XII

Recostado contra los almohadones de su cama, Spiros Baraktaris observaba el amanecer. A través de la ventana abierta de su habitación, la silueta de la Gran Pirámide se recortaba majestuosa, alumbrada por los tímidos rayos del sol que se anunciaba por el Este. Todo un privilegio reservado sólo a aquellos que pudieran hospedarse en una suite como aquella en el hotel Mena House.

El hotel, un palacio transformado en 1869 para acoger a la emperatriz Eugenia de Montijo con motivo de la inauguración del canal de Suez, resultaba el lugar idóneo para él. Estaba situado al pie de las pirámides, próximo a la carretera que conducía a Saqqara, era lujoso y, sobre todo, estaba alejado del centro de la ciudad y de sus miradas indiscretas; algo que, por otro lado, Spiros consideraba fundamental.

El griego observó cómo la claridad aumentaba paulatinamente, permitiéndole reparar con mayor detalle en la inmensa mole de piedra que se levantaba al otro lado de la ventana. Aquel monumento le fascinaba, y si se lo hubieran permitido habría sido capaz de comprarlo para así poder admirarlo él solo. Siempre que lo veía sentía envidia del faraón que lo construyó, Keops. Aquel nombre representó el verdadero poder sobre la tierra que una vez, hacía cuatro mil quinientos años, le llegara a adorar como a un dios; incluso su obra había perdurado como si fuera inmortal.

«Buenos tiempos los del gran Keops», se dijo Spiros en tanto encendía un cigarrillo. Ahora las cosas funcionaban de diferente forma, aunque los hombres también acabaran trabajando para el poder.

Un suave rayo de luz entró por aquella ventana que le había hecho soñar durante un momento con épocas lejanas. Su haz llegó hasta la cama besando las sábanas para, seguidamente, acariciar el cuerpo desnudo situado a su lado. Spiros lo miró mientras fumaba, recorriendo con sus ojos cada curva de unas formas casi perfectas. La piel de aquella joven había resultado ser suave y ardiente a la vez, como el propio temperamento que ella había demostrado poseer. Aspiró con satisfacción el humo de su cigarrillo mientras se recreaba por un instante en la visión de aquel cuerpo de vértigo; luego exhaló con suavidad el aire y continuó concentrándose en sus pensamientos.

Los hechos se habían precipitado de forma inesperada hasta el punto de haberse visto obligado a abandonar sus negocios para acudir personalmente a El Cairo.

Sonrió para sí mientras volvía a observar la Gran Pirámide. La diosa Fortuna parecía dispuesta a cobijarle bajo cualquier circunstancia, manejando los hilos de la casualidad como sólo los dioses eran capaces de hacerlo. Sólo así podía explicarse la increíble suerte que había tenido.

Todo había sucedido durante los últimos días de excavación de su misión en Saqqara. Corrían los primeros días del mes de mayo y los excavadores se disponían a dar por finalizada aquella temporada hasta el invierno próximo, como solía ser habitual. Con la primavera avanzada y el tórrido verano en el horizonte, los arqueólogos cerraban sus campañas hasta que el infernal calor que se avecinaba los abandonara. Por lo general trabajaban dos o tres meses, en los que desarrollaban una minuciosa labor científica que llegaba a alargarse durante varios años.

En la mayoría de las ocasiones desenterraban múltiples objetos de cerámica, restos que proporcionaban interesantes datos con los que profundizar en el estudio de la antigua civilización del Valle del Nilo. Si alguna pieza de valor salía a la luz, el inspector que el Servicio de Antigüedades había asignado a la excavación se hacía cargo de la misma para su inmediato registro.

Spiros había demostrado ser afortunado desde el principio. La misión, que él mismo sufragaba por completo, había elegido excavar en un paraje apartado que al propio Servicio de Antigüedades le pareció yermo de cualquier vestigio del pasado. Quizá fuera por ese motivo por el que les asignaran un inspector inexperto, algo que ocurría con frecuencia, con el propósito de que aprendiera su oficio trabajando junto a excavadores profesionales.

Forrester, uno de los excavadores, un tipo con gran experiencia y tan pocos escrúpulos como Spiros, se había encargado de manejarlo a su antojo con gran habilidad, logrando ocultar de su vista las dos preciosas piezas que más tarde desaparecieron. Tras el fulminante despido del responsable de la misión, Baraktaris decidió que Forrester era la persona adecuada para el cargo, y sin duda acertó.

Una tarde, mientras se encontraba excavando algo apartado del resto, Forrester descubrió lo que parecía el dintel de una puerta. Dándose cuenta de lo que aquello podía significar, el arqueólogo limpió con gran disimulo una pequeña área, con tan buena suerte que aparecieron unas inscripciones jeroglíficas grabadas en la piedra en las cuales podía leerse el nombre de Neferkaptah. Obviamente, Forrester cubrió con arena de nuevo el hallazgo, tal y como si nada hubiera pasado, y continuó con su trabajo en otra parte.

Inmediatamente, el encargado comunicó la buena noticia al magnate, y él aprovechó que la temporada tocaba a su fin para cerrar la excavación hasta el siguiente año, dando encarecidamente las gracias al inspector por su colaboración.

Durante unos días, Spiros se había sentido presa de una excitación difícil de imaginar, pues estaba convencido de que el dintel que Forrester había descubierto correspondía a la puerta de la tumba de su anhelado Neferkaptah. Pero enseguida se dio cuenta de la necesidad de obrar con prontitud, pues las dos piezas que habían desaparecido suponían un gran peligro para su precioso secreto.

Él sabía muy bien que otros andaban tras su pista, y también que la noticia podía llegar a oídos del Servicio de Antigüedades. Por eso debía tener todo listo para la próxima luna nueva.

Hizo una pequeña mueca de contrariedad al pensar en las dos obras robadas. Representaban un pequeño borrón en la soberbia página que había escrito para él la buena suerte. El premio final, la ansiada recompensa, le esperaba cubierta por la arena de la milenaria necrópolis, perdida como una leyenda más en la que, sin embargo, él sí había creído. El poder sobre la materia, la inmortalidad; sin duda eran razones más que suficientes para que un hombre como él acometiera semejante empresa.

Spiros suspiró en tanto apagaba la colilla en el cenicero situado sobre su mesilla. Acto seguido volvió a mirar a la mujer acostada a su lado. Los rayos del sol incidían sobre su cara dándole un aspecto angelical que distaba mucho de poseer; junto a él, Anna Orloff dormía plácidamente.

«Anna Orloff, ¿o quizá debiera decir Sukov?», pensó Baraktaris. El apellido daba igual, pues era el mismo que de una u otra forma llevaban miles de personas. Aquella joven había demostrado poseer tan poca conciencia que, a la postre, él había llegado a considerarla. Tenía una ambición sin límites que no se preocupaba en ocultar, y una afición por el lujo que parecía llegar a obsesionarla, aunque el dinero le gustara todavía mucho más.

A Spiros esto no le sorprendía en absoluto, pues muchas de las mujeres que conocía eran así. En su opinión, lo único que las diferenciaba era que unas se sabían con las armas apropiadas para intentarlo y otras no. A Anna le reconocía un talento natural para alcanzar sus metas, pues poseía el don de la hermosura y un dominio de las artes amatorias que, incluso a él, le había sorprendido.

¡Quién hubiera podido suponer que tras aquella carita de belleza angelical se escondía un verdadero pozo de insaciable concupiscencia! Sin embargo, eso era lo que le había demostrado con creces aquella noche.

Al pensar en ello, Spiros se ufanó en cierto modo. No cabía duda de que el paso del tiempo había dejado en él sus secuelas. Con los años había engordado, aunque todavía conservara gran parte de la apostura que tuviera de joven. Seguía resultando atractivo para las mujeres, incluso más si cabe, pues su inmensa fortuna lograba hacer parecer a sus canas pura plata fundida en las fraguas de los antiguos dioses.

Spiros todavía mantenía una buena parte de la enorme potencia sexual de su juventud; suficiente, en todo caso, para satisfacer a cualquier mujer, incluida Anna, que le había obligado a emplearse a fondo.

La joven conocía perfectamente las reglas de aquel juego y cuál era el papel que le tocaba desempeñar. Los 680 000 euros que había intentado sacarle a raíz de la fraudulenta subasta debía compensarlos adecuadamente, y ella aparentaba disponer de buen ánimo.

Sin embargo, para Spiros no era más que una zorra astuta para la que tenía reservados algunos planes. Estaba dispuesto a que sudara hasta el último euro, y ello le llevaría sin duda un tiempo.

Por el momento, debía restituir sus intereses en El Cairo. En cierto modo, ella había ayudado a lesionarlos al adquirir el escarabeo que le habían robado.

Anna conocía la identidad de la persona que se lo había vendido, y esta la del posible ladrón, así pues, dejaba a su avispada amante la posibilidad de reintegrarle, en parte, lo que le habían sustraído. Spiros intuía que el papiro encontrado en el interior de la caja de ébano podía tener una importancia decisiva en el descubrimiento que tanto anhelaba. Era imprescindible que la joven encontrara su rastro; si quería seguir disfrutando de la vida, claro. Faltaba una semana para la luna nueva, y ese era todo el tiempo del que disponía.

Los rayos que incidían sobre su rostro la hicieron pestañear. Como una gata mimosa se desperezó suavemente en tanto miraba con indisimulada lascivia al griego. Poco a poco deslizó una de sus manos por el pecho de su amante hasta llegar a la entrepierna. Allí jugueteó con habilidad con el miembro de Spiros, despertándolo de su letargo. Lo vio crecer e hincharse paulatinamente hasta alcanzar el tamaño que ella deseaba. A la joven le había sorprendido el tamaño de aquel miembro que era incapaz de abarcar con su mano y que le había proporcionado un gran placer, como pocas veces había sentido en su vida.

Anna miró una vez más con picardía a los ojos del griego, y luego se acurrucó llevándose el pene hasta sus labios. Durante unos instantes pareció hablar con él, susurrándole inconfesables juegos a los que este no estaba dispuesto a renunciar. Entonces, la joven notó como una mano se posaba sobre su nuca empujándola con suavidad. Ella sólo tuvo que abrir la boca para que aquel miembro iniciara su particular carrera de espasmos y sacudidas.

Spiros entrecerró los ojos, invitado por las primeras oleadas de placer, observando cómo la imponente figura de la Gran Pirámide se distorsionaba un poco; entonces pensó de nuevo en Keops.

Aquella misma mañana, Henry se acercó hasta la embajada de su país a presentar sus respetos. El secretario era un viejo conocido suyo que también había estudiado en su mismo colegio, con el que pudo departir durante unos minutos.

—Su excelencia el embajador no está en este momento, pero cuando regrese le comunicaré que lord Bronsbury ha venido a saludarle.

—Gracias, James. Estoy en viaje privado y el motivo de mi visita es únicamente de cortesía, quedando a vuestra disposición.

—Muy amable. Por cierto, Henry, el viernes se celebrará una fiesta con motivo del cumpleaños de su excelencia a la cual estoy convencido de que le gustaría que asistieras.

Henry hizo una leve inclinación con la cabeza.

—Me encantaría acudir, sin duda.

—Supongo que milord vendrá acompañado —dijo James con cierto retintín.

—Pues sí, sería una buena idea; por dos personas, exactamente. ¿Tendrías la amabilidad de incluirles en la invitación? Te quedaría muy agradecido.

—Será un placer, Henry —repuso su amigo sonriéndole.

—Por cierto, James. Me vendría bien contar un día con un conductor de tu entera confianza. ¿Crees que podría ser posible?

—No creo que haya ningún problema.

—Espléndido. En ese caso nos veremos el viernes.

Después de su breve estancia en la embajada, Henry se dirigió hacia el Khan-al-Khalili, a casa de Abdul, donde tenía una cita con el viejo mercader. Sentados en los mullidos almohadones de aquella sala pletórica de nostálgicos recuerdos, ambos amigos degustaron un té mientras hablaban de trivialidades y de lo mucho que habían cambiado los tiempos.

—Milord debería haber nacido cien años atrás —aseguró el anciano.

—Bueno, Abdul, tampoco conviene exagerar. Hay que ir con los tiempos que a uno le toca vivir, aunque sin duda tú y yo hubiéramos podido hacer muy buenos negocios en aquella época.

El viejo rió astutamente.

—Tampoco estaría bien menospreciar los que hemos realizado en esta, ¿no le parece a su señoría?

—Así es, amigo mío. Tengo mi casa repleta con tus recuerdos, objetos que me son muy queridos y que poseen su propia historia, como tú bien sabes.

Abdul asintió al tiempo que servía otra taza de té.

—La señora que le acompañó el otro día es persona de buen corazón —dijo dando un pequeño sorbo.

—Y de gran coraje. La encontré en medio del océano, enfrentándose sola a un mar repleto de tiburones.

Abdul volvió a reír.

—Hoy las mujeres son capaces de tomar sus propias decisiones, aunque aquí, en El Cairo, los tiburones se tornan chacales; la señora no podría sobrevivir sola demasiado tiempo. Su señoría haría bien en cuidar de ella.

Henry miró a su amigo por encima del borde de la taza que tenía en sus labios, escuchándole con atención. Como bien sabía, allí las conversaciones tenían su propio protocolo.

El anciano entrelazó las manos sobre su regazo, en tanto observaba a su invitado dejar la tacita sobre la mesa, luego dirigió su vista en derredor para cerciorarse de que se encontraban solos.

—Tengo buenas nuevas que darle a su señoría. Aunque dudo mucho que las consecuencias que se deriven de ellas también lo sean.

Henry permaneció callado.

—Como ya adelanté a milord, uno de mis trabajadores creía conocer al tipo que vino a verme con el escarabeo. Pues bien, he hecho mis averiguaciones y parece no existir ninguna duda sobre su identidad, incluso dispongo de información que estoy seguro le va a interesar.

Henry continuó guardando silencio sin dejar entrever sus emociones.

—Tal y como me adelantaron, el individuo en cuestión vive en Shabramant, y atiende al nombre de Ali Ismail, aunque todo el mundo lo conoce como Ali «el Cojo», pues arrastra una cojera en una de sus piernas desde su juventud.

El inglés juntó sus manos como queriendo reflexionar.

—Entonces no me será difícil dar con él —musitó al cabo de unos segundos.

—Depende. Si él llegara a sentirse amenazado, nunca lo encontraría.

Henry parpadeó volviendo a sumirse en sus cuitas.

—¿Estás seguro de que se trata del hombre que busco?

—Sin la menor duda. Al enterarme del detalle de su cojera, vino a mi memoria que, efectivamente, el hombre que me visitó parecía cojear un poco, aunque luego comprendí que hizo lo posible por tratar de disimularlo.

El aristócrata pareció considerar aquellas palabras.

—¿Cómo pudieron llegar las obras a sus manos? —preguntó al fin, sin apenas levantar la voz.

—Esa es la segunda buena noticia que tengo para su señoría —dijo el viejo sonriendo ladinamente—. Ali estuvo empleado en una excavación en Saqqara hasta hace pocos días. Estoy seguro de que las consiguió allí.

—Hum… No resulta nada fácil robar en una excavación —murmuró el inglés.

—Cierto, aunque le garantizo que ocurre todos los días. Al anochecer, un buen número de buscadores de tesoros se aventuran en las necrópolis desde Dashur hasta la misma Guiza para ver qué encuentran. Suele ser gente procedente de los pueblos cercanos que no duda en arriesgarse a que la policía les detenga si con ello pueden conseguir algún botín. Estos ladrones aprenden el oficio desde niños, y son muy astutos. Conocen cada metro cuadrado de las inmensas arenas que cubren Saqqara, y algunas de las familias que se dedican a esto tienen una tradición centenaria.

Henry lo interrogó un momento con la mirada.

—Seguramente, Ali se dio cuenta de que las piezas habían sido ocultadas al inspector; esta gente es muy lista —le explicó Abdul.

—¿A cargo de quién estaba la excavación?

—Era una misión americana, al parecer se trata de una fundación, aunque ese detalle le será fácil de averiguar a su señoría. El encargado se llama Forrester.

—¿Forrester? —Henry se acarició la barbilla pensativo.

El anciano asintió.

—¿Crees que todavía tendrá la caja de ébano en su poder?

Abdul hizo un gesto de duda.

—Eso nadie lo puede asegurar. El día que se marchó de aquí le vieron entrando en casa de Ibrahim Mustafa.

—¿Le conoces?

—Ibrahim es un comerciante tan viejo como astuto. Su figura siempre ha estado rodeada de sospechas, aunque aquí en el barrio todos lo conozcamos de sobra. Pertenece a una legendaria familia de ladrones en la que su abuelo, que fue capataz en varias excavaciones, decidió dar salida a sus hurtos, iniciando así el actual negocio familiar.

—Comprendo.

—Ibrahim conoce bien los caminos más oscuros de este negocio. Posee buenos contactos con marchantes sin escrúpulos en el extranjero, por lo que puede ser la persona idónea a la que ofrecer obras de dudosa procedencia.

—En ese caso, ¿por qué vino Ali a visitarte a ti primero?

—Milord, lo único que Ibrahim y yo tenemos en común es nuestra vejez, y que ambos continuamos solteros. El motivo por el cual Ali vino a mí es porque sabía de sobra que en caso de interesarme, me sacaría más dinero. Ibrahim es un auténtico usurero que se aprovecha del ilícito origen de un objeto para pagar poco por él. Es un redomado truhán.

—¿Vive cerca de aquí?

—Sí. Su casa se encuentra en una callejuela pasada la calle de Al Muyzz Li-Din Allah, a diez minutos caminando; aunque ya le anticipo que no sacará nada de ese hombre.

—He de ver a Ali —dijo Henry—. Tengo que conseguir una cita con él.

Abdul no pudo evitar lanzar una pequeña carcajada.

—Discúlpeme su señoría, pero me temo que no estemos en Londres.

—Necesito que sepa que estoy dispuesto a comprar la caja con el papiro. Tú puedes ayudarme en ello, Abdul.

—Sin duda milord no se ha parado a considerar el peligro que entraña lo que pide. Si entra en ese pueblo en busca de Ali, le garantizo que, en el mejor de los casos, saldrá sin un penique, y en el peor, no saldrá.

—Confío en mis posibilidades —dijo Henry con tranquilidad.

Abdul sacudió la cabeza.

—Este asunto no me da buena espina, puedo olerlo. Existe un peligro real detrás de él.

—Escucha. Haz que se entere de que un tipo excéntrico está interesado en comprar antigüedades. Si tiene la caja en su poder, accederá a verme.

—Je, je. La calle ya sabe que está interesado en eso. Su señoría mismo me pidió que corriera la voz, ¿recuerda? Ello traerá consigo cierta desconfianza, pues también llegará a oídos de la policía. Incluso se puede pensar que su excelencia no es más que el cebo de una operación.

—Espero que no —suspiró el inglés.

—Milord —dijo Abdul en tono confidencial—. En la calle se respira una atmósfera que no me gusta. Hay rumores que advierten de desgracias. Peligros que se intuyen sin saber por qué. En este barrio la gente es capaz de percibir esas sensaciones aunque no exista un motivo aparente para ello. Las viejas leyendas vuelven a circular por las callejuelas como si se tratara del ángel exterminador, pues a todos llenan de temor.

—No estarás hablando en serio, amigo mío.

—Somos un pueblo supersticioso al que le gustan las historias —indicó el anciano con voz grave—, y alguien se ha encargado de hacernos llegar las más misteriosas.

—¿Te refieres a la hermandad de la que nos hablaste?

Abdul se encogió de hombros.

—Hay quien cree que pueden desatarse antiguas maldiciones.

—Chismes sin duda, Abdul. Ya sabes lo que opino sobre ello. En cualquier caso, tengo que conseguir esa caja —señaló con seriedad mientras se levantaba de los almohadones—. Prometo recompensarte espléndidamente por tus servicios.

Abdul levantó una de sus manos quitándole importancia.

—Por cierto, en referencia a lo que hablamos por teléfono el otro día…

—Su señoría no tiene por qué preocuparse —aseguró Abdul—, todo se hallará a su entera satisfacción.

Henry sonrió y le dio unas palmaditas en el hombro.

—Recuerda que no dispongo de demasiado tiempo —le advirtió mientras atravesaba la sala.

—Antes de marcharse, tengo algo que quiero que vea su señoría —dijo Abdul dirigiéndose hacia el escritorio—. ¿Qué le parece? —inquirió, regresando con una fusta en la mano.

—¡Es magnífica! —exclamó Henry—. Ya no se ven fustas como esta.

—Perteneció a lord Cromer. Al menos eso fue lo que me aseguró mi abuelo, que fue quien me la regaló.

—Si no recuerdo mal, lord Cromer fue alto comisionado de Su Majestad en Egipto a principios del siglo pasado.

—Más bien el verdadero amo de Egipto hasta 1907 —apuntó Abdul—, el jedive Abbas II fue un títere en sus manos.

Henry guardó silencio mientras examinaba la fusta.

—Los años han pasado demasiado rápido, y desde hace tiempo he pensado que sus manos eran las más adecuadas para tener esta reliquia.

El inglés le miró sorprendido.

—Soy demasiado viejo, y a mi muerte no sé a quién podría llegar a parar. Ruego a milord que acepte este regalo como prueba de nuestra amistad después de tantos años; sé que hará el mejor uso de ella.

Sumido en sus pensamientos, Henry se dirigió a la casa de Ibrahim Mustafa. Las emociones se desbordaban desde su corazón, haciéndole sentirse más vital que nunca a cada paso que daba. Sus propios impulsos iban mucho más lejos que los de la pasión de un simple coleccionista, empujándole irremediablemente hacia los nuevos senderos que había descubierto y que le atraían con tan poderosa fuerza. Él mismo era el primer sorprendido por ello, pues sentía que, de alguna manera, su vida había tomado una nueva dimensión. Su existencia regalada no podía compararse con el alud de sentimientos que le embargaban. Alguien había abierto la puerta de la inmensa jaula de oro en la que se encontraba permitiéndole volar por unos cielos que le hacían vibrar. Notaba el poder de la atracción de lo desconocido y percibía el particular regusto de un peligro que, cercano, flotaba en alguna parte. El misterioso escarabeo había resultado ser un acicate para asomarse a aquellos caminos repletos de emociones en los que se encontraba atrapado.

Pensó en Julia; su mera persona representaba una prueba palpable de todo lo anterior. Él había descubierto que le gustaba observarla, que disfrutaba con el simple hecho de escuchar su conversación o presenciar sus enfados. Ella era una persona normal, pero alejada de los fatuos fingimientos y estereotipados comportamientos a los que él se hallaba acostumbrado, y que eran moneda de curso en el ambiente en el que él se desenvolvía. Su reino había resultado ser vacuo e insospechadamente insípido, alejado hasta los mismos confines del mundo de todo cuanto ahora respiraba. Él, como con anterioridad le ocurriera a Julia, también pudo reconocer el olor de la vida.

Atravesó el bullicioso barrio disfrutando de cada uno de sus matices. En su pequeño zurrón, la fusta que el viejo Abdul le había regalado le hizo imaginarse, durante unos instantes, cómo tuvo que ser El Cairo en aquella época. Tiempos de aventureros y enigmas en espera de ser desentrañados, intrigas, saqueos y fascinantes descubrimientos.

El sol, que caía de plano al cruzar la sharia Al-Muizz-Li-Din-Allah, le animó a levantar su cara hacia él para saludarle a través de sus gafas oscuras. Aquella calle era historia viva del pasado fatimí y de la época medieval, en la que llegó a ser la avenida comercial más importante de la ciudad.

Según contaban, en aquellos tiempos podían encontrarse en ella artistas y cuentacuentos, puestos de comida lista para llevar y, un poco más arriba, junto a la mezquita de Al-Hakim, el mercado ignominioso de la carne, el de los esclavos.

Ahora, en su lugar, se encontraba el mercado del ajo y la cebolla, sin embargo, su fuerte olor era incapaz de borrar el del sufrimiento que durante muchos siglos se respiró en aquella plaza.

Henry recorrió las callejuelas situadas al otro lado de la avenida en busca del negocio del viejo Ibrahim. Preguntó en algunos bazares, pero allí lo miraron sorprendidos y lo despidieron con malos modos. Deambuló por el laberinto de callejones intentando dar con el paradero de un hombre del que, al parecer, nadie quería saber nada.

En una esquina se topó con un joven que tiraba de las riendas de un pollino cargado de mercancías. Al escuchar el nombre del comerciante, el muchacho se rascó un momento la cabeza y luego le indicó dónde creía que se hallaba su casa, apenas a unas calles de donde se encontraban.

Henry se dirigió hacia ella. Al doblar la primera esquina, la afluencia de público aumentó con renovados bríos, súbitamente. En cada comercio la gente parecía cuchichear en voz baja, temerosa de sus propias palabras. Al pasar junto a ellos, paraban en sus conversaciones mirándole de soslayo, como si fuera la peor de las apariciones. El inglés volvió a preguntar por Ibrahim y otra vez volvió a recibir gestos de irritada desaprobación.

Por fin, un anciano pareció considerar su pregunta y le señaló con su artrítico dedo hacia el final de la calle, donde la aglomeración parecía mayor. Henry caminó con extraños presagios rondándole la cabeza. Con dificultad, se abrió paso entre los cada vez más numerosos corrillos de personas que le cerraban el paso, molestos por su presencia. En alguno de ellos se escuchaban voces que parecían amenazadoras, y en otros, algún puño que se elevaba por entre las cabezas.

Henry se detuvo para observar la situación. Con disimulo se arrimó a una de las paredes de la calle y avanzó despacio, calibrando la situación. Al llegar a la esquina, vio que no se podía continuar. La policía había acordonado la zona y la gente, muy excitada, parecía hablar de ello.

El inglés vio como en un cercano portal un hombre grueso apuntaba en una libreta lo que debía de ser una declaración, mientras el hombre situado junto a él hacía ostensibles gestos de dolor e incluso se mesaba los cabellos.

El aristócrata se fijó en el bazar situado junto al portal y en el nombre que aparecía grabado en sus viejos cristales: «Ibrahim Mustafa Antiquities».

Henry tuvo un mal presentimiento y retrocedió prudentemente tratando de no levantar sospechas. Con discreción se dio la vuelta y tomó el primer callejón que encontró para salir de allí. En él varios niños jugaban al fútbol; al verle, le sonrieron.

—¿Sabéis lo que ha pasado? —les preguntó.

Ellos continuaron sonriéndole, tal y como si no hubieran entendido nada.

Henry les devolvió la sonrisa y se dispuso a continuar por el callejón, mas en ese momento el que parecía mayor de todos se le acercó.

—El viejo Ibrahim —dijo con tono aterrorizado—. Alguien lo ha degollado.