Sentada en la terraza de su habitación, Julia observaba los barcos pasar. Repletos de luces multicolores, parecían atracciones de feria surcando las aguas del río que un día fuera dios. Seguramente Hapy, el nombre con el que divinizaron al Nilo los antiguos egipcios, se sorprendería al escuchar las fanfarrias, aunque no llegaría a enfadarse, pues a él le gustaban mucho los festivales.
Julia escuchaba el sonido estridente de la música y hasta oía las risas y el jolgorio de los turistas que se divertían en la toldilla del barco. En aquellas excursiones nocturnas se ofrecía, además del paseo por el río, una cena y baile, en el que no pocos de los asistentes salían a hacer sus pinitos de la danza del vientre invitados por la bailarina de turno.
Ella, al verlos pasar, pensó en lo contentos que parecían y en lo felices que regresarían a sus hogares después de haber disfrutado de unas vacaciones en un país como aquel. Para Julia, viajar a Egipto siempre había sido una asignatura pendiente, y ahora que se encontraba allí, tenía la impresión de que su viaje llegaba demasiado tarde.
Debía haberlo visitado con Juan y sus hijos, y recorrerlo en los hoteles flotantes, como hacían tantas familias de turistas.
Ahora todo resultaría diferente, y el sabor que aquella tierra dejaría en su boca sería indefectiblemente agridulce. Tenía la sensación de que una enorme losa pendía sobre su cabeza, acompañándola allá donde fuera, dispuesta a desplomarse en cualquier momento.
Mientras acariciaba el escarabeo como si fuera un gatito, la cabeza se le llenaba de temores y presentimientos. Un asesinato en un aparcamiento, canallas, millonarios sin escrúpulos, supuestas hermandades secretas; demasiado para alguien que había nacido en el barrio de Chamberí y a quien le gustaba dormir la siesta.
La magnitud del embrollo sobrepasaba, con mucho, sus peores expectativas, y lo peor era que estaba convencida de que podían empeorar aún más. Al mirar ensimismada la preciosa joya que tenía entre sus manos, era consciente de ello; viéndola, hasta era capaz de llegar a dudar de si entregarla o no a otras manos extrañas. No albergaba ninguna duda de que las palabras de Henry habían influido en ella sembrando su ánimo de vacilaciones. Henry…
Ese era el otro problema, y de una envergadura que a ella le parecía sideral. Se había portado como una mojigata demostrando la absoluta inexperiencia que tenía con los hombres. Había creído que el hecho de no prestar oídos a las señales que anunciaban lo inequívoco era suficiente para evitarlo. Ahora se daba cuenta de su error; pero lo peor de todo era que no sabía cómo salir de él.
Siempre le habían parecido lejanas todas aquellas situaciones en las que las parejas se rompían por culpa de otra persona; durante toda su vida, ella se había sentido ajena a tales cuestiones incluso cuando alguna de sus amistades las había sufrido. Simplemente, pensaba que todo era un problema de madurez, y que los sentimientos nunca pueden doblegarse por medio de la atracción.
Obviamente, había estado equivocada, y ahora que notaba la fuerza irracional de la atracción entre dos personas, se sentía desvalida y también atemorizada. Intuía el poder descomunal de la pasión, y la vorágine a la que podía llevarla, empujándola hacia un abismo de consecuencias imprevisibles.
Otra persona había nacido en su interior, capaz de manejar sus emociones y llevarlas hacia senderos que nunca se hubiera imaginado poder transitar. ¡Era una extraña para sí misma!
Desalentada, se rindió a la evidencia. Durante la cena le había deseado, y lo peor era que Julia había visto en los ojos de Henry la llama de ese mismo deseo. Algo en su interior no había podido contenerse, y el temblor de su pulso, que ya sentía, había terminado por acelerarse descontroladamente.
Pensó en Juan, en sus hijos… A ella no podía ocurrirle algo así, ella quería a su marido.
Luego le vino a la mente la imagen de Pilar y cómo esta la animara aquella tarde en la cafetería a echar una canita al aire.
Intentó llamar a Juan, pero, como en tantas ocasiones, la voz del maldito buzón fue todo cuanto pudo escuchar.
—Dios mío, qué voy a hacer —se dijo desesperada.
Volvió a posar su mirada en el escarabeo, que, ajeno a sus congojas, parecía aguardar su propio destino.
—¿Qué será de ti? —le susurró Julia—. ¿Qué será de los dos?
Julia envolvió con cuidado la joya en la bolsita de terciopelo rojo y fue a guardarla en su escondite secreto. Luego pareció tomar una determinación y marcó el número de teléfono escrito en aquel papel.
A Julia aquel taxi le trajo recuerdos de una España en blanco y negro. Destartalado y lleno de heridas, el vehículo no hubiera sido capaz de pasar un examen en cualquier desguace español que se preciara; sin embargo, allí, en El Cairo, podía circular como un automóvil más sin sentirse avergonzado en absoluto, vivaz y procurándose su propio espacio. El interior era una alucinante combinación de luces de colores y pequeños objetos que parecían sacados de un bazar egipcio de todo a cien. El salpicadero y el lugar donde un día existiera una guantera se hallaban forrados de una especie de peluche color fucsia sobre el que se encontraban adheridas las fotos de una señora y cinco chiquillos junto con una leyenda en árabe que Julia supuso que querría decir: «Papá, no corras».
El conductor representaba al prototipo medio de aquella tierra: poderosa cabeza bien proporcionada, fuerte cuello, hombros anchos y una sonrisa que parecía inagotable. El hombre no tenía ni idea de inglés, y mucho menos de español, aunque se las arreglaba para tratar de ser agradable. «Welcome to Egypt», decía de vez en cuando moviendo su cabeza de arriba abajo.
Sin duda, el taxista era un hombre de recursos, pues llevaba preparados unos casetes de Julio Iglesias que se encargaba de poner a todo volumen. «Good, good», volvía a decir. «Welcome to Egypt».
Anonadada, Julia observaba aquella especie de esperpento móvil que parecía sacado de alguna secuencia de los clásicos de lo inverosímil.
—Magued es el mejor taxista de El Cairo —aseguraba Hassan, que iba sentado junto a él—, créame, señora. Cualquier otro le hubiera cobrado diez libras por llevarla al museo, y él se lo dejará en siete; es de confianza.
Julia observaba cómo el conductor movía su cabeza al son de la música y la miraba a través del espejo retrovisor sin dejar de sonreír en tanto la conducía por el más caótico de los tráficos.
—Es hora punta, señora —le indicaba Hassan riendo.
—¿Y cuándo mejora el tráfico, Hassan?
—Nunca, señora. En El Cairo siempre es hora punta.
El ruido ensordecedor de las bocinas invadía el ambiente como si todos los automóviles se hubieran puesto de acuerdo para formar parte de un estridente coro. El mismo Magued no cesaba de tocarla y, por lo que pudo comprobar Julia, funcionaba de maravilla.
Sin poder aguantarlo más, la profesora decidió subir el cristal de su ventanilla, aunque, para su sorpresa, le resultara imposible, pues no había manivela. Ella, asombrada, se dio cuenta de que ninguna de las ventanillas la tenía.
El conductor, que parecía estar atento a todo cuanto ocurría en su negocio, se volvió hacia ella, súbitamente, con una manivela en la mano.
—No problem, no problem —dijo, mientras le mostraba el artilugio con su sempiterna sonrisa.
—Con esta herramienta usted puede accionar cualquier ventanilla —apuntó Hassan—. Así es mucho más práctico.
Julia observó la escena perpleja, y luego introdujo la manivela en el mecanismo, consiguiendo subir el cristal.
Tras devolverle el artefacto, el taxista pareció muy satisfecho.
El vehículo llegó al fin a su destino, cosa que Julia agradeció, aunque el trayecto no les hubiera llevado más de veinte minutos.
—Magued nos esperará todo el tiempo que haga falta. Él es su chófer particular. No hace falta pagarle ahora —señaló Hassan al ver como Julia sacaba dinero del bolso.
—No quiero un taxi para todo el día —le advirtió ella—. Cuando finalice mi visita al museo, volveré al hotel.
El muchacho pareció considerar aquellas palabras un instante, y acto seguido volvió a sonreír.
—No se preocupe, señora Julia, él sólo le cobrará los trayectos. Si quiere contratarle para todo el día, yo puedo conseguirle un buen precio; por treinta dólares, Magued la llevará a donde desee.
—Quizá otro día, Hassan.
—Lo que usted diga, señora.
Julia y su joven guía se dirigieron hacia la enrejada puerta que daba acceso al museo y a las cuatro colas que tuvieron que sufrir sin remedio; la de la taquilla, la de la inspección de bolsos, la de los tornos automáticos y la de una última inspección a sus pertenencias.
A Julia no le importó tener que esperar, pues el edificio del Museo Egipcio le encantó.
—Tiene más de cien años de antigüedad —señaló Hassan, que parecía ser capaz de leerle el pensamiento—. Aquí, en Egipto, todo es antiguo.
Julia movió la cabeza resignada. El muchacho no tenía solución, aunque le caía bien.
—Debo encontrar a los inspectores del Servicio de Antigüedades que trabajan en el museo, Hassan.
—Yo sé dónde se encuentran sus despachos —aseguró el muchacho.
Julia lo miró sorprendida.
—¿Seguro?
—Sí, señora. Yo la guiaré.
Julia lo siguió por los jardines situados frente a la entrada del edificio hasta la esquina Este, en la que había otra puerta de acceso. Hassan se adelantó para hablar con los policías de uniforme blanco que guardaban el paso, y enseguida hizo una señal a la española para que se aproximara. Luego, ambos entraron en un pequeño vestíbulo bastante destartalado que comunicaba con una oficina situada a la izquierda donde varias personas ocupaban unos despachos tan abandonados como el propio vestíbulo.
—¿Pero qué le has contado a la policía? —inquirió Julia sorprendida.
—Usted no se preocupe, les dije que era una famosa historiadora y que tenía una cita con la directora, la doctora Wafaa.
Julia arrugó el entrecejo.
—En Egipto las cosas funcionan así —señaló el joven.
—Escucha, Hassan. Debo hablar con alguno de los funcionarios de un asunto privado, ¿comprendes?
—Tómese el tiempo que necesite, señora. Hassan la esperará en la entrada; no hay problema. Tan sólo déjeme que hable un momento con ellos.
—Está bien.
Hassan entró en la desvencijada oficina y al poco salió acompañado de una joven señorita con gafas cuyo cabello se hallaba cubierto por un pañuelo. Julia la saludó y el muchacho se despidió asegurándole que aguardaría el tiempo que fuera necesario.
A Julia la joven le pareció bonita, aunque el velo no la favoreciese nada; hablaba un inglés magnífico.
—¿Es usted historiadora? —le preguntó con amabilidad.
—Sí. Doy clases en la universidad, en Madrid.
—Me gusta mucho España —se apresuró a decir la joven, sonriendo.
—¿Conoce mi país?
—Sólo por lo que he visto por televisión, pero algún día espero poder visitarlo.
Durante unos minutos, ambas mujeres conversaron haciendo las presentaciones. La joven egipcia se llamaba Mona y había estudiado egiptología en la Universidad de El Cairo; trabajaba en el Museo para el Servicio de Antigüedades.
—Usted dirá en qué puedo ayudarla —se ofreció.
—Verá, estoy buscando a un hombre llamado Saleh-al-Hussein.
—¿Saleh? Sí, trabaja como conservador en el museo. ¿Quiere verle?
—Ese es el motivo de mi visita.
—Espere un momento, por favor.
Julia vio como la joven desaparecía en el interior de la oficina y volvía al cabo de pocos minutos.
—Saleh no se encuentra aquí ahora, pero regresará dentro de dos horas.
Julia hizo un mohín de fastidio.
—¿Conoce ya el museo? —le preguntó Mona al observar el gesto.
—Es la primera vez que vengo —contestó Julia sonriéndole.
—Entonces puede visitarlo mientras vuelve Saleh; le aseguro que las dos horas se le harán cortas. Yo la acompañaré.
Sorprendida por tanta amabilidad, Julia declinó el ofrecimiento, pero Mona insistió.
—Permítame que le muestre algunas cosas interesantes.
Tal y como le había asegurado Mona, las dos horas se le hicieron un suspiro, y no le sirvieron sino para tomar conciencia de los días que necesitaría para poder ver el museo en condiciones.
—Hay más de ciento veinte mil piezas expuestas en la actualidad —le explicó la joven—. Demasiadas para un espacio tan reducido.
Julia asintió al observar cómo las obras de arte se apilaban en algunas zonas por falta de espacio.
—El edificio se ha quedado pequeño. Fue construido en el año 1902 siguiendo los planos de un arquitecto francés llamado Dourgnon. En aquella época Mariette era el director del Servicio de Antigüedades, y fue él quien creó el museo. Antes, todas las obras se encontraban en el Bulaq, pero en 1878 la crecida del Nilo lo inundó y muchas piezas se perdieron o fueron lobadas. En la actualidad se está construyendo un nuevo museo cerca de las pirámides, donde las piezas puedan ser expuestas debidamente.
Julia pensó que debía de ser necesario levantar un edificio enorme para dar cabida a tantas maravillas. Aquel lugar se encontraba desbordado.
—Y esto no es nada —apuntó Mona—. En los sótanos del museo hay cerca de sesenta mil obras que no pueden exhibirse por falta de sitio.
Sin lugar a dudas, Mona se mostró como una guía insuperable, y durante las dos horas apabulló a la profesora con el conocimiento enciclopédico de que hizo gala poseer acerca del antiguo Egipto. Cuando terminaron su recorrido, Julia se encontraba impresionada.
Ambas mujeres regresaron a la oficina, donde, al parecer, seguían sin tener noticias de Saleh.
—Puede usted volver otro día si lo desea —la invitó Mona—. Saleh suele estar casi todas las mañanas.
Julia le dio la mano despidiéndose de ella.
—Ya que se encuentra aquí, aproveche para visitar alguna sala del museo con más tranquilidad —dijo la joven—. También hay una cafetería donde puede tomar un refresco.
A Julia le pareció una buena idea, y durante más de una hora estuvo deambulando a sus anchas entre las milenarias obras de arte que abarrotaban las salas. Volvió a detenerse en la número 42 para admirar otra vez una talla que le había llamado poderosamente la atención. En el centro de aquella habitación, la espectacular estatua de diorita del faraón Kefrén preponderaba sobre todas las demás, difundiendo su antiguo poder más allá de la fría piedra. Sin embargo, no era en él en quien Julia estaba interesada, sino en la figura del escriba que, sentado, perdía su mirada en sus propias meditaciones pensando, quizá, qué era lo que estaba a punto de escribir. A Julia, sus ojos incrustados le parecieron llenos de sabiduría, y el conjunto de la obra, poseedor de una fuerza que, en su opinión, iba más allá que la del poderoso faraón Kefrén, pues hablaba de su inteligencia.
Luego decidió ir a la librería situada junto a la entrada principal. Allí compró algunos libros y después se sentó en la cafetería del museo a ojearlos mientras bebía un refresco. De repente, tuvo el presentimiento de que alguien la observaba.
Julia paseó su vista por el establecimiento con disimulo. Este se encontraba lleno de gente, en su mayoría turistas, que tomaban algún refrigerio en tanto comentaban sus impresiones sobre las salas que habían visitado; en general, se les veía contentos, y seguramente se encontrarían tan impresionados como ella.
Intentó entonces fijarse con un poco más de atención; había algunas parejas de jóvenes egipcios que reían, hablándose con la mirada, y varias mujeres cubiertas con sus velos que charlaban animadamente. Sin embargo, tenía el convencimiento de que alguien la vigilaba.
Giró un poco la cabeza hacia su derecha, y entonces lo vio. Sentado al fondo de la cafetería, un hombre de tez cetrina y poblado bigote la miraba fijamente. Julia sintió un escalofrío al notar cómo los ojos de aquel extraño se clavaban en ella, pues se trataba de una mirada dura y poco amistosa, como la del que no está dispuesto a hacer demasiadas concesiones. Ella apartó la vista, claramente azorada, pensando en Dios sabe qué disparates, mas enseguida recapacitó y volvió a mirar hacia el extraño con disimulo.
Aquel hombre pareció cambiar su expresión, y sus ojos antes fríos y lejanos se volvieron más amistosos a la vez que le hacía una seña para que se dirigiera hacia la puerta. «Saleh», se dijo Julia en tanto volvía a apartar su mirada de él. «Ese hombre es Saleh».
Julia pagó su cuenta y salió de la cafetería mientras notaba como el pulso se le aceleraba irremediablemente. Sin saber por qué, caminó hacia su derecha, sin tener una idea exacta de hacia dónde iba. De vez en cuando se paraba frente a una obra tratando de comprobar si aquel extraño la seguía, para continuar después su lenta andadura por el monumental pasillo.
Llegó hasta el final, y se detuvo frente a una estatuilla de mármol de la diosa Afrodita, fechada en el siglo I a. C., que le pareció interesante; en ese momento el extraño la abordó.
Julia sintió un sobresalto.
—¿Por qué me busca? —le preguntó aquel hombre con tono de desconfianza.
—¿Es usted Saleh? —inquirió ella, reponiéndose del susto.
—Sí, me llamo Saleh —replicó mostrando su identificación.
Julia volvió a sentir que el pulso se le aceleraba mientras trataba de ordenar sus ideas.
—Ahmed me habló de usted —dijo Julia tragando saliva con dificultad—. Estuve con él en Madrid.
Al instante, la profesora observó como a aquel tipo se le demudaba el rostro.
—Me pidió que le entregara algo —prosiguió Julia con nerviosismo.
—Escúcheme —murmuró Saleh sin ocultar su excitación—. Ha sido usted muy imprudente al venir aquí, no deben vernos juntos.
—Pero… era necesario ponerme en contacto con usted.
—¡Está loca! —señaló aquel hombre, abriendo desmesuradamente los ojos—. Esto es muy peligroso y, aunque no lo crea, la están vigilando. Acabará por comprometernos.
Julia lo miró boquiabierta.
—¿A quiénes comprometo? —preguntó alzando la voz más de lo debido.
Saleh pareció apesadumbrado.
—Mire —musitó Julia en voz baja—. He venido a El Cairo a cumplir la última voluntad de Ahmed, y deseo volver a mi casa cuanto antes.
Aquel tipo murmuró un juramento en árabe que, obviamente, ella no comprendió.
—Suponíamos que le había ocurrido lo peor, pero… —Saleh apenas pudo ahogar un sollozo.
Pasados unos segundos, el conservador volvió a recuperar su dura mirada.
—Usted y sus amigos ingleses no saben en dónde se han metido —masculló frunciendo los labios.
Julia se quedó pálida.
—Se enfrentan a poderes que escapan a su comprensión —le aseguró al ver su expresión.
La profesora explotó.
—Escúcheme ahora usted a mí —dijo sin ocultar su enfado—. Estoy harta de esta situación. El único motivo de mi estancia en El Cairo es entregarle la pieza que Ahmed me dio antes de morir, ¿comprende? Mis amigos nada tienen que ver en esto.
Ahora Saleh pareció presa de la excitación.
—¿Tiene el escarabeo en su poder? ¿Se encuentra a salvo? —preguntó súbitamente, como impulsado por un resorte.
—De momento sí —respondió ella todavía molesta.
Saleh miró hacia ambos lados temeroso de que alguien les estuviera observando.
—No debe volver a buscarme, ¿me entiende? —dijo con voz nerviosa—. Yo me pondré en contacto con usted. Ahora es mejor que se marche.
—De acuerdo —repuso Julia más calmada—; aunque tenga por seguro que espero sus explicaciones. Doy por supuesto que sabe dónde me hospedo.
La mirada de Julia no dejaba lugar a dudas, y aquel hombre leyó perfectamente en ella su determinación.
—Las tendrá —aseguró Saleh en tono conciliador—. Tenga cuidado, por favor.
Julia no dijo nada y, dando media vuelta, se alejó por la misma galería repleta de grandiosos vestigios de un pasado perdido en el tiempo. Pensaba en aquel extraño, en el escarabeo y en todo lo que parecía haber detrás.
Acompañada por su inseparable guía, Julia almorzó en el Hilton, muy cerca del museo. En el buffet situado junto a la terraza rodeada de jardines por la que se podía acceder al hotel, la profesora volvió a disfrutar de algunos platos típicos y las salsas que tanto le habían gustado. Sentados junto a la gran cristalera que les separaba de la terraza, ambos charlaban animadamente, libres del calor que ya empezaba a apretar.
Julia observaba cómo Hassan se mostraba muy comedido en todo momento.
—¿No quieres comer más? —le preguntó con cierta ternura.
—No se preocupe, señora Julia. Es que yo no soy de mucho comer.
A ella le hacía gracia la coletilla que invariablemente empleaba el muchacho; el «no se preocupe» parecía formar parte consustancial de cualquiera de sus frases.
—Te serviré un plato que te gustará —dijo ella levantándose de la silla.
Al poco, regresó con un pequeño menú variado.
—Ahora yo soy tu guía, Hassan; verás qué bueno está.
—Gracias —respondió el joven, algo avergonzado, en tanto se disponía a dar cuenta del plato que le habían servido.
Julia reparó en cómo apartaba la loncha de jamón que ella le había puesto.
—Perdona, Hassan. Olvidé que vosotros no coméis cerdo.
—Nuestra ley nos lo prohíbe, señora.
—Claro, pero hace muchos siglos que esta se escribió. En aquellos tiempos tenía sentido no comer cerdo, por las enfermedades que podía provocar, pero hoy en día es diferente. ¿No lo quieres probar? No creo que Dios se enfade por eso.
El muchacho la miró muy serio.
—Lo siento, señora Julia, pero con Dios no se puede negociar.
Ella se quedó perpleja, mientras sentía cómo la mirada del joven la desarmaba por completo. En ese momento no pudo evitar el pensar en su propio hijo y rendirse ante la evidencia del abismo que separaba a ambos. Aquel muchacho poseía convicciones que iban más allá de toda discusión. Cada día salía a enfrentarse a la vida con el ánimo de quien es capaz de emprender una nueva aventura sin sentir ningún temor por ello. Sobrevivir allí era difícil, pero no importaba; como él decía, la suerte podía encontrarse a la vuelta de la esquina.
Julia no pudo impedir sentir cierta rabia al pensar en la existencia que llevaban Juanito y sus amigos. Para ellos lo importante era divertirse, sin que importaran demasiado los medios para conseguirlo. Recordó las pastillas que un día encontró en uno de sus bolsillos, ante lo que no tuvo más remedio que admitir la postura que tanto ella como otros muchos padres habían decidido tomar; la de mirar hacia otro lado.
Su hijo, como sus amigos, había optado por huir de la realidad, emprendiendo un camino de fantasías inexistentes que al final no le conduciría a ninguna parte, pues la vida es implacable y a la postre lo devoraría.
Sin embargo, Hassan se enfrentaba a ella todos los días, sin temerla, consciente del valor que representaba vivir cada minuto.
—Dime, Hassan, ¿qué te gustaría ser? —preguntó la profesora saliendo de sus pensamientos.
—¿Se refiere a si me gustaría ser médico, arquitecto o algo por el estilo?
Julia asintió.
—Eso es imposible, así que no pierdo el tiempo pensando en ello.
—Supongo que tendrás tus ilusiones, ¿no es así?
—Sí, señora. Algún día tendré mi propio negocio; y seré rico. Entonces podré visitar países como el suyo —dijo absolutamente convencido.
—¿Qué tipo de negocio? —quiso saber ella.
—Aún no lo sé, pero aprovecharé mi oportunidad —aseguró el muchacho sonriendo.
—Estoy segura —respondió ella, devolviéndole la sonrisa.
Luego miró su reloj.
—Si quiere podemos ir a visitar la Ciudadela, aún tenemos tiempo.
Julia pareció dudar.
—Quizá otro día. Creo que es hora de regresar al hotel.
—Entonces iré a buscar a Magued.
—¿Está esperando desde esta mañana? —preguntó sorprendida.
—No se preocupe, señora. No tardará más de diez minutos en venir a buscarla.
Hassan salió del establecimiento y Julia se reclinó cómodamente mientras tomaba un té. Reparó entonces con más atención en la terraza situada al otro lado del cristal. Se encontraba muy animada y en ella almorzaban varios grupos de turistas en tanto algunos egipcios tomaban café y fumaban sus sheesas con parsimonia.
Una señorita pasó frente a ella y fue a sentarse a una mesa desocupada, un poco más allá. A Julia enseguida le llamó la atención, pues la mujer, una joven rubia espectacular, llevaba unos pantalones ajustados, tan ceñidos que parecían devorar cada pliegue de su piel. Además, vestía una blusa blanca de tirantes, sumamente vaporosa, que dejaba adivinar sus tentadores pechos. Todas las miradas de la terraza se dirigieron hacia ella, pero esta las ignoró por completo, sentándose con estudiada indiferencia.
Julia se incorporó hacia delante. Ella conocía a aquella joven, su figura, su corte de cara… En ese momento la rubia miró en su dirección y Julia la reconoció; era la señorita Orloff. «Anna», se dijo sorprendida.
En una fracción de segundo su corazón le dio un vuelco, pues presintió que la presencia de aquella mujer era un mal presagio.
Anna parecía ausente a cuanto la rodeaba, ignorando por completo al individuo de la mesa de enfrente, que la devoraba con los ojos. Era un egipcio ya entrado en años que fumaba su narguila dando la impresión de que absorbía una parte de la joven con cada chupada que daba.
Casi de inmediato, un hombre entró en la terraza y, al verlo, Julia creyó que se le paraba el corazón. Sintió que las piernas se le aflojaban e, inconscientemente, se echó hacia atrás para evitar que la vieran. El tipo andaba como los orangutanes y su cara, simiesca, la aterrorizó por completo.
Aquel individuo fue a sentarse junto a Anna, en la misma mesa que ocupaba esta, y luego miró distraídamente hacia el lugar en donde se encontraba Julia. A ella se le cortó el aliento; era el mismo hombre que la había perseguido aquella noche en el aparcamiento de Madrid.
Pero ¿cómo era posible? ¿Qué tenían que ver aquellas dos personas?
Ahogando un grito, se levantó de la silla y se encaminó a la puerta mirando hacia atrás con nerviosismo por si la hubieran reconocido. Casi a la carrera, salió al amplio vestíbulo del hotel y se dirigió a la salida que daba a la Corniche. A cada paso que daba, volvía su cabeza hacia atrás esperando encontrarse con aquella enorme figura que la aterrorizaba. De pronto chocó contra alguien y lanzó un grito.
—Soy yo, señora, Hassan. No se asuste.
—¡Hassan! —exclamó Julia tocándose el pecho.
—¿Le ocurre algo?
—Nada —dijo intentando serenarse—. Debemos volver al hotel cuanto antes.