XVI

Mientras Spiros Baraktaris marcaba el número de teléfono, notaba que la ira le reconcomía. Sus entrañas se agitaban convulsas azotadas por la cólera y su estado se asemejaba al de la legendaria isla de Thera momentos antes de su destrucción; la Tierra bramó entonces, y él se sentía igual.

Al griego le era difícil comprender cómo aquella situación había acabado por írsele de las manos. El camino adornado por hermosas flores se había transformado en un pedregal cubierto de espinos que amenazaba con hacerse aún más inhóspito y agreste a cada paso. ¿Formaba parte del precio que debía pagar por la inmortalidad?, ¿o acaso era sólo un ejemplo de lo quimérico de sus ideas?

A Spiros semejantes cuestiones le daban lo mismo, pues la realidad era que el asunto se había llevado con una torpeza impropia de un hombre de su reputación. Claro que, para el señor Baraktaris, los culpables de todo aquel desastre tenían nombre y apellido, y ya les tenía preparado el pago que se merecían por tan lamentable actuación. Su negligencia no sólo había puesto en peligro toda la operación, sino que podía llegar a involucrarle a él mismo en los tristes sucesos acaecidos durante los últimos días en El Cairo. Inaudito.

Como solía ser norma en él, Spiros se negaba a aceptar su parte de responsabilidad, arremetiendo contra aquellos que trabajaban a sus órdenes para tacharles de incapaces, irresponsables y demás halagos que a su mal humor se le ocurriera.

Aquella mañana, su suite del hotel fue testigo de toda una retahíla de lindezas de este tipo. Spiros fue capaz de hacer una demostración de sus conocimientos lingüísticos, pues, tras llamar a capítulo a los responsables, dio rienda suelta a su furia para insultarlos en sabe Dios cuántas lenguas, aunque prevalecieran los insultos en griego.

Y es que aquellos petimetres no podían haber sido más ineficaces, pues lo único que habían conseguido era llenar las calles de la ciudad de un clamor de repulsa ante tales actos vandálicos, a la vez que ponían a la policía tras sus pasos; y él, Spiros, conocía muy bien la eficacia de esta y cuáles eran sus métodos.

¡Justo cuando lo tenía al alcance de la mano, su plan podía desmoronarse!

Sus secuaces habían dejado un rastro de cadáveres y además sin obtener sus propósitos, como si fueran unos aficionados. Que Mirko no era la primera vez que mataba a alguien ya lo sabía él de sobra, aunque nunca imaginó que pudiera llegar a hacer filetes con la planta de los pies de una de sus víctimas. Cuando escuchó de sus propios labios la confesión que había hecho el pobre hombre entre tajo y tajo, se quedó impresionado. Mirko se lo relató con una pasión y profusión de detalles propia del emperador de los sádicos. ¡Hasta los ojos le brillaban de la emoción que sentía!

Para Spiros, el espeluznante relato iba más allá de la agonía de un paria. Aquel ladrón había sido contratado por su excavación y él era el causante de los robos y de todo lo que estos hechos conllevaron posteriormente. En su opinión, se tenía bien merecido lo que le había ocurrido, aunque sus hombres debieron haber hecho desaparecer los cadáveres.

Mirko se defendió alegando que les fue imposible, pues había gente merodeando por los alrededores, pero para Baraktaris esto no significó más que una mala excusa. La cruda realidad de todo aquello era que sus hombres habían llegado demasiado tarde, que otra persona se les había adelantado.

La cólera volvió a reflejarse en su rostro al pensar en este detalle. Esto era lo que en verdad le enervaba, que otro hubiera sido más listo que él. Cuando Mirko le habló de la posibilidad de que dicho individuo fuera inglés, Spiros explotó definitivamente emprendiéndola a patadas con el mobiliario de la habitación; que el caballero inglés tuviera en su poder la caja con el papiro era más de lo que podía soportar. Él no tenía ninguna duda acerca de la identidad de aquel hombre; lord Bronsbury se había apoderado de lo que en su día le robaran por medio de engaños o embaucando a una pobre mujer; le repugnaba aquel tipo.

Cuando al cabo de las horas Spiros recuperó la calma, su mente fue capaz de recobrar la frialdad de sus razonamientos. Tumbado sobre la cama pensó en la situación, y en las posibilidades de llevar a buen término sus objetivos. Aunque gran parte de la baraja se hallaba repartida, todavía conservaba la mayoría de los triunfos en su mano; naipes con los que podía ganar si jugaba sin cometer nuevas equivocaciones.

Indudablemente, el tiempo apremiaba y, dadas las circunstancias, disponía de pocos días para lograr sus propósitos. Dentro de tres noches habría luna nueva, y ese sería el momento adecuado para llevar a cabo sus planes. Todo estaba preparado.

Forrester, su arqueólogo, se había encargado de disponerlo con su habitual eficacia. Para tan delicada misión había contratado a la cuadrilla perfecta; un viejo reis al que conocía desde hacía muchos años y seis miembros de su familia. En toda excavación era fundamental contar con un buen capataz, y aquel viejo resultaba de toda confianza, pues, además de conocer bien su trabajo, estaba desprovisto de escrúpulos, siendo a la vez muy discreto. Haría cuanto le dijeran, sobre todo cuando la suma que iba a recibir por aquel trabajo podía retirar a toda su familia para siempre.

A Spiros le gustaba su excavador. Él también era un perro viejo que conocía bien su oficio y a las personas que se movían a su alrededor. Forrester tenía muy claro lo que le convenía, cuál era su precio y el modo en el que debía manejar la situación en cada momento. Al griego le agradaban este tipo de personas, directas y eficientes, con ellas nunca había problemas.

Forrester le había dicho que era preciso iniciar la inspección del lugar aquella misma noche y a él le pareció perfecto; confiaba en Forrester.

El hecho de que aquella tumba olvidada por los siglos estuviera esperándole producía en Spiros una suerte de excitación difícil de imaginar. Un hallazgo de aquel tipo superaba con creces su ferviente amor por las antigüedades; era una experiencia reservada para unos pocos. Un descubrimiento como aquel sólo estaba al alcance de los grandes arqueólogos de la historia, y él, Spiros Baraktaris, los superaría a todos.

Sin embargo, estaba preocupado. Ante la proximidad de su triunfo, su misma ansiedad le hacía intuir que algo se le escapaba. Sin saber por qué, presentía que las piezas sustraídas junto a la tumba tenían un significado que ellos no comprendían del todo. Forrester le había asegurado que ambas obras no eran más que una parte del ajuar funerario que por algún motivo quedaron olvidadas junto a los restos de la momificación. Pero él albergaba dudas sobre esto. La historia que rodeaba a la figura de Neferkaptah estaba repleta de detalles significativos. Nada en ella parecía obra del azar, pues rezumaba misterio y magia, la de los antiguos dioses de Egipto que el hombre siempre había perseguido inútilmente.

Era posible que aquel papiro poseyera alguna indicación, conjuro o ensalmo que resultara fundamental en el descubrimiento, o quién sabe si resultaría imprescindible para sortear alguna trampa. En cuanto al escarabeo…

Semejantes dudas lo consumían, sin poder evitarlo, alimentando todos sus temores. Había reflexionado sobre esto durante horas llegando a la conclusión de que no podía correr ningún riesgo más; era preciso que recuperara las piezas antes de entrar en la tumba.

Fue entonces cuando pensó en hacer aquella llamada, un último intento de reconducir la situación dentro de los buenos términos, aunque ello significara tener que telefonear a alguien a quien despreciaba.

Aguantándose su rabia, Spiros comenzó a marcar.

Barry y Henry parecían enfrascados en la interpretación de un código imposible. Milenarios caracteres olvidados por los siglos que volvían a la vida para hablarles de un tiempo lejano en que los hombres aún honraban a sus dioses. Los negros trazos sobre el vetusto papiro rebosaban misterio y un misticismo que se hacía impenetrable a la mirada de una época en la que ya no se creía en nada.

Símbolos arcanos para las gentes que ahora se sentían como dioses, que levantaban desdeñosas sonrisas donde antes infundieran temor. Recuerdos de un pensamiento hermético al que ya sólo unos pocos encontraban sentido.

—¡Es magnífico! —exclamaba el profesor mientras inspeccionaba una y otra vez el papiro a través de una gruesa lupa.

—Parece imposible que se pueda mantener en tan buen estado después de todo este tiempo —subrayó Henry.

—Algo más de tres mil años, calculo yo —indicó Barry sin dejar de observar el pergamino.

—Es inaudito. ¿No podría tratarse de una falsificación?

—Hoy en día unas manos expertas pueden hacer maravillas, sin duda —confirmó el profesor—. Tú deberías saber mejor que yo a lo que me refiero. Con la tecnología actual todo es posible, aunque sigo opinando que el papiro es auténtico.

—En tal caso, sería el único existente con semejante antigüedad que se conservara tan bien; me parece algo extraordinario.

—Bueno, querido amigo, tampoco conviene exagerar. Como tú sueles decir, la explicación a veces se encuentra tan cerca que somos incapaces de verla.

Henry le miró burlón.

—El documento se ha mantenido dentro de la caja desde que se escribiera hace tres milenios. Según parece, nadie lo ha tocado desde entonces, permaneciendo oculto en su interior bajo las arenas de Saqqara; no se me ocurre un lugar mejor donde pudiera haber estado.

Ambos amigos intercambiaron sus miradas y luego el profesor prosiguió con su explicación.

—Indudablemente, es necesario tomar las máximas precauciones con el manuscrito. Se trata de una obra de primera magnitud, toda una reliquia que necesita de los cuidados de los mejores expertos. Se me ocurre que el Griffith Institute sería el lugar más adecuado para él.

Henry soltó una risita a la vez que esbozaba uno de sus gestos característicos.

—¿Entiendo que el Griffith estaría dispuesto a hacerme una oferta por el papiro?

Barry lo miró escandalizado.

—Me parece impropio de un caballero como tú el intentar hacer negocio con un hallazgo semejante.

Ahora Henry rió abiertamente.

—¿Ah, sí? ¿Qué crees que debo hacer entonces? ¿Donarlo a tu universidad?

—Pues sí. Eso sería muy apropiado. Harías un gran servicio a tu país, demostrando así tu generosidad. Además, tu nombre podría quedar unido al documento, inmortalizándote.

Henry observó a su amigo con perplejidad.

—Como te lo digo. El manuscrito pasaría a llamarse Papiro Bronsbury, por ejemplo. Sí, ese me parece un nombre muy acertado.

—Barry…

—Si no aceptaras, demostrarías una avaricia lejana a tu condición. ¿Acaso quieres ser más rico que Creso? Podrías quedarte con el joyero, que es espléndido; además, ¿para qué quieres tú un papiro?

Henry sonrió divertido, pues le encantaba ver a su amigo excitado cuando algo le interesaba.

—El papiro es auténtico, te lo aseguro —dijo el profesor señalándolo con un dedo mientras volvía a su anterior conversación—. Existen pocas personas hoy en día capaces de escribir en hierático un texto como este. No cabe falsificación posible en él y, como tú mismo podrás comprobar más adelante, hace referencia a la tumba de Neferkaptah. Falsificar algo así se me antoja poco menos que imposible.

Henry permaneció en silencio en tanto observaba cómo su amigo enrollaba cuidadosamente el manuscrito.

—He tomado la precaución de copiar el original en un folio para trabajar con él, así evitaremos dañar el papiro.

—Muy considerado por tu parte —señaló Henry—. Supongo que ya tendrás alguna idea aproximada de lo que dice —continuó con mordacidad—. Llevas casi dos días intentando descifrar el texto.

Barry lo miró por encima de sus lentes, dibujando en su rostro aquella expresión de sabio despistado que le era tan propia.

—Bueno, yo… —vaciló carraspeando.

—¿Cómo? —le cortó el aristócrata con sarcasmo—. No querrás insinuar que estás como al principio, ¿verdad? Te advierto que lo que me contaste me pareció un verdadero galimatías.

—No es ningún galimatías. Lo que ocurre es que tu mentalidad epicúrea no te permite ver más allá de los goces mundanos.

—¡Me dejas estupefacto, oh, sapientísima reencarnación del gran Hermes Trimegisto! —exclamó Henry—. Imprégname con un poco de tu mística naturaleza, a ver si así puedo llegar a entenderlo.

—Je, je, je —rió el profesor quedamente.

—Aunque te rogaría encarecidamente, oh, excelso guardián de los más arcanos secretos, que no me vuelvas loco con tus circunloquios; mi condición mundana, como tú bien dices, hoy no lo soportaría.

Barry pareció considerar aquellas palabras para mirarle maliciosamente.

—Je, je —volvió a reír—. He hecho algunos adelantos, ¿sabes? Acércate y te los mostraré.

El egiptólogo le enseñó una cuartilla en la que había escrito unas líneas.

—Lee, a ver qué te parece. Creo que ahora el texto tiene sentido.

Henry cogió el papel y lo leyó en voz alta:

Bajo la eterna custodia del pilar y el replicante, Osiris vigilará desde Oriente aquello que Anubis guarda.

Lord Bronsbury miró a su amigo sin comprender.

—Es magnífico, ¿no te parece? —apuntó Barry.

—¿Magnífico? Para mí continúa siendo un acertijo.

—Bueno, en realidad se trata de algo parecido.

Henry arrugó el entrecejo.

—¿Quieres decir que tú tampoco conoces su significado?

El profesor hizo un gesto con sus manos.

—Puede tener muchos significados, pero lo importante no es eso. Lo esencial es que estas inscripciones cumplen una función específica.

—Lo siento, amigo mío, pero me temo que deberás ser más explícito.

—Escucha —dijo Barry en un tono más confidencial—. El acertijo, como tú lo llamas, es sólo una parte del texto, exactamente su encabezamiento. La otra resulta reveladora, y no deja lugar a ninguna duda.

Ante la mirada expectante de su amigo, el profesor revolvió entre sus papeles para sacar otra cuartilla.

—Léelo, es el resto del escrito —señaló mientras se lo entregaba.

Henry hizo lo que le pedía su amigo y comenzó a leer otra vez.

—«Yo, Khaemwase, encontré placer al restaurar tu tumba —recitó Henry—. Ay de aquel que ose entrar en ella impuro de corazón y ávido de secretos, pues te aseguro que el cocodrilo se volverá contra él en el agua y la serpiente en la tierra, y la risa del "heredero de los dioses" estallará para engullirlo y entregárselo a Ammit, "la devoradora"; entonces su alma nunca conocerá el descanso. Tal será el destino de quien viole tu última morada, oh, príncipe Neferkaptah, pues yo, Khaemwase, mago entre los magos, he invocado a todos los dioses de Egipto para que mis conjuros se cumplan. Nunca habrá poder en la tierra capaz de deshacerlos».

Al terminar la lectura, Henry se mostró impresionado.

—Pero esto… Es una maldición en toda regla —musitó al fin.

—Sin ninguna duda.

Henry parpadeó ligeramente tratando de reflexionar.

—En tal caso, no comprendo qué función cumplía el manuscrito olvidado bajo las arenas del desierto.

—Creo que la caja y el papiro fueron depositados allí con pleno conocimiento.

Henry hizo un gesto de extrañeza.

—Querido amigo, como te advertí la otra noche, la tumba existe —corroboró Barry—. Este documento supone una prueba irrefutable de lo que digo.

Ahora era lord Bronsbury el que parecía luchar contra aquella posibilidad, buscando alguna razón que le ayudase a ello.

—Las maldiciones son tan antiguas como el propio Egipto, como tú bien sabes —indicó Barry—. Generalmente se inscribían en los pasillos de las tumbas o en la misma puerta, algo que, curiosamente, a los saqueadores nunca les importó demasiado.

—¿Entonces?

—Hum… Creo que Khaemwase hace gala de una gran astucia. El asegura en el texto que sus conjuros nunca serán neutralizados, lo cual significa que nadie podrá conocerlos para así evitar que los contrarresten.

Henry se acarició la barbilla.

—La magia impregnaba el antiguo Egipto, se hallaba por doquier; en la vida diaria, en los ritos religiosos, en los funerarios, en todas partes. Ellos creían en el poder de la palabra; así, la única manera de luchar contra un hechizo era utilizando otro que sirviera de antídoto. ¿Comprendes?

—¿Quieres decir que quizá Khaemwase se abstuviera de inscribir ninguna maldición en la tumba para que nadie la viera?

—¡Exacto! —exclamó Barry eufórico—. La escribió en este papiro guardándolo en la cajita de ébano; después la debió de enterrar cuidadosamente junto a la entrada del sepulcro.

Henry dio un pequeño respingo.

—¡Vaya, Barry! —exclamó sonriéndole—. Tu capacidad de deducción me asombra. ¿No me dirás que también te instruiste en las técnicas de Conan Doyle?

—Desgraciadamente, Khaemwase no contaba con que un día existirían arqueólogos capaces de remover la tierra más allá de la tumba —continuó Barry sin hacer caso del anterior comentario.

—¿Y qué significado tiene entonces el acertijo?

—No lo sé, aunque parece obvio que será necesario encontrarse en el interior de la tumba para averiguarlo.

—Es una clave —musitó Henry como para sí.

—La tumba de Neferkaptah se halla en ese lugar, Henry —subrayó el profesor con nerviosismo—. Apenas a unos metros de donde apareció la caja.

Lord Bronsbury asintió como abstraído.

—¿Crees que el escarabeo cumple una función diferente a la que pensábamos? —preguntó de pronto.

—Es posible, los antiguos egipcios no hacían nada sin un motivo concreto.

Durante unos instantes ambos permanecieron en silencio.

—La situación se está volviendo peligrosa —dijo Barry de repente, sin ocultar su temor—. Nuestra propia posición lo es. ¡Imagínate! Han ocurrido hechos terribles en los cuales podemos vernos implicados, y ahora tenemos en nuestro poder un papiro escrito por uno de los hijos de Ramsés II. Si el Servicio de Antigüedades se entera, pasaremos el resto de nuestros días en la cárcel.

—Bueno, querido Barry, en ese caso no creo que debamos decírselo, ¿no te parece?

El profesor lo observó boquiabierto.

—Pero la tumba… ¿Qué debemos hacer, Henry? ¡Puede que la hayan descubierto ya!

—Tengo la impresión de que el señor Baraktaris necesitará esto —dijo mostrando el papiro—. Me temo que sea el único camino para encontrar lo que busca.

El timbre del teléfono vino a sacarlos del estado de excitación al que les habían conducido sus conclusiones. Aquel sonido era el implacable heraldo que les devolvía a la realidad, y sin querer se sobresaltaron.

Al descolgar el aparato, Henry reconoció al instante la voz que le hablaba al otro lado de la línea.

—¿Señor Archibald?

—Sí, ¿quién es usted? —respondió Henry con disimulo.

Hubo unos segundos de silencio antes de que contestaran.

—Soy Spiros Baraktaris, supongo que se acordará de mí —dijo con voz grave.

—Claro, cómo podría olvidarme. Espero que se encuentre bien, señor Baraktaris.

De nuevo hubo una pequeña pausa.

—Muy bien, gracias.

—Reconozco que me sorprende su llamada, señor. ¿Puedo ayudarle en algo?

—Desde luego que sí. Quiero que dé por terminado su juego. Podemos llegar a un acuerdo.

—¿A qué juego se refiere exactamente, señor Baraktaris?

—Sabe perfectamente a qué me refiero —subrayó el griego endureciendo aún más su acento.

—Le ruego que me disculpe, pero no sé de qué me habla.

La risa de Spiros sonó particularmente desagradable, y Henry se imaginó al griego al otro lado del teléfono envuelto en el tenebroso halo que acostumbraba a acompañarle.

—Usted tiene algo que me pertenece —señaló tras dejar de reír.

—Le confieso que sus palabras me sorprenden —apuntó el inglés acomodándose mejor en el sofá.

—Escuche, señor Archibald, como le dije anteriormente, la partida debe finalizar para usted. Tiene dos objetos que son de mi propiedad y deseo recuperarlos.

Henry se sonrió.

—Créame si le digo que me encuentro confuso. ¿De qué objetos me habla?

—Ponga un precio por ellos, seré generoso.

La expresión del aristócrata se tornó burlona. Mientras, Barry lo observaba con los ojos muy abiertos.

—Mire, señor, desconozco la naturaleza de tales piezas, por lo que difícilmente puedo valorarlas.

—Le daré un millón de dólares por cada una.

Henry se regocijó por el ofrecimiento.

—Es una cantidad respetable, sin duda. Ahora me gustaría saber qué debo darle a cambio.

El tono de Spiros llegó entonces claramente crispado.

—Usted ha adquirido una caja con un papiro que me fue sustraída. Le repito que estoy dispuesto a pagarle un millón de dólares por ella y otro por el escarabeo que está en manos de su amiga española.

—Querido señor, ahora lo entiendo; me temo que le hayan informado mal o sea víctima de alguna broma de mal gusto.

—¡Esto no es ninguna broma! —explotó Baraktaris—. ¡Le exijo que me devuelva lo que es mío!

Ante los gritos que llegaban a través del auricular, Henry decidió separarlo de su oído en tanto aparentaba un gesto de desagrado.

—Tranquilícese, querido —señaló el inglés con afectación, acercándose de nuevo al teléfono.

—Guárdate tus ridículas maneras para otro, me son indiferentes. Ignoro cuáles son tus intereses en todo esto, pero te aseguro que no te saldrás con la tuya —advirtió Spiros algo más tranquilo.

—Mi interés es el mismo que el tuyo, amigo mío: las antigüedades. El dinero no me seduce demasiado, a no ser que lo pueda gastar.

—Desde luego que eres un pirata —dijo el griego forzando su risa.

—Ya que nos tuteamos, te manifestaré mi sorpresa por los métodos que has decidido emplear de un tiempo a esta parte; aunque, francamente, dudo que vayan a darte buenos resultados.

La voz de Spiros sonó entonces más glacial que nunca.

—Ya veremos. La hora de las sombras se acerca.

Acto seguido colgó el teléfono.

Barry y Henry se miraron un momento.

—¿Qué ocurre? —preguntó el profesor sin ocultar su ansiedad.

—Se aproxima el Apocalipsis, amigo mío, y habrá que prepararse.

Cuando Spiros colgó el teléfono, la cólera volvió a visitarle tiñendo su rostro de rojo. Las venas de sus sienes se hincharon y sus mandíbulas se cerraron en una especie de presa que hizo de su expresión la viva imagen de la crispación en estado puro.

Congestionado por la ira, se maldijo una y mil veces por haber efectuado aquella llamada absurda, improcedente en un hombre como él. Se sentía herido en su orgullo a la vez que sorprendido por haber tomado semejante decisión. Sin duda todo aquel asunto había influido en su ánimo, como si su resolución fuera lo único que importara. Algo extraño le estaba ocurriendo. Era como si Spiros Baraktaris se hubiera quedado en el despacho de su rascacielos en Nueva York, manejando su imperio mientras observaba el tráfico circular por el puente de Brooklyn, y en su lugar hubiera enviado a El Cairo a un extraño en busca del mayor tesoro que se pudiera imaginar. Eso era exactamente lo que sentía aquella tarde sentado en su suite del Mena House; simplemente, él había dejado de ser Spiros durante un tiempo, demasiado, y las consecuencias habían resultado nefastas.

Telefonear al aristócrata inglés era una prueba evidente de todo lo anterior; aquel tipo representaba lo que más aborrecía, y el señor Baraktaris jamás se hubiera puesto en contacto con él. ¿Qué especie de locura había sufrido para hacer algo así?

Conforme su furia remitía, comenzó a considerar la situación. No debía engañarse, aquel libro perdido en las nieblas de la leyenda le había llegado a obsesionar hasta el extremo de conducirle a donde se encontraba. Spiros no había sido capaz de enfocar aquella cuestión con la lucidez que siempre había demostrado en el resto de sus negocios. En cierta forma, el anhelo de poseer el Libro de Thot le había podido, doblegándole como a cualquier otra persona. Todas las torpezas cometidas procedían de ahí, y él se había dejado llevar.

Como liberado súbitamente del invisible manto que le había encorsetado, su mente pragmática recompuso la estrategia, ordenando sus fichas en el tablero. Su razón las posicionó en las casillas correctas para decidir, seguidamente, cuáles debían ser sus movimientos para ganar la partida.

Ya no estaba dispuesto a perder ni un minuto de su tiempo. Él se movía con el mundo, y este no paraba nunca.

Apartó de su lado las emociones que tanto le habían perjudicado. Sus planes ya estaban trazados; para el ansiado papiro, para el inglés, para todos. Mirko acabaría lo que tan desastrosamente había comenzado y luego se desharía de él como correspondía. Ahora ya no importaba su brutalidad, pues la daga debía ser hundida hasta el final.

En cuanto a su querida Anna…, Spiros se encargaría de explotar sus extraordinarias cualidades amatorias. La mandaría de vuelta a la madre Rusia, posiblemente a Siberia, para emplearla en el peor prostíbulo de Vladivostok, un lugar muy adecuado para ella. Allí podría reflexionar durante el resto de sus días sobre el error que cometió al intentar estafarle, a la vez que comprobaría cómo su belleza se marchitaba en pocos años. Su vida acabaría en las calles, entre el frío y la desesperación de verse en un infierno del que ya no saldría jamás.