XIII

Sentado en el callejón del café Fishawy, Gamal Abdel Karim fumaba su narguila con parsimonia e indisimulado deleite. Casi pegado a la pared festoneada de espejos, Gamal entrecerraba sus ojos disfrutando del placer que le causaba el tabaco, en tanto veía a la gente pasar por el estrecho espacio que la terraza del café dejaba a aquel callejón, apenas un suspiro. Como casi siempre, este se encontraba atestado de asiduos, curiosos y turistas que no se resistían a abandonar El Cairo sin darse una vuelta por el café preferido de Naguib Mahfuz. Durante muchos años, Mahfuz acostumbró a reunirse en el interior de aquel local centenario con otros escritores para compartir tertulias de fina crítica y compromiso. Ahora que había muerto, su recuerdo seguía vivo entre los que lo conocieron y, cómo no, entre el decimonónico mobiliario de un café que él hizo suyo. Gamal lo llegó a conocer, y sentía un gran respeto por él, sobre todo a raíz del atentado que el premio Nobel sufriera años atrás y que casi le costara la vida.

Pero ese no era el único motivo por el que Gamal acudía con regularidad al «Café de los espejos», nombre con el que también era conocido el Fishawy. Las celosías que abovedaban la callejuela, las vetustas lámparas que parecían colgar en el vacío, las viejas paredes cargadas de recuerdos, el caos extendido por doquier. Todo ello formaba parte consustancial del escenario en el que se desenvolvía la vida diaria de aquel barrio, como también lo era la tienda de babuchas del bazar de al lado o el gato que, encaramado sobre un tejado próximo, lo miraba. Él observaba todo aquello y escuchaba lo que tuvieran que decirle; la calle era el lugar en el que trabajaba y habían acabado por entablar una estrecha relación, hasta el punto de que ella le hacía partícipe de la mayoría de sus secretos.

Tomó un sorbo de su té de menta y acto seguido extrajo de su bolsillo el tasbith, el rosario de treinta y tres cuentas que se solía utilizar para invocar los noventa y nueve nombres de Alá y que a él le relajaba, ayudándole a pensar. De nuevo entrecerró sus ojos mientras fumaba en la sheesa el tabaco de manzana, tratando de comprender lo que la calle quería decirle. Parecía haberse visto envuelta en rumores durante los últimos días que iban más allá de los que podían considerarse como usuales.

Él, Gamal, los conocía de sobra, pues no en vano todos acababan por llegar a él, hasta el último comentario, ya que era policía. Sin embargo, Gamal Abdel Karim no era un policía cualquiera, pertenecía a al shortah, la policía secreta egipcia, de la cual era jefe de departamento y muy considerado por los estamentos superiores de la Dirección General de Seguridad de El Cairo.

Además, Abdel Karim estaba muy bien relacionado y su astucia y gran perspicacia le habían granjeado una aureola que le acompañaba allá donde fuera. Aseguraban que no había criminal capaz de soportar sus interrogatorios y que muchos delincuentes preferían prestar declaración en cuanto lo veían aparecer.

Sin embargo, Gamal no era un hombre violeto. Sus maneras, siempre afables, se enmarcaban perfectamente dentro de su particular apariencia, pues tenía un aspecto bonachón acentuado sin duda por su enorme humanidad, ya que pesaba más de ciento veinte kilos. De estatura media, rostro mofletudo, cabeza tonsurada y vientre prominente, Gamal se asemejaba más a un aburrido sultán medieval que a un hombre cuyo cometido era capturar delincuentes; pero así era.

A sus cincuenta años, el policía no tenía intención alguna de renunciar a los pequeños placeres que le proporcionaba la gastronomía egipcia, a la que se entregaba como el más rendido admirador. Mas en todo caso nadie se lo reprochaba, pues eran los únicos excesos que se le conocían, lo que no era criticable dados los tiempos que corrían.

Gamal estaba casado y tenía nada menos que siete hijos, todos tan orondos como él; incluso su esposa, Amira, también mantenía un peso digno de consideración. Según decían, juntos formaban una familia feliz y muy unida, como correspondía a un buen creyente.

Un vendedor ambulante de relojes de imitación pasó frente a él, y lo saludó al reconocerlo.

—Adiós, Mohamed —murmuró el policía con voz cansina—. Espero que no te metas en más líos.

—Le aseguro que soy un hombre nuevo —indicó Mohamed haciendo pequeñas reverencias—. Aprendí una gran lección.

—Ya, ya —señaló Gamal, haciendo un gesto con la mano para que siguiera su camino.

Gamal suspiró mientras observaba como el vendedor desaparecía de su vista. Era un pequeño ratero que, como otros muchos, trataba de sobrevivir en aquella especie de Babel. Había cometido el error de robar un bolso a un turista, y estos se encontraban muy protegidos por la ley. Enseguida lo detuvieron y le cayeron siete años, el mínimo, por otra parte, de la pena impuesta a quien roba a un turista.

Gamal volvió a concentrarse en sus pensamientos. Aquella mañana alguien había asesinado al viejo Ibrahim. Uno de sus ayudantes lo había encontrado en el suelo, degollado, sobre un gran charco de sangre, con los ojos muy abiertos y una horrible expresión en su cara. La de la sorpresa ante la inesperada muerte.

Era un asunto feo, sobre todo por los oscuros negocios que el viejo se dedicaba a llevar. Ibrahim había trapicheado toda su vida, eso todo el mundo lo sabía, aunque curiosamente nunca se hubiera visto imputado. Claro que eso tampoco quería decir nada, pues de sobra conocía la corrupción que, en ocasiones, podía darse dentro del cuerpo. Los sueldos eran bajos y el viejo mercader siempre había sido muy listo.

Después de tantos años dedicándose al negocio de las antigüedades y de tratar con marchantes inmorales y agentes sin escrúpulos de todo el mundo, cualquiera podía haber decidido que era hora de ajustar alguna cuenta pasada con el viejo antes de que la muerte se lo llevara de forma natural.

Últimamente el barrio se había llenado de rumores, alguno de ellos ciertamente fantástico, a los que por otra parte sus paisanos eran tan aficionados. Maldiciones que se despiertan súbitamente por algún motivo desconocido, desgracias que acabarán por hacer acto de presencia entre los vecinos; en fin, cosas de ese tipo que a la gente le gustaba exagerar. En aquel momento, no había café en «el Khalili» en el que no se hablara del asesinato de Ibrahim ni bazar en el que no se hicieran componendas sobre la identidad del asesino o el móvil que lo había impulsado a hacerlo.

No obstante, existía otro tipo de rumores que le parecían más interesantes. El mercado negro del arte se encontraba un tanto agitado, recordando los lejanos tiempos en los que hiciera su agosto. Se aseguraba que algunos extranjeros estaban buscando con ahínco determinadas obras de arte y que un extravagante caballero inglés había hecho correr la voz de que estaba interesado en adquirir obras del Egipto faraónico. ¡Imagínense! ¡Alguien declaraba públicamente su intención de llevarse piezas pertenecientes al patrimonio del país!

Durante toda su vida, Gamal había conocido gente del más diverso pelaje, pero ninguno tan tonto como para manifestar abiertamente semejantes planes.

Claro que el policía tampoco creía demasiado en los tontos, y si había alguien capaz de hacer algo así, era porque albergaba otros pensamientos. Al parecer, el tipo en cuestión pertenecía a la alta sociedad londinense y se le había visto entrar en un par de ocasiones en casa de Abdul-al-Fatah, un hombre por el que sentía un gran respeto.

No había nada de extraño en ello, puesto que el inglés era un reputado coleccionista de arte y la casa del viejo Abdul, el lugar adecuado para hacer un posible negocio. Sin embargo, aquella misma mañana había preguntado a varias personas por el pobre Ibrahim, llegando casi hasta el portal de su casa. En aquel barrio, uno de cada dos transeúntes era policía o confidente de esta, por lo que el interés del inglés por la víctima hizo levantar sospechas de inmediato, sobre todo cuando aquel individuo abandonara después el lugar por el callejón más cercano como alma que lleva el diablo.

Gamal suspiró volviendo a beber su té. Nadie que hubiera cometido un crimen volvería al lugar de los hechos preguntando a todo aquel con el que se cruzaba dónde vivía la víctima, aunque en cualquier caso no estaría de más mantenerle vigilado y, llegado el momento, tener una charla con él.

En cuanto a los posibles autores del crimen, Gamal no tenía demasiadas pistas. El asesino era un profesional, de eso no cabía ninguna duda, pues había hecho un trabajo limpio y sin que ningún vecino oyera o viera nada extraño en casa del viejo. Debió de haber sido asesinado la noche precedente, ya que uno de sus empleados lo había encontrado muerto a primera hora de la mañana.

La tarde anterior, Ibrahim había recibido varias visitas de conocidos que estaban siendo investigados y, al parecer, la de una pareja de extranjeros de los que poco se sabía. A uno de los agentes que vigilaban la zona le pareció que la mujer era joven y posiblemente rubia, aunque llevaba el pelo recogido bajo un sombrero. Al hombre que la acompañaba lo recordaba mejor; era calvo, muy fornido, y andaba balanceándose de un modo particular.

Una descripción demasiado sucinta, aunque esperaba que fuera suficiente para averiguar de quiénes se trataba.

Gamal hizo una seña a uno de los camareros para que le sirviera otro té, dejó la sheesa sobre la mesa y, en ese momento, alguien le telefoneó. Al ver el número desde el que le llamaban, el policía cambió su expresión.

Durante unos minutos, Gamal prestó toda su atención al hombre que se encontraba al otro lado de la línea. De vez en cuando le contestaba con gravedad, pero enseguida volvía a escuchar lo que parecían ser instrucciones. Cuando colgó, Gamal Abdel Karim cogió su vaso de té y se lo llevó a los labios, luego lo saboreó con fruición.

Aquel caso debía llevarlo con suma discreción.

Julia observaba cariacontecida a sus dos acompañantes. Estos no parecían encontrarse de mucho mejor humor, aunque Henry lo disimulara más. Sentados alrededor de una de las mesas del bar del hotel, los tres amigos aparentaban hallarse sumidos en sus propias entelequias, alejados los unos de los otros.

Barry era el que peor se sentía de todos, aunque por motivos bien diferentes. La noche anterior el vientre se le había soltado de forma descontrolada y no había podido moverse de la habitación en todo el día.

—A eso de las tres de la madrugada las furias tomaron posesión de mis intestinos con verdadera inquina —se lamentó compungido—, no había quien pudiera aplacarlas —continuó—, ni siquiera con buenas palabras.

—Ni con malas —añadió Henry recuperando su aire burlón—. Hubo que llamar al médico del hotel para que se tranquilizara.

Julia se imaginó la escena, pavorosa, sobre todo teniendo en cuenta las ingentes cantidades que aquel hombre comía.

—Por san Jorge que no me he encontrado tan mal desde la fiesta de despedida de soltero de Bobby Gallaguer, en la que tuvieron que recogernos a todos en ambulancia con serios indicios de que no saldríamos con bien de aquella. Acabamos en el hospital y el bueno de Bobby no se pudo casar, aunque a la postre pareció una cosa del destino, pues acabó por formar familia con una de las enfermeras que nos atendieron. Curioso, ¿no?

A Julia las historias que le contaba su colega ya no le sorprendían, aunque reconoció que aquella tenía su miga.

—Gran tipo, Bobby Gallaguer —sentenció el profesor dando un sorbito a su limonada.

—Tendrás que estar a dieta durante al menos una semana —apuntó Henry, mortificándole—. Y, como dijo el doctor, nada de alcohol.

—¡Exageraciones! —exclamó Barry abriendo desmesuradamente los ojos.

—Y es una pena —prosiguió Henry, que disfrutaba haciendo rabiar a su amigo—. Porque mañana nos ha invitado Sayed a almorzar a su casa.

—¿Te refieres a Orejitas? —saltó Barry con gesto de preocupación.

Lord Bronsbury asintió.

—No hay problema. Mañana ya me habré recuperado completamente. Además, necesito reponerme lo antes posible; he debido de perder tres o cuatro kilos.

—No creo que sea lo más prudente —subrayó Henry.

—Sería una desconsideración por mi parte no acudir al almuerzo —sentenció muy serio el profesor, recordando la pantagruélica cena que disfrutara con anterioridad.

—En fin, tú verás. Pero no me hago responsable de lo que te ocurra —le advirtió el aristócrata.

—Su señoría siempre velando por mí —replicó Barry con un gesto de disgusto.

Durante unos instantes los tres volvieron a permanecer en silencio.

Julia no se encontraba de humor para reír las bromas de Henry. Lo sucedido en el museo y el posterior encuentro en la terraza del hotel le habían producido un estado de desolación del que no se había podido recuperar. Todavía tenía en la retina las imágenes de aquel hombre monstruoso caminando apenas a unos metros de donde ella se encontraba, moviendo su simiesca cabeza de un lado a otro como un depredador en busca de su presa. Julia había quedado tan impresionada que estaba convencida de que, aunque abandonara Egipto para siempre, nunca olvidaría aquel momento.

Henry la miró unos segundos y leyó la preocupación que se escondía bajo su semblante. Él sabía que Julia había salido del hotel, pero se abstuvo de hacer ningún comentario.

—Me temo que hoy haya ocurrido algo que va a complicar las cosas —murmuró observándoles.

Julia se sintió confundida y tuvo el presentimiento de que el inglés sabía que ella había estado en el museo.

—Han asesinado a Ibrahim —dijo Henry bajando la voz.

—¿Conocemos a alguien con ese nombre? —preguntó Barry sin comprender.

—No, y a este no lo conoceremos nunca. Ibrahim fue el anticuario que posiblemente pudo haber comprado las obras a quien las robó. Aunque eso ya jamás lo sabremos.

Ambos profesores permanecieron en silencio.

—Abdul me facilitó su nombre —aclaró Henry al observar su expresión— y esta misma mañana decidí ir a visitarle. Pero cuando llegué a su casa me encontré con que Ibrahim había muerto y la policía se encontraba tomando declaraciones.

—Bueno, es el procedimiento ordinario, ¿no? —dijo Barry despreocupadamente.

Henry negó con la cabeza.

—Para encontrar la casa de ese hombre me vi obligado a preguntar a medio barrio. La gente me miraba como si fuera un demonio. A estas horas todos los agentes de El Cairo deben de saberlo.

—Comprendo —murmuró Barry cabizbajo.

—No tengo la menor duda de que a partir de este momento la policía vigilará cada paso que dé. Hasta es posible que me consideren sospechoso.

Barry lo miró boquiabierto.

—Supongo que milord bromea.

—Me temo que no, amigo mío —añadió este con una sonrisa.

Julia lo observó volviendo a sentirse atraída por la flema que demostraba aquel hombre en las situaciones comprometidas. Después de haber escuchado a Henry, se sintió extrañamente incómoda, sin duda por el hecho de que hubiera ocultado a sus amigos su inolvidable experiencia.

—Yo también tengo una mala noticia que contaros —dijo suspirando, como con vergüenza.

Acto seguido les relató lo ocurrido sin olvidar un detalle. Cuando terminó, Henry la miraba fijamente con la cabeza algo ladeada y un rictus burlón en el rostro.

—¿La señorita Orloff trabajando para Baraktaris? Muy interesante —señaló entrecerrando los ojos.

A Julia la sola mención de aquel nombre la atemorizaba. Henry ya le había hablado de él en varias ocasiones y conocía cuál era su relación con cuanto le había ocurrido.

—Debe de hacer una simpática pareja junto a tu grotesco admirador —bromeó el inglés—. Algo semejante a la bella y la bestia.

A ella el comentario no le hizo ninguna gracia.

—El galán en cuestión se llama Mirko y, según tengo entendido, participó en la guerra de la antigua Yugoslavia, donde se rumorea que dio sobradas muestras de su brutalidad. Trabaja para Baraktaris desde hace años, y suele acompañarle a todas partes.

Julia no pudo reprimir un estremecimiento.

—Si él se encuentra en El Cairo, Baraktaris puede que no esté lejos; aunque eso lo sabremos mañana.

Durante unos segundos, Henry miró a los ojos de la española para comprobar cómo esta le mantenía la mirada. En ellos le pareció leer ciertas emociones envueltas en un velo de temor.

—Si me lo permitís, me retiro a descansar —dijo mientras hacía un ademán de levantarse de la mesa—. Estaría encantando que mañana nos acompañaras en el almuerzo. Pero eres libre de hacer lo que creas más oportuno. En cualquier caso, procura tener mucho cuidado.

Julia lo observó, pero no dijo nada, pues tanto sus ideas como su propio corazón se hallaban en un mar de dudas. Un mar cada vez más encrespado en el que ella parecía encontrarse a la deriva.

Sayed Khalil les había preparado otro banquete, aunque esta vez fuera más propio de semidioses legendarios que de humanos. Al ver tan ingente cantidad de platos y exquisitas viandas, a Barry se le saltaron las lágrimas, no se sabe si debido a la espléndida generosidad del anfitrión o al hecho de que tenía que guardar dieta.

—¡Oh, magnífico! —exclamaba sin poder remediarlo—. ¡Qué placer para los sentidos!

El almuerzo resultó tan agradable como cabía esperar, aunque a él asistiera un inesperado invitado con el que los tres amigos no contaban.

—¿No habéis oído hablar de Gamal Abdel Karim? —preguntó el anfitrión con gesto extrañado mientras hacía las presentaciones—. Eso es porque no lleváis el tiempo suficiente en la ciudad. En El Cairo el señor Karim es toda una celebridad, pues no en vano es el mejor policía de Egipto.

—¡Exageraciones, exageraciones! —protestó el policía haciendo un ostentoso gesto con la mano.

Luego, tras sentarse a la mesa, paseó su vista por todos los manjares que les esperaban, exclamando:

—¡Qué delicia! Amigo Khalil, no hay duda de que sabes agasajar a tus invitados como nadie.

—Estoy completamente de acuerdo con usted —intervino Barry sin ocultar la buena impresión que le había producido aquel hombre capaz de saber apreciar tan excelsas viandas.

Henry disimulaba su sorpresa por aquel encuentro mientras exhibía frente a los comensales sus habituales modales pausados. De vez en cuando, su mirada se cruzaba con la de Julia, que, finalmente, había decidido aparcar por un día sus miedos y acompañar a sus amigos al almuerzo. Como el aristócrata, ella también se daba cuenta de que la compañía de aquel agente no era ninguna coincidencia; mas permanecía callada, resistiéndose a caer en la tentación que suponía el cercano plato con tahina.

El policía, sin embargo, comía a dos carrillos.

Barry lo observaba como hipnotizado.

—¿No come usted? —le preguntó Gamal.

—No habría nada en este instante que me gustara más que disfrutar de este alarde culinario, señor. Pero me temo que mi vientre no me lo permita.

—¿Qué me dice? —profirió el funcionario sorprendido mientras se chupaba los dedos después de haber terminado con un kebab de cordero.

—A veces los intestinos no atienden a razones.

—En eso tiene usted razón. En fin, otra vez será.

Barry tragó saliva con dificultad al ver cómo aquel prodigio de voracidad atacaba un plato de haman o pichón asado relleno de arroz y especias.

—No he comido algo así en años —aseguraba Gamal con satisfacción.

—Gracias, gracias —sonreía agradecido el anfitrión—. Lord Bronsbury y yo somos amigos desde los tiempos en que coincidimos en el colegio. Ambos fuimos a Harrow.

Gamal asintió satisfecho en tanto untaba babaghannuj en el pan.

—Supongo que no pensarás cantar ninguna de las viejas canciones al señor Gamal, ¿verdad? —subrayó Henry socarronamente.

—Bueno, yo…

—Canten, canten si lo desean. No me incomodará en absoluto —comentó el policía mientras masticaba.

—Estoy convencido de que nuestro común amigo Sayed lo dejará para mejor ocasión —apuntó el inglés.

Gamal se encogió de hombros sin abandonar su aire beatífico.

—Antes de que llegarais —prosiguió Sayed—, el señor Khalil y yo comentábamos su último caso, el asesinato del viejo Ibrahim. En el barrio islámico no se habla de otra cosa.

—Así es —confirmó el policía, que ya se encontraba en los postres degustando un omm ali, hojaldre con pasas y otros frutos secos cubierto con nata—. Era un hombre muy popular en el barrio —dijo al terminar de masticar su dulce—; una desgracia.

Henry observó los despreocupados ademanes del agente en silencio.

—Era un reputado anticuario, ¿sabe? —señaló Gamal mirando al aristócrata mientras bebía una taza de té—. Claro que, ahora que lo pienso, puede que lo conociera. Según tengo entendido, es usted un acreditado coleccionista de arte, e Ibrahim llevaba en el negocio toda su vida.

Henry lo miró imperturbable.

—No, no lo conocía —indicó con aquel acento engolado que solía emplear en determinadas ocasiones—; aunque me hubiera gustado hacerlo. De hecho, me dirigía hacia su casa cuando me enteré de la fatídica noticia; una desgracia, como usted bien ha dicho.

Gamal se reclinó suavemente asintiendo con la cabeza.

—¿Tenía intención de hacer negocios con él? —preguntó mientras parecía estar decidiéndose por qué pasta elegir de entre las que se encontraban en un plato cercano.

—Señor Karim, yo siempre estoy dispuesto a hacer negocios con las personas honorables.

El policía soltó una risita y luego se llevó una pasta cubierta de almíbar a los labios.

—¡Señora, permítame recomendárselas! —exclamó con evidente placer—. Aquí la llamamos baklava.

—Me temo que mi dieta no me lo permite —le aseguró Julia.

—Es una pena. ¿Es la primera vez que nos visita? —quiso saber Gamal.

—Sí. Aunque es un viaje que siempre había querido hacer.

Gamal pareció satisfecho.

—¿Y qué le parece El Cairo?

—Una ciudad fascinante, rebosante de vida.

—Es muy amable. Pero sobre todo es muy segura; aquí puede pasear con tranquilidad a cualquier hora. Siempre hay algún agente velando por usted —apostilló mirándola fijamente a los ojos.

A Julia, los ojos del policía le dieron impresión de parecer ascuas encendidas con un brillo cargado de sagacidad que no se molestó en ocultar. Ella pensó al instante que aquel hombre era astuto como Sísifo, el personaje mitológico que fue capaz de engañar a la misma muerte.

—Eso espero, inspector —replicó ella con una media sonrisa.

Gamal volvió a lanzar una risita.

—En realidad soy jefe de departamento, no inspector. Algo así como lo que ustedes conocen con el nombre de comisario.

—Y según ya os comenté, es muy conocido en la ciudad. No hay caso, por difícil que parezca, que no sea capaz de aclarar —apuntó Sayed.

Gamal negó con la cabeza tímidamente.

—¿Y tiene alguna pista que le ayude a arrojar luz en el caso del anticuario? —le preguntó Henry inesperadamente.

El comisario se quedó sorprendido ante la audacia del inglés, aunque se cuidó mucho de demostrarlo.

—Como comprenderá, poseemos datos que no puedo confiarle. El crimen presenta algunas particularidades que están siendo investigadas y, con la ayuda de Alá, espero que en poco tiempo podamos resolverlo —señaló el policía sin dejar de mirar al aristócrata.

—Ojalá, querido amigo —intervino Sayed—, según tengo entendido, hoy el barrio se encontraba un poco alterado por lo ocurrido.

—El barrio lleva ya revuelto varios días —precisó Gamal—, ya sabes, Sayed. Nuestros paisanos son dados a la fantasía y a veces las calles se llenan de rumores sin fundamento. Para ellos, cualquiera puede ser sospechoso, aunque están convencidos de que a Ibrahim Mustafa lo ha matado un extranjero.

Henry no pudo evitar enarcar una de sus cejas en un gesto de sorpresa.

—¿Y en qué se basan para sustentar tal hipótesis? —preguntó.

—Le confiaré algo que ya parece saber todo el mundo —dijo Gamal—. El móvil del crimen no fue el robo. En el negocio del pobre Ibrahim no faltaba nada, ni tan siquiera se habían preocupado de revolver la tienda para confundirnos. Eso ha llevado a pensar a los vecinos que algún extranjero se había decidido a saldar antiguas cuentas pendientes con el viejo. El señor Mustafa no tenía enemigos aquí.

—¿Usted cree eso?

—Como dije antes, no son más que rumores de la calle. Pero todo es posible.

Durante unos instantes ambos hombres se miraron en silencio.

—En fin, ahora me temo que deba abandonarles —dijo Gamal súbitamente levantándose—. Tengo mucho que hacer, querido Sayed, aunque te confieso que he comido como un jedive; el hamam estaba insuperable.

Sayed le dio unos golpecitos de agradecimiento en la espalda.

—Créanme que ha sido un verdadero placer conocerles —aseguró el comisario, sonriendo al resto de los invitados—. Y nuestra conversación ha resultado muy esclarecedora.

Henry mantuvo su habitual flema.

—No sabe lo que me alegra escuchar esas palabras —señaló el inglés.

Gamal se detuvo un momento frente al aristócrata sonriéndole beatíficamente.

—Usted y yo sabemos que tiene una inteligente coartada, aunque quizá sea necesario el hacerle algunas preguntas —dijo con amabilidad.

—Me encuentro a su entera disposición, comisario —contestó Henry sin inmutarse.

—Estoy convencido de ello.

Luego, dirigiéndose a su anfitrión, se despidió de él dándole sendos besos en ambas mejillas.

—No te molestes, Sayed, conozco dónde está la salida. Espero que disfruten de una buena sobremesa.

Se hizo un extraño silencio entre todos los comensales mientras observaban a Gamal abandonar la sala. Como si al marcharse hubiera dejado aquella habitación sembrada de dudas e imprecisos presentimientos.

Al sentarse de nuevo a la mesa, Sayed intentó reconducir la situación.

—Te juro, Henry, que no he podido evitarlo. Él tenía interés en conocerte y, si no hubiera sido aquí, lo habría hecho en otro lugar.

—Espero que haya disfrutado con nuestra presencia —convino el inglés con ironía.

Todos rieron.

—Lo conozco bien y puedo asegurarte que es una buena persona, pero también procura cumplir con su trabajo concienzudamente. Estoy convencido de que algún día estará al cargo de la policía del Estado.

—En tal caso, será mejor ser amigo suyo, aunque me temo que debe vigilar su dieta.

Ahora fue Barry el que rió.

—No le des más importancia a sus palabras. A Gamal le encanta ser misterioso. Tiene unos métodos un tanto particulares.

—Yo creo que es bastante claro —aseguró Henry.

—Escucha —dijo Sayed cambiando de tema—. He hecho algunas averiguaciones y ya tengo la información que me pediste. Al parecer, hay una misión americana que terminó su excavación en Saqqara hace apenas una semana. Pertenece a una fundación cuya expedición es sufragada por completo por un filántropo multimillonario.

Henry y Barry se miraron con evidente complicidad.

—Se llama Spiros Baraktaris, un relevante hombre del mundo de las finanzas, y según me han asegurado, también aporta generosas ayudas a otras misiones arqueológicas que excavan por todo el mundo.

Lord Bronsbury arqueó una ceja sonriendo.

—Además, el tal Spiros se encuentra actualmente en El Cairo. Exactamente se aloja en el Mena House, al pie de las pirámides, en una de sus suites.

—¿Estás seguro de ello?

—Absolutamente, milord. Si quieres puedo darte hasta su número de habitación.

Henry mantuvo la calma sin exteriorizar lo que sentía.

—Espero que la información te haya resultado de alguna utilidad —señaló Sayed dubitativo al ver la cara que ponía su invitado.

—Más de lo que imaginas, querido amigo —dijo Henry guiñándole un ojo—. Brindemos por ello.

A Julia, el interior de los sótanos del Museo Egipcio le trajo aromas de las antiguas catacumbas. Interminables pasillos salpicados de cámaras selladas que comunicaban con nuevos pasillos y más cámaras que representaban una suerte de misterioso laberinto en el que se cobijaban obras de inconmensurable valor. Cerca de sesenta mil piezas que no tenían cabida físicamente en las exposiciones del museo y que aguardaban en las sombrías criptas el momento en que la luz las devolviera a la vida, como un soplido.

Algunas llevaban más de un siglo esperando, mucho tiempo para una obra inmortal, aunque no por ello dejaran de perder la esperanza de poder ser admiradas algún día por los ojos de los hombres.

Mientras recorría tan umbríos corredores, Julia tenía la sensación de hallarse en un lugar olvidado. Paredes desconchadas, suelos cubiertos de polvo, trémulas bombillas colgadas de los abovedados techos por insignificantes cables que apenas podían alumbrarse a sí mismas y, por todas partes, la triste compañía del abandono.

Sin embargo, aquellos sótanos despreciados por el tiempo poseían su propia vida e historias sorprendentes que, como las joyas que allí se atesoraban, esperaban el día en que fueran contadas.

Julia no sabía nada de aquello. Ignoraba que en semejante antro pudieran acumularse tales maravillas, y mucho menos conocía las enigmáticas historias que allí se daban cita. Era un reino de sombras de más de cien años al que el hombre había dejado a merced de su desprecio y de las propias leyes que en él habían terminado por originarse.

Aquella misma mañana Julia había recibido una llamada de Saleh. La voz inconfundible de aquel hombre le sonó tan desconfiada como la primera vez y le hizo imaginar al instante su rostro cetrino en donde el poblado bigote y los ojos, que solía abrir desmesuradamente, eran todo cuanto destacaba.

A través del teléfono, Saleh la había citado aquella tarde en los subsuelos del museo, rogándole encarecidamente que acudiese sola y fuera muy precavida.

Julia aceptó, a la vez que consideró detenidamente las últimas palabras del egipcio. Dadas las circunstancias, tomaría todas las precauciones que creyese oportunas, empezando por la de hacerse acompañar por Hassan y Magued, su peculiar taxista, hasta la misma puerta del museo.

Tal y como le habían asegurado, un funcionario del centro la acompañó hasta los sótanos, donde unos policías con uniforme blanco, sentados en la penumbra sobre viejas sillas de madera, le tomaron sus datos personales. Cumplido el trámite, uno de ellos se unió a la pequeña comitiva para adentrarse poco después en el laberinto en busca de Saleh.

Apenas habían recorrido unos metros cuando este surgió de entre los lóbregos corredores como si fuese una aparición.

—La profesora tiene un permiso expedido por la máxima autoridad para acompañarme al interior de las cámaras —dijo por toda presentación mientras entregaba al policía un papel con el sello del Servicio de Antigüedades.

El agente lo miró, devolviéndoselo acto seguido con una sonrisa de beneplácito.

El funcionario que la había recibido aprovechó el momento para despedirse, y Saleh hizo un gesto de invitación a la española para que le acompañase.

—Pocas son las personas que tienen la oportunidad de estar aquí, ¿sabe? —indicó Saleh señalando la sala a la que se dirigían—. Se necesita un permiso especial para ello que es muy difícil de conseguir.

Julia ladeó la cabeza y le interrogó con la mirada.

—Por fin, el Servicio se ha decidido a catalogar las piezas abandonadas en el sótano; eso al menos es un comienzo, aunque se tardarán generaciones en conseguirlo. ¡Imagínese, casi sesenta mil piezas!

—¿No estaban registradas? —preguntó Julia con incredulidad.

—Así es, señora.

—Pero entonces…

—Puede usted figurarse las irregularidades que han podido presenciar estas paredes —intervino Saleh asintiendo— y durante nada menos que cien años. Sólo Dios sabe las obras que han podido desaparecer; aunque como podrá comprobar, todo ese descontrol se ha terminado para siempre.

Luego se volvió con discreción e hizo una señal hacia el policía, que les seguía unos cuatro metros detrás.

—Ahora existe una vigilancia permanente de todo aquel que tiene acceso a los almacenes —subrayó el conservador.

Inconscientemente, Julia miró al policía, que le sonrió con aire inocente.

—¿Cuántas piezas se han catalogado? —preguntó la profesora.

—Unas diez mil. Como le comenté, necesitaremos muchos años hasta completar nuestra labor.

Julia hizo un gesto apenas perceptible.

—Sé lo que está pensando —dijo el conservador con perspicacia—. Pero le aseguro que aunque sus sueldos sean bajos, se cuidan de aceptar sobornos —indicó mientras volvía a señalar al policía—. La ley ha endurecido sus penas por este tipo de delitos, y las cárceles aquí no son como en su país.

Julia miró a su interlocutor mientras trataba de imaginarse lo que ocurriría si alguien tentaba a alguno de aquellos agentes, que apenas ganaban cuarenta euros al mes, con una cifra elevada; mas permaneció en silencio.

—Acompáñeme, por favor —la invitó Saleh con un ademán.

La pequeña comitiva se encaminó por uno de aquellos siniestros pasadizos bendecidos por el olvido, cubiertos de polvo y apenas iluminados. Sus pasos sonaban extrañamente apagados, como si las desconchadas paredes devolvieran su eco con manifiesta apatía, tal y como si en realidad fueran una ilusión.

A Julia le pareció que semejante símil le iba a la perfección, pues aquellos lúgubres pasillos parecían formar parte de una misma irrealidad.

Por fin llegaron ante una gran puerta metálica atravesada por enormes cerrojos que no hacían sino añadir una nota de tristeza a los lóbregos corredores. Sus cierres sonaron lastimeros cuando Saleh los manipuló, y la puerta chirrió desconsoladamente al abrirse, como si se resistiera a dejar el paso franco a aquellos intrusos ansiosos de fisgonear entre las reliquias que tan celosamente guardaba.

El conservador dijo unas palabras al policía y acto seguido hizo un ademán con el que invitaba a pasar a Julia.

—Él nos esperará aquí —indicó mientras accionaba el interruptor de la luz—. Ahora, dispóngase a presenciar lo inesperado.

La primera impresión que Julia tuvo ante lo que vieron sus ojos fue de incredulidad, aunque enseguida se transformara en absoluta estupefacción. El desangelado pasillo dejado atrás tenía su continuidad al otro lado de aquella puerta, quizá maquillado por una pintura color mostaza y salpicado por la luz de las pálidas bombillas que colgaban de largos cables desde el techo. La tenue iluminación hacía que la atmósfera de aquel corredor pareciera saturada de difusos velos, como si el color de los muros respirara por ellos, ensombreciendo aún más el ambiente. Julia tuvo la impresión de hallarse en una suerte de submundo, oscuro y misterioso, dueño de secretos aún por desvelar, que se mantenía como un bastión desafiante en las mismas profundidades de un museo abarrotado de obras de incalculable valor.

Con asombro, la profesora observó las estanterías metálicas situadas a ambos lados del corredor que se extendían a todo lo largo de este hasta donde la vista alcanzaba. Sus laterales se encontraban cubiertos por plásticos que pendían de la parte superior de la estructura y que hacían las veces de cortinas protectoras de las miles y miles de piezas que se ocultaban tras ellas sumidas en la indiferencia.

Reparó en un sarcófago dorado cuyo pálidos destellos pugnaban por abrirse paso entre la penumbra.

—Es magnífico, ¿verdad?

Julia miró a su interlocutor sin poder articular palabra.

—Tenemos catalogados cerca de doscientos como este, aunque hay muchos más.

—¡Doscientos! —exclamó la profesora sorprendida.

—Así es, y alguno de ellos contiene la momia del difunto.

—Pero… ¡es increíble!

—Con las obras que descasan en este sótano se podrían llenar varios museos —aseguró Saleh—. Por favor, sígame.

Julia tuvo la sensación de que pasaba revista a un panteón de reliquias sin nombre. Todo un ejército de joyas arqueológicas que formaba indolente a su paso a través de cámaras y corredores que parecían no tener fin. Sarcófagos, momias, bajorrelieves, estatuas, restos de cráneos, cerámica, cajas repletas de amuletos…, y todo por cientos; como si el tiempo los hubiera ido acumulando en el interior de aquel laberíntico sótano durante siglos. Incluso pudo distinguir entre algunas piezas los restos de unas páginas de un periódico local fechado en 1907.

Boquiabierta, la profesora parecía tomar conciencia de lo que veía.

—Ya le advertí que se tardaría generaciones en clasificar todo esto, señora.

Ella no dijo nada, pues a duras penas podía ocultar su confusión, y un sentimiento de tristeza vino a abrumarla ante la vista de semejante anarquía.

Recorrieron pasillos que se presentían interminables, cruzaron salas y se adentraron en nuevos corredores que llevaban a más cámaras y pasadizos que no acababan nunca. Cientos de metros de galerías polvorientas atestadas de hallazgos arqueológicos que una vez fueron desenterrados, para mayor gloria de los excavadores y aventureros, que alcanzaron la fama por medio de obras inmortales de otra época que, a la postre, habían terminado por ser repudiadas por gentes que les eran totalmente ajenas.

De vez en cuando, Saleh le daba explicaciones sobre alguna obra en particular mientras proseguían su camino.

—Nadie sabe con exactitud el número de piezas que hay. Imagínese, hace poco el doctor Hawass descubrió en estos corredores la momia de la reina Hatshepsut. Un hecho asombroso, sobre todo porque llevaba aquí cerca de cien años sin que nadie hubiera reparado en ella.

Apesadumbrada ante semejantes palabras, Julia pensó que todo aquello no dejaba de ser una afrenta a los propios dioses que un día gobernaron Egipto. Una de sus más grandes reinas había permanecido durante un siglo en tan detestable lugar.

Luego volvieron a su memoria los puntos de vista de Henry respecto al derecho a poseer tales obras, y reflexionó un instante sobre ello. Viendo el cataclismo que la rodeaba llegó a la conclusión de que esto era mucho peor, pues no hay nada que se pueda comparar a la fría indiferencia.

Sus pasos acabaron por conducirle a una nueva cámara que se diferenciaba de las demás por tener dos sillas de madera. El resto del mobiliario era el habitual: piezas amontonadas y varios arcones que ofrecían un aspecto lamentable.

El conservador hizo un gesto invitándola a tomar asiento.

—Este es mi refugio —dijo con indisimulado deleite—. Todo el museo gravita sobre esta sala.

A Julia la escena le recordó a la de una famosa obra en la que el protagonista habitaba en los sótanos del edificio de la ópera, aunque poco tuviera que ver Saleh con él.

—Paso horas en este lugar, ¿sabe? —indicó el egipcio mirándola fijamente a los ojos—. Aquí sigo la obra iniciada por mi padre muchos años atrás. Él llegó a conocer bien estos corredores y gran parte de las piezas que cobijan. Cuando nadie se interesaba por ellas, él las admiró. A su manera trató de catalogar una obra imposible.

—¿Su padre trabajó en el museo?

—Fue conservador, como yo; un hombre de otra época. Él me enseñó a respetar este sórdido lugar y los secretos que guarda.

Julia hizo un gesto de sorpresa.

—No sé de qué se extraña —apuntó Saleh al ver la expresión de su rostro—, todos los grandes museos los tienen. Aunque le puedo asegurar que los de aquí abajo superan a todos los demás.

Julia sintió un escalofrío e, inconscientemente, miró a su alrededor.

—Estamos solos —matizó el egipcio forzando una sonrisa—, o al menos eso espero.

Ella recompuso el gesto tratando de disimular la poca simpatía que sentía por aquel hombre.

—Secretos indescifrables, misterios insondables… Demasiados enigmas sin fundamento para mí —suspiró.

—Castillos en el aire, ¿no es así?

—Llámelos como usted quiera.

—Tiene razón, es imposible hablar con rigor de lo que se desconoce.

Julia hizo un gesto de desdén.

—Sin embargo, en cierto modo se encuentra atrapada por ellos —continuó Saleh.

—Si quiere que le diga la verdad, no sé qué hago aquí. A veces pienso que debería haber acudido a la policía para así haber terminado con todo este asunto.

—Pero no lo hizo. Decidió cumplir la última voluntad de un moribundo, demostrando con ello poseer unos principios que hoy parecen en desuso.

Julia se movió incómoda en su silla, ya que detestaba que la adularan. Saleh pareció darse cuenta de ello.

—¿Me permite que le haga una pregunta? —inquirió, volviendo a adoptar su habitual tono receloso.

—Claro.

—¿Qué opina del escarabeo?

—Que es una obra maravillosa —contestó ella escuetamente.

—Je, je. No me refería a eso, y usted lo sabe.

—Me temo que más allá de esa pieza no haya sino leyendas capaces de hacer enloquecer a los hombres.

—Entonces, ¿no cree en ellas? —preguntó el egipcio sorprendido.

—No más que en otras de las que se halla plagada la Historia. La única realidad es que alguien llamado Neferkaptah tuvo un final desgraciado.

Saleh la miró fijamente en tanto esbozaba una enigmática sonrisa.

—Escuche, Saleh —señaló la profesora, que empezaba a cansarse de los circunloquios del egipcio—. Sólo espero sus explicaciones. Ignoro cuál es la relación que le unía con Ahmed y qué se esconde detrás. Créame que estoy harta de sentirme espiada, de intrigas y maquinaciones de tipos ebrios de poder o de supuestas hermandades.

Julia vio como su interlocutor cambiaba de expresión.

—Si quiere que le entregue el escarabeo, deberá aclararme a quién representa usted y cuáles son sus fines. En caso contrario, le aseguro que no lo encontrará jamás.

El conservador apenas pudo disimular su crispación y masculló algunas palabras en árabe.

—¿No me diga que usted también va en busca de la inmortalidad? —continuó Julia alzando un poco la voz.

Saleh se puso lívido.

—Por favor, por favor —musitó, haciendo un claro gesto con sus manos para que bajara su tono—. No debe hablar así.

—¿Ah, no?, pues a no ser que me dé una explicación, no encuentro ninguna objeción para no hacerlo.

Saleh miró a su alrededor sin ocultar su desconfianza.

—Aunque usted no lo crea, existen poderes que van más allá de la razón —dijo apenas en un murmullo—. Hoy más que nunca el hombre pretende ser como Dios. Cree que su conocimiento lo abarca todo, pero ansia saber las claves que rigen el Universo, el destino de los hombres o el último viaje al reino de las sombras. Cuestiones todas ellas que se hallan lejos de nuestro entendimiento y que sólo a Alá o a su Dios corresponden.

Julia lo observaba sin perder detalle.

—La naturaleza humana no está preparada para el conocimiento supremo, pues es mezquina y tendería a hacer un mal uso de él —prosiguió Saleh—. Mire si no lo que ocurre a nuestro alrededor. Todos los días accedemos a un sinfín de informaciones inexactas, así como a teorías erróneas que no consiguen más que crear en nosotros una visión irreal de las cosas.

—Creo en la capacidad del ser humano para discernir en todos los asuntos —dijo Julia tranquilamente—. No me gusta que nadie decida lo que debo o no debo saber.

El egipcio negó con la cabeza.

—Se trata de algo mucho más complejo que eso. Encrucijadas a las que no debemos llegar.

—¿Quiere decir que usted o sus amigos vigilan los caminos que conducen a ellas?

—Veo que no puede entenderlo —señaló Saleh con gesto abatido—. Sus ojos no son capaces de ir más allá de una simple figura con forma de escarabajo; sin embargo, yo le aseguro que la historia de Neferkaptah es cierta, y que usted tiene en su mano el evitar que se desaten poderes que escapan a su imaginación.

—Escuchándole, cualquiera diría que he de hacer caso a quienes afirman de la existencia de hermandades secretas empeñadas en evitar la difusión de arcanos misterios —apuntó Julia con cierto retintín.

Saleh hizo una mueca que le dio a su rostro una expresión sardónica.

—A alguna de ellas incluso la han bautizado —aclaró la profesora con indisimulado regodeo—. Figúrese.

—Conmigo puede ahorrarse sus chanzas —saltó Saleh endureciendo su mirada—. Nada es como usted piensa.

Julia lanzó un suspiro.

—Mire, Saleh —dijo cambiando el tono de su voz—, confío en que no se moleste, pero quiero que entienda que me siento distante a todo este entramado.

El egipcio la observó un momento con atención.

—Lo sabemos, y también reconocemos su esfuerzo en todo este asunto; por eso se encuentra hoy aquí.

Ella enarcó una de sus cejas.

—Venga, le enseñaré algo —dijo el egipcio levantándose súbitamente para aproximarse a uno de aquellos vetustos arcones de madera.

Al abrir su tapa, Julia apenas pudo reprimir su asombro.

—¡Dios mío! —musitó, llevándose los dedos a la boca.

Saleh sonrió maliciosamente en tanto hundía sus manos en lo que parecía una miríada de amuletos y abalorios.

Ella vio con espanto cómo revolvía en su interior como si se trataran de piezas sin valor adquiridas en algún rastrillo.

—Aquí hay obras que harían las delicias de cualquier buen coleccionista —apuntó el conservador divertido al observar la expresión de su acompañante—. Mire —continuó, sacando como al azar una pequeña figura de cornalina.

—¡Es preciosa! —exclamó Julia, cogiéndola casi con reverencia.

—Es la diosa Maat —explicó Saleh señalando con un dedo a la pequeña pluma de avestruz que la figurita llevaba en la cabeza—. La divina representación del orden y la justicia para los antiguos egipcios. Hay muchas más como ella en el fondo de estos viejos arcones, y la mayoría están todavía sin catalogar.

Julia se la devolvió sin ocultar su perplejidad ante lo que veía; luego, observó como Saleh introducía un poco más su brazo en el interior del cofre y al poco sacaba un pequeño cilindro de cartón rígido. Acto seguido dirigió una mirada cargada de complicidad hacia la profesora y la invitó de nuevo a sentarse.

—Para una profesora de Historia como usted, los hechos fehacientes son los que cuentan, ¿no es así? —subrayó agitando el pequeño tubo de cartón.

Ella lo miró sin decir nada.

—Le mostraré algo que muy pocas personas conocen —señaló el egipcio mientras abría la parte superior del cilindro, y extraía de su interior lo que parecía un papiro—. Nadie en el museo sabe de su existencia, salvo yo, naturalmente; tome.

Julia cogió el viejo manuscrito que aquel hombre le ofrecía con sumo cuidado, desenrollándolo con mimo.

—Fue descubierto por Marietre hace más de ciento cincuenta años, durante las excavaciones que realizó en la zona del Serapeum, en Saqqara. Allí encontró una tumba que se supuso debió de pertenecer al príncipe Khaemwase y en cuyo interior se halló este pergamino. Supongo que a estas alturas ya habrá oído este nombre.

—Si no me han informado mal, fue el cuarto hijo del faraón Ramsés II —puntualizó la profesora en tanto trataba de adivinar el contenido del texto—. Parece encontrarse en perfectas condiciones —murmuró admirada.

—Tal y como si hubiera sido escrito ayer, ¿verdad?

Julia levantó su vista hacia el conservador, que le sonreía complacido.

—Durante más de un siglo se pensó que en verdad aquella era la tumba del príncipe, pero las últimas investigaciones han demostrado que no existen pruebas concluyentes para asegurarlo —prosiguió el egipcio—. ¿Puede leer el texto? —preguntó seguidamente al observar el interés con el que la profesora lo examinaba.

—No —señaló con naturalidad—, aunque sus trazos son elegantes; parece escrito en hierático.

Saleh asintió con suavidad.

—Pocas son las personas capaces de traducirlo. En realidad, el papiro que ahora tiene en sus manos sólo ha sido leído por dos: mi padre y yo.

Julia sintió un leve estremecimiento y, acto seguido, volvió a enrollar el pergamino con cuidado.

—No entiendo… —musitó ella mientras se lo devolvía.

—Como tantos otros hallazgos, el papiro vino a acabar entre las paredes de estos sótanos; totalmente olvidado.

—Pero… es incomprensible. ¿Nadie se interesó por él cuando Mariette lo descubrió? —preguntó Julia con escepticismo.

Saleh se encogió de hombros.

—Parece increíble, ¿verdad? Sin embargo, eso fue lo que ocurrió, como si una extraña casualidad hubiera querido que terminara por ser abandonado en este sombrío lugar, ignorado por todos.

—¿Quiere decir que nunca fue catalogado?

Saleh volvió a asentir.

—Mi padre fue el que lo volvió a encontrar, muchos años después, en el interior de una caja cubierta de polvo, como seguramente lo debieron de dejar aquí. Posteriormente comprobó que no existía ningún dato sobre él en el registro del museo; él fue el primero que tradujo el texto.

Julia escuchaba al conservador con sumo interés.

—No sé por qué, presiento que dicho texto está relacionado con el asunto que me ha traído hasta aquí, ¿me equivoco? —inquirió pensativa.

—Ya le dije que creo en la historia de Neferkaptah, y este papiro no es sino una prueba más que nos invita a no tomar su leyenda a la ligera —subrayó Saleh—. Al parecer, el texto fue redactado por el propio Khaemwase, pues está firmado de su puño y letra. En él nos habla de la tumba perdida de Neferkaptah y del misterioso Libro de Thot, algo que, sin lugar a dudas, pareció obsesionar al príncipe hasta el final de sus días. También nos advierte de las desgracias que puede llegar a acarrear dicho libro, así como de la necesidad de que nunca sea encontrado.

Julia parecía turbada.

—Yo diría que se trata de una prueba digna de consideración —aseguró el conservador a la vez que agitaba el enrollado papiro—. Tengo el convencimiento de que su amigo el inglés se entusiasmaría si lo leyese.

—Algo a lo que me imagino que se opondrá —dijo ella como regresando a la realidad.

—Seguro que es usted capaz de comprenderlo —indicó el egipcio mientras volvía a introducir el manuscrito en el tubo de cartón—. Mi único interés es hacerle ver el propósito que se esconde detrás de todo esto. Debemos dejar que Neferkaptah continúe descansando en paz.

Julia lo observó en silencio en tanto ordenaba sus ideas.

El conservador se dio cuenta de ello.

—El escarabeo que usted posee no tendría mayor valor en sí mismo que el de la soberbia joya que es, si no fuera porque supone una llave con la que poder abrir una de las puertas que conducen hasta el Libro de Thot, aunque quepa la posibilidad de que finalmente no resulte de ninguna utilidad.

—¿A qué se refiere?

—A cada hora que pasa corremos el riesgo de que alguna de esas otras puertas sean abiertas. Los que se han puesto ya en camino no cejarán en su empeño, señora. Están buscando con ahínco la tumba de Neferkaptah y en cualquier momento pueden hallarla; se encuentran muy cerca.

—Estoy de acuerdo en devolver a la necrópolis lo que una vez se le arrebató —dijo Julia con rotundidad—. No existe un sitio más adecuado para el escarabeo que enterrarlo bajo las arenas que lo guardaron durante miles de años. Lejos de la ambición humana.

—Exacto. Ninguna persona puede pretender cambiar su propia naturaleza. Nadie tiene derecho a apoderarse del papiro, liso es lo que trato de explicarle.

Julia desvió su mirada perdiéndola por entre los anaqueles y los viejos baúles.

—Los Hombres de Negro… —susurró ella quedamente, apenas en un murmullo.

Durante unos instantes ambos se miraron en silencio.

—Son muchos los nombres empleados para referirse a nosotros —señaló Saleh sin inmutarse—; todo es producto de la desbordante fantasía que el hombre es capaz de desarrollar ante lo que le resulta misterioso o incomprensible.

—Entonces…, es cierto. Algunos aseguran que existen desde hace milenios.

—No seré yo quien dé alimento a los mitos. Creo que he sido generoso en mis explicaciones, señora. Confío en que después de esta conversación se avenga a dar cumplimiento a lo que la ha traído a Egipto.

Al escuchar aquellas palabras, ella parpadeó ligeramente, como si inconscientemente fuera aún presa de las dudas.

—Espero sus noticias —dijo Saleh levantándose de su silla—. Mientras tanto, tenga mucho cuidado; la propia figura que usted posee es capaz de influir sobre su persona, pues, aunque no lo crea, rezuma magia de otro tiempo. Hágame caso, sé de lo que le hablo; en el fondo de esa obra de arte anida la desgracia, no permita que la atrape.