HACE TRES MIL AÑOS…
La oscuridad lo devoraba todo. Hambrienta hasta la desesperación, parecía haberse hecho corpórea engullendo cuanto le rodeaba con implacable ansia. Sin duda ese era su privilegio, aunque no por ello dejara de infundir angustia y desasosiego a las dos figuras que luchaban denodadamente por abrirse paso por entre tan siniestro manto.
¿Eran humanas?, ¿o acaso sólo desventuradas ánimas venidas desde alguna de las puertas del inframundo por las que discurrían las doce horas de la noche?
Difícil saberlo, de no ser por el ruido de sus pisadas, que parecían conducirles a las mismas entrañas de la Tierra. Aquellas delataban su verdadera naturaleza, lejana a la de cualquier genio o súcubo, aunque bien hubiera podido asegurarse que pertenecían a algún hijo de la noche.
Sin embargo, aquellos dos hombres nada tenían que ver con el reino de las sombras, y mucho menos formaban parte de él, y sólo su afición desmedida a transitar por tan lúgubres dominios hacía que parecieran aspirar a cierto grado de parentesco con las criaturas propias de semejante submundo. Mas sobre su linaje no cabía duda alguna, pues descendían de una estirpe de reyes cuya grandeza los había llevado a ser considerados dioses entre los hombres, señores absolutos del país de Kemet. Su augusto padre, Usimare Setepenre, vida, fuerza y prosperidad le fueran dadas, era una buena prueba de ello, pues su memoria habría de ser recordada durante los milenios venideros, siendo considerado como el más grande de los faraones de Egipto: Ramsés II.
Deambulando entre la negrura, ambos hermanos apenas acertaban a atisbar cuanto los rodeaba, pues la antorcha que portaba uno de ellos más parecía destinada a alimentar aquellas tinieblas que a alumbrarlos. Hacía casi una hora que recorrían los más lóbregos pasajes envueltos en difusos velos de polvo y misterio, como dos penitentes en busca del perdón del guardián de las necrópolis. Pero este no parecía tener especial interés en atender sus plegarias, pues los zahería inmisericorde rodeándolos de un ambiente agobiante donde el aire parecía no existir, como si estuvieran en el mismísimo infierno.
¿Acaso no habían osado aventurarse en sus dominios, allí donde sólo los muertos habitan y los más extraños conjuros se dan cita para velar por su eterno descanso? ¿Acaso sus temerarios pasos no les encaminaban hacia las puertas del reino de Osiris, señor del Más Allá? Él, Anubis, dios de los muertos, abominaba de todo aquel que tuviera el atrevimiento de cruzar el umbral de los vivos, aunque se tratara de príncipes.
—Hermano —dijo el que parecía más joven—, creo que nos hemos perdido.
El aludido lo miró con su habitual gesto inexpresivo, captando al instante la angustia en aquel rostro apenas iluminado.
—Ya hemos pasado por aquí antes —volvió a decir el menor de los hermanos—. Estoy seguro de ello, Khaemwase.
Este asintió en silencio en tanto observaba de nuevo la difusa imagen de su hermano recortándose entre las sombras. Aquel lugar había resultado ser un auténtico laberinto, una profusión de cámaras y pasadizos difíciles de imaginar que, no obstante, tampoco le causaban extrañeza. Las necrópolis de Egipto se hallaban plagadas de túmulos como aquel, construidos para que sólo el alma del difunto pudiera encontrar la salida. Nada tenían que hacer allí los hombres, y él lo sabía.
Suspiró mientras apoyaba una de sus manos en los bajorrelieves que cubrían la cercana pared. A través de ellos, Khaemwase pudo sentir el significado de las letanías que adornaban aquellos muros y que habrían de ayudar al finado en su postrer viaje, aquel que le conduciría al reino de Osiris; magia en estado puro, sin duda.
Pero si había alguien en Egipto capaz de captarlas en toda su magnitud, sin lugar a dudas ese era él, Khaemwase, sumo sacerdote del dios Ptah y primer mago de Kemet, el País de la Tierra Negra. En realidad eran tantos los títulos que engalanaban su persona que nadie en Egipto, salvo su padre el faraón, podía comparársele. De hecho, era bien sabido por todos la predilección que este sentía hacia el cuarto de sus vástagos, al que quería y respetaba tanto por su rectitud como por sus grandes conocimientos. La sabiduría del príncipe Khaemwase era reconocida por todas las gentes que poblaban el Valle del Nilo, que conocían bien su desmedida afición por sacar a la luz las huellas olvidadas de su ancestral cultura. No les resultaba extraño, por tanto, ver al príncipe explorando las viejas necrópolis en busca de misteriosos vestigios del pasado. Además, su lama de estudioso de los más indescifrables papiros y su dominio sobre arcanos conjuros hacían que su figura resultara cautivadoramente enigmática y, por ende, vinculada a una naturaleza sólo reservada a los magos.
Khaemwase volvió a mirar a su hermano, que, con mano temblorosa, asía una frágil antorcha cuya luz parecía desvanecerse por momentos, cada vez más trémula, y se arrepintió de haberle invitado a acompañarle.
Indudablemente, aquella no era la primera vez que Khaemwase se aventuraba en el interior de una tumba, aunque justo era reconocer que esta, en particular, le estaba resultando mucho más extraña de lo que hubiera imaginado. Todavía recordaba la tarde en que penetró en el complejo funerario del faraón Djoser III en Saqqara. Las entrañas de la pirámide escalonada que este rey se hiciera erigir más de mil años atrás le habían producido una impresión imborrable, ya que, al adentrarse en sus casi seis kilómetros de túneles y pasadizos, había estado a punto de perderse, y sólo la ayuda de uno de sus hombres le había hecho encontrar la salida cuando se hallaba, confuso y asustado, en medio de un complejo entramado de cámaras y pasillos que parecían no tener fin.
El lugar en el que ahora se encontraban no podía compararse, en modo alguno, con la magnífica sepultura que Djoser se hiciera construir siglos atrás y, sin embargo, había resultado tan laberíntico como esta. Su hermano, el príncipe Anhurerau, tenía razón al advertirle que ya habían pasado con anterioridad por aquel túnel, haciéndole ver de esta forma que se encontraban perdidos.
Khaemwase no pudo sustraerse a un cierto sentimiento de culpabilidad. Él había elegido a uno de sus hermanos menores, famoso por su valentía, para que le acompañara en aquella singular misión, sin considerar lo poco que vale el temple de los hombres cuando se tratan asuntos que sólo conciernen a los dioses. El hecho de que siempre hubiera sido respetuoso con todas las sepulturas en las que entrara con anterioridad de nada valía ahora, pues aquella tumba encerraba un secreto que nunca debió haber pertenecido a criatura alguna, por haber sido concebido en el fusor de la divina sabiduría.
Para Khaemwase, la búsqueda de aquella tumba había llegado a convertirse en una verdadera obsesión. Durante años había investigado en los archivos sagrados de los templos, estudiando antiguos papiros ya casi olvidados. Su afán de conocimiento le empujaba irremisiblemente a ello, como parte del destino que la diosa Mesjenet trazara para él en el día de su nacimiento. Por eso, cuando averiguó la situación del ansiado sepulcro, se vio presa de una euforia desmedida que llegó a sorprender hasta a su divino padre, el faraón. Ante semejante actitud, Ramsés II no tuvo más remedio que autorizarle la entrada a aquella sepultura, confiando en el buen juicio que su hijo siempre demostraba y en el respeto que, invariablemente, testimoniaba hacia las sagradas leyes.
Así fue como, aquella mañana, el príncipe se encaminó en compañía de su hermano Anhurerau y algunos obreros a la necrópolis de Saqqara, donde, tras despejar la arena que cubría la entrada de la tumba, forzaron su puerta, sellada muchos siglos atrás.
Los hombres que le acompañaban suspiraron aliviados al recibir la orden de permanecer fuera, a la vez que se cruzaban temerosas miradas al ver como ambos hermanos desaparecían en el interior del sepulcro. «Al fin y al cabo, ellos eran obreros de la necrópolis y si los príncipes habían decidido turbar el descanso eterno del difunto allí enterrado, ese no era asunto que les incumbiera, pues sólo si les obligaban a hacerlo les acompañarían».
Khaemwase sabía muy bien lo que pensaban aquellos hombres, pues no en vano eran fieles cumplidores de los sagrados preceptos, y todavía recordaba las expresiones de sus rostros al verles adentrarse en aquel túmulo, cuando la angustiosa voz de su hermano le hizo regresar de sus pensamientos. Al parecer, debía de llevar tiempo llamándolo, pues su tono era, en verdad, quejumbroso.
—Hermano, ¿te encuentras bien? Contesta. ¡Oh, genios del Amenti! —le escuchó decir casi con desesperación—. ¿Qué tipo de hechizo habéis obrado en su persona?
Khaemwase hizo un gesto de disgusto al oír aquellas palabras y se aproximó a su hermano.
—¡Deja el Amenti tranquilo! —masculló sin poder disimular su disgusto—. Sus genios no deben ser invocados con tanta ligereza.
—¿Pero es que no te das cuenta? Nos encontramos en un laberinto. Jamás saldremos de aquí.
Khaemwase acercó su rostro apenas a un palmo del de su hermano a la vez que lo miraba fijamente a los ojos. A la débil luz de la tea, a Anhurerau aquella mirada le pareció llegada desde las mismas tinieblas.
—Escúchame bien, soy Khaemwase; Kha-em-wa-se, ¿entiendes? Mago entre los magos de Egipto, y no saldremos de aquí hasta que encontremos lo que hemos venido a buscar.
Anhurerau no pudo ocultar su perplejidad.
—Ahora aproxima la antorcha a la pared —ordenó Khaemwase con gesto imperativo.
Sin decir una sola palabra, Anhurerau hizo lo que le pedía su hermano. Este le observó durante unos instantes con expresión adusta, y luego dirigió su mirada hacia la mortecina luz que apenas iluminaba uno de los muros.
Mientras se concentraba en las inscripciones de aquella pared, Khaemwase no pudo dejar de reconocer el hecho de que su hermano pequeño tuviera razón. Habían estado recorriendo los lóbregos pasillos de aquella tumba durante más tiempo del considerado como deseable, y siempre para acabar en el mismo lugar. Conocía muy bien los peligros que acechaban a quien se aventurase en un sepulcro que, como aquel, había permanecido cerrado durante siglos. Llegaba un momento en el que el aire, viciado por cientos de años de confinamiento, se hacía irrespirable, a la vez que expandía toda una gama de olores característicos que a la postre formaban parte de un mismo perfume: el de la muerte. Además, el polvo levantado por sus pisadas acababa por crear un fino velo que se adhería más y más a sus cuerpos a cada paso que daban, como entes desesperados en busca de su salvación; un abrazo terrible capaz de llevarlos a las puertas de la asfixia.
La propia arquitectura de la tumba no había hecho sino complicar aún más la situación, pues era difícil imaginar un laberinto como aquel. Pasadizos con profusión de cámaras adyacentes, desoladoramente vacías, de las que partían nuevos corredores que volvían a comunicarse, aquí y allá, y en los que perderse era ciertamente fácil.
Aquel enredo de salas y pasillos no parecía haber sido diseñado por la mano del hombre, pudiéndose asegurar que semejante complejidad en una tumba nunca había sido vista en Egipto.
Khaemwase reflexionó un instante sobre ello y llegó a la conclusión de que era algo lógico, puesto que lo que encerraban aquellos antiguos muros tampoco era humano.
Tras salir de su abstracción, el príncipe volvió a prestar toda su atención a los jeroglíficos que decoraban la pared. La escritura sagrada le hablaba del tránsito del difunto allí enterrado hasta el tribunal de Osiris, así como de los peligros que se vería obligado a sortear para poder alcanzar, finalmente, los anhelados Campos del Ialu, su paraíso.
El príncipe se hallaba ante la representación de la quinta puerta del Mundo Inferior, una de las doce que el finado tenía que franquear como paso obligado hacia la otra vida. Khaemwase reconoció enseguida a la divinidad que en ella residía, la verdadera de corazón, así como los conjuros mágicos que ayudarían al difunto a vencer a la serpiente que guardaba la puerta, la conocida como ojos de llama, y a todos los demonios con los que habría de encontrarse en su proceloso viaje.
«Incluso los más ingeniosos ardides pueden ser resueltos gracias al conocimiento» —se dijo el príncipe mientras paseaba su vista por aquella pared.
Khaemwase hizo un gesto imperativo a su hermano para que se acercase.
—Aquí están los textos sagrados referentes al paso de las doce puertas —indicó a Anhurerau—. Ellos nos llevarán hasta la cámara funeraria.
Anhurerau aproximó la luz a su hermano a fin de que este pudiera leer mejor aquellas letanías. Gracias a ellas el fallecido esperaba vencer todos los obstáculos que se le presentaran para, finalmente, y tras el paso de la duodécima puerta, renacer glorificado en el Más Allá, tal y como hacía el sol cada mañana al salir de nuevo por el horizonte convertido en Ra-Khepri.
Ambos hermanos siguieron las enigmáticas manifestaciones inscritas en aquel muro siglos atrás como si fueran dos penitentes. Al llegar a la que escenificaba el paso de la séptima puerta, Khaemwase hizo una seña para que le alumbrase.
—¡Mira! —exclamó asombrado—. De aquí parte un pasadizo en el que apenas se repara.
Anhurerau movió la antorcha lentamente iluminando el corredor.
—Es sorprendente —masculló este—. Ya habíamos pasado antes por aquí sin percatarnos de su existencia.
Su hermano asintió con una media sonrisa.
—¡Fíjate! Es un pasillo más estrecho, y está tan hábilmente dispuesto que las inscripciones que hay en sus paredes coinciden con las del corredor principal. Es casi imposible descubrirlo —continuó Khaemwase animando a su hermano a que le siguiera.
—¿Estás seguro de que no será otro de esos pasadizos sin salida? —balbuceó Anhurerau temeroso.
—Completamente. ¿Ves?, esta es la serpiente que respira fuego. Aquí continúan los textos funerarios correspondientes al paso de la octava puerta. Estamos en el buen camino.
Con paso cauteloso, los dos hermanos se adentraron por aquel angosto pasadizo que parecía poder conducirlos directamente a sus propósitos. Ahora, escenas que parecían representar al finado en vida cubrían gran parte de una de las paredes en una serie de pinturas bellísimas que Khaemwase no pudo sino admirar.
—¡Son magníficas! ¡Y parecen mantenerse tan vivas como si hubieran sido pintadas ayer!
Anhurerau sintió como la angustia se adueñaba de nuevo de su corazón a la vez que su garganta parecía encontrarse atenazada por invisibles dedos. Fue entonces cuando, de improviso, lo oyó.
Al principio fueron apenas susurros, tan débiles que pensó que sólo eran producto del temor que dominaba sobre su entendimiento. Pero enseguida se convenció de que no era su imaginación la que tañía tan extraños sonidos, sino las manos de los seres de ultratumba que les daban la bienvenida a su reino, aquel del cual no se regresa.
Aterrorizado, Anhurerau se detuvo, pues sus pies apenas eran capaces de dar un paso más. Entonces los susurros se convirtieron en crujidos, y un sordo estruendo surgido de las profundidades del infernal inframundo vino a presentarse como un furioso cántico de genios desatados. El príncipe pensó entonces que todas las ánimas errantes aullaban enardecidas ante su atrevimiento. «¿Quién era él para perturbar el sueño eterno de los súbditos de Anubis? ¿Cómo osaba aventurarse allí donde sólo la muerte tenía derecho de paso?»
Sintió otra vez que aquellos invisibles dedos se aferraban a su garganta, haciéndole difícil respirar el enrarecido aire que le envolvía. El calor se le hizo entonces espantoso, y el valor del que tantas veces había hecho gala en la batalla le abandonó inmisericorde, dejándolo indefenso, cual si no tuviera voluntad.
El temible dedo acusador que desde el Mundo Inferior llegaba cargado con el quejumbroso lamento de los condenados a vagar sin rumbo durante toda la eternidad, le señalaba implacablemente, y Anhurerau tuvo el convencimiento de que su alma se cargaba con el peso de los terribles pecados de todas aquellas desventuradas ánimas que parecían maldecirles con sus horrendos llantos.
Fue justo en ese momento cuando algo comenzó a abrirse paso entre tan angustiosos acordes. Un sonido que bien pudiera provenir de las profundidades de aquella tumba, o quién sabe si de los remotos confines del infernal Amenti. Semejante sonido distaba de parecerse a un llanto, pues era grave y se presentaba henchido de poder, pletórico, como si hubiera sido causado por el violento dios Set, aquel que era capaz de desatar las más terribles tormentas.
Casi al instante, los corredores de aquel antro se llenaron de un ensordecedor rugido, imposible de imaginar, y Anhurerau tuvo la impresión de que la tumba bramaba.
El joven príncipe ya no albergaba duda alguna de que el tribunal de Osiris se hallaba presto a recibirle y que debía disponerse a que su alma fuera pesada en la sagrada balanza del Juicio Final. La pluma del contrapeso, aquella que representaba a Maat, diosa de la verdad y la justicia, parecía encontrarse lista, pues al punto el estruendo vino a hacerse corpóreo. Anhurerau sintió como su cuerpo era golpeado con inusitada furia e, instintivamente, trató de protegerse la cara con sus brazos. Entonces, estos recibieron embates por doquier, mientras que aquellas manos que anteriormente pugnaban por atenazarle el corazón se apoderaban ahora de todo su cuerpo, como si quisieran arrastrarle lejos de aquel maldito lugar. Anhurerau creyó, en ese momento, que los demonios se lo llevaban para siempre.
En su desesperación, el joven príncipe hizo acopio del poco valor que le quedaba y comenzó a agitar los brazos frenéticamente, luchando con desesperación contra el invisible enemigo. Mas fue inútil, pues este se reveló como el más tenaz de los combatientes, golpeándole una y otra vez, sin conmiseración alguna, hasta que finalmente acabó por derribarle sobre el polvoriento suelo.
Anhurerau cayó hecho un ovillo, gritando horrorizado, en tanto comprobaba como la débil luz de su antorcha desaparecía como por ensalmo. Los hijos de las sombras se la llevaban en medio de su infernal cabalgada entre espantosos chillidos, ululando a través de aquellos interminables pasadizos.
En poder de la más absoluta oscuridad, Anhurerau creyó escuchar su nombre. Acongojado por el miedo, el corazón del príncipe trató de razonar, pues el entendimiento, que todo egipcio pensaba que en él residía, luchaba por hacerse un sitio entre el terror que lo aprisionaba. En ese instante, su nombre volvió a llegar hasta él, y esta vez lo hizo con claridad.
Parecía venir desde lo más remoto de aquel atroz sepulcro que él mismo maldecía con desesperación. Sí, lo maldecía a la vez que se maldecía a sí mismo por su vanidad y estupidez al haber aceptado profanar aquella tumba.
—Anhurerau…
Su nombre resonó con nitidez, y el príncipe no tuvo ninguna duda de que alguien lo llamaba. ¿Sería Anubis, el dios de los muertos, que reclamaba su presencia para acompañarle a la Sala de las Dos Justicias?
Anhurerau creyó que su vientre era pasto de los retortijones y se sintió desvanecer.
—¿Eres tú, Anubis, el que me emplaza? —preguntó sin poder ocultar su temor.
—¿Anubis? ¿Qué Anubis ni qué mal genio del inframundo? —le contestó aquella voz—. Soy yo, Khaemwase, tu hermano.
—Khaemwase… —apenas acertó a musitar el joven con su tono más trémulo.
—El mismo. Pero dime. ¿Qué suerte de locura se ha apoderado de ti? Por un momento parecía que el dios Beste hubiera embriagado e invitado a bailar una de sus esperpénticas danzas.
—Luchaba contra ellos…
—¿Luchabas contra quién? Mira lo que ha pasado. Hemos perdido nuestra única antorcha —le reprendió Khaemwase.
—Luchaba contra los genios y demonios del Mundo Inferior. Ellos son los que se han llevado la antorcha. ¿Acaso no los has visto?
Khaemwase lanzó una carcajada que retumbó en las paredes del estrecho pasillo.
—¿Demonios, dices? —inquirió con sorna—. ¡Sólo eran murciélagos!
—¿Murciélagos?
—Sí, murciélagos. El corredor se encuentra plagado de ellos, debe de haber miles aquí dentro. Al volar producen un sonido muy desagradable que se ha visto aumentado por el eco. Fueron los murciélagos los que se nos echaron encima asustados, sin duda, por nuestra presencia. Ellos te quitaron la antorcha, Anhurerau. Ven, aproxímate hacia mi voz.
El príncipe obedeció a su hermano y al punto se sentó junto a él.
—¿Y ahora qué vamos a hacer? —preguntó al poco, avergonzado.
—Sin la antorcha nos encontramos en un buen aprieto; no nos va a resultar fácil salir de aquí. Como has podido comprobar, esta tumba es un auténtico laberinto.
Anhurerau miró hacia el lugar de donde suponía que procedía aquella voz, aunque, obviamente, no viera a nadie, pues la oscuridad era absoluta. Sin poder evitarlo, volvió a sentirse avergonzado, ya que la calma de la que hacía gala su hermano mayor le resultaba asombrosa.
—Comprendo —dijo tratando de recomponer su tono a fin de que pareciera más tranquilo—. ¿Propones entonces que nos quedemos aquí?
—Exacto. No daremos ni un paso más. Cuando vean que tardamos en salir, vendrán a buscarnos. Confía en mí.
Anhurerau asintió con un gesto mecánico, aunque esto sólo lo supiera él.
—En ese caso, lo más conveniente será acomodarse para pasar la mejor de las vigilias —contestó el joven con ironía, en tanto se recostaba contra la pared.
—Pues sí; y además te recomiendo que respires con suavidad. El aire de este lugar parece haber sido emponzoñado por la mismísima serpiente Apofis.
Anhurerau rió quedamente al escuchar las palabras de su hermano, reconociendo que este parecía no perder su ánimo ni en las peores circunstancias. Quién sabe, quizá fuera verdad lo que aseguraban de él, respecto a que era el mago más poderoso de Egipto.
Sobre este particular, poco podía opinar, ya que él era hombre de armas y en nada se asemejaba a Khaemwase, a pesar de ser ambos hijos de la misma madre, la reina Isisnofret.
Suspiró Anhurerau, a la vez que extendía indolentemente sus piernas sobre el arenoso suelo. Decidido a abandonarse en el silencio que, ahora, dominaba el lugar, el joven se dedicó a escudriñar las tinieblas entre las que parecían hallarse atrapados. Nunca había visto una oscuridad semejante y, sin pretenderlo, al momento se vio pensando de nuevo en el inefable Amenti. ¿Sería tan oscuro como aquella tumba? ¿Sería un lugar silencioso o, por el contrario, tan ruidoso como se temía? Sin lugar a dudas, al príncipe le obsesionaba tan inhóspito paraje, pues, al poco, él mismo tuvo que reconocer su ofuscación y el desasosiego que experimentaba al pensar en el Más Allá.
Un poco avergonzado, acabó por apartar semejantes ideas de su corazón y se concentró en intentar averiguar si aquellas espesas cortinas tejidas por las sombras podían ser atravesadas por los ojos de un príncipe. Al fin y al cabo, su padre, el gran Ramsés, era tenido como un dios, y como tal debía poseer poderes no extensibles al resto de los mortales que él, como hijo suyo que era, podía haber heredado.
Andaba en tales disquisiciones cuando, al mirar hacia su derecha, tuvo la sensación de que su vista era capaz de atravesar la tenebrosa noche que, desde hacía siglos, allí habitaba. ¿Eran sus ojos los que se habían acostumbrado a la oscuridad? ¿O quizá alguna suerte de encantamiento le volvía a jugar una mala pasada a su ya maltrecho corazón?
Dadas las circunstancias, todo podía ser, desde luego, aunque esta vez se decidiera por dejar a un lado sus naturales fobias y dirigir su mirada en aquella dirección. Pasados unos instantes se incorporó lentamente, sin desviar su atención. Allí, al fondo del pasillo, había algo.
—Khaemwase —susurró con toda la tranquilidad que le fue posible—. Mira a tu derecha, hacia el final del pasadizo.
Este obedeció al momento, mas dijo no ver nada.
—Mantén tu vista fija durante un tiempo —le animó de nuevo Anhurerau—. Está allí.
Khaemwase miró con atención hacia donde le indicaba su hermano mientras pensaba que este volvía a ser presa de atemorizadoras visiones; sin duda, aquel joven era capaz de imaginar las peores pesadillas.
Sin embargo, aquello no resultó ser ninguna visión o espejismo. Transcurridos unos minutos, Khaemwase fue capaz de verlo con claridad, allí donde su hermano le señalaba. Al fondo de aquel corredor parecía surgir una luz tan extraña que daba la impresión de ser fantasmal, pues su tono, sumamente difuso, abarcaba desde el blanco a un azul pálido, delicadamente suave, que terminaba por deshilacharse dentro del espectro en infinitos destellos.
—¿Lo ves ahora? —oyó que volvía a preguntarle su joven hermano, sin disimular su ansiedad.
—Sí —contestó mientras se incorporaba—. Al fin hemos encontrado lo que vinimos a buscar. Vamos.
Anhurerau estuvo a punto de protestar, pero obedeció al instante imaginando inconscientemente la cara que pondría Khaemwase si no lo hacía.
Así fue como, con paso incierto, ambos hermanos se encaminaron por aquel corredor que les conducía hasta la más etérea de las luces. Conforme avanzaban, aquel vaporoso halo se desprendía de su sutileza transformándose en un centelleante fulgor de inusitada pureza; como nunca antes hubieran visto.
Al llegar a uno de los recodos del lóbrego pasadizo, aquella misteriosa luz se mostró en toda su magnitud resplandeciendo pletórica, a la vez que inundaba por completo un pequeño corredor que conducía hacia lo que parecía una cámara. Seguido por su hermano, Khaemwase se sumergió en ella, dejando que aquel resplandor tornasolado jugara entre los pliegues de su faldellín y se fundiera con sus propios miembros.
Al ver a su hermano rodeado por semejante aura, Anhurerau volvió a sentir miedo. Quiso abrir la boca, pero no pudo, e incluso sus pies se mostraron remisos a obedecerle, comprendiendo al instante que no era posible volverse atrás. Observó admirado como Khaemwase formaba ya parte de aquella luz propia del dios Ra, cual si fuera uno de sus rayos, y él mismo, con un nudo en la garganta, le siguió como el primero de sus servidores, pues su voluntad ya había desaparecido hacía tiempo en algún lugar de aquella maldita tumba.
De este modo, ambos hermanos recorrieron el corto pasillo que les llevaba hacia la sala de la que surgía aquella claridad inmaculada a la que era imposible resistirse. ¿Qué tipo de conjuro era capaz de producir tal luminaria? ¿Acaso aquella luz era parte de alguna de las estrellas imperecederas a la que la magia inscrita en los muros de los corredores había dado vida? ¿Qué suerte de hechizo obraba allí?
Cuando, finalmente, los dos príncipes entraron en aquella habitación, sus rostros fueron incapaces de disimular su asombro ante lo que vieron.
El más rico mobiliario que jamás hubieran visto adornaba la cámara funeraria hasta casi abarrotarla. Magníficos sillones de ébano adornados con láminas de oro cubiertas de jeroglíficos. Muebles fabricados con las mejores maderas repujadas de precioso marfil. Hermosas pieles de leopardo, dignas de reyes, extendidas por el habitáculo. Soberbios recipientes del más puro alabastro, casi translúcido.
Aquel suntuoso ajuar lucía espléndido, tal y como si hubiera sido depositado allí recientemente.
Fascinado, Anhurerau reparó en el fastuoso sarcófago que se encontraba al fondo, e inmediatamente desvió la mirada hacia su hermano. Este, absorto, no apartaba sus ojos de la pequeña mesita de madera situada justo enfrente. La expresión de su rostro pareció cambiar súbitamente y un extraño rictus acabó por apoderarse de él.
Sobre aquella mesa se hallaba la fuente de la que manaba la luz más clara y diáfana que cupiera imaginar, y Khaemwase la contemplaba anhelante, tal y como si deseara alimentarse de ella.
El tiempo pareció detenerse durante un espacio imposible de precisar, en tanto los dos hermanos, inmóviles, no eran sino una parte más de aquel rico ajuar funerario que los siglos se habían encargado de guardar con envidiable celo. Dos príncipes de Egipto habían tenido la osadía de romper el hechizo que un día los más sabios entre los sabios tejieran en aquel sagrado lugar a fin de apartarlo para siempre de la inconsumible codicia de los hombres y, ahora, la cegadora luz de la verdadera sabiduría les atrapaba sin remisión.
Incapaz apenas de pestañear, Anhurerau vio como su hermano volvía lentamente su rostro hacia él para sonreírle de forma extraña, como nunca antes le había visto; luego, súbitamente, observó a Khaemwase inclinar su cabeza hacia atrás justo para lanzar la más siniestra de las carcajadas; una risa desaforada que parecía surgida de las profundidades de los mismísimos infiernos.
Como apresado por una insólita locura, el príncipe de Egipto reía y reía en tanto sus manos jugaban con la resplandeciente luz, creando imaginarios arabescos entre sus sutiles haces. Todo cuanto le rodeaba había dejado de existir, como si el vástago real formara ya parte del insondable misterio que parecía habitar en aquella sala, y que iba mucho más allá de la propia comprensión humana.
Para Anhurerau, semejante revelación significaba poco menos que el final de sus días en el mundo de los hombres. El poder de los dioses se manifestaba allí sin ambages, advirtiéndoles de los terribles castigos a los que se verían sometidos a causa de su vacua vanidad por creer que podrían, alguna vez, alcanzar su divina sabiduría.
Sin embargo, para el príncipe Khaemwase aquello sólo era el principio.