XVII

Julia escuchaba cómo el sonido de sus pasos se perdía por la abovedada cripta. Como ya le ocurriera la vez anterior, el eco de sus pisadas parecía rebotar en arcadas y recovecos, para acabar por adentrarse en los pasillos y salas como si de un niño curioso se tratara. Allí terminaban su viaje para regresar, al punto, apagados y extrañamente ilusorios, como si en realidad no fueran suyos.

En la soledad de aquel pasaje su presencia se le antojaba tan engañosa como los mismos ecos que iban y venían caprichosos, cual si formaran parte de una misma fantasía.

Sin embargo, ella era tan real como las omnipresentes bombillas que colgaban de lo alto; tristes, insignificantes e incapaces de alumbrar más allá del miserable radio que les habían encomendado. Los sótanos del museo continuaban tan desolados y solitarios como Julia los recordaba, incapaces de transmitir algo que no fuera olvido y abandono; un tétrico escenario que parecía extraído de cualquier pesadilla y en el que la española bien podría haber sido tomada por una aparición.

Su figura solitaria volvía a recortarse entre los difusos haces de luz que pendían de los altos techos. Eran cortinas tejidas por la penumbra y el polvo que se desprendía con su temeroso caminar, pues sin querer sus pies vacilaban.

No obstante, había sido ella la que había tomado aquella decisión, libre de presiones y prejuicios, tal y como en adelante haría las cosas.

Las conversaciones mantenidas consigo misma la jornada anterior habían resultado definitivas, haciéndole emprender un camino del que no estaba dispuesta a separarse nunca.

Alegando encontrarse indispuesta, había declinado asistir a la cita con sus amigos rogándoles que la disculparan. Cenó sola, en la terraza de su habitación, en la que tan a gusto se encontraba, observando los restaurantes flotantes navegar por el Nilo rebosantes de jolgorio y música típica del país.

Cuando por la mañana había llamado a Saleh para concertar aquella cita, su mente se encontraba tan lúcida y despejada que se sintió feliz; al menos su decisión no se vería amenazada por la duda o el resquemor.

Saleh la había emplazado en los sótanos a las seis de la tarde, casi a la hora a la que cerraba el museo. «Un poco tarde», pensó ella, aunque a aquellas alturas no le extrañaba el comportamiento del conservador lo más mínimo. Después de haber tomado una determinación irrevocable, a Julia le quemaba el amuleto entre las manos, y estaba deseando desprenderse de él; sin temor a que con ello desapareciera una parte de su pasado más reciente.

Telefoneó a Hassan para que la acompañara. El muchacho pareció encantado, y le aseguró que se ocuparía de todos los detalles, incluido su genuino chófer.

—No tiene que preocuparse de nada, señora. La estaremos esperando a la puerta de su hotel.

Julia se había sentido enternecida al escuchar al joven, del que no había vuelto a tener noticias desde hacía unos días. A pesar de esto, su voz había sonado tan alegre como de costumbre, con el optimismo propio que Hassan demostraba cada día ante la vida.

Cuando lo vio, este le regaló una de aquellas sonrisas arrebatadoras, cargadas de ilusión y entusiasmo, capaces de desarmarla.

—¿Quiere visitar el mercado de ropa de Atabba? —le había preguntado al subirse al taxi de Magued.

—No, iremos al museo.

—Le advierto que a esta hora ir al mercado le resultará una experiencia inolvidable —había insistido Hassan.

—Debo llegar al museo lo antes posible —le había cortado Julia con gesto imperativo.

Al llegar a las puertas del Museo Egipcio, uno de los policías de la entrada le hizo un gesto para que le acompañase. Julia se extrañó un poco, pero enseguida pensó que Saleh le había enviado a recogerla. Sin embargo, pidió a Hassan que se les uniese.

El agente, con uniforme blanco, no paraba de hacerles señas para que le siguieran mientras cruzaban los jardines situados frente al edificio.

El muchacho le preguntó algo, y el policía le contestó escuetamente, haciendo una indicación con la mano.

—Dice que el conservador la está esperando, señora.

Entraron por la puerta trasera que daba acceso a los vetustos almacenes. Entonces, igual que la vez anterior, el agente apuntó sus datos en el registro que había sobre la destartalada mesa, invitándola después a que fuera en busca de Saleh; luego le sonrió.

Julia hizo un ademán al muchacho, pero el guardia se negó con un tono que no dejaba lugar a la polémica.

—Lo siento, señora, pero el agente dice que yo no puedo pasar; al parecer, necesito un permiso especial del Servicio de Antigüedades; pero me permite que la espere en la puerta.

Ella suspiró resignada, aunque molesta ante la idea de tener que deambular sola por los siniestros corredores. Le resultó raro que no hubiera ningún agente para acompañarla, mas el policía la despachó al punto con un movimiento de su mano que no dejaba lugar a dudas.

—No te muevas de aquí hasta que salga. ¿Me entiendes?

Hassan abrió los ojos, sorprendido por el tono un tanto angustiado de la española.

—No se preocupe, señora, yo la esperaré.

Julia le dedicó una sonrisa y luego se dirigió por el pasillo de la derecha asiendo firmemente la bolsa en cuyo interior descansaba su tesoro. Su paso, decidido en un principio, había terminado por hacerse cansino mientras se adentraba por corredores que ignoraba adonde la conducían. Julia no tenía dudas sobre el camino que debía seguir, pues sólo un pasadizo estaba iluminado, permaneciendo todos los demás en una oscuridad en la que no estaba dispuesta a aventurarse.

Con cada paso, Julia perdía su propia noción de la realidad, hasta que todas las sensaciones que le transmitía la enorme cripta le empezaron a pesar como si se fueran acumulando en su ánimo.

Ahora escuchaba ruidos aquí y allá, pisadas apresuradas en los pasillos vecinos, susurros surgidos desde el corazón de las tinieblas y, al otro lado de la impenetrable muralla creada por la propia oscuridad, la sensación de que unos ojos la observaban sin perder detalle de cuanto hacía.

Notó que el respirar se le hacía difícil, tal y como si le faltara el aire, y una sensación de angustia nacida de sus entrañas comenzó a extenderse, imparable, sin que pudiera evitarlo.

Entonces las pisadas se transformaron en carreras, los susurros, en risas y las miradas se volvieron amenazantes. Julia notó que se sofocaba a la vez que sus pies se clavaban en el suelo, como atenazados, sin poderse mover.

Creyó escuchar una carcajada, y cómo alguien la llamaba, aunque no pudiera averiguar quién era, pues se encontraba aterrorizada. En ese instante comenzó a sudar por todos los poros igual que si estuviera en una sauna; descontroladamente.

Oyó un siseo y acto seguido de nuevo la voz que la llamaba.

Emitiendo un gemido, trató de sobreponerse a aquel miedo que la atenazaba y, haciendo acopio de su coraje, sus pies se desprendieron de los clavos que la inmovilizaban, dándose la vuelta, prestos a salir corriendo. Justo en ese instante una figura se interpuso en su carrera.

Julia no pudo reprimir un grito de terror.

—No grite —le dijeron en voz baja—. ¿Está loca? Soy yo, Saleh.

Ella lo miró durante unos segundos creyendo que el corazón se le saldría del pecho.

—¿Es que no me reconoce? —inquirió el conservador al ver la expresión descompuesta de la profesora.

Julia tomó aliento en tanto regresaba de su pesadilla.

—Acompáñeme —ordenó Saleh—. Si nos encuentran, estamos perdidos.

Ella lo siguió en silencio, incapaz de pronunciar una palabra, a través de uno de los oscuros pasadizos. El conservador alumbraba el camino con una pequeña linterna que apenas era capaz de iluminar lo que le rodeaba. Cruzaron varias salas en cuyas paredes se dibujaron algunas sombras chinescas creadas por los milenarios cráneos que descansaban sobre las estanterías; una visión que a Julia se le antojó dantesca, como sacada del peor sueño posible. «Sólo el Señor de las Tinieblas podría concebir una escena semejante», pensó sin perder el paso, pues todo aquello parecía formar parte de un guión escrito por el mismísimo Diablo.

—Ya casi hemos llegado —susurró Saleh mientras abría una puerta.

Los goznes gimieron de forma espantosa, y el conservador la invitó a entrar.

—¡Vamos, entre, por favor! —le apremió.

Julia obedeció y la puerta se cerró tras ella tan lastimeramente como se había abierto. Saleh encendió la luz y la profesora reconoció la habitación en la que había estado la vez anterior. El conservador observó la bolsa que ella llevaba en una mano.

—¿Lo ha traído? —preguntó haciendo un gesto hacia el envoltorio.

Julia asintió.

—Gracias —musitó el egipcio—. Ha hecho lo que debía, créame.

Ambos se miraron un momento y luego Saleh la invitó a sentarse.

—¿Puedo verlo? —inquirió el egipcio al punto, sin disimular su ansiedad.

Julia lo observó un instante en silencio y acto seguido extrajo la bolsita de fieltro roja, Saleh se apresuró a cogerla con manos temblorosas.

—¡Oh! —exclamó al ver el escarabeo—. Es más bello de lo que imaginaba.

Luego sacó una lupa de gran tamaño y estudió un momento los caracteres inscritos en el reverso.

—Supongo que ya sabrá lo que significan, ¿verdad?

La profesora hizo un gesto afirmativo.

—Según tengo entendido, es una advertencia.

El conservador desvió su mirada de nuevo hacia el escarabeo y después lo acarició con una de sus manos.

—Se trata de mucho más que eso —musitó el egipcio volviendo a mirarla.

Ella lo interrogó con sus hermosos ojos.

—Le juro por el Profeta que devolveremos el escarabeo al lugar que le corresponde —se apresuró a decir el egipcio al leer sus dudas—. Nunca debió abandonar Saqqara; su templo está bajo sus arenas.

A Julia le pareció que las palabras de aquel hombre eran sinceras.

—¿Y qué pasará después? —inquirió ella como para sí.

Saleh se encogió de hombros.

—El hombre seguirá su camino en busca de cualquier otro fetiche que, como este, le haga acariciar la posibilidad de ser Dios; siempre ha sido así.

Julia se revolvió en su silla, incómoda y aún temerosa.

—Espero que ahora pueda regresar a mi país, libre de amenazas —apuntó esperanzada.

Saleh se inclinó hacia ella mirando a ambos lados con evidente incertidumbre.

—Es preciso que salga inmediatamente de aquí —dijo casi en un susurro.

Entonces Julia recordó las palabras del egipcio en el corredor.

—Usted dijo que si nos encontraban estábamos perdidos —señaló ella abriendo aún más los ojos.

El conservador asintió.

—Hay alguien más aquí dentro —murmuró medroso.

Julia se sobresaltó.

—¿Se refiere a que algún extraño ronda por los sótanos?

—Nos están buscando —señaló Saleh—; aunque lo que en realidad quieren es el escarabeo.

—¡Dios mío! —exclamó la profesora llevándose ambas manos a los labios.

—Si nos encuentran, nos matarán.

Julia trató de sobreponerse al miedo que volvía a embargarla.

—¿Pero cómo han podido entrar aquí? El museo se halla muy vigilado y…

—Es gente muy poderosa —le cortó el egipcio, y hoy lo han dispuesto todo para poder actuar—. Sabían que estaríamos aquí.

—Entonces… —balbuceó Julia en tanto paseaba su mirada por el suelo sin ocultar su temor.

—Debemos irnos enseguida.

Ella lo miró angustiada.

—¡Escuche! Intentaremos salir del sótano utilizando los pasillos que no están iluminados. Usted péguese a mí y sígame.

—¡Oh, Dios mío! —volvió a exclamar la española.

—No se separe, ¿me oye? Si alguien saliera a nuestro encuentro o me pasara algo, corra lo más deprisa que pueda y busque el pasillo iluminado, luego sígalo girando hacia su izquierda, sólo así podrá encontrar la salida.

—¿Hacia la izquierda?

—Sí. Hágame caso. Yo mismo dispuse que ese corredor fuera el único en estar iluminado; en cuanto salga a él, gire a su izquierda.

Julia volvió a sentir cómo la respiración se le hacía más dificultosa y su pulso se aceleraba en tanto su generoso pecho subía y bajaba como impulsado por un melle.

Saleh le hizo una seña y, tras apagar las trémulas luces, abrió la quejumbrosa puerta. A Julia le pareció que semejante lamento tuvo que haberse escuchado desde el pasaje más recóndito de aquel submundo y al momento se imaginó que, estuvieran donde estuviesen, aquellos que les perseguían ahora sabían dónde se encontraban.

—No hay tiempo que perder —le apremió Saleh, en tanto volvía a encender su pequeña linterna.

De nuevo los espectros difuminaron sus formas por paredes y bóvedas al compás de la débil luz que el egipcio portaba. Sus caprichosos movimientos, mientras corrían, creaban ilusiones difíciles de concebir, entre lo grotesco y lo terrorífico. Corriendo entre las estanterías repletas de obras olvidadas, las escenas de aquel diabólico guión vinieron a repetirse a los ojos de Julia, que luchaba por no perder el paso.

Las fantasmagóricas imágenes proyectadas parecía que se levantaban de sus polvorientos anaqueles para verla pasar, o quién sabe si simplemente lo hacían para pedirle que las sacara de su miserable abandono. A cada paso que daba, creía que se libraban de su triste manto para hacer acto de presencia y hablarle de su tragedia, tal y como si se tratara de ánimas.

Habían cruzado varias salas y otros tantos pasillos cuando, de improviso, Saleh se detuvo.

Julia casi chocó contra él mientras trataba de buscar más aire para sus pulmones; sus jadeos se escucharon claramente en la penumbra.

—Chssssss —susurró el egipcio.

Este apagó su diminuta linterna y la más absoluta oscuridad cayó sobre ellos atrapándolos sin compasión.

Julia trató de acompasar su respiración aguzando sus sentidos en busca de algún peligro oculto, mas su corazón sonaba tan fuerte que ella creyó que cualquiera que se encontrara allí podría oírlo. Sin poder evitarlo, se asió a uno de los brazos del conservador.

Inmóviles como estatuas, ambos permanecieron en su sitio, atisbando por entre las impenetrables tinieblas que les envolvían. Julia intentó entonces imaginar lo que sus ojos no veían.

El leve crujir de la madera; los ruidos naturales que pudieran ser propios de un lugar como aquel; los sonidos que emite el mismo silencio.

De repente escuchó un suave crujido delante de ella, un poco a la derecha, mas enseguida el silencio volvió a apoderarse del lugar. Los segundos parecieron minutos, y estos a su vez horas. Allí el tiempo no importaba, sólo su vida contaba; como ocurriera a diario con el resto de las especies del planeta.

Otra vez volvió a escucharse un ruido y casi de inmediato el sonido de unos pies que se movían presurosos, no muy lejos de allí. Ahora Julia no tenía duda de que alguien les acechaba, y se sintió desfallecer.

Saleh le apretó un antebrazo para que se mantuviese en silencio, pero era tan acelerado su pulso que inconscientemente se llevó una mano al pecho pensando que su corazón acabaría por salirse de él.

Durante unos instantes todo se mantuvo en una tensa calma, como suspendida de invisibles hilos en un equilibrio engañoso, pero, súbitamente, la situación se precipitó.

El lugar se llenó de pasos que parecían confluir hacia ellos desde todos los lados; pasos que acabaron por hacerse corpóreos al abrigo de una luz que de repente les enfocaba directamente; alguien se les echaba encima.

Dando rienda suelta a una angustia que ya casi la asfixiaba, Julia dio un grito terrible, con la desesperación propia de quien no posee otra arma, y salió corriendo hacia delante con todo el ímpetu de que fue capaz. Casi al momento tropezó con aquella luz que había llegado desde las tinieblas dispuesta a llevárselos, quizá para siempre, cayendo al suelo junto con quien la portaba. Entonces se originó un gran estrépito, pues en su caída varios anaqueles fueron arrastrados con todo lo que contenían. Julia pudo escuchar claramente cómo algo golpeaba contra el cuerpo que la sujetaba, arrancándole un grito de dolor que le obligó a soltarla.

—Corra, corra —oyó que gritaba Saleh.

Julia se puso en pie con la celeridad que sólo da el intentar escapar de una muerte segura y, apoderándose de la linterna que había rodado junto a ella, salió corriendo a través del más oscuro túnel que cupiera imaginar. En su alocada huida ella pudo escuchar la avalancha de golpes y juramentos que se precipitaban a sus espaldas. Oyó voces en una lengua desconocida, y luego un grito desgarrador que resonó en la cripta como si hubiera sido proferido por el peor de los condenados.

Julia corría sin saber muy bien adonde se dirigía. Sólo pensaba en escapar de aquel lugar lo antes posible e intentar hallar el pasillo iluminado. Cada vez que cruzaba un corredor, apagaba su linterna para luego volver a encenderla en un intento de despistar a sus posibles perseguidores. Corrió y corrió, dejando cada vez más lejos lamentos e imprecaciones, hasta que no oyó nada, como si la pesadilla hubiera quedado atrás para siempre.

Más calmada, aminoró su marcha tratando de adivinar qué camino tomar. En su fuga, los objetos que flanqueaban su paso le parecieron aún más amenazadores, como si también estuvieran contra ella. Torció por un pasillo situado a su derecha y continuó por él sin saber dónde le conduciría. De vez en cuando apagaba la linterna, escrutando la oscuridad que dejaba atrás, temerosa de que sus perseguidores se encontraran muy cerca; sin embargo, nadie parecía seguirla.

Entonces trató de situarse en aquel laberinto en el que se hallaba atrapada, invocando a la suerte y a los santos en los que tanto creía su madre, doña Cornelia, para que la ayudaran. Luchando por mantener la calma, llegó al cruce con otro corredor y apagó de nuevo su linterna. Sus ojos escudriñaron entre aquellas tinieblas en busca de cualquier indicio de luz salvadora, pero no encontró nada.

La desesperanza se cernió sobre ella como el peor de los depredadores. Si esta hacía presa en su ánimo, estaría perdida definitivamente. Debía seguir adelante sin desfallecer.

Fue así como, tras acceder a un nuevo pasadizo, Julia vio el suave resplandor que le anunciaba la proximidad de la ansiada galería. Cuando por fin llegó a ella, torció a la izquierda, tal y como Saleh le había dicho, y corrió cual si en verdad le fuera la vida en ello.

Al poco fue capaz de reconocer el ancho corredor que llevaba hacia la salida y aminoró su carrera para intentar, por enésima vez, dar un poco de aire a sus maltrechos pulmones.

Sofocada por el esfuerzo llegó a la última esquina y, al girar hacia la izquierda camino de la puerta de acceso al exterior, tropezó con alguien.

El grito de Julia resultó estremecedor.

—Señora, no se asuste, soy yo, Hassan.

—Hassan…

Ella pareció tardar unos instantes en reconocer al joven, mas cuando lo hizo sus ojos se iluminaron.

—¡Hassan! —exclamó casi sollozando.

—Pero ¿qué le ha ocurrido?

Julia sacudió su cabeza y enseguida buscó con la mirada al agente que solía encontrarse sentado a la puerta.

—¿Y el policía? —preguntó, otra vez angustiada—. ¿Dónde se encuentra?

—Salió hace un rato, y es extraño que no haya vuelto.

Ella volvió a tener los peores presagios.

—¡Hay que avisar a la policía! —exclamó casi atropellándose—. ¡Unos hombres intentan matarme!

Hassan no parecía dar crédito a cuanto escuchaba.

—Cálmese, señora.

—¡Es posible que Saleh esté muerto! —señaló nerviosa, elevando aún más su voz.

—¿Asesinado?

—Sí. Tenemos que ir a la policía.

Hassan le cogió ambos brazos.

—Escuche, señora. No le conviene ir a la policía. Si acude a ella, la detendrán como sospechosa. Hassan conoce bien cómo actúan. Debemos marcharnos cuanto antes.

—Pero hay unos criminales que…

—Créame, señora —intervino Hassan, asiéndola de una muñeca para que lo acompañara—. Sé de lo que le hablo. Debe irse a su hotel ahora mismo, sus amigos la podrán ayudar; pero hágame caso y no acuda a la policía.

Julia lo miró como hipnotizada y al punto consideró sus palabras.

—Vamos, Hassan, salgamos del museo.

La pareja cruzó los jardines situados frente al edificio del museo con toda la tranquilidad que les fue posible aparentar. El crepúsculo se cernía ya sobre la ciudad y los últimos visitantes abandonaban el recinto con la impresión de haber sido testigos de los prodigios que el hombre, un día, fue capaz de crear. Una vez en la calle, el muchacho trató de tranquilizarla.

—No se preocupe, señora, Magued nos espera con el taxi justo en aquella calle —dijo señalando hacia la plaza Tahreer—. Démonos prisa.

Ella asintió forzando una sonrisa en tanto se apresuraba.

—¡Allí está aparcado! —exclamó el joven indicando la calle que salía a su derecha y que acababa confluyendo en la cercana Corniche.

Ambos caminaron un trecho por aquella pequeña vía que a aquella hora permanecía solitaria, tal y como si hubiera sido abandonada a su suerte; entonces, sin saber por qué, Julia tuvo un mal presentimiento, y casi de inmediato la tierra se abrió bajo sus pies para engullirla.

Un automóvil se detuvo junto a ellos y unas manos poderosas como garras se aferraron a ella sin contemplaciones. Antes de que pudiese gritar, se vio en el interior de aquel coche, inmovilizada y perdida sin remisión; junto a ella, el bello rostro de Anna Orloff le sonreía.

—Hola, bonita —le susurró—. Me recuerdas, ¿verdad? Ahora vas a dormir un poco.

Julia forcejeó inútilmente mientras sentía cómo una aguja se clavaba ferozmente en su hombro. En su desesperación pudo ver cómo aquel hombre con cara simiesca la miraba con su expresión más terrible. Luego este salió del coche y se acercó a Hassan, que les observaba inmóvil, para entregarle un fajo de billetes.

Ella sintió cómo sus párpados pugnaban por no cerrarse irremediablemente. En su inútil lucha, vio al muchacho contar el dinero para dar su conformidad y cómo, acto seguido, aquel tipo de aspecto brutal entraba de nuevo en el auto para sentarse a su lado. A Julia la visión se le hizo difusa, enturbiada por la droga y el quebranto que le producían sus emociones. Antes de cerrar sus ojos, intentó fijar la imagen del muchacho por última vez. Este la observaba con atención y, al cruzarse sus miradas, él se encogió de hombros musitando algo que ella fue incapaz de adivinar. Quizá fuera un lo siento, o simplemente que así era la vida; aunque ya nada importaba. Fue entonces cuando el coche arrancó para perderse entre el tráfico de la Corniche, justo en el instante en que sus ojos se cerraron.

Sentado en uno de los bancos de la comisaría, lord Bronsbury esperaba pacientemente a ser recibido. Llevaba más de una hora asistiendo, impávido, a la pasmosa demostración de premiosidad de la que el funcionariado de aquel lugar hacía gala. Aquello era burocracia con mayúsculas, sin duda, no resultando fácil ni siquiera el poner una denuncia.

De vez en cuando entraban varios agentes con algún detenido al que se llevaban a otra sala entre pescozones y juramentos como si fuera la cosa más natural del mundo. Invariablemente, los funcionarios observaban la escena distraídamente, y luego volvían a su rutinario quehacer de sellar una y otra vez las pilas de documentos que parecían no tener fin; aunque, eso sí, lo hicieran tomándose su tiempo, sin apresurarse.

—El comisario le recibirá en unos minutos —le había asegurado un agente con cuello de toro, en un inglés casi ininteligible.

Él había asentido agradecido, aun a sabiendas de que los minutos allí no eran como en otras partes.

Se resignó, sin duda apelando a su paciencia y flemática compostura, ya que nada conseguiría con la exasperación y el desaliento; simplemente, en Egipto todo llevaba su tiempo.

Sin embargo, su ánimo distaba mucho de ser el mejor, y sólo la disciplina que él mismo se imponía evitaba que se rebelase contra aquella lentitud que le exasperaba.

Para Henry, aquel día había resultado particularmente desesperanzados Durante toda la mañana el aristócrata había permanecido en su habitación, en compañía de Barry, esperando alguna noticia que arrojara luz sobre el paradero de Julia, aunque fuera la peor. Pero nada se supo de la española, tal y como si la tierra de Egipto se la hubiera tragado misteriosamente.

Al mediodía, ambos amigos se encontraban irremediablemente abatidos. Por primera vez en mucho tiempo Henry se sentía impotente ante una situación que desgraciadamente no podía controlar. Con el paso de las horas, lord Bronsbury había comprobado cómo la preocupación dejaba paso a la consternación, y esta al pesimismo. A Julia se la habían llevado, y él era culpable de ello.

Este sentimiento le vino a acompañar durante todo el día, pesando sobre su conciencia como una losa de hormigón. La responsabilidad de que Julia se hubiera embarcado en semejante aventura era suya y de nadie más, maldiciéndose por haberla embaucado para que la siguiese a través de un escenario en el que ella no tenía cabida. Ahora se arrepentía, lamentándose de las consecuencias a las que les había abocado su insufrible extravagancia. Quizá ella debiera haber acudido a la policía en Madrid en un primer momento, entonces todo hubiera sido diferente, pero…

De nada valía lamentarse ahora.

Henry suspiró al pensar en ello en tanto procuraba acomodarse mejor en el duro banco. Durante unos instantes echó un vistazo a su alrededor observando cómo el rutinario ajetreo de aquella comisaría continuaba su curso exactamente igual que cuando entró, hacía más de una hora. Henry se vio rodeado por las miradas indiferentes que los funcionarios le dirigían de soslayo, y al momento decidió regresar a sus pensamientos.

Ante la gravedad de los hechos, había telefoneado a su amigo Sayed, aquella misma tarde, poniéndole al corriente de sus temores.

—¿La señora ha sido secuestrada? ¡Imposible! —había exclamado el egipcio desde el otro lado de la línea.

—Salió ayer por la tarde del hotel y aún no ha regresado.

—Quizá haya decidido hacer turismo por su cuenta; o a lo mejor ha conocido a algún egipcio que le ha hecho contemplar la posibilidad de profundizar en nuestras costumbres. A muchas extranjeras les gusta tener aventuras con los hombres de aquí, algunas incluso enloquecen.

Henry había hecho una mueca de disgusto al escuchar aquellas palabras y Sayed pareció adivinarlo.

—¡Esto es El Cairo! —había vuelto a exclamar—. Aquí la gente no desaparece.

—Te digo que se la han llevado. Tiene todas sus pertenencias en la habitación y, con todos mis respetos, no creo que esté interesada en mantener aventuras amorosas con ningún egipcio.

Se había producido un incómodo silencio antes de que Sayed continuara.

—¿Me estás hablando en serio? ¿Crees que le ha podido ocurrir algo?

—Me temo que sí, amigo mío. Hoy más que nunca necesito de tu ayuda.

—Hum… ya veo. Está bien, lo mejor será poner el asunto en manos de la policía. Yo mismo hablaré con el comisario Gamal, seguro que te acuerdas de él, ¿verdad?

—Le recuerdo.

—Él es la persona idónea para ocuparse de un caso como este. Si la señora ha desaparecido, Gamal la encontrará, no te preocupes.

—¿Podrías conseguirme una cita con el comisario para esta tarde?

—No puedo asegurártelo, pero créeme que lo intentaré.

—Gracias, Orejitas.

—Te llamaré en cuanto sepa algo. Ah, y no hagas ninguna denuncia ante la embajada hasta que estemos seguros de lo que ocurre, confía en mí.

Esta había sido la conversación mantenida con su amigo. Como había imaginado, todo debía llevarse con arreglo a unas determinadas pautas; los protocolos de actuación le resultaban difíciles de asimilar, mas no tenía otra opción que someterse a ellos.

Una hora después, Sayed le había devuelto la llamada para confirmarle que el comisario tendría mucho gusto en recibirle aquella misma tarde, y de nuevo le aseguró que todo se arreglaría.

—Lo único que te pido es que me tengas informado de lo que ocurra. ¿Me lo prometes?

—Te doy mi palabra, Orejitas. Siempre te estaré agradecido.

De esta forma se había despedido de su amigo; Gamal Abdel Karim le esperaba a las siete en su comisaría y, como de costumbre, él sería puntual.

Henry cambió de posición mientras pensaba en este particular. No tenía duda respecto a las múltiples obligaciones que debían de acuciar al comisario, aunque estaba convencido de que este había decidido hacerle esperar a propósito. El inglés sabía muy bien que su confrontación con él era inevitable y que la posible desaparición de Julia no venía sino a ampliar aquel frente de batalla. No obstante, él mismo se había sorprendido al restar importancia a las consecuencias que pudieran derivarse de ello. Su única preocupación era Julia; lo demás le resultaba secundario.

Aquella consideración era algo nuevo para él. Por primera vez en mucho tiempo alguien le interesaba más que los oropeles que adornaban su existencia. Su rango, sus posesiones, sus intereses, sus aficiones… Todo había pasado a un segundo plano durante las últimas horas de forma misteriosa, tal y como si se tratara de un espejismo. Era como si su corazón se hubiera despojado de toda la vacuidad que le rodeaba para leer sus sentimientos más puros. Todo lo que atesoraba no era más que humo ante la imagen de aquella mujer que se le había entregado como ninguna. Su esencia había prendido en él haciendo saltar en pedazos su mundo de fútiles riquezas. Él había jugado con ventaja y ahora se arrepentía, aunque ella todavía no lo supiera.

Se mesó los cabellos en un acto reflejo nacido de lo más profundo de su conciencia. Julia no se merecía aquello, y probablemente él tampoco fuese digno de sus caricias y sentimientos. Ella estaba por encima de colecciones y antigüedades, por muy valiosas que resultaran estas. Henry estaba seguro de que Spiros Baraktaris se había llevado a la española para emplearla como moneda de cambio en la locura en la que el griego se había instalado. Sus delirios habían terminado por adueñarse de él y ya nada podría detenerle, pues creía tener derecho a poseer el poder reservado a los antiguos dioses.

Un individuo se le aproximó para sacarle de tales consideraciones.

—El señor comisario tendrá mucho gusto en recibirle —le dijo mostrándole la puerta entreabierta situada frente a él.

Henry le miró un momento con la sorpresa propia de quien regresa de un sueño; luego observó aquella puerta medio abierta tras la que le esperaba Gamal, y supo lo que debía hacer.

Gamal Abdel Karim se encontraba en una situación ciertamente comprometida. Aquella misma mañana uno de los conservadores del Museo Egipcio había sido encontrado muerto en los sótanos del recinto; ahorcado de una de las bóvedas, para ser más exactos. Un nuevo suceso que añadir a la lista de crímenes acaecidos en la capital durante los últimos días que no hacía sino aumentar la tensión en el Departamento de Información y Seguridad del Estado. El propio director general de la Seguridad de El Cairo, Ismail Shaiar, le había telefoneado exigiéndole resultados inmediatos si sabía lo que le convenía; la ciudad no podía desayunarse con la noticia de un nuevo y misterioso crimen.

Gamal le había asegurado que la aclaración de tan lamentables hechos se encontraba próxima a producirse y que en poco tiempo todo quedaría resuelto, mas su superior le había hecho saber que no era precisamente tiempo de lo que disponía y que las calles se habían convertido en un hervidero de rumores que era preciso aclarar.

Abdel Karim se había visto obligado a realizar algunas detenciones aun a sabiendas de que los inculpados nada tenían que ver con los luctuosos hechos. Él sabía muy bien que cuando la intranquilidad llegaba a los estamentos superiores lo más conveniente era aplacarla lo antes posible, aunque fuera a costa de la propia justicia.

En realidad, Gamal llevaba sus investigaciones adelantadas. Con la perspicacia que le caracterizaba, había dado los pasos precisos para abrir una pequeña ventana que permitiera arrojar un rayo de luz sobre los lamentables sucesos. Sus hombres se habían empleado a fondo y los interrogatorios se habían sucedido sin descanso durante los dos últimos días. Él mismo se había ocupado de tomar declaración a los vecinos de Shabramant en una operación en la que se habían producido diversas detenciones intimidatorias.

Todavía recordaba la expresión aterrorizada de los chiquillos que habían estado presentes durante la visita del aristócrata inglés al ser conducidos ante su presencia.

Si los niños habían sido testigos de aquel encuentro, también deberían tener alguna idea de lo que ocurrió la noche siguiente.

Como era de esperar, se resistieron a colaborar en las pesquisas, aunque finalmente comprendieron lo que les esperaría si no lo hacían. De no acordarse de nada, pasaron a recordar vagamente algunos aspectos, como por ejemplo que dos individuos y una señorita rubia se habían visto con las víctimas la noche de autos. Al parecer, uno de aquellos hombres tenía un aspecto simiesco y empleaba unos modales rayanos en la brutalidad.

Aquello había significado un gran avance, pues Gamal sabía que un tipo de esas características había visitado al viejo Mustafá en compañía de una señorita rubia la tarde anterior a su asesinato.

No obstante, la localización de aquellos sujetos había resultado infructuosa, desconociendo asimismo su identidad. Tenía a un buen número de agentes vigilando los hoteles de El Cairo, pero, hasta el momento, no había rastro de los sospechosos. Estos parecían haber tomado sus precauciones, aunque estaba seguro de que tarde o temprano él les atraparía.

Cuando aquella mañana le informaron de la muerte de Saleb, Abdel Karim tuvo que hacer esfuerzos por mantener la calma. Con gran pesar, Gamal se personó en los sótanos del Museo Egipcio para ser testigo del levantamiento del cadáver y determinar las causas que rodeaban aquella muerte.

Como era de esperar, todos los trabajadores del recinto se mostraban profundamente consternados, y en el museo el rumor sobre otro posible asesinato recorrió las salas como si se tratara de un soplo exhalado por el mismísimo Diablo.

La directora, la doctora Wafaa, no comprendía cómo podía haber ocurrido algo así, sobre todo en un lugar en el que existía una vigilancia permanente.

El comisario se había hecho cargo del abatimiento general con rostro compungido y luego se había dirigido al lugar de los hechos. Allí, colgado de una de las bóvedas, se balanceaba el cuerpo sin vida del conservador. Fue entonces cuando el alto cargo del ministerio le telefoneó de nuevo.

—Escúcheme atentamente, comisario. Sería de gran interés que encontrara alguna prueba que invitara a pensar que el hombre que cuelga ante su vista se ha suicidado.

Gamal se quedó sin palabras.

—¿Está usted ahí? —volvió a decir aquella voz, sinónimo de los peores presagios—. Sería muy conveniente que estuviéramos ante un suicidio.

El comisario tragó saliva.

—Perdone, ¿conveniente para quién?

—Para el Estado y, por supuesto, para usted —le volvió a señalar tras una pequeña pausa—. Recuerde lo que le advertí la primera vez que hablamos: ningún otro departamento debe inmiscuirse en los sucesos ocurridos.

Los ojos del comisario se movieron de un lado a otro, a la vez que mantenía el auricular junto a su oreja y discurría a la velocidad del rayo.

—La más alta autoridad de la Seguridad del Estado le observa con atención. Hasta el momento se encuentra muy satisfecha de cómo está llevando el caso, no deje que se tuerza ahora. Usted sabe mejor que nadie cómo llevar las cosas, no se precipite.

Acto seguido la señal se cortó.

Al terminar la comunicación, Gamal había permanecido durante unos instantes observando como embobado el cadáver que pendía del techo. Si aquello era un suicidio, él podía dedicarse al submarinismo a pesar de no saber nadar. Reflexionó un momento y luego indicó a los inspectores que deseaba un informe exhaustivo para primera hora de la tarde. Después se marchó.

Durante el resto del día Gamal no había hecho más que pensar en todo lo ocurrido; el rompecabezas comenzaba a presentar su forma y ahora comprendía el alcance de las advertencias telefónicas recibidas. El Museo Egipcio de El Cairo se encontraba bajo la jurisdicción del Servicio de Antigüedades, y el comisario ya no tenía ninguna duda de que era a ese departamento al que se refería su interlocutor telefónico.

El Consejo Supremo de Antigüedades tenía una influencia enorme dentro del Estado, y si la Seguridad Nacional le recomendaba que los mantuviese al margen, era porque no deseaba que los hombres de Hawass, secretario general del Servicio de Antigüedades, metieran sus narices en aquello.

Pero ¿por qué habría de interesarse el Servicio de Antigüedades en los asesinatos?

Ante esta cuestión sólo podía haber una respuesta: el móvil de todos aquellos crímenes incumbía directamente al departamento de Hawass. Obviamente, como ya pensara en su día, el motivo de los asesinatos no podían ser unas piezas arqueológicas, aunque fueran muy valiosas, puesto que en ese caso el Departamento de Seguridad Nacional jamás se hubiera preocupado de mantener al margen a otros estamentos. La verdadera causa debía de ser de tal importancia que su conocimiento por parte del Servicio de Antigüedades les llevaría a tomar acciones que ya nadie podría controlar.

Gamal se había acariciado su generosa papada al reflexionar sobre esto. En su opinión, lo único que podía provocar una situación semejante era que hubiese una tumba intacta a la espera de ser descubierta. Esa sería, sin duda, una razón capaz de haber llevado a los asesinos a perpetrar aquellos crímenes.

No obstante, no acertaba a ver el interés de la Seguridad del Estado en todo ello. ¿Quizá la tumba guardara alguna información que afectara a la seguridad nacional?

Para tal cuestión Gamal no tenía respuesta, aunque el mero hecho de planteársela era motivo más que suficiente para estar preocupado. Como ya sospechara, desde las más altas jerarquías del país alguien parecía tener trazado un camino para él, y no tenía más remedio que seguirlo.

Tal y como había solicitado, a primera hora de la tarde Gamal tuvo el primer informe sobre la muerte de Saleh. Al parecer, no se habían encontrado huellas de lesiones en el cadáver que no fueran las propias debidas al ahorcamiento. Además, aparentemente no se había observado la desaparición de ninguna obra en la sala en la que se había encontrado el cuerpo, lo cual invitaba a considerar que el pobre conservador quizá no hubiera sido asesinado.

Pero Gamal no podía dejarse engañar por aquella información. No tenía ninguna duda, a Saleh lo habían matado, a pesar de las apariencias.

Mas estaba escrito que Alá le tenía reservadas más sorpresas para aquel día. Su amigo Sayed se había puesto en contacto con él aquella misma mañana para comunicarle la posible desaparición de la profesora española.

En un principio el comisario se sorprendió por la noticia, aunque enseguida llegara a la conclusión de que aquel hecho era un nuevo fragmento que añadir al rompecabezas. Finalmente, el inhóspito desierto en donde la había imaginado había acabado por engullirla.

Al parecer, el caballero inglés se hallaba muy preocupado y requería que lo recibiera, lo cual le parecía muy lógico dadas las circunstancias.

Aquella entrevista le resultaba muy oportuna. El aristócrata también formaba parte del puzle, aunque su posición en él no estuviera claramente definida. Ahora demandaba su ayuda, y esto facilitaría su ubicación final. No obstante, Gamal decidió hacerle esperar más allá de lo que dictaba la cortesía; aquel extravagante caballero debía saber el lugar que ocupaba y lo que se esperaba de él; ahora se encontraba a su merced, y el comisario estaba convencido de que así lo comprendería.

Cuando pidió al ordenanza que le hiciera pasar, Abdel Karim continuó con su vista fija en los documentos que tenía sobre la mesa de su despacho, imaginariamente absorto en ellos. El inglés entró en la habitación y al punto el subalterno se marchó dejándolos solos; durante varios segundos ambos permanecieron en silencio, mientras el jefe de departamento continuaba estudiando sus informes.

—Desde luego, puedo continuar de pie observándole, señor. E incluso también me sería posible mantener una conversación con usted, toda vez que los cómodos bancos de la sala de espera me han hecho desear estirar un poco las piernas —dijo Henry utilizando aquel acento engolado que sabía que tanto molestaba a la mayoría de la gente.

Gamal parpadeó alzando sus ojos de los documentos como si saliera de una profunda abstracción.

—¡Señor Archibald! —exclamó sonriente, levantándose de su asiento—. ¡Qué distraído soy! Siéntese, por favor, y le ruego que acepte mis disculpas por haberle hecho esperar. No puede imaginarse la cantidad de problemas que requieren hoy de mi atención.

—Me hago cargo —convino el aristócrata, sentándose en el mullido sillón que le ofrecían.

—Demasiados asuntos en un solo día. Como podrá observar, ni aquí en El Cairo podemos encontrarnos libres de soportar una tensión mayor de la deseable.

Henry asintió, mientras reparaba en el caótico aspecto que presentaba el despacho.

—Disculpe el desorden —se apresuró a decir el comisario—, pero no me sobra ni un minuto para poder organizarlo.

El inglés hizo un gesto comprensivo.

—¡En fin! —suspiró Gamal—. Ya habrá tiempo para ello. Ahora estoy a su disposición.

—Es usted muy amable —replicó Henry—. Supongo que estará informado del motivo de mi visita.

—Algo me dijo nuestro buen amigo Sayed, aunque contemplar un hecho semejante me parece poco menos que imposible.

—Mi opinión es otra, comisario. No albergo la más mínima duda.

—¡Señor Archibald! —volvió a exclamar Gamal, esta vez con evidente teatralidad—, en El Cairo no desaparece la gente.

—Conozco bien la seguridad de esta ciudad, aunque convendrá conmigo en que, durante los últimos días, esta nos ha mostrado su cara menos amable.

Gamal se recostó cómodamente mientras observaba a su interlocutor.

—¿Qué le hace suponer que la señora haya sido secuestrada? —preguntó acto seguido.

—¿Aparte de llevar un día sin saber nada de ella y de que sus pertenencias continúen en su habitación?

El comisario hizo un gesto de ambigüedad.

—No pensará usted también que quizá ella haya decidido hacer turismo por su cuenta o simplemente que mantenga una relación con algún nativo del país, ¿verdad?

—Me temo no conocer los gustos de la señora, caballero, pero si usted considera que la profesora ha sido raptada, le recomiendo que interponga una denuncia.

—Desde luego que lo haré —replicó Henry con indisimulada irritación.

Ambos se observaron un momento.

—Mire, señor Archibald —dijo el comisario en tono conciliador—, podemos estar toda la tarde discutiendo sobre supuestos, aunque ya le adelanto que, lamentablemente, no dispongo del tiempo preciso. Le rogaría que si dispone de algún otro dato que pueda serme de utilidad me lo comunique.

Henry forzó una sonrisa, pues ya se imaginaba que el policía le propondría algo semejante. Había meditado acerca de ello durante toda la tarde, y no se había aquí equivocado ni un ápice al pensar que aquel hombre utilizaría el caso en su provecho.

—¿Le parecen graciosas mis palabras? —inquirió el comisario al observar el gesto.

—En absoluto. Simplemente, las esperaba. Pero créame que no he venido a verle revestido de orgullo, sino con el ánimo de pedirle su ayuda en este asunto; mi único interés es Julia.

Gamal percibió la franqueza de aquellas palabras y asintió pensativo.

—¿Sabe si la señora había recibido algún tipo de amenaza?

—Que yo sepa no, aunque ya le adelanto que la profesora es una persona reservada.

Gamal enarcó una de sus cejas con incredulidad.

—Quizá a usted le hiciera partícipe de sus temores, algo muy natural dada su amistad.

Henry hizo caso omiso del comentario.

—Ella parecía encontrarse feliz en El Cairo, se sentía fascinada por la ciudad.

—¿Sabe si la profesora había entablado contacto con alguna persona que usted no conociera?

—Julia solía acompañarnos la mayoría de las veces. Salvo en alguna ocasión en la que acudió a visitar sola el museo.

—¿Quizá por motivos profesionales?

—En efecto. Tenía interés en verse con uno de sus especialistas, un hombre llamado Saleh.

—¿Saleh? ¿El conservador?

—Hum… Creo que, efectivamente, ese era su cometido.

Gamal soltó un soplido y clavó sus ojos en el inglés. Este pareció no comprender y le interrogó con la mirada.

—Saleh ha aparecido muerto en el museo esta mañana.

Henry se quedó lívido.

—Como le digo —subrayó el comisario al ver la expresión del inglés—. Su cuerpo colgaba laxo, ahorcado del techo de una de las salas del sótano.

El aristócrata desvió su mirada asimilando el alcance de aquellas palabras mientras sentía como una oleada de sudor frío lo invadía por completo. Sin pretenderlo, su mente se vio sumergida en toda una vorágine de razonamientos que pugnaban por calibrar la trascendencia de lo ocurrido. Tal y como se temía, Julia debió de haber acudido al museo a liberarse de una carga que ya le resultaba insoportable. Sus principios habían terminado por imponerse para zanjar definitivamente una situación en la que no tenía cabida.

Sin embargo, las cosas no habían resultado como ella pensaba, pues tales principios poco importaban a la mayoría de la gente, y mucho menos a tipos como Spiros Baraktaris. Su mano se veía por todas partes, para cumplir sus amenazas inexorablemente, tal y como le dictaba su mala conciencia.

El círculo trazado por el magnate estaba a punto de cerrarse, y ahora tenía el modo de conseguir la última pieza. Henry comprendió el peligro real que corría la profesora si denunciaba a Baraktaris ante Gamal. Spiros mataría a Julia haciendo gala del mismo remordimiento que había demostrado en los crímenes anteriores. Sólo él podía liberarla, pues conocía cuál sería el precio.

El mapa de la situación en la que se encontraba vino a presentársele entonces tan claro como si se hallara bajo el ardiente sol de Saqqara. Era necesario ganarse la confianza de aquel comisario si quería que el juego no terminara en una tragedia. La muerte de Saleh venía a ayudarle en sus propósitos, y Henry vio llegado el momento de contar a Gamal la parte de la historia que le interesaba; sólo lo indispensable para mostrarle su buena fe, acaparar su interés y hacerle ver todos los dramáticos sucesos acaecidos hasta entonces desde su perspectiva.

—¿Se encuentra usted bien?

La pregunta del policía vino a devolverle a la realidad de aquel despacho invadido por el caos.

—Perdone, Abdel Karim, pero me siento presa de los peores presagios.

—¿Teme por la vida de la profesora?

Henry asintió simulando un gran pesar.

—No se preocupe, si hubiera sido testigo del crimen, la habrían matado allí mismo.

—Verá —señaló Henry haciendo un ademán con su mano con el que recababa su atención—. Hay un punto importante que debe saber.

Gamal le sonrió beatíficamente. Si había algo que le gustaba, eran aquellas declaraciones llenas de espontaneidad; sentía verdadera debilidad por ellas.

—Señor Abdel Karim —dijo el inglés—, la profesora vino a Egipto con el ánimo de devolverle algo que le pertenecía.

Gamal lo miró atónito.

—Así es —continuó Henry, adoptando una postura más confidencial—. Recuperó para el país una obra que cayó en sus manos por casualidad.

—Supongo que se referirá a alguna pieza perteneciente al Egipto faraónico, ¿no es así?

—Y de gran antigüedad.

—En tal caso permítame que dude de que la obra llegara a la señora por casualidad.

—No hay otra explicación, créame —prosiguió el aristócrata midiendo sus palabras—. Un extraño la abordó en Madrid para complicarle la vida.

Gamal se acariciaba la barbilla sin perder detalle.

—Al parecer, aquel hombre era egipcio y le pidió que entregara la mencionada pieza al museo.

—¿Conoce la identidad de dicho individuo?

—No, aunque sí la de la persona a la que debía dirigirse. Este no era otro que Saleh, el conservador.

Gamal hizo un gesto de incredulidad.

—¿Pretende que crea que un tipo puede abordar por la calle a una señora para entregarle una obra arqueológica? —inquirió divertido.

—Al parecer, el hombre se mostraba angustiado, tal y como si le amenazara algún peligro.

El comisario negó con la cabeza.

—Señor Abdel Karim, le doy mi palabra de caballero de que cuanto le he contado es cierto —señaló Henry con gravedad.

Gamal pestañeó repetidamente, como considerando aquellas palabras. Acto seguido incorporó hacia delante su enorme humanidad.

—¿Es cierto lo que me ha contado?

—Completamente, señor. Jamás bromearía con algo así.

El policía volvió a reclinarse mientras juntaba sus manos, pensativo.

—¿Por qué no me hablaron de esto antes?

—La señora no creyó que tuviera importancia. Ella vino a Egipto a entregar la pieza al museo. Probablemente ese era el lugar en el que le correspondía estar.

—¿A qué tipo de obra nos referimos exactamente, milord?

—Se trata de un escarabeo de lapislázuli; muy hermoso, por cierto.

—Según veo, lo conoce.

—Naturalmente. La señora tuvo la amabilidad de mostrármelo en varias ocasiones.

—¿Y cree que llegó a entregárselo a Saleh?

—No me cabe duda de que se dirigió a su encuentro con esa idea. Lo que ocurrió después me resulta un enigma.

—Ya veo —apuntó el policía repantigándose cómodamente en su sillón.

Luego miró fijamente a los ojos del inglés, con su semblante más serio.

—¿Ha hablado de esto con alguien más? —quiso saber el comisario.

—Usted es el único que está al corriente, señor.

—Le recomiendo que sea prudente y no comente nada a nadie. Me pondré a trabajar en el caso de inmediato, milord —dijo respetuosamente.

Henry hizo un gesto de agradecimiento y Gamal se levantó dando así por terminada la reunión.

—Le agradecería que me comunicara cualquier información que cayera en su poder —advirtió Gamal mientras acompañaba al visitante hasta la puerta—. Ah, una última cosa. Absténgase de hacer averiguaciones por su cuenta si no quiere complicar aún más las cosas.

Henry hizo un gesto de conformidad y ofreció su mano al comisario. Tras estrechársela se marchó.

Gamal regresó a su mullido sillón y permaneció pensativo durante unos minutos. Su particular rompecabezas seguía recibiendo nuevas piezas que daban sentido al dibujo final.

Obviamente, alguien había secuestrado a la profesora española, y el hecho de que esta poseyera una joya arqueológica codiciada no era suficiente motivo. En tal caso, los raptores la hubieran matado para apoderarse después de la obra. Nadie secuestra a una persona si no es para reclamar algo a cambio.

Gamal sonrió ladinamente. Aunque no le había mentido, el inglés se había cuidado de contarle todo cuanto sabía. Él era el único al que podían chantajear, y no era precisamente dinero lo que buscaban de él. Ahora estaba seguro de que el aristócrata tenía en su poder algo que resultaba determinante en todo aquel asunto. Quizá fuera otra pieza, o una señal que indicara el lugar donde se encontraba la ansiada fortuna.

Debía actuar con suma cautela y buscar el paradero de la profesora, pues, a la postre, ella sería la llave que le permitiría resolver el rompecabezas. Después aguardaría agazapado como un felino hasta que llegara el momento oportuno de actuar, cuando toda la baraja se encontrara extendida ya sobre el tapete.

El sonido del teléfono de su despacho le trajo de vuelta de sus reflexiones. Al otro lado de la línea el director general de Seguridad le pedía información sobre el último suceso con tono imperativo.

—No se preocupe, señor director general —aseguró Gamal con su voz más meliflua—, el hombre que ha aparecido ahorcado esta mañana en el museo se ha suicidado, no hay ninguna duda.