III

Se podría asegurar sin temor a caer en la exageración que Henry Edwards Charles Philips Archibald, vizconde de Langley y quinto conde de Bronsbury, era un hombre inmensamente rico. Pertenecía a una de las familias más aristocráticas del país, cuyo linaje se remontaba a los tiempos en los que Guillermo el Conquistador, duque de Normandía, invadiera Inglaterra allá por el siglo XI. Los tres condados en los que este dividió la isla recién conquistada significaron el asentamiento de sus lejanos ancestros, cuya suerte corrió pareja desde entonces con los avatares históricos que los siglos depararon a Gran Bretaña.

Lógicamente, entre sus antepasados había habido de todo, desde católicos recalcitrantes hasta exacerbados jacobitas, pasando por revolucionarios cromwelianos, obispos, grandes militares, reconocidos políticos, o primeros lores del tesoro de Su Majestad.

Su difunto padre, sir Ralph Archibald, lord Belford, había sido el vértice en el que había confluido aquella enorme pirámide, cuya base comenzara a construirse casi diez siglos atrás, y dentro de la cual se escondía algo más que la simple historia de sus apellidos. A través de casi un milenio, los intereses de su familia habían sido sabiamente negociados con todo tipo de enlaces y variopintas uniones, de tal suerte que su sola mención era sinónimo, en la actualidad, de fortuna y gloria. Sus intereses iban mucho más allá de sus extensas posesiones repartidas por toda Inglaterra. La tierra y el ganado, que antaño les reportaran pingües beneficios, hacía mucho tiempo que habían dejado de ser su principal fuente de ingresos. Los Archibald habían ido con los tiempos, y a diferencia de lo que ocurriera con otras casas ilustres del país, que acabarían por arruinarse, ellos decidieron comprometerse en la industrialización de la nación, casi desde el principio, convencidos de que el futuro económico había dejado de pertenecer a la tierra. Por todo ello, con el paso de los años, sus inversiones habían acabado por diversificarse prácticamente por todo un tejido industrial que se extendía más allá de las propias fronteras del Reino Unido. Primero fueron las industrias tradicionales de siderurgia en el Midlands, la metalurgia en Bristol, y la producción de carbón en los Lowlands de Escocia. Luego llegó el momento de apostar por la floreciente industria química y de participar en el negocio del petróleo, ampliando sus intereses a refinerías, gaseoductos y grandes multinacionales, haciendo que los beneficios ascendieran hasta cifras insospechadas.

Sir Ralph Archibald, el hombre que durante decenios había gobernado con habilidad aquella gigantesca nave, había heredado, no obstante, el genuino toque excéntrico que a través de todos aquellos siglos habían demostrado poseer no pocos miembros de su familia.

Casado en primeras nupcias con lady Sarah Ormond, una mujer sumamente estricta perteneciente a la aristocracia rural, con la que había tenido dos hijos, sir Ralph no tuvo el más mínimo reparo en mandarla a freír espárragos durante una cena oficial en la que se encontraba lo más granado tic la alta sociedad londinense. Ante la mirada sorprendida de todos los asistentes, lord Belford se levantó de la mesa y alzando su copa dijo solemnemente:

—Querida, brindo por los treinta años de felicidad que he tenido la desgracia de soportar a tu lado.

Tras ello, se marchó como si nada hubiera ocurrido.

Aquello fue muy comentado y motivo de no pocos chascarrillos, aunque el verdadero escándalo se produjo cuando, al poco tiempo, sir Ralph anunció que iba a casarse de nuevo con una mujer treinta años más joven, que además era española.

Al enterarse, lady Sarah cogió tal berrinche que le dio un síncope a la pobrecilla, muriendo en el acto.

«Una pérdida irreparable», aseguró lord Belford, quien, sin embargo, no tuvo reparo en aprovechar para casarse de nuevo por la Iglesia, aunque esta vez fuera la católica, con su nueva esposa.

La novia era una joven andaluza de inmensa belleza, perteneciente a una buena familia afincada desde hacía algunos años en Londres, donde su padre desempeñaba un alto cargo dentro de la embajada española. Al verla por primera vez, durante el transcurso de una recepción, sir Ralph se volvió loco por ella, perdiendo literalmente el juicio, como si fuera un adolescente, aunque ya hubiera cumplido cincuenta y tres años.

Carmen, que así se llamaba la joven, se vio sorprendida por un hombre que resultó ser un verdadero torbellino, al que no parecía ponérsele nada por delante, que la abrumó hasta el punto de aceptar casarse con él a pesar de la diferencia de edad.

La pasión desenfrenada que por ella sentía sir Ralph dio sus frutos, y antes de pasado un año Carmen alumbró a un niño al que bautizaron, entre otros, con el nombre de Henry, en honor a su abuelo materno, que se llamaba Enrique.

A menudo, Henry había pensado en la influencia que su madre había tenido en su vida. Ella fue la que hizo especial hincapié en que su educación resultara diferente a la que habían recibido sus hermanastros. Desde hacía siglos, los varones de la familia Archibald habían estudiado, indefectiblemente, en Eton, donde la más estricta disciplina estaba asegurada. Carmen decidió que existían otras buenas opciones que pondrían al niño en contacto con un ambiente que, aunque distinguido, resultara un poco más abierto. Fue así como Henry ingresó en el exclusivo colegio de Harrow en Middlesex, del que guardaría siempre un imborrable recuerdo.

Sin lugar a dudas, fue su madre la que le transmitió aquella sensibilidad especial que poseía para apreciar todo lo bello. Él se había criado entre obras de arte, y en su memoria habían quedado grabadas sus frecuentes incursiones por los interminables pasillos de la residencia familiar en Surrey, siempre abarrotados por el inconmensurable legado que sólo mil años son capaces de ofrecer. Por todo ello, no resultó extraño el que Henry decidiera, para su formación universitaria, estudiar Historia del Arte.

Sir Ralph se quedó perplejo, pues se había formado planes para que el muchacho pudiera ayudar a dirigir el vasto entramado de negocios de la familia, pero Carmen fue determinante al hacer ver a su marido que un espíritu como el de Henry no podía verse encerrado el resto de sus días junto a la mesa de un consejo de administración.

Así fue como, tras su paso por el colegio, Henry ingresó en Oxford, entrando en contacto con un universo en el que se daban cita gentes de la más diversa condición, y cuya meta no era otra que la de empaparse de todo el saber acumulado en la universidad más antigua de Inglaterra.

Durante su estancia en Oxford, el joven pudo forjarse una idea más real de cómo era el mundo que le rodeaba. Alejado del ambiente exclusivo en el que siempre había vivido, Henry tomó conciencia de lo diferente que podía resultar la vida para los demás. Él se mostró como un alumno brillante, pero no obstante pudo constatar como otros muchos alumnos tan aventajados como él tenían la posibilidad de estudiar allí sólo gracias a las becas que les habían sido concedidas.

En sus años pasados en Oxon, la forma abreviada con la que se referían a la universidad, Henry hizo grandes amistades con personas de diferente condición social, algunas de las cuales se convertirían, andando el tiempo, en sus mejores amigos.

Sin embargo, aquella ventana por la que se había asomado al mundo que lo rodeaba, también le mostraba sus propios privilegios. El carnaval de la vida había decidido ofrecerle caviar y champán en abundancia, y él se convenció de que lo mejor sería evitar desairarla, y no rehusar semejante ventura.

Ocurrió que en el último año en la universidad, Henry trabó conocimiento con el lado más amargo de la vida, pues su inseparable compañera hizo acto de presencia, súbitamente, como suele ser norma habitual en ella, y una tarde le anunciaron que sus padres habían sufrido un fatal accidente, muriendo ambos en el acto.

A Henry la noticia le causó tal impresión que tardó mucho tiempo en recuperarse, a la vez que planteó sobre él problemas de verdadera consideración.

Las relaciones con sus hermanastros siempre habían sido malas. Ellos le consideraban un advenedizo que poco o nada tenía que ver con el linaje de sus antepasados, y que no era sino el resultado del descontrol de los instintos de su extravagante padre. Con semejantes premisas, es fácil imaginar la feroz batalla que se desató por la descomunal fortuna de lord Belford. Aquella herencia era digna de reyes y, durante meses, la prensa de todo el país se hizo eco del desarrollo de la encarnizada pugna legal que se desencadenó.

Ante la magnitud de lo que se le avecinaba, Henry demostró su buen tino y una gran inteligencia. Poco o nada le interesaba el dominio de las grandes empresas de su padre, así que sus abogados obraron con gran habilidad, de tal forma que centraron su lucha en el control de estas, para desgastar a la otra parte. Al final, el resultado fue el deseado, ya que a cambio de la renuncia por dirigir todas aquellas compañías, Henry conservaría sus títulos nobiliarios, diversas posesiones, y una más que generosa cantidad de acciones distribuidas por la mayor parte de las empresas en las que su familia tenía intereses. Una inmensa fortuna con la que podría permitirse disfrutar despreocupadamente de cuanto se le antojase durante el resto de sus días.

Desde aquel momento, lord Bronsbury se convirtió en adorador furibundo del arte en todas sus formas.

El destino, siempre caprichoso, le había elegido colmándole de abundancia para así permitirle acceder allí donde tan sólo unos pocos podían. Él, por su parte, procuró no decepcionarle, pues se rodeó de todo cuanto le pareció exclusivo, desde el más hermoso de los caballos hasta la talla más delicada, recorriendo el mundo entero para encontrarlo, dondequiera que estuviese. Quizá por eso no se había casado, pues creía que, en cierto modo, su corazón jamás podría pertenecer en exclusividad a nadie.

Cómodamente sentado frente a la chimenea de la biblioteca en su casa de Mayfair, lord Bronsbury observaba ensimismado las finas volutas de humo que se desprendían de su habano. Mientras fumaba parecía encontrarse en un estado de abstracción próximo al abandono, como perdido en la más profunda de las meditaciones, aunque en realidad se hallara muy lejos de estarlo. Simplemente reflexionaba sobre un hecho, sin aparente importancia, acaecido varios días atrás, y que no obstante había terminado por acaparar toda su atención.

Cuanto más pensaba en ello, más heterodoxo le parecía el asunto, lo cual no había hecho sino aumentar su inicial interés. Todo había comenzado una fría mañana de principios de abril al recibir el correo. La mayoría de las cartas de aquel día habían sido enviadas por distintas galerías de arte que tenían la amabilidad de invitarle a visitar sus exposiciones. Sin embargo, entre ellas había una en la que le comunicaban la próxima celebración de una subasta, a la que esperaban que asistiese, que le causó cierta extrañeza.

El hecho en sí mismo no tenía nada de particular. Él era una persona muy conocida en el ámbito de las subastas de arte, y por tanto recibía de ordinario invitaciones de ese tipo. Fueron la casa que lo organizaba y el lugar los que realmente despertaron su curiosidad.

En su ya dilatada experiencia en el negocio de las antigüedades, Henry no había oído nunca hablar de la sala de subastas Orloff; por eso le extrañó sobremanera que aquella casa poseyera sedes en varias capitales como París, Moscú, Ámsterdam y Madrid, tal y como rezaba en la tarjeta de invitación, sin que él hubiera tenido nunca la más mínima referencia.

En cuanto al lugar en el que habría de celebrarse el acto, Madrid, a Henry le produjo una gran perplejidad. Madrid era una ciudad que conocía bien, y a la que viajaba con cierta frecuencia, aprovechando siempre que podía para visitar a algunos de sus más reputados anticuarios.

Henry se sirvió una copa de brandy mientras pensaba en aquel asunto.

Con la carta, la firma Orloff le había enviado un catálogo con los diferentes lotes de la subasta. La mayor parte de ellos englobaban obras que, aunque antiguas, no le parecieron especialmente interesantes; sin embargo, había una que destacaba sobre todas las demás hasta el punto de llegar incluso a desentonar. Se trataba de un escarabeo alado de magnífica apariencia que a lord Bronsbury le llamó la atención de inmediato. En su colección privada, el lord ya poseía varios escarabeos del antiguo Egipto, aunque poco tuvieran que ver con aquel. A Henry le recordó, al momento, a una de las piezas procedentes del ajuar funerario descubierto en la tumba de Tutankhamón por Cárter más de ochenta años atrás. Era espléndido, sin duda, y muy poco corriente.

El aristócrata se dirigió con parsimonia hacia una de las ventanas, en tanto agitaba suavemente el brandy de su copa. La tarde se presentaba desapacible, y a través de los cristales Henry observó cómo la fina lluvia entretejía translúcidos visillos, apenas perceptibles, que sin embargo envolvían Londres bajo una enorme bóveda de gélido vapor, capaz de crear las más difusas formas. Lord Bronsbury comprobó el intenso tráfico que a esas horas abarrotaba la calle, y el fantasmagórico aspecto que mostraba Green Park, justo frente a él. Los inermes bancos, acostumbrados a las habituales inclemencias del tiempo, aguantaban solitarios y enmudecidos el inacabable chaparrón que, desde hacía días, se cernía sobre la City.

Más allá, escondido entre los cortinajes del agua, se encontraba St. James Park, su parque favorito, y al instante pensó en la incansable lluvia que alimentaría su lago y en el aspecto desolador que ofrecería.

Al separarse de nuevo de la ventana, su rostro se reflejó en un espejo próximo. Henry lo observó durante unos instantes, adivinando el inflexible paso del tiempo. Todo el mundo estaba de acuerdo en afirmar que era el vivo retrato de su madre, aunque él se resistiera a creerlo. Su recuerdo, en ocasiones, le producía una congoja que trataba de disimular, como le habían enseñado sus educadores desde niño.

El amor que había sentido por ella iba mucho más allá de aquellos recuerdos y, en su memoria, su imagen se representaba risueña y vivaz, tal como ella era. Decían que él poseía sus mismos ojos verdes y su oscuro cabello, y que su piel, suavemente morena, era un remedo de la de Carmen, de quien, al parecer, también había heredado su sonrisa. Del mismo modo, su padre había contribuido más que generosamente en su naturaleza, dejándole su apuesta y esbelta figura, y aquella elegancia innata, aunque sin aparato, de caballero de otra época que Henry mostraba de forma natural hasta en su caminar. El viejo lord Belford había sido un gran señor, pero también un hombre implacable y sumamente tenaz para con todo aquello que se proponía. Henry había heredado en buena medida todas esas particularidades, que se veían incrementadas al abrigo de su gran fortuna.

En cuanto a su comportamiento, este no podía ser más británico, forjado por años de una estricta educación en colegios donde la disciplina era la norma común. Sin embargo, los largos períodos pasados en internados no habían sido capaces de borrar aquella mirada picara, tan suya, reflejo de un alma apasionada que él se encargaba de sujetar con mano de hierro.

Así era lord Bronsbury; tenía cuarenta y seis años y un buen número de incipientes canas dispuestas a no separarse nunca de él.

Henry volvió a sentarse en el sillón de cuero frente a la chimenea en tanto ojeaba otra vez el catálogo. Al ver de nuevo el escarabeo, desvió su vista hacia los troncos que ardían en el hogar, pensativo. Obviamente, había algo que no terminaba de encajar, pues era extraño que una pieza de tal magnitud saliera a subasta junto con otros lotes con los que no se podía comparar. Una casa que, como Orloff, parecía poseer otras sedes en ciudades tales como París y Ámsterdam, quizá pudiera obtener una mayor ganancia subastando la pieza en cualquiera de ellas.

Por otra parte, el que ninguna publicación especializada hubiera hecho referencia a una subasta con joyas como aquella también resultaba sorprendente. No había aparecido el mínimo comentario al respecto, y eso, de por sí, ya era toda una noticia.

La procedencia del escarabeo era otra de las causas que le llamaban la atención. Según indicaba el catálogo procedía de una colección privada, sin especificar cuál, lo que invitaba a hacer varias consideraciones. En primer lugar, pudiera ser que algún coleccionista español hubiera poseído aquella pieza desde mucho tiempo atrás y que ahora él o sus descendientes hubieran decidido desprenderse de ella. Este punto le había hecho reflexionar. Parecía raro que alguien que poseyera una joya semejante no se hubiera puesto en contacto con las grandes casas de subastas como Sotheby’s o Christie’s, que además tenían representación en Madrid. Sin embargo, había elegido otra, Orloff, de cuya existencia él, al menos, no había tenido nunca conocimiento, algo que sin duda era extraño.

La otra posibilidad era que aquella pieza procediera de un robo que no hubiera sido denunciado, o incluso que se tratara de una falsificación. El negocio de las antigüedades se encontraba plagado de individuos cuyas prácticas distaban mucho de ser honradas. Junto a los profesionales serios, se alineaban otros a los que Henry catalogaba como aventureros, y que hacían que el mercado del arte se convirtiera en un negocio en el que era conveniente andar con mucho cuidado.

El precio de salida de la pieza ayudaba a pensar en que esta fuera auténtica, aunque, como él bien sabía, las mayores estafas solían producirse en situaciones de este tipo.

Lord Bronsbury hizo una extraña mueca al pensar en la labor de investigación que, en ocasiones, se había visto obligado a realizar al adquirir determinadas obras, lo que a la postre se había convertido en un acicate para su propia fascinación. Este podía llegar a ser uno de aquellos casos, pues cuanto más estudiaba la pieza de aquel catálogo, más enigmática la encontraba. Los mismos jeroglíficos grabados en el chatón, la parte inferior del escarabeo, destilaban su propio misterio. El propio Henry se había encargado de copiarlos para, posteriormente, enviárselos a su gran amigo Barry Howard, egiptólogo del Griffith Institute de la Universidad de Oxford, para que los examinara.

Aquella mañana, lord Bronsbury había recibido una llamada de su amigo, que parecía muy excitado.

—Escucha, Henry, es preciso que nos veamos —le había dicho Barry, con ese tono característico que solía emplear cuando algo le entusiasmaba.

—¿Ocurre algo? Te encuentro un poco excitado —le había respondido Henry con un deje de ironía.

—Nada que te pueda contar por teléfono, amigo.

—Bien. En ese caso te espero en mi casa esta tarde sobre las seis. ¿Te parece bien?

—Perfecto, Henry. Allí estaré.

Esta había sido toda la conversación, y al estirar sus piernas para acercarlas al calor de la chimenea, Henry pensó en el carácter espontáneo de su amigo, que tanto le divertía. Mientras acababa de fumarse plácidamente el habano, el reloj dio las seis, y casi de inmediato la figura de Banks, su viejo mayordomo, se recortó en la puerta de la biblioteca.

—Con su permiso, milord, el señor Howard espera a ser recibido.

—Gracias, Banks, tenga la amabilidad de hacerle pasar.

El mayordomo inclinó levemente la cabeza, y acto seguido Barry entró en la sala calado hasta los huesos.

—¡Pero, Barry, si estás empapado! —exclamó Henry al verle—. Ven y siéntate junto a la chimenea. ¿Quieres beber algo?

Barry negó con la cabeza, aunque al fijarse en la copa de brandy que Henry tenía en la mano, cambió de opinión.

—Bueno, tomaré un poco de ese licor celestial que acostumbras a beber. Me vendrá muy bien. Creo que esta vez el diluvio es verdadero, ni Gilgamesh al relatar su epopeya vio tal cantidad de agua, querido amigo.

Henry lo observó de soslayo mientras le servía una copa de brandy. Su aspecto era el de casi siempre: pelo ensortijado y despeinado, barba sin arreglar y de un color tan rojizo como su cabello, mirada afable, y las características galas redondas que cubrían sus pequeños ojos azules, que le daban el toque final a aquel rostro de sabio despistado.

Barry poseía la innata capacidad de perderse en circunloquios filosóficos durante horas sin temor alguno a la servidumbre del tiempo, al que, por otro lado, no solía demostrar demasiado respeto. Sin embargo, este campeón de la perífrasis era a su vez un egiptólogo de gran reputación, a la vez que muy respetado en el ámbito académico y en los foros internacionales.

En la universidad era una auténtica celebridad, y pertenecía al escogido grupo de especialistas capaces de descifrar la escritura hierática.

Su enciclopédica cultura lo convertía, además, en un buen conversador, y su humanidad era tan grande que el más leve de sus gestos podía hablar sin ambages sobre la gran bondad que atesoraba. Un tipo entrañable, en suma.

Ambos amigos se conocían desde la época en que estudiaron juntos en la universidad.

—Sólo tú podías tener la osadía de salir sin paraguas en una tarde como la de hoy —dijo Henry mientras le daba la copa.

Barry se encogió de hombros.

—He andado enredado entre milenarias fábulas y enigmáticas leyendas; historias de tiempos remotos —puntualizó, mientras se acomodaba—. En cualquier caso, deberías estarme agradecido por emplear mi tiempo en ayudarte en tus pesquisas.

—Ya conoces mi ingratitud —contestó Henry, burlón—. Forma parte de mi naturaleza.

—Nunca pronunciaste palabras tan acertadas, desventurada reencarnación del legendario Midas.

Henry lanzó una carcajada.

—Tú ríete, pero puede que acabes por tener que sumergirte en las fuentes del Pactólo, tal y como le ocurrió a él, para librarte de una vez del maleficio que parece haberse apoderado de tu persona. Quién sabe, igual hasta Apolo termina por castigarte alargándote las orejas; entonces te convertirías en una copia perfecta de Midas.

Henry le miró arqueando una de sus cejas.

—Este brandy que tomas es como terciopelo para mi garganta. Bes, el antiguo dios egipcio, estaría encantado de venir a visitarte cada día; incluso creo que no le importaría vivir aquí —aseguró Barry mirando a su alrededor—. Es lo que tiene ser rico, claro.

—Esta tarde estás particularmente gracioso, no me diste la misma impresión esta mañana cuando hablamos por teléfono. Me pareciste, ¿cómo lo definiría?… ¿Emocionado?

Barry hizo una mueca en tanto apuraba su copa.

—He de reconocer que así era —convino mientras recibía la botella de brandy de manos de su amigo para así servirse a su gusto—. Y te aseguro que no me faltaban motivos —señaló después de dar el primer sorbo.

Henry hizo un gesto con las manos invitándole a continuar, conocedor de lo aficionado que era su amigo a mantener el misterio en sus exposiciones hasta doblegar por completo a sus contertulios.

—Antes que nada quisiera echar un vistazo al escarabeo, Henry.

Este hizo un gesto de invitación y le entregó el catálogo. Durante varios minutos, Barry lo observó con atención.

—Hum… Es esplendido, y verdaderamente inusual. Dudo que haya alguno como este en manos de ningún coleccionista privado.

Henry miró fijamente a su amigo mientras lo escuchaba.

—Una pieza magnífica; y sumamente enigmática, diría yo.

—¿A qué te refieres?

—Escucha. Si ha habido un pueblo amante de los simbolismos, ese ha sido, sin lugar a dudas, el del antiguo Egipto. El escarabeo es una buena prueba de lo que te digo. Como tú ya sabes, representa al escarabajo pelotero, aunque su significado resulte mucho más complejo. En el país de los faraones, el escarabajo sagrado estaba íntimamente asociado al dios Khepri, una divinidad solar que, fusionada con Ra, simbolizaba el nacimiento del sol cada mañana después de su proceloso viaje por las doce horas de la noche. En síntesis, es un concepto de resurrección.

—No hay duda de que eres inigualable a la hora de mantener el interés en una conversación.

—Sin embargo, en el antiguo Egipto tuvieron muchas utilidades —continuó Barry haciendo caso omiso del comentario—. Algunos cumplían funciones mágicas, como amuletos, o meramente funerarias. Incluso durante determinadas épocas también se utilizaron los llamados conmemorativos, que solían ser más grandes. Amenhotep III hizo fabricar cientos de ellos para rememorar sus cacerías.

Lord Bronsbury ladeó ligeramente su cabeza frunciendo el ceño.

—No me mires así, hombre. Si te cuento todo esto es porque nuestro escarabeo no parece ajustarse fielmente a ninguno de los tipos que te he comentado.

—Yo diría que es un escarabeo alado y, si no recuerdo mal, estos cumplían funciones funerarias.

—Podría ser, aunque si te fijas bien en el catálogo, sus medidas son demasiado grandes para pertenecer a dicho tipo. ¡Casi quince centímetros!

Lord Bronsbury suspiró resignado mientras se recostaba en el sillón; en ocasiones, su amigo podía llegar a resultar insufrible.

—Mira —continuó Barry en un tono más confidencial que invitaba a pensar en que, por fin, el egiptólogo iría al fondo de la cuestión—. El verdadero misterio no radica en la forma del escarabeo, sino en el texto que lleva inscrito en su chatón.

—Vaya, pensé que no me hablarías nunca de él —intervino Henry con una mueca de fingida sorpresa—. ¿No me digas que pudiste transcribirlo?

—Pues sí; y te aseguro que, desde ese momento, a duras penas he sido capaz de dominar mis emociones.

Henry le observó intrigado.

—Es un texto terrible, que en un principio me desconcertó; sin embargo, al leer aquel nombre…

—¡Vamos, Barry, a qué nombre te refieres! —exclamó Henry, molesto por tantos rodeos.

El egiptólogo sacó un papel de uno de sus bolsillos y se lo entregó.

—Será mejor que lo leas tú mismo.

Lord Bronsbury cogió la cuartilla y la acercó a la lámpara. Lo que leyó le dejó atónito:

Soy maldito a los ojos de los dioses. La ira de Thot, el más sabio entre los sabios, cayó sobre mí merecidamente como castigo a mi soberbia. Hasta Ra, el gran padre, me señaló con su dedo sentenciándome sin compasión. Los dioses de Egipto me condenaron, y Hapy, el Señor del Nilo, acogió mi cuerpo bajo sus aguas, junio al de mi esposa y mi hijo, en la más atroz de las muertes. De nada vale la magia de los hombres ante el inmenso poder del divino Thot.

Yo, Neferkaptah, tuve la desgracia de poseer su sagrado papiro. Ningún mortal deberá jamás evocar mi nombre.

Todavía con aquel papel entre sus manos, Henry miró a su amigo con indisimulada perplejidad.

—¡Es espantoso! —musitó devolviéndole la cuartilla.

—Más bien desgarrador, ¿no te parece?

—Desde luego. Neferkaptah… —balbuceó Henry—. No había oído ese nombre en mi vida. ¿Sabes quién fue?

Barry asintió mientras sonreía enigmáticamente.

—Es una vieja historia.

Henry le miró sin comprender, y Barry lanzó un profundo suspiro.

—¿Has oído hablar alguna vez del papiro de Thot?

—No, aunque supongo que te referirás a algún tipo de manuscrito escrito por el dios de la sabiduría del antiguo Egipto.

—No es un papiro cualquiera —recalcó su amigo mirándole fijamente—. Algunos lo llaman el Libro Maldito.

Los ojos de lord Bronsbury brillaron como ascuas salidas de su propia chimenea.

—Según la leyenda —continuó Barry— el libro permaneció oculto durante milenios, hasta que el príncipe Neferkaptah lo encontró. Desde ese momento, ambos compartirían un destino digno de los genios que habitaban en su inframundo.

Visiblemente interesado, Henry escuchaba a su amigo con atención.

—Dices que Neferkaptah era príncipe. ¿Sabes qué fue de él?

—Todo en su historia es misterioso, incluso el lugar en donde se halla enterrado, pues su tumba se encuentra perdida.

A Henry se le iluminó el rostro.

—¿Qué contiene ese papiro? ¿Crees que serás capaz de decírmelo?

Barry rió quedamente.

—El poder sobre la muerte, amigo mío. La vida eterna.