XIV

La oscuridad se cernía con la intención de devorarlo todo. Sólo la menguante luna, allá entre los cerros de Mokattan, trataba de hacer frente con su mortecina palidez al ejército de las sombras que se hacía corpóreo desde la profundidad de la noche. Una lucha desigual, sin duda, en la que ningún satélite podría sacar ventaja, pues ni los mismos titanes serían capaces de derrotar a las huestes del señor de la oscuridad.

La vieja carretera que desde la avenida de las Pirámides se dirigía hacia Saqqara se hallaba tomada por los demonios de la noche. Aviesos y sutilmente enmascarados en la más absoluta penumbra, tendían los invisibles velos del miedo sobre todo aquel que se aventuraba en aquella hora por tan apartados pasajes.

Reunidos en los cruces o detrás de cada curva, hacían acto de presencia, caprichosamente, en forma de un automóvil que circulaba sin luces, o de un pobre asno que, arrastrando una carreta, se encontraba parado en el centro de la calzada.

Un camino festoneado de sucios canales y palmerales, miserables pueblos sin calles y las arenas de las viejas necrópolis, inmortales en el tiempo.

De vez en cuando alguna decrépita bombilla, colgando del techo de uno de los cochambrosos bares que se asomaban a la carretera, anunciaba la existencia de vida más allá del general abandono. Gentes sentadas en sillas de plástico, alrededor de una mesa, que se esforzaban en adivinarse el rostro acaparando la paupérrima iluminación que el lugar les regalaba, en tanto charlaban animadamente ajenos a su propia penuria.

Los demonios apenas reparaban en ellos, pues ya se sentían satisfechos con su infortunio, así como con la imposibilidad de que, algún día, pudieran mejorar. Su desgracia les pertenecía, y eso parecía ser suficiente. Preferían acechar a los incautos que se aventuraban por donde nunca serían bienvenidos; sus almas eran motivo de deseo y su desdicha, un fin en sí mismo para ellos.

Sin pretenderlo, Henry pensaba en todo eso mientras circulaba por la carretera.

—Cuídese de los súcubos —le había advertido el viejo Abdul aquella misma mañana—. Cuentan que, en ocasiones, recorren Saqqara sedientos de venganza por el desprecio que los hombres de esta tierra hemos demostrado hacia la herencia dejada por una civilización de gigantes. Desde sus necrópolis, las almas perdidas vagan en busca de imprudentes en los que descargar su ira. Sus tumbas mancilladas por nuestra mano yacen sumidas en el desconsuelo, en el abismo donde nuestra inconsciencia les ha llevado. Es allí donde se convocan a los hijos de la noche que, hartos de nuestros expolios e impiedad, nos señalan con su dedo acusador maldiciéndonos para toda la eternidad a la vez que siembran los pueblos cercanos de miseria humana. Si esta noche va allí, ellos procurarán su desgracia.

El inglés le había respondido con uno de sus habituales gestos de ironía, no dando demasiada importancia a las palabras de su amigo. Su mentalidad pragmática sólo estaba preocupada en la cita que iba a mantener con aquel al que llamaban Ali «el Cojo».

—Su señoría deberá esperar a la entrada del pueblo, junto a un enorme estanque al lado de la carretera. Allí aparcará el coche y aguardará hasta que él vaya a buscarle —le había dicho Abdul.

—¿A qué hora nos veremos? —había inquirido Henry.

—Je, je. Me temo que su señoría no tenga demasiada experiencia en estos asuntos. Seguramente pasarán horas antes de que Ali se decida a negociar con su excelencia. Como le advertí, esto es muy peligroso. El mismo Ali desconfiará. La policía puede seguir sus pasos y, si le cogen con el papiro, pasará el resto de su vida en la cárcel. No es ninguna broma, amigo mío, incluso la vida de milord puede correr peligro; si ese hombre se ve amenazado, no dudará en matarle.

—Bueno —había respondido lord Bronsbury con cierta afectación—. Creo que poseo el antídoto perfecto contra la desconfianza.

—Je, je —había vuelto a reír el anciano meneando su cabeza.

—Si algo me ocurriera esta noche, ¿te ocuparás de ayudar a la señora a regresar a su país?

—Prometo a su señoría que así lo haré. Por cierto, el encargo que me hizo estará listo mañana.

—¡Oh! Espléndido. Entonces mañana volveré a verte.

Una vieja camioneta a la que le faltaba uno de los faros delanteros pasó tan cerca de su auto que Henry regresó de sus pensamientos antes de lo previsto. Todavía sorprendido, oyó cómo O’Leary, el hombre que conducía el coche, soltaba una blasfemia digna del peor de los condenados.

—Perdóneme, milord —dijo casi al instante arrepentido—, pero esta parece la carretera que lleva hasta Stillorgan un viernes por la noche, no sé si su señoría me entiende.

—¿Stillorgan? —quiso saber Henry.

—Es el nombre de un pub de un barrio de Dublín donde yo viví hace años. Si me lo permite milord, le diré que aquel no era un lugar de mala reputación, aunque durante los fines de semana no podía encontrarse un alma sobria en tres millas a la redonda.

—¡Oh! Interesante lugar —apuntó Barry, que iba sentado junto a su inseparable amigo en la parte de atrás.

Henry volvió a fijar su atención en el difuso paisaje que se dibujaba más allá de las ventanillas, tratando de adivinarlo a través de la oscuridad. A aquella hora parecía un lugar desolado, como olvidado a su suerte por el Gran Cairo, situado apenas a unos cuantos kilómetros de distancia. En cierta forma, Abdul tenía razón cuando le había asegurado que los demonios acudirían aquella noche por allí. El canal de Maryutia, justo a la izquierda de la carretera, se presentía como un buen cubil para las huestes de Anubis, un lento fluir de aguas engangrenadas que discurrían en algunos puntos junto a chabolas de adobe; miseria en estado puro.

Él conocía bien aquel camino por haberlo recorrido varias veces con ocasión de sus visitas al área arqueológica de Saqqara, una zona que siempre le había subyugado. Sin embargo, nunca había viajado de noche por allí; y a fe suya que el paisaje resultaba bien diferente.

Sonrió un instante para sí. El viejo mercader sabía bien de lo que hablaba al advertirle sobre el peligro que corría al encaminarse a esas horas por semejantes parajes. Él, por su parte, no había tomado sus consejos a la ligera y había decidido ser precavido. Su amigo James se había encargado de proporcionarle la mejor compañía que se pudiera desear, ya que tanto O’Leary, el conductor, como Jennings, su otro acompañante, resultaban de su total confianza.

El tal Jennings había supuesto toda una bendición caída del cielo, pues se trataba de un fornido exmarinero de Portsmouth, famoso por su mal carácter, pendencia y malos modales, cuyo sólo rostro, que parecía haber sido esculpido en la más dura roca, era capaz de asustar a cualquiera. Cuando Henry le había dado la mano para saludarlo, pensó con horror que esta acabaría siendo triturada por una prensa hidráulica, aunque a la postre pudiera conservarla.

El aristócrata no había tenido más remedio que admitir a Barry en el grupo, pues era la única persona capaz de asesorarle con ciertas garantías con respecto a la autenticidad de la pieza que tenía intención de adquirir. Barry se había mostrado muy excitado ante aquella aventura y no dejaba de asegurar que el papiro del interior de la caja de ébano podría arrojar una luz definitiva sobre el asunto. «Créeme, Henry, eso es posible», repetía una y otra vez entusiasmado como un chiquillo.

Juntos habían abandonado El Cairo lo más discretamente posible, en el coche de O’Leary, con la esperanza de pasar inadvertidos. Henry estaba convencido de la posibilidad de que la policía les siguiera y por ello habían salido del garaje del apartamento del conductor, ocultos bajo una manta en los asientos traseros. Además, O’Leary había utilizado todo tipo de argucias para asegurarse de que nadie los perseguía.

El automóvil aminoró su marcha y Henry salió de sus entelequias para volver a tomar conciencia de todo cuanto le rodeaba; oscuridad, silencio y unos decrépitos edificios que parecían intuirse en el abismo.

—Ya hemos llegado, milord. Este es el pueblo al que llaman Shabramant —dijo O’Leary deteniendo el coche junto al pequeño muro de un estanque—. Según tengo entendido, aquí viven más ladrones que en el resto del país; aseguran que ni la policía se atreve a venir a este lugar; aunque supongo que serán exageraciones.

Jennings, sentado junto al conductor, hizo un leve movimiento y sacó un revólver de debajo de su chaqueta. Durante unos instantes lo examinó con atención y, acto seguido, volvió a guardarlo dando un suspiro.

Barry, que no le quitaba ojo, tragó saliva al ver el arma y luego miró hacia su amigo, expectante.

—Me temo que no nos queda más que aguzar la vista y esperar —dijo este por toda contestación arrellanándose mejor en su asiento.

Y a fe que esperaron.

Pasaron los minutos y todo continuó como si en realidad se encontraran en un paraje desierto. De vez en cuando un automóvil circulaba por la cercana carretera recordándoles la proximidad de la civilización; otras, eran los ladridos de algún perro vagabundo los que les hacían tomar conciencia del lugar en el que se encontraban, una aldea sumida en el desamparo.

Sin embargo, Henry sabía que así eran las cosas. En Egipto todo llevaba su tiempo, incluso los negocios poco recomendables necesitaban de sus formalidades. Era preciso aguardar como parte inherente a cualquier negociación.

Llevaban más de una hora en el coche cuando la luna se desperezó por encima de los palmerales que cubrían los campos al otro lado de la carretera. Aún en su cuarto menguante, su luz se desparramó con timidez por la tierra de Egipto, dando vida a las formas que antes tan sólo eran sombras. Entonces, los ocupantes del vehículo tuvieron plena conciencia de dónde se encontraban. Vieron claramente el estanque junto al que habían aparcado y las calles sin asfaltar que lo rodeaban en las que se amontonaba la arena y la basura. Casi de inmediato, observaron como dos pequeñas figuras salían de un callejón y se aproximaban hacia ellos; eran dos niños.

Uno de ellos, el que parecía mayor, se acercó al coche haciendo claros signos para que le acompañaran. Con la cara casi pegada a uno de los cristales miró al interior del automóvil e invitó a salir a sus ocupantes, como si el tiempo apremiara.

El chiquillo no debía de tener más de doce años, pero su cara era la viva imagen de la suprema pillería.

Henry hizo un gesto a sus amigos, saliendo acto seguido del coche, donde sólo quedó O’Leary.

La pequeña comitiva se encaminó entonces hacia una de las callejuelas que partían desde la vía principal y en la que se había instalado la inmundicia. Jennings, con una mano bajo la chaqueta, caminaba por delante de sus dos compatriotas sin perder detalle de cuanto ocurría a su alrededor. Su imponente figura se recortaba sobre los claroscuros como si perteneciera a un personaje de ficción similar a los que protagonizaban las historias de los clásicos del cómic.

Barry pensó en eso, y también en que su idea de la civilización desaparecía como por ensalmo entre el polvo y las condiciones infrahumanas en las que se imaginó que debían de vivir los habitantes de aquel pueblo.

El pequeño grupo entró en el portal de un edifico que parecía estar sin terminar. Paredes de ladrillo sin enlucir, ventanas sin cristales y una escalera sin pasamanos por la que fueron invitados a subir. Esta acababa en un rellano donde la oscuridad terminaba al amor de otra mortecina bombilla colgada del inefable cable.

En el descansillo había una puerta, y junto a ella un hombre vestido con una galabiyya que, al verles, les dedicó una sonrisa tan espeluznante que a Barry le recordó a la de las hienas.

Casi de inmediato, el desconocido entró en el piso apremiando a sus visitantes a que lo siguieran. Estos consintieron con no poca cautela y, tras atravesar un corto pasillo, accedieron a una habitación cubierta de almohadones donde había un individuo preparando té. Al verlos se levantó para saludarles mostrando una indisimulada cojera. Era Ali Ismail.

Su aspecto no resultaba mucho mejor que el de su amigo, pues era siniestro y ni su mirada torva ni su boca algo desdentada le ayudaban mucho en ese particular. Con inequívocos ademanes, Ali los animó a sentarse al tiempo que el otro tipo vino a situarse a su lado, iniciando al poco la conversación.

—Ali Ismail se siente honrado de tenerles en su casa. Considérense sus huéspedes —dijo ceremonioso en un inglés mediocre.

—Estamos encantados —señaló Henry mostrando una de sus características sonrisas—. En el coche ya empezábamos a quedarnos fríos.

El acompañante vino a traducir aquellas palabras a Ali, que, al punto, soltó una carcajada a la vez que lanzaba lo que al aristócrata le pareció un juramento de la peor especie.

—A mi primo Ali le gusta su sentido del humor, aunque, lamentablemente, no hable su idioma. Mi nombre es Mohamed y trataré de traducir sus palabras. ¿Quieren un poco de té?

Henry asintió mientras cruzaba una fugaz mirada con Ali, que sin duda le estaba examinando de arriba abajo.

Tras recibir la primera taza, Henry se la ofreció a Barry, que le miraba con los ojos muy abiertos, como temeroso de que le fueran a envenenar.

—Estas personas nos ofrecen su cortesía —indicó lord Bronsbury a la vez que tomaba su taza—. Agradecemos su amabilidad.

—Gracias, gracias —se apresuró a responder Mohamed, bebiendo seguidamente su té.

Durante unos minutos, Henry y su improvisado traductor hablaron de cosas sin importancia, luego el egipcio se interesó por su punto de vista acerca del estado de su país y su futuro. Ali le pedía que tradujera las palabras del extranjero y asentía en silencio. Después, la conversación se encaminó hacia otros derroteros hasta que acabaron por hablar de la difícil situación económica de la mayor parte de la población egipcia.

—La clase media se empobrece —apuntaba Mohamed haciendo gestos ostentosos—, y la baja está ya en la miseria. Nosotros somos buenos creyentes —dijo señalando a su primo—, pero la necesidad acaba por quebrantar la fe.

Henry asentía en silencio con aire circunspecto. A aquellas alturas no albergaba ninguna duda sobre la catadura de aquellos individuos, verdaderos ladrones dispuestos a engañarle cuanto pudieran mientras le ofrecían su hospitalidad. Pensó que el cuadro que se dibujaba en aquella habitación no podía resultar más revelador: la triste bombilla de costumbre, las paredes cargadas de abandono, la ventana en la que unos cartones hacían las veces de cortinas, y los sucios cojines sobre los que se sentaban alrededor de la mesita de latón con tacitas para el té. El inglés no creía nada de cuanto le decían sus anfitriones, y mucho menos de lo que veía. El tal Ali debía de haber sacado un buen beneficio por el escarabeo, aunque lo vendiera en el mercado negro, sin duda lo suficiente como para adquirir unos visillos decentes.

—Hemos sabido que quería hacer negocios con mi primo —dijo de repente Mohamed, que tras más de media hora de conversación había decidido que era el momento oportuno para empezar a hablar del asunto—. Y él está extrañado, porque es pobre y no tiene nada que ofrecer.

Henry asintió, a la vez que bebía su enésima taza de té.

—Es una pena, podría haber ganado un buen dinero.

Mohamed se encogió de hombros.

—No sé quién pudo haberle hablado de Ali. Él es un albañil que trabaja en lo que puede. Como ve, no tiene nada.

Lord Bronsbury hizo un ademán con sus manos mientras miraba de soslayo a Jennings, que, impasible, permanecía recostado contra la pared.

—La gente a veces se equivoca, aunque me aseguraron que podía ofrecerme algo en lo que estoy interesado.

—No entiendo qué pueda interesarle de aquí —se apresuró a decir Mohamed señalando a su alrededor—, aunque siento curiosidad por saber quién ha sido capaz de engañarle.

—Me temo que en eso no puedo ayudarle. Nunca hablo de la identidad de las personas con las que hago negocios.

—Créame que nos encontramos sorprendidos. ¿Podríamos saber, al menos, cuál es el motivo de su interés?

—Una pieza muy antigua.

Mohamed tradujo las últimas palabras y de inmediato Ali se echó las manos a la cabeza lanzando otro juramento.

—Perdónele —señaló Mohamed—, pero mi primo se ha asustado un poco. Como seguramente sabrá, vender antigüedades es un delito muy perseguido.

—Así es —convino Henry volviendo a sonreír—, digamos que soy un hombre al que le gustan las emociones.

Barry tragó saliva al escuchar aquello e, instintivamente, se llevó la taza de té a los labios. Por un momento pensó que aquellos hombres sacarían una faca y allí mismo los degollarían.

—Corre usted un gran peligro. La policía tiene ojos en cada esquina.

—Espero que aquí no —subrayó el inglés enfatizando sus palabras.

Mohamed se volvió hacia su primo y ambos parecieron enzarzarse en una discusión.

—Me pregunta Ali si puede darle más datos sobre lo que busca. El conoce a mucha gente y quizá pueda ayudarle.

—Se trata de una caja de ébano con una figura de marfil en forma de ibis en cuyo interior hay un papiro.

Al escuchar la traducción, Ali volvió a ponerse las manos sobre la cabeza a la vez que juraba y juraba.

Los tres ingleses se miraron en silencio.

—Perdónele —dijo Mohamed con los ojos muy abiertos—, pero está muy excitado… No puede creer lo que ha oído.

Henry enarcó una de sus cejas burlón.

—Es imposible que alguien pueda saberlo… Es imposible que alguien lo pueda conocer —continuó el egipcio.

—De ébano y marfil —aseguró lord Bronsbury—; y quiero comprarlo —subrayó volviendo a dar otro sorbo de su taza.

Mohamed pestañeó repetidamente en tanto su primo parecía sumido en la más encendida de las peroratas.

—¿Qué le ocurre? —inquirió Barry, que no podía permanecer por más tiempo callado.

—¡No se lo van a creer! —exclamó Mohamed haciendo aspavientos—. Al parecer mi primo tiene esa obra. Es una herencia que le dejó su padre, que a su vez era de su tatarabuelo. ¡Imagínense!

—Nos lo imaginamos —apostilló lord Bronsbury con gesto de hacerse cargo.

—¿Y dice usted que quiere adquirirla?

Henry asintió.

—Parece obra de genios, como si se le hubieran aparecido en sueños para hablarle del asunto. Mi primo está convencido de ello.

—Dígale a su primo que lo soñé en mi casa de Londres un sábado por la noche.

Al oír aquello, Ali volvió a despotricar y Henry supuso que estaría insultándolo, mas permaneció tan impasible como de costumbre.

—Ahora sólo queda ponernos de acuerdo en el precio —continuó el lord, flemático—, aunque me encantaría ver la obra primero.

De nuevo los repetidos pestañeos y las discusiones llenaron la pequeña habitación; Jennings, por su parte, miró al aristócrata con el gesto inconfundible de quien está empezando a cansarse, mas Henry pareció no hacerle caso.

—¿Y bien? ¿Puedo verla?

—Verá, señor. Mi primo siente un gran cariño por esa caja. Como ustedes dirían, tiene un valor sentimental inestimable para él. Perteneció nada menos que a su tatarabuelo; nunca podría venderla.

—Bueno, tampoco conviene exagerar, ¿no le parece? Las cosas vienen y van y, además, con lo que saque por ella podrá comprarse una casa nueva.

Aquellas palabras parecieron excitar aún más a Ali, hasta el punto de que sus ojos se encendieron repentinamente, codiciosos.

—Me pregunta que cuánto estaría dispuesto a ofrecer por ella —dijo Mohamed después de la habitual discusión.

—Eso depende. Primero tengo que ver la pieza —señaló Henry con rotundidad, sabedor de la comprometedora situación en la que se vería si ofrecía dinero por algo que ni tan siquiera tenía a la vista.

Ante esto, Ali dio muestras de enfadarse mucho, hasta el punto de que Jennings se incorporó acariciándose la chaqueta.

Henry hizo un gesto casi imperceptible.

—Dice que lo que usted quiere es un insulto. Recuerde que ha pertenecido a su familia desde hace siglos.

—En tal caso, me temo que debamos marcharnos —señaló Henry haciendo ademán de levantarse.

—No, no, no. No se vayan, por favor —se apresuró a decir Mohamed—. Permítanme un instante a ver si puedo convencerlo; la verdad es que me resulta usted muy simpático.

—Ya me había dado cuenta —replicó el inglés con su habitual sarcasmo.

Tras un nuevo intercambio de opiniones, Mohamed volvió a la conversación.

—Como muestra de deferencia hacia ustedes, mi primo está dispuesto a mostrarles su querida reliquia; aunque a cambio confía en su generosidad. Yo le he convencido para que acepte negociar, pero les advierto que es muy testarudo.

—Muy agradecido —dijo Henry.

Al momento, Mohamed se dirigió hacia uno de los chiquillos que, expectantes, aguardaban junto a la puerta.

—Es mi sobrino, ¿sabe? Un chico muy listo —aseguró Mohamed.

No habían pasado dos minutos cuando el niño apareció de nuevo portando una pequeña bolsa entre las manos. Con estudiada teatralidad, Mohamed abrió la bolsita y puso su contenido sobre la mesa.

Henry tuvo que hacer un esfuerzo para disimular la excitación que le embargó al ver aquella maravilla. Reprimiendo a duras penas sus deseos por tocarla, miró hacia sus anfitriones solicitando su permiso para examinarla. Ali hizo un gesto que podía significar cualquier cosa.

—Por favor —dijo Mohamed invitándolo a cogerla.

Henry tomó la caja entre sus manos con delicadeza y la acercó a la mortecina luz de la bombilla. Tras unos instantes extrajo una pequeña linterna de su zurrón y pareció estudiar detenidamente la pieza. Mientras lo hacía, el aristócrata era capaz de sentir la habitual agitación que solía experimentar al contemplar una obra maestra. A través del contacto de sus dedos, captaba el alma que el artista había insuflado a su creación. Esta era simplemente perfecta, con un acabado que llenaría de asombro al mejor de los orfebres de cualquier época. La taracea de marfil incrustada en la tapa de la caja era, a su vez, sencillamente extraordinaria. En ella había quedado plasmada toda la sensibilidad que atesoraban las manos del artesano que la concibió; representaba la figura de un ibis, y el conjunto poseía tal armonía que daba la sensación de que el ave surgía desde el interior del oscuro ébano que la rodeaba cual si lo hiciera del sagrado Nilo. Hasta el tamaño era el adecuado, apenas treinta centímetros, lo que le daba una apariencia que resaltaba su elegancia.

Haciendo acopio de toda la disciplina en la que fue educado, Henry luchó tenazmente contra el impulso que le empujaba a salir de allí con aquella joya entre sus manos al precio que fuera. Con una pequeña lupa, se detuvo a inspeccionar con más cuidado la obra, en busca de los pequeños defectos que pudiera poseer; mas no encontró imperfecciones, y cuando levantó su vista de nuevo hacia aquellos egipcios que le observaban con ojos de rapaces, una íntima emoción le impidió articular palabra.

—Ejem…

Instintivamente, todos dirigieron su atención hacia Barry, que parecía intentar aclararse la voz.

—¿Tendrían inconveniente en que mi amigo lo viera? —inquirió Henry casi de inmediato.

—No. Usted también puede examinarlo si lo desea —dijo Mohamed, sonriendo a Barry desagradablemente.

—Gracias —contestó el profesor en tanto se ajustaba sus lentes.

Durante unos minutos, Barry se deleitó ante la visión de aquel pequeño pedazo del antiguo Egipto que él tanto amaba. Apenas un remedo insignificante de una época gloriosa que, no obstante, le hizo cerrar sus ojos durante unos instantes para seguidamente tender un puente hacia aquel pasado por el que sentía verdadera pasión.

Luego, tras acariciar casi con reverencia la caja, se la devolvió a Henry absteniéndose de decir cuanto pensaba.

—Ahora comprenderá el cariño que mi primo siente por este recuerdo familiar —explicó Mohamed exagerando sus gestos.

Henry señaló con el dedo el pequeño cierre de la caja, haciendo caso omiso al último comentario.

—¿Puedo abrirlo?

—Hágalo, por favor. Se sorprenderá del acabado que tiene la obra.

El inglés levantó la tapa suavemente y miró en el interior. Al punto vio un pequeño rollo de papiro en el que se adivinaba una gran profusión de inscripciones que parecían escritas en caracteres jeroglíficos.

Henry lo extrajo de la caja y lo desenrolló con cuidado; cuando lo extendió, se quedó estupefacto.

El aristócrata miró un instante a sus dos anfitriones y acto seguido le entregó el papiro a Barry. Este no tardó en soltar un resoplido.

Mohamed miró a ambos amigos con cara de no comprender lo que pasaba.

—¿Ocurre algo? —preguntó por fin.

—Nada que no pueda ser tomado como una broma —contestó Henry con su semblante más serio.

—Una broma del peor gusto, diría yo —intervino Barry en tono jocoso.

—No entiendo —aseguró el egipcio volviendo a mostrar su desagradable sonrisa.

—Yo diría que sí —repuso Henry sin alterarse—. Este papiro no es más que una copia barata de las muchas que pueden encontrarse en los peores bazares de El Cairo.

Mohamed abrió sus ojos desmesuradamente, tal y como si estuvieran hablándole de algún prodigio.

—Es de lo peor que he visto —recalcó Barry—. El autor ni tan siquiera se ha preocupado de transcribir correctamente el texto. Los jeroglíficos de este manuscrito no tienen ningún significado; lamentable, sin duda.

Mohamed reclamó el papiro con cara de no comprender lo que estaba pasando. Cuando lo tuvo entre sus manos, el rostro se le iluminó como por arte de magia.

—¡Ahora lo entiendo! —exclamó, golpeándose la frente con la palma de la mano.

Acto seguido intercambió unas palabras con Ali y volvió a sonreír como sólo él era capaz de hacerlo.

—Se trata de un regalo que uno de los hijos de mi primo le hizo hace años. Lo compró en un mercado y Ali, como recuerdo, decidió guardarlo en el interior de la sagrada reliquia de sus antepasados, algo muy natural.

—A mí nunca se me habría ocurrido depositar semejante ramplonería en el interior de un joyero —puntualizó Barry en tono chistoso—. Así es —continuó al ver la expresión de Mohamed—. La reliquia de su primo es un joyero, y en mi opinión digno de un príncipe.

Henry miró a su amigo sorprendido y este se arrepintió de inmediato de haber pronunciado aquellas palabras.

—Bueno —dijo Mohamed más pausado—, poco importa ese detalle. El caso es que, como habrán podido comprobar, se trata de una obra excepcional; una caja única por su belleza.

Al aristócrata se le revolvió el estómago al escuchar a aquel hombre hablar en semejantes términos, mas como de costumbre lo disimuló.

—Me temo que se equivoca —replicó al punto, con su tono más glacial—. El motivo de mi interés incluye tanto el joyero como el papiro original que debería contener.

—¡Pero se trata de una pieza magnífica! ¡Una obra diseñada para los antiguos faraones! —exclamó el egipcio escandalizado.

—Para mí no tiene ningún valor si no va acompañado por el papiro —manifestó el lord, impertérrito.

—Pero… —Mohamed gesticulaba con teatralidad no dando crédito a lo que oía—. En ningún otro lugar podrá encontrar una joya semejante —concluyó, volviendo a abrir sus ojos desmesuradamente.

—Creo haber sido suficientemente claro. Sin el papiro, la caja no me interesa —señaló Henry haciendo un ademán por levantarse.

—Al menos haga una oferta para la obra, señor.

—Siento haberles hecho perder su tiempo, caballeros —indicó el inglés poniéndose de pie, molesto al ver cómo habían intentado engañarlo de forma tan burda.

Al comprobar que sus invitados tenían intención de marcharse, Ali comenzó otra vez a despotricar de mala manera.

Sin embargo, haciendo caso omiso, los tres amigos abandonaron la habitación. Ante el revuelo que se originó entonces, Jennings volvió a meter su mano bajo la chaqueta.

—No creo que sea necesario —subrayó lord Bronsbury sin perder la calma—. Todo este numerito forma parte del regateo.

Cuando se disponían a bajar por la escalera, Mohamed apareció lanzando exclamaciones.

—¡Por favor, por favor! Todo puede arreglarse. No hay problema, amigo.

Henry apenas lo miró mientras ponía su pie en el primer escalón.

—¡Vuelvan, amigos! —exclamaba Mohamed desaforadamente—. ¡Mi primo cree recordar dónde se encuentra el papiro que buscan! Por favor.

Los tres ingleses se sentaron otra vez sobre los viejos almohadones y comenzaron una nueva conversación como si nada hubiera pasado; más té y los consabidos circunloquios como preámbulo obligado para continuar la negociación donde la habían dejado. Esta vez fue Henry quien tomó la palabra.

—Dígale a su primo que, a no ser que nos muestre el papiro que queremos, no tomaremos el té y nos iremos para siempre.

Después de los habituales juramentos, Mohamed tradujo las palabras de su malhumorado pariente.

—Debe de ser cosa de magos, pero Alá parece haberle iluminado y cree que puede ser capaz de recordar el lugar donde se halla el dichoso manuscrito.

—Alá es sabio, sin duda —asintió Henry.

—Bendito sea su nombre —contestó Mohamed—. No obstante, mi primo quiere que sepan que el papiro no iría incluido en el precio de la caja de ébano.

—Lo entendemos perfectamente —señaló el inglés.

El egipcio asintió en tanto hablaba con su primo, que ahora parecía complacido. Como ocurriera con anterioridad, Mohamed se dirigió a uno de los niños que aguardaban junto a la puerta, el cual desapareció al instante.

—Espero que esta vez el papiro sea auténtico —dijo Henry, mirando fijamente a sus anfitriones—, si no fuera así, no habrá trato.

—¡Seguro que en esta ocasión quedará satisfecho, amigo! Con Mohamed nunca hay problema.

Apenas había pronunciado aquellas palabras cuando el chiquillo se presentó jadeante portando un rollo en una de sus manos.

—¡Vaya, afortunadamente, su primo pudo recuperar la memoria!

—Claro.

Mohamed desenrolló el papiro y con gesto de satisfacción se lo entregó al inglés.

—Tengo la esperanza de que este sea el manuscrito al que usted se refería.

Henry lo cogió con cuidado estudiándolo durante unos minutos. A su alrededor, las miradas expectantes de los allí presentes se hicieron un hueco en el extraño silencio que envolvió la sala, como si esta también sintiera curiosidad.

El papiro contenía un breve texto escrito en hierático que Henry era incapaz de comprender, sin embargo, tuvo el presentimiento de que aquel documento era auténtico. Tras enrollarlo de nuevo, se lo dio a Barry.

A aquellas alturas de la negociación, Mohamed sabía perfectamente que el inglés pelirrojo con aspecto de sabio debía de ser eso, un sabio; sin duda algún especialista en la antigua cultura de su país. Clavó su mirada en él y lo observó detenidamente tratando de captar cualquier gesto que pudiera delatar lo que pensaba.

Pero Barry se mantuvo frío, dominando el pulso, que se le aceleraba por momentos ante lo que estaba leyendo. El simple tacto de aquel papel milenario originaba en su interior emociones difíciles de explicar. Una mezcla entre su naturaleza soñadora y la ambición por aumentar aún más los profundos conocimientos que ya poseía. Notó como sus manos comenzaron a temblar e inmediatamente abandonó su lectura para devolver aquel precioso legado a su amigo.

Este le miró arqueando una de sus cejas.

—Yo diría que parece auténtico —le dijo forzando un tono de indiferencia que no sentía.

—¡Seguro, seguro! —saltó Mohamed cual si recitara una alabanza—. Le aseguro que esto es un milagro. La mano del Todopoderoso se encuentra detrás de este portento. Él hizo que mi primo pudiera recordar el lugar donde se hallaba el antiguo papiro.

—No hay nada como presenciar un prodigio antes de hablar de dinero —dijo Henry, cortando el alegato místico hacia el que Mohamed había decidido encaminarse.

El aristócrata vio al momento como el egipcio se pasaba la lengua por los labios en tanto susurraba algunas frases al que decía ser su pariente. Sin duda, ambos se relamían ante el beneficio que esperaban obtener de todo aquello.

—Mi primo quiere saber cuánto estaría dispuesto a ofrecer por las obras —precisó Mohamed con fingida consternación.

—Dígale que yo vengo a comprar, no a vender. El debe poner el precio.

—Se equivoca —apuntó el egipcio ladinamente—, Ali no tiene nada a la venta, es usted el que se ha interesado por unas obras que pertenecen a su familia desde la más remota antigüedad; si las desea, debe hacer una oferta.

—Mire, podríamos estar discutiendo sobre esto toda la noche —señaló Henry, que conocía bien el paño—. Pero, lamentablemente, no dispongo de todo ese tiempo; en realidad ninguno de nosotros lo tiene, incluido su primo.

Mohamed se acarició la barbilla, volviendo a murmurar en árabe por enésima vez. Ali le respondió con un ademán displicente.

—Dice que le hará un buen precio; un precio de amigo. Está dispuesto a aceptar cien mil dólares por las dos obras.

Barry soltó un bufido, pero Henry apenas se inmutó. Conocía muy bien el arte del regateo, disciplina en la que los egipcios eran unos verdaderos maestros. Sin embargo, también conocía el valor de las cosas, y sabía el precio que unas piezas como aquellas podían alcanzar en cualquier subasta de arte. Estaba al tanto de los abusos que solían producirse al adquirir obras robadas o de dudosa procedencia por parte de algunos agentes sin escrúpulos. Amparándose en este detalle, acostumbraban a pagar poco por ellas para así sacar posteriormente buenos beneficios.

—Supongo que su primo debe de encontrarse aún bajo los efectos del prodigio que se ha obrado en él tan sólo hace unos minutos —replicó Henry.

Mohamed hizo como que no entendía.

—Mi generosidad puede llegar a ser sorprendente, créame —continuó el inglés—. Pero ustedes se equivocan conmigo por segunda vez esta noche al considerarme un estúpido.

El egipcio lo miró boquiabierto, mostrando algunos dientes invadidos por el sarro.

—Haré una oferta a su primo que no hubiera podido imaginar ni en sus mejores sueños —ahora Mohamed volvió a parecer expectante—. Digamos que treinta mil dólares sería el precio adecuado por las dos obras.

Al enterarse de la oferta, Ali volvió a escenificar otra vez sus sobrados conocimientos sobre juramentos, insultos y quién sabe si también blasfemias, aunque fueran expresadas en árabe.

—¡Esa cantidad es un insulto! —clamaba Mohamed muy enfadado.

—Veo que se sienten insultados con mucha facilidad —replicó el inglés tranquilamente—. Sin embargo, esa es mi oferta y no tengo nada más que decir.

De nuevo se escucharon las voces, los exabruptos y algún que otro gruñido mientras Ali dirigía miradas cargadas de despecho hacia el aristócrata.

—Debe comprender que es una reliquia familiar —decía Mohamed una y otra vez consternado—. Al menos ofrezca noventa mil dólares. Esa cantidad también sería razonable.

—Ya me lo supongo —apuntó Henry, esbozando una sonrisa—, pero treinta mil dólares es el precio justo.

—No, no, no —señaló el egipcio—; debe usted subir más. Si no, no podremos hacer negocios.

—Yo creo que sí —replicó lord Bronsbury extrayendo un fajo de billetes de uno de sus bolsillos para mostrarlos bajo la paupérrima luz de la triste bombilla.

Ante la mirada atónita de los dos egipcios, Henry contó el dinero y lo depositó a su lado, en un montoncito.

—Treinta mil dólares —dijo sonriente, mientras se guardaba el resto.

Mohamed y su primo tragaron saliva; que ellos recordaran, no habían visto en su vida tanto dinero junto. Aquello era una fortuna al alcance de su mano, ningún anticuario en El Cairo ofrecería jamás semejante suma por una caja de madera y un viejo manuscrito al que no encontraban mayor utilidad que la de hacer un fuego. Sin embargo, sus almas de mercaderes les decían que aquella cantidad, que ya tenían asegurada, podía verse incrementada, pues no debían olvidar que ellos mismos no dejaban de ser unos hijos del desierto.

—Usted quiere burlarse de nosotros —se quejó Mohamed mostrando su semblante más apesadumbrado—. Somos muy pobres, pero tenemos nuestra dignidad. Usted pretende llevarse una parte del pasado de mi primo ofreciéndole una cantidad ridícula; me encuentro desolado.

Henry tuvo que admitir que el tal Mohamed era un actor de primera. No tenía ninguna duda de que aquel hombre podría ganarse la vida con solvencia en cualquier teatro de la City. Exhibía tal dominio sobre su mímica que estuvo tentado de hacerle una proposición y presentarle algún empresario teatral amigo suyo a fin de que lo empleara.

—Lamentablemente, es cuanto puedo ofrecerles —dijo el inglés con fingida resignación.

Durante unos instantes el silencio se hizo dueño de la sala mientras los contertulios se escrutaban cual si fueran depredadores.

—Como les dije con anterioridad, el tiempo se agota —indicó Henry dando un suspiro.

—Usted debe mejorar su propuesta. De otro modo, no podremos cerrar ningún trato —señaló Mohamed.

—Será mejor que lo piensen bien. Si me levanto y pongo un pie en el primer peldaño de su escalera, nunca regresaré para negociar.

Mohamed se revolvió incómodo entre los almohadones.

—¡Eso no es justo! —se lamentó el egipcio—, usted tiene dinero para poder ser más generoso. Mohamed lo ha visto, todos lo hemos visto. Dispone de mucho más de treinta mil dólares.

—¿Se refiere a esto? —inquirió Henry volviendo a mostrar el fajo de billetes que se había guardado en el bolsillo.

—¡Claro! Para usted esa cantidad no supone nada, tal y como si para nosotros fueran unas pocas piastras. Debe hacerse cargo de la situación y apelar a su magnanimidad.

—Siento no poder satisfacer sus deseos, lo que ustedes pretenden es imposible —sentenció el inglés negando con su cabeza.

—Pero… dispone de más dinero en sus bolsillos y…

—Soy un hombre de gustos caros —cortó Henry—. Además, quién sabe si haré alguna adquisición más a la competencia.

Los ojos de los egipcios brillaban como ascuas.

—En cualquier caso, harían bien en desembarazarse de estas obras mientras puedan.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Mohamed receloso.

—¡Qué les voy a contar! —exclamó el inglés con fingida afectación—. En El Cairo hay ojos detrás de cada esquina y, como seguramente ya saben, las calles son aficionadas a llenarse de rumores y disparates; lo malo es que la policía pueda darles pábulo.

Mohamed abrió sus ojos como si le hubieran nombrado a todos los demonios del infierno.

—Siga mi consejo y despréndanse de estas piezas antes de que les comprometan.

Sus recomendaciones no fueron recibidas más que con supuestos insultos y amenazas, pues, como era bien sabido, lord Bronsbury no entendía bien el árabe.

—Les aseguro que la policía es el menor de sus problemas —señaló Henry tratando de tranquilizarles.

Mohamed clavó su mirada en el aristócrata interrogándolo.

—Tarde o temprano otras personas les visitarán, y estas no estarán dispuestas a ofrecerles más que desgracias. Ya casi no les queda tiempo.

A Barry se le puso la carne de gallina al escuchar la advertencia de su amigo; sin embargo, a aquellos egipcios no hizo sino enfurecerles más.

Henry miró su reloj y se incorporó recogiendo el dinero.

—Nuestra visita toca a su fin, señores. El té estaba delicioso.

Ante el estupor de sus anfitriones, los tres ingleses se encaminaron hacia la puerta con el paso decidido de quien se marcha para no volver. A sus espaldas, las imprecaciones subieron de tono hasta convertirse en una verdadera escandalera. Jennings se giró hacia aquellos hombres que se aproximaban con gestos amenazadores y les mostró la cartuchera que llevaba bajo su chaqueta. En ese instante Mohamed corrió hacia la escalera cambiando sus amenazas por súplicas.

—Por favor, amigo; por favor, amigo. Dejémoslo en cincuenta mil dólares. Con cuarenta mil dólares también nos sentiríamos satisfechos.

Henry hizo caso omiso a la propuesta del egipcio y bajó los peldaños con el ánimo de salir de aquel lugar cuanto antes.

—Cuarenta mil dólares —escuchó cuando llegaba al hueco que hacía las veces de puerta que daba a la calle—. Cuarenta mil dólares es un buen precio.

Ya en el sucio callejón, los tres amigos trataron de orientarse para regresar al coche. Los claroscuros producidos por la paupérrima luz de la luna creaban formas espectrales aquí y allá, justo donde nada había. Al doblar la esquina, el grupo salió a otra callejuela donde se amontonaban los desperdicios. Una forma surgió de repente entre la basura y Jennings sacó su arma dispuesto a disparar.

—¡No dispares! —le conminó Henry—, sólo es un perro. Está buscando comida.

Por fin salieron a la vía principal junto al estanque. Barry caminaba sin saber muy bien por dónde iba, impresionado por cuanto había visto. Llevaba un mal regusto en el estómago debido, sin duda, al hecho de no haber podido conseguir el papiro que tuvo entre sus manos. Asimismo experimentaba una incontrolable excitación, como no recordaba en mucho tiempo, pues la lectura del texto de aquel manuscrito lo había turbado sobremanera.

—Ahí está el automóvil —señaló Jennings, que no dejaba de vigilar a su alrededor.

Taciturno, Henry no despegaba sus labios.

Próximos al coche oyeron voces apagadas a sus espaldas y, al poco, uno de los chiquillos apareció como surgido de la misma noche, respirando con dificultad.

—Esperen, esperen —balbuceaba, fatigado por la carrera.

Los tres ingleses continuaron hasta llegar al vehículo, con el niño tirando de uno de los brazos de Barry.

—Esperen, esperen —era todo cuanto acertaba a decir.

Al ver aquella escena, O’Leary quitó el bloqueo de las puertas y arrancó el motor, imaginándose que podría haber problemas.

Justo cuando Barry intentaba desembarazarse del chiquillo, una figura surgió del camino, tan jadeante que daba pena verle respirar.

—No se vayan, por favor.

Henry observó cómo Mohamed se inclinaba, intentando acaparar más aire para sus pulmones.

—Está bien, está bien. Mi primo aceptará treinta mil dólares —dijo todavía resoplando.

—En ese caso concluiremos el negocio en el interior del automóvil —señaló lord Bronsbury en un tono que no dejaba lugar a ninguna réplica.

Mohamed comprendió que no podía discutir más con aquel hombre.

—Muéstreme la caja, por favor —dijo Henry ya en el interior del coche—. Ah, y le prevengo de que no intente engañarme.

Pero en esta ocasión el egipcio no lo engañó, y al abrir el hermoso joyero, el aristócrata pudo ver como en su interior descansaba el antiguo papiro escrito en hierático. Controlando su emoción, Henry le dio los treinta mil dólares.

—Cuéntelos, por favor —dijo imperativamente.

Tras dar su conformidad, Mohamed bajó del coche y se alejó dando un portazo.

—Tengan en cuenta mi advertencia, Mohamed. Váyanse de aquí lo antes posible.

El automóvil arrancó y Henry vio como el egipcio se volvía hacia ellos con el puño en alto, gritándoles encendidamente. Mas enseguida la oscuridad volvió a arroparles en su camino de regreso a El Cairo. Allí, en el asiento trasero del coche de O’Leary, lord Bronsbury había hecho el negocio más extraño de su vida. Los antiguos dioses de Egipto habían decidido bendecirle aquella noche con su favor, regalándole un joyero que sólo a ellos debió pertenecer; una obra sublime a la que le acompañaba un misterioso manuscrito.

—¿Qué es lo que dice? —preguntó a Barry sin poder aguantar más su curiosidad.

—Je, je —rió este quedamente—. Es un acertijo.