Julia observaba el mundo pasar. A través de la ventanilla del avión la tierra parecía moverse con la pereza propia que le es habitual cuando se la contempla desde cuarenta y siete mil pies. A semejante altitud las sensaciones se vuelven engañosas, hasta el punto de dar la impresión de que el enorme mapa postrado a nuestros pies es recorrido por una tortuga infatigable. Desde tan aventajada atalaya, los accidentes geográficos tienden a hacerse particularmente difusos; la Tierra se acerca a su forma natural, y hay incluso quien asegura que es capaz de observar su propia curvatura.
Exageraciones al margen, Julia tenía el total convencimiento de encontrarse alejada del mundo. Pocas personas podían tener la oportunidad de volar a tan elevadas altitudes y observar cómo las vaporosas estelas de los vuelos comerciales se rendían a sus pies, muy abajo, creando caminos ilusorios en una atmósfera que, finalmente, acabaría por devorarlos. A la izquierda del avión, el sol se aproximaba al horizonte en su eterno peregrinaje, ofreciendo un espectáculo difícil de imaginar. Su luz se transformaba en toda una sinfonía de colores capaces de abarcar la línea del lejano Oeste, tiñéndolo de grandiosidad. Desde su privilegiada posición, Julia fue capaz de percibirlo y de ver cómo toda una gama de azules y rojos se desgranaban caprichosamente para acabar uniéndose en la más asombrosa de las creaciones; un ocaso digno de los antiguos dioses a quienes tanto amaba su padre.
Entonces se vio embargada por emociones difíciles de explicar; sintió su propia insignificancia, y lo lejanas que parecían encontrarse las leyes de los hombres. Al fin y al cabo, la Tierra no era más que un lugar diminuto en medio del universo infinito, y por un momento Julia creyó poder hallarse libre de las mil y una ataduras con las que, de ordinario, solemos aferramos en nuestra andadura por la vida. Viendo aquel atardecer, comprendió que el cosmos poseía sus propias reglas, en las que no cabía la mezquindad. Sin duda, ningún artista hubiera podido jamás recrear las pinceladas que cubrían aquel cielo crepuscular.
Una mirada al interior de la aeronave le devolvió a la realidad. Una realidad que, por otra parte, también era nueva para ella y que la aproximaba a lo que bien hubiera podido definirse como un sueño. Sólo en ellos se hubiera imaginado volando en un aparato semejante, que le recordaba a los que había visto en alguna de aquellas películas de amor y lujo a las que no era en absoluto aficionada. Todo el habitáculo de aquel avión rebosaba exclusividad, desde sus confortables asientos de piel hasta los suntuosos embellecedores fabricados con las más nobles maderas. Aquella máquina era lujo en movimiento, y se resistió a convencerse de que hubiera alguien capaz de poseer algo así. Allí había un pequeño salón, una sala de juntas, un baño con ducha y hasta un dormitorio; más de lo que muchas parejas en busca de su primera vivienda hubieran deseado.
Julia hizo un pequeño gesto de desdén al pensar en ello y trató de imaginar lo que costaría un avión privado como aquel, aunque le fue imposible. De haber sabido que su precio era de cincuenta millones de dólares, seguramente hubiera experimentado un cierto disgusto, pues se negaba a admitir que el mundo estuviera tan mal repartido.
Por otra parte, el hecho de encontrarse allí ya era un problema digno de consideración. Se había visto obligada a abandonar su vida, que, buena o mala, no dejaba de ser suya. A bordo de aquel aparato tenía la sensación de ser una extraña incluso para sí misma, como si presintiera que habría un antes y un después de aquel viaje.
Como distraída con estos pensamientos, Julia miró hacia su derecha. Justo una fila más adelante, Henry parecía dormir plácidamente en su mullida butaca. Viéndole sestear de aquella forma, el inglés daba la sensación de hallarse libre de problemas o preocupaciones, como si realmente su vida se encontrara al margen de todo lo que solía inquietar al resto de la gente. Indudablemente, aquel hombre había dado sobradas muestras de un espíritu imperturbable, ya desde la escena presenciada en la subasta, que Julia recordaba muy bien. Allí le habían arrebatado su derecho a la puja de forma ciertamente artera, y él había sabido controlar su cólera casi sin inmutarse. Luego, durante el trato que tuvieron ocasión de compartir, Henry había demostrado una flema sorprendente que contrastaba, sin duda, con el estado de nervios que ella había tenido que soportar.
Julia pensó en ello mientras volvía a observar el espectacular atardecer, no dejando de admirarse ante la determinación de que había hecho gala. ¿Cómo había sido capaz de embarcarse en semejante aventura?
Ni ella misma conocía la respuesta. Sólo sabía que algo en su interior la había impulsado a hacerlo desde el mismo momento en que aceptó escuchar al extraño que la abordó aquella misma mañana. En cierto modo, tampoco tenía demasiadas opciones. ¿Qué podía haber hecho? ¿Ocultar el escarabeo en su buzón durante toda su vida? ¿O acaso emprender en solitario un viaje que se presentaba, cuando menos, azaroso?
Julia era plenamente consciente de que mientras tuviera en su poder aquella comprometedora obra, corría un serio peligro estuviera donde estuviese. Su vida se transformaría en un calvario, siempre temerosa de que en cualquier momento aquel horrible individuo la asaltara de nuevo. Por las noches, al cerrar los ojos, todavía podía ver su rostro, grotescamente siniestro, aplastado contra el cristal de la ventanilla de su coche. Era una cara difícil de olvidar y que, estaba segura, siempre la acompañaría como el peor de los recuerdos.
A Julia le resultó fácil admitir las razones que aquel inglés le argumentó en apenas quince minutos. Estas eran demoledoras, y no vinieron sino a confirmar lo desvalida que se encontraba en todo aquel asunto. Los argumentos del caballero resultaron sumamente convincentes, y su comportamiento, extremadamente educado y considerado. Además, su español era perfecto, y él y su curioso amigo le hicieron ver que su ayuda era lo único con lo que podía contar en tan espinoso caso.
Obviamente, en su fuero interno Julia mantuvo su desconfianza, pues no en vano aquel individuo también codiciaba poseer la pieza, una reliquia con la que ella creía haber desarrollado un vínculo difícil de racionalizar y que, no obstante, la subyugaba.
Lo que más la sorprendió fue comprobar como aquellos hombres se encontraban al tanto de cuanto había ocurrido. Parecían saberlo todo, y por ello apenas se inmutaron cuando les relató lo sucedido en el aparcamiento la misma noche de la subasta.
—Vaya. Esta obra parece capaz de despertar los más bajos instintos en determinadas personas —acertó a decir Henry por iodo comentario mientras la escuchaba.
Aquellas palabras le parecieron inoportunamente jocosas, aunque enseguida volviera a rendirse ante la contundencia de los razonamientos del aristócrata.
—Supongo que a estas alturas no tendrá ninguna duda acerca de la identidad de los hombres que entraron en su casa —había continuado el inglés, en tanto arqueaba una de sus cejas—. Estoy seguro de que comprenderá que no es usted la única persona que corre peligro. Sin pretenderlo, su familia también se halla involucrada. Es preciso que piense en ello.
Al escuchar tales juicios, Julia no pudo dejar de sentirse molesta, no tanto por las palabras en sí como por el hecho de que desnudaban su propia incapacidad para decidir lo que debía hacer. La posibilidad de que le ocurriera una desgracia a algún miembro de su familia resultaba evidente, siendo consciente de que, para mantenerlos al margen, era necesario alejar la milenaria pieza de ellos tanto como pudiera.
Durante las noches de zozobra que pasó, Julia pensó en todo aquello, así como en la posibilidad de devolver el escarabeo a los sicarios que habían sido capaces de matar por recuperarlo. Sin embargo, algo en su interior le hacía rebelarse ante semejante eventualidad y se sintió incapaz de poner una joya como aquella en unas manos manchadas de sangre.
Julia comprendió entonces que no debía demorar más su marcha y que, para bien o para mal, aquellos ingleses eran la única alternativa capaz de protegerla. Semejante decisión bien hubiera podido ser tomada como una locura, pero, aun dentro de la desconfianza que pudiera sentir hacia ellos, ¿qué otra cosa podía hacer?
Además, un impulso difícil de explicar la empujaba a realizar aquel viaje, como si la última voluntad de un moribundo se hubiera transformado, a la postre, en una misión que también concerniese a su propia alma, una cuenta que tenía la obligación de saldar independientemente de los planes que pudiera conferir aquel caballero inglés y las expectativas que, indudablemente, albergaría.
Así fue como, de la noche a la mañana, a Julia le surgió la oportunidad de acudir a un simposio sobre el Egipto grecorromano en la ciudad de El Cairo al que no podía renunciar. Dijo a sus hijos que estaría fuera una semana y avisó a su padre de que debía ausentarse.
—Espero que visites el templo del Oráculo de Siwa —le advirtió don Sócrates—. Recuerda que el gran Alejandro fue acogido en él como amadísimo hijo del dios Amón.
Julia le aseguró que lo haría, en parte por no discutir, pues el templo en cuestión se encontraba en un lugar remoto, a apenas cincuenta kilómetros de la frontera con Libia.
A pesar del paso de los años, su padre no había perdido su natural ingenio, aunque, eso sí, podía resultar un poco pesado; debía de ser cosa de la edad, pues don Sócrates hacía tiempo que era ya octogenario.
En la universidad Julia no tuvo ningún problema para conseguir los días que necesitaba, ya que era tenida por persona muy cumplidora y muy querida por todos.
—Tómate el tiempo que necesites —le dijeron.
Luego, telefoneó a su amiga Pilar, que no se creyó nada de cuanto le dijo.
—¡Ay, hija!, tú sabrás lo que haces —la había prevenido—, pero ándate con ojo; los hombres son todos unos sinvergüenzas.
—Mujer, no empieces con…
—Ya, ya —la había cortado Pilar—. Tú no hagas caso y verás como al final te arrepentirás.
—No es nada de lo que te imaginas, créeme —le aseguró—. Sólo te pido que le eches un vistazo de vez en cuando a mi casa.
—Querida, cualquiera diría que te vas para siempre. Dime la verdad, ¿tienes una aventura?
Julia no pudo evitar una sonrisa.
—En cierto modo sí, aunque no la que tú piensas.
—Ya sabía yo que lo tuyo con Juan no podía funcionar más —oyó Julia que le decía su amiga con tono excitadísimo—. En estos asuntos me equivoco poco. Por lo menos cuéntame si es guapo. ¿Le conozco?
Julia lanzó una pequeña carcajada.
—Te prometo que te lo explicaré todo a mi regreso —apuntó conciliadora.
—Desde luego que me vas a tener en ascuas; en fin, ya estoy deseando que vuelvas. De todos modos, hazme caso; no le des todo lo que te pida; son tremendos.
—Descuida, que las cosas no van por ahí; espero estar de vuelta en una semana.
Julia escuchó una especie de suspiro a través del auricular e imaginó la expresión de su amiga después de la conversación que habían mantenido. Pilar era capaz de elucubrar lo inimaginable, la conocía bien.
—Lo que más me preocupa es Juanito —prosiguió Julia.
Aunque parezca un caso perdido, en el fondo sigue siendo un niño y…
—No pienses más en eso —le cortó Pilar—, bastante te has sacrificado por ellos. Lo mínimo que te mereces es una semana alejada de esa vida gris que llevas. ¡No sé cómo lo aguantas!
—Mujer, no digas eso.
—Sigue mi consejo por una vez y trata de poner un poco de luz en ese corazón tuyo rodeado de penumbras. Creo que lo mejor es que se vengan a mi casa durante toda la semana y así controlo a ese pequeño monstruo de hijo que tienes; yo le ataré corto. Te aseguro que enseguida se dará cuenta de que conmigo no valen sus juegos. Si no te llamo, es que todo marcha bien.
Emocionada, Julia le agradeció su ayuda y, seguidamente, ambas amigas se despidieron.
Aquella misma tarde Julia salió para Torrejón, donde la esperaba un vuelo privado con destino a El Cairo. Su equipaje era inusualmente exiguo, una pequeña maleta y poco más, aunque esto no le preocupara. Su verdadero tesoro viajaba junto a ella, envuelto cuidadosamente en una funda de terciopelo rojo, y eso era todo cuanto le importaba.
Como de costumbre, Julia parpadeó repetidamente para salir de sus pensamientos. La nube de sus recientes recuerdos se dispersó como por ensalmo y sus ojos volvieron a fijarse en la figura de Henry, que aún dormitaba. Durante unos instantes lo examinó a sus anchas, lo suficiente como para corroborar algo que ella ya sabía por mucho que se negara a entrar en consideraciones.
Aunque desconcertada, Julia no tenía ninguna intención de entrar en juegos para los que no se encontraba preparada, por ello era conveniente que tomara sus precauciones; aquel tipo era la seducción personificada y podía llegar a entrañar un indudable peligro.
Hizo un mohín de disgusto mientras apartaba su mirada de él, pensando si no se habría apoderado de ella alguna forma de enajenación mental. ¿Qué extrañas circunstancias se habían dado para verse inmersa en semejante dislate? ¿Cómo había podido embarcarse, junto a personas que apenas conocía, en una aventura cuyo alcance era incapaz de calibrar? ¿Qué desatino era aquel? ¿Acaso se había vuelto loca?
Una voz suave y pausada le hizo tomar conciencia, de nuevo, de la realidad.
—¿Me permite que me siente a su lado, señorita?
Julia miró hacia aquel individuo pelirrojo que solicitaba su permiso para acompañarla. Aunque, obviamente, casi no lo conocía, a Julia le caía simpático, y su aspecto de sabio despistado le recordaba en cierto modo a su padre. Barry, como al parecer se llamaba, resultaba ser la antítesis de su amigo, pues no mostraba un interés especial en su aspecto personal. A Julia le hacía gracia aquel cabello rebelde y ensortijado, diabólicamente rojizo, al que acompañaba una barba del mismo color y tan desaliñada como todo lo demás. Por otra parte, el tal Barry lucía unas particulares lentes que a Julia le recordaban a las que había visto llevar en los antiguos grabados a don Francisco de Quevedo, y que le daban un cierto encanto; todo ello dicho con el mayor de los respetos.
—Señora, si no le importa —corrigió ella haciendo un ademán con la mano para que se sentara.
—¡Oh! ¡Por supuesto! —exclamó Barry disculpándose algo azorado—. Antes de nada —continuó— quisiera que supiera que me hago cargo de su situación, y que en nuestro ánimo sólo está el ayudarla.
Julia lo observó con atención. Aquel hombre hablaba un inglés perfecto que a Julia le recordó al de los académicos de aquel país, a los que había tenido la oportunidad de escuchar en no pocas ocasiones.
—También quisiera transmitirle mis simpatías —prosiguió él—. Ha demostrado poseer un coraje digno de encomio.
—Me halaga usted, señor —respondió Julia sonriéndole—, pero temo que mi coraje se halla más depauperado que nunca.
—Permítame que discrepe de su comentario y, en cualquier caso, no creo que deba juzgarse con severidad. Por cierto, habla usted muy bien mi idioma.
—Otra vez vuelve a halagarme —exclamó Julia sonriendo más abiertamente—. Forma parte del legado heredado de mis padres. Ellos hicieron hincapié en que aprendiera su lengua.
Barry hizo un gesto de aquiescencia.
—Muchos desprecian tales legados —apuntó el inglés—. La felicito, profesora.
Julia lo miró extrañada.
—¿Sabe a qué me dedico?
Barry pareció algo azorado.
—Sé que es usted profesora de Historia Antigua en la universidad.
Julia no pudo disimular su sorpresa.
—Bueno, espero que no me malinterprete. No piense que hemos indagado en su vida, pero como puede comprender, necesitábamos saber con quién tratábamos.
Julia hizo un mohín de disgusto.
—Lo único que le interesaba a lord Bronsbury era conocer su posición en todo este asunto. Él es una persona generosa, créame, y la ayuda que le brinda es absolutamente desinteresada.
Al escuchar aquellas palabras, Julia se quedó perpleja, a la vez que constataba lo poco que sabía acerca de sus anfitriones.
—¿Lord Bronsbury? Si no recuerdo mal, me dijo que su nombre era Henry, Henry Archibald.
—Me temo que en eso los ingleses seamos todavía un poco anticuados, señora. Sin duda Henry prefirió presentarse ante usted como un ciudadano corriente; pero le aseguro que pertenece a la más alta aristocracia de mi país.
—Comprendo —observó Julia mientras trataba de hacerse una idea de la situación.
—Ahí tiene usted una prueba de su discreción. Confío en que no se moleste por nuestras pequeñas pesquisas.
Julia volvió su mirada hacia el lejano atardecer, para poder pensar en todas aquellas explicaciones. Para ella, la aristocracia, fuera del país que fuese, no representaba más que un remedo envuelto en cierto aroma de folclore que evocaba épocas lejanas cargadas de abusos. No sentía la más mínima simpatía por ella, y mucho menos tenía interés en relacionarse con sus miembros.
—Yo sólo soy Barry Howard —intervino el inglés, quien parecía haberle leído el pensamiento—, soy egiptólogo del Griffith Institute de la Universidad de Oxford; así pues, somos colegas.
Julia volvió el rostro hacia él con un brillo nuevo en sus ojos.
—Admiro su institución —respondió cambiando de inmediato su anterior expresión de incomodidad—, tuve la ocasión de asistir un verano a las clases del profesor Lane.
—¿Conoce a Robin? —preguntó Barry sorprendido.
—Como le decía, tuve la oportunidad de escuchar sus disertaciones sobre el Mundo Clásico, mi especialidad.
—Vaya, esto sí que no me lo esperaba. Desde luego, el profesor Lañe tiene una sólida reputación. Como sabe, es catedrático en Oxford, y autor de varios libros.
—Algunos magníficos. Alejandro el Grande, paganos y cristianos me parece excepcional, y uno de los preferidos de mi padre, que, en tiempos, también fue catedrático de la misma materia.
—No hay duda de que conoce su obra —apuntó Barry sorprendido.
—Como le dije, siento un gran respeto por su institución.
Barry le dedicó una de aquellas sonrisas beatíficas tan suyas mientras le tendía la mano.
—Permítame estrecharle la mano —dijo sin ocultar su satisfacción.
—Estoy encantada —aseguró Julia en tanto le daba un caluroso apretón—. Pero con la condición de que nos tuteemos. Como tú bien dijiste, somos colegas.
Barry hizo un gesto de satisfacción y ambos profesores charlaron durante un rato; enseguida se creó entre ellos una corriente de simpatía.
—¿Y cómo te decidiste por el Mundo Clásico? —le preguntó Barry con curiosidad.
—Sobre este particular no tengo más remedio que admitir la influencia de mi padre. Desde que tengo uso de razón me he visto rodeada de héroes, dioses y epopeyas; te aseguro que lo de mi padre va mucho más allá de toda comprensión.
Barry la miraba boquiabierto, mientras la oía hablar sobre su padre. Se quedó estupefacto al conocer su nombre, Sócrates.
Aquello sí que era predestinación por las humanidades. Era tomo si él mismo, o su propio progenitor, se hubieran llamado Seti, Amenhotep o Sesostris. Asombroso.
—Él siempre sostiene que el Mundo Clásico representa los valores auténticos sobre los que se levantó nuestra civilización. Recuerdo cómo, desde pequeña, me repetía que la misma palabra «clásico» corroboraba lo que decía, pues provenía de classicus, que era como se llamaban los reclutas de primera categoría del ejército romano. Así quedó admitida como sinónimo de «primera clase». Para mi padre no hay nada que pueda compararse con el universo que encierra esa palabra.
—Entiendo a tu padre, Julia. En no pocas ocasiones yo siento lo mismo. Para mí, la civilización del antiguo Egipto es otro universo, y se encuentra repleto de misterios sorprendentes.
Julia notó como la voz de Barry se quebraba ligeramente.
—Quisiera hacerte una pregunta —continuó este, adoptando un tono más reservado.
Julia le hizo un gesto con sus manos, animándole.
—¿Conoces el significado del escarabeo?
Ella sonrió.
—Aunque no soy experta en egiptología, estudié su cultura. Los escarabeos son amuletos que pueden cumplir diferentes funciones, generalmente funerarias.
—No me refiero a su significado genérico —objetó Barry—, sino al sentido de la pieza que posees.
Por un momento Julia no supo qué responder, y Barry aprovechó para ofrecerle una copa; ella declinó la invitación.
—Me temo que la pieza que obra ahora en tu poder va más allá de la simple significación general —indicó el profesor mientras se servía un whisky.
Julia se reclinó cómodamente prestándole toda su atención, mientras Barry daba un sorbo de su vaso.
—Hum… —exclamó con deleite—. Hay que reconocer que Henry es capaz de ofrecerte lo mejor. Este malta es sencillamente excepcional. Bien, como te decía —continuó Barry—, este escarabeo escapa a cualquier clasificación ortodoxa dada por la egiptología. Podríamos definirlo como un apóstata en su género y, por tanto, absolutamente heterodoxo.
Julia intentaba acertar a comprender el alcance de aquellas palabras.
—Como habrás podido comprobar —señaló el profesor—, la pieza posee unas inscripciones en su reverso que, a mi modo de ver, resultan estremecedoras.
—Son muy hermosas, pero he de confesarte que desconozco su significado. Nunca he estudiado la escritura jeroglífica.
Barry la observó fijamente en tanto daba otro sorbito de su vaso, luego su expresión se hizo más seria.
—Entonces, ¿no sabes a quién perteneció? —inquirió con incredulidad.
—No tengo ni idea —respondió ella sin inmutarse.
Barry soltó un resoplido y volvió a acercarse el vaso a los labios.
—En ese caso, supongo que tampoco sabrás quién fue Neferkaptah, ¿verdad?
—Pues no.
—Vaya, ¡esto sí que no me lo esperaba! —exclamó él apurando su whisky—. ¡Te encuentras implicada en una trama cuyo alcance desconoces por completo!
—Supuse que eso ya lo sabríais cuando me ofrecisteis vuestra ayuda —contestó Julia con aplomo.
Barry pareció turbado.
—Por extrañas circunstancias el escarabeo vino a mí; no tengo explicación para todo lo demás.
Barry se acarició un instante la barba, pensativo.
—¿Podría verlo? —preguntó seguidamente, mirándola por encima de sus lentes.
Julia se sobresaltó sin saber qué responder. La mera posibilidad de desprenderse de aquel objeto la impulsaba a decirle que no, pero enseguida comprendió que no podía negar a aquel hombre el derecho a examinarlo.
Miró a Barry. Los ojos del profesor se mantenían fijos en los suyos, y ella trató de disimular su desasosiego; seguidamente extrajo del pequeño neceser de viaje situado a sus pies una funda de terciopelo rojo y se la entregó.
Barry tragó saliva en tanto sacaba el precioso objeto de su interior. Al verlo, el profesor ahogó una exclamación.
—¡Es espléndido! —murmuró mientras lo tocaba con las yemas de sus dedos—. Nunca he visto ninguno como este.
Julia observó cómo aquel hombre examinaba la joya sin apenas poder contener su admiración.
—Ninguno de los que conozco puede comparársele en belleza —volvió a murmurar—. Es una obra de arte salida de las manos de los mejores orfebres de la remota antigüedad.
Luego, Julia vio al profesor dar la vuelta al escarabeo y estudiar con atención los caracteres que cubrían el chatón. Cuando terminó, Barry volvió a pasar las yemas de sus dedos por el fino lapislázuli. Parecían recorrer cada signo jeroglífico casi con reverencia, tal y como haría un invidente, para poder empaparse de ellos.
—¿Te gustaría conocer su significado? —preguntó Barry, levantando su vista de aquel objeto con parsimonia.
Julia asintió abriendo sus hermosos ojos un poco más; entonces el profesor le tradujo los antiguos jeroglíficos.
Al finalizar, Julia apenas podía ocultar su agitación.
—¡Es un texto terrible! —exclamó—. Habla de la angustia vital de un hombre que se siente maldito para toda la eternidad.
—Me temo que sea mucho más que eso —subrayó Barry.
Julia lo interrogó con la mirada.
—La historia de Neferkaptah es conocida, aunque siempre se haya considerado como una leyenda; un cuento de los muchos que fueron escritos durante la Baja Época y el período Ptolemaico.
—Quizá se trate de una simple coincidencia.
Barry negó con la cabeza mientras le devolvía el escarabeo.
—No lo creo. Obviamente, desconoces la historia. Escúchala y después juzga por ti misma.
Julia se arrellanó mejor en su asiento con la pieza entre sus manos, dispuesta a no perder detalle de cuanto le relatara el profesor.
—Cuenta la leyenda que el príncipe Neferkaptah era un sapientísimo mago obsesionado por poseer todo el conocimiento de los sagrados misterios. Al parecer, deambulaba por las necrópolis introduciéndose en las antiguas tumbas para estudiar sus textos. Visitaba con asiduidad las Casas de la Vida, en cuyas salas de archivos investigaba los viejos papiros tratando siempre de encontrar hechizos y conjuros ya olvidados. Un día, mientras asistía a una ceremonia en honor del dios Ptah, en Menfis, se encontró con un viejo sacerdote que le observaba entre apagadas carcajadas. El príncipe, que se hallaba enfrascado en la lectura de unas inscripciones, le increpó indignado: «¿Por qué te ríes de mí?». El sacerdote lo miró con sorna: «Es tu interés por los insignificantes conjuros lo que provoca mi risa. Tus hechizos no son nada comparados con los de Thot, el dios de la sabiduría». Neferkaptah se quedó pasmado al escuchar aquellas palabras. «Él escribió de su mano un papiro. En él se encuentran dos hechizos cuyo poder va más allá de lo que nunca pudiste imaginar». El príncipe estaba estupefacto. «¿Qué dicen tales conjuros?», preguntó con ansiedad. El anciano lo observó sonriente: «Al leer el primero de ellos podrás comprender las leyes de la Naturaleza. Verás todos los cielos, y la Tierra, y el mar que nos rodea; además, podrás entender a todos los seres vivos de la tierra, pues el lenguaje de las bestias no tendrá secretos para ti, tal y como si fueras un dios. Al leer el segundo», continuó, «podrás evitar el mundo de los muertos y ver brillar la luz del Sol y la Luna como un dios inmortal». «Oh, gran sacerdote, daría lo que fuese por encontrar ese papiro», exclamó el príncipe. El anciano volvió a reír: «Yo sé dónde se encuentra el libro de Thot», dijo pausadamente. «Pídeme cuanto desees y te lo concederé», aseguró Neferkaptah excitado. El sacerdote le miró unos instantes en silencio: «Si me das cien deben de plata y te ocupas de que dos sacerdotes cuiden de atender a mi ka cuando muera, te lo diré», señaló al fin.
Julia observaba a Barry con el mismo interés que demostraba de niña a su padre cada vez que este le contaba un cuento.
—¿Y qué ocurrió después? —preguntó con expectación.
—Que el príncipe le entregó lo que el sacerdote le pedía. Luego este le musitó al oído: «El Libro de Thot se halla en el interior de siete cofres, en el fondo del río, junto a la ciudad de Coptos. Pero deberás tener cuidado, pues su magia es muy poderosa, y se encuentran custodiados por escorpiones y serpientes».
Julia no perdía detalle de la narración.
—Como puedes imaginar —prosiguió el profesor—, Neferkaptah usó toda su influencia para procurarse un buen barco, hasta el punto de que su divino padre, el faraón, le prestó el suyo. De este modo, Neferkaptah partió rumbo a Coptos en compañía de su esposa Ahwere y su hijo Mrib.
Barry hizo una pausa que aprovechó para servirse otro whisky.
—Lo que ocurrió a continuación —continuó el egiptólogo tras paladear el primer sorbo— entra dentro de la literatura clásica del antiguo Egipto. Relatos fantásticos, cargados de magia y conjuros por doquier, a los que los egipcios de aquel tiempo eran tan aficionados. Según cuentan, el príncipe hizo uso de hechizos y encantamientos para localizar los cofres que, uno dentro del otro, contenían finalmente el ansiado papiro. Tras dragar el fondo del río, se deshizo de las serpientes y escorpiones que los protegían y se apoderó del deseado tesoro. Al fin el Libro de Thot era suyo, y al tenerlo entre sus manos, Neferkaptah se sintió el hombre más poderoso del mundo.
Julia sonrió con gesto de incredulidad.
—Como de seguro adivinarás —dijo Barry, haciendo un leve gesto con la mano, con el que le demandaba un poco de paciencia—, enseguida el príncipe se dispuso a estudiar los conjuros. Al leer el primero, se produjeron todo tipo de encantamientos y, tal y como le había asegurado el sacerdote, pudo comprender el lenguaje de todas las bestias del planeta y los misterios que ocultan el cielo y la Tierra. Obviamente, tras esto leyó el segundo hechizo y, entonces, Neferkaptah se vio imbuido por un poder que iba más allá de su propia comprensión, hasta el extremo de llegar a sentirse glorificado junto a los dioses.
Barry hizo otra breve pausa para dar un nuevo sorbo de su vaso.
—Puedes suponer la felicidad que embargaba al príncipe cuando comunicó la buena noticia a su mujer. Era tal su euforia que llegó a copiar los conjuros en papiros nuevos para luego disolverlos en cerveza y así poder bebérselos, convencido de este modo de que sus poderes nunca le abandonarían.
»Mas, como suele ocurrir con los relatos antiguos de este tipo, tarde o temprano acaban por entrar en escena los dioses y, en este caso, lo hicieron de forma terrible. La ira del sapientísimo Thot parecía imposible de aplacar, exigiendo al mismísimo rey de los dioses, Ra, su intervención. La sentencia de este fue implacable, y la maldición de todos los dioses de Egipto cayó sobre Neferkaptah. Esta se hizo presente en el viaje de regreso a Menfis. Primero su hijo Mrib, y luego su esposa Ahwere, cayeron del barco ahogándose en el Nilo. Antes de morir, ambos aseguraron al príncipe que la ira de Thot les maldeciría para siempre.
»A partir de aquel instante, la vida de Neferkaptah se convirtió en un tormento. Durante días lloró amargamente la pérdida de sus seres más queridos, que se había producido a consecuencia de su vanidad y arrogancia al creer poder igualarse con los mismos dioses. Por todo ello, y tras celebrar los ritos funerarios de ambos y enterrarlos en Coptos, decidió poner fin a sus días. Así, en el trayecto de regreso a la corte de su padre, Neferkaptah hizo que le envolvieran en lino con el maldito papiro en su interior, y se arrojó a las aguas del Nilo. Nadie fue capaz de encontrar sus restos hasta que llegaron a Menfis, donde descubrieron su cuerpo trabado en el timón de la embarcación.
»Cuando el faraón se enteró de la tragedia, lloró desconsoladamente, junto al resto de la corte, y al punto ordenó que su hijo fuera embalsamado y enterrado junto al pergamino que tantas desgracias había traído; nadie debía encontrarlos jamás».
Tras finalizar, Barry miró a su colega con cierta solemnidad.
Julia parecía divertida.
—Todas las civilizaciones antiguas suelen poseer cuentos similares. La misma mitología griega es todo un compendio de luchas y engaños entre los hombres y los dioses, que también gustan de pelear entre ellos. Es parte de las tradiciones de ese pueblo, y a menudo suelen extraerse consecuencias morales de ello —subrayó sonriendo.
—Sin duda —afirmó Barry—. Y así debería haber ocurrido con esta historia.
—¿Debería? —inquirió ella enarcando una de sus cejas—. No irás a decirme que crees en ella.
Barry dio otro sorbo de su whisky sin apartar su mirada de la española.
—Antes de leer las inscripciones del escarabeo te hubiera dicho que no con rotundidad; sin embargo, ahora todo es diferente.
Julia rió con suavidad.
—Vamos, Barry, supongo que bromeas.
—En absoluto —Julia lo miró perpleja—. Los jeroglíficos del escarabeo no son sino una perfecta sinopsis de la historia que te acabo de contar. Es imposible que se trate de una casualidad.
—Evidentemente, existió alguien que se llamó Nerkaptah al que, al parecer, le ocurrieron cosas terribles, sin embargo, el mundo de los conjuros y encantamientos poco tiene que ver con la ciencia; tú deberías saberlo mejor que nadie —concluyó ella.
El inglés negó con la cabeza en tanto esbozaba una sonrisa.
—El antiguo Egipto en nada se parece al resto de las culturas de la antigüedad. Todo él se encuentra envuelto en difusos velos cargados de misterio que lo hicieron auténticamente genuino. Durante más de tres mil años la magia impregnó aquella civilización hasta extremos que incluso hoy en día no pueden dejar de sorprendernos. Sus relatos, como todo lo demás, estaban influenciados por la magia, por los sagrados misterios, muchos de los cuales hoy no somos capaces de comprender. Nada tiene que ver nuestro mundo con el suyo.
Julia acariciaba inconscientemente el escarabajo que aún tenía entre sus manos; mientras lo hacía, parecía pensativa.
—Es preciso liberar esta historia de la parte de leyenda que la rodea. Piensa que no deja de ser un relato escrito por escribas para los propios egipcios —prosiguió Barry—. En mi opinión, más allá de los hechizos y conjuros en los que no creo, existió alguien llamado Neferkaptah y, por supuesto, un misterioso papiro.
—Me temo que ese sea un terreno algo movedizo. ¿No te parece?
—Como sobre el que se han basado algunos de los más grandes descubrimientos arqueológicos de nuestro tiempo. ¿Recuerdas a Schliemann? Él persiguió un sueño, y encontró la antigua Troya. ¿Y qué me dices de Cárter? Para la comunidad científica, el Valle de los Reyes se encontraba agotado y, sin embargo, él sacó a la luz la tumba de Tutankhamón. Los hechos se tornan frágiles cuando retrocedemos milenios en el tiempo.
—Eso es lo que nos invita a soñar —apostilló Julia, mirando de nuevo el escarabeo—. Cuesta resistirse, ¿verdad?
Barry hizo un gesto elocuente.
—Esto es más que un sueño, Julia.
Esta dirigió su vista hacia el profesor.
—Lo que tienes entre tus manos es una obra magnífica y, sin lugar a dudas, codiciable; aunque, francamente, no creo que deba llevar a una situación como la actual, con asesinato incluido.
Julia se acarició la barbilla.
—¿Piensas que lo que en realidad desean es el papiro?
—No me cabe ninguna duda —respondió Barry—. Lo están buscando, y alguien cree saber dónde se encuentra.
—No dudo de su posible valor para la ciencia, aunque por lo demás…
Barry volvió a mirarla beatíficamente.
—Antes que nosotros, otros lo codiciaron. No pensarás que somos los primeros en estar interesados en él.
Julia hizo un leve ademán con el que daba a entender su ignorancia.
—Aunque sólo unos pocos hayan sabido de su existencia, el Libro de Thot ha sido buscado durante miles de años. Existen las historias más peregrinas sobre este particular que, no en pocas ocasiones, resultan inverosímiles.
—Entonces crees que, de ser cierto el relato, el papiro continúa enterrado junto a Neferkaptah, ¿me equivoco?
—Sería lo más plausible, aunque al retroceder a tan remota antigüedad nunca podamos saberlo con certeza. En cualquier caso, allí fue visto por última vez.
Julia pareció sorprendida.
—Así es, estimada colega —aseguró Barry, satisfecho del efecto que sus palabras habían causado en ella—, el relato de Neferkaptah no es el único que conforma esta historia. Existe otro que lo complementa a la perfección y que a mí, en particular, me resulta fascinante. ¿Te suena el nombre de Khaemwase?
—¿Khaemwase? Hum… He oído ese nombre —murmuró Julia pensativa—. ¿No existe una tumba en el Valle de las Reinas en la que se sepultó a un príncipe llamado así? —interrogó al fin.
Barry asintió complacido.
—En efecto, aunque no es a ese príncipe a quien me refiero. El nombre de Khaemwase fue relativamente común durante un tiempo entre la realeza. La persona de la que te hablo vivió unos cien años antes y fue una figura de primera magnitud.
Julia volvió a arrellanarse en su butaca, dispuesta a escuchar otro relato. Se veía que el profesor inglés disfrutaba contándolos, y ella estaba encantada.
—Khaemwase nació del gran Ramsés II y su esposa Isisnofret, cuando todavía gobernaba su abuelo Seti I. Era el cuarto aspirante al trono dentro de la línea sucesoria de su padre, aunque durante toda su vida sólo demostrara interés por los textos sagrados y su conocimiento. Como te dije, fue una personalidad destacada y muy querida por el faraón, que le cubrió de honores. Entre otros, acaparó títulos como los de «Supervisor de Monumentos, Actos Religiosos, Actividades Artísticas y Joyería». Fue sacerdote sem, llegando a ser nombrado Jefe de los Artesanos del clero del dios Ptah o, lo que es lo mismo, su sumo sacerdote. Por si fuera poco, él fue quien supervisó las obras del Ramesseum, el templo funerario de su padre que todavía hoy se alza al oeste de Luxor, y la sala hipóstila del templo de Karnak; asombroso, ¿no crees?
Julia se relamía escuchando las explicaciones del profesor.
—También se hizo cargo de las obras de construcción de Pi-Ramsés, la nueva capital que su abuelo había comenzado a levantar en el Delta, inspeccionando a su vez gran número de templos, alguno de los cuales llegó incluso a restaurar. Sin embargo —continuó Barry—, si por algo se caracterizó este personaje, fue por la desmedida afición al estudio de los antiguos misterios y viejos papiros, y su gusto por recorrer las necrópolis en busca de tumbas perdidas. Su propio padre, el augusto Ramsés, estaba perplejo por semejantes prácticas y le advertía en no pocas ocasiones sobre la conveniencia de dejar a los difuntos descansar tranquilos en sus moradas eternas. No obstante, le dejaba hacer, convencido de que, a pesar de todo, su hijo los respetaría. Un día, su profundo estudio de los milenarios archivos le llevó a dar con el paradero del Libro de Thot, así como con la situación de la tumba de Neferkaptah. Entusiasmado, se dirigió en compañía de su hermano, el príncipe Anhurerau, y un grupo de hombres a las ardientes arenas de Saqqara, en cuya necrópolis se encontraba la tumba.
Barry se detuvo un instante para observar el gesto interesado de Julia, quien parecía no perder detalle.
—¿Encontró la tumba de Neferkaptah?
—Así es, querida amiga, o al menos eso asegura la historia. El propio Khaemwase fue el encargado de abrir un agujero en la puerta para poder entrar. Al parecer, él y su hermano Anhurerau vivieron una angustiosa experiencia en el interior del túmulo, donde llegaron a perderse. En fin, no quisiera aburrirte con los pormenores de cuanto les sucedió en aquel lugar, pues resultó francamente tétrico.
—Pero… ¿hallaron algo dentro? —preguntó Julia intrigada.
—Ya lo creo. Cuenta el relato que una luz purísima guió a ambos hermanos a través de las espesas tinieblas en las que se encontraban hasta la mismísima cámara funeraria donde, al parecer, Khaemwase llegó a enloquecer.
Julia volvió a mostrar su incredulidad.
—Me estás relatando otro de tus queridos cuentos egipcios —aseguró complacida.
—Demasiados, ¿no es verdad? —se apresuró a contestar Barry—. También demasiadas casualidades, aunque fueran escritas en la misma época.
—Dime al menos lo que pudo llevar a la locura a Khaemwase.
—Indudablemente, jamás podríamos aceptar la versión que nos cuenta esta historia. En este caso, como en el anterior, es necesario que separemos la magia de lo que verdaderamente nos interesa.
Julia ladeó su cabeza divertida, y con un gesto le animó a continuar.
—Ejem, bueno… —prosiguió Barry un poco azorado—. Como te decía, llegaron a una cámara repleta de un riquísimo mobiliario en el que se hallaba la momia de Neferkaptah cubierta por una máscara de oro y, junto a ella, sobre una mesa de ébano, un papiro del que se desprendía una luz purísima, como los príncipes nunca habían visto en su vida. Khaemwase se empapó de ella a la vez que lanzaba grandes carcajadas ante el hecho de haber conseguido su propósito. Mientras reía siniestramente, se bañaba en el haz que aquella luz propagaba y que no era sino el compendio de toda la sabiduría que el dios Thot había escrito de su propio puño en el mágico papiro.
Dicho esto, el inglés hizo una pequeña pausa para estudiar el efecto de sus palabras.
—Supongo que ahora me contarás la parte fantástica de la historia.
Barry se puso colorado.
—Sin lugar a dudas que tal parte existe, pero a mi modo de ver sólo debe ser considerada como un aderezo de la enseñanza final que nos deja el relato. Dice la narración que había alguien más en la cámara funeraria; al parecer, los príncipes se encontraron con dos ka.
—¿Dos ka? —a Julia se le escapó una pequeña carcajada.
—Sí, ka. El doble espiritual de cada persona. La fuerza vital que continuaba viva cuando el individuo moría. Entiendo que te rías, yo también lo considero divertido —aseguró Barry algo turbado—. Pero qué quieres; los antiguos egipcios eran aficionadísimos a estos argumentos; su preocupación por todo lo que rodeaba el Más Allá se encuentra lejos de nuestra comprensión.
—¿Y quiénes eran aquellos ka? —inquirió Julia irónica.
—Uno pertenecía a Ahwere, la esposa de Neferkaptah, y el otro a su pequeño hijo Mrib. Ellos advirtieron a Khaemwase de lo que le ocurriría si robaba el papiro: «Si te lo llevas, la desgracia caerá sobre ti», le dijo Ahwere. Entonces el ka le contó la historia de su marido. Khaemwase la escuchó con atención, sin embargo, al finalizar el relato, el príncipe decidió que se llevaría el libro. Aquello desencadenó la ira del difunto, haciendo que su momia se incorporara en su sarcófago.
Al ver la cara de Julia, Barry se apresuró a hacer un gesto contemporizador con sus manos.
—Este fragmento es verdaderamente pintoresco —se apresuró a reconocer el profesor—, puesto que en él Neferkaptah desafía el poder de Khaemwase con una partida a las damas.
—Eso sí que no me lo esperaba —dijo Julia burlona.
—Así es —afirmó Barry—. Se trataba de un juego maravilloso, cuyo tablero estaba fabricado de ébano y el más fino marfil, y sus fichas eran de oro y plata. Neferkaptah le propuso jugar cuatro partidas, tras las cuales, si Khaemwase ganaba, le entregaría el libro, mas por el contrario si este perdía, su vida le pertenecería.
—¿Y qué ocurrió?
—Resultó que el difunto era un jugador formidable, y que a cada partida que ganaba musitaba un conjuro con el que enterraba poco a poco al príncipe.
—Un tanto macabro, ¿no te parece?
—Je, je… —rió Barry ante el comentario—. Después del primer juego, Khaemwase se hundió hasta los tobillos, tras el segundo, hasta la cintura, al perder el tercero quedó cubierto hasta el cuello… Fue entonces cuando le pidió a su hermano que se fuese de allí y le trajera sus amuletos y papiros mágicos, pues su suerte parecía echada.
—El pasaje bien podría formar parte de un clásico de terror.
—Desde luego —continuó el profesor, que disfrutaba enormemente cuando se recreaba en sus relatos—. No obstante, cuando todo estaba perdido, apareció el príncipe Anhurerau de vuelta a la tumba, portando una antorcha en una mano y varios papiros y amuletos en la otra. Neferkaptah había vencido en la última partida y la arena se aprestaba a devorar a Khaemwase cuando su hermano colocó sobre su cabeza los amuletos sagrados invocando el poder del dios Ptah. Al momento, este liberó al primero de sus servidores y amantísimo sacerdote de la tierra que ya casi lo cubría por completo, y Khaemwase aprovechó para apoderarse del papiro y huir de la tumba en compañía de su hermano. Al ver lo que ocurrió, Ahwere se puso a sollozar.
«No llores», dijo Neferkaptah a su esposa. «Algún día regresará penitente, con un plato de incienso sobre la cabeza, y el bastón del suplicante en su mano».
—¿Así fue como el príncipe se apoderó del libro? Estarás de acuerdo conmigo en que fue un robo en toda regla.
—Su deseo de poseerlo lo obcecaba, y no se paró a considerar las consecuencias que aquel hurto le acarrearía —apuntó Barry—. Lo primero que se originó fue un gran revuelo en la corte que incluso llevó al faraón a intervenir, recomendándole que devolviera el papiro de inmediato y vaticinando incontables desgracias a su hijo si no lo hacía. Pero este era incapaz de escuchar, pues el Libro de Thot le impedía razonar; tal era el poder que ejercía sobre su corazón. Una mañana, Khaemwase se encontraba en uno de los patios del templo de Ptah, en Menfis, estudiando su ansiado pergamino, cuando observó a una mujer que, acompañada por su servidumbre, se dirigía al templo a orar. Al verla, el príncipe se quedó prendado de inmediato, pues era tal su belleza que creyó desfallecer. «Ve inmediatamente y entérate de quién es aquella señora», ordenó a uno de sus sirvientes. Este hizo lo que su señor le demandaba y regresó al poco —apuntó Barry—. «Se trata de la dama Tabube, mi señor, y es persona principal». El príncipe apenas se inmutó. «Vuelve y dile que el príncipe Khaemwase desea pasar algunos días junto a ella y que, si acepta, la obsequiaré con diez deben de oro». El sirviente trasladó el mensaje de su amigo a la señora y volvió al cabo de unos minutos con el semblante acalorado: «¡Oh, mi príncipe!, gran indignación han causado mis palabras; aunque la dama estaría dispuesta a recibirte si la visitas en su casa de la ciudad de Bubastis, donde es sacerdotisa». Durante unos instantes Khaemwase se quedó encantado, llegándose incluso a olvidar por completo del libro mágico y sus conjuros. Su corazón no albergaba más pensamientos que los que le recordaban a aquella mujer. Por eso a la mañana siguiente se dirigió al norte, hacia la ciudad de Bubastis, dejando en Menfis a su mujer e hijos.
Julia rió con suavidad.
—Lo siento, Barry —dijo a modo de disculpa—, pero al oír tus palabras me ha venido a la memoria una íntima amiga; de seguro que ella habría hecho algún chascarrillo al escucharte. Ya sabes, «los hombres no han cambiado» o cosas por el estilo.
—Sin duda el príncipe se encontraba inflamado por el amor, pues si no, sería difícil de comprender todo lo que aconteció.
Las palabras del profesor volvieron a acaparar la atención de Julia:
—Al entrar en la casa de Tabube, Khaemwase se encontró en un frondoso jardín repleto de deliciosos aromas. Allí le esperaba la hermosa sacerdotisa apenas cubierta por un vestido de lino fino, tan transparente que todas sus formas se podían adivinar con facilidad. Además, Tabube iba maquillada con los más costosos cosméticos y su cabello desprendía un irresistible perfume a flores de loto; antes de abrir sus labios, el príncipe ya estaba rendido a sus pies. La dama lo invitó a seguirla hasta sus aposentos, donde el incienso que se quemaba en los pebeteros hacía que el aire pareciese más denso. Khaemwase estaba admirado del lujo con el que se rodeaba aquella mujer, pues los suelos de la habitación eran de lapislázuli y sus paredes tenían incrustaciones de turquesa. Cuando se sentó junto a ella, Tabube le ofreció un plato de ricas granadas y vino, mas el príncipe se encontraba tan excitado que no pudo probar bocado. Así, rechazando cuanto le ofrecía, intentó besarla, Tabube se apartó con habilidad mientras reía. «No soy una cualquiera», dijo con su voz más embaucadora. «Si quieres tenerme, deberás casarte conmigo». Khaemwase se sentía tan enamorado que sin más dilación mandó llamar a un escriba para que estipulase un contrato. Al poco se presentó uno, y tras preparar el acuerdo el príncipe lo firmó, cediendo de esta forma a su amada todas sus riquezas. Como te puedes imaginar —indicó el profesor—, Khaemwase intentó besarla de nuevo, pero Tabube volvió a rechazarle: «El contrato que has firmado está bien, pero quizá no sea suficiente, pues para que tenga validez tus herederos deberán renunciar a su legítimo legado». El príncipe se quedó confuso mientras su voluntad parecía desaparecer en el fondo de aquellos ojos oscuros que le enloquecían. Con gesto calculado, ella le sirvió vino en tanto su vestido resbalaba por sus hombros acentuando sus encantos. «Deberás ofrecerme una prueba definitiva de tu amor», dijo al fin, humedeciendo sus labios provocadoramente con su lengua. El príncipe la contempló embobado. «Nuestro matrimonio no estaría a salvo mientras vivieran tus hijos. Es necesario que los mates».
—Sin duda que la perfidia de las mujeres egipcias resulta legendaria —exclamó Julia, cautivada por aquella parte del relato.
—¿También haría algún comentario sobre esto tu amiga? —aprovechó para preguntar Barry.
—Conociéndola, yo te diría que sí —apuntó Julia—. Podría decir que todo cuanto le ocurriera al príncipe se lo tenía merecido.
Ahora fue el profesor quien rió.
—Pues espera a conocer el final —dijo, haciendo ademán de continuar—. Khaemwase estaba tan enloquecido por aquella mujer y era tal su deseo que aceptó.
—¿Ordenó matar a sus hijos? —inquirió Julia incrédula.
Barry asintió.
—Incluso fue capaz de escuchar cómo los perros despedazaban sus restos mientras él brindaba con su amada.
—¡Qué horror!
—Sin embargo, cuando por fin sus anhelantes labios se unieron con los de Tabube —prosiguió el profesor—, surgió de la garganta de esta un grito espantoso y todo se desvaneció como por ensalmo.
—Ya debí de suponer que se trataba de otro de tus conjuros —intervino Julia volviendo a reír.
—Y este es de los mejores —subrayó Barry—, pues el príncipe se vio tirado en plena calle cubierto de polvo como el último de los indigentes. En ese momento se dio cuenta de lo que había hecho, y ello le llevó a lamentarse con desgarradores gritos cual un poseso enloquecido. En medio de su desolación, Khaemwase fue capaz de comprender que, en cierto modo, Neferkaptah se había vengado de él. Cuando sus sollozos eran más amargos y mayor su desconsuelo, el príncipe vio como se le acercaban unos porteadores que transportaban a un hombre sentado en una silla de mano. «El príncipe Khaemwase no debe arrastrarse por el polvo», oyó este que le decían. «Vuelve a Menfis», prosiguió el extraño, «pues tu mujer e hijos te esperan». Al escuchar semejantes palabras, el príncipe creyó volverse loco. «Te repito que vuelvas a Menfis. Tu familia se encuentra en tu casa aguardando tu vuelta». El príncipe se frotó los ojos, incrédulo por cuanto le estaba ocurriendo y, al abrirlos de nuevo, aquel hombre cuyas palabras le habían devuelto la esperanza había desaparecido. Así fue como, cubierto de polvo como un pordiosero, Khaemwase regresó a Menfis, donde, tal y como le habían asegurado, le esperaban los suyos.
—¿Y qué ocurrió con el papiro?
—El final de la historia te lo puedes imaginar. Fue tal la lección que recibió Khaemwase que a la mañana siguiente regresó a la tumba de Neferkaptah para devolver el papiro, con el bastón de suplicante en una mano y una bandeja de incienso sobre la cabeza, tal y como predijo Neferkaptah a su esposa que ocurriría. Además, y para quedar en paz con el difunto para siempre, Khaemwase rescató los cuerpos de Ahwere y Mrib, enterrados en Coptos, para depositarlos juntos en la misma tumba. Así, Neferkaptah y su familia quedarían definitivamente unidos por toda la eternidad.
—Como cuento he de reconocer que me parece maravilloso —exclamó Julia, a la vez que hacía ademán de aplaudir—. Es obvio que el papiro se dejó allí.
—En efecto. La tumba volvió a ser sellada y las arenas de Saqqara la cubrieron por completo. Los milenios cayeron sobre el lugar y nunca se volvió a saber nada de ella.
—Tengo curiosidad por conocer cuál fue el destino de Khaemwase. Por lo que sé, él no sucedió a su padre, Ramsés II.
—No. Fue su hermano menor, Merneptah, quien lo hizo. Khaemwase murió sobre el año 55 del reinado de su longevo padre, y fue muy llorado.
—En cualquier caso, encuentro muy arriesgado admitir como pista para conseguir el papiro un relato como este —observó Julia.
Barry se encogió de hombros.
—Ya te he dado mi punto de vista. Tanto la estructura del cuento como su final encajan perfectamente con los valores morales que los antiguos egipcios trataron de salvaguardar durante toda su historia. El desenlace es claramente admonitorio, justo lo que ellos buscaban para sacar conclusiones. En nuestro relato queda claro lo infructuoso que resulta a los humanos su empeño en igualarse a los dioses. Al final, de una u otra manera, estos se encargan de ponerlos en su lugar. Como tú bien dices, toda esta narración no deja de ser un cuento fantástico, pero tras él es posible que se oculte una realidad.
—Es tentador, Barry, aunque demasiado cercano a la quimera —apostilló su colega.
—¿Acaso es una quimera el escarabajo que usted posee?
Julia se sobresaltó al escuchar aquellas palabras. Frente a ella lord Bronsbury la miraba fijamente. Sus ojos, de un verde intenso, brillaban con fulgor, como si hubieran sido extraídos del magma en las entrañas de la Tierra. Durante unos instantes, ella volvió a sentir su magnetismo y el poder que se escondía más allá de aquella mirada.
Otra vez las incómodas sensaciones que ya experimentara con anterioridad la invadieron irremediablemente. Era algo que no podía precisar, y mucho menos comprender, y que la desasosegaba; pese a todo, trató de disimularlo.
—Se trata de una obra maravillosa, sin duda ajena a cualquier fantasía —recalcó Julia mientras adoptaba un aire de indiferencia.
Henry le regaló una de aquellas sonrisas, tan suyas, cargada de picaresca.
—A menudo, ocurre que en la vida las cosas no son lo que parecen —apuntó sin dejar de sonreír.
—Por eso la ciencia debe apoyarse sobre sólidos pilares —respondió Julia muy digna.
Los dos ingleses se miraron.
—¿Se le ha ocurrido pensar que quizá la verdadera historia no tenga nada que ver con lo que Barry le ha contado?
—Es posible —aseveró ella con toda la rotundidad de que fue capaz, tal y como si fuera el último baluarte de la ortodoxia científica—. Incluso es probable que nunca haya tenido lugar.
Henry movió su cabeza.
—Al menos reconocerá que tanto la figura de Neferkaptah como la de Khaemwase se encuentran documentadas. Desde luego, el cuarto hijo del gran Ramsés existió, y como confirman las inscripciones del escarabeo, Neferkaptah también. El que una figura tan importante como Khaemwase se encuentre involucrada en un relato semejante da que pensar, ¿no le parece? Todo lo referente a conjuros, ensalmos y hechizos forma parte del folclore de la época —indicó Henry, sin dejar de sonreír—. En mi opinión, es posible que Khaemwase encontrara el papiro.
Durante unos instantes todos permanecieron en silencio.
—Si al menos supiéramos dónde se encuentra enterrado Khaemwase… —apuntó el profesor.
—¿Su tumba no ha sido hallada? —preguntó Julia, a la que el comentario le había interesado.
—No —respondió Barry—. Mariette descubrió una momia cubierta con una máscara de oro, collares y amuletos de piedras semipreciosas en un túmulo cerca del Serapeum, en el año 1851. Durante un tiempo se especuló con la posibilidad de que aquellos fueran los restos de Khaemwase, aunque finalmente no existieron pruebas concluyentes. Este personaje parece diluirse como el agua entre los dedos —aseguró el profesor— y ha sido motivo de interés durante muchos años. Entre los años 1991 y 1993, sin ir más lejos, la misión japonesa de la Universidad de Waseda excavó en Saqqara, descubriendo los restos de un edificio de piedra caliza con el nombre y la imagen de Khaemwase. Es posible que la obra forme parte del conjunto de su tumba o conecte con ella, aunque no llegaron a encontrarla. En cualquier caso, el príncipe se halla bajo las arenas de la necrópolis en algún punto entre Abusir y Saqqara, de eso no me cabe duda.
—¿No estarán pensando en buscarlo? —saltó Julia con evidente espontaneidad, convencida de que aquellos dos tipos eran perfectamente capaces de ello.
Al observar su gesto, Henry lanzó una pequeña carcajada.
—No se preocupe, no tengo alma de excavador. Digamos que me mueven otros intereses de índole personal. De cualquier modo, no le negaré mi curiosidad por averiguar la verdad que pueda esconder todo este asunto.
—¿Quiere decirme que no está interesado en el papiro de Thot? —inquirió Julia con incredulidad.
—No le ocultaré que, como coleccionista, estaría encantado de poseer una obra como esa, aunque he de confiarle que sus lamosos conjuros me tienen sin cuidado. Sin embargo, Barry es de otra opinión, ¿verdad, amigo?
—Bueno —dijo este carraspeando—, un documento semejante tendría un valor incalculable para la ciencia; ese es el ánimo que me mueve, querida colega. Imagínese, sería un descubrimiento de primera magnitud para la egiptología.
Julia miró a ambos amigos, un poco desconcertada.
—Es evidente —concluyó Henry— que su misión en todo esto es, en principio, mucho más sencilla. Tiene una promesa que cumplir, satisfecha la cual espero que pueda regresar con su familia y, algún día, olvidarse del susto que ha pasado.
Un poco desconcertada, Julia desvió su vista hacia el neceser situado a sus pies. Su pequeño tesoro yacía en su interior envuelto en terciopelo rojo, ajeno a las ambiciones humanas. Pensó un momento en el hecho de que el aristócrata inglés no le hubiera pedido verlo, tal y como había ocurrido con su amigo, y le pareció extraño. Al fin y al cabo, aquel hombre había ofrecido una fortuna por él, y sin embargo…
Turbada, volvió a mirar por la ventanilla del avión. El horizonte estaba a punto de devorar por completo el fulgurante disco, ahora teñido de carmesí. En la distancia todavía podía observarse el contorno de una isla alargada sobre la que diminutas luces parecían repartirse caprichosamente, formando irregulares dibujos. Sus costas tenían aspecto de ser escarpadas, y tres macizos montañosos se destacaban entre la póstuma luz de aquel atardecer.
—Es la isla de Creta, y aquellas luces de allí corresponden a la ciudad de Heraclion —oyó que le decían.
—Creta —se dijo Julia embelesada—. Tierra de leyendas mitológicas y héroes legendarios. En ella se crió el mismísimo Zeus, padre de los dioses, y se desarrolló, entre el segundo y tercer milenio antes de nuestra era, una civilización espléndida.
Arrobada, Julia trató de distinguir cada accidente geográfico, imaginándose los emplazamientos en los que los milenarios hitos tuvieron lugar. Al instante pensó en su padre, de seguro que él sería capaz de trazar un mapa exacto de todas las gestas que los dioses y los héroes dejaron como inapreciable legado.
A Julia le vino a la memoria la historia del Minotauro, que don Sócrates le contara por primera vez siendo todavía muy niña. Se sonrió para sí al recordarlo y no pudo evitar situarla dentro de aquel emocionante paisaje. Allí gobernó el sabio rey Minos mucho antes de que tuviera lugar la legendaria epopeya de Troya. Y allí también fue donde mandó construir a Dédalo, el más famoso arquitecto del Ática, su fabuloso Laberinto, para encerrar a la bestia que había nacido del vientre de su propia esposa, Parsifae.
Julia suspiró sin ocultar su ensoñación.
—En aquella planicie se encuentra Cnosos —oyó que le comentaba Henry—. Allí fue donde Evans sacó a la luz sus maravillosos palacios.
Julia se volvió hacia él un momento y luego trató de descubrir el lugar que le señalaba, aunque no pudo. Siempre había querido visitar la capital de la civilización minoica, pero no había sido posible.
—Como sabes muy bien, querida colega —intervino Barry—, esta isla fue un enclave estratégico ya en aquellas épocas. El imperio marítimo que aquí se desarrolló fue de envergadura.
—También sus leyes lo fueron —musitó ella sin apartar la mirada—. Esa isla está llena de embrujo.
—Yo prefiero quedarme con su aportación al legado artístico —opinó Henry—. En Creta nacieron Dipoimos y Esquilis, dos escultores que en el siglo IV a. C. viajaron por el Peloponeso enseñando su arte a las futuras escuelas que harían grande a Grecia.
Julia miró al aristócrata y, en ese instante, el avión viró a la derecha haciendo que perdieran definitivamente toda perspectiva de la isla. Los silenciosos motores Rolls-Royce los sacaban de su espejismo, empujándoles con sus seis mil setecientos kilos hacia nuevos lugares, tal y como si fueran dioses caprichosos.
En apenas unos minutos todo fue distinto, la oscuridad envolvió a la aeronave con una singular celeridad, como si se sintiera apremiada por hacer acto de presencia. El avión volaba rumbo a Alejandría, puerta de entrada al milenario Egipto. Nut, la diosa de la noche de los antiguos egipcios, mostraba ya su vientre cubierto de estrellas, formando así la más majestuosa de las bóvedas. A Julia le pareció encontrarse tan cerca de los luceros que pensó que podía tocarlos a través del cristal de su ventanilla. Luego se dio cuenta de que aquella miríada de luces sólo salía a recibirla para darle la bienvenida al reino de la noche. Nut le abría así las puertas de sus ancestrales dominios, casi tan antiguos como el tiempo.