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Julia ignoraba que pudiera existir un lugar semejante. Tuvo la impresión de que viajaba en el tiempo y el medievo le abría sus puertas, invitándola a pasar a un mundo que la atrapó por completo; un microcosmos de infinitas callejuelas, estrechas y zigzagueantes, sobre las que pendían los viejos muros, los minaretes y las celosías; bazares, mercados y achacosas tiendas; reino de los charlatanes impregnado por aromas hace tiempo olvidados y alimentados ya sólo por la nostalgia de un pasado esplendoroso, el de las ricas caravanas que arribaban desde los confines de Oriente, o el del embrujo de sus variopintos rincones que surgieron como pinceladas extraídas de los relatos de Las mil y una noches.

Era el Khan-al-Khalili, corazón de El Cairo islámico, «El Cairo de los fatimíes», construido por los califas que gobernaron Egipto hacía mil años y que fueron capaces de levantar un sueño de donde nada había.

Las más hermosas mezquitas se alzaban todavía altivas después de un milenio, cubriendo el cielo de El Cairo con un bosque de minaretes, desde el barrio de Gamaliyya hasta la Ciudadela de Saladino.

Este Cairo poco tenía que ver con el de sus barrios vecinos.

Aquí el olor del humo de los coches que atravesaban sus vías principales se daba la mano con el del ganado que aún podía verse en muchas de sus calles o con el que podían despedir las propias alcantarillas, para mezclarse con la fragancia de los exuberantes puestos de especias en los que la albahaca o el comino inundaban el ambiente con su dulce perfume.

«El Khalili», como vulgarmente se le llama, va mucho más allá de lo que representa una mera visita turística en busca de recuerdos. Es todo un escaparate en el que la indiferencia no tiene cabida. El bazar de los bazares, el gran zoco donde es posible encontrar joyas y cachivaches. No hay límite en él, pues se puede hallar desde una piedra preciosa hasta una boquilla de cigarrillo de segunda o tercera mano. Telas, alfombras, oro, plata, orfebrería… engaños sin fin. Los príncipes del regateo se dan la mano con los vendedores ambulantes, siempre atentos a solucionarse la vida por ese día, que unen su destino al de aquel barrio en ocasiones durante generaciones. Los ahwas, los cafés bulliciosos, salpican las callejuelas con sus terrazas al aire libre en cuyo viejo mobiliario se da cita la más variopinta de las clientelas, que acude con la esperanza de que el tiempo se detenga. Ver la gente pasar o reconfortarse con el delicioso té, sin más compañía que la de una narguila en cuyo embriagador aroma poder abandonarse, fumando sin apresurarse, ajenos a lo que no importa.

Cuando Julia descendió del automóvil, junto a Midan Hussein, fue capaz de captar todo aquel significado.

Lo primero que vieron sus ojos, justo a su izquierda, fue la estampa de la mezquita de Al-Azhar, cuya universidad, fundada en el año 988 de nuestra era, estaba considerada como la más antigua del mundo. A su derecha, otra mezquita se levantaba airosa intentando rivalizar con su milenaria hermana en importancia. Era la de Sayyidna-al-Hussein, que daba nombre a la plaza en la que se encontraban y que, además, era tenida por uno de los lugares más sagrados de Egipto, pues se decía que en ella se enterró la cabeza de Al-Hussein, nieto de Mahoma.

Julia se quedó observándolas unos instantes, y luego se vio empujada suavemente por la mano de Henry, que la invitaba a caminar.

—Procura no separarte mucho de nosotros; aunque, como vas a poder comprobar, no te resultará nada fácil.

Los tres amigos pasaron junto al gran café Hussein y tomaron la primera calle a la izquierda, una estrecha callejuela de comercios sin fin que se perdía cuesta abajo al abrigo de los toldos.

—¡Amiga, amiga, pase, por favor! ¡Sólo mirar! —gritaban los comerciantes que salían al paso de Julia, invitándola a entrar en sus tiendas.

Julia se vio en medio de un río de gente que subía y bajaba por la estrecha calle al compás de los sonidos que aquel lugar poseía.

Sus ojos viajaban de escaparate en escaparate invitando a sus pies a permanecer quietos para poder percibir, realmente, la atmósfera que respiraban todos aquellos comercios.

Los turistas y los cairotas parecían formar una misma unidad en la abigarrada callejuela, tal y como si por unos minutos unieran sus destinos a la sombra de una compra o del regateo.

Julia cerró sus ojos y se dejó llevar. Durante unos instantes volvió a sentir aquel olor indefinible que ya la cautivara con anterioridad. No podía explicar qué era, pero la hacía desinhibirse, liberándola de absurdas cargas y permitiéndole manifestar su verdadera esencia.

Unos metros más adelante, sus nuevos amigos caminaban enfrascados en quién sabe qué conversación, rodeados de vendedores ambulantes capaces de oler su dinero. Henry se disculpaba con amabilidad y de vez en cuando miraba hacia atrás para comprobar que ella les seguía.

Con su camisa blanca y sus pantalones beige de algodón, a Julia le pareció que Henry había surgido de entre los clichés de una de aquellas películas de exóticas aventuras que tanto le gustaban de jovencita. Todo un sueño de un pasado decadente en el cual los galanes en nada se parecían a los estereotipos de músculo y quirófano que se llevaban en la actualidad.

Fue en ese momento cuando se le acercó el joven, apenas un muchacho con la mirada repleta de vida y una sonrisa que llenaba de luz su humilde aspecto. Sus ojos eran grandes, como seguramente también lo era su necesidad, que le empujaba a salir a las callejuelas para así poder terminar el día; como a su vez ocurriera con la mayor parte de los veinte millones de personas que vivían en aquella ciudad.

Io parlare italiano, signorina —dijo abordándola—. ¿No? Entonces es usted española.

A Julia se le escapó una sonrisa.

—¿De Barcelona? ¡Visca el Barca! Yo soy un seguidor de Ronaldinho.

—De Madrid —contestó ella sin abandonar su sonrisa.

—Bueno, también soy seguidor del Real Madrid. Veo todos sus partidos por la televisión.

Julia movió la cabeza divertida; sobre todo porque no le gustaba el fútbol.

—¿No? Entonces es usted del Atlético, un gran equipo, sin duda.

—No me seduce el fútbol —reconoció por fin Julia mirándole a los ojos.

—Pero apuesto a que le gustan las joyas exclusivas —intervino el joven con rapidez—. Conozco un bazar en el que tienen las mejores piedras preciosas de El Cairo; sólo los mejores orfebres trabajan allí. Si quiere podemos ir en un momento, está muy cerca.

—No me interesan las joyas…

—Hassan. Mi nombre es Hassan, para ayudarla en cuanto necesite. También sé dónde puede comprar buenos perfumes.

Julia volvió a sonreír negando con la cabeza.

—Quizá quiera adquirir papiros, ¿o busca una buena alfombra? Le aseguro que en los sitios que conozco le puedo conseguir un descuento.

Ahora Julia no pudo reprimir una carcajada.

—No quiero adquirir nada. Sólo estoy de paseo.

—¿De paseo? Este no es un buen lugar para pasear, señora.

Julia observó cómo sus acompañantes ingleses torcían a la izquierda, y los siguió.

—¡Ah! —exclamó el muchacho, que no se separaba de ella—, ahora lo entiendo: lo que usted desea es marfil.

—¡No! —se apresuró a contestar ella—. ¿Acaso aquí está permitido el comprarlo?

—Claro —dijo Hassan encogiéndose de hombros.

Luego, adoptando un tono más confidencial, prosiguió.

—Señora, Hassan conoce todos los bazares de El Cairo, cualquier cosa que desee no tiene más que decírmelo.

—Muy considerado de tu parte. ¿Y sólo conoces los bazares? —se animó a continuar ella, a quien el muchacho empezaba a caerle simpático.

—No. Conozco El Cairo como la palma de mi mano. Si quiere puedo servirle como guía para visitar el sitio que desee.

Hassan está disponible veinticuatro horas al día, siete días a la semana.

A Julia el joven le parecía muy divertido.

—¿Dónde has aprendido a hablar tan bien el español?

—Pues dónde va a ser, en «El Khalili».

Ella no pudo evitar lanzar otra carcajada.

—Ya veo —dijo mirándole de reojo.

Seguidamente, Julia observó como los ingleses doblaban una esquina para detenerse junto a una gran puerta de madera.

—Creo que por hoy se acabó el paseo, Hassan.

El muchacho reparó en los dos hombres que los esperaban apostados junto a la puerta, y asintió.

—No importa. Aguardaré a que salga. Hassan está ahora a su servicio —aseguró sonriente.

Julia volvió a mover la cabeza y sacó de su bolso cinco euros para entregárselos.

—Toma. Una propina por la conversación.

—Aquí se llama baksheesh —dijo el joven metiéndose el billete en el bolsillo— y para nosotros es mucho más que una propina; muchas gracias.

Ella hizo un gesto de despedida con la mano.

—No se preocupe, señora. Encontrará a Hassan siempre que le necesite.

Abdul-al-Fatah era egipcio viejo, de los que conocían la opresión y las revoluciones y, por ende, la verdadera naturaleza del alma. Era alto, flaco y nervudo cuan raíces de sicómoro, y sus ademanes pausados y su voz serena y armoniosa hacíanle parecerse a uno de aquellos antiguos sacerdotes que cuatro mil años atrás habitaron en Egipto. Vestía una galabiyya de lino de un blanco inmaculado y a Julia su figura le recordó a la de un hierofante surgido de las nieblas del pasado desde la ciudad de Eleusis, lugar donde, como sumo sacerdote, se encargaba de guardar celosamente sus sagrados misterios. Sin embargo, poco tenía que ver aquel hombre con los sacerdotes de la Grecia clásica, y mucho menos con los misterios que protegían. Él era comerciante, como también lo habían sido su padre y su abuelo y el abuelo de este y, a sus casi ochenta años, los únicos secretos que le interesaban eran los que pudiera encontrar después de su muerte.

Abdul vivía en un caravasar próximo a la bulliciosa sharia al-Muski, la calle más comercial del barrio. Era un albergue medieval construido en el siglo XV, cuando Egipto estaba gobernado por los mamelucos. Antaño sirvió para dar cobijo a los mercaderes que llegaban a El Cairo con sus caravanas. Ellos solían instalarse en el primer piso, mientras que las bestias de carga y las mercaderías se colocaban en las habitaciones de la planta baja, que rodeaban un gran patio.

Con el paso de los siglos, el edificio fue restaurado, y desde hacía tres generaciones había servido como vivienda y lugar de trabajo para la familia de Abdul. Sin embargo, el edificio conservaba todo su sabor y la mayor parte de sus centenarias piedras.

En el patio se había instalado una fuente policromada cuya agua salpicaba el vecino empedrado con borbotones mágicos que invitaban al silencio. Parecía un lugar perdido en la memoria del tiempo que se resistía a abandonar el legado de siglos pasados.

Sobre el patio, en el piso superior, se suspendían las celosías de madera que resguardaban las ventanas de las habitaciones que permitían a las mujeres observar sin ser descubiertas; las mashrabiyya acaso quedaban como mudos testigos de los anhelos e ilusiones de las enamoradas que un día se asomaron a ellas para esperar.

Sentados sobre mullidos almohadones en una de las habitaciones que daban al patio, los invitados contemplaban admirados los vestigios de una cultura a la que eran ajenos. Mientras Abdul les servía té de menta, paseaban sus miradas por la sala atestada de objetos, alguno de los cuales no sabían bien para qué valía.

—¿Le gusta el juego de escribanía? —preguntó Abdul al reparar en cómo Julia se había fijado en él.

—Es precioso —contestó esta, sorprendida de ver que a aquel hombre no se le escapaba nada.

—Perteneció al rey Faruq, el último monarca que gobernó en Egipto. Forma parte del inmenso botín conseguido tras su precipitada marcha del país. Faruq acaparó grandes riquezas, entre las que incluso se encontraban objetos de procedencia un tanto particular.

Julia lo miró sin comprender.

—El rey tenía fama de cleptómano, al parecer aprovechaba sus visitas a otros países para apropiarse de alguno de los objetos personales de sus mandatarios.

La profesora pareció escandalizarse.

—Entiendo su sorpresa, señora, ciertamente es una conducta vergonzosa. Imagínese que llegó a poseer nada menos que una espada del Sha de Persia y un reloj de Winston Churchill. No es de extrañar que fuera apodado como El ladrón de El Cairo.

Julia parpadeó anonadada.

—Como le comenté en un principio, después de la salida del rey del país, las turbas arrasaron con todo lo que pudieron, aunque a la postre no tuvieran más remedio que malvender lo que saquearon. Mi padre se hizo con varias vajillas y alguna cubertería que, seguramente, seguirán dando cierto fuste a las mesas de los millonarios americanos que las compraron. ¿Está interesada en algo en particular, señora?

—Sólo admiro algunas de las obras que tiene usted aquí.

—Forman parte de mis recuerdos —dijo Abdul con cierta melancolía—. Demasiados, como puede usted observar.

Julia dio un sorbo a su infusión en tanto estudiaba disimuladamente la expresión del viejo comerciante, cuyo rostro, surcado de arrugas, daba buena fe de sus palabras. Las vivencias de toda una vida se acumulaban en aquellas arrugas, como cicatrices de su propia existencia que Abdul trataba de disimular con una corta barba tan fina como el poco pelo que le quedaba.

—Muchas de las piezas que usted ve pertenecieron a personajes ilustres que poco o nada significan para la gente de hoy en día, pero que para mí continúan poseyendo un gran valor sentimental. Milord sabe a lo que me refiero.

Henry asintió mientras dejaba su vaso vacío sobre una pequeña mesa de marquetería.

—Hoy los tiempos han cambiado. El mercado se encuentra repleto de falsificaciones, la mayoría de ellas malas. Yo mismo me dedico a ello; en los talleres que poseo al otro lado del patio mis artistas son capaces de reproducir cualquier obra que se propongan. Mucha gente me pide copias de piezas de nuestro glorioso pasado. Desean que sean fabricadas con los mejores materiales y aunque, obviamente, disten mucho de las originales, Himplen con sus funciones decorativas. Hacemos buenos trabajos, y a la mayoría del público le sería difícil distinguir entre la verdadera y la falsa. Tengo encargos de todo el mundo, aunque la mayor parte sean de Japón y Estados Unidos —subrayó el mercader—. Son los tiempos en los que vivimos; ahora el plástico señorea donde antes mandaban los materiales nobles.

Henry volvió a asentir en silencio, en tanto sus dos acompañantes observaban fascinados aquella sala atiborrada de historia.

—En la actualidad el tiempo es lo que importa. Los clientes demandan los artículos con la condición de que se entreguen a la mayor brevedad posible; no les interesa el alma de la obra, sino sólo su forma. El verdadero arte vive ajeno al paso de las horas, los días o los meses. Cada obra de arte, sea cual fuere, necesita su tiempo; incluso con las buenas falsificaciones ocurre lo mismo.

Abdul paseó un instante su mirada por entre sus invitados, y luego bebió su té con parsimonia; estaba claro que, para aquel hombre, la prisa hacía mucho tiempo que había desaparecido de su vida.

—Recuerdo que mi abuelo ya me hablaba de esto cuando yo era apenas un niño —continuó Abdul—. Contaba que, a raíz del descubrimiento de la tumba de Tutankhamón, la ciudad de Luxor se llenó de acaudalados turistas en busca de antigüedades en el mercado negro. Fue tal la fiebre por la egiptomanía que desató aquel hallazgo que los anticuarios no dieron abasto ante el aluvión de pedidos que recibieron. Todos querían llevarse un pedazo del esplendoroso Egipto milenario que Cárter se había encargado de resucitar al mundo. Como pueden comprender, en poco tiempo las calles de Luxor se llenaron de falsificaciones, algunas de las cuales llegaron a ser adquiridas a precio de oro. Al público parecía darle igual; ellos querían un recuerdo que mostrar ante sus amigos, y el hecho de haber sido adquirido en el mismo lugar donde había sido descubierta la famosa tumba era más que suficiente. Se hicieron grandes negocios —prosiguió el anciano tras tomarse un respiro—, pero a no mucho tardar, el mercado se inundó de burdas réplicas, lo que trajo consigo la protesta de los falsificadores profesionales, que no dejaban de considerarse artistas. Uno de ellos llegó incluso a quejarse públicamente en un diario de difusión nacional asegurando que una copia en condiciones requería de, al menos, una semana de trabajo.

Los tres visitantes rieron al escuchar la anécdota.

—Aquella fue una época dorada; irrepetible, sin duda. En esos mismos almohadones sobre los que están sentados vi cómo mi padre negociaba con el agente de uno de los museos más importantes del mundo la venta de una colección de piezas soberbias pertenecientes a la XIX Dinastía. Ahora, como bien sabe milord, la situación es diferente.

Julia no pudo evitar adoptar un gesto de desdén.

—A mí, particularmente, me parece bien que se haya acabado con los expolios —dijo sin poder contenerse.

El viejo comerciante la miró con inexpresividad.

—Me temo que en este campo la realidad supere a la ficción, como ustedes acostumbran a decir. Se sorprendería si conociera la identidad de muchos de los que han pasado por esa puerta dispuestos a vender sus «colecciones». Algunos eran los mismos que clamaban en los medios contra los extranjeros que excavaban en Egipto para llevarse nuestros tesoros, reclamando el fin del reparto de lo que se encontraba. Así es la vida. En cualquier caso, yo no me dedico a robar. En la mayor parte de las ocasiones soy un mero intermediario entre una obra, en demasiadas ocasiones maltrecha y abandonada, y un comprador dispuesto a admirarla en su justa medida; capaz, en suma, de devolverle la vida. Seguro que milord puede entender lo que quiero decir.

—Perfectamente, Abdul —asintió Henry—, aunque me temo que la señora tenga otro punto de vista.

—Pues sí, lo tengo. Para mí el tráfico ilegal de obras de arte hace que muchas piezas espléndidas, de las que se podrían extraer importantes datos científicos, se pierdan para siempre.

Abdul se reclinó con suavidad entrelazando sus manos bajo su vientre.

—Le aseguro, señora, que me alegra saber el que usted cree en la bondad del alma humana.

Julia permaneció callada, sin saber qué decir.

—¿Cuánto hace que nos conocemos, Abdul? —intervino Henry, dando por terminada la cuestión—. ¿Veinte años quizá?

—Más o menos.

—En cualquier caso, siempre hemos mantenido una fructífera relación y una buena amistad.

—Su señoría me honra con sus palabras.

—Conozco a pocas personas en el mundo capaces de igualar tu vista certera en el negocio de las antigüedades.

—Sin duda milord hoy viene dispuesto a sonrojar a este pobre viejo —replicó el comerciante negando con la cabeza.

—No creo que haya en El Cairo ningún movimiento o transacción que se te escape. Tus colegas aseguran de ti que posees ojos y oídos en cada bazar.

—¡Qué exageración! —exclamó el mercader riendo—. Últimamente apenas salgo de casa.

Henry asintió en tanto parecía reflexionar.

—A pesar de eso, confío en que puedas ayudarme.

Abdul mostró sus manos animándole a continuar.

—Verás, Abdul. Como te adelanté ayer por teléfono, se trata de un asunto muy delicado que requiere de toda tu reserva.

—Es lo primero que aprendí en este negocio —aseguró el anciano.

Henry observó un instante al egipcio y, acto seguido, sacó el catálogo de la subasta de la casa Orloff del interior de un pequeño zurrón de cuero que llevaba consigo.

—Quisiera que me dieras tu opinión sobre esto —dijo, entregándoselo abierto por la página que le interesaba.

Abdul se puso sus lentes y lo examinó un instante. Casi de inmediato, el anciano apartó su vista del catálogo y miró a los visitantes por encima de sus gafas. Durante unos segundos paseó su mirada por cada uno de ellos con una expresión en su rostro mezcla de sorpresa e incredulidad; acto seguido volvió a concentrarse en el folleto, el cual pareció estudiar con atención.

Mientras lo hacía, todos guardaron un respetuoso silencio.

Abdul suspiró al cabo de unos minutos y a continuación cerró el catálogo y se quitó las lentes.

Henry lo interrogó con la mirada.

—Hace apenas tres meses tuve entre mis manos esta pieza.

Perplejos, sus invitados intentaron asimilar aquellas palabras.

—¿Estás seguro, Abdul? —preguntó al fin Henry.

—Absolutamente. Una tarde se presentó un individuo con dos obras, dispuesto a venderlas.

Lord Bronsbury se incorporó hacia delante sin poder ocultar su interés.

—Una de ellas era este escarabeo —prosiguió el comerciante, señalando con un dedo el catálogo—, y la otra era una caja de ébano cuya tapa llevaba esculpida la figura de un ibis de marfil; una verdadera obra de arte de la antigua marquetería egipcia.

Barry, que hasta aquel momento no había despegado los labios, dio un resoplido. Abdul le hizo ver, levantando una mano, que aún no había terminado.

—Lo más curioso era que en el interior de aquella caja había un papiro.

—¡Dios nos asista! —exclamó Barry sin poder evitarlo.

Julia observaba la escena con creciente interés.

—¿Viste un papiro? —inquirió Henry.

—Lo desenrollé con sumo cuidado. En él había un texto escrito en hierático que no pude comprender. El papiro parecía encontrarse en muy buenas condiciones.

Al escuchar aquello, Barry se frotó las manos presa de la excitación.

—¿En su opinión era auténtico? —preguntó con suavidad el profesor, haciendo un esfuerzo por controlar sus emociones.

—Sin ninguna duda. Tanto el escarabeo como la caja y el papiro eran auténticos —aseguró Abdul.

—¿Cree que existe alguna relación entre ambas obras? —intervino Julia.

—Hum… es una buena pregunta, aunque no sabría decirle con seguridad. De lo que no tengo duda es que las dos piezas procedían de un robo.

Henry juntó las palmas de sus manos bajo la nariz mientras pensaba con rapidez.

—¿Robadas?, ¿las dos? —preguntó Barry casi en un murmullo.

—A los quince minutos de encontrarse aquí, el precio de venta había bajado ya hasta una cantidad irrisoria —recordó Abdul.

—Una buena oportunidad, desde luego —intervino Julia sin poder contenerse.

—Eran unas piezas magníficas, pero también comprometedoras. El escarabeo era el más hermoso que he tenido oportunidad de ver nunca, comparable a las joyas faraónicas que se exhiben en el Museo de El Cairo.

Julia sintió que se estremecía

—Ya le dije que no tengo interés por los robos —recalcó el anciano con tono pausado—, además, como seguramente ya saben, el expolio de obras arqueológicas está muy perseguido por la ley. La gente de Hawass tiene oídos por todos lados y trata de controlar el mercado.

—¿Hawass? ¿Quién es Hawass? —preguntó Julia.

—Es el secretario general del Consejo Supremo de Antigüedades —respondió el mercader.

—Un título rimbombante, desde luego —comentó la profesora.

—Algo así como el viceministro de Cultura de su país —trató de matizar el anciano.

—Seguro que le ha visto alguna vez en televisión. Es un asiduo de los programas sobre el antiguo Egipto emitidos por el National Geographic y el Discovery Channel —aseguró Barry.

—Me parece que ya sé quién es —pareció recordar Julia.

—Aquí es una persona muy popular. No hay excavación en Egipto por pequeña que sea que no necesite de su permiso.

—Entonces cuenta con mis simpatías —recalcó Julia.

—Como dirían en Occidente —apuntó Abdul, obviando el comentario—, es un personaje mediático; da numerosas conferencias por todo el mundo.

—Conozco a Hawass desde hace muchos años —indicó Larry—. Particularmente, opino que ha desarrollado una buena labor.

—En varias ocasiones le solicité permiso para visitar algunos yacimientos arqueológicos cerrados al público, y siempre fue extremadamente amable conmigo —subrayó Henry.

—Últimamente está comprometido en una cruzada personal para devolver a Egipto todos sus tesoros esparcidos por el mundo —explicó Abdul—. Además, su departamento se mantiene sumamente vigilante ante todo lo que ocurre aquí.

Julia parecía encantada de escuchar aquello.

—Pero no crea que el mercado negro de antigüedades ya no existe —se apresuró a matizar el egipcio al ver la expresión de la española—. Como ha podido comprobar, está tan vivo como siempre, aunque, eso sí, se haya vuelto más peligroso. ¿Quieren más té? —ofreció solícito—. Si conoces los mecanismos adecuados, todo es posible —aseguró en tanto servía otra taza a sus invitados—. La corrupción en algunos estamentos puede llegar a resultar sorprendente. Muchos funcionarios no llegan a ganar cuatrocientas libras egipcias al mes; imagínense. Con el equivalente a cincuenta euros, ¿quién puede vivir hoy en día? La gente trata de abrirse camino de la mejor manera posible; creo que entiende lo que quiero decir.

Se hizo un breve silencio mientras saboreaban el delicioso té.

—Por lo que a mí respecta —prosiguió Abdul—, no estoy dispuesto a que me condenen a treinta y cinco años de cárcel.

Julia lo miró sorprendida.

—Ni más ni menos, señora. Esa es la pena que deberá cumplir quien sea condenado por este tipo de delito, y le aseguro que Egipto no es como su país. Aquí se cumple la pena íntegramente. No hace mucho hubo un caso sonado. Nada menos que un conservador del Museo Egipcio fue detenido y acusado de robo de antigüedades. Al parecer, llevaba años haciéndolo sin que nadie se hubiera percatado de ello. ¿Ven adonde quiero llegar?

—A la postre la ley ha caído sobre él, ¿no es así? —intervino de nuevo Julia.

—El individuo, al que conocía de toda la vida, reemplazaba las obras del museo por réplicas perfectas. El tipo poseía un almacén donde guardaba las piezas originales, que luego vendía a clientes en el extranjero. Como pueden comprender, junto a él también había implicados algunos agentes de aduanas y policías corruptos, que se llevaban una buena baksheesh por mirar hacia otro lado.

Julia parpadeó sin dar crédito a lo que oía.

—Por mi parte, no estoy interesado en correr semejantes riesgos. Simplemente, no tengo necesidad de ello, aunque comprendo la desesperación de otros.

—¡Pero se trata de bienes nacionales! —exclamó Julia—. Un patrimonio de un valor incalculable para el país.

—Mire, señora, le seré franco, a la gran mayoría de los casi veinte millones de habitantes que viven en El Cairo eso que usted dice les preocupa más bien poco. Le sorprendería saber que muchos de los cairotas jamás han visitado los maravillosos restos arqueológicos de Saqqara o las pirámides; ni piensan hacerlo.

Julia no supo qué responder.

—¿Qué ocurrió con las piezas que te ofrecieron? —preguntó Henry, que parecía haberse mantenido ausente durante toda la conversación.

Abdul se encogió de hombros.

—Aquel hombre envolvió las piezas en una vieja galabiyya y se marchó por donde había venido.

—¿Pudo habérselas comprado otro comerciante? —inquirió Julia con cierta candidez.

—Je, je —rió quedamente Abdul—. Sobre eso puede usted tener la más completa seguridad. La mejor prueba de ello es este catálogo —concluyó mostrándolo con la mano.

—¿Conoces al individuo que te las intentó vender? —intervino de nuevo Henry.

—No lo había visto nunca, aunque…

Henry lo observó con atención.

—Aunque uno de mis trabajadores me aseguró conocerlo de vista —continuó Abdul con cara de estar haciendo memoria—. Si no recuerdo mal, me dijo que vivía en Shabramant; je, je, un pueblo de ladrones próximo a Saqqara.

Julia pareció escandalizarse.

—No es el único; se lo aseguro —subrayó el comerciante.

Henry hizo un gesto con sus manos con el que solicitaba su opinión.

—Muchos de los hombres que viven en estos pueblos trabajan en las excavaciones cercanas. Es posible que ese individuo estuviera contratado en alguna de ellas y pudiera encontrar esas piezas para después sustraerlas, algo que no es fácil, ya que existe mucha vigilancia; o simplemente las robara del almacén posteriormente. Sin embargo…

Abdul y Henry se miraron un momento.

—Claro que si eso hubiera ocurrido, el hurto debería haber sido denunciado inmediatamente por la excavación —indicó el anciano.

—A no ser que los hallazgos hubieran sido ocultados al Servicio de Antigüedades —señaló Henry con perspicacia—. Por algún motivo, el escarabeo no se encontraba registrado; de no ser así, ninguna casa se hubiera atrevido a subastar públicamente una obra como esa.

A Abdul se le iluminó la mirada.

—Esas prácticas llegaron a ser habituales cien años atrás —dijo con expresión ensoñadora.

—¿Y qué opina de la caja de ébano? —preguntó Barry, incapaz de ocultar sus intereses por más tiempo.

—¿Se refiere a si se encuentra en circulación?

El inglés asintió con los ojos muy abiertos.

—Es difícil de saber. Quizá fuera adquirida junto con el escarabeo y esté esperando comprador, o por el contrario forme ya parte de una colección privada; incluso puede que todavía esté en poder del individuo que la robó. Ese tipo de piezas no son fáciles de colocar a no ser que se conozcan los canales adecuados. No me extrañaría que aún la conservara, escondida en alguna parte.

Al escuchar las conjeturas del comerciante, Barry se sintió más excitado.

—Con esta clase de gente nunca se sabe, créame —aseguró Abdul al ver la expresión del profesor—. El no conoce el verdadero valor de lo que ha robado ni entiende que alguien pueda pagar dinero por el papiro que hay en el interior de la caja. Si por él fuera, lo arrojaría al fuego para calentarse.

Barry masculló un juramento sobresaltándose.

—No se preocupe —dijo el anciano, divertido al ver la reacción del profesor—. Se cuidará de hacerlo. Aunque no lo comprende, él sabe que hay quien está dispuesto a pagar por ello.

—¿Podrías averiguar la identidad de ese hombre y la de la persona que le pudo haber comprado las piezas? —le interrogó Henry.

—Es posible —dijo Abdul algo circunspecto—, en cualquier caso, supongo que milord ya habrá hecho sus propias averiguaciones.

Henry no pudo evitar el esbozar una sonrisa picara. A su viejo amigo no se le escapaba un detalle, y si pretendía que le ayudase, debería confiarle algunos pormenores. Obviamente, resultaba absurdo venir a preguntarle por la procedencia de una pieza que había sido subastada en otro país.

—Escucha, Abdul. No quiero comprometerte más de lo necesario en este asunto. Como ya habrás adivinado, yo pujé por el escarabeo en la subasta, sin embargo, por una serie de circunstancias, la pieza desapareció.

—¿Robaron la pieza en la sala? —preguntó el viejo con incredulidad.

—Así es. Te aseguro que en mi larga experiencia acudiendo a este tipo de actos nunca vi nada semejante. Al parecer, el escarabeo ha despertado un interés inusitado. Hay quien está dispuesto a todo por conseguirlo.

—Comprendo —murmuró el anciano acariciándose la rala barba—. A mi edad, ya nada me sorprende.

Durante unos instantes todos permanecieron en silencio.

—Por lo que parece, el interés del que habla milord va más allá del valor de una simple pieza —reflexionó Abdul en voz alta—, que por otra parte deduzco pueda encontrarse aquí. Henry miró disimuladamente a Julia sin decir nada.

—Mi olfato me advierte que hay que ir con cuidado —dijo Abdul tocándose la nariz—. No obstante, veré qué puedo averiguar.

—Si fuera el caso, sería de gran utilidad conocer la excavación en la que ese individuo pudiera haber estado trabajando —apuntó Henry, sin hacer caso del comentario de su viejo amigo.

—Eso no resultaría difícil.

—También se me ocurre que podrías hacer correr discretamente la voz de que hay un coleccionista inglés interesado en adquirir antiguos papiros. Si el pergamino se encuentra todavía en El Cairo, tal vez anime a su poseedor a sacarlo a la luz —continuó lord Bronsbury.

El comerciante dibujó una extraña sonrisa en su ajado rostro, en tanto su mirada se llenaba de astucia.

—Estoy seguro de que milord ya ha sopesado los riesgos que puede comportar lo que me pide. El Cairo, como el resto de las ciudades, tiene sus propias reglas, que en nada se parecen a las de Londres o Madrid. Aquí la calle ve, oye y siente como si fuera un ser vivo; y lo peor es que nadie escapa a su control. Miles de personas trabajan diariamente para ella, alimentando una curiosidad que puede llegar a ser agobiante.

—Por ese motivo no quiero comprometerte confiándote otros detalles. Si puedes proporcionarme la información que te he pedido, ya me habrás hecho un gran favor.

El anciano negó con la cabeza.

—Hoy la calle sabe que viniste acompañado por tus amigos a ver al viejo Abdul, y querrá averiguar para qué. Como te dije, cada ciudad posee sus reglas.

Henry asintió.

—Está bien, amigo mío. En todo este asunto hay quienes aparentan estar más interesados en el hecho de que otros no se hagan con los objetos que en poseerlos ellos mismos. Como señalaste muy acertadamente con anterioridad, las piezas encierran un interés que parece ir más allá de lo que dicta su propio valor.

—¿Su señoría se refiere a que tan sólo sean una pista que conduzca a un secreto que alguien desea guardar? —preguntó Abdul.

Henry hizo un gesto de ambigüedad con sus manos.

—Supongo que no creeréis en este tipo de cosas —intervino Julia.

Abdul la observó pensativo.

—¿Sabes de algún grupo que se dedique a tales prácticas aquí, en El Cairo? —preguntó Henry al ver la expresión de su amigo.

—No con seguridad, aunque existen un sinfín de historias sobre una hermandad de este tipo. Mi abuelo ya me contaba relatos sobre ellos. Según él, se trataba de una sociedad cuya antigüedad se remontaba a los mismos albores de la civilización que floreció hace cinco mil años en el Valle del Nilo.

Julia lo miraba sin poder disimular su escepticismo.

—Particularmente, opino que es una leyenda más de las muchas que atesora esta ciudad y que han llegado a formar parte de su folclore —señaló el anciano—. Sin embargo, hay quien cree en ella —continuó—. Mi abuelo e incluso mi padre aseguraban que existía.

Durante unos segundos se hizo el más absoluto silencio.

—¿Saben? —prosiguió el egipcio—, mi abuelo era un magnífico narrador de cuentos. Todas las noches me contaba alguno; en ellos solía referirse al encanto de El Cairo medieval, lugar de intrigas y aventuras interminables, donde era posible soñar.

—Parte de esos sueños a los que usted se refiere aún aparecen escondidos tras las esquinas —alabó Julia.

—Yacen dormidos, me temo que para siempre —se lamentó Abdul—. En aquella época El Cairo era una ciudad que nadaba en la abundancia. Durante el gobierno de los mamelucos, en los siglos XV y XVI, la opulencia se instaló en estas calles. Ellos, junto a los venecianos, controlaban el comercio entre Oriente y Occidente a través del antiquísimo canal que enlazaba el mar Rojo con el Nilo y el Mediterráneo, cobrando unos impuestos enormes a todo aquel que lo navegara. Sin embargo, todo se desmoronó cuando Vasco da Gama descubrió el cabo de Buena Esperanza, abriendo así nuevas rutas comerciales. De todas aquellas inmensas riquezas, ya puede ver lo que queda.

—Los relatos de su abuelo —dijo Julia con cierta dulzura.

—Posiblemente —sonrió Abdul alzando el dedo índice—. Mi preferido era el del sultán Al-Hakim, que se dedicaba a recorrer la ciudad por las noches, a lomos de su burro Luna, en busca de comerciantes deshonestos.

Barry observaba asombrado cómo el anciano comerciante demostraba ser fuente inagotable de conversación. Hablaba y hablaba sin temor al tiempo ni al circunloquio, envolviéndolos a todos con su perífrasis.

—Discúlpeme —intervino el profesor, que, devorado por la impaciencia, aprovechó uno de aquellos silencios que tanto gustaba de guardar el anciano entre relato y relato—. Nos comentaba usted que hay quien cree en la existencia de una extraña sociedad que podríamos calificar como secreta.

—Cierto; como ya apunté con anterioridad, mi abuelo era uno de los que creían en ella.

—¿Y qué le contó acerca de esta?

—Historias fantásticas, como que eran celosos guardianes de conocimientos ocultos y cosas por el estilo. Mi abuelo era un virtuoso adornando las narraciones.

—¿Y qué nombre empleaba para referirse a ellos? —preguntó Barry intrigado.

Ahora Abdul pareció adoptar un aire más misterioso.

—Se les conoce como «Los Hombres de Negro».

La magia de aquel lugar volvió a recibirles calladamente cuando abandonaron la casa de Abdul. De nuevo aquella sutil atmósfera aprisionada entre las callejuelas abandonadas por el tiempo volvía a acompañarles entre el embrujo y la cochambre. Julia captó otra vez el mensaje que el viejo barrio susurraba a todo el que quisiera escucharlo; secretos que iban mucho más allá del polvo y las telarañas.

Al poco, los tres amigos salieron a la sharia al-Muski, la calle comercial por excelencia del barrio, siempre abarrotada de paisanos y turistas en busca de lo insospechado.

Los comercios se daban la mano abigarrándose a ambos lados de una calle sin asfaltar en la que unos obreros se empeñaban en cubrirla de zanjas.

Destartalados toldos, misteriosamente aferrados a sus anclajes, trataban de dar sombra a los escaparates que tenían el privilegio de poseerlos. Tiendas que ofrecían toda una amplia gama de papiros y magníficas alfombras o simples bazares en los que se exponían una olla de cocina junto a un sujetador.

Julia recordó los relatos de Abdul e imaginó por unos instantes cómo debió de haber sido aquel lugar mil años atrás.

—Es usted un privilegiado al vivir en una casa como esta —le había dicho al anciano al despedirse.

—Lo sé. En la época en que los otomanos gobernaron en El Cairo, llegó a haber más de trescientos caravasares como este; hoy apenas quedan veinte.

Julia suspiró con satisfacción mientras caminaba calle arriba.

Junto a ella, sus dos acompañantes hablaban en voz queda de sabía Dios qué. A ella no le interesaba en absoluto la conversación, pues se resistía a perder detalle de cuanto veía.

Hasta su nariz llegó el aroma de las especias. Sobre la acera, un comercio había decidido sacar a la luz un completo muestrario de sus productos presentándolos en generosos montones. Desplegados en todo un abanico de colores, las especias inundaban la calle con sus naturales olores. Aspirarlos representaba todo un placer al que Julia no estaba dispuesta a renunciar, así como un regalo para la vista.

Mostaza, pimienta, comino, cilantro, chile, hibisco, azafrán… Julia se dejó atrapar durante unos instantes abstrayéndose por completo.

—Conozco un sitio donde se pueden conseguir más baratos.

Julia pestañeó desprevenida.

—¡Hassan! Pero… ¿no te has movido de aquí?

—Hoy no ha habido mucho trabajo. He llevado unas alfombras a unos turistas hasta su coche y poco más; pero nunca se sabe dónde puede estar la suerte; por eso estoy aquí, porque sabía que volvería a verla.

Julia no pudo evitar sonreír.

—No tengo nada que me puedas llevar —dijo mientras volvía a caminar calle arriba.

—No importa, quizá otro día me necesite; ya le dije antes que la puedo acompañar al lugar de la ciudad que quiera.

—¿Qué edad tienes, Hassan? —preguntó Julia, todavía sonriendo.

—Dieciséis años, señora.

—¿Seguro?

—Bueno, los cumplo este año.

—¿Y no vas a la escuela?

—Ya fui, pero ahora debo buscar algún trabajo. Tengo cuatro hermanos más pequeños que yo, ¿sabe?

—Ya —dijo Julia, al ver la expresión picara que ponía el jovencito.

—¿Qué opina de Khan-al-Khalili, señora?

—Me gusta —dijo Julia suspirando.

—Yo podría enseñárselo tal y como lo describe Mahfuz en sus libros.

Julia no salía de su asombro, aquel muchacho era capaz de engatusar a cualquiera.

—¿Conoces a Mahfuz?

—Aquí todo el mundo lo conoce; él fue premio Nobel. También conozco el lugar donde nació, en Gamaliyya.

Sin darse cuenta, habían llegado ya a Midan Hussein, la plaza donde había iniciado su pequeño viaje de ensueño. Barry la observaba sonriente mientras Henry hacía una señal al chófer para que se aproximara.

—Seguro que un guía como tú tendrá algún otro modo de ser localizado que no sea el de pasear por aquí.

—¡Claro! —exclamó el jovencito alborozado, en tanto sacaba un pequeño papel de uno de sus bolsillos. En él se encontraba escrito un número telefónico.

—¿Es el número de tu móvil? —preguntó Julia mientras lo cogía.

—No, no tengo, pero ahí me localizarán. Ya sabe, pregunte por Hassan.

Julia rió.

—No lo olvidaré. Ah, yo me llamo Julia —dijo dándole otro billete de cinco euros—. Buena suerte, Hassan.

Este le sonrió abiertamente y luego desapareció calle abajo.

Julia entró en el coche y se acomodó en el asiento trasero. Justo antes de que el vehículo arrancara volvió a aspirar aquel olor indefinible que tanto la había atraído. Ahora, por fin, supo de qué se trataba. Aquella ciudad olía a vida.

Aquella misma noche Julia y sus dos acompañantes cenaron juntos en el Bella, el magnífico restaurante italiano situado en la primera planta de su hotel. Sentados a la mesa, junto a uno de los grandes ventanales que daban a la Corniche, los tres extraños compañeros de viaje observaban el incesante tráfico que todavía circulaba por aquella calle y que no parecía cesar nunca. Al otro lado de la avenida, el Nilo fluía silencioso, ausente por completo al ruido de las bocinas o las llamadas a la oración; él era intemporal, ajeno a toda aquella vorágine que el hombre había creado a su alrededor.

A Julia le pareció que aquella caótica connivencia de contrastes formaba parte inseparable de la ciudad; era su sello, y sin él, El Cairo no sería igual.

El mismo lujo que exhibía aquel restaurante era buena prueba de ello. Rodeados de una atmósfera de ensueño, Julia disfrutó de una cena inolvidable, abrumada por un servicio que le hizo sentirse como una princesa de las antiguas épocas cloradas.

Los dos británicos parecían muy animados, sobre todo Barry, que, excitadísimo, no cesaba de hacer aspavientos con las manos mientras comía con su habitual apetito.

—¡Hum! ¡Espléndido, espléndido! —exclamaba a cada bocado que daba.

A Julia su colega le parecía muy divertido y, desde luego, daba gusto verle comer.

—Le decía a Henry —comentaba en tanto daba fin a su carpaccio— que la entrevista de hoy ha resultado muy interesante; esclarecedora diría yo.

Henry hizo un gesto de complicidad y levantó su copa de vino tinto.

—Un brindis es un brindis, sin duda —se apresuró a decir Barry aprovechando para así apurar la suya—. Este vino es excelente, quién lo iba a suponer.

Julia, que apenas había mojado los labios con el vino, no pudo evitar sonreír abiertamente.

Henry le leyó el pensamiento y soltó una risita.

—En la universidad ya era famoso por su afición a los ágapes —aseguró—. Hasta le pusieron un mote por su glotonería.

Julia miró al profesor, que ni tan siquiera se inmutó.

—Le llamaban Yogui, como al oso.

Julia lanzó una carcajada.

—Considero que no es un mote tan malo —dijo Barry sin sentirse molesto en absoluto.

—Lo único que le diferenciaba del famoso oso —continuó Henry— era que había extendido sus dominios lejos de Yellowstone, y que no hibernaba.

—¡Muy gracioso, claro que sí! —exclamó Barry mojando un poco de pan egipcio en aceite—. Su señoría debería sentirse orgulloso por sus buenos modales y consideración; sobre todo cuando él también posee su propia historia.

Julia abrió los ojos encantada.

—¡No me digas! —exclamó a su vez—. Cuenta, cuenta.

—Ah, querida colega, qué razón tiene el viejo refrán que dice que unos se llevan la fama mientras otros cardan la lana —señaló el profesor dando otro chupito—. Aquí su excelencia también tenía su mote, y bien merecido.

—Bueno, eso es algo que deberías compartir con tus colegas —le animó Julia.

—Le llamaban Don Giácomo; y te aseguro que le venía como anillo al dedo.

—Barry. Me temo que en lo sucesivo he de cuidarme de invitarte a beber buen vino —intervino Henry con una sonrisa en tanto le servía otra copa.

—¡Giácomo! —exclamó Julia complacida—. Me suena ese nombre. ¿No se referirá por casualidad al de Casanova?

—Al mismo —recalcó Barry, que empezaba a trabar feroz batalla con unos tortellinis al pesto.

Henry movió su cabeza divertido, recostándose en la silla para observar mejor a su amigo.

—¿Qué quiere? Milord debe aceptar los hechos con deportividad. Si yo soy Yogui, su señoría es Don Giácomo. Reconocerás, querido amigo, que hiciste méritos para ese nombre.

—Exageraciones de jovencitos —precisó Henry sin abandonar su sonrisa.

—¿Y qué méritos hizo, si se pueden contar? —inquirió Julia maliciosa.

—Bueno, los típicos. Ya me entiendes, siempre andaba enredado con alguna falda. Aunque lo más sonado fue lo de la señorita Perkings.

Henry dio un respingo.

—Barry… —le advirtió el aristócrata.

—No sé de qué te avergüenzas después de tantos años. Tú mismo me aseguraste que no tenía importancia y que no había sido para tanto.

—¿Pero qué es lo que ocurrió? —preguntó Julia frotándose las manos.

—Poca cosa. Tan sólo pillaron a su señoría en la biblioteca con la señorita Perkings perpetrando todo tipo de actos ilícitos.

—¡Pero, Barry; qué barbaridades estás diciendo! —exclamó Henry.

Julia rió divertida.

—La realidad. Aquello fue un gran escándalo —aseguró Barry—; imagínate, nada menos que con la señorita Perkings.

—Bueno, la cosa fue exagerada por las lenguas de doble filo —recalcó Henry.

—Tampoco creo que sea para tanto. Supongo que la tal Perkings sería un amor de juventud —señaló Julia.

Henry hizo un gesto de agradecimiento.

—¡Cómo que un amor de juventud! —replicó Barry al instante, mientras trataba de limpiarse el tomate que le caía por la barbilla—. La señorita Perkings era la bibliotecaria, y tenía más de cincuenta años. Era toda una institución, e incluso había quien aseguraba que era virgen; hasta que llegó Don Giácomo, claro.

—Guardo un gran recuerdo de la señorita Perkings —apuntó Henry sin inmutarse.

—Y tanto —continuó Barry—. Al parecer, la pobre mujer le cogió un gran afecto; valiente depravado.

—¿Y qué ocurrió después? —quiso saber Julia.

—Ya sabe cómo somos en Inglaterra. Si el pecado capital de los españoles es la envidia, el nuestro es el de la hipocresía. Se organizó un escándalo monumental, aunque a la postre todo se solucionara con unas amonestaciones públicas. En mi país, ser noble todavía puede suponer tener un buen paraguas protector.

—Bueno —apostilló Julia llevándose lentamente la copa a los labios—. No hay duda de que los dos poseéis vuestras habilidades.

Henry se llevó una mano al corazón para dar fe de que se consideraba tocado.

—Quién no tiene alguna anécdota de juventud que contar —dijo después de dar otro sorbo de su copa—. Seguro que tú también las tienes.

Julia se ruborizó un poco.

—Ejem, qué queréis que os cuente —dijo al fin.

—Estoy convencido de que también poseías un mote —intervino Barry, que parecía desatado en aquella velada.

—No sé…

—Si yo hubiera estado en tu facultad —aseguró Barry—, te hubiera llamado Palas Atenea —Julia se puso colorada—. No me negarás que es como una diosa venida del mismísimo monte Olimpo, ¿verdad, Henry?

—Es cierto —aseveró este mirándola fijamente.

Ante aquella mirada, Julia sintió que de nuevo se le aflojaban las piernas, y bebió un poco de agua.

—Más bien una mujer de otro tiempo —subrayó lord Bronsbury.

Julia no pudo evitar removerse en su silla.

—Los dos sois demasiado galantes —apuntó sonriéndoles.

—Es verdad —subrayó su colega haciendo caso omiso del anterior comentario—. Es difícil ver mujeres así.

Claramente turbada, Julia bajó la mirada hacia su plato sin poder ocultar su timidez. Cuando la levantó de nuevo, se encontró con los ojos de Henry clavados en ella. En una fracción de segundo percibió su propia fragilidad y un torbellino de emociones surgidas de no sabía dónde. Era una situación nueva para ella en la que ni siquiera era capaz de reconocerse, como si otra Julia hubiera ocupado su piel. Aquella noche se creía capaz de experimentar sensaciones que le eran completamente desconocidas; se sentía invadida por un inexplicable optimismo que no se preocupaba en ocultar y que hacíale parecer llena de vida. Quizá fuera la misma ciudad que la había acogido gozosa, como a uno de sus hijos predilectos, o simplemente que aquella mañana en el Khan-al-Khalili había dejado por unas horas el triste lastre de la existencia que había decidido llevar.

Sin embargo, por primera vez en su vida Julia supo que no podía engañarse. Desconocidos fantasmas salieron en tropel de los más recónditos lugares de su alma, presentándose ante ella con su auténtica cara. Las incómodas sensaciones en el estómago, el inexplicable nerviosismo… súbitamente todo se hizo corpóreo, sin opción a que hubiera ninguna duda. Se habían despertado al unísono en ella los peores demonios para una mujer. Ahora percibía claramente sus propios deseos, que creía definitivamente enterrados hacía mucho tiempo, y esto le produjo una vaharada de placer que la inundó por completo.

No podía engañarse por más tiempo, pues siempre había sido persona de ley; aquel hombre le gustaba; se sintió atraída hacia él desde el primer momento en que lo vio, sin poder explicar una razón para ello. Simplemente su presencia la hacía vibrar, y ante eso no existía razonamiento posible.

Julia volvió a fijarse en sus ojos color esmeralda y durante unos instantes tuvo la sensación de poder leer en ellos la sombra del deseo.

Henry trató de enmascarar aquella mirada y ella lo captó al instante sintiendo que se humedecía; entonces se asustó.

—Los postres tienen una pinta estupenda.

La voz de Barry hizo que Julia tomara de nuevo conciencia de la realidad.

—Creo que tomaré un tiramisú —aseguró el profesor.

Durante unos minutos hablaron de trivialidades, luego la conversación derivó hacia la visita efectuada aquella mañana a casa de Abdul.

—¿Qué os ha parecido el viejo comerciante? —preguntó Henry.

—Se ve que conoce muy bien su trabajo —dijo Julia con cierta mordacidad—. Además, es un buen conversador.

Barry rió quedamente.

—¿Te fías de él? —preguntó a su amigo.

—Todo lo que se puede confiar en un mercader. No obstante, su comportamiento conmigo siempre fue honorable, y mantenemos una amistad desde hace muchos años. Además, si hay alguien que pueda ayudarnos, es él.

—¿Creéis que la caja y el escarabajo están relacionados? —intervino Julia.

—Absolutamente —dijo Barry en tono excitadísimo—. Creo que la caja es una parte fundamental de todo este asunto.

—¿Piensas que ese supuesto papiro aportará nuevos datos?

—No me cabe duda, querida. Ya te di mi opinión de que el escarabeo representa una advertencia, y ese papiro puede proporcionarnos claves que quizá resulten definitivas.

—¿Sería posible que no tuvieran nada que ver? —volvió a inquirir Julia, que no parecía muy convencida.

—¿No te das cuenta? —señaló Barry—. La caja tiene una figura de ibis esculpida en su tapa.

Julia lo miró pensativa.

—¿Recuerdas qué dios del antiguo Egipto adoptaba esa forma? —preguntó el profesor.

—Si no me equivoco, Thot se hacía representar con cabeza de ibis —murmuró Julia.

Barry la miró sonriente.

—¡Vaya! —exclamó ella—. Eso sí que es una casualidad.

—No creo que lo sea —aseguró su colega—. Si ambos objetos han sido robados en la misma excavación, es posible que exista una tumba cerca. Leer ese papiro resulta fundamental.

—Alguien debe de estar buscándolo desesperadamente —comentó Henry burlón.

—Milord no debería tomárselo a broma —recalcó Barry, que parecía muy interesado en el papiro.

—Y no lo hago, pero debemos tener paciencia. Es preciso conocer algunos detalles; luego las piezas encajarán solas —añadió Henry.

—No creeréis lo que dijo Abdul acerca de una sociedad secreta, ¿verdad? —saltó Julia.

Ambos hombres la miraron en silencio.

—No puedo admitir que dos personas tan inteligentes como vosotros deis pábulo a algo semejante. ¡Nada menos que la hermandad de «Los Hombres de Negro»! —exclamó riendo con suavidad.

—Te aseguro que me encuentro lejos de admitir las llamadas «teorías de las conspiraciones», pero estoy abierto a todo tipo de curiosidades —dijo Henry mordaz.

Julia arrugó el entrecejo.

—Tú, al menos, no darás crédito a tal posibilidad —señaló mirando a su colega.

—Bueno, yo… —balbuceó Barry—. Es posible que tan sólo nos hallemos ante un grupo de criminales con delirios del pasado.

Julia negó con la cabeza.

—¿De verdad no habías oído nunca ese nombre? —le preguntó Henry.

—Jamás.

—El título de esa hermandad no es fruto de la imaginación del abuelo de Abdul —aseguró Henry con una nueva sonrisa.

Julia pareció sorprenderse.

—Hay diversos autores que han escrito acerca de esta cofradía. El más conocido, sin duda, fue Jacques Bergier —apuntó el aristócrata.

—¿Jacques Bergier? Me suena ese nombre, aunque no recuerdo haber leído nada de él —comentó Julia.

—Editó un libro que tuvo bastante éxito en España, El retorno de los brujos, seguro que has oído hablar de él.

—Ah, sí. Yo leí ese libro en mi adolescencia, aunque no recuerdo que dijera nada sobre extrañas hermandades.

—Es en otra de sus obras en la que hace referencia a ellos. Se titulaba Los libros malditos.

—Reconozco no haberlo leído.

—En él, Bergier habla sobre la destrucción, censura y persecución del saber científico a lo largo de toda la historia del hombre. Trata de demostrar que tras el uso dado por los grupos aficionados al esoterismo a este tema, subyace una realidad que va más allá de lo meramente literario.

—Las bibliotecas se hallan repletas de teorías de este tipo. Algunas han sido escritas por reputados lunáticos.

—Bergier no era un lunático —dijo de repente Barry, que ya estaba bastante contento—, era de Odessa; aunque según creo murió en París.

Henry rió el chiste de su amigo.

—Ja, ja —subrayó Julia sin ocultar su desdén—. ¿Y qué más cosas dice Bergier en su obra?

—Afirma que dicha hermandad, por otra parte antiquísima, trata de impedir la difusión de obras que ellos consideran peligrosas. El parece convencido de que esta cofradía estuvo involucrada en el incendio de la biblioteca de Alejandría.

—La ignorancia es atrevida, sin duda —indicó Julia—. Seguro que sabes quiénes la incendiaron, ¿no?

—Creo que ahí llego —contestó Henry con aire burlón—. Las tropas de César la quemaron por primera vez, aunque hubo un segundo incendio perpetrado por Cirilo, sobrino del patriarca Teófilo de Alejandría, a principios del siglo V de nuestra era.

—¿Y piensas realmente que los llamados «Hombres de Negro» pudieron estar detrás?

—Querida, yo creo firmemente en la intransigencia de los hombres, así como en su ambición y desmedida ansia por el poder. No es fácil conseguir el control absoluto, aunque muchos lo intentan. Sin duda, la Historia se encuentra plagada de hechos que demuestran lo que digo. Tú eres historiadora y lo sabes mejor que yo. Muchos han sido los que, desde la sombra, han intentado mover los hilos de sus intereses.

—Eso es cierto, pero traspasar la frontera de los hechos históricos para introducirnos en el país de las leyendas tiene sus riesgos. Es toda una tentación entrar en él y fantasear, pero lamentablemente nos alejaríamos del rigor.

—La profesora tiene razón —intervino Barry, que había decidido bajar la cena con un gin-tonic—. No podemos hacer caso de todos los relatos que circulan por ahí. Sin embargo, al remontarnos a una antigüedad tan remota como puedan ser cinco mil años, el escuchar determinadas leyendas supone toda una tentación. En el caso que nos ocupa, ya conocéis mi opinión, aunque, indudablemente, esas hermandades de las que se habla parezcan historias peregrinas.

—Curiosamente —dijo Henry—, el tal Bergier también comenta algo en sus obras acerca del Libro de Thot. Está convencido de su existencia, e incluso le da una antigüedad de más de diez mil años.

—Eso es ridículo —señaló Barry—. En aquel tiempo no se había desarrollado aún la civilización egipcia.

—Estoy de acuerdo en la fragilidad de esa teoría, amigo mío, así como en la conveniencia de limitarse a los hechos.

Henry pareció reflexionar durante unos instantes.

—Me importa poco el que existan o no hermandades secretas dispuestas a controlar lo que leemos —prosiguió—, y mucho menos me interesa su nombre. La realidad es que, en nuestro caso, existen algunas personas que parecen interesadas en que determinados objetos no salgan a la luz.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —le preguntó Julia.

—No hay más que recordar lo que ocurrió la tarde de la subasta en Madrid. Había dos partes interesadas en pujar por el escarabeo y una tercera decidida a llevárselo a toda costa. Su representante, Ahmed, intentó entrar en un principio en la puja, pero enseguida se percató de que no podía competir con sus adversarios. Sin embargo, en mi opinión, se retiró demasiado pronto, lo cual indica que actuaba con un plan preconcebido. No sé a quién representaba ese hombre, aunque, como tú bien sabes, poseía un contacto en el Museo Egipcio de El Cairo. Cuando te entregó la joya, insistió en que era de vital importancia que el escarabeo fuera a parar a las manos apropiadas, y te proporcionó un nombre, Saleh, haciéndote prometer que se lo darías.

—Quizá ellos sean los verdaderos propietarios de la pieza —sugirió Julia.

Henry rió suavemente.

—Nadie roba una obra que le pertenece.

—Pareces olvidarte de que son otros los que están dispuestos a todo con tal de conseguirla —dijo Julia muy seria.

—Sí, y eso es lo que me desconcertó en un principio —subrayó el aristócrata—. Sé muy bien quién estaba al otro lado del teléfono contendiendo por el escarabeo: Spiros Baraktaris.

Julia bajó su mirada, atemorizada al recordar las consecuencias que tuvo aquella subasta para ella.

—El señor Baraktaris y yo somos viejos conocidos —indicó Henry, volviendo a sonreír—. Él no me profesa una gran estima, y está convencido de que tiene antiguas deudas que saldar conmigo, al menos, durante nuestras próximas cinco vidas.

La profesora pareció no comprender.

—Digamos que Spiros está acostumbrado a que todo aquello que le gusta debe ser de su propiedad por el medio que sea. En las subastas de obras de arte, como en otros órdenes de la vida, debe existir cierta deportividad —explicó Henry—. Unas veces se gana y otras se pierde. Sin embargo, esta última posibilidad no entra dentro de los códigos del señor Baraktaris. Particularmente, te diré que ese hombre me parece un despótico canalla, aunque nunca pensé que pudiera ser capaz de acabar con la vida de nadie con tal de obtener una obra de arte. Tú misma pudiste comprobar cómo se las gastan sus acólitos.

Julia se estremeció al recordarlo.

—Sin embargo, desde el principio la reacción de Spiros me dio que pensar. He reflexionado mucho acerca de lo ocurrido y he llegado a la conclusión de que Baraktaris desea el escarabeo por el mismo motivo que el de la supuesta hermandad. Él también cree conocer lo que se esconde detrás de la joya, algo que no quiere que nadie más sepa.

Barry asintió corroborando aquellas palabras.

—Evidentemente, existe una segunda jugada que desconocemos, al menos por el momento —puntualizó lord Bronsbury.

Julia cruzó su mirada con la de aquel hombre, que parecía poseer el don de embaucarla.

—Francamente, Julia —prosiguió él—. Me admira tu determinación de querer cumplir con la última voluntad de un moribundo al que apenas conocías.

—Ya hemos hablado en alguna ocasión sobre esto —replicó ella, dando por zanjado el tema.

—Mi punto de vista es bien diferente; creo que tienes el mismo derecho que cualquiera a poseer esa obra. El hombre que te la dio la había robado y no tenía ninguna facultad moral de que te hicieras cargo de su misión valiéndose de la proximidad de su muerte.

A ella no le gustó nada el modo en que utilizó aquel argumento.

—¿Te molesta si fumo? —preguntó Henry sacando un habano de su tabaquera.

Julia negó con la cabeza, en tanto observaba al inglés encender su puro con parsimonia.

—Sé que deseas fervientemente esa pieza —dijo frunciendo los labios.

—Eso no es ningún secreto, aposté por ella desde el principio.

—Y estoy segura de que seguirás haciéndolo hasta el final —señaló Julia molesta—. Dime, ¿estarías dispuesto a comprármela?

Henry se reclinó muy despacio. Las volutas del fragante humo creaban una difusa cortina a través de la cual observaba a la profesora. A pesar de la sutil opacidad, era capaz de ver la luz que despedían sus hermosos ojos almendrados. Le pareció que poseían un brillo endemoniado que hablaba, sin ambages, de la dignidad de su alma. El supo, de inmediato, que el lenguaje del dinero no era el apropiado para tratar con aquella mujer.

Henry adoptó aquel aire burlón que tanto le gustaba.

—¿Qué te hace pensar eso? No creo haber hecho la menor insinuación al respecto.

A Julia le pareció que aquellas palabras se hallaban cargadas de cinismo.

—Perfecto —replicó, claramente encendida—, en tal caso supongo que no me reprocharás el que entregue el escarabeo al tal Saleh; aunque pertenezca a una oscura cofradía.

—Tienes mi palabra —le aseguró Henry sin abandonar su actitud.

Julia tuvo la sensación de que el inglés jugaba con ella, y se irritó aún más.

—Ya veo —dijo tras una breve pausa—, milord sólo está interesado en coleccionar cosas.

Henry la miró sin inmutarse mientras aspiraba una nueva bocanada de su cigarro. Luego, sin dejar de observarla, exhaló suavemente el humo creando extraños dibujos.

—No siempre, querida —dijo al fin.

Julia volvió a medir su mirada con la de él.

—No creo que esto haya de ser motivo de disputa entre nosotros —indicó Henry.

Ella seguía mirándolo, incapaz de resistirse a su atracción en tanto dominaba su ira.

—Además —prosiguió el inglés—, tengo una buena noticia para ti.

La española continuó observándolo en silencio.

—Hoy me ha llamado Sayed.

—¡Nuestro amigo Orejitas! —exclamó Barry después de haber permanecido demasiado tiempo callado—. Deberíamos volver a hacerle una visita; me parece un tipo estupendo.

—Al parecer, se ha encargado de realizar algunas gestiones, tal y como te prometió —dijo Henry dirigiéndose hacia ella.

—¿Te refieres a Saleh? —preguntó Julia sin aparente interés.

Henry hizo un gesto afirmativo.

—Según me ha comentado, no ha sido tan complicado dar con él, pues, aunque parezca increíble, en la actualidad sólo hay una persona que trabaje en el museo que atienda a ese nombre.

Julia se arrepintió de su reacción anterior, sintiéndose avergonzada.

—Su nombre completo es el de Saleh-al-Hussein y realiza tareas de conservación —confirmó Henry, entregándole un papel con los datos escritos.

Ella lo cogió sin decir una palabra.

—Aproveché su llamada para pedirle algunos favores. Espero que no encuentre problemas en conseguir información sobre las misiones arqueológicas que excavan actualmente en Saqqara. Me prometió que en cuanto lo tuviera me llamaría de nuevo.

—¡Espléndido! —exclamó Barry.

Julia apenas era capaz de ocultar su turbación.

—Es un poco tarde —dijo haciendo ademán de levantarse—. Creo que es hora de irme a descansar.

Sus dos acompañantes se levantaron caballerosamente.

—Mañana deberías tomarte un día de asueto —le aconsejó Henry—. Disfruta del hotel. Tengo la esperanza de que en poco tiempo todo se haya resuelto satisfactoriamente para ti.

Ella asintió dándole las gracias.

—Mañana estaré ausente durante unas horas —añadió Henry sonriendo—. He de hacer algunas gestiones; pero recuerda que es peligroso que salgas sola del hotel; prométenos que tendrás cuidado.

—Os lo prometo.

—Si no tienes inconveniente, te acompañaré hasta el ascensor —señaló Barry—. Yo también me voy a dormir.

Henry observó a la pareja desaparecer por la puerta que se abría al inmenso vestíbulo donde se encontraban los ascensores; luego miró a través de los ventanales que daban a la Corniche y se abstrajo durante unos instantes mientras fumaba.

Un camarero le sirvió un whisky y regresó a la realidad de aquel restaurante. Luego miró detenidamente las paredes forradas de lujosa madera en tanto daba pequeños sorbos de su vaso, cual si tuvieran alguna confidencia que contarse.

Pensó en todo lo sucedido durante aquella velada y en la actitud que Julia les había demostrado. Ella parecía una persona de profundas convicciones, y en cierto modo se sentía impresionado por ello. Además, aquella profesora había demostrado poseer un indudable coraje, y él la respetaba por este motivo; como había dejado meridianamente claro, Julia estaba decidida a llevar su misión hasta el final sin dejarse influenciar por el dinero o el poder que le demostraran los demás. La fuerte personalidad que poseía había salido a escena aquella noche para plantarle cara y dejarle muy claro el tipo de mujer que era.

Henry dio una calada a su habano, exhalando a continuación el humo con deleite. Indudablemente, la reacción de Julia le había sorprendido, pero también había incitado su interés. Aunque en la madurez, la española era una mujer hermosa, poseedora de una natural prestancia que aumentaba su atractivo y que hacía reparar en ella casi sin querer.

El inglés estaba acostumbrado a llevar una vida rodeada de lujos alrededor de la cual abundaban bellísimas mujeres dispuestas a intentar enlazar sus destinos para siempre. Henry había sido consciente de ello casi desde la adolescencia, y a pesar de haber vivido un sinfín de aventuras y alguna relación más seria, nunca había sentido el deseo de dar el paso definitivo con el fin de unir su vida a la de una mujer. Él estaba convencido de que el amor para siempre y las dudas son malos compañeros de viaje, y era preferible no emprenderlo a tener que bajarse en la primera estación con la maleta llena de rencores y odios.

Con el paso de los años, había llegado a la conclusión de que, quizá, sus pretensiones eran totalmente quiméricas y era preferible vivir la vida tal y como él la entendía. Conocía perfectamente la realidad del mundo así como sus propios privilegios, que él reconocía como inmensos y de los que no se avergonzaba. La gran mayoría de los hombres soñaban con tenerlos algún día y muchos estaban dispuestos a hacer cualquier cosa por ello. A él el destino se los había regalado generosamente, y el aristócrata simplemente había decidido hacer un buen uso de ellos.

Enrocado en el interior de su castillo, en un reino inexpugnable, Henry veía la vida pasar apartado de las ficticias realidades que asolaban al mundo, interesado únicamente en la búsqueda de lo genuino. Sin duda, Dios le había dado un don para ello. El inglés era capaz de descubrir la auténtica belleza allá donde se encontrara y en cualquiera de sus formas. Todas aquellas obras que se empeñaba en poseer tenían algo en común que las hacía únicas; un alma de la que brotaba la esencia de su belleza que Henry podía captar al momento.

Con las personas le pasaba igual. Su natural perspicacia le ayudaba a leer con facilidad en el corazón de los hombres y, su particular don, a percibir su verdadera esencia y autenticidad.

Él había advertido aquella alma genuina en Julia la primera vez que la vio, y los hechos posteriores le habían venido a confirmar que no se había equivocado.

Apagó su cigarro pensando en determinadas emociones experimentadas aquella noche. Él mismo se había sorprendido de ellas, pero durante algunos minutos las había notado con total seguridad. Durante la pequeña discusión mantenida con Julia, Henry sintió que la deseaba, y cuando los hermosos ojos de ella le habían fulminado con la mirada, enrabietados, notó como su ardor subía de tono, como si fuera un adolescente.

No guardaba en su ánimo ningún comportamiento que pudiera perjudicar a aquella mujer. Su interés en ayudarla era real, aunque también era cierto que no había perdido la esperanza de poder hacerse con el escarabeo. Él era un hombre acostumbrado a conseguir todo aquello que se proponía y en su fuero interno no se resignaba a perder tan magnífica joya.

Mientras daba otro sorbo de su vaso, Henry volvió a pensar en Julia, experimentando cierta culpabilidad por el hecho de haberse sentido atraído hacia ella. Julia era una mujer casada con una familia a la que quería, aunque poco o nada supiera él al respecto. Siempre había sido una persona discreta, y lo seguiría siendo independientemente de que no pudiera evitar hacerse cierto tipo de preguntas. ¿Cómo sería su marido? ¿La haría feliz? Suspiró al cabo, terminando por desechar tales cuestiones en las que hacía mal en entrar. La realidad era que ella debía regresar a Madrid cuanto antes. Él sabía muy bien que Julia corría verdadero peligro y que las fichas del juego dispuestas sobre el tablero escapaban a su comprensión.

Apuró de un trago su whisky y se levantó de la mesa para ir a descansar. Al día siguiente, Henry debía poner en marcha su propio plan.