Aquella mañana de sábado Julia decidió salir a dar un paseo. Era finales de abril y el día lucía espléndido, abigarrado con todos los aromas que el Retiro era capaz de propagar y que tenían cumplida respuesta en todo un alarde de colorido apasionado, desparramado con la generosidad que sólo la primavera posee.
Era la época preferida de Julia, y durante esta disfrutaba más que de costumbre paseando por aquel verdadero oasis que pugnaba por mantenerse firme frente a la vorágine de los ladrillos y el hormigón. Atravesó el parque abandonándose, en parte, a sus sentidos, feliz de captar la propia esencia de una naturaleza desbordante de vida. Después se dejó llevar por las calles del barrio de Salamanca sin otro propósito que no fuera el del simple paseo, sin tener otra cosa que hacer. Julia odiaba las prisas; una prenda actual que todos llevamos y que algunos no son capaces de quitarse ni para dormir. Caminar despreocupadamente significaba para ella un verdadero placer. Mirar los escaparates de las tiendas, aunque los precios prohibitivos que exhibían garantizaban que no compraría en ellas; mezclarse con los transeúntes; esperar en los semáforos sin sentir la necesidad de tener que cruzar la calle apresuradamente o simplemente sentarse en una terraza, a tomar un refresco en tanto algún hombre solitario, en una mesa cercana, la observaba con avidez, mientras ella, tras sus oscuras gafas de sol, simulaba que miraba hacia otro lado.
Plantada ante uno de aquellos escaparates, Julia observó su figura reflejada. Obviamente, lejos quedaba la diosa griega que levantara suspiros en la universidad cuando tenía dieciocho años. Aunque se cuidaba, había engordado, y su cabello, antes oscuro y largo, lucía ahora con una media melena y teñido con mechas, pues las canas hacía ya tiempo que habían hecho acto de presencia. Su rostro continuaba siendo bello, aunque los avatares de la vida hubieran cincelado en él las consecuencias de su inefable paso. Formaba parte de la propia vida, sin duda, aunque para ser justos habría que reconocer que con Julia habían sido sumamente benévolos. Pese a que su monótona existencia hiciese pensar lo contrario, sus facciones expresaban la fuerza interior que siempre había poseído, y sus cautivadores ojos y su porte de otro tiempo la hacían resultar indudablemente atractiva.
Cambió de posición ante el improvisado espejo con evidente coquetería a la vez que se estiraba el suéter para resaltar su talle. Los pocos kilos de más que tanto se resistían a abandonarla daban una mayor rotundidad a sus formas, confiriéndole un aspecto ciertamente poderoso, de mujer de rompe y rasga.
Al observar sus caderas hizo un pequeño mohín de disgusto. Bajo sus ajustados pantalones se encontraba su enemigo más contumaz, una más que incipiente celulitis contra la que luchaba denodadamente y que se resistía a abandonarla. Esta, junto con la cicatriz de la cesárea que hubo que practicarle en el alumbramiento de su segundo hijo, eran las señales inequívocas de que el paso de los años era un proceso cuyas consecuencias, con suerte, podían llegarse a retrasar, aunque a la postre siempre hubiera que enmascararlas.
Julia suspiró al pensar en ello mientras un individuo que pasaba a su lado le soltaba una barbaridad. Ella estaba acostumbrada a los disparates que, en ocasiones, le decían al verla caminar. En realidad los había venido escuchando más o menos veladamente desde su época de estudiante. Miradas desbordantes de deseo, gestos procaces o tipos relamiéndose indisimuladamente eran escenas que le habían acompañado desde su adolescencia. Sin embargo, ella nunca se había sentido halagada por ello. Su propia naturaleza parecía encontrarse lejana a las pasiones incontroladas, y sus apetitos carnales eran saciados con facilidad.
A sus cuarenta y dos años, Julia podía presumir de haber sido siempre fiel a su marido, quien, por otra parte, había resultado ser su única relación amorosa. Jamás se había acostado con otro hombre que no fuera él y, a decir verdad, tampoco había experimentado la necesidad de hacerlo.
Julia pensó en ello en tanto reanudaba su paseo, sin sentir ninguna emoción especial. Sus recuerdos sobre encendidas pasiones y enardecidos deseos se le antojaban vagos y extrañamente lejanos, como si pertenecieran a otra persona. Hacía muchos años que sus relaciones íntimas con Juan se habían convertido en actos puramente mecánicos y cada vez más inusuales; como una parte más de la rutina de su vida familiar a la que, indudablemente, también se encontraba sujeto su marido, siempre agotado a causa de su trabajo.
Sus inquietudes estudiantiles habían acabado por dispersarse en un mar de realidades en el que, no obstante, se resistía a bañarse. Sus anhelos de cómo debía ser el mundo que la rodeaba hacía mucho tiempo que se habían topado con el inexpugnable muro de la cruda realidad, un baluarte formidable que había acabado por resultarle infranqueable, indiferente a las penurias humanas. Sólo el universo que su padre le había mostrado desde su niñez permanecía en ella tal y como se lo había imaginado. El mundo de las culturas clásicas había terminado por convertirse para Julia en un reducto donde permanecer a salvo de aquella realidad que ella, un día, creyó poder moldear, y de la cual ahora conocía su verdadera cara. Julia se sentía a gusto entre los seres y semidioses que un día poblaran las lejanas tierras de las que surgió el embrión de nuestra propia civilización. Gestas sin fin que gustaba de rememorar a sus alumnos tal y como si ella misma las hubiera vivido. Ese era su verdadero refugio. Allí podía soñar cada día con las proezas de un tiempo en el que los hombres valían lo que en realidad eran.
Entre tales disquisiciones, sus pasos la llevaron a tomar la siguiente bocacalle. Era una calle tranquila que confluía en una de las vías más importantes de aquel señorial barrio y que, de ordinario, solía tener poco tráfico. Casi sin proponérselo, Julia caminó por una de sus aceras mientras dejaba que los cálidos rayos de aquel sol de primavera la envolvieran, acompañándola en su paseo. A ella le agradaba su presencia, y fue así como, juntos, llegaron a detenerse frente a la vidriera de aquella tienda.
«Orloff Anticuarios: Madrid-Moscú-París-Ámsterdam», rezaba el rótulo escrito en grandes letras doradas sobre un fondo ocre.
No era la primera vez que Julia se paraba ante el establecimiento, pues había pasado por delante de él en varias ocasiones en las que ya había admirado los magníficos objetos que adornaban su amplio escaparate. Ella recordaba perfectamente el lugar, ya que, durante años, allí se hallaba ubicado un viejo almacén que, con el tiempo, había sido abandonado.
Por eso, cuando Julia pasó junto a la vidriera, enseguida acudió a curiosear entre lo que resultó ser un muestrario de piezas extraordinarias. Obras de indudable belleza, entre las que destacaba una figura de Bastet, la diosa gata egipcia, por la que se sintió fascinada.
Aquella mañana, sin embargo, el escaparate se encontraba repleto de fotografías de obras de arte, con un cartel que anunciaba: «Próxima subasta. Exposición en el interior».
Desde el otro lado del cristal, Julia intentó atisbar algún detalle de aquella exposición. Tal y como aseguraba el anuncio, pudo ver una serie de vitrinas que parecían albergar los objetos que habían de ser subastados, así como algunos muebles y diversos cuadros colgados en las paredes. Sentada junto a una mesa, una joven rubia tomaba nota de lo que quizá fuera un inventario, pues Julia observó cómo le echaba un vistazo a los objetos cada vez que escribía algo. Fue entonces cuando, súbitamente, la señorita giró la cabeza en su dirección y la vio.
Durante unos instantes la joven pareció observar con atención a la mujer que, desde la calle, miraba hacia el interior del establecimiento con las manos a ambos lados de la cara, quizá para poder ver mejor. Luego esbozó una sonrisa y, tras levantarse con parsimonia, se dirigió hacia la puerta.
—Disculpe, señora, parece que está usted interesada en las antigüedades, ¿quiere pasar?
Julia puso cara de sorpresa, aunque enseguida sonrió.
—Me parece que no puedo permitirme semejantes lujos —le contestó haciendo un gesto de fastidio.
—Pero sin duda le gustan. ¿Estoy en lo cierto?
Aquella joven hablaba con un acento extraño que a Julia le pareció propio de los pueblos eslavos. Su pelo rubio, tez pálida, y ojos de un azul profundamente intenso, le hicieron pensar que quizá su nacionalidad perteneciera a algún Estado del este de Europa.
—Perdone mi atrevimiento —oyó Julia mientras regresaba de sus pensamientos—, pero creo haberla visto en alguna ocasión mirando el escaparate.
Julia se sintió algo incómoda.
—Le ruego que no se moleste, pero en este negocio solemos ser buenos fisonomistas. Además, adivino que se siente atraída por Bastet —dijo señalando la figura de la gata.
—Me parece fascinante —replicó Julia sin ocultar su emoción.
—Es una joya, créame, aunque no sea tan antigua como usted se piensa.
Julia hizo un gesto con el que daba a entender su desconocimiento.
—Es una talla de bronce del siglo XIX. Su autor, un artista italiano, murió prematuramente en un duelo, por motivos, según parece, de amores inconfesables que yo más bien me atrevería a calificar como imposibles. A la postre, el marido engañado se tomó cumplida venganza, aunque afortunadamente el artista tuvo tiempo suficiente para legarnos algunas piezas verdaderamente soberbias.
Julia miraba la figura de bronce mientras permanecía en silencio.
—Pero me parece que estoy siendo poco cortés con usted —dijo la joven en un tono más jovial—. ¿No le apetecería entrar?
Julia observó como aquella señorita le hacía un ademán de invitación con la mano.
—Dentro tenemos piezas muy interesantes —insistió la joven.
—Me encantaría —contestó Julia, apartando su mirada de la gata para sonreírle abiertamente.
Aquella no era la primera vez que Julia entraba en una tienda de antigüedades, aunque sí lo fuera en una como aquella. En nada se parecía aquel establecimiento a algunos de los que salpicaban las calles del barrio, pues no era sólo lujo lo que allí se exponía, sino verdadero arte, auténticos vestigios del pasado. Sin poder evitarlo, sus ojos recorrieron con curiosidad el espléndido muestrario que se exhibía en la sala, una estancia de generosas dimensiones cuyas paredes, pintadas en un ocre estucado, daban la sensación de ser aún más antiguas que las propias obras que custodiaban; un efecto como de otro tiempo, que a Julia le hizo recordar las antiguas domus romanas.
Cuadros, muebles, vitrinas en cuyo interior descansaban obras de una belleza cautivadora; aquella cámara era a los ojos de Julia como un sueño formado por las más delicadas formas creadas por las manos del hombre. El genio humano, capaz de lo mejor y de lo peor, parecía haberse desbordado en aquella habitación, alumbrando prodigios difíciles de imaginar.
—Cuesta resistirse a tanta belleza, ¿verdad? —oyó Julia que le decían.
Ella se sentía presa de un magnetismo que sólo un alma de artista como la suya podía comprender. Todo cuanto acaparaba su vista le parecía exquisitamente maravilloso y a la vez inabordable, una utopía para sus apretados bolsillos. En ese momento, Julia creyó tener clara la utilidad del dinero; si ella pudiera permitírselo, poseería todo cuanto veía en aquella sala.
Suspiró regresando a la realidad en tanto buscaba con la mirada a la joven que ahora le sonreía abiertamente.
—Disculpe —dijo al fin devolviéndole la sonrisa—, pero su colección ha hecho que, por un momento, perdiera la noción de la realidad.
—No se preocupe, a mí me pasa todos los días. Si lo desea puede ver la exposición con tranquilidad mientras finalizo el inventario para un próximo catálogo.
Julia le hizo un ademán de agradecimiento y al punto se dejó llevar a través de la sala de aquella tienda, totalmente embelesada por cuanto veía. Sus pasos la condujeron a admirar las variopintas obras, deteniéndose, de vez en cuando, el tiempo necesario para poder leer las fichas de referencia de aquellas que más le llamaban la atención. Los precios de muchas de ellas le parecieron verdaderamente prohibitivos, aunque no dudara de su valor.
Reparó entonces en los dos agentes de seguridad que, indiferentes, la observaban mientras iba y venía por entre aquellas piezas dignas de un museo, tal y como si formaran parte del propio mobiliario; y también en el hombre de pelo blanco y barba recortada que, sentado tras un viejo escritorio, allá en el fondo de la estancia, parecía ojear algún tipo de documento. Ella lo observó con disimulo, y luego continuó con su visita volviendo a deleitarse con cuanto sus ojos veían.
Fueron sus caprichosos pasos los que hicieron que Julia se detuviera, casi sin proponérselo, frente a la vitrina que daba cobijo a aquel objeto, el más fascinante que hubiera visto en su vida.
El suave haz de luz que incidía sobre él desde el mismo interior de la urna le daba un aspecto de cierra intemporalidad, haciendo que pareciese intangible, como si nunca hubiera pertenecido a los hombres. Atónita, Julia observó aquella joya digna de haber sido creada por la mano de los antiguos dioses.
—Resulta maravilloso, ¿verdad? —oyó que le decían.
Julia parpadeó un instante mientras salía de su ensoñación; luego, sonrió a la joven.
—Es increíblemente hermoso —contestó sin apenas mirar a la señorita rubia que se había acercado de nuevo.
—Creo que lo tiene todo —indicó esta—. Belleza, armonía, pureza, misterio… y además es muy antigua. ¿Sabe lo que es?
Julia asintió levemente mientras la miraba a los ojos.
—Es un escarabeo —contestó volviendo a fijar su vista en el objeto—. El escarabajo que los antiguos egipcios llegaron a divinizar, convirtiéndolo en todo un símbolo del eterno renacimiento. Al dios que lo representaba lo llamaban Khepri.
—En efecto —corroboró la joven sin perder su sonrisa—. Veo que posee conocimientos sobre arte antiguo.
—No crea que tantos —dijo Julia negando con la cabeza—. En realidad soy historiadora, doy clase en la universidad.
—¿De veras? Bueno, ese es bagaje más que suficiente para poder apreciar esta maravilla en todo su valor. Fíjese bien —continuó, señalando con el dedo—. El núcleo principal está formado por el escarabeo, que es de lapislázuli engastado en oro. Si lo observa con atención, podrá ver cómo el oro delimita las diferentes partes del cuerpo del insecto, así como sus patas. Las anteriores sujetan un disco de cornalina, también engastado en oro, que simboliza al sol naciente.
—Ra-Khepri —musitó Julia como para sí.
—Alrededor del escarabeo gira el resto de la obra —prosiguió la joven pasando por alto el comentario—. Las dos alas de halcón envuelven al escarabeo tal y como si este estuviese alado, y están hechas con incrustaciones de cientos de piedras, como la cornalina, el lapislázuli, o la calcita. Juntas componen un efecto que imita el plumaje, dando a la obra un equilibrio de matices insuperable.
Atenta a cada una de las explicaciones, Julia pudo percatarse de la infinidad de pequeños detalles que atesoraba aquella pieza. El haz de luz proyectado sobre ella creaba reflejos imposibles al reverberar sobre las valiosas piedras que componían el singular plumaje. A Julia le pareció que aquel escarabeo alado era poseedor de vida propia, y que formaba parte de la luz que lo envolvía, tal y como si en verdad hubiera surgido de ella con su poder regenerador. Subyugada, creyó comprender el verdadero significado de aquella enigmática reliquia, captando su extraña magia. Sin duda los orfebres que la crearon habían realizado un trabajo soberbio con aquella obra, cuyo tamaño apenas abarcaba la palma de su mano. A Julia se le antojó digna de los dioses en los que aquel pueblo tanto creía.
—¿Se sabe a quién perteneció? —preguntó en tanto se encaminaba hacia el otro lado de la vitrina.
—El nombre de su propietario original nos es desconocido.
—En la parte posterior hay unas inscripciones —señaló Julia.
—Al parecer son unas fórmulas de ofrenda, aunque en ellas no se menciona ningún nombre en particular. Seguramente, la obra procede de algún ajuar funerario.
Julia asintió sin poder apartar su mirada de la pieza.
—¿A qué período pertenece?
—Nuestros especialistas creen que puede tener unos tres mil quinientos años de antigüedad; principios de la XVIII Dinastía.
En ese momento, Julia se percató de la existencia de una tarjeta adherida a una de las paredes de la vitrina que, a modo de ficha, explicaba algunos pormenores de la pieza. En ella, tal y como le había dicho la joven, se indicaba su antigüedad, así como su origen; una colección privada.
—Según la referencia de su catálogo, la pieza proviene de una colección privada —observó Julia.
—En efecto —aseguró la joven—, aunque sobre este particular me temo que no pueda ser más explícita. Mantenemos una discreción absoluta sobre las procedencias privadas de nuestras obras.
Julia la miró un instante y luego volvió a admirar el escarabeo.
—Jamás me desharía de algo así —dijo con rotundidad.
—La mayoría de los coleccionistas piensan lo mismo que usted cuando las adquieren por primera vez. Luego, los avatares de la vida o simplemente sus descendientes acaban por sacar las olí ras a la venta.
Inmediatamente, Julia pensó en su hijo Juanito, y frunció el ceño al imaginarse lo que podría ser capaz de hacer con una obra semejante si cayera en sus manos.
—Las antigüedades vienen y van —señaló la joven, que pareció haber leído el gesto de Julia—. Siempre ha ocurrido así.
—Bueno —intervino esta, dando un pequeño suspiro—. En mi caso creo que no se llegará a esa situación. Nunca podré permitirme el acceder a una obra semejante. Supongo que este será el precio —concluyó, señalando las dos cantidades que mostraba la ficha.
—Así es. Los llamamos precios de estimación baja y alta, y es el modo usual en el que se fija el precio de salida en el mundo de las subastas. Como puede observar, en este caso el precio estará entre los doscientos cincuenta mil y trescientos cincuenta mil euros.
—Para mí es una fortuna —apostilló Julia, mientras dirigía otra vez su mirada hacia la figura—. Aunque supongo que un objeto como este de seguro tendrá potenciales compradores.
—Eso espero —intervino la joven riendo con suavidad.
Al oír aquellas palabras Julia experimentó una extraña sensación. Por un momento se imaginó al espléndido escarabeo alado en manos de algún petimetre adinerado, para quien aquella pieza no significaría sino una más de sus múltiples posesiones. Posiblemente le reservaría un lugar destacado de su casa donde poder exhibirlo ante sus amistades; como si de un simple trofeo se tratase.
Julia sintió un regusto amargo ante semejante idea, y un súbito deseo de poseer la obra. Al mirarla de nuevo se convenció de que se había creado un cierto nexo de unión entre ellos.
«Es absurdo», se dijo, apartando su vista de aquella vitrina con pesar.
La joven, que no perdía detalle, observó la expresión algo compungida de la señora.
—Escuche —señaló con suavidad—, según parece, usted no ha acudido nunca a presenciar una subasta. ¿Le gustaría asistir a esta?
Julia la miró sorprendida.
—¿Asistir? Como le dije antes, yo no podría permitirme el adquirir una obra semejante.
—Creo que no me ha comprendido. La estoy invitando a presenciar el acto, nada más. Usted no tendrá ninguna obligación de pujar.
Julia pareció dudar.
—Anímese, mujer. Le garantizo que le resultará toda una experiencia ¿Qué me contesta?
Por un momento Julia consideró la propuesta. La joven le brindaba la posibilidad de estar presente en la subasta, una oportunidad que quizá no volviera a surgirle jamás. Además, si asistía podía saber quién sería el afortunado que adquiriría el escarabeo.
—No sé… No quisiera molestarles —indicó poco convencida.
—No se hable más —concluyó la joven con rotundidad—. Le diré lo que haremos. Si le parece, le tomo nota de sus datos para poder enviarle una invitación al acto. Así usted decidirá lo que le convenga más.
Julia observó a la joven, que con tanta amabilidad la estaba invitando. Su rostro era hermoso, aunque los rasgos que lo enmarcaban le resultaran un tanto angulosos, y sus ojos, además de bellos, denotaban una indudable determinación. Luego se lijó con disimulo en su figura, que era alta y bien proporcionada, llegando a la conclusión de que poseía un cuerpo de ensueño.
—Si me acompaña al escritorio, con gusto anotaré su nombre y dirección —señaló la joven con su característico acento, en tanto hacía un gesto para que la siguiera.
Mientras aquella le tomaba sus datos, Julia volvió a reparar en el hombre de pelo blanco y barba recortada sentado al fondo de la sala. Durante unos instantes, ambos se miraron.
La señorita terminó de tomar nota y observó la escena.
—Es mi padre —dijo mostrando de nuevo su habitual sonrisa—. Se llama León, León Orloff.
Julia la miró enarcando una de sus cejas.
—Perdóneme, pero ahora me doy cuenta de que todavía no me he presentado; no tengo excusa. Mi nombre es Anna, y como ha podido comprobar, trabajo en el negocio, junto a mi padre.
—Creo entonces que podemos tutearnos, ahora que tú también sabes cómo me llamo —repuso Julia con cierta ironía—. Tu nombre es extranjero, ¿verdad?
—Ruso. Toda mi familia es originaria de Moscú; sin embargo, tras la revolución, mis abuelos emigraron a Holanda. Mi padre pasó la mayor parte de su vida en Ámsterdam, aunque ahora vivamos en París, que es la ciudad donde nací. Allí se encuentra la sede principal de la firma.
Julia asintió, en tanto hacía ademán de despedirse.
—Te espero —insistió Anna, tendiéndole la mano—. La subasta tendrá lugar el próximo 27 de abril a las ocho de la tarde, no te olvides.
Julia miró una vez más hacia la vitrina que guardaba la preciosa joya.
—Procuraré venir —aseguró con una sonrisa.
Los días siguientes transcurrieron con la lentitud propia que confiere la cotidiana monotonía. Las clases en la universidad, la frustrante relación con su hijo Juanito, o la distancia que últimamente había decidido poner Aurora entre ambas, y que no hacía sino añadir más témpanos de hielo al glaciar en que se habían convertido sus lazos. Su marido viajaba más cada día, huyendo quizá de aquella singular familia en la que cada miembro parecía estar perdido para los demás.
Julia sabía que, en cierta forma, el trabajo de Juan representaba un refugio irrenunciable para él, y no podía reprochárselo, pues en no pocas ocasiones ella misma desearía desaparecer lejos, muy lejos, a un lugar que sólo sus sueños fueran capaces de dibujar; sin duda en otro mundo.
No le cabía duda de la fidelidad de su marido, y tampoco del hecho de que la quisiera. Simplemente, era incapaz de superar las infranqueables barreras que, seguramente, ellos mismos habían creado.
Sin embargo, Julia sentía que todo venía a recaer sobre sus hombros. Ella era la que diariamente regresaba a una casa, la mayor parte de las veces solitaria, y la que tenía que enfrentarse a la dura realidad que habían terminado por mostrarle sus hijos.
—Si quieres que te sea sincera, no sé cómo puedes aguantar más esta situación —le decía su amiga Pilar, mientras almorzaban en la cafetería de un centro comercial—. Yo en tu lugar hacía mucho que los habría mandado a todos a hacer gárgaras.
Pilar era una amiga de toda la vida, de muy buen ver y fuerte carácter, que se había separado hacía poco.
—Mujer, cómo dices eso.
—Mira, Julia, desengáñate. Lo nuestro es el timo llevado a su máxima expresión. Nos quejábamos de la vida que llevábamos antes, pero la que nos han preparado ahora es digna de esos héroes clásicos en los que tanto crees. A Hércules quisiera verlo yo lidiando con lo que nos espera cada día.
—Vaya ejemplo que me pones —dijo Julia lanzando una carcajada.
—No te rías. Él, al menos, no tenía que regresar a casa después de haber realizado sus famosos trabajos, y estar hecho un pimpollo. Nosotras, encima, nos hemos impuesto la tarea de representar una función diaria más propia de los seriales de amor y lujo que de la realidad.
—Pilar, siempre has sido una exagerada.
—Eso es lo que tú te crees. En cuanto bajas la guardia, siempre hay una dispuesta a dejarte en evidencia. Mira, si no, lo que me pasó con Pepe. El muy cabrón parecía incapaz de romper un plato, y me la jugaba con una de sus secretarias, más joven que yo, claro. Cuando descubrí su engaño, no se le ocurrió otra cosa que decirme que se deprimía terriblemente cuando llegaba a casa y me veía con la bata y sin maquillar, el muy cerdo. Claro que le ajusté bien las clavijas. ¡Le saco hasta el último euro!
Julia movió su cabeza después de tomar un sorbo de su refresco.
—Tú y Pepe también disfrutasteis de momentos felices, y al fin y al cabo, tuvisteis tres hijos.
—Visto desde la distancia, todo parece una farsa. Desengáñate, querida, los hombres son todos iguales. ¿Ves a aquel de allí? —dijo haciendo una disimulada seña con sus ojos—. No nos quita los ojos de encima. Bastaría que le mirara un par de veces para que le tuviéramos aquí sentado, dispuesto a asediar la plaza. Seguro que está casado.
Julia volvió a reír con ganas mientras observaba distraídamente a aquel individuo, convencida de que su marido jamás entraría en ese juego.
—Querida, yo no pondría la mano en el fuego ni siquiera por Juan. En cualquier caso, tus quebraderos de cabeza vienen a causa de tus hijos, y de estos nunca te podrás librar.
—Hay veces que no sé qué hacer —se lamentó Julia moviendo la cabeza—. A menudo pienso en qué hemos podido equivocarnos, pero, no sé, créeme que resulta frustrante.
—Te entiendo perfectamente, no te olvides de que yo aún tengo a tres monstruos en casa, y dos de ellos saliendo de la adolescencia. Ya te puedes imaginar; en cuanto tienen ocasión, se meten en internet a buscar las páginas más asquerosas que puedan encontrar. Te aseguro que, llegando a esa edad, se convierten en auténticos homínidos, y son incapaces de pensar en otra cosa que no sean cochinadas. Los problemas que tú me cuentas son universales, y no creo que haya muchas familias hoy en día que se libren de ellos.
—Pues sí que me das buenos ánimos.
—Ay, hija, yo lo tengo clarísimo. No pienso estar todo el día detrás de ellos preocupándome por lo que hacen o dejan de hacer; entre otras cosas porque al final lo único que conseguiré será llevarme continuos berrinches. Pienso disfrutar de la vida todo lo que pueda, y te aconsejo que tú hagas lo mismo.
—No digas eso, Pilar. Son nuestros hijos.
—Llevamos toda la vida sacrificándonos por ellos y, francamente, creo que la situación se está convirtiendo en abusiva. No dejes que te marchite; todavía estás espléndida; al final serás tú la que tengas que vivir tu vida.
Julia todavía recordaba las palabras de su amiga, cuando entró en el portal de su casa. «Quizá tuviera razón», se dijo con melancolía.
Aunque, a su modo de ver, todo era más complejo.
Suspirando, se aproximó a su buzón de correo y abrió su pequeña puerta. Había tres cartas en su interior, y una de ellas le produjo una extraña emoción. Lentamente se dirigió hacia el ascensor mientras abría el sobre con cierta ansiedad. En su interior había una tarjeta:
La firma de anticuarios Orloff se complace en invitarle a la subasta que se celebrará en su sala el próximo viernes, día 27 de abril, a las 20 horas.
Anna Orloff