El Travellers Club de Londres era, sin lugar a dudas, un club de rancio abolengo. Había sido concebido por lord Castlereagh, tras las guerras napoleónicas, siendo fundado definitivamente en la primavera de 1819. Su sede inicial estuvo en el número 12 de Waterloo Place, aunque en 1832 esta fuera cambiada a su actual emplazamiento sito en el 106 de Pall Mall, en St. James’s. El magnífico edificio en el que se encontraba había sido obra del arquitecto Charles Barry, que diseñó una obra de una clara influencia italiana que fue muy del gusto de la época, y por la que recibió la cantidad de mil quinientas libras y el derecho a ser nombrado socio en 1834.
El propósito original del club fue el de proporcionar un emplazamiento en el que los caballeros que habitualmente solían desplazarse al extranjero pudieran recibir a los distinguidos viajeros procedentes de otros países que tuvieran a bien visitarles. El logotipo del club no podía estar más en consonancia con el propósito de su creación, pues en él se hallaba inscrita una cabeza que representaba al legendario Ulises, cuyos épicos viajes y aventuras pretendían ser un fiel reflejo del espíritu expedicionario que subyacía en aquel club, así como la fecha de su fundación, 1819.
Como también ocurriera con otros clubes londinenses, insignes personajes habían tenido el honor de pertenecer a él. Estadistas como el mismo duque de Wellington, Balfour, Baldwin, o el que fuera primer ministro, vizconde de Palmerston, fueron socios destacados, aunque entre estos fueran más numerosos los intrépidos aventureros o los grandes exploradores como Beauford, Fitaroy, Murchison, Perry o Thesiger.
La misma sede social en sí era un claro exponente de tales esencias, ya que las lujosas estancias desprendían aromas de otro tiempo que traían a la memoria vestigios de un pasado colonial del que, por otra parte, se sentían orgullosos. Por ese motivo, los largos corredores cuyas altas paredes, pintadas en un color mostaza, se veían salpicadas por arcadas y molduras decoradas en tonos marfil, hacían juego con las elegantes columnas que generosamente adornaban sus muros y que comunicaban los diferentes salones que albergaban las tres plantas del edificio, en los que se cuidaba hasta el más mínimo detalle.
Mas si había una sala capaz de destacar entre todas las demás, esa era sin duda la biblioteca, un verdadero compendio de libros de viajes y exploraciones enmarcados en una habitación de ensueño, en la que las paredes de suaves tonos amarillos se hallaban rematadas por un friso espectacular, un molde extraído del auténtico de mármol que Cockerell excavara en el templo de Apolo Epicúreo en Bassae, y que en la actualidad se encontraba en el British Museum.
Así era, a grandes rasgos, el Travellers Club, el lugar al que lord Bronsbury había sido invitado a almorzar aquel día.
Como solía ser habitual en él, Henry había llegado con cierta antelación, la suficiente como para poder admirar el exquisito gusto con el que estaba decorado aquel palacete, y sobre todo la magnífica balaustrada de la escalera principal, un regalo del príncipe de Talleyrand, de la que había oído hablar. Al no ser miembro del club, no podía acceder a determinadas salas, como por ejemplo la mencionada biblioteca, por lo que fue acomodado en el smoking room, una acogedora estancia situada al fondo del corredor principal, que le pareció sumamente agradable y que, en cualquier caso, era mucho más apropiada para esperar a sus anfitriones que el bar ubicado en la planta sótano.
Mientras le servían un jerez, lord Bronsbury reflexionó sobre aquel tipo de establecimientos que apenas solía frecuentar, aunque perteneciera a dos de ellos. De hecho, su difunto padre le había inscrito al poco de nacer en el White’s, el más antiguo y exclusivo de Londres, y al que habían pertenecido grandes personajes como el duque de Devonshire o el conde de Rockingham. Muchos hombres esperaban durante casi una década el derecho para poder ingresar en él, mientras que para las mujeres estaba prohibido, siendo admitidas en el mejor de los casos como invitadas. Hacía muchos años que Henry no acudía a él, entre otros motivos para evitar encontrarse con su hermano mayor, que, como él bien sabía, era un asiduo visitante.
A pesar de ello, Henry reconocía que el White’s poseía un indudable encanto. Eran muchas las anécdotas que se habían vivido en él durante sus casi trescientos años de antigüedad, e innumerables las fortunas que se habían perdido en sus salas de juego. Era famoso su gran ventanal en forma de arco, junto al que gustaban de apostarse los hombres más conocidos de su tiempo. El mismo George Beau Brummel y sus amigos habían sido asiduos de dicho lugar, marcando toda una época. Sin ir más lejos, él fue quien cambió los hábitos de la moda al empezar a llevar pantalones largos y el pelo más corto.
Henry sonrió para sí al pensar en ello, pues el cambio de hábitos se debió a un impuesto establecido por el primer ministro William Pitt sobre el polvo utilizado en las pelucas, con el que confiaba recaudar nada menos que doscientas diez mil guineas, y que tuvo un rechazo general que llevó al abandono de su uso. Los hombres optaron por cortarse sus coletas, y al final el bueno de Pitt no pudo conseguir más de cuarenta y seis mil guineas, aunque eso sí, sin pretenderlo fue el artífice de un cambio en la moda. Brummel, un hombre tan elegante como de acerada lengua, fue el abanderado de los nuevos usos, un verdadero dandy, aunque al final de sus días muriera totalmente arruinado.
Aquel histórico ventanal había sido testigo de lances sin cuento, aunque el más divertido para Henry fuera el protagonizado por lord Alvanley, y que su padre tantas veces le había relatado. En una tarde lluviosa, Alvanley llegó a apostarse tres mil libras por cuál de entre dos gotas alcanzaría primero la parte baja del cristal del ventanal, lo que sin duda fue una verdadera excentricidad.
El otro club al que Henry pertenecía era el Brook’s, que debía su nombre a un comerciante de vinos y prestamista. Fundado en 1764 por veintisiete hombres, incluidos cuatro duques, el Brook’s era el lugar de encuentro de los whigs de la clase alta y en él todos sus miembros eran liberales. Su gran rival era el White s, que no dejaba de ser un reducto tory, y ambos se encontraban situados en la misma calle, St. James’s Street, a apenas cincuenta yardas de distancia.
Como norma curiosa, ninguno de los miembros del Brook’s podía pertenecer a otro club que no fuera el White’s, algo que resultaba paradójico, dada la pugna que siempre había existido entre liberales y conservadores.
A lord Bronsbury, semejante singularidad le parecía extravagante e incluso genial, y quizá ese fuera el motivo por el que continuaba siendo miembro de ambos.
Henry paladeó su jerez en tanto paseaba distraídamente su vista por la habitación. Estaba pintada en un verde suave que contrastaba con el rojo oscuro de las gruesas cortinas recogidas a los lados de las grandes ventanas. Como en el resto de las cámaras, las paredes poseían molduras, así como los techos, que lucían un ligero tono pastel. Henry se fijó un instante en un magnífico mueble de caoba y luego miró su reloj, mientras al fondo varias personas hablaban en voz baja.
Había sido idea de su amigo Barry el concertar aquella cita. Según este, era necesaria la opinión autorizada de un experto a fin de poder recabar alguna información más acerca del escarabeo.
A pesar de su habitual flema, Henry había sentido cómo la pasión que corría por su sangre española pugnaba por apoderarse de él. En varias ocasiones, se había sorprendido a sí mismo observando extasiado la fotografía de aquella imagen en el catálogo, como si se hubiera entablado una incomprensible relación entre ambos. Sin duda, un extraño magnetismo surgía de la página satinada en la que se encontraba la pieza, obligándole a fijar sus ojos en ella, casi sin pestañear.
Durante los últimos días había experimentado la desagradable sensación de tener que mirar aquella página más de lo que debiera, como si fuera una necesidad. Él era un hombre acostumbrado a poseer obras de indudable valor sin que por ello se vieran alteradas sus emociones; sin embargo, en esta ocasión todo resultaba diferente, pues un extraño deseo parecía haberse despertado en él haciéndole anhelar el poseer aquel objeto.
Henry movió imperceptiblemente la cabeza mientras abandonaba un estado de abstracción que ya no le satisfacía. Volvió a mirar su reloj y, justo en ese momento, vio aparecer a Barry acompañado por un señor de avanzada edad y porte aristocrático. Eran las doce y media y como de costumbre su amigo llegaba puntualmente.
A sus ochenta y cinco años, James Soane personificaba la más exquisita educación. Alto, delgado, de nariz prominente y cabello tan níveo como su grueso bigote, a Henry le pareció uno de aquellos personajes londinenses que Dickens dibujara con maestría más de un siglo atrás. Vestido con un impecable traje de color negro, Soane llevaba una camisa blanca de cuello duro, en la que anudaba una corbata tan negra como su traje, sobre la que prendía una hermosa perla nacarada. De manos huesudas y recorridas por exageradas venas, el señor Soane hablaba con la parsimonia propia de quien no conoce el significado de la palabra atropello, y al hacerlo gustaba de tomarse sus pausas para observar a sus contertulios por encima de unas lentes que al parecer le habían acompañado toda la vida. Sus ojos, de un azul casi cristalino, resultaban inmensamente pálidos, quizá debido a la proximidad de unas cejas tan espesas y blancas como su propio pelo, o simplemente porque el color se había acabado por difuminar después de tantos años.
Sus maneras eran similares a las que Henry había visto en su niñez a los viejos amigos de su padre, como de otro tiempo, y su acento apenas tenía que ver con el de la mayoría de la gente, pues invitaba a cerrar los ojos sólo para escucharlo, resultando inusualmente perfecto. En cuanto a las facciones de su cara, estas parecían acordes con lo esperado para su edad, aunque todavía dejaran entrever el atractivo que aquel hombre hubo de tener en su juventud. Ahora se hallaban acompañadas por infinidad de tenues capilares diseminados aquí y allá, que daban a aquel rostro un aspecto algo enrojecido y proclamaban su afición por la buena bebida, a la que el señor Soane no tenía inconveniente en homenajear.
James Soane había sido un hombre con una sólida reputación dentro de los ambientes académicos del Reino Unido, eminente egiptólogo, ejerció como profesor en el Instituto Griffith de la Universidad de Oxford y más tarde fue conservador en el Ashmoleam Museum de dicha universidad, el más antiguo de Inglaterra, para, finalmente, jubilarse como máximo responsable del cuidado de las colecciones del antiguo Egipto del British Museum. Al parecer, de él se aseguraba que podía determinar de un simple vistazo la importancia de una pieza, así como su composición y estado de conservación. No había detalle que pudiera escapar a su vista certera, que algunos constataban le venía de familia, ya que había quien afirmaba que era pariente lejano de sir John Soane, un famoso arquitecto que allá por 1824 comprara el magnífico sarcófago de alabastro perteneciente al faraón Seti I por la cifra de dos mil libras para su colección privada, que todavía se podía admirar en su antigua casa de Lincoln’s Inn Field, aunque todo esto a Henry le pareciera un poco exagerado.
En cualquier caso, Barry sentía verdadera veneración por el conservador y no había dudado en ponerse en contacto con él para pedirle su parecer sobre el enigmático objeto. El que hubiera sido profesor en su misma universidad, en la que Henry también había cursado sus estudios, fue más que suficiente para que Soane se sintiera dispuesto a prestarles su desinteresada ayuda, insistiendo en invitarles a almorzar en su club.
—No es el club más antiguo de Londres, pero sí posee su propia historia —decía el señor Soane mientras degustaba su segundo gin tonic—. Este enclave mantiene intactos los valores que llevaron a crearlo y que lo convierten, dados los tiempos que corren, en poco menos que un reducto. Mi padre y mi abuelo también pertenecieron a él.
Henry lo observaba con curiosidad, en tanto Barry asentía despreocupadamente.
—A mi edad, caballeros, este lugar es como mi hogar, pues desde que enviudé paso aquí más tiempo que en mi propia casa. Además, los cocineros cuidan de que mi dieta sea la adecuada —aseguró muy serio dando otro sorbo a su bebida.
Henry hizo un gesto, apenas imperceptible, que no pasó desapercibido al profesor.
—Este excelso combinado se encuentra por encima de cualquier régimen —dijo Soane con rotundidad—. Créame, milord, estoy convencido de que contiene elementos capaces de aumentar la longevidad del individuo.
Barry sonrió beatíficamente mientras dejaba su vaso de whisky sobre la mesa y acto seguido hizo uno de aquellos extravagantes comentarios que en ocasiones se le ocurrían.
—De haber conocido sus propiedades, seguro que los antiguos egipcios lo hubieran empleado en sus ritos funerarios.
Henry lo miró estupefacto, en tanto el profesor parecía considerar aquella barbaridad.
—Nunca se me hubiera ocurrido, sin duda —dijo al cabo, pasándose los dedos por el bigote.
El almuerzo en sí estuvo en consonancia con la dieta del profesor: una ensalada de mozarella con tomates secos y un filete de barbuda a la plancha con puerros tiernos fue todo lo que este estuvo dispuesto a comer, aunque, eso sí, se bebieran dos botellas de clarete.
No obstante, el señor Soane resultó un gran conversador y sumamente ceremonioso, no ocultando el respeto que sentía hacia la nobleza.
—Milord —decía mientras se llevaba con lentitud pequeños pedazos de filete a la boca—. Créame, una sólida formación académica lo es todo. Ahora, con los ordenadores, esta acabará por resentirse. Es necesario cierto espíritu de sacrificio para consolidarla.
—El profesor es un ferviente admirador de los arqueólogos de antaño —intervino Barry, que no tenía inconveniente en comer a dos carrillos.
—Los viejos métodos son sólo antiguos, pero no malos. Con ellos, algunos hombres fueron capaces de construir una sólida base sobre la que apoyarnos. No cabe duda de que fueron grandes sabios a los que les debemos todo.
—Por lo que sé, tampoco estaban faltos de audacia —dijo Henry después de dar un pequeño sorbo a su copa—. Hicieron descubrimientos sensacionales.
Al señor Soane se le iluminó el rostro.
—¿Sabía que yo nací el día en el que se descubrió la tumba de Tutankhamón? —dijo el profesor enderezando aún más la espalda contra el respaldo de su silla.
Henry hizo un gesto de desconocimiento, mientras observaba el extraño brillo que se había apoderado súbitamente de los ojos del anciano.
—Mi madre siempre me dijo que aquello había sido una premonición, y que mi futuro estaba escrito en ella, y tenía razón.
—El señor Soane llegó a conocer a Howard Cárter —apuntó Barry mirando a su amigo.
Este hizo un gesto de curiosidad.
—Así es, milord. Tuve el honor de saludarle poco antes de su muerte, en marzo de 1939. Yo iba a cumplir diecisiete años, y me causó una impresión imborrable, fue un gran hombre.
—Sin duda, aunque convendrá conmigo en que en los últimos años su memoria se ha visto enturbiada por, digamos, amenazadoras sombras —indicó Henry.
—Cárter ya tuvo muchos enemigos en vida —apuntó el anciano con voz pausada—. Como seguramente usted ya sabe, él no era un egiptólogo de carrera, pero, sin embargo, hizo el mayor descubrimiento en la historia de la arqueología. Como comprenderá, aquello no fue fácil de asimilar para muchos de sus colegas.
—No obstante, hoy en día no son pocos los que critican los métodos que utilizó para tratar alguno de los objetos encontrados en la tumba.
—Conozco bien esas críticas y también a quienes las hacen, milord —observó el profesor—. En mi opinión, Cárter realizó un magnífico trabajo y utilizó los medios de los que se disponía en aquel tiempo a fin de hacerlo lo mejor posible. Además, contó con la ayuda del equipo de especialistas más competente de la época; es fácil reprobar a Cárter ochenta años después. A mi parecer, Cárter representa uno de los casos más flagrantes de indiferencia pública en la historia de este país. Jamás recibió ningún tipo de honor o reconocimiento por parte de nuestra sociedad. Su muerte apenas despertó interés, siendo su sobrina, Phyllis Walker, su única heredera. Sus libros, e incluso sus muebles, acabaron siendo subastados poco después en Sotheby’s, algo lamentable, diría yo.
Los camareros sirvieron los postres, y el señor Soane continuó relatando historias del pasado que, en realidad, no dejaban de formar parte de él. Henry observó cómo, a su manera, aquel anciano hablaba con la pasión que le permitía la estricta formalidad en la que siempre había vivido. El marco no podía ser más adecuado, pues el restaurante de aquel club resultaba tan formal como el viejo profesor; altos techos, exquisitas molduras, paredes de un indefinible color en el que señoreaba el verde y que daban a la sala un aspecto indudablemente lujoso a la vez que serio. Unas magníficas lámparas colgaban del techo como arañas tornasoladas que recogían reflejos de una luz que se desparramaba a través de sus pequeños cristales, y Henry pensó que ya no existían muchos lugares así, símbolos de conceptos para muchos trasnochados, pero que formaban parte de un modo de vida que algunos trataban de que perdurasen.
Cuando levantó su vista de la gruesa moqueta de color verde oliva, en la que unos ribetes blancos formaban simétricos rombos, Henry se encontró con la mirada expectante de sus acompañantes.
—Ruego que me disculpen, caballeros, pero he de reconocer que los inusuales relatos del señor Soane han conseguido que me abandonara a ellos durante unos instantes.
Barry torció levemente el gesto ante aquella excusa tan poco creíble.
—Decía al profesor que quizá el momento de tomar el café fuera el adecuado para que milord le mostrara el catálogo —señaló Barry con cierto retintín.
—Oh… Por mí perfecto —dijo Henry engolando su acento a propósito, en tanto le entregaba el catálogo al profesor.
Ambos amigos cruzaron un instante sus miradas mientras el señor Soane se ajustaba las gafas. Luego le observaron intentando atisbar algún gesto en una cara que parecía encontrarse desprovista de ellos.
Durante un tiempo imposible de precisar, el señor Soane pareció perderse por entre los mágicos trazos impresos en aquella página satinada, absorto en quién sabe qué pensamientos, que en cualquier caso resultaban imposibles de descifrar.
Lord Bronsbury se reclinó cómodamente sin apartar su vista de las manos del anciano, cuyos dedos acariciaban cada línea de aquella imagen casi con reverencia.
—Dominus illuminatio mea —dijo al fin, lanzando un suspiro, parafraseando de esta forma la leyenda inscrita junto al escudo de la Universidad de Oxford.
Luego, durante breves instantes, miró a ambos amigos por encima de sus lentes.
Barry no pudo ocultar su ansiedad.
—¿Qué opinión le merece, profesor?
—Hum… Yo diría que nos encontramos ante algo inusual, sin duda —respondió volviendo a concentrar su mirada en la imagen—. Aunque parece espléndido.
—¿Cree que es auténtico? —le inquirió Henry.
—A simple vista sería difícil asegurarlo, milord. Durante mi larga carrera como conservador he sido testigo de falsificaciones asombrosas —aseguró el anciano sacando una pequeña lupa de uno de sus bolsillos.
Durante varios minutos el señor Soane pareció examinar la imagen con mayor detenimiento, en tanto sus contertulios guardaban un respetuoso silencio.
—Lord Bronsbury opina que pudiera tratarse de un escarabeo alado —intervino al fin Barry, sin poder remediarlo.
Henry frunció el ceño ante el comentario, y el profesor levantó su vista del catálogo para volver a mirarlos.
—En tal caso sería el ejemplo más inusitado con el que me hubiera encontrado nunca, caballeros. Los escarabeos alados suelen tener un cuerpo pequeño y una considerable envergadura. Como seguramente sabrán, solían insertarse entre las redecillas que hacían las veces de sudario en el cuerpo del difunto. Por otra parte, todos los que he visto estaban fabricados con fayenza, y este, según parece, es de lapislázuli.
—¿Opina entonces que se trata de un escarabeo de corazón? —preguntó Henry, incorporándose levemente.
—Yo diría que no, milord. Si tienen la bondad de aproximarse, les mostraré algo.
Los dos amigos se levantaron y fueron a sentarse junto al anciano.
—Muy amables, caballeros. La pieza es una representación del scarabeus sacer, el escarabajo sagrado del antiguo Egipto, de eso no hay ninguna duda, pero como muy bien han observado, posee unas alas que rodean el cuerpo principal del objeto que pueden invitar a pensar que es alado, aunque se encuentre muy lejos de serlo. Por otra parte, los escarabeos que se colocaban sobre el corazón del difunto, entre los vendajes, no ostentaban semejantes adornos. Además, en el chatón, su parte inferior, solía inscribirse algún texto del Libro de los Muertos, algo que no ocurre en este caso, como ya se ha encargado de demostrar el señor Howard.
Henry se acarició la barbilla, pensativo.
—Su perplejidad es comprensible, milord —dijo el señor Soane enfatizando sus palabras—. Salta a la vista que es una pieza singular. Si se fijan bien, podrán observar que el elemento principal de la obra es el escarabajo de lapislázuli que, con toda seguridad, va engastado en oro; sobre él gira toda la composición.
—Es de una creatividad excepcional —apuntó Henry—. Ya a simple vista es capaz de transmitir su perfecta simetría. La obra es un prodigio de equilibrio.
—Y le aseguro que no es por casualidad, milord. Mucho más allá del simple valor crematístico de la pieza está el simbólico. Las connotaciones mágicas que posee nos llevarían mucho más allá del propósito de esta reunión.
—En mi opinión, el artista realizó un trabajo insuperable —apostilló lord Bronsbury.
—Digno del ajuar funerario de un faraón —señaló el profesor—. Fíjese en las alas de halcón que rodean al escarabajo. Parecen estar decoradas con la técnica del cloisonné, lo cual hace posible imitar su plumaje. Me recuerda a un pectoral en forma de escarabajo encontrado en la tumba de Tutankhamón, aunque bien podría ser obra de alguno de los grandes joyeros del Imperio Medio, seiscientos años antes.
Henry volvió a acariciarse el mentón pensativo, en tanto trataba de disimular su creciente interés por aquella obra.
—He de reconocer, profesor, que la imagen me subyugó desde el primer momento que la vi —intervino Barry—. Sería una lástima que se tratara de una falsificación.
—Como les dije antes, habría que estudiarla con detenimiento. Sin embargo…
Barry lo miró con los ojos muy abiertos.
—Sin embargo —prosiguió el señor Soane—, hay ciertos detalles que me inclinan a pensar en la autenticidad de la obra, empezando por las mismas inscripciones del chatón. Se me antoja difícil que alguien haya podido reproducirlas, aunque en ese campo el experto es usted, Barry.
—El texto tiene su complejidad, desde luego —subrayó este—. Está escrito en egipcio clásico, la escritura jeroglífica propia del Imperio Medio, una forma que posteriormente sólo se empleó para decorar los monumentos, o en las solemnidades. Además, la historia que relata forma parte de una leyenda; sólo un gran especialista podría haberlo falsificado.
El profesor asintió en silencio mientras volvía a mirar el catálogo.
—¿Y qué me dice acerca de la procedencia? —preguntó Henry acercándose un poco más al anciano.
Este soltó una suave risita.
—Me temo que parece bastante oscura.
—Eso pienso yo —confirmó Henry esbozando una sonrisa picara.
—Me atrevería a decir, milord, que existen fundadas posibilidades de que provenga de alguna desgraciada desaparición.
—Un robo no denunciado —apuntó Henry categórico—. El catálogo sólo determina que la obra pertenece a una colección privada, sin dar más detalles. Me temo que sea suficiente para despertar sospechas.
—Convendrán conmigo, caballeros, en que la pieza parece una obra maestra —señaló el señor Soane—. Es sumamente extraño que ninguna de las grandes casas de subastas internacionales se haya interesado en ella; algo verdaderamente insólito, diría yo.
—A no ser que el propietario no pueda dar garantías de su autenticidad —dijo Henry—. En ese caso, debe tratarse de una obra oficialmente sin catalogar, sólo así podría ser subastada sin que nadie la reclamase. Por algún motivo, esa pieza ha aparecido en España, y la firma encargada de subastarla cree que es el lugar más apropiado para llevar a cabo la puja.
El profesor volvió a reír quedamente.
—Los tiempos cambian, aunque existan negocios que apenas hayan variado, señores. La ambición y el hombre siguen yendo de la mano.
Lord Bronsbury le miró sin decir nada, sabedor de que él mismo estaba acostumbrado a poseer cuanto le interesaba.
Un camarero se aproximó con una botella de oporto y les sirvió unas copas. El señor Soane levantó la suya a modo de brindis.
—En fin, caballeros, creo que puedo aventurarme a asegurar que la pieza que nos ocupa es tan auténtica como nuestra presencia hoy aquí. Brindemos por ello.
Los tres contertulios alzaron sus copas y apuraron su contenido.
—Espléndido, espléndido —murmuró el profesor mientras chasqueaba su lengua con indisimulado deleite—. Es lo que yo digo, milord, no hay nada como un buen oporto.
—A estas alturas, la autenticidad de la obra se me antoja más que plausible —intervino Henry, que parecía continuar sumido en sus propias cavilaciones—. Sin embargo, continúo teniendo dudas acerca de cuál era su función.
—Intrínsecamente, su cometido es muy claro, milord —se apresuró a contestar el profesor—. Los escarabeos son, en sí mismos, un compendio de todos los talismanes utilizados en el antiguo Egipto; toda su magia queda resumida en ellos, por así decirlo. Su simbología solar no es más que una evocación a la regeneración eterna que en sí perseguían.
—No obstante, profesor —intervino Barry—, la atípica representación de este escarabeo nos hace plantearnos serias dudas acerca de él.
El señor Soane miró a sus dos acompañantes un momento y luego acarició su poblado bigote.
—Si me pregunta por el lugar en el que fue encontrado —señaló el anciano—, he de reconocer que no podría asegurarlo con rotundidad. Hay serios motivos para pensar que esta obra pertenece a un ajuar funerario, aunque estoy seguro de que no se hallaba entre los vendajes de la momia.
—No tengo conocimiento de que se haya descubierto últimamente ninguna tumba que contuviera piezas de estas características —aseguró Barry, haciendo un gesto con sus manos.
—Eso es muy interesante, sin duda —subrayó el señor Soane—, aunque quizá estemos dando demasiada importancia a ese detalle. Es posible que, en realidad, la pieza fuera adquirida por algún particular hace más de un siglo, y haya permanecido hasta este momento en una colección privada, tal y como asegura el catálogo.
Henry permanecía ausente, sumido en sus propios pensamientos.
—Profesor —dijo al fin, saliendo de su abstracción—. Llevo lo suficiente en el mercado del arte como para asegurarle que aquí hay algo extraño. El mismo precio de la pieza puede resultar engañoso; aunque parezca elevado, yo estaría dispuesto a ofrecer mucho más por hacerme con ella.
—Sin duda su señoría dispone de más elementos de juicio que yo para ese particular —declaró el anciano respetuosamente.
Barry observó a ambos un instante.
—Yo diría que todo el misterio radica en el texto inscrito en el reverso, y no en la figura en sí —apuntó mientras limpiaba sus gafas.
El señor Soane pareció vacilar un momento.
—¿Tendría la amabilidad de dejarme leer de nuevo su transcripción? —le inquirió el profesor súbitamente.
Barry le entregó la cuartilla en la que había traducido el texto y el señor Soane la estudió con atención.
—Curioso, e interesante, desde luego —musitó mientras terminaba de leer aquellas líneas—. Caballeros —continuó en tanto devolvía la hoja a Barry—, es posible que esta pieza no pertenezca en sí a ninguna tumba.
Lord Bronsbury lo miró con atención, arqueando una de sus cejas.
—¿Entonces? —intervino Barry con incredulidad.
—El texto lo dice por sí mismo —aseguró el señor Soane—. A mi modo de ver, estas inscripciones no son más que un aviso.
Henry se reclinó juntando ambas manos bajo su nariz.
—El difunto, el príncipe Neferkaptah, nos advierte de algo terrible que, según parece, le ocurrió —indicó el profesor—. No obstante, él confiaba en alcanzar los Campos del lalú, su paraíso. Tenía esperanzas en la resurrección eterna, pues de otro modo no hubiera realizado estas inscripciones en el escarabeo.
Los ojos de Henry brillaron de nuevo con intensidad.
—Si es así, el escarabeo pudo haber sido depositado en las cercanías de la tumba —musitó como para sí.
—Probablemente, milord. Es posible que fuera enterrado a la entrada de la tumba junto con el resto de los materiales utilizados para la momificación del difunto. Eso era algo común, y explicaría la singularidad de la obra.
A Henry se le iluminó el rostro con una sonrisa.
—En fin, caballeros —concluyó el profesor—, creo que para poder arrojar más luz sobre el asunto sería deseable poseer la obra. En cualquier caso, espero haberles sido de alguna ayuda.
Lord Bronsbury hizo un gesto de agradecimiento, alzando su copa en lo que parecía un último brindis.
—Le aseguro que su opinión ha resultado verdaderamente esclarecedora, señor Soane.
Cuando abandonaron el club, el tibio sol de aquella tarde de abril les vino a saludar con cierta desgana, atrapado entre nubes dispersas que pasaban dispuestas a velar su cálido aliento. Tras agradecer de nuevo al señor Soane su gran amabilidad, ambos amigos se despidieron del viejo profesor, asegurando que le harían saber el desenlace de aquel enigmático asunto.
Mientras paseaban, Barry hizo diversas consideraciones sobre los puntos de vista del profesor, tal y como si hablara para sí mismo. Henry caminaba a su lado con un semblante desprovisto de atisbo alguno de emociones, envuelto quizá en su propio ensueño.
Al llegar al final de la calle Pall Mall giraron a la derecha para tomar St. James’s Street. Barry prosiguió hablando, mientras su amigo continuaba con la mirada perdida en ambiguas entelequias. Sus deseos por poseer aquella obra iban mucho más allá de los de un mero coleccionista. Aquel escarabeo le había embrujado a través del papel satinado del catálogo en el que se hallaba representado. Era algo que le resultaba inexplicable y que, en cierto modo, le hacía sentirse enardecido, como si él mismo formara ya parte de aquel misterio.
Al cruzar King Street sintió cómo le zarandeaban el brazo.
—No has escuchado ni una palabra de lo que te he dicho, Henry.
Este pestañeó ligeramente, como regresando paulatinamente de su ensoñación, a la vez que dirigía su mirada hacia el fondo de la calle, justo donde se encontraba la sala de subastas Christie’s, que tan bien conocía.
—Disculpa, amigo mío —dijo mientras proseguían su paseo—, pensaba en el punto de vista del señor Soane.
Barry pareció escudriñarle con la mirada.
—Me temo que su autorizada opinión ha logrado aumentar aún más la desazón de mi espíritu —aseguró Henry.
Barry lanzó una pequeña carcajada.
—Es curioso cómo una pequeña reliquia de una civilización milenaria es capaz de hacer zozobrar tu flema aristocrática. Aunque te aseguro que lo entiendo.
Henry hizo uno de sus gestos habituales arqueando una de sus cejas para mirarle con desdén.
—Ruego a su señoría tenga a bien no mirarme así —continuó Barry volviendo a reír—. Milord debe entender que, no en vano, soy egiptólogo y puedo imaginar lo que siente.
Lord Bronsbury le dirigió una media sonrisa que podría significar cualquier cosa.
—Escucha, Henry —dijo Barry en un tono más confidencial—. Puedo comprender lo que sientes, créeme. Desde que leí el texto jeroglífico me siento esclavo de una excitación impropia de un hombre de ciencia.
Ahora fue Henry quien rió.
—Sí. En Oxford los profesores también nos apasionamos por determinadas cosas. Piensa si no en el señor Soane; a sus ochenta y cinco años hoy ha experimentado una indudable emoción al examinar la imagen del escarabeo.
—Me he llevado una magnífica impresión de él —subrayó Henry.
—Te aseguro que sigue siendo muy respetado entre la clase académica.
Luego Barry soltó otra risita.
—En realidad es un hombre muy particular y, entre nosotros, nadie ha comprendido jamás cómo pudieron admitirle en el club.
—¿Te refieres al Travellers?
—Al mismo. No sé si sabrás que, entre las reglas originales para la admisión de miembros del club, se excluía a todo aquel que no hubiera viajado fuera de las islas Británicas a una distancia de, al menos, quinientas millas en línea recta desde Londres.
Henry lo miró divertido.
—Créeme. Y lo bueno del caso es que nadie ha visto nunca al señor Soane ir más allá de Bristol.
Lord Bronsbury no pudo reprimir una carcajada.
—Bueno —dijo volviendo al poco a su tono habitual—. Nosotros sí que lo haremos.
Barry lo interrogó con la mirada.
—Será mejor que prepares la maleta, Barry. Nos vamos a Madrid. Allí nos espera una subasta, y espero que, por el camino, me cuentes la historia del príncipe Neferkaptah.