IX

A1 correr las cortinas de su habitación, el resplandor la cegó por completo. La luz estallaba a su alrededor creando espesas cortinas de un fulgor centelleante como nunca antes se había visto. Al salir a la terraza, Julia hubo de refugiarse tras las oscuras gafas de sol para así poder ser capaz de ver cuanto la rodeaba. En el aire, las notas metálicas dictadas a través de un megáfono la sorprendieron, cautivándola sin saber muy bien por qué.

Allahu Akbar![1] —oyó que decían.

La Ilaha Illa Llah![2]

El muecín llamaba a la segunda oración del día, cubriendo los cielos con sus alabanzas a fin de que todos los creyentes le acompañaran en sus rezos.

Fascinada, Julia escuchaba aquellos cánticos cuyo significado desconocía, mientras sus sentidos disfrutaban de un regalo difícil de describir.

A sus pies, como una vieja alfombra polvorienta, la ciudad de El Cairo abría sus entrañas irradiando su propia luz; una esencia de más de mil años que acababa por fundirse con la remota herencia de sus antiguos dioses en una comunión perfecta. Al-Qahira, La Victoriosa, auténtico nombre con el que fue fundada la ciudad, parecía mecerse al son de las plegarias de los muecines que, desde los más de mil minaretes, proclamaban su fe en Alá, su único dios, en tanto su pulso incansable se aferraba a la tierra, al devenir incesante del día a día; la eterna subsistencia del hombre.

Desde su aventajada ubicación en el piso veintitrés, Julia veía fluir majestuoso al viejo Nilo. Sus aguas, procedentes del corazón del continente, discurrían cargadas de la milenaria historia que, celosas, habían arrebatado a sus riberas camino del laberíntico delta.

Aquel río había corrido incansable desde mucho antes de que el hombre tuviera memoria, y Julia no pudo evitar sentir hacia él más que una respetuosa reverencia.

Ya prisionera de tan desbordante luz, fue capaz de apreciar mejor cuanto la rodeaba. El pequeño canal situado a su izquierda, Sayalit-al-Rhoda, que bordeaba la isla de aquel mismo nombre y que desembocaba justo a sus pies, junto a varios pantalanes en los que se amarraban pequeños barcos y falucas. Estas iban y venían navegando con sus velas henchidas a través del reflejo del sol sobre las aguas, esquivando lo que parecía ser una fuente, allí, en el centro del río. También a su izquierda se alzaba la figura del lujoso hotel Grand Hyatt, y justo enfrente, al otro lado del Nilo, el inmenso rompecabezas de edificios color ocre que formaba el Doqqi, el barrio de la clase media creado en los años sesenta en donde se rendía especial culto al tráfico y al hormigón.

Julia sintió una especial emoción cuando vio surgir, tras los distantes edificios, los vértices altivos de las inmutables pirámides. Se destacaban en la lejanía, arropadas por sus inseparables dunas, ajenas a aquel cataclismo urbanístico. Vistas desde la terraza, le parecieron poseedoras de un aire solitario e, incluso, cargado de melancolía, aunque quizá sólo se tratara de nostalgia. Al fin y al cabo, eran tan antiguas que hacía ya milenios que habían perdido a los suyos; demasiado tiempo hasta para ellas.

Desvió la mirada hacia su derecha. Al otro lado del río contempló lo que parecía una isla de exuberantes jardines cuyos edificios poco tenían que ver con los de su vecino barrio. Aquella isla, conocida como Gezira, quedaba dividida en dos zonas diferenciadas: Zamalek, situada al norte y lugar residencial de la clase alta, y Gezira, al sur, un área boscosa de espléndida vegetación donde se levantaban importantes museos y el edificio de la Ópera de El Cairo.

Julia observó su blanca cúpula sobresalir entre los frondosos jardines de Nadi-al-Qahira, y le pareció un oasis en medio de la anarquía que se obstinaba en rodearla.

Al norte, muy próximo a ella, se erigía el edificio más elevado de la ciudad, la Torre de El Cairo, un altísimo minarete que a Julia le pareció hecho de cestería y del que los cairotas se encontraban muy orgullosos.

Colmada de sensaciones, se sentó en un sillón de la terraza, empapándose de aquella plétora de impresiones mientras esperaba el desayuno. Contraria a su costumbre, se había despertado tarde, después de tener un sueño inusualmente pesado y profundo.

Mientras, ensimismada, observaba el río, Julia creyó percibir una particular fragancia que iba más allá de la portentosa contaminación que asfixiaba a la ciudad. Cerró los ojos y aspiró, tratando de clasificarla, pero no pudo, pues era tan etérea que le resultaba totalmente desconocida.

Resignada, volvió a abrir sus ojos para observar el puente Qasr-el-Nil, que cruzaba el Nilo camino de la céntrica plaza de Midan Tahrir, pletórica de tráfico y ensordecedoras bocinas; justo en ese instante el servicio de habitaciones tocó a su puerta con el desayuno.

Deliciosamente abandonada, Julia desayunó en aquella terraza que parecía colgada sobre un escenario que nada tenía que ver con el de su vida diaria. Mientras tomaba café con tostadas se sintió inmensamente privilegiada por poder disfrutar de todo aquello, incluido el hotel, claro. Sus atentos «protectores» británicos no habían reparado en gastos, registrándose en tres suites del hotel Four Seasons at the Nile, el más lujoso de todo El Cairo, y ella se sentía abrumada por la generosidad con que se prodigaba aquel aristócrata inglés que nada le había pedido a cambio.

Mientras sorbía su café pensó en ello y de inmediato le vino a la memoria la imagen de su amiga Pilar y sus inefables consejos. Seguro que si la viera en aquel momento le advertiría: «Este tipo te lo cobrará antes o después; algo trama».

Julia no pudo reprimir una sonrisa convencida de que, en el fondo, a su amiga le encantaría estar en su lugar disfrutando de aquella experiencia. Indudablemente, esta parecía una irrealidad surgida en su aburrida rutina diaria, tal y como si se tratara de uno de aquellos cuentos de princesas que su madre le leyera de pequeña.

Obviamente, era la primera vez que se veía rodeada de un lujo semejante, y cada vez que echaba una ojeada a la habitación en la que se alojaba, le daban ganas de no salir de ella. Aquella escena bien podía haber sido extraída de algún famoso guión de cine y, sin querer, se sintió encantada.

Dentro de su estado de placidez trató de reflexionar sobre la situación. Después de incontables mensajes en su buzón de voz, Julia había podido hablar con su marido la noche anterior, aunque su conversación no hubiera durado más de dos minutos.

—¿Estás en El Cairo? —le había preguntado Juan sorprendido.

—Es un viaje organizado por la universidad, cariño; mi padre y Pilar se encargarán de cuidar que todo esté bien. No te preocupes.

Durante varios segundos se había hecho un incómodo silencio, luego Juan le comentó a su mujer que volvería a Madrid más tarde de lo previsto, y que con toda seguridad lo haría después de que ella regresara de Egipto.

—Espero estar en casa dentro de diez días —le había dicho—. Cuídate mucho.

Esa, más o menos, había sido la conversación. Juan parecía estar muy cansado, y al día siguiente le aguardaba una jornada agotadora, por lo cual se iba a dormir.

Julia ahogó un bostezo en tanto se servía otro café. Su matrimonio resultaba ser uno de tantos en los que los cónyuges acababan por convertirse en dos extraños unidos por los lazos del cariño anudados por el tiempo. Sin querer se creaban mundos paralelos que debían converger en el hogar, donde en no pocas ocasiones los hijos se encargaban de volver a separarlos.

Era difícil sobrevivir así, aunque Julia pensara que aferrarse a aquel cariño era todo cuanto le quedaba.

Después de desayunar, cogió su pequeño tesoro y lo miró una vez más. A pesar de las grandes medidas de seguridad que ofrecía aquel hotel, ella había preferido ocultarlo en un escondite ciertamente ingenioso que le parecía mucho más seguro que cualquiera de las cajas fuertes que le habían recomendado y que, astutamente, había fingido aceptar.

Sonriéndose para sí, lo expuso a los rayos de aquel fulgurante sol, y estos resbalaron por el inmenso azul del lapislázuli desprendiendo destellos sin fin en el oro que engastaba la obra. Igual que viera hacer a su colega inglés, ella también pasó las yemas de sus dedos por los elegantes jeroglíficos del reverso intentando comprender su significado. Como ya le explicara Barry, aquellos símbolos sagrados formaban un texto terrible, impropio de una pieza de semejante belleza; probablemente una advertencia.

—¡Una advertencia! —musitó para sí en tanto no dejaba de acariciar la figura.

Julia notó una vez más el inexplicable magnetismo procedente del escarabeo convencida de que el vínculo entre ambos existía. Su razón era incapaz de explicarlo, pero no podía negarse a la evidencia. Era capaz de pasarse las horas muertas observándolo, tocándolo con reverencia sin cansarse.

Pensó en todos los problemas que aquella figura le había acarreado y en la necesidad de hacer cumplir la última voluntad del moribundo que se lo entregó; para eso había venido a El Cairo. Debía encontrar al tal Saleh y librarse de aquella peligrosa carga para siempre.

Sin embargo, con el paso de los días había desarrollado un insólito apego hacia la joya. Cuanto más la miraba, más difícil se le hacía la idea de separarse de ella, como si sus caminos ahora fueran el mismo.

Julia la desechó, una vez más, mientras volvía a guardar el escarabeo. Tenía razón Henry al advertirla de su problema. Su vida corría peligro; más ahora que se encontraba en una ciudad tan extraña para ella como era El Cairo.

—Henry…

Al pensar en él no dejaba de experimentar sentimientos encontrados. El lugar del que procedía era tan distante al suyo como pudieran serlo dos galaxias lejanas. Sin embargo, era un hombre extremadamente atento y educado, aunque, y de eso era plenamente consciente, acostumbrado a hacer su santa voluntad. A Julia no le cabía ninguna duda de que ser inmensamente rico le daba ese privilegio, mas por otra parte ella no lo envidiaba. Saltaba a la vista que era un hombre culto, desbordante de sensibilidad, pero también intuía en él una personalidad cerebral que le creaba cierta desconfianza.

Luego estaba su encanto personal, tan natural, y que a ella le parecía arrollador; aquel hombre era un conquistador, aunque no aparentaba tener el más mínimo interés en ello. Todavía recordaba la sensación que le causó la primera vez que lo vio, y cómo había vuelto a sentirse en posteriores ocasiones; incómodamente insegura. Además, cada vez que la miraba sentía cierta indefensión, como si aquellos ojos de un verde cautivador tuvieran el poder de rebuscar en su alma.

Quizá al final Pilar tuviera razón y no debiera dejar de seguir alguno de sus consejos. Aunque se mostraba caballeroso en lodo momento, Julia ignoraba por completo cuáles eran las expectativas de aquel hombre, aunque, eso sí, esperaba encontrarse alejada de ellas.

El sonido del teléfono de su habitación la llevó de vuelta a la realidad. Al otro lado de la línea Barry se interesaba por ella.

A Julia su colega le despertaba cierta ternura, llegando a resultarle incluso entrañable. La corriente de simpatía que se había despertado entre ellos era evidente, y a ella le gustaba conversar con él.

El motivo de la llamada no era otro que el de concertar una cita, exactamente a las ocho en la recepción del hotel. Al parecer, debían acudir a una cena.

Sayed Khalil recibió a sus invitados con la hospitalidad que le era propia. La mesa a la que se sentaron estaba tan atiborrada de platos que difícilmente hubieran dado fin de ellos ni en una semana.

Ensaladas, verduras de temporada, marisco fresco recién traído de Alejandría, calamares, sabrosos bouri[3], gambas, brochetas de Kefta, unas albóndigas de carne picada muy especiada a la brasa, kebab de cordero, de pollo, e incluso hamam asado relleno de arroz componían los platos principales. Para acompañar a semejante banquete, el anfitrión había dispuesto numerosos platos con variedad de salsas típicas, como por ejemplo el babaghannuj, una salsa espesa hecha a base de berenjenas, tomates y cebollas, el laven, crema de yogur aromatizada con ajo, o la famosa tahina, una pasta de sésamo en la que se solía mojar el delicioso pan egipcio.

Toda una batería de tés, zumos y refrescos se unían a la explosión de color que para los ojos significaban aquellas viandas, a las que había que añadir, cómo no, la inefable Stella, la cerveza nacional.

Sus tres invitados miraban con ojos incrédulos la ingente cantidad de comida que les habían preparado para la ocasión, encomendándose interiormente a todos los santos a fin de que les ayudaran a pasar semejante examen; una dura prueba para sus estómagos, sin duda.

Sayed los observaba encantado de comprobar el demoledor efecto que les causaba la ligera cena que les había dispuesto.

—Espero que me sepáis disculpar por este ágape, pero no ha habido tiempo para elaborar una cena en condiciones, tal y como requería la ocasión.

Al igual que ocurriese con Henry, Sayed Khalil también procedía de una familia ilustre que había ostentado cargos públicos con cierta asiduidad durante los últimos cien años. La fortuna de sus próceres ancestros se había iniciado con la ocupación británica que sufrió el país a finales del siglo XIX. Durante su protectorado, y con la nueva legislación vigente, cierto número de terratenientes autóctonos pudieron beneficiarse de esta, amasando grandes riquezas.

Sus antepasados pertenecieron a aquel grupo de agraciados que lograron hacer fortuna a la sombra de Albión y, al poco, decidieron aprovechar su suerte y considerables recursos para entrar en la política, instalándose paulatinamente tan cerca de los hilos del poder como les fue posible a fin de poder mantener su privilegiada posición durante generaciones.

En los tiempos en los que los reyes títeres, Fuad y Faruq, gobernaron Egipto, su familia detentó diversos puestos de relevancia, consolidando un estatus que sólo se vio trastocado con el levantamiento de los Oficiales Libres Revolucionarios al mando del coronel Nasser.

El 26 de enero de 1952 estallaba la revolución en Egipto en un alzamiento generalizado contra el protectorado británico y sus adláteres. Sin embargo, mientras durante aquel «sábado negro», media ciudad de El Cairo ardía en llamas bajo la furia desatada de un pueblo harto de abusos, su abuelo disfrutaba, junto a su familia, de la hospitalidad de la ciudad de Zúrich, en uno de cuyos bancos atesoraba una fortuna capaz de hacer que no tuvieran por qué preocuparse durante generaciones.

Mas esto no fue necesario, ya que con la llegada de Sadat al poder su posterior política de puertas abiertas dio una nueva oportunidad a los poderosos.

La familia de Sayed regresó a Egipto e incluso su padre volvió a detentar un cargo político importante, tal y como hubiera ocurrido ya con su abuelo durante los años anteriores a la revolución.

El auge económico que experimentó Egipto durante el gobierno de Sadat impulsó al país hasta cotas desconocidas, auge del que salió favorecida, principalmente, la clase media. Obviamente, la familia Khalil aprovechó para hacer grandes negocios. Su exilio durante más de una década en Suiza les hizo tomar contacto con los grandes industriales europeos, con los que entablaron lazos económicos. Supieron invertir sabiamente y así, a su regreso a Egipto sólo tuvieron que conjugar su poder económico con los múltiples contactos políticos que aún conservaban para convertirse en una de las familias más influyentes del país.

Sayed era ahora la cabeza de aquel imperio. Vivía en la misma casa que había pertenecido a su abuelo, una villa de estilo neoclásico de principios del siglo XX, junto a la calle Maahad-al Swisstry, rodeada de embajadas en el elegante barrio de Zamalek. Sayed estaba orgulloso de ella, así como del legado que había recibido de sus antepasados tras su azaroso caminar. Para él, la vida representaba una aventura inseparable de los negocios, un universo en el que, si no engañas, te engañan.

No obstante, tenía cierta consideración con los amigos, y más aún con los de su juventud, de los que guardaba un buen recuerdo. Alguno de ellos incluso le merecía un gran respeto, como era el caso del inglés que hoy tenía invitado a su mesa. Siempre había sentido fascinación por la antigüedad de su linaje, casi desde el día en que se conocieron en el colegio de Harrow, donde Sayed había sido enviado a estudiar por sus padres, como ocurriera con otros muchos niños de la clase alta cairota, muy aficionada a educar a sus hijos en los mejores colegios de Inglaterra.

Sayed se sentía orgulloso de haber estudiado en Harrow.

—El vizconde y yo dejamos de ser niños allí, ¿verdad, Henry?

Julia los observó sin saber de qué hablaban; no tenía ni idea de que aquel inglés fuera vizconde.

—Los harrovians crean lazos que perduran toda la vida. El sello que deja en ellos el colegio es indeleble —recalcó el egipcio.

Julia seguía la conversación con una expresión en su rostro de absoluto desconocimiento.

—¡Cómo! ¿No conoce usted el colegio, señorita? —preguntó el anfitrión al observar su gesto.

—No —dijo Julia, que no sentía ninguna inclinación por las escuelas elitistas—. Además estoy casada.

Henry sonrió asintiendo con la cabeza.

—¡Oh, discúlpeme entonces, señora! —exclamó Sayed levantándose de su asiento para hacer una reverencia—. Créame que su aspecto juvenil me hizo pensar en tal posibilidad, independientemente de su belleza.

Julia no supo qué responder. Aquel tipo poseía un verbo endiablado.

—Espero que, al menos, descubra hoy en mi casa alguna de las especialidades culinarias del país —continuó, invitándola con un ademán a que comiera.

—Todo tiene una pinta estupenda —aseguró Julia mientras se servía un refresco—. ¡Hum! —exclamó al probarlo—. Está delicioso.

Sayed sonrió agradecido.

—Es karkadai helado. ¿No me diga que no lo conocía?

Ella negó con la cabeza.

—Se extrae de las hojas de hibisco hervidas, y resulta verdaderamente refrescante.

—Desde luego; y esta salsa me parece exquisita —alabó mientras saboreaba un poco de pan egipcio con tahina.

—¿Acaso es la primera vez que visita Egipto?

—Así es. Aunque siempre fue un lugar al que quise venir.

—En ese caso sea usted doblemente bienvenida a mi casa, que es la suya. Pero cuénteme, ¿cómo ha sido que se ha decidido por fin a visitarnos?

—Julia disponía de algunos días de asueto y ha tenido la deferencia de acompañarnos. Ella es profesora en la universidad y colabora con su colega Barry en algunos proyectos —se apresuró a intervenir Henry, que no deseaba dar demasiadas explicaciones.

—Entonces es usted egiptóloga —pareció sorprenderse Sayed.

—Soy historiadora, pero mi especialidad no es el antiguo Egipto, sino el Mundo Clásico —apuntó Julia al tiempo que paladeaba otro pedazo de pan con tahina.

Barry carraspeó tras apurar su primera cerveza.

—La doctora me ayuda con sus conocimientos en un trabajo que estoy realizando sobre el gobierno de los lágidas en Egipto; ya sabe, la dinastía ptolemaica, que como usted ya conoce, era de ascendencia griega —indicó el profesor tratando de disimular, algo que se le daba realmente mal.

Su anfitrión asintió sin dejar de sonreír, convencido de que no le decían la verdad. Pensó que, probablemente, aquella era una de las conquistas de su amigo, que siempre había resultado muy discreto en cuestión de amores. Sin duda le alabó el gusto, pues la señora estaba de muy buen ver.

—¡Magnífico! —exclamó con acentuada teatralidad—. Entonces, ¿es usted española?

—De Madrid —subrayó Julia tras dar otro sorbito a su refresco.

—Adoro su país —aseguró Sayed con rotundidad—. Conozco casi todas sus regiones; me parece un auténtico crisol de culturas.

—Eso tratamos, al menos —dijo Julia lacónica.

—Y luego está la comida… —apuntó Sayed, que parecía no haber terminado sus anteriores juicios.

—Apuesto a que eres un furibundo consumidor del jamón de pata negra —interrumpió Henry sin poder resistirse—. Siempre has sabido apreciar todo lo bueno, allí donde se encuentre.

—Por el Profeta que sigues manteniendo tus antiguas aptitudes para la provocación —manifestó el egipcio con teatralidad.

Julia lo observó un momento con atención, pareciéndole cómico. Aquel hombre poseía auténtica madera de histrión, que se veía acentuada por un aspecto un tanto grotesco, pues el tal Sayed en cuestión le resultaba feo como un demonio: calvo, con los ojos saltones y unas orejas de consideración, aunque, eso sí, saltaba a la vista que era inteligente.

—No puedo creer que hayas abandonado tus antiguas costumbres. En el colegio ya sacabas matrícula en sibaritismo —exclamó Henry.

—Locuras de juventud, querido vizconde. Qué te voy a contar yo a ti.

Henry sonreía divertido.

—Ni que lo digas, amigo. Por aquellos tiempos ya te gustaba el champán, pero, según veo, has acabado por refugiarte en la cerveza local.

—Con el paso de los años, de nuevo en el sendero de la verdadera fe; uno acaba por acostumbrarse.

—Quién lo iba a suponer, Orejitas, con lo que tú has sido —recalcó Henry.

Al oír aquellas palabras, Julia, que bebía su karkadai, se atragantó, y tras mirar un instante al egipcio, le entró tal acceso de risa que en unos segundos contagió a todos los comensales. Barry, su colega, lloraba tras sus quevedescas gafas mientras daba palmaditas sobre la mesa, y Sayed, lejos de sentirse molesto, lanzaba grandes carcajadas en tanto se estiraba de sus apéndices haciéndolos todavía más grandes.

—Así le llamábamos en el colegio —trataba de explicar Henry sin parar de reír.

—Como es bien sabido —intervino el egipcio, intentando hacerse oír—, Dios da con una mano y quita con la otra.

Con la cabeza entre sus manos, Julia era incapaz de refrenar su risa, sin poder evitar mirarle las orejas a su anfitrión de soslayo.

Sayed hizo un gesto con las manos tratando de apaciguar a sus invitados.

—Fue una época en la que tuve que afrontar ciertos desórdenes morales —aseguró, tratando de recomponer la compostura.

—Ya lo creo —aseveró Henry—, todavía recuerdo el día que te sobrepasaste con mister Beefeater. Agarró tal melopea que estuvieron a punto de echarlo del colegio.

—Gracias a la ayuda de mis compañeros lo pudimos arreglar; sobre todo a la tuya, Henry.

—Es cierto.

—Henry era una celebridad en la escuela. Él colaboraba en la edición de The Harrovian, el periódico semanal del colegio. En él escribió un artículo sobre mi persona que emocionó a todo el mundo. Alababa unas condiciones humanas que, francamente, yo desconocía poseer, y unos valores que con seguridad sabía que no tenía. Acababa su glosa con una referencia a mis orejas, a las que consideraba nada menos que patrimonio histórico del colegio, pues, desde su fundación en 1572, dudaba que hubiera existido ningún alumno que hubiera podido aventajarme en ese particular.

Henry asentía nostálgico mientras sus dos acompañantes terminaban de serenarse.

Entonces, Sayed hizo una seña al mayordomo y al cabo de unos minutos este se presentó con una cubitera y varias botellas.

—¡Bollinger! —exclamó Henry, encantado al verlas—, y además de una añada excelente.

Barry se ajustó las lentes mientras se relamía; aquellas palabras le sonaban a música celestial, la mejor sinfonía que podían escuchar sus oídos.

Las botellas de aquel néctar cayeron con una velocidad pasmosa. Brindis y más brindis por los tiempos pasados y por los que estaban por llegar. Barry se confirmó como un verdadero virtuoso del buen beber, apurando cada copa apenas sin inmutarse. Hasta Julia, que no era aficionada al alcohol, acabó por beber más de la cuenta, contagiada por la atmósfera que envolvía aquella velada.

Totalmente desinhibido, el señor Khalil recitaba una de las leyendas que conformaban el escudo de Harrow, un león rampante.

Stet fortuna domus —decía enardecido.

Donorum dei dispensatio fidelis —continuó Henry, reseñando la otra.

Luego, como si fueran adolescentes, ambos excompañeros se pusieron a cantar Forty Years On, la más famosa canción del colegio, en tanto Barry tamborileaba con sus dedos.

Al terminar, los dos amigos se abrazaron efusivamente mientras Barry aplaudía; luego, abrieron otra botella.

Julia estaba asombrada de ver cómo bebían aquellos hombres e, inconscientemente, se palpó la cintura. «Con varias noches como aquella —se dijo— su peso se dispararía descontroladamente».

Acto seguido vio como Henry sacaba una petaca de un bolsillo de su chaqueta y ofrecía un puro a los presentes. Ella lo rechazó con un ademán, pues odiaba el tabaco.

—¿Le importa si fumamos, Julia? —preguntó Henry con cortesía.

—En absoluto —mintió ella.

Al poco, sus acompañantes dibujaban caprichosas volutas de humo con evidente gesto de satisfacción. Julia observó cómo su colega se repantigaba en su silla y echaba la cabeza ligeramente hacia atrás, saboreando la fragancia de su habano con expresión cercana al éxtasis; sin duda aquel hombre no le hacía ascos a nada.

—¡Espléndido; delicioso! —exclamó Sayed—. Espero que durante vuestra estancia en El Cairo podamos cenar juntos todas las noches.

Julia se sobresaltó sólo de imaginarlo.

—A propósito, Henry —continuó exultante—, supongo que enseñaréis a la señora las excelencias del Alto Egipto.

—No creo que dispongamos de tiempo para ello.

—¡Cómo! ¿Vas a decirme que no llevaréis de crucero por el Nilo a la profesora? Imposible.

—Qué quieres, amigo; ella debe volver a su universidad.

—Buah… Dispongo de los mejores barcos que surcan el viejo río. Si queréis puedo prestaros mi lujosa dahabiyya para vosotros solos. Todo un deleite para los sentidos —concluyó con picardía.

—Orejitas…

—Tenéis que conocer a mi familia —dijo cambiando de conversación—, mi mujer y mi hija se encuentran en Alejandría, pero regresarán esta misma semana. Mi hijo mayor está terminando sus estudios en Estados Unidos.

—Será un placer, amigo —aseguró Henry—, aunque me temo que no podemos compartir todas las veladas contigo.

—Comprendo —dijo el egipcio—. Olvidaba que su señoría es hombre de gusto por el arte, y que tendrás asuntos que atender. En cualquier caso, espero que aceptéis mi ayuda en todo cuanto necesitéis.

—A mí me vendría muy bien —saltó Julia irreflexivamente, a la que el champán le había terminado por alegrar un poco.

Todos la miraron sorprendidos.

—He de encontrar a un hombre llamado Saleh que, al parecer, trabaja en el Museo Egipcio de El Cairo —manifestó sin pensarlo.

Henry y Barry se quedaron lívidos, y Sayed la observó durante unos instantes a través de las difusas espirales de humo. Al instante, Julia se dio cuenta de que se había equivocado.

—Saleh, dice. Bueno, me temo que no sea una pista determinante. Ese es un nombre muy común en nuestro país. ¿No sabe cómo se apellida?

—No. Me lo recomendó un compañero de la universidad; al parecer, resultó un guía excelente —mintió Julia, tratando de reparar su equivocación.

Sayed pareció considerar aquellas palabras mientras fumaba lentamente.

—En cualquier caso, no creo que haya problema en encontrar al tal Saleh. Mañana mismo telefonearé a la doctora Wafaa, la directora del Museo, y seguro que me proporcionará una lista de todas las personas que trabajen allí con ese nombre.

Julia le dio las gracias sonriéndole algo forzada.

—Tampoco queremos causarte demasiadas molestias —intervino Henry—. Tú eres un hombre muy ocupado que debes atender a tus negocios y…

—De ninguna manera —cortó Sayed, levantando su mano—. La gestión apenas me llevará unos minutos. ¿En qué hotel os hospedáis?

—En el Four Seasons.

El egipcio sonrió malicioso.

—Su señoría siempre supo cuidarse, ¿eh? En cuanto sepa algo, te llamaré.

Henry levantó su copa a modo de agradecimiento.

—Ah —continuó el anfitrión—, lo que no podéis rechazar es un chófer que os lleve allá donde necesitéis. Os mandaré un hombre de mi confianza para que os acompañe.

—Está bien, Orejitas —bromeó Henry—. Sólo espero que el automóvil sea cómodo.

A Julia, el champán de la velada anterior le había dejado las secuelas típicas de quien no está acostumbrado a beber: dolor de cabeza y una sensación de hartazgo en el estómago ciertamente desagradable.

Después de tomar un frugal desayuno servido en uno de los elegantes restaurantes del hotel, no tuvo más remedio que pedir una aspirina.

—Hazme caso, Julia —le decía Barry—, lo mejor para estos casos es desayunar fuerte, e incluso tomarse una cervecita en ayunas. Te lo digo yo.

Julia observaba boquiabierta a su colega británico sin dar crédito a lo que decía ni a lo que comía, pues el desayuno que estaba tomando aquel hombre era, cuando menos, pantagruélico, algo que a ella le resultaba difícil de entender; sobre todo después de haber comprobado lo que el profesor había sido capaz de comer y beber la noche anterior. Ese hombre era un redomado glotón.

Lo miró con disimulo una vez más, contemplando cómo daba cuenta de sus huevos fritos. Ella, por su parte, removió la infusión de su taza y mordisqueó una galleta integral; era lo máximo que le permitía su maltrecho estómago.

—¡Magnífica cena la de ayer! —recordó Barry mientras comía con deleite—. El señor Khalil demostró ser un anfitrión capaz de estar a la altura.

Julia no pudo más que asentir, incapaz de hacer ningún comentario. Se encontraba molesta por la indiscreción que había cometido, y también por el hecho de sentirse un poco fuera de lugar en todo aquello. Cada día se sorprendía al escuchar cualquier comentario acerca de sus nuevos amigos, de su identidad o simplemente de sus meros gustos o forma de vida. Era una extraña en un escenario donde se representaba una obra de la que desconocía el argumento.

Terminó la infusión en tanto Barry regresaba del buffet con un plato de quesos variados; ella se dispuso a presenciar otra demostración de sus facultades devoradoras.

—Henry bajará en breve. Es posible que hoy consigamos significativos avances —aseguró el profesor a la vez que untaba queso azul en una tostada.

Julia lo miró muy seria.

—¿Henry? ¿Lord Bronsbury? ¿El vizconde…? ¿Quién diablos nos acompañará hoy? ¿Acaso no nos sorprenderá con una nueva identidad? —preguntó sin poder reprimir su mal humor.

—¡Oh! —exclamó su colega sin ser capaz de decir una sola palabra más.

—Francamente, Barry, mi situación es algo incómoda. Comparto mi presente con unas personas sumamente amables cuyos planes, en los que al parecer estoy involucrada, desconozco por completo y a los que, no obstante, debo estar agradecida por la ayuda que me han prestado. Siento haberme equivocado anoche, pero en mis actuales circunstancias deseo solucionar cuanto antes mi problema y regresar a mi casa.

Barry la observaba perplejo, con la tostada a mitad de camino hacia su entreabierta boca; estupefacto ante el inesperado mal humor de su colega. Julia le mantenía la mirada y sus hermosos ojos brillaban como ascuas capaces de quemar en la distancia. La expresión desafiante de su rostro denotaba el genio que guardaba aquella mujer, y al profesor le pareció que estaba arrebatadora.

—Por favor, por favor —se apresuró a decir, dejando su tostada en el plato—. ¡Oh, cuánto lo siento! —volvió a exclamar con gesto compungido—. Créeme si te digo que no existe ninguna intención de involucrarte en nada. ¡Qué situación!

Julia se acomodó mejor en su silla sin dejar de mirarlo. Durante unos momentos ambos permanecieron en silencio.

—Querida —dijo al fin el inglés, que parecía haber ordenado sus pensamientos—, no sé qué decir…, aunque creo que tienes razón. Quizá no hayamos sido todo lo considerados que debiéramos, pero te aseguro que no ha habido mala intención y sí un deseo de que no te encontraras incómoda. Algo que, obviamente, no hemos conseguido.

Julia lo escuchaba en silencio.

—Tanto Henry como yo te profesamos una gran simpatía y, desde el principio, nuestro único ánimo ha sido el de ayudarte.

—Ayer por la noche tuve la impresión de que, de alguna manera, interfería en vuestros planes —replicó ella—. Me sentí ridícula.

Barry movió la cabeza, apesadumbrado.

—Es culpa nuestra, tendríamos que haberte advertido de algunas cuestiones, y no lo hicimos.

Julia arrugó el entrecejo.

—Todo se reduce al deseo de no causarte más inconvenientes —se apresuró a decir Barry, mostrando las palmas de sus manos de modo conciliador—. Nuestros intereses en El Cairo pueden causarte más problemas de los que ya tienes; ese es el motivo que lleva a Henry a ser reservado contigo.

—Esa fórmula puede conducirme a la indiscreción, Barry. Soy plenamente consciente de mi vulnerabilidad.

—Por eso te pido una vez más que confíes en nosotros. Encontraremos a Saleh y podrás regresar a Madrid; pero es preciso que seamos muy precavidos.

Julia bajó la cabeza un poco avergonzada por no haber sabido controlar su enfado. Barry alargó la mano y tomó una de las de Julia, apretándola cariñosamente.

—Te contaré algunas cosas sobre Henry —murmuró en tono de complicidad—: Pertenece a un mundo que poco tiene que ver con el nuestro, pero es un gran tipo.

Julia escuchó con atención a su colega, sorprendiéndose de que en pleno siglo XXI existieran personas que pudieran vivir al margen de los problemas de la mayoría de la gente del planeta. Tras oír las explicaciones, la profesora no pudo evitar hacer un comentario crítico al respecto.

—Indudablemente, Henry tiene una forma muy diferente de ver la cuestión —aseguró Barry—. Aunque te diré que colabora, más que generosamente, en ayudas sociales.

Julia también se sorprendió al enterarse de que el aristócrata tenía sangre española, interesándose vivamente por ello.

—Según cuentan, su madre era una mujer capaz de quitar el hipo a todo un regimiento. El viejo lord Belford se volvió loco por ella en cuanto la vio; ya sabe, una belleza andaluza irresistible.

—¡Vaya! —masculló—. Eso sí que no me lo hubiera imaginado. Por eso habla tan bien el español —continuó como para sí—, aunque, bien pensado, debería tener acento.

Barry pareció no comprender.

—Sí. Los andaluces tienen un acento peculiar que él no posee.

Él se encogió de hombros.

—Tal vez tuviera algún profesor en su casa. Tales detalles se me escapan. En cualquier caso, viaja con asiduidad a Madrid, donde, incluso, tiene familia.

—No me digas.

—Un par de primos, según creo, si bien no tiene mucho contacto con ellos.

Luego, tras una breve pausa, se aproximó hacia ella bajando aún más la voz.

—Además —murmuró sonriendo maliciosamente—, nunca se ha casado.

Julia se turbó un poco mientras observaba al profesor asentir con la cabeza como un pícaro.

—Como lo oye. Un solterón irreductible… Bueno —balbuceó Barry casi al momento—, como yo, aunque nuestras situaciones no sean comparables, claro.

Julia no pudo evitar soltar una carcajada.

—Así pues, voy acompañada por dos solterones empedernidos. Supongo que estaréis llenos de manías y rarezas —subrayó—. Tengo una amiga separada que dice que prefiere los divorciados a los solterones; según asegura, estos últimos son mucho más difíciles de manejar.

El profesor pareció algo confundido, y al ver su expresión, Julia volvió a reír.

—Es una broma, Barry —apuntó, todavía riendo.

Justo en ese momento, Julia vio como la figura de Henry se les aproximaba.

—Me alegra encontraros especialmente contentos esta mañana. Yo tengo un dolor de cabeza espantoso —aseguró mientras se sentaba a la mesa y pedía un calé bien cargado con una aspirina.

Ambos profesores se miraron con cierta complicidad. Acto seguido, Julia se levantó para ir al buffet a por un yogur.

Henry la miró disimuladamente, en tanto Barry le comentaba algo en voz baja.

—Bueno, Julia —dijo Henry cuando esta regresó a la mesa—. Espero que aceptes mis disculpas en todo lo que te haya podido molestar; supongo que podemos tutearnos, ¿no es así?

Julia se reclinó contra el respaldo de la silla suavemente. Era la primera vez que veía al aristócrata lejos de su habitual actitud preponderante, y se sintió encantada de entrever en él cierta vulnerabilidad. Ella aprovechó para observarle.

—Me parece bien, Henry —indicó haciendo un pequeño mohín.

—Perfecto —convino el inglés, regalándole otra de sus seductoras sonrisas—. Hoy visitaremos a un viejo amigo. Quizá él pueda ayudarnos en nuestras pesquisas; pero recuerda una cosa —dijo cambiando el tono de voz—: De ahora en adelante es preciso que tengas especial cuidado con lo que digas, no te fíes de nadie, ¿has comprendido?

Julia sintió un leve estremecimiento que disimuló con una sonrisa.

—Comprendido, Henry.

—Magnífico. Es hora de que nos vayamos, ya os contaré algunos detalles por el camino.

—¿Y adónde vamos? —preguntó Julia.

—A un lugar que te fascinará.