V

—La tarde se presentaba amenazadoramente oscura y tormentosa. El cielo, que el alba había teñido de un azul límpido e infinito, había acabado por convertirse en un escenario tenebroso en el que el crepúsculo ya venía vestido de luto. La atmósfera resultaba pesada, y el aire parecía encontrarse saturado de una humedad que resultaba inusual en una ciudad como Madrid. En la capital no se recordaba un mes de abril tan caluroso como aquel, atribuido, al parecer, al tan temido cambio climático que algunos aseguraban se trataba ya de una realidad.

Indudablemente, aquella jornada se había empeñado en dar la razón a los que argumentaban que el cambio era irreversible, ya que había mostrado unas temperaturas más propias del tórrido verano que de la florida primavera.

Ello no había hecho más que aumentar la sensación de agobio, arropando las calles con invisibles cortinas de vapor que ascendían hacia un cielo pletórico de nubes de torvo aspecto a las que servirían de alimento, anunciando la llegada de una tormenta que se presagiaba memorable.

Quizá ese había sido el motivo por el que Julia había decidido acudir a la subasta en su utilitario. Ella, que no sentía ningún placer al conducirlos, solía utilizar el suyo sólo cuando el mal tiempo hacía acto de presencia, pues, en general, era asidua del transporte público y las largas caminatas.

Sentada en una silla tapizada en terciopelo rojo, Julia escuchó el eco apagado de los primeros truenos que se abrían paso en la distancia, alegrándose, al instante, de haber dejado estacionado su pequeño automóvil en un aparcamiento próximo. Suspiró suavemente en tanto paseaba su vista con curiosidad por un salón al que había llegado con cierta antelación. Allí, discretamente sentada en un extremo de la tercera fila, Julia fue testigo de los prolegómenos del acto, y de cómo los asistentes se fueron distribuyendo hasta completar prácticamente el aforo de la sala. Todo le pareció distinto a como se lo había imaginado, quizá porque su única referencia provenía de las estereotipadas escenas de alguna película. La propia decoración de la estancia se encontraba lejana a cuanto hubiera podido suponer, pues las paredes, estucadas en un tono rojo oscuro, recogían los reflejos de la suave luz que algunos apliques desparramaban sobre ellas, haciéndoles parecer propias del castillo del más tenebroso señor de los Cárpatos.

Julia encogió sus hombros involuntariamente en un acto reflejo, ya que el lugar parecía un tanto tétrico.

Sin embargo, enseguida desvió su atención hacia los asistentes. Cerca de un centenar de personas ocupaban sus asientos, la mayoría portando unas paletas que mostraban el número con el que se habían registrado para realizar las pujas, aunque también hubiera simples invitados como ella, sin paleta que les diera derecho alguno a participar. Era curioso, pero, sin podérselo explicar, Julia había sentido durante todo el día una especie de excitación que no había podido remediar y que la había llevado a contar, inconscientemente, las horas que faltaban para asistir a la subasta. Ella, que tan poco apego creía tener por el dinero, se había sorprendido a sí misma al desear poseerlo para así poder adquirir aquella pieza por la que se sentía cautivada. Ahora comprendía que hubiera alguien dispuesto a ofrecer una fortuna por el escarabeo, y sólo sentía no poder ser ella misma la afortunada.

Abrió una vez más el catálogo que tenía entre sus manos, justo por la página en la que se mostraba la joya, cuyas especificaciones se sabía ya de memoria. «Lote 28», anunciaba un encabezamiento que había sido motivo de ensoñación durante los últimos días; pensamientos absolutamente ilusorios que la habían llevado a considerar la posibilidad de que la puja por la enigmática obra quedara desierta y esta continuara libre de dueño para, de este modo, poderla sentir como un poco suya.

A la postre todo aquello se traducía en fantasías más propias de púberes que de una mujer de cuarenta y dos años que, no obstante, se resistía a perder esa recóndita parte de niño que todos poseemos y que, en ocasiones, nos invita a soñar, envolviéndonos con maravillosas quimeras.

«Al menos conoceré a su nuevo propietario», acabó por decirse Julia cuando regresó de su corto viaje por las páginas de aquel catálogo.

—Cuesta dejar de mirarlo, ¿verdad, señorita?

Julia dio un inconsciente respingo a la vez que miraba a su interlocutor. Sentado a su lado, un hombre de piel cetrina y grandes ojos oscuros le mostraba una dentadura irregular y amarillenta que se asomaba bajo un poblado bigote en lo que parecía una sonrisa. Por un instante, ella se sintió azorada ante el hecho de que aquel extraño hubiera podido adivinar sus pensamientos.

—Espero que no se moleste por mis palabras —oyó que le decía—, pero le aseguro que usted no es la única a la que le ocurre.

Ahora Julia lo observó con más atención en tanto recobraba su compostura. Aquel hombre se le dirigía con el acento propio de los árabes que hablan español, y seguía ofreciéndole su sonrisa.

—Es precioso —contestó Julia, volviendo a dirigir involuntariamente su vista hacia el catálogo.

—Lo es —subrayó el extraño—. Nadie hubiera podido emplear un término que lo definiera mejor.

Julia volvió a mirarle, observando cómo aquel rostro mostraba una expresión enigmática.

—Sin embargo —continuó él—, no parece estar dispuesta a pujar por la obra.

Julia ladeó ligeramente la cabeza.

—Es usted muy observador…

—Ahmed. Mi nombre es Ahmed —dijo volviendo a sonreír.

—Me temo que mi presencia hoy aquí sea como mera espectadora —apuntó Julia desviando su mirada hacia el otro lado de la sala.

—Una actitud loable la suya —apostilló Ahmed.

Julia volvió la cabeza hacia él, incómoda. En ese instante pensó en su amiga Pilar, que, con toda probabilidad, lo habría mandado ya a irse con viento fresco.

—Otra vez le pido disculpas, señorita. Le aseguro que mi presencia aquí se debe sólo a la subasta —señaló mostrando una paleta con el número veintiuno.

—Dejémoslo en señora —especificó Julia.

Ahmed inclinó respetuosamente su cabeza.

—Usted —prosiguió este— ha acudido exclusivamente por la fascinación que le despierta la pieza. A mi entender, es un gesto encomiable, aunque sufrirá cuando vea que otra persona se la lleva.

Julia desvió otra vez su mirada de aquel hombre.

—Le ruego que no se moleste, pero sabe que tengo razón. Yo mismo sufriría si eso ocurriese.

El tono misterioso de Ahmed hizo que Julia se volviera de nuevo hacia él.

—Usted es dueña de su propia luz —le advirtió Ahmed—, como el escarabajo. Por eso intuye su poder, aunque se encuentre lejos de conocer su auténtico significado.

—¿A qué se refiere? —intervino Julia sin intentar ocultar su interés.

Ahmed rió quedamente.

—Khepri no tiene dueño, pues pertenece al mundo de los antiguos dioses —dijo Ahmed en un tono que a Julia le pareció proferido por los Oráculos.

—Lástima que…

—Su tierra es Egipto —la cortó Ahmed—. Pertenece a sus sagradas arenas; ese es el lugar que le corresponde.

Julia lo miró boquiabierta y, justo en ese momento, una voz reclamó la atención de los asistentes. La subasta iba a comenzar.

En general todo se desarrolló como Julia había imaginado. Sobre un estrado, el director de la subasta presentaba la obra que se iba a licitar, y esta quedaba expuesta a la vista de los presentes. Seguidamente daba el precio de salida que él mismo iba subiendo según los concurrentes levantaban sus paletas. El señor Orloff era el encargado de realizar las funciones de director, y con voz cavernosa, aunque aparentemente desprovista de emociones, parecía conducir la puja con la maestría propia de quien tiene muchos años de experiencia. A su derecha, la figura de su hija Anna se recortaba detrás de otro estrado desde el cual atendía las llamadas telefónicas de los interesados que preferían pujar desde la distancia, manteniendo, de esta forma, su anonimato.

A Julia le pareció que, aquella tarde, la joven estaba bellísima. Con su pelo recogido en un vistoso moño, lucía cual la ninfa Siringe cautivando al dios Pan, grácil y a la vez inalcanzable.

Padre e hija parecían mantener una comunicación permanente que resultaba cercana a la simbiosis, pues sus gestos revelaban años de trabajo conjunto cuyo resultado final era aquella sincronización en sus cometidos.

Detrás del señor Orloff, un hombre de cabeza cuadrada y pelo muy corto de color rubio, casi albino, permanecía muy quieto con las manos a la espalda vigilante de cuanto ocurría en la sala. Su aspecto se asemejaba al de uno de aquellos miembros de las fuerzas especiales del ejército, y bajo su traje gris podía adivinarse una musculatura de acero. A Julia su cara le resultó bastante desagradable. En uno de sus oídos, un pequeño receptor revelaba que aquel hombre se encontraba en constante escucha con lo que ella supuso debía de ser el servicio de seguridad.

Aquella tarde se subastaron algunas joyas dignas de consideración. Durante una hora Julia asistió admirada al inapelable cambio de manos de unas obras, en su mayor parte milenarias, que otra vez resultaban adquiridas por un nuevo amo, en su eterna andadura por un camino que acabaría por hacérseles interminable, y en el que sentirían añoranza de los dedos del artista que una vez les insuflara su vida.

Casi todas las piezas eran de arte antiguo y Julia se sintió embelesada ante alguna de ellas, como fue el caso de una pequeña ánfora fenicia de vidrio del siglo III a. C., decorada con líneas azules y amarillas que la hacían parecer translúcida, y que una señora se llevó por diez mil euros; o la espectacular cabeza de mármol, de época imperial romana, siglo la. O, que representaba a Zeus y que fue adjudicada por noventa mil euros.

Exquisitas figuras, fragmentos de capiteles, pequeños mosaicos; objetos todos que lograron que Julia hiciera volar su imaginación hacia los tiempos pretéritos en los que don Sócrates, su amado padre, la iniciara una vez, siendo todavía una niña. De haberse encontrado allí, estaba segura de que hubiera llorado, impotente por no poderse hacer con ellas.

Las obras fueron subastándose una tras otra mientras que Julia sentía crecer su ansiedad ante la proximidad de la puja por el lote número 28. A su derecha, Ahmed parecía dormido, ajeno a cualquier almoneda en la que no estuviera presente el escarabajo sagrado que, según ella había podido comprobar, reverenciaba hasta límites que se le escapaban.

Sin embargo, poco antes de que se iniciara la licitación del escarabeo, ocurrió otra escena que vino a reclamar su atención hasta extremos que iban un poco más allá de lo que dictaba el comedimiento. Dos hombres entraron en la sala y, con paso decidido, fueron a sentarse en la segunda fila donde, al parecer, tenían asientos reservados. Uno de ellos, de mediana estatura, tenía el pelo encrespado y tan pelirrojo como su desordenada barba. Vestía una arrugada chaqueta marrón, y su tez, pálida y pecosa, recordó a Julia a las de los turistas nórdicos que solían frecuentar nuestro litoral durante el verano, aunque justo era reconocer que las gafas de cristales redondos que llevaba le daban un aire como de sabio despistado.

Su acompañante poco parecía tener que ver con él, y Julia experimentó una extraña sensación en el estómago desde el instante en que lo vio. Alto y elegantemente vestido, con un traje oscuro en el que apenas se adivinaban unas discretas líneas diplomáticas, aquel hombre parecía desprender magnetismo hasta por el tejido de sus prendas. Era moreno, con el cabello entrecano, y a Julia le recordó al momento a un galán cinematográfico, ya cuarentón, que estaba de moda, y por el que había mujeres dispuestas a comprar sus besos en pública subasta.

El símil le pareció apropiado, aunque a Julia el hombre que acababa de entrar en la sala le resultase mucho más atractivo. Desde su aventajada posición, una fila más atrás, se encontró sin pretenderlo observándole embobada, tal y como si fuera una adolescente; como la cosa más natural del mundo. Para cuando logró recomponer su postura ya se había despachado a gusto. En ese momento un irreprimible sentimiento de culpabilidad acudió repentinamente desde algún lugar de su conciencia para recordarle lo que se esperaba de ella. Si su padre hubiera podido verla…

Aquello no estaba bien, aunque justo era reconocer en su descargo que Julia no había podido evitarlo.

Se revolvió incómoda en su silla mientras fijaba la vista en el suelo imaginándose, sin pretenderlo, el rostro de su marido dibujado en la moqueta. Casi de inmediato trató de vencer aquella sensación de culpa que era totalmente nueva para ella.

«Es absurdo», se dijo a sí misma.

Hizo una mueca y volvió a mirar hacia el estrado intentando concentrar su atención en la subasta. El señor Orloff presentaba el lote número 27, una pequeña figura de bronce, bizantina, perteneciente al siglo V de nuestra era, cuyo precio de salida era de treinta mil euros. Dos de los asistentes se disputaron la pieza, aunque Julia acabó por perder el hilo de la puja para volver a mirar involuntariamente al extraño sentado a su izquierda, una fila adelante. Justo en ese instante aquel hombre giró su cabeza hacia ella y sus miradas se cruzaron. Julia se quedó helada. Como cogida en una falta, ella se sonrojó a la vez que volvía a experimentar aquella sensación en el estómago. Durante apenas unos segundos, los ojos de él quedaron fijos en los suyos, y entonces ella captó su poder. Julia desvió su vista hacia el director de la subasta, intentando envolverse en los velos del disimulo, sabiendo que aquel hombre no era como la mayoría. Él miraba como si el mundo le perteneciese.

Desde el momento en que lord Bronsbury llegó al establecimiento tomó plena conciencia de dónde se encontraba. Al sentarse, sus sospechas no hicieron más que confirmarse. Poco tenía que ver aquella sala con las que habitualmente frecuentaba en París, Londres o Nueva York. Incluso las más reputadas de Madrid, que también conocía, en nada se parecían a esta.

«Casa de subastas Orloff», se dijo mientras echaba un vistazo a la lúgubre decoración que iba más allá de lo decadente.

Observó al director de subasta y enseguida adivinó en él a uno de aquellos autodenominados anticuarios que tan bien conocía, para los cuales el arte no tenía mayor valor que el del dinero que pudieran obtener por él. Mercaderes de obras que, en no pocas ocasiones, no eran capaces de entender que estas también poseían su propia alma.

Obviamente, el arte podía representar un gran negocio, aunque a su modo de ver los profesionales serios se encontraban lejos del engaño o el pillaje.

Probablemente, aquella subasta se había organizado para sacar rendimiento a un trabajo llevado a cabo con métodos instalados en la opacidad. Abril era un magnífico mes para tales eventos, y la nutrida concurrencia en la sala así lo atestiguaba. Orloff haría un buen negocio aquella tarde.

Henry se percató de inmediato de la buena sintonía entre el director y la señorita rubia que atendía las ofertas telefónicas. Le parecieron muy hábiles, sincronizándose a la perfección para así aumentar en lo posible el valor de las pujas.

Estudió a la joven durante unos instantes. Le resultó hermosa y ciertamente deseable, aunque también captara en ella una viveza ante la que convenía estar atento.

Su viaje a Madrid tenía un claro propósito que iba más allá del de un simple coleccionista, y que había logrado en los últimos días alejarle de su flema habitual, complicándole una vida en la que apenas existían los sobresaltos. Sin poder explicárselo, un indefinible presentimiento venía a advertirle que la situación se encontraba lejana a su control, aunque él aún no lo supiera.

Cuando, por fin, el escarabeo quedó expuesto a la vista de todos para su subasta, Henry tuvo que hacer un esfuerzo por dominar su ansiedad. La luz proyectada sobre el objeto parecía extraer lo mejor del mismo; reflejos transformados en matices sin fin que sólo una joya milenaria como aquella podía ser capaz de exhibir. Era magnífica, un ensueño para cualquiera que tuviera la sensibilidad suficiente de entender su auténtico significado. Lord Bronsbury la miraba como hipnotizado, incapaz de sustraerse a un influjo que había vertido en él su sutil veneno desde las mismas páginas del catálogo la primera vez que lo vio.

—Lote número 28. Escarabeo sagrado perteneciente a la XVIII Dinastía del antiguo Egipto…

Henry escuchaba en la distancia cómo el director de la subasta presentaba una obra cuyas especificaciones él ya se sabía de memoria.

—Una obra maestra de los antiguos orfebres egipcios de hace tres mil quinientos años, que sale con el precio de 350 000 euros.

Lord Bronsbury parpadeó regresando desde su universo ilusorio a la realidad de una subasta que acababa de comenzar. Justo en aquel instante el poderoso estruendo de un trueno hizo acto de presencia en la sala anunciando la llegada de la tormenta y, por un momento, las luces parpadearon débilmente, quizá temerosas ante el aguacero que se avecinaba.

—El señor con el número 21 ofrece 350 000 euros.

Henry miró al director, que había iniciado la puja olvidándose del atronador aviso enviado por los elementos, y casi de inmediato dirigió su atención hacia el caballero de tez cetrina que, sentado a su derecha junto a una dama, una fila más atrás, alzaba su paleta.

—Desde el otro lado de la línea ofrecen 355 000 euros —anunció el director tras recibir una escueta señal por parte de su hija—. ¿Quién sube a 360 000?

El caballero que portaba el número 21 volvió a levantar su paleta al momento, iniciándose de esta forma una pugna con el invisible contrincante que había decidido pujar por vía telefónica, algo que, por otra parte, era habitual.

Durante varios minutos lord Bronsbury observó impertérrito el desarrollo de la subasta. Esta fue subiendo vertiginosamente y al alcanzar el valor de 400 000 euros, tuvo la sensación de que el director sentía prisa por cerrarla. Entonces examinó el rostro de la joven rubia que atendía al anónimo interesado y durante apenas unos segundos pudo percibir en ella un indisimulado rictus de nerviosismo, que le produjo un mal presentimiento.

La subasta continuó, y el señor Orloff, dadas las circunstancias, decidió elevar las pujas en diez mil euros. Al llegar a 480 000 euros, el caballero que presentaba el número 21 dio muestras de dudar unos instantes, y el director de subasta pareció dispuesto a cerrarla. Sin duda se trataba de una cantidad considerable a la que había que añadir un veinte por ciento en concepto de comisión. No estaba mal para una pieza de dudosa procedencia.

—¿No hay nadie que ofrezca 490 000 euros? —anunció Orloff, disponiéndose a bajar el martillo—. Bien, 480 000 a la una…

Henry levantó la paleta número 54, que era la que le habían adjudicado, entre el murmullo general, y el señor Orloff se quedó petrificado.

En ese momento, un individuo que se encontraba sentado justo delante se volvió hacia él, fulminándole con la mirada.

Henry pareció algo sorprendido, sobre todo porque aquel tipo le resultaba familiar. Era enorme, y tenía una más que generosa cabeza, totalmente tonsurada, que parecía descansar directamente sobre unos hombros que resultaban ciclópeos. Al inglés le recordó al instante a un luchador de sumo, aunque sus rasgos no fueran orientales, sino simiescos.

Lord Bronsbury lo miró como si no existiera, y acto seguido hizo uno de sus gestos característicos arqueando una de sus cejas.

Un nuevo estampido vino a estremecer la sala como si un rayo hubiera caído en la misma puerta, y las luces volvieron a fluctuar vacilantes.

El señor Orloff sacó un pañuelo de su chaqueta y se limpió el sudor de la frente.

—Bien, el caballero con el número 54 sube a 490 000 euros.

—Así es —alegó lord Bronsbury en un perfecto castellano—. Y le rogaría que tuviese a bien el considerar aumentar la cuantía de cada puja, pues tampoco es cuestión de que pasemos aquí toda la noche.

Ante lo atípico del ofrecimiento, el director lo observó anonadado. Sólo a él correspondía el subir el precio de cada licitación, quedando siempre esta a su único criterio.

—¿Estaría el señor dispuesto a ofrecer 510 000 euros? —preguntó con una mueca de perplejidad.

—Sí, lo estaría, absolutamente —contestó Henry sonriéndole con cierta afectación.

Anna Orloff clavó sus azules ojos en aquel hombre y durante unos segundos sus miradas se cruzaron. Henry le dedicó una sonrisa galante, y al punto la joven se pasó imperceptiblemente una mano por la frente, en tanto que parecía volver a retomar su conversación telefónica.

Las cifras subieron y subieron mientras los truenos porfiaban en hacerse escuchar cual heraldos de la formidable tormenta que estaba descargando aquella tarde sobre Madrid. Los 600 000 euros ya habían quedado atrás, en tanto los asistentes contenían el aliento ante el singular combate que dirimían aquellos locos desconocidos.

«¡600 000 euros! ¡Y por un escarabeo que apenas medía quince centímetros! Pocas veces se había visto en las grandes salas de la capital algo semejante», se decían los habituales que habían acudido aquella tarde a la subasta.

El individuo sentado delante de Henry hacía tiempo que se había vuelto definitivamente para mirarle. La luz que nacía de sus pequeños ojos había pasado de la advertencia a la franca amenaza, y ahora la mirada de aquel tipo era torva donde las hubiera, pues además venía acompañada por una expresión de lo más desagradable, quién sabe si como consecuencia de aquellos labios fruncidos tras los cuales se adivinaban unas mandíbulas tan apretadas que parecían a punto de estallar.

Lo que ocurrió después resultó difícil de imaginar. Cuando el anónimo licitador telefónico aceptó una nueva cantidad, aquel digno representante de los más insignes forzudos del orbe sacó sus manazas por detrás del asiento y cuando Henry intentó replicar a la oferta elevando su paleta, aquellas se aferraron sobre ella impidiendo que quedara expuesta.

Sorprendido, Henry intentó forcejear inútilmente contra lo que bien hubiera podido definirse como unos «brazos hidráulicos», pues fue incapaz de moverlos ni un milímetro.

Entre tanto, el tipo le miraba fijamente a los ojos esgrimiendo una maliciosa sonrisa.

Todo terminó en un suspiro, y para cuando Henry quiso abrir su boca para protestar, el señor Orloff bajaba su martillo golpeando sobre el estrado.

—Adjudicado en 680 000 euros —dijo lanzando un resoplido.

Lord Bronsbury lo observó fijamente en tanto se deshacía con una sacudida de la presa de aquel individuo, que ahora le miraba con una mueca que resultaba sardónica. Luego dirigió su vista a la señorita de ojos azules, que levantó su barbilla un instante en un gesto que a lord Bronsbury le pareció pretencioso, a la par que desafiante.

Entre tanto, Barry, su acompañante, permanecía boquiabierto como mudo testigo de unos hechos dignos de la mejor serie de cine negro, y enseguida imaginó la ira contenida que debía de embargar a su amigo.

De pie, ante una concurrencia que en su mayoría no comprendía lo que había pasado, lord Bronsbury levantó aquella paleta con el número 54 y con estudiada parsimonia la depositó sobre el asiento que había ocupado. Acto seguido ambos amigos se marcharon, como si nada hubiera sucedido.

Julia no había perdido detalle de cuanto había ocurrido allí aquella tarde. Se sentía fascinada, a la vez que perpleja por la forma en la que se había dirimido la puja. Al principio se sorprendió por el modo en que Ahmed, el hombre que estaba sentado junto a ella, tomaba parte en la almoneda. Aún recordaba sus palabras después de que el primer trueno resonara estruendoso, justo en el momento en el que el señor Orloff iniciaba la subasta.

—Las huestes de Set se aproximan —había dicho Ahmed, apenas en un murmullo.

Durante el transcurso de la sesión, Julia había constatado cómo el nerviosismo había ido en aumento en Ahmed, terminando por hacerle parecer indeciso, hasta el extremo de que su vista acabó por perderse más allá del asiento que tenía delante. Fue entonces cuando se escuchó el estampido del segundo trueno y Ahmed volvió a murmurar como para sí.

—Ya están aquí.

Casi sin tiempo para comprender, Julia vio como el extraño en el que había reparado más de la cuenta entraba en escena, iniciando una emocionante puja que nunca olvidaría. Ella se percató enseguida de que aquel hombre se enfrentaba contra algo más que un anónimo oponente camuflado tras una línea de teléfono; sin embargo, resultaba avasallador. Volvió a experimentar otra vez esa extraña sensación en el estómago al verle dominar el escenario con la naturalidad propia de quien está acostumbrado a conseguir siempre sus propósitos. El propio señor Orloff parecía sentirse incómodo, y al observar con atención a su hija Anna, Julia pudo captar en ella un semblante algo demudado, como si por momentos mantuviera alguna discusión telefónica. Poco tenía que ver aquella joven con la que tan amablemente la atendiera una vez, y bien podría decirse que se trataba de otra persona.

Cuando la puja pasó de los 600 000 euros, Julia sintió como la emoción que se respiraba en el ambiente la atrapaba por completo, haciéndola vibrar con cada nueva apuesta. Hacía rato que Ahmed permanecía en silencio, mudo quizá ante la dimensión que estaba alcanzando el evento, y ni tan siquiera los sucesivos truenos que volvieron a repetirse lograron hacerle despegar los labios; tal y como si no existiese.

La atención de Julia iba más lejos que la simple curiosidad. Se preguntaba quién podía ser la persona que, desde el otro lado del teléfono, pugnaba tenazmente por llevarse la obra, sin importarle pagar una fortuna por ella. ¿Sería un rico potentado, o acaso alguna millonaria dispuesta a no dejar pasar la oportunidad de hacerse con una joya como aquella?

Julia se encogió de hombros al pensar en esto. En cualquier caso daba igual, pues le mostraba la realidad del mundo en que vivía. El lenguaje del dinero era capaz de abrir cualquier puerta, como si poseyese en exclusiva una llave maestra. Probablemente, aquella verdadera fortuna apenas significaría algo más que una simple cantidad de dinero con la que conseguir un nuevo capricho.

Ante aquellos pensamientos, Julia no pudo evitar dirigir su vista hacia el escarabeo expuesto a escasos metros de ella. Se empapó de los múltiples destellos que la luz proyectada sobre el objeto repartía con generosidad, sintiéndose embriagada a la vez que decepcionada por el hecho de que aquel escarabeo desapareciera de su vista para siempre, yendo a parar a manos extrañas.

Este razonamiento le hizo considerar todo lo anterior, comprendiendo lo lejana que podía encontrarse aquella obra de ser un capricho. Julia se mordió suavemente un labio, y tuvo que admitir que ella misma estaría dispuesta a pagar lo que fuese por poseerla y que, siendo honrada consigo misma, le hubiera gustado ocupar el lugar de cualquiera de aquellos dos licitantes.

Enseguida volvió a desviar su atención hacia el caballero del traje oscuro, justo para presenciar el insólito desenlace. Julia fue testigo de cómo las enormes manos del individuo sentado delante de él se aferraban a la paleta impidiéndole continuar la puja. Era un tipo enorme, y al instante le recordó a uno de los Hecatónquiros que Urano hubo de relegar a los infiernos para protegerse de su fuerza desmesurada. No le extrañó que el caballero perdiera sus opciones, pues para cuando quiso reaccionar el martillo había golpeado ya sobre el estrado, dando legalmente la puja por cerrada.

Sin salir de su perplejidad, vio cómo aquel caballero mantenía su compostura con una flema difícil de imaginar, para terminar por abandonar la sala junto a su acompañante, sin que hubiera salido de sus labios ni una sola palabra.

En la sala se originó un cierto revuelo, e incluso hubo cuchicheos, pero enseguida el señor Orloff prosiguió sin dilación con la subasta, dado que aún restaban dos lotes más.

El gigante tonsurado se aproximó hacia el estrado que ocupaba Anna, con la que intercambió algunas palabras. Julia los observó desde su asiento, y enseguida comprobó como la joven le ofrecía su teléfono, por el que aquel remedo de Atlante pareció recibir instrucciones. Movía su espléndida cabeza de arriba abajo, mecánicamente, sin dejar ninguna duda a aquellos que pudieran prestarle atención de que cumpliría al pie de la letra cuanto le ordenaban desde el otro lado de la línea.

Julia parpadeó como saliendo de su propia ensoñación y miró distraídamente a la butaca de su derecha. Con cierta sorpresa comprobó que esta se encontraba vacía y le extrañó que Ahmed, su ocupante, se hubiera marchado sin ni siquiera despedirse, pues al fin y al cabo se había presentado a ella con educación. Hizo un gesto con el que trató de quitar importancia al asunto y enseguida miró su reloj: «Las nueve y media pasadas», se dijo cogiendo su bolso para levantarse.

La subasta había resultado ser una experiencia inolvidable para ella, y mientras se dirigía hacia la salida del establecimiento pensó una vez más en el escarabeo, y en el inusitado desenlace que había presenciado.

Julia aguardó junto a la puerta unos instantes mientras abría su paraguas. En la calle el agua corría por las aceras, como impulsada por el soplo de Bóreas, el temido viento del norte que los antiguos navegantes griegos tanto respetaban. Llovía con fuerza inusitada, con gruesos goterones que hacían que el aire se transformase en una pared translúcida, tan densa como si fuera de hormigón.

Decidió esperar unos minutos, pues aquel diluvio no podía ser frenado por ningún paraguas que se preciase, y mucho menos por el plegable que ella llevaba.

Fue entonces cuando, de repente, un espantoso estruendo bajó desde la tenebrosa noche resonando estrepitosamente, tal y como si los cielos se hubieran abierto embravecidos para descargar su ira contra toda la humanidad.

A Julia le vinieron a la memoria las palabras que Ahmed pronunciara en la sala al escuchar el primer trueno, e imaginó a Set, el terrible dios del caos del antiguo Egipto, abriéndose paso entre las turbulentas nubes espoleado por su iracundo ejercito para, al cabo, desbocar su espíritu violento contra los hombres.

En un acto reflejo, Julia se acurrucó un momento ante semejante estallido. Luego, súbitamente, la ciudad entera se quedó a oscuras.

Cuando terminó su conversación telefónica, el gigante regresó a su asiento. Había recibido instrucciones precisas sobre lo que debía hacer y, como de costumbre, él las cumpliría.

Miró a ambos lados sin cambiar el gesto hosco que le era propio, con la naturalidad de quien pasa la mayor parte del tiempo vigilante. Junto a él, otro individuo de parecida catadura, pero con la mitad de su tamaño, miraba su reloj de vez en cuando, ansioso por terminar aquel trabajo cuanto antes.

Existían varios procedimientos a la hora de retirar una pieza adquirida en una subasta, habiendo quien incluso prefería que esta le fuera enviada, aunque para ello tuviera que contratar un seguro. Sin embargo, aquellos hombres tenían órdenes de no salir de allí sin la obra. Esta había sido ya pagada y se encontraba en el almacén de aquella sala, donde estaba siendo convenientemente empaquetada, como era usual en cualquier casa de subastas.

La joven de ojos azules les había asegurado que el trámite no llevaría más de quince minutos, y ellos decidieron permanecer aguardando en sus asientos, observando cómo el señor Orloff subastaba el lote número 30, el último.

Justo en el instante en el que el director de subasta adjudicaba la puja, un nuevo trueno vino a hacer acto de presencia con mayor estrépito si cabe que los anteriores, estremeciendo la sala y a sus ocupantes. Esta vez las luces no vacilaron, rindiéndose incondicionalmente ante el colérico poder que llegaba desde el cielo. Al momento, la sala quedó a oscuras.

Pasaron unos segundos de desconcierto e incertidumbre mientras el señor Orloff llamaba a guardar la calma. Se encendieron algunos mecheros que crearon un extraño efecto en la sala, tal y como si en ella se hallaran reunidas algunas ánimas perdidas, quién sabe cuándo.

Una de ellas vino a iluminar el granítico rostro del gigante, y al pálido reflejo producido por la llama de su encendedor aquel semblante pareció descomponerse.

Un escalofrío recorrió el corpachón de aquel tipo en tanto soltaba un gruñido propio de la peor de las bestias. Sin mediar palabra, se abalanzó contra el señor Orloff y, a empujones, le obligó a dirigirse hacia el almacén a la vez que vociferaba órdenes en una lengua extranjera a su acompañante. El revuelo que se originó fue mayúsculo, pues tropezaron varias veces derribando algunas sillas e incluso la hornacina en la que se hallaba la última pieza subastada, un jarrón de alabastro corintio del siglo VI a. C., que cayó al suelo con un sonido poco prometedor.

El almacén se encontraba en un pequeño semisótano por cuyas escaleras se precipitó Orloff tras recibir un nuevo empujón. El director de la subasta lanzó un juramento y acto seguido se escuchó como su cuerpo chocaba con gran estrépito, oyéndose al instante quejidos lastimeros.

Unas voces que se aproximaban le llamaron en ruso, percibiéndose, al poco, nuevas pisadas que bajaban por las escaleras. Entonces, súbitamente, se hizo la luz.

La escena que se representó en el pequeño almacén, aunque esperpéntica, bien pudo terminar en tragedia. El hombre que acababa de irrumpir en la escalera llevaba una pistola y apuntaba con ella al gigante, que, no obstante, le miraba desafiante. Era el individuo casi albino encargado de la seguridad del señor Orloff, quien enseguida pareció darle instrucciones para que bajara su arma en tanto se incorporaba con dificultad.

En el suelo, un poco más adelante, un hombrecillo los miraba con expresión horrorizada a través de unas gafas cuyos cristales se encontraban hechos añicos. Estaba recostado contra una caja, y de su cabeza brotaba un hilo de sangre.

—Justo cuando se fue la luz alguien me golpeó, señor Orloff.

Este lo miró con los ojos desorbitados, temiéndose lo peor.

—¿Quién fue? ¿Quién te golpeó? —preguntó el director sin ocultar su excitación.

El empleado movió su cabeza pesaroso.

—No pude verle bien. Llevaba un mechero en la mano que movía frenéticamente a su alrededor, como si estuviera buscando algo. Luego se aproximó a mí amenazándome con un revólver y me preguntó dónde estaba la pieza.

—¿Qué pieza? —le inquirió Orloff zarandeándole por los hombros—. Contesta, ¿qué pieza?

—El escarabeo… Él se lo llevó.

—¿Él?

El hombrecillo asintió despavorido.

—Sólo pude ver el tenue brillo del cañón de su arma en la penumbra —prosiguió atemorizado.

Orloff hizo un gesto de desesperación.

—Su voz…

—¿Su voz? —interrogó Orloff, mirando de nuevo fijamente a aquel hombre.

—Tenía un acento extranjero —dijo el empleado, tras una pausa para coger aliento—. Hablaba como si fuera árabe.

Al escuchar aquellas palabras la cara del gigante se enrojeció de ira, dando la impresión de que fuera a estallar. Sus ojillos se movieron nerviosos de un lado a otro y sus manazas se cerraron amenazadoramente.

Súbitamente, la puerta de servicio situada en un lateral del almacén se abrió violentamente, y la figura del acompañante del gigante se dibujó ante lo que parecía una débil cortina de agua.

Al ver a su compañero, le habló atropelladamente en aquella lengua desconocida, aunque sus claros ademanes no dejaban lugar a dudas de que le apremiaba para que le siguiese.

El titán dio un bufido, y con una agilidad sorprendente para un hombre de su tamaño, salió corriendo hacia la fina llovizna que aún mojaba la noche.

Julia había permanecido en la entrada del establecimiento protegiéndose del aguacero. A pesar de la oscuridad reinante, podía escuchar el repiqueteo de las gruesas gotas al impactar sobre la acera. El agua llegaba con la furia propia de los elementos desatados, aunque Julia tenía confianza en que en breve estos se aplacarían y podría llegar al cercano aparcamiento en donde le esperaba su automóvil.

El ímpetu del agua comenzó a amainar. La tormenta se marchaba, como siempre suelen hacerlo, dejando su ira por doquier y el epílogo de una lluvia fina que acabaría por desaparecer.

La luz llegó de nuevo a las calles, devolviéndolas a la difusa realidad. Aquella noche parecían particularmente abandonadas, como envueltas aún por los invisibles peplos del ejército de las tinieblas que las había devastado; fantasmagóricos reflejos que la mortecina luz de las farolas proyectaba sobre la riada de agua que se precipitaba calle abajo. A lo lejos, el eco de las sirenas llegaba amortiguado por el ruido producido por las rodadas de los coches sobre el suelo encharcado. La ciudad regresaba a la rutina de sus sonidos naturales, como en una noche cualquiera.

Julia caminó con paso presto guareciéndose de la llovizna bajo su pequeño paraguas. Llevaba los pies empapados, pues sus zapatos de fina piel no eran lo más apropiado para sortear las anegadas calles aquella noche.

Pensaba en todo lo ocurrido como si la subasta a la que había asistido hubiera significado un corto paréntesis en su anodina vida. Otros mundos distintos al suyo le habían hablado de su existencia en lo que bien podrían clasificarse como planos paralelos que, en cualquier caso, resultaban ajenos para la mayoría de la gente.

Al bajar las escaleras del aparcamiento vino a su memoria la imagen del hombre del traje oscuro, e inmediatamente hizo un mohín de disgusto. Durante unos instantes se sintió molesta por su actitud, abriendo y cerrando el paraguas con más brío del que necesitaría para quitar las gotas de agua. Era absurdo, aunque tuviera que reconocer haber demostrado la inmadurez propia de una jovencita.

Movió la cabeza, como considerando su estupidez, mientras introducía su billete en el cajero automático. A Julia no le gustaban aquellos ingenios que relegaban al hombre en sus funciones siguiendo unos criterios económicos que él mismo definía. En su opinión, el mundo se encontraba controlado por volátiles variables que unos hilos intangibles trataban de manejar dentro de una jungla feroz, y eso a ella la horrorizaba.

La máquina devolvió su cambio, y entonces se escuchó otro estampido. Julia recogió las monedas, y al momento un segundo estallido llegó hasta ella como apagado por la distancia. Le pareció que aquello eran detonaciones que en nada se parecían a los estrepitosos truenos que había descargado la tormenta aquella noche. Julia sintió un escalofrío mientras trataba de recordar el lugar donde había aparcado su automóvil.

Con paso apresurado bajó a la segunda planta, segura de que era allí donde este se encontraba. Al acceder a ella, un sentimiento de temor la invadió por completo.

La plataforma se encontraba tan oscura como la noche cerrada que caía sobre Madrid. Julia necesitó de varios segundos para reparar en las tenues lucecillas con que los plafones del sistema de emergencia trataban de abrirse paso entre aquellas tinieblas. Orientándose lo mejor que pudo, Julia comenzó a caminar con paso vacilante tratando de adivinar la situación de su coche. Cada cierta distancia, una luz mortecina venía a reflejarse sobre alguno de los automóviles, ayudándola a tomar conciencia de dónde se encontraba. Andaba entre penumbras, tan sólo acompañada por el característico sonido producido por sus tacones a cada paso que daba. Sin poder remediarlo, Julia se sintió sobrecogida en tanto un mal presentimiento se apoderaba de ella.

Nerviosa, se detuvo un momento para quitarse los zapatos, y al hacerlo escuchó un ruido.

Julia notó como su pulso se aceleraba, creyendo que el corazón se le saldría del pecho. Angustiada, se recostó contra una de las gruesas columnas en tanto aguzaba el oído cuanto podía, listaba segura de que había oído algo, y enseguida se imaginó toda una secuencia con las peores escenas que podrían vivirse en una pesadilla. Durante un tiempo imposible de precisar forzó su vista en un vano intento de distinguir lo que no podía.

Presta a percibir cualquier sonido, Julia trató de serenarse, convenciéndose de que su coche se encontraba cerca. Casi de puntillas avanzó muy despacio, intentando formar parte de la propia oscuridad que lo envolvía todo.

Julia se aproximó a una de aquellas luces que cada cierta distancia le daban una idea del lugar en el que se hallaba. Al punto suspiró aliviada, pues un poco más allá creyó ver dibujada la figura de su vehículo, sintiéndose más confiada. Justo entonces volvió a escuchar algo. Otra vez Julia creyó que el corazón le iba a saltar en mil pedazos. No tenía duda, allí había alguien. Podía oír su suave respiración, como si apenas fuera un resuello. Se agachó entonces atenazada por los nervios, preparada para salir corriendo hasta su automóvil. Sigilosamente avanzó en esta posición como si fuera un felino, con el corazón latiéndole de tal forma que estaba convencida de que cualquiera podría escucharlo dentro de aquel garaje. Apretando los dientes, se deslizó bajo la última de aquellas luces que la separaban de su coche y, en ese momento, todo se precipitó. Una mano se aferró a Julia agarrando uno de sus tobillos con una fuerza que parecía surgir de la propia desesperación. Al sentir el contacto, ella lanzó un grito que bien hubiera podido ser tomado como espantoso, pues en él iba todo su miedo.

Pasado el primer momento, Julia trató de zafarse de aquella garra que sujetaba su tobillo, como si le fuera la vida en ello. Ella se revolvió dispuesta a defenderse, y al hacerlo, la pálida luz proyectada por el plafón le mostró el rostro de un hombre mirándola desde su agonía. Entonces escuchó de nuevo aquel sonido que antes le llegara como un resuello, comprendiendo esta vez de lo que se trataba. Aquel hombre estaba agonizando.

—Ayúdeme —oyó que le decía una voz tan débil que parecía que se fuera a quebrar.

Julia reparó entonces en que aquel cuerpo se hallaba sobre un charco de sangre, y se sintió desfallecer.

—Es usted, es usted… —volvió a escuchar casi entre susurros.

Ella lo miró de nuevo y apenas logró ahogar un grito de sorpresa.

—¡Ahmed! Pero…

Sin poder salir de su perplejidad, Julia se inclinó sobre el cuerpo del hombre que hacía poco había estado sentado junto a ella en la subasta.

—¡Dios mío, le han disparado! —exclamó horrorizada—. Iré a pedir ayuda —dijo Julia haciendo ademán de marcharse.

Ahmed la asió por un brazo y ella vio que su mano estaba ensangrentada.

—¡No! Ya no hay tiempo —balbuceó Ahmed.

Presa de la desesperación, Julia no supo qué hacer. Trató de incorporarle un poco, pero él efectuó un gesto para que no le moviera.

—Estoy muerto, pero usted aún puede ayudarme.

Ella lo miró sin comprender mientras sentía como los ojos se le humedecían.

—No. Deje que pida ayuda —volvió a repetir angustiada, abriendo su bolso en busca de su teléfono móvil.

—Escúcheme, usted es buena. Yo he visto su luz y…

Ahmed se interrumpió mientras un pequeño hilo de sangre salía por la comisura de sus labios.

—Prométame que me ayudará —dijo de nuevo Ahmed, que parecía respirar con mayor dificultad.

Julia puso una mano sobre su boca, ahogando un sollozo.

—¿Qué quiere que haga? —contestó, cogiendo una de sus manos.

—Busque en el bolsillo de mi chaqueta, hay un paquete…

Otra vez Ahmed se interrumpió intentando coger aire.

Julia hizo lo que le pedía y encontró un envoltorio.

—Ábralo —dijo Ahmed, cuya mirada comenzaba a parecer perdida.

Julia le obedeció y al terminar de desenvolverlo se estremeció por completo.

—¡El escarabeo! —exclamó mirando la pieza con incredulidad.

Aquel hombre la observaba con un rictus extraño.

—¡Usted lo ha robado! —le acusó Julia, sin salir de su perplejidad.

Ahmed negó con la cabeza.

—Yo sólo lo he recuperado. Pertenece a Egipto, ¿lo recuerda?

Julia frunció el ceño.

—Usted no lo sabe, pero la desgracia cabalga de la mano de esta pieza —dijo Ahmed en un tono que parecía profético—. Él es sólo el principio…

La profesora lo miraba desorientada.

—Ahora todo depende de usted —continuó Ahmed en medio de su agonía.

Julia lo observó con desesperación.

—Debe ir a El Cairo —masculló aquel hombre, que, sin lugar a dudas, se moría—. Allí buscará a Saleh.

—¿Saleh? ¿Quién es Saleh? —inquirió Julia, que no podía dar crédito a cuanto estaba ocurriendo.

Ahmed pareció sonreírle.

—Saleh —continuó casi en un murmullo—, en el Museo Egipcio. Entrégueselo a él.

—¡Oh, no! —protestó ella, intentando reanimarle—. ¡No me haga esto!

—Ahora márchese —indicó Ahmed—. Su vida corre peligro. Si la encuentran, la matarán.

Julia dio un respingo mientras se separaba inconscientemente de aquel hombre que la miraba fijamente, sin pestañear.

Ella volvió a ahogar un sollozo en tanto comprobaba como aquellos ojos habían perdido su luz para siempre, vacíos de toda vida. Ahmed estaba muerto.

Julia no sabía qué hacer. Sentada junto a uno de los coches estacionados, observó el cadáver de aquel hombre tirado sobre un charco de sangre. La mórbida luz del solitario plafón daba a la escena un aire tétrico, difícil de imaginar; una atmósfera irreal que parecía surgida de la peor de las pesadillas. Sin embargo, aquello era tan real como la sangre reseca que manchaba sus manos, o la figura del escarabeo perfilándose dentro del envoltorio.

Recordó las dos detonaciones escuchadas mientras se hallaba junto al cajero automático, comprendiendo que habían sido los disparos que habían acabado con la vida de aquel hombre. En ese momento el corazón le dio un nuevo vuelco.

Hasta ella llegó el eco apagado de unos pasos aún lejanos; pisadas que se aproximaban con la cadencia propia de quien busca algo. Las palabras de advertencia de Ahmed surgieron nítidas desde algún lugar de su memoria, atemorizándola por completo. Debía marcharse de inmediato.

Julia miró por última vez el cuerpo inerte de Ahmed y, sin poder evitarlo, sus manos se apoderaron del precioso paquete que había extraído de uno de los bolsillos de su chaqueta. Luego se incorporó despacio, sabedora de que un poco más allá, entre las tinieblas, había alguien que estaba dispuesto a matar. Dirigió una mirada nerviosa hacia donde creía que se encontraba su coche, apenas a unos pocos metros de distancia, convenciéndose de que podría llegar hasta él. Aguzando su vista, abrió su pequeño bolso y sus dedos lo recorrieron tratando de encontrar las llaves de su utilitario. Estas dejaron escapar su característico sonido metálico que, en el silencio angustioso de aquel aparcamiento, a Julia le sonó como una campanada.

Los amenazadores pasos se detuvieron un instante, para enseguida convertirse en rápidos ecos que se acercaban. Julia salió corriendo en tanto pulsaba desesperada el mando a distancia del cierre de su automóvil. Al momento se hizo la luz en el interior del vehículo y ella avivó su carrera. La distancia se le hizo interminable, recordándole aquellas pesadillas en las que intentaba escapar de algún peligro y sus piernas se negaban a responderle. En ese instante se dio cuenta de que la luz del interior de su auto la delataría, sintiendo como sus piernas le pesaban todavía más.

Respirando miedo por cada poro de su piel, Julia se sentó al volante a la vez que todas sus pertenencias se desparramaban en el asiento contiguo, tan nerviosas como ella.

En su estado parecía incapaz de introducir la llave en el contacto, no dejando de escudriñar hacia el tenebroso peligro que adivinaba al otro lado del cristal de su ventanilla. Gimiendo de excitación, Julia trató de calmarse, concentrándose unos instantes en su llave. Al fin, esta consiguió hallar su camino, y al punto el motor arrancó con suavidad.

Incapaz de poder coordinar sus movimientos con precisión, la caja de cambio emitió un rechinante sonido al meterla marcha atrás. En su desesperación, Julia creyó percibir los amenazadores pasos muy cerca, tanto que durante unos instantes se convenció de que no podría salir de allí. En un esfuerzo por superar su nerviosismo, la profesora hizo acopio de toda la serenidad de que fue capaz y, tras accionar el seguro de las puertas, logró al fin sacar el auto del estacionamiento. Entonces, cuando se disponía a arrancar hacia la rampa de salida, algo impactó contra la parte trasera. Julia lanzó un grito y al momento metió la primera velocidad, acelerando enloquecida, sabedora de que le iba la vida en ello. El coche salió disparado hacia la pendiente de ascenso al nivel superior, a la vez que escuchaba el sonido metálico de un objeto que repiqueteaba contra el suelo.

Sin dejar de gimotear, Julia condujo su vehículo tan rápido como fue capaz. Subió hasta la primera planta, la cual hubo de atravesar para volver a ascender por una nueva pendiente que le condujo hasta la salida.

Ni un conductor, ni un peatón, ni un mal vigilante, nadie… Aquel aparcamiento parecía tan solitario y lóbrego como si en verdad hubiera sido abandonado a su suerte, o simplemente formara parte de una tramoya surgida de la propia paranoia.

Julia detuvo el coche junto a la barrera de salida, que, al menos, permanecía iluminada. Un poco más atrás, las sombras que ocupaban el aparcamiento presentaban el invisible telón tras el cual había tenido lugar, aquella noche, la más trágica de las representaciones.

Todavía agitada, Julia lanzaba nerviosas miradas a través del espejo retrovisor hacia el espantoso escenario que dejaba atrás, temerosa del peligro que la acechaba. Por fin bajó el cristal de su ventanilla e introdujo el ticket en el cajetín, mientras se preparaba para salir sin dilación. Sin embargo, la barrera permaneció en su sitio. Julia volvió a mirar angustiada por el retrovisor y dio la vuelta al ticket introduciéndolo de nuevo en el cajetín. Aquello le ocurría en no pocas ocasiones, aunque en ese preciso momento le hiciera lanzar una maldición. Presa del frenesí, intentó probar introduciendo aquel billete de todas las formas posibles, mas la barrera permaneció en su sitio, ignorándola por completo.

Desesperada, se le ocurrió que quizá la validez del billete había caducado, pues no tenía noción del tiempo transcurrido desde que efectuó el pago. Un sudor frío recorrió su cuerpo al contemplar semejante posibilidad, lo que la llevó a intentarlo una vez más. Fue entonces cuando, por el rabillo del ojo, vio que alguien se le abalanzaba. Un cuerpo se estrelló contra su coche produciendo un sonido quejumbroso, como de latas reventadas. Tal como si una mole se hubiera desplomado desde los cielos atravesando en su caída incontables latas de hojalata.

Para Julia los segundos se convirtieron en un tiempo imposible de cuantificar, como si en verdad no significaran sino una parte más de aquella pesadilla que estaba viviendo, pues, que ella supiera, los sueños no pueden medirse. Horrorizada, miró hacia la luneta trasera, donde una forma se debatía como poseída por las furias, tal cual si las Eríneas hubieran regresado desde el Erebo.

La vaga figura se hizo plenamente corpórea, y Julia no tuvo duda de que las Hijas de la Noche, implacables, arrastraban a aquel infeliz a la locura por la sangre que se había derramado. Sin embargo, cuando aquella cara se aplastó contra el cristal, el ensalmo se desvaneció y la pesadilla cobró una nueva dimensión.

El rostro que Julia observó al otro lado de la luneta posterior del automóvil le pareció monstruoso; deformado por la presión que sus mejillas ejercían contra el cristal, aquella cara le hizo recordar a la de un gran antropoide extraído de algún tiempo remoto. Por unos instantes ambos se miraron a los ojos, y ella fue plenamente consciente de que su suerte estaba echada. El hombre la miraba fijamente con sus ojillos, a la vez que sus labios se entreabrían en un rictus que hacían asemejarle a la más feroz de las bestias.

A Julia, aquella expresión simiesca le trajo recientes recuerdos. Ella conocía a aquel hombre. Era…

Tragando saliva con dificultad, Julia continuó observándole fijamente como hipnotizada. Su cabeza grande y rasurada, sus ojos pequeños e implacables, su cuello inexistente… Aquel era el individuo que había visto aquella tarde en la sala de subastas, el mismo que había sujetado la paleta del hombre del traje oscuro decidiendo el resultado de la puja. La luz vino a hacerse en su interior sobrecogiéndola.

Consciente de cuanto ocurría, Julia vio como aquel energúmeno recuperaba el equilibrio después de su caída y con ambas manos zarandeaba el coche como si fuera un juguete. Luego, casi de inmediato, lanzó un terrible puñetazo contra el cristal de uno de los laterales, destrozándolo por completo.

Julia recordó el sonido metálico que escuchara con anterioridad en el estacionamiento, y comprendió que su perseguidor debió de haber perdido su revólver al intentar detenerla en el interior del aparcamiento. Entonces sintió como su cuerpo se aflojaba y vio como la enorme manaza de aquel tipo intentaba abrirse paso entre los cristales astillados. Ella lanzó un grito de terror y notó como se humedecía sin poder controlarse. Al momento escuchó claramente los gruñidos de aquel hombre, pareciéndole la peor de las alimañas a punto de cobrar su presa.

Fuera de control, Julia metió la primera velocidad a su auto, sin importarle un ápice que aquella maldita barrera le cerrara el paso. Las ruedas patinaron con estrépito y, justo en ese instante, como si en verdad hubiera sido objeto de la más pesada de las bromas, la barrera se elevó, dejando el paso franco al automóvil en cuyo interior Julia gritaba como una posesa.

El coche ascendió por la rampa hacia la encharcada calle en tanto su perseguidor, al que se le había unido otro hombre, lanzaba un terrible alarido. De nuevo la débil luz de las farolas hacía que la lluvia caída sobre la calzada formase sobre ella una pátina espectral.

Aferrada al volante con ambas manos, Julia hacía caso omiso a semejantes detalles, mirando una y otra vez por el espejo retrovisor hacia las tinieblas que dejaba atrás. Con los ojos todavía desorbitados, pudo ver como dos figuras corrían tras ella, a lo lejos, sin posibilidad de alcanzarla.