nada debería temer y decidió salir a comprar helado. Pues bien, caminar una cuadra en esa selva llena de bestias salvajes bien tenía merecido medio kilo de pecado capital como premio y consuelo.
Al asomarse se dio cuenta de que su imaginación le jugaba demasiado duro. Una cosa eran las metáforas que él usaba, pero esto era demasiado: tras el umbral del pasillo del edificio, Córdoba estaba totalmente destruida. Tremendas ruinas de metal opaco se retorcían aquí y allá, bajo un cielo de una negrura absoluta, ni siquiera perturbada por alguna estrella. Entre la maraña de acero y concreto que bien podría haber sido el futuro lejano de un futuro cercano, las calles estaban colmadas por siluetas que no supo identificar; algunas móviles, algunas no. Y el calor inaguantable de su departamento, se multiplicó una y mil veces haciéndolo transpirar tanto que temió deshidratarse.
—No estoy loco, estoy seguro de eso. O por lo menos mi forma de locura es distinta —se repetía concienzudamente tratando de desvanecer las alucinaciones con un ejercicio de voluntad. Pero seguían allí, reales o no.
Walter escuchaba sus pasos chapotear en la vereda aunque la escasa luz le impedía ver en qué. Sentía el suelo húmedo y resinoso. Prefirió no pensar.
—¿Querés un poco, bebé? —escuchó decir a una figura encorvada y pálida. Agudizó la vista y descubrió escamas. Era una mujer desnuda que le ofrecía con ambas manos un sexo abierto y húmedo mientras trataba de mantenerse de pie apoyada contra la pared. Su cuerpo escamoso reflejaba destellos azules y cuando miró los labios, estos se abrieron dando paso a una asquerosa lengua bífida. La visión era repugnante, pero extrañamente erótica. Evitó a la mujer con un ademán y siguió caminando.
Más adelante una figura lo conmocionó. Walter había soñado con ella y hasta había mantenido largas conversaciones. Recostado sobre el tronco de un árbol estaba, todo carcomido, el viejo paralítico que se le aparecía en las pesadillas y le hablaba al oído. Sus ojos naranjas, mezcla del rojo de la sangre y del amarillo que evidenciaba un hígado destruido por el alcohol, lo escudriñaban con una frialdad espeluznante.
—Hola… —el paralítico hizo resbalar el saludo como si fuera un viejo amigo. Walter no supo qué contestar, o si debería quedarse callado. Lo que sí, se quedó petrificado exactamente en la baldosa en la que el saludo lo había sorprendido.
—¿Te acordás de mí? —preguntó con una voz que hería el bullicio de la noche. Y aunque Walter sí se acordaba, no contestó.
Trató de moverse para seguir su camino, pero no pudo. Miraba los miembros del viejo y su estómago se tentaba de devolver la merienda. Pegada a los flacos huesos, la piel se quebraba en delgados pliegues oscuros, surcada por gruesas cicatrices.
—¿Hace mucho que no caminás? —Walter se sorprendió al oírse preguntar eso; y aún más de haberlo tuteado.
—Mucho… Desde que era joven —e inmediatamente, Walter se preguntó a si mismo si eso había sido en este siglo—. ¿Por qué? ¿Te asusta no poder caminar?
—Por supuesto.
—No es tan grave cuando te acostumbrás.
—No lo creo.
—Bueno, es el precio que tenés que pagar.
—¿A cambio de qué?
—No, a cambio de nada. Al contrario. Es una deuda, no un crédito…
—No entiendo. —Walter empezaba a tranquilizarse, y recordaba que las charlas que había tenido en sueños con el viejo eran igual de interesantes. Pero siempre terminaban igual.
—Con el tiempo… Bueno, ahora andate. Me están dando ganas de orinar y no me gusta que me vean haciéndolo —ordenó terminantemente el paralítico, haciéndole señas con la cabeza en dirección a la heladería. Walter no se dio cuenta, pero luego se preguntaría cómo hizo el viejo para saber hacía dónde iba.
Cuando logró llegar a su departamento no podía discernir si la charla con el enigmático paralítico había sido real o producto de su hiperactiva imaginación. Pero la recordaba textualmente y la repasaba una y otra vez. Era extraño, porque si bien no la entendía literalmente, muy en su interior estaba seguro de que sabía de qué habían estado hablando. Se terminó el helado de una sentada y, entre eructos, se puso a ver la televisión. ¿Quizás algo como la gente?…