XVIII

Al volver en sí, Julia pensó que se encontraba en el Infierno. Tal y como le había asegurado su madre, doña Cornelia, cuando era pequeña, el Infierno existía, y el lugar en el que se hallaba era una prueba inequívoca de ello.

A la profesora le dolía terriblemente la cabeza, sentía náuseas y el oscuro mundo que la rodeaba parecía no dejar de girar. Era como estar recluida dentro de una cámara que daba vueltas sobre sí misma entre la más espantosa de las angustias. Una sensación desconocida para ella que la invitaba a considerar con seriedad la posibilidad de que en verdad estuviera en el Averno.

Era un mundo de sombras, sin duda, en el que la oscuridad se aferraba a ella como si fuera su única compañera de viaje; el tránsito final de las almas perdidas.

Mas si su destino había sido el Tártaro, antes debía haberse celebrado el juicio divino, y que ella recordara nadie la había juzgado, y mucho menos condenado. Lo último que su memoria era capaz de evocar era una sensación de abandono que se apoderaba de su cuerpo y unos párpados pesados como el granito sobre los que no ejercía control alguno.

No se acordaba de Caronte, ni de haber sido transportada con su barca a la otra orilla del Aqueronte, y en su boca no sentía el regusto del óbolo.

Entonces se dio cuenta de que sus ojos pestañeaban y pugnaban denodadamente por abrirse paso en el vacío que parecía envolverla. Casi de inmediato le llegó un olor espantoso; bocanadas de un aire nauseabundo que su olfato no pudo soportar y que le provocaron una arcada. Julia vomitó lo poco que le quedaba ya en el estómago, aunque finalmente quizá sólo fuera hiel. Supo en ese instante que las Moiras seguían tejiendo el hilo que regulaba su vida y que no era en el infierno de los muertos donde se encontraba, sino en el de los vivos.

Este comenzó a mostrarle sus difusas formas; primero vagamente, como si se tratara de meras ilusiones; luego, conforme sus ojos se habituaron a la penumbra, con más claridad. Julia reparó entonces en la línea luminosa situada más allá de sus pies. Delimitaba la parte inferior de lo que parecía una puerta, y su luz ayudaba a tomar conciencia del tenebroso lugar en el que se hallaba; un antro de la peor especie, un cubil propio de súcubos, sin duda.

Julia forzó su vista intentando explorar aquella sala de los horrores a la que, al parecer, había sido enviada, y súbitamente, los recuerdos acudieron en tropel a su mente, casi atropelladamente, como si llevaran mucho tiempo esperando a ser recibidos. Al darles fundamento, la profesora creyó desfallecer, y todo lo vio aún más oscuro.

Las imágenes de su visita al museo, el peligro que sintió acechante, la temerosa voz de Saleh conminándola a marcharse, sus gritos ahogados, la angustia de una huida a través de tenebrosas galerías, la gran traición.

El rostro de Hassan vino a presentársele tan nítido como si en realidad estuviera acompañándola. El muchacho la observaba murmurando alguna excusa que ella no acertaba a entender, pero que para él tenía un claro significado.

Durante unos instantes, Julia se obcecó en pensar si la actuación del joven había sido premeditada desde el principio o simplemente fruto de las circunstancias. Probablemente, sus captores se habían aprovechado de su proximidad hacia ella, o quizá todo estuviera pactado.

En realidad daba igual, puesto que lo único que se venía a demostrar era que la supervivencia diaria no entiende de amistades, incluso las palabras murmuradas por Hassan mientras se la llevaban debían de hacer referencia a ello, de eso estaba segura.

Se sorprendió al no experimentar ningún sentimiento de rencor hacia su joven acompañante, probablemente porque entendía que no era nada personal y también porque, para la gente como Hassan, la vida en una ciudad como El Cairo no podía esperarse que fuera piadosa.

Luego pensó en sus captores. El semblante simiesco de aquel energúmeno se hizo dueño de su memoria; brutal y repulsivo, le sonreía malignamente mientras observaba cómo sus párpados luchaban por no cerrarse. Aquel individuo era ya el campeón de sus pesadillas, estando convencida, además, de que jamás podría librarse de él.

Tras este, la figura de Anna se le presentó casi por sorpresa, tal y como había ocurrido en la realidad. Anna, la joven que tan amablemente la había invitado a participar en la escenificación de aquel drama, la miraba a través de unos ojos azules que parecían de hielo mientras le mostraba una jeringuilla. La invitaba a dormir cuando, en realidad, era su esencia lo que buscaba.

Julia no tenía palabras para describir un cuadro que se asemejara a aquel. Se sentía sumida en la desgracia, traidora y traicionada, vacua y absurdamente orgullosa por pensar que el cumplimiento de lo que dictaba su conciencia era suficiente para sentirse en paz con ella misma. No había quietud en su corazón, sólo una amarga sensación de frustración que la hacía tenerse como la más fatua de las mortales.

Una nueva vaharada de pestilencia la obligó a regresar a su repugnante habitáculo. Las arcadas se repitieron, aunque esta vez no encontrara nada que arrojar. Descubrió entonces que alrededor de donde se hallaba, el suelo estaba cubierto de vómitos, suyos sin duda, y comprendió que debían de ser producto de la droga que le administraran en el automóvil.

Sin embargo, aquel olor era, por sí solo, capaz de remover el estómago más templado; un perfume indescriptible que sólo podía pertenecer al paladín de la podredumbre. Ella no había soportado en su vida nada semejante, e ignoraba de dónde pudiera proceder una fetidez como aquella.

Durante un tiempo Julia pensó en su familia, a la que ya parecía no pertenecer. Esto le hizo sentirse desgraciada y a la vez cargada de impotencia. Luego apareció Henry, el vehículo que la había transportado hacia su perdición, y sintió súbitos deseos de verlo para abrazarle y susurrarle lo mucho que lo necesitaba.

El sonido de un cerrojo al descorrerse le hizo prestar toda su atención a aquella puerta. Sus goznes chirriaron lastimeramente y la hoja de madera se abrió con lentitud, como si en verdad le tuvieran reservada una nueva sorpresa. La luz entró entonces a raudales, con una intensidad que obligó a Julia a protegerse de ella con las manos. Era un fulgor cegador al que le resultaba imposible mirar, pero que la liberaba del mundo de las tinieblas devolviéndola a la vida, al principio creador.

Julia escuchó un juramento en una lengua que no entendió y a continuación notó cómo unas manos la asían sin contemplaciones y tiraban de ella para llevársela a rastras.

—La señora ya se ha despertado, ¿eh? —dijo alguien con sorna.

Casi al momento, el extraño volvió a soltar un exabrupto.

—Buah… ¡Qué peste! Eres más sucia de lo que pensaba. ¡Mira cómo has puesto el suelo de vómitos!

Acto seguido, Julia sintió como le daban una patada.

—Me gustan las guarras como tú, para poder enseñarles modales.

Julia oyó una risotada y supo de inmediato a quién pertenecía aquella voz; entonces, sin poder remediarlo, sintió que se aflojaba y se orinó.

Al verlo, el intruso la pateó de nuevo.

—Puag… Eres más puerca de lo que suponía, aunque no me importa; te educaré de todas formas.

Luego volvió a reír estrepitosamente y se inclinó sobre ella.

—Vamos, salgamos de este antro en el que vives —le gritó repentinamente a la vez que la cogía por los pelos—. Hemos de conversar un poco.

Julia siguió a aquel energúmeno sin oponer resistencia, dichosa de abandonar al fin su pavoroso tugurio. Al salir, el aire del exterior entró en sus pulmones como si se tratara del más vivificante de los bálsamos. La claridad la acarició, benefactora, apiadándose de su desconsuelo para darle ánimos y recordarle que al menos se encontraba viva.

La profesora entrecerró los ojos en un intento desesperado de ver cuanto la rodeaba. Parecía hallarse en un patio cuya superficie, alguna vez cubierta de baldosas, era ahora de tierra apelmazada, tal y como si hiciera siglos que hubiese sido abandonado. En un lateral había unas escaleras que desaparecían bajo el suelo, y en algunos rincones crecían ensortijadas zarzas que desafiaban al olvido en el que vivían y que, probablemente, nunca tuvieran sed.

Sobre tan yermo panorama el sol manifestaba todo su poder para lucir como suele hacerlo en Egipto: implacable.

Julia fue llevada a empellones a través de un pasillo hasta otra habitación. Allí la empujaron, de muy malas maneras, para obligarla a sentarse en una vieja silla de madera. A la profesora le llegó una bocanada de tabaco americano y tosió sin poder remediarlo.

—¿No fumas, bonita?

Julia reconoció al instante la voz de Anna, que le hablaba desde algún rincón de la sala. Acto seguido escuchó el sonido de algunos pasos que se acercaban y vio a la joven aproximarse contoneándose. Luego esta acercó un taburete y se sentó frente a ella.

—¿Continúas teniendo náuseas? —se interesó sonriéndole.

Julia desvió su mirada en un gesto de desprecio.

—Se te pasará enseguida. Toma un poco de agua, te encontrarás mejor —señaló ofreciéndole una botella de plástico.

La profesora consideró su postura y aceptó la botella que le ofrecían, bebiendo con ansia hasta sentirse ahíta. Anna la observaba complacida.

—Quién lo hubiera podido suponer, ¿verdad? —dijo sin perder su sonrisa.

Julia no contestó.

—Invitarte a la subasta fue un error, y el que aceptaras también. Claro que entonces no podíamos saberlo.

La profesora continuó en silencio.

—Todos nos equivocamos —continuó Anna—; forma parte de la vida, aunque en tu caso has intentado sacar provecho de ello.

Julia dirigió sus ojos hacia ella fulminándola con la mirada. Anna rió.

—¿Alimento tu cólera con mis palabras? He de reconocer que tienes coraje, y también que pareces más bella cuando te enciendes.

La profesora se mordió la lengua para no insultarla.

—Sé que a Mirko le gustas —apuntó, haciendo un gesto hacia el hombre que les observaba desde la puerta—, y a mí también —subrayó, inclinándose hacia ella para exhalar el humo del cigarrillo hacia su cara.

Julia hizo un gesto reflejo con la mano para librarse de la bocanada.

—Perdona, bonita. Olvidé que no fumas.

La profesora tosió suavemente y, durante unos instantes, Anna la miró en silencio.

—¿Sabes?, en otras circunstancias hubiéramos podido ser buenas amigas —dijo la joven recorriendo su cuerpo con la mirada—. Es una pena.

—¿De una criminal como tú? No hay duda de que eres una psicópata —dijo Julia sin poder contenerse.

—Al fin escuchamos tu voz. Eso está bien.

—Con gusto os diría todo lo que pienso de vosotros, pero ya lo sabéis. Me habéis secuestrado de la manera más vil, drogándome y encerrándome como si fuera un animal. ¿Adónde me habéis traído?; decidme.

Anna soltó una carcajada.

—Vamos —indicó la joven con suavidad—, no dejes que la cólera te domine. Has sido muy malita, y es justo que recibas tu castigo.

—Vete al cuerno.

Anna volvió a reír.

—¿No te gusta el lugar que hemos elegido para ti?

Julia no contestó.

—Te advierto que tu situación puede empeorar; o mejorar. Eso depende de ti. Has tenido muy mala suerte, bonita. Sobre todo a la hora de elegir a tus amigos.

La profesora hizo un gesto de desdén.

—Tu amiguito inglés no ha sabido protegerte como debiera, aunque tampoco tendría que extrañarnos. Los hombres siempre van a la suyo.

—Que tú me hables de lealtades me parece patético —contestó la profesora sin poder reprimirse.

—Es posible, pero sé de lo que hablo. No creas que te culpo por haber caído en las redes del caballero británico. He de reconocer que es un mirlo blanco. No me importaría hacer un crucero de una semana en su compañía.

—Dudo que llegara a tomarse un café contigo.

—¿Tú crees? —inquirió la joven, acariciándola con la mirada—. Dime, ¿te ha hecho gozar?

Julia hizo un gesto de asco en tanto Mirko lanzaba una risotada.

Anna miró hacia el energúmeno y le dirigió una sonrisa de complicidad.

—Estoy convencida de que sí —dijo volviendo a mirarla—. Eso es todo lo que conseguirás de él.

Julia masculló un juramento.

—Francamente, bonita, pienso que has tenido que sufrir demasiado por todo este embrollo. No lo has hecho mal, pero creo que ha llegado el momento de que te retires, y yo voy a darte esa oportunidad.

Julia volvió a hacer un gesto de desprecio.

—Cómo, ¿drogándome y recluyéndome en un antro infecto?

—Eso no será más que una anécdota que podrás contar a tus nietos cuando envejezcas; algo singular, sin duda.

Ahora fue Julia la que forzó una carcajada.

—Sólo tendrás que cooperar un poco; es fácil.

—No creo que tenga nada más que os interese. El escarabeo era cuanto poseía, y ahora está en vuestro poder.

—Ja, ja, vuelves a equivocarte. Tú has tenido un contacto próximo al caballero, y podrías sernos de alguna utilidad. Si cooperas te dejaremos marchar.

—Dudo que sepa algo que os resulte de interés.

—Mal empezamos, cariño, aunque te daré la oportunidad de contestar a algunas preguntas.

Julia la miró sin inmutarse.

—Quiero que nos hables del papiro —indicó Anna endureciendo su tono.

La profesora puso cara de no saber nada.

—¿Insinúas que no tienes idea de lo que te pregunto? ¿O tratas de reírte de nosotros?

—El señor Archibald nunca me ha mostrado ningún papiro.

—Pero seguramente te habrá hablado de él. Al parecer, posee unas inscripciones que pueden resultar interesantes.

—Os repito que no he visto ningún papiro. Si Henry lo tiene en su poder, se cuidó de comentarme nada al respecto.

—¿Henry? No creo una palabra de lo que dices, bonita. Si no te portas bien, me enfadaré.

—No puedo inventarme lo que no sé —dijo Julia sin poder ocultar su nerviosismo.

—Ya veo —señaló Anna, mientras hacía una seña al hombre que la acompañaba—. Me temo que tendrás que conversar con Mirko.

Julia vio, aterrorizada, cómo el monstruo de sus peores pesadillas tomaba asiento frente a ella y le sonreía con malignidad.

—Cuéntame algo —le susurró acercando su cara.

Julia gimió sin poderse controlar y notó cómo las lágrimas comenzaban a brotar de sus ojos.

—Haz un esfuerzo —volvió a musitarle—. Seguro que recuerdas algo.

—Él no me habló de nada en particular —apuntó la profesora negando con su cabeza—. No sé qué puede contener ese manuscrito.

Inesperadamente, Mirko le dio un tremendo bofetón.

Julia lanzó un grito y se llevó ambas manos a la cara.

—Mientes —murmuró aquel energúmeno acercándose aún más a ella—. Dime algo que pueda salvarte.

La profesora gimió presa de la desesperación, incapaz de articular palabra. Entonces vio como Mirko alzaba amenazante una de sus manazas y, antes de que pudiera evitarlo, la asía de la blusa rasgándola por completo.

Julia volvió a gritar horrorizada mientras suplicaba.

—No, por favor; no me haga daño…

—¿Recuerdas la noche en la que casi me atropellas en el aparcamiento? —le inquirió Mirko.

La profesora gemía presa de un ataque de nervios.

Aquel tipo se acercó todavía más, hasta apenas estar separados por sus alientos.

—Chsssss. Vamos, sé buena conmigo.

Julia vio como los ojos simiescos adquirían un brillo extraño, como los de un sádico. Entonces, las manos de aquella bestia volvieron a cernirse sobre ella con una fuerza descomunal, para arrancarle el sujetador; sus pechos quedaron expuestos sin remisión, y él pugnó por acariciarlos.

Gritando como una histérica, Julia comenzó a defenderse lanzando puñetazos y patadas con una furia inusitada. Mas en su desesperación escuchaba cómo aquel individuo se reía.

—Dime algo que pueda calmarme —le decía sin dejar de sobarle los senos—. Empiezo a tener una erección.

Aquellas palabras llevaron a Julia al borde de la enajenación.

—Está bien, le diré todo lo que sé; pero déjeme en paz —gritó la profesora en tanto continuaba defendiéndose.

—Sí, sé que lo harás —le susurró Mirko al oído.

—Henry me dijo que la tumba existía —dijo Julia entre sollozos.

Entonces Mirko se apartó de ella para volver a sentarse.

—Nunca me enseñó el papiro ni conozco las inscripciones que pueda tener —señaló Julia mientras trataba de taparse los senos—. ¡Por favor, deben creerme!

Ahora fue Anna la que se le aproximó.

—Si no se le sujeta, Mirko puede llegar a ser muy malo —dijo acariciándole el cabello.

—¡Es la verdad! —exclamó Julia implorándole con su mirada—. El papiro contiene una prueba que confirma que esa maldita tumba existe, pero no conozco ningún detalle más. Henry nunca me lo mostró.

La joven la estudió durante unos instantes en silencio y luego suspiró resignada.

—¡Por favor, es todo cuanto sé!

Anna y su acompañante cruzaron sus miradas.

—Ha dicho la verdad —apuntó ella al fin.

Acto seguido se volvió hacia Julia.

—El muy cabrón no te lo enseñó, ¿no es así?

La profesora continuaba llorando desconsoladamente.

—Henry se ha portado muy mal contigo, ¿sabes? No sólo te ha utilizado, también te ha engañado. De una u otra forma, ellos siempre nos engañan.

Anna sacó un pañuelo de uno de sus bolsillos y se lo entregó.

—No merece la pena que des la cara por él; es un cerdo.

Julia se enjugó las lágrimas lo mejor que pudo y luego miró a la joven con los ojos todavía acuosos.

—Sí, bonita; este es de los peores. Se ha reído de ti.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Julia algo más calmada.

Anna abrió un bolso situado junto a ella y extrajo un objeto de su interior.

—¿Lo reconoces? —preguntó mostrándoselo.

—¡El escarabeo! —exclamó Julia sin poder disimular la emoción que sentía al volver a verlo.

—En efecto. Es el escarabeo que tan dadivosamente entregaste a tu amigo Saleh, y ¿sabes una cosa?

Julia la miró sin comprender.

—¡Qué es falso!

La profesora dio un respingo.

—No puede ser —balbuceó sin dar crédito a lo que escuchaba.

—Se trata de una copia magnífica, aunque dudo que tenga más de una semana de antigüedad —aseguró Anna sonriéndole.

—Pero… eso no es posible.

—Yo diría que sí. Tu amiguito te ha dado el cambiazo. Ese tipo de gente acostumbra a salirse siempre con la suya.

Julia miraba a uno y otro lado desorientada, resistiéndose a considerar aquella posibilidad.

—Un timo en toda regla, y me temo que a cambio de tu amor. ¿Me equivoco?

La profesora se negaba a dar pábulo a aquellas palabras.

—Como te decía, se trata de un trabajo magnífico —continuó Anna señalando al escarabeo—, aunque no sea el original. No obstante, el orfebre que lo realizó sabía bien lo que hacía; le ha debido de cobrar al señor Archibald un buen dinero por ello.

Julia cruzó su mirada con ella durante unos segundos y luego volvió a desviarla, tal y como si estuviera reflexionando.

—Cuesta reconocerlo, ¿verdad? —apostilló la joven divertida.

Al ver su expresión, la profesora frunció el ceño.

—No creo ni una palabra de cuanto me dices —contestó con todo el aplomo que le fue posible.

Anna soltó una risita cantarina.

—Ya me lo imagino, y también me hago cargo. No debe de ser fácil admitir que un hombre haya podido jugar con una misma de semejante forma, aunque se trate de un lord.

Julia hizo un gesto de desconfianza para desviar seguidamente su mirada en busca de la joya; la joven la volvió a alzar para mostrársela.

—Es una pena, pero es falsa.

Acto seguido la arrojó sin ningún cuidado al interior del bolso.

La profesora puso cara de espanto.

—No tengas temor, vale tanto como cualquier souvenir de marca. Tu enamorado posee el escarabeo auténtico y el papiro.

He de reconocer que ha sido más listo que nadie, pero aún no tiene suficiente.

Julia se echó las manos a la cabeza negándose a reconocer aquello.

—Él quiere más, bonita. Desea la tumba, lo , aunque nunca lo haya confesado.

—¡Mientes, mientes…! —gritó Julia sin poder contenerse—. Sois unos criminales; ¿qué le ha ocurrido a Saleh?

Anna hizo un gesto a Mirko y este se aproximó a la profesora. Al verlo acercársele, esta empezó a gemir.

—No tengas miedo, bonita; él sólo quiere acompañarte de nuevo a tu habitación.

Al oír aquello, la española la miró angustiada.

—¡No, por favor!, no me encerréis allí de nuevo —suplicó en tanto el energúmeno la cogía otra vez de los cabellos para levantarla.

Ahora Julia no se resistió y se dejó llevar sin dejar de implorarles.

¡Os he contado todo lo que sé! —se lamentaba.

—Es posible —señaló Anna, que caminaba tras ella—, pero no ha sido suficiente.

Los tres salieron al desolado patio y Mirko abrió la puerta del antro. Con una sonrisa malévola invitó a entrar a la profesora. Esta se negó, retrocediendo.

El tipo soltó un improperio y se abalanzó sobre ella. Luego, la empujó al interior del tugurio haciéndola caer al suelo.

Julia lanzó un grito de desesperación a la vez que observaba cómo sus secuestradores se inclinaban amenazadoramente. Entonces vio a Anna acercarse con una jeringuilla en la mano.

—¡No…! ¡Socorro! ¡Que alguien me ayude! —gritaba despavorida mientras lanzaba patadas desde el suelo.

Mas la bestia se le echó encima y, a los pocos segundos, quedó inmovilizada.

—Esto te tranquilizará, cariño —dijo Anna con suavidad.

Julia sintió cómo la pinchaban y lloró de impotencia.

—Así está mejor —aseguró la joven volviendo a acariciarle el cabello.

La profesora empezó a notar cómo las fuerzas la abandonaban y su voluntad se marchaba dejándola desamparada. Poco después sus ojos eran incapaces de mantenerse abiertos y sus palabras se volvían inconexas.

—No me dejéis en el Infierno —apenas acertó a musitar en tanto parpadeaba con dificultad.

Anna se inclinó más sobre ella.

—Esto no es el infierno, bonita; sólo es su antesala.

Julia la miró fijamente un instante, haciendo un esfuerzo por asimilar lo que le decían; unos segundos más tarde se precipitó de nuevo al terrible vacío.

Para Gamal, las horas se habían convertido en minutos, y estos simplemente carecían de importancia. Pasaban y pasaban dueños de sí mismos, como las aguas del Nilo camino del delta; ajenos al hombre y su locura.

Desde el asiento trasero del automóvil observaba cómo esta se había apoderado de sus corazones, de su forma de vida, de la sociedad que habían creado y hasta de la ciudad en la que habitaban. Mas a la postre todo era tan antinatural que sus anhelos nunca se sentían colmados. Las ambiciones eran alimentadas cada día, a veces con el peor de los forrajes, existiendo quien aspiraba a convertirse en dios; aunque su esencia se pareciera a la del becerro de oro.

Era un mundo de ansias, de deseos, de apetencias que satisfacer, que giraba lanzando dentelladas, con un ejército de acólitos portando la codicia como bandera. La codicia…

Gamal hizo un mohín de disgusto. Su semilla estaba en el hombre, fructificando en mayor o menor medida, como alimentada por misteriosos resortes, simplemente por la mera condición de su naturaleza.

Mas si había una cosa cierta en todo ello, era que semejante locura no tenía solución, aunque él estuviera allí para combatir sus dislates.

El comisario observó distraídamente el canal de Maryutia fluir pletórico de podredumbre y el caótico tráfico que asolaba los alrededores de la avenida de las Pirámides. La carretera por la que circulaba tampoco se veía libre de él, aunque sus usuarios formaran todo un conjunto de lo más heterogéneo. Viejos automóviles, vetustos camiones, antiguas motocicletas, carros tirados por burros, asnos con sus alforjas repletas, alguna bicicleta y el minibús que hacía el transporte desde el cruce junto al canal. Así se encontraba el camino que llevaba a Kerdassa a aquella hora de la tarde; abarrotado.

Los cinco kilómetros que separaban el pueblo de la avenida de las Pirámides eran todo un ejemplo de cuanto Gamal había estado pensando, pues ni la miseria se encontraba libre de la ambición. La propia Kerdassa era una demostración palpable de ello. Este era un pueblo turístico famoso por su artesanía, la fabricación de alfombras, pañuelos, y las populares galabiyyas, actividades todas ellas honradas y loables donde las hubiera.

Pero también era conocido por el comercio ilegal de animales salvajes y por ser reducto de ladrones y gentes del hampa dispuestos a traficar con lo que hiciera falta. La codicia no conocía de fronteras, y lo único que separaba a aquellos rateros de los saqueadores de guante blanco que esquilmaban los tesoros arqueológicos de Egipto eran sus expectativas.

Gamal suspiró resignado mientras el conductor estacionaba el vehículo en una cuneta a la entrada del pueblo. Le había llevado dos días dirigir sus pasos a aquel lugar; dos días de trabajo frenético, como nunca con anterioridad había conocido. Durante este tiempo, la presión sobre su persona había llegado a resultar agobiante; mas sus hombros eran anchos, y su tranquilidad inalterable, y juntos formaban un caparazón hermético en cuyo interior todavía podía recluirse para pensar.

Sus pesquisas habían dado sus frutos y las piezas de su particular rompecabezas continuaban apareciendo para dar forma a la imagen final.

Tal y como se temía, no había tenido ninguna noticia acerca de la profesora española, lo cual tampoco le extrañaba, pues estaba convencido de que sus secuestradores no harían acto de presencia hasta que llegara el momento oportuno. Sin lugar a dudas, estos se pondrían en contacto con el caballero inglés, el cual parecía haber entrado en una especie de exasperación difícil de imaginar en un hombre como él.

Al parecer, andaba recorriendo El Cairo en compañía de varios compatriotas suyos, cual Diógenes con su candil en busca de un justo.

Contraviniendo sus recomendaciones, estaba revolviendo la ciudad desde El-Matariya hasta El-Mazdi, como si fuera el justiciero solitario, entre el estupor de vecinos y parroquianos, a los que había llegado a ofrecer cuantiosas recompensas si le daban alguna pista sobre el paradero de la señora.

A Gamal semejante dislate le desagradaba sobremanera. Ofrecer a los cairotas dinero por una información como aquella representaba un disparate, pues la capacidad de imaginación de sus paisanos, como él bien sabía, no tenía límites.

Sin embargo, también existía en aquella conducta una lectura positiva. El aristócrata británico demostraba con su proceder que su interés hacia la española estaba fuera de toda duda, lo cual resultaría beneficioso para llevar a buen puerto sus planes.

Extravagancias de aquel tipo aparte, Gamal había seguido el camino apropiado. Sus indagaciones habían comenzado en el hotel en el que se hospedaba la mujer desaparecida. Con su característica minuciosidad, había interrogado a los porteros de la entrada, estudiando con el servicio de seguridad los movimientos en la salida del hotel el día que la española fue vista por última vez. Como él muy bien sabía, los ojos de El Cairo lo veían todo, y tras un arduo día de investigación, pudo confirmar que la señora había abandonado el hotel aquella tarde en compañía de un muchacho. Al parecer, un taxista los esperaba en la puerta, y uno de los empleados lo conocía de vista, pues había venido en otra ocasión a buscar a la dama, llamándole la atención la profusión de adornos y luces de colores con que decoraba su vehículo.

Averiguar la matrícula fue sencillo, pues todos los automóviles que accedían al hotel quedaban registrados; a partir de ahí, localizar al taxista llevó apenas unas horas.

Gamal se sonrió al recordar la cara del conductor cuando le detuvieron. El pobre hombre se llevó tal impresión que comenzó a tartamudear de forma que no era capaz de pronunciar ni su propio nombre.

Para cuando se enteraron de que se llamaba Magued, la comisaría se había convertido en una estrepitosa confusión de carcajadas y alardes de hilaridad; un pandemónium, vamos.

Cuando por fin pudo calmarse, Magued les juró por el Profeta que era un hombre honrado y que, con mucho gusto, invitaría a todos los funcionarios a comer un kebab.

Tales palabras originaron tan incontenibles risotadas que el propio comisario hubo de intervenir seriamente antes de que la cosa fuera a mayores. A la postre, su declaración resultó determinante, ya que el taxista reveló la identidad del joven que acompañaba a la española, al que ya conocía por haber trabajado juntos en más ocasiones. Según aseguraba, el muchacho era una buena persona y estaba convencido de que sería incapaz de hacerle daño a nadie, y menos a aquella señora que parecía tan agradable.

Al parecer, aquella tarde se había limitado a conducir a la pareja hasta el Museo Egipcio.

—Al llegar, Hassan me despidió asegurándome que no me necesitaría hasta al cabo de varias horas; me dijo que era mejor que me marchara y que me telefonearía cuando la señora terminara de resolver sus asuntos —había señalado el taxista todavía asustado.

Pero el mozalbete no volvió a requerir sus servicios, y Magued estuvo trabajando hasta bien entrada la noche, haciendo varias carreras.

Gamal no tuvo duda de la veracidad de aquellas palabras.

—Dice que ese joven se llama Hassan, ¿no es así?

—Sí, señor comisario. Vive en Kerdassa, y su familia se dedica a trabajar en lo que puede, aunque tiene un tío que confecciona galabiyyas.

Abdel Karim lo había mirado complacido.

—Magued, hoy ha hecho un gran servicio a su país. Puede marcharse.

—Siempre a su disposición, señor comisario.

Así fue como la policía se puso tras la pista de Hassan; un joven que, como otros muchos, estaba dispuesto a alcanzar una vida mejor, independientemente del precio que tuviera que pagar por ello.

El muchacho había resultado ser escurridizo, si bien, finalmente, acabara por ser localizado.

Aquella tarde, en el interior de su vehículo, Gamal pensaba en todo esto y también en la necesidad de detener al pillastre sin dilación.

Para no levantar sus sospechas, el comisario había previsto que sus hombres se hicieran pasar por miembros de la Agencia de Asuntos Medioambientales Egipcia, que solían hacer redadas frecuentes entre los delincuentes dedicados al tráfico de animales salvajes. Eso les permitiría poder tomar posiciones para capturar al joven. Todo estaba perfectamente planeado y Gamal sólo debía esperar en el vehículo a que los agentes se lo trajeran.

El sol se ponía ya tras las antiguas necrópolis cuando Hassan fue llevado a su presencia. Esposado con las manos a la espalda, fue introducido en el automóvil casi a empujones. Cuando el muchacho vio al comisario, no pudo ocultar un gesto de espanto.

—Hola, Hassan, soy el jefe de departamento Abdel Karim, seguro que has oído hablar de mí.

El joven apretó sus mandíbulas y sendos lagrimones cayeron por sus mejillas.

—No tengas miedo, tan sólo he venido para invitarte a tomar el té.

Gamal sirvió té en la taza del muchacho mientras lo atravesaba con su mirada. Junto a él, dos de sus agentes observaban la escena con la atención propia de quien esperaba otro de aquellos interrogatorios que habían llegado a hacer célebre al comisario. En su fuero interno se frotaban las manos ante el espectáculo que podían presenciar.

Hassan, por su parte, era incapaz de levantar su vista de la mesa, y mucho menos de beber la infusión que le servían.

—¿Vas a despreciarme el té? —inquirió Gamal sin alterar el tono suave de su voz—. Me parecería una descortesía por tu parte.

El joven tragó saliva, y sin despegar su mirada de la taza, dio un pequeño sorbo.

—Así está mejor —indicó el policía con satisfacción—. Es posible que podamos llegar a entendernos. Aunque eso sólo depende de ti.

El muchacho se removió en su asiento en tanto intentaba controlar el miedo.

—La cuestión es bien sencilla; lo único que tienes que hacer es contarnos lo que le ocurrió a la señora.

Hassan frunció los labios sin decir una palabra.

—¿Sabes a lo que me refiero? ¿O es que eres mudo?

El joven continuó guardando silencio, intentando ganar tiempo para inventar una excusa que le eximiera de todo lo que se le venía encima.

—¿No quieres contestarme? Te advierto que si eres mudo no necesitarás la lengua.

El muchacho volvió a estremecerse en tanto los agentes que presenciaban la escena se sonreían.

—Te diré algo, querido muchacho. Eres un joven muy afortunado.

Hassan miró por primera vez a aquel hombre sin poder ocultar su temor.

—Sí, sí, créeme. Has tenido mucha suerte de que no disponga del tiempo necesario para tratarte como mereces, pero qué le vamos a hacer, las cosas han venido así. Yo había pensado en tenerte en el al tallaga durante un par de días antes de que pudiéramos mantener esta magnífica conversación. Eso te hubiera ayudado a reflexionar y a comprender qué es lo que te conviene.

Al escuchar al comisario, el joven se mesó los cabellos.

—El frigorífico… —balbuceó sin poder evitarlo.

—Exacto, veo que comprendes mis palabras. Al tallaga es una habitación muy adecuada para poder tomar conciencia de las situaciones. Como tú muy bien has dicho, se está muy fresquito ahí dentro, alejado de los terribles calores que a veces tenemos que soportar y nos impiden pensar con claridad. Dentro del frigorífico eso no ocurre y puedes salir de él con la mente despejada, dispuesto a colaborar en un interrogatorio.

Hassan sintió que el vientre estaba próximo a descomponerse.

—Como verás, soy una persona razonable e, incluso, generosa. Te he ahorrado pasar por ese estado de trance espiritual, y eso debería hacerte sentir agradecido. Sin embargo —continuó el comisario—, no estoy tan seguro de que pueda evitar que pasemos a la segunda fase: los interrogatorios de toda la vida. ¿Los conoces, Hassan?

Ahora al muchacho se le escapó un gemido involuntario.

—Así me gusta, jovencito, que reprimas tu temor como un hombre.

Durante unos segundos, Gamal lo observó con atención.

—¿Sabes una cosa, Hassan? Hemos hecho algunas averiguaciones sobre ti, y con gran sorpresa nos hemos enterado de que ya eras conocido nuestro. He de confesarte que, dada tu juventud, no me lo podía creer.

El muchacho continuaba sin decir nada.

—Veamos —prosiguió el comisario, ojeando los documentos de una carpeta—. Hace cinco años te acusaron de sustraer una cámara digital a un turista alemán, y tres años después te detuvieron como sospechoso de intentar timar a una pareja de turistas al llevarles a un hotel miserable de un amigo tuyo tras asegurarles que no había ninguna plaza hotelera en El Cairo y que no encontrarían nada mejor. Como de costumbre, tú te llevaste tu comisión, y tu amigo les cobró la habitación a precio de oro. Al efectuar la denuncia —continuó Gamal mirando hacia sus ayudantes—, la pareja aseguró que Hassan les había dicho que debido a la visita del secretario de Estado norteamericano a la ciudad, todos los hoteles se encontraban llenos de agentes de la CIA; inaudito.

Los agentes que les acompañaban rompieron en estruendosas carcajadas.

—¡Qué imaginación! Es una pena que hayas elegido el lado oscuro del camino; pero en fin. Mas, por lo que parece, no saliste mal parado. Aunque te condenaron a la cárcel de Mazraat, una de tus víctimas, que por suerte era miembro de Amnistía Internacional, se apiadó de ti y quitó la denuncia, dándote así la posibilidad de perpetrar nuevas fechorías; algo a lo que, según nuestras pesquisas, no has renunciado.

El comisario cerró la carpeta dando por finalizada la lectura de aquellos datos.

—En fin, muchacho, qué quieres que te diga. En esta ocasión la fortuna no parece de tu lado. Aquí ninguno de nosotros pertenece a asociaciones en pro de los derechos humanos y, si no eres más comunicativo, nos veremos obligados a interrogarte menos amigablemente.

Hassan sintió que se le helaba la sangre en las venas, pues sabía muy bien a lo que se refería el comisario. Sin embargo, aquel hombre de aspecto simiesco había sido muy persuasivo.

—Si nos delatas, nunca podrás volver a dormir en paz, estés donde estés, ni tampoco tu familia —le había advertido amenazadoramente.

El muchacho se creyó desamparado, y Gamal le leyó el pensamiento.

—Estás involucrado en crímenes muy graves; nada menos que has intervenido en el secuestro de una extranjera y en el encubrimiento de unos delincuentes que es posible que sean responsables de varios asesinatos. Las acusaciones podrían ser de tal consideración que, con toda seguridad, el juez te mandaría a pasar el resto de tus días a la prisión de máxima seguridad de Tora. ¿Tienes idea de cómo es la vida allí, Hassan?

El joven lo miró despavorido.

—¿Y bien?

Hassan se retorció las manos presa de la desesperación, pero continuó en silencio.

—Lástima —apuntó el comisario, haciendo una seña a los agentes que les acompañaban—. Ahora ellos se ocuparán de ti. Avisadme cuando lo tengáis listo.

Aquellos tipos se abalanzaron sobre el muchacho sonriéndole cual si fueran hienas. Sus manos se aferraron a su cuerpo en tanto el joven gritaba aterrorizado. Uno de los policías le propino un bofetón y Hassan dejó de proferir alaridos; acto seguido, se lo llevaron.

El comisario permaneció pensativo en su despacho durante varios minutos hasta que uno de sus hombres llamó a la puerta para anunciarle que le estaban esperando.

Gamal se levantó de su sillón y abandonó la sala con aire cansino. Le desagradaban profundamente aquellas prácticas, pero en aquel asunto no podía haber margen para la compasión.

Cuando entró en el habitáculo, todo se encontraba tal y como el comisario esperaba. La lúgubre mazmorra, apenas iluminada por la mortecina luz de una bombilla, resultaba tan siniestra que la mera estancia en su interior era más que suficiente para sentirse irremediablemente perdido en la peor de las pesadillas.

Al verle entrar, sus hombres lo saludaron a la vez que daban suaves golpecitos con unas varas de madera en las palmas de sus manos. Con un gesto de sus cabezas señalaron al muchacho. Este pendía del techo colgado por los pies, desnudo como su madre lo había traído al mundo. Tenía los ojos vendados y gemía lastimeramente mientras se balanceaba.

—Es una pena que hayamos tenido que recurrir a semejantes procedimientos; pero en este caso están en juego intereses nacionales, ¿comprendes? —dijo Gamal con su acostumbrada suavidad.

—Por favor —suplicó el muchacho—. No me hagan daño.

—Al fin tu voz suena dulce a mis oídos.

—¡No me hagan daño, por favor! —volvió a exclamar el joven sin ocultar su desesperación.

—¿Crees que vamos a pegarte? —le susurró Gamal al oído.

Los hombres que le acompañaban comenzaron a golpear las varas con más fuerza contra sus manos.

—¿Qué te hace pensar eso? ¿Has oído algunas historias? —le preguntó el comisario al muchacho—. No hagas caso sobre los rumores que corren acerca de palizas y descargas eléctricas. Sabes que la gente exagera.

Hassan se debatió horrorizado.

—¿Vas a contarnos lo que sabes?

El jovencito gimió lastimeramente y el policía aprovechó para darle un suave golpe en las nalgas. Al sentirlo, Hassan gritó aterrorizado.

—Le diré todo lo que sé, señor comisario, lo juro. Pero bájeme de aquí —imploró el rapaz—; por favor.

—Hura… Me gusta este lugar. Aquí se te escucha muy bien. Ahora cuéntame…

Durante un buen rato Abdel Karim oyó el relato de lo sucedido. Hassan le dio detalles de todo cuanto le interesaba saber, si bien desconocía la verdadera identidad de los secuestradores y si trabajaban para alguien. No obstante, su descripción coincidía con la que le habían proporcionado los niños de Shabramant. Aquellos eran los tipos que buscaba.

Gamal ordenó que descolgaran al muchacho y le pidió que se vistiese.

—¿Ves como son sólo rumores? —le murmuró quedamente.

Hassan notó que se le erizaba el vello de la piel.

—¿Adónde se llevaron a la señora? —le preguntó Gamal clavándole su penetrante mirada.

El joven meneó la cabeza.

—No me lo dijeron, pero cuando se la llevaban en el automóvil escuché que le daban instrucciones al conductor para que se dirigiera al cementerio.

—¿Al cementerio? ¿Estás seguro?

Hassan asintió con la cabeza mientras se ponía los pantalones.

Gamal se acarició la papada mientras reflexionaba. Existían cinco grandes cementerios en El Cairo, aunque el más popular fuera, sin duda, el Cementerio Septentrional, el lugar elegido un día por los sultanes mamelucos para erigir sus tumbas, y que era conocido como «la Ciudad de los Muertos».

Oficialmente, allí vivían cincuenta mil personas en el interior de los túmulos y antiguos mausoleos, existiendo familias que habitaban en tan siniestro lugar desde hacía generaciones. Pero Gamal sabía mejor que nadie que aquellas cifras eran engañosas. En la Ciudad de los Muertos podían llegar a hacinarse hasta medio millón de seres humanos que malvivían en un estado de extrema pobreza. Sin duda resultaba un lugar muy peligroso, en el que era preferible no adentrarse una vez hubiera anochecido.

Aquel era un cementerio enorme en el que todo un laberinto de calles comunicaban mausoleos, tumbas y mezquitas, algunas de las cuales, como la que construyera el sultán Qatbey en el siglo XV, constituían verdaderas obras maestras de la arquitectura. Las tumbas, por su parte, solían constar de patios y habitaciones, resultando un buen lugar donde poder ocultarse durante un tiempo.

Gamal suspiró y acto seguido sonrió a Hassan, dándole unas cariñosas palmaditas en la espalda; después abandonó la celda silbando una cancioncilla.

Gamal Abdel Karim tenía mucha razón al pensar que el aristócrata inglés había perdido la cabeza. Henry se sentía próximo a la enajenación, sobre todo al comprobar que, en aquella ocasión, su dinero no servía para nada.

Durante dos días había recorrido El Cairo con la desesperación propia de un náufrago en busca de la costa salvadora. Junto con Barry y el irlandés O’Leary, deambuló por la ciudad ofreciendo recompensas a diestro y siniestro en un intento de conseguir alguna pista sobre el paradero de Julia. Era una brigada de búsqueda ciertamente patética, pero en sólo dos días se hizo muy popular, y hasta circularon los primeros chistes al respecto.

Incapaz de entender la idiosincrasia local, Henry había decidido iniciar las pesquisas por su cuenta, desoyendo las advertencias del comisario. Ni tan siquiera escuchó los consejos de su viejo amigo Abdul, que le recomendaba paciencia.

Pero eso era algo que no podía permitirse en aquellas circunstancias, pues, como bien sabía, él era quien había empujado a la española al fondo del abismo.

El Hadayk, El Shrabeia, El Waily, Soubra, El Bulak, El Sayyida… Barrios enteros por los que paseó su preocupación y a la vez su desconsuelo. Vivir allí ya suponía todo un desafío para los millones de personas que se despertaban a diario, y Henry fue testigo durante esos días de su auténtico significado.

Se vio sorprendido por el bullicio, y también por las calles abandonadas. Por los hombres que le sonreían en busca de una baksheesh, y por las miradas extraviadas de quien todo lo había perdido. Barriadas de paredes desnudas y suelos sin asfaltar, lugares solitarios dejados a su suerte junto a distritos desbordantes de vida y actividad, alegría y tristeza, ilusión y resignación y, por dondequiera que fuere, siempre aquella sensación de que se encontraba en el imperio del ocre.

Su problema allí apenas parecía tener importancia, y eso le desalentaba más todavía. Quizá la ciudad también lo hubiera devorado aunque él se resistiera a admitirlo.

Luego, en la soledad de su lujosa habitación, trataba de dar sentido a toda aquella locura, arrojar luz sobre su propia conciencia a fin de buscar una solución a una situación que nunca habría tenido que producirse. Se imaginaba el sufrimiento de Julia al no comprender los motivos de su acción. «¿Por qué?», se preguntaría allá donde se encontrase.

Sus secuestradores se habrían regodeado por ello, y también la habrían zaherido por su estupidez. Aquello era lo que más le atormentaba. El hecho de que la humillaran le dolía en lo más profundo de su alma, encendiendo en él una ira que ignoraba poseer.

Aquella mujer parecía formar parte de él. ¿Cómo si no podía sufrir de aquella forma por ella? Imaginar lo que Julia estaría pasando, sentir su desgracia como propia, soñar con encontrarla para abrazarla y pedirle que creyera en él una vez más.

Tales pensamientos suponían el peor de los tormentos, pues, de momento, nada podía hacer. Se encontraba prisionero de sus propias equivocaciones, y eso era algo difícil de asimilar.

El rostro de Julia le acompañaba allá dondequiera que fuese. El jamás la habría engañado si hubiese sabido que se la llevarían. Nunca la habría puesto en peligro por una joya, aunque esta hubiera sido fabricada en los talleres de los antiguos dioses de Egipto, pues Julia era mucho más valiosa que cualquier precioso amuleto, ya fuera humano o divino.

Mas la idea de que él tuviera el mismo derecho que cualquier otra persona a poseer aquel escarabeo le había conducido a cometer ese error. Henry nunca había tenido intención de arrebatárselo a Julia, y sólo la firme decisión de esta de devolverlo le había llevado a actuar como lo había hecho.

Mientras dejaba que su mirada vagabundeara por la habitación, luchaba por volver al camino de la circunspección. De nada servían las reacciones alocadas ni el abandono a un sentimiento impetuoso; las cosas eran de otra manera, y él debería saberlo.

El tratar de buscar una justificación a lo que había ocurrido era algo ciertamente estúpido; él había puesto a Julia a los pies de los caballos, y cualquier otra consideración no era más que un burdo engaño.

Intentó convencerse de que la situación se reconduciría. Antes o después se pondrían en contacto con él, y entonces sería el momento de solucionar su error.

En su apasionada búsqueda, había tratado de encontrarse con Spiros, llegando incluso a personarse en el hotel en el que se alojaba. Pero en la recepción le comunicaron que, inesperadamente, el señor Baraktaris hacía varios días que se había marchado.

Henry estaba dispuesto a hacer cualquier tipo de trato con el griego, mas este parecía tener otros planes.

Con relación a Gamal, el aristócrata había mantenido varias conversaciones telefónicas con él. En cada una de estas, el comisario le dedicaba sus mejores palabras, asegurándole que todo se solucionaría oportunamente antes de lo que pensaba.

—Las investigaciones se encuentran muy avanzadas —le indicó el policía la última vez que hablaron—. Mantenga la calma, milord; esto es El Cairo, no lo olvide.

Y, por supuesto, no lo olvidaba; mas su desconfianza hacia Gamal le parecía insalvable, no encontrando motivos de peso que le hicieran cambiar su punto de vista.

En su opinión, el detective tenía su propio juego, y la situación planteada después de la desaparición de Julia así venía a demostrarlo. Él mismo le había explicado los posibles motivos del secuestro y el comisario se había limitado a escucharle con atención para luego despedirle con su habitual sonrisa y su absoluta confianza en la pronta resolución de tan lamentable suceso.

¿Cómo era posible que no le hubiera transmitido sus recelos hacia él? Resultaba evidente que Henry tenía que levantar algún tipo de sospecha a la policía, y más después de su declaración. Si se habían realizado oscuras operaciones de tráfico de antigüedades, él era una de las personas indicadas para responder por ello, aunque no estuviese implicado en los crímenes que se habían cometido.

Sin embargo, nadie lo había acusado de ningún delito, y lo único que le había hecho saber el comisario era la necesidad de que le comunicase el momento en el que deseara abandonar el país.

Henry suspiró profundamente en tanto se servía otro whisky. Aquella tarde esa parecía ser su única compañía, triste sin duda, pero siempre generosa a la hora de ofrecer su engañoso refugio.

El inglés se llevó el vaso a los labios y enseguida sintió la cálida sensación de aquel elixir de malta deslizándose por su garganta. Lo paladeó durante unos segundos y luego volvió a pensar en el comisario.

No tenía ninguna duda, Gamal había preconcebido un plan y, de alguna manera, los estaba utilizando a todos.