35

La música rock resonaba estrepitosamente con vibraciones metálicas por el transistor, mientras el melenudo taxista seguía el compás de la música. Moviendo la mandíbula y dando palmadas contra el borde del volante. El taxi viró hacia el Este en la Calle Setenta y Uno, encerrado entre la hilera de coches que nacía a la salida sobre el East River Drive. El mal humor cundía por doquier mientras los motores rugían y los automóviles avanzaban penosamente, entre frenadas súbitas, a pocos centímetros del coche de delante. Eran las nueve menos cuarto de la mañana, una hora punta en el tránsito de Nueva York, y, como de costumbre, un verdadero caos.

Bourne se acurrucó en un rincón del asiento trasero y contempló la calle festoneada de árboles a través de los cristales oscuros de sus gafas de sol. Había estado allí; el recuerdo era indeleble. Había caminado por las aceras, contemplado los portales y los escaparates de las tiendas, los muros cubiertos de piedra; tan fuera de lugar en la ciudad y, no obstante, tan adecuados para aquella calle en particular. Ya antes había levantado la vista y observado los jardines en las azoteas, relacionándolos con un pintoresco jardín a varias manzanas de allí, más cerca del parque, tras un par de elegantes ventanales, en el extremo posterior de una estancia amplia… complicada. Aquella estancia se encontraba en el interior de un edificio alto y angosto de piedra rojiza e irregular, con una columna de ventanas amplias, cuyos vidrios formaban paneles con engarces de plomo que se elevaban hasta un cuarto piso. Ventanas de vidrio grueso que refractaban la luz hacia adentro y hacia fuera, en sutiles reflejos azules y púrpuras. Cristal antiguo, quizá, cristal ornamental… cristal a prueba de balas. Una típica residencia norteamericana o inglesa; bajo la fachada había una serie de peldaños gruesos y poco usuales, de rebordes negros y entrecruzados, destinados a proteger del hielo o de la nieve a quienes subían por ellos, para no resbalar… y el peso de cualquiera que subiera por ellos haría sonar alarmas electrónicas en el interior de la casa.

Jason conocía la casa, sabía que se aproximaban a ella. El eco que percibía en su propio pecho se aceleró y se hizo más fuerte cuando entraron en la calle donde se encontraba esa casa. La vería en cualquier momento, y mientras se apretaba la muñeca, supo por qué Pare Monceau le había causado una impresión tan profunda. Aquella zona de París era increíblemente parecida al corto trecho del Upper East Side de Nueva York. Si no fuera por la intrusión aislada de una fachada fuera de lugar o absurdamente pintada de blanco, podría tratarse casi de la misma calle.

Pensó en André Villiers. Había escrito todo lo que podía recordar desde que se le había otorgado una memoria en las páginas de una libreta comprada en el aeropuerto Charles de Gaulle. Desde el instante en que un hombre acosado por las balas había abierto los ojos en una habitación húmeda y sucia en Port Noir, pasando por las alarmantes revelaciones de Marsella, Zurich y París; sobre todo París, donde el espectro de un asesino se abatió sobre él, donde había descubierto su propia habilidad como asesino. En todo caso, se trataba de una confesión, tan condenatoria en lo que no podía explicar, como en lo que describía. Pero era la verdad, tal como él la conocía, infinitamente más exculpatoria después de su muerte que antes de ella. En manos de André Villiers sería utilizada para bien; él tomaría las decisiones adecuadas respecto a Marie St. Jacques. Esa certeza le confirió la libertad que tanto necesitaba en aquel momento. Había metido esas páginas en un sobre para enviarlo por correo a Pare Monceau desde el aeropuerto Kennedy. Cuando llegara a París, él seguiría vivo o estaría muerto; habría matado a Carlos o Carlos lo habría matado a él. En algún lugar de aquella calle —tan parecida a otra calle a miles de kilómetros de distancia—, un hombre cuyos hombros se movían rígidamente sobre una cintura fina saldría a su encuentro. Era la única cosa sobre la que no le cabía la menor duda: él habría hecho lo mismo. En algún lugar de aquella calle…

¡Allí estaba! Estaba allí, con el sol matutino golpeando contra la puerta esmaltada de negro y los lustrosos herrajes de bronce, penetrando las gruesas ventanas con vidrios que formaban paneles con engarces de plomo y se elevaban como una ancha columna de centelleante azul púrpura, realzando el esplendor ornamental de los cristales, pero no su resistencia a los rifles de alta potencia y a las armas automáticas de gran calibre. Estaba allí, y por razones —sentimientos— que no acertaba a definir, los ojos se le llenaron de lágrimas y sintió una opresión en la garganta. Tenía la increíble sensación de haber regresado a un lugar que formaba parte de su persona, casi tanto como su cuerpo o lo que quedaba de su mente. No un hogar; no sentía ningún consuelo, ninguna serenidad al contemplar aquella residencia del East Side. Pero había algo más: la abrumadora sensación de haber regresado. Estaba de vuelta en el comienzo, el verdadero comienzo, al mismo tiempo punto de partida y creación, noche oscura y rayar del alba. Algo le estaba ocurriendo; se apretó la muñeca con más fuerza, tratando desesperadamente de dominar el impulso casi incontrolable de saltar del taxi y correr al otro lado de la calle, hacia aquella estructura monstruosa y muda de piedra irregular y ventanales de azul profundo. Quería subir los peldaños de un salto y derribar a puñetazos la pesada puerta negra.

¡Ábranme! ¡Estoy aquí! ¡Tienen que dejarme entrar! ¿No lo entienden?

¡YA ESTOY DENTRO!

Las imágenes se agolparon ante sus ojos; sonidos discordantes resonaban en sus oídos. Un dolor intenso y palpitante le golpeaba las sienes. Estaba dentro de un cuarto oscuro —ese cuarto— como si contemplara una pantalla, en la que una imagen interior era remplazada por otra, y otra, en rápida y cegadora sucesión.

¿Quién es él? ¡Rápido! ¡Llega demasiado tarde! ¡Es hombre muerto! ¿Dónde queda esta calle? ¿Qué significa para usted? ¿Con quién se encontró allí? ¿Cómo? Muy bien. Trate de simplificar las cosas; diga lo menos posible. Aquí tiene una lista: ocho nombres. ¿Cuáles de ellos son contactos? ¡Vamos, rápido! Aquí tiene otra. Métodos para equiparar el número de muertes. ¿Cuáles son los de ustedes…? ¡No, no, no! ¡Tal vez Delta haría eso, no Caín! ¡Usted no es Delta, usted no es usted! Usted es Caín. Usted es un hombre llamado Bourne. ¡Jason Bourne! Se equivocó: dio un paso atrás. Inténtelo otra vez. ¡Concéntrese! Tache todo lo demás. Borre definitivamente el pasado. Ya no existe para usted. ¡Usted es únicamente lo que es en este momento, en lo que se convirtió aquí!

¡Oh, Dios! Marie se lo había dicho.

Tal vez sólo sabes lo que te han dicho que debes saber… Una y otra vez: sin tregua. Hasta que no te quedó otra cosa en la cabeza… Lo que recuerdas es lo que te inculcaron… pero te es imposible revivirlo… porque ése no eres tú.

El sudor le cubría el rostro y le punzaba los ojos, mientras se incrustaba los dedos en la muñeca, tratando de borrar de su mente el dolor, los sonidos y los relámpagos de luz. Le había escrito a Carlos que regresaba allí en busca de documentos que eran su… «protección final». En aquel momento, la frase le pareció floja; incluso había estado a punto de tacharla, pues necesitaba una razón más poderosa para volar a Nueva York. Y, sin embargo, su instinto le había impedido eliminarla; era parte de su pasado… de alguna manera. Ahora comprendía. Su identidad estaba dentro de aquella casa. Su identidad. Y fuera o no Carlos tras él, debía encontrarla. ¡Tenía que hallarla!

¡De pronto todo se había convertido en una locura! Sacudió la cabeza con violencia hacia uno y otro lados para librarse de la compulsión, para ahogar los gritos que lo cercaban; gritos que eran los suyos, su propia voz. Olvida a Carlos. Olvida la trampa. ¡Métete en esa casa! ¡Fue allí; allí empezó todo!

¡Basta!

La ironía era macabra. No había ninguna protección final en aquella casa, sino sólo una explicación final para sí mismo. Y carecía de sentido sin Carlos. Los que lo perseguían lo sabían y hacían caso omiso de ello; precisamente por eso querían verlo muerto. Pero estaba tan cerca… debía encontrarla. Estaba allí.

Bourne levantó la vista; el chófer melenudo lo estaba observando por el espejo retrovisor.

—Jaqueca —dijo secamente—. Dé una vuelta a la manzana. Una vuelta completa. Todavía es temprano para mi cita. Le diré dónde debe detenerse.

—Usted es el que paga, jefe.

La residencia de piedra había quedado atrás, después de haber pasado velozmente frente a ella al despejarse repentinamente el tránsito. Bourne se volvió en el asiento y la contempló por la ventanilla trasera. El ataque se le estaba pasando, y las visiones y sonidos de pánico comenzaban a desvanecerse; sólo le quedaba el dolor, pero también eso desaparecería, lo sabía muy bien. Aunque de escasos minutos de duración, había sido algo extraordinario. Las prioridades se habían distorsionado; la compulsión había remplazado a la razón, la fuerza de lo desconocido había sido tan intensa, que por un instante casi había llegado a perder el dominio de sí mismo. No podía permitir que le ocurriera de nuevo: la trampa era lo más importante. Tenía que examinar la casa otra vez; Tenía todo el día por delante para hacerlo, para pulir su plan, sus tácticas para la noche, pero en ese momento se imponía hacer una nueva evaluación del terreno, esta vez con más serenidad. En el curso del día podría realizar otras más rigurosas. El camaleón que había en él debía comenzar su tarea.

Dieciséis minutos más tarde era obvio que lo que se había propuesto examinar ya no tenía importancia. De pronto, todo era distinto, todo había cambiado. La fila de vehículos en la calle era más lenta; un azar más que se sumaba. Un camión de mudanza había aparcado frente a la residencia; hombres con ropa de trabajo estaban allí de pie fumando y tomando café, retrasando el momento de iniciar el trabajo. La pesada puerta negra estaba abierta, y un hombre de chaqueta verde, con el emblema de la compañía de mudanzas estampado en el bolsillo superior izquierdo, estaba en el vestíbulo, con una tablilla con sujetapapeles en la mano. ¡Estaban desmantelando Treadstone! ¡En pocas horas estaría vacía, quedaría tan sólo la cáscara! ¡No podía ser! ¡Era preciso impedirlo!

Jason se inclinó hacia delante, con el dinero en la mano, la cabeza ya libre de dolor; todo en él era impulso, movimiento. Tenía que ponerse en contacto con Conklin en Washington. ¡Pero no más tarde, no cuando las piezas de ajedrez estuvieran colocadas en su sitio, sino ahora mismo! ¡Conklin debía detenerlos! Todo su plan se movía en la oscuridad… siempre la oscuridad. El haz de una linterna recorriendo primero una callejuela, luego otra, luego muros oscuros y, hacia arriba, ventanas en tinieblas. Todo orquestado adecuada y velozmente, corriendo de una posición a otra. Un asesino sería atraído hacia un edificio de piedra por la noche. Por la noche. ¡Sucedería por la noche! ¡No en aquel momento! Se apeó del taxi.

—¡Escuche, señor! —gritó el chófer por la ventanilla abierta.

Jason se agachó.

—¿Qué ocurre?

—Sólo quería agradecerle. Esto…

Un sonido como de escupida. ¡Por encima de su hombro! Seguido de una tos que era el comienzo de un grito. Bourne se quedó mirando al conductor del taxi, al río de sangre que brotaba de la oreja izquierda del hombre. Estaba muerto, muerto por una bala que había sido disparada contra él, desde una ventana situada en algún edificio de la calle.

Jason se arrojó al suelo, y luego saltó como un resorte rodando hacia el borde de la vereda. Se produjeron otros dos disparos con silenciador en rápida sucesión, el primero de los cuales se incrustó en un lado del taxi, y el segundo se hundió en el asfalto. ¡Era increíble! ¡Estaba marcado incluso antes de que hubiera comenzado la partida de caza! Carlos estaba allí. ¡En posición! Él o uno de sus hombres había ocupado un sitio elevado, una ventana o una azotea, desde la cual podía dominar toda la calle. Sin embargo, era absurda la posibilidad de muerte indiscriminada causada por un asesino apostado en una ventana o una azotea; la Policía acudiría, se cerraría la calle, e incluso se frustraría la posibilidad de invertir la trampa. ¡Y Carlos no estaba loco! No tenía sentido. Pero Bourne tampoco tenía tiempo para especular; debía escapar de la trampa… de la trampa invertida. Tenía que llegar hasta aquel teléfono. ¡Carlos estaba allí! ¡A las puertas de Treadstone! Él lo había llevado hasta allí. ¡Había logrado arrastrarlo hasta allí! ¡Era su prueba!

Se puso de pie y echó a correr, zigzagueando, entremezclándose de cuando en cuando con los peatones. Llegó a la esquina y viró hacia la derecha. La cabina telefónica estaba a seis metros de allí, pero también era un blanco. No podría usarla.

Cruzando la calle había una charcutería, y, sobre la puerta, un pequeño cartel rectangular: TELÉFONO. Bajó a la calzada y empezó a correr de nuevo, esquivando los automóviles. Uno de ellos podía cumplir la tarea que Carlos se había reservado para sí. También aquella ironía resultaba macabra.

—La CIA, señor, es fundamentalmente una organización que investiga hechos —dijo en tono condescendiente el hombre en el otro extremo de la línea—. El tipo de actividades que usted describe es la parte menos frecuente de nuestra tarea, y algo sobre lo cual se ha exagerado mucho en las películas y las novelas.

—¡Maldito sea, escúcheme! —exclamó Jason, mientras cubría con la mano el teléfono, en la charcutería atestada de gente—. Sólo quiero que me diga adónde está Conklin. ¡Es una emergencia!

—Y se lo dijeron en su oficina, señor. Mr. Conklin partió ayer por la tarde y se lo espera de regreso hacia fines de semana. Puesto que usted dice conocer a Mr. Conklin, estará al tanto de la lesión que sufrió cuando estaba de servicio. De cuando en cuando se aleja de aquí para someterse a tratamiento médico…

—¡Oh, cállese usted! Lo vi en París, en las afueras de París, hace dos noches. Vino de Washington para verme.

—Respecto a eso —interrumpió el hombre en Langley—, cuando pasaron su llamada a esta oficina, ya lo habíamos verificado. En ninguna parte figura que Mr. Conklin haya salido del país desde hace más de un año.

—¡Entonces ocultó las pruebas! ¡Pero estuvo allí! Busca usted claves —dijo Bourne con desesperación—. Pues bien, no las tengo. Pero cualquier persona que trabaje con Conklin reconocerá las palabras. ¡Medusa, Delta, Caín… Treadstone! ¡Alguien tiene que reconocerlas!

—Pero no es así. Ya se lo dijeron.

—Me lo dijo alguien que no está enterado del asunto. Pero hay otras personas que sí lo saben. ¡Créame!

—Lo siento. De veras…

—¡No corte! —Había otro recurso: habría preferido no usarlo, pero no le quedaba más remedio—. Hace cinco o seis minutos he bajado de un taxi en la Calle Setenta y Uno. Me han descubierto, y alguien ha tratado de quitarme de en medio.

—¿Quitarlo… de en medio?

—Sí. El chófer me habló y yo me agaché para escuchar lo que decía. Ese movimiento me salvó la vida, pero el conductor está muerto, con una bala en la cabeza. Ésa es la verdad, y sé que puede verificarlo. Es probable que a estas alturas haya media docena de coches patrulla en el escenario de los hechos. Verifíquelo. Es lo más que puedo aconsejarle que haga.

Hubo un breve silencio en Washington.

—Puesto que usted ha pedido hablar con Mr. Conklin, al menos ha pronunciado su nombre, haré lo que me pide. ¿Cómo me puedo comunicar con usted?

—Aguardaré en el teléfono. He hecho esta llamada con una tarjeta de crédito internacional. Expedida en Francia, a nombre de Chamford.

—¿Chamford? Pero usted ha dicho…

¡Por favor!

—Aguarde un momento.

La espera le resultó intolerable, empeorada por un individuo que lo miraba echando chispas por los ojos, mientras con una mano hacía sonar las monedas y con la otra sostenía un panecillo; de la desgreñada y larga barba le colgaban algunas migas. Un minuto después, el hombre en Langley estaba de nuevo en la línea, pero ahora su tono era completamente de cólera.

—Creo que esta conversación ha llegado a su fin, Mr. Bourne, o Chamford, o como sea que se llame. Nos hemos puesto en contacto con la Policía de Nueva York; en la calle Setenta y Uno no se ha producido el incidente que usted ha descrito. Y estaba usted en lo cierto. Tenemos cómo verificarlo. Le aconsejo que recuerde que hay leyes para este tipo de llamadas y que las penas son muy graves. Buenos días, señor.

Se escuchó un clic: la comunicación se había cortado. Bourne se quedó mirando el teléfono con incredulidad. Durante meses, los hombres de Washington lo habían buscado, habían querido matarlo a causa de un silencio que no podían entender. Ahora, cuando él mismo se presentaba —les presentaba el único objetivo de aquel trato que había durado tres años—, lo desechaban. ¡Seguían dispuestos a no escucharlo! Pero aquel nombre lo había escuchado. Y había vuelto a descolgar el teléfono para negar una muerte ocurrida hacía tan sólo unos minutos. No podía ser… era de locos. Pero había ocurrido.

Jason se sintió tentado de huir a toda velocidad de la charcutería. En cambio, caminó lentamente hacia la puerta, excusándose, abriéndose paso por entre la cola de gente que esperaba frente al mostrador, con los ojos fijos en los escaparates, escrutando a los que estaban en la acera. Una vez fuera, se quitó el abrigo y se lo echó al brazo, y se cambió las gafas de sol por las de montura de carey. Eran modificaciones mínimas, pero no estaría suficiente tiempo en el lugar al que se dirigía como para que se convirtieran en un error grave. Cruzó de prisa la intersección hacia la calle Setenta y Uno.

En la esquina más apartada se unió a un grupo de peatones que esperaban el cambio de luz del semáforo. Giró la cabeza hacia la izquierda con el mentón apretado contra la clavícula. Él tránsito proseguía, pero el taxi había desaparecido. Había sido eliminado de la escena con precisión quirúrgica, como si se tratara de un órgano enfermo y desagradable a la vista, extirpado del cuerpo, y las funciones vitales habían vuelto a la normalidad. Demostraba la precisión de un maestro asesino, que sabía con exactitud cuándo y dónde clavar el cuchillo con celeridad.

Bourne giró de prisa, invirtiendo la dirección que llevaba, y echó a andar hacia el Sur. Tenía que encontrar una tienda apropiada; debía cambiar su aspecto exterior. El camaleón no podía esperar.

Marie St. Jacques estaba enojada cuando se dirigió al general de brigada Irwin Arthur Crawford, que se encontraba en el otro extremo de la habitación, en la suite del «Hotel Fierre».

—¡Ustedes no quisieron escucharlo! —acusó la mujer—. Ninguno de ustedes quiso escucharlo. ¿Tiene alguna idea de lo que le han hecho?

—Lo sabemos muy bien —respondió el oficial; la disculpa estaba en el reconocimiento mismo, no en el tono de su voz—. Sólo puedo repetirle lo que ya le he dicho. No sabíamos qué escuchar. Las diferencias entre las apariencias y la realidad superaban nuestra comprensión, y es evidente que a él le ocurrió también lo mismo. ¿Y si le pasó a él, por qué suponer que no nos pasaría también a nosotros?

—¡Él ha estado tratando de reconciliar las apariencias con la realidad, como usted dice, desde hace siete meses! ¡Y todo lo que se les ocurrió hacer a ustedes fue enviar gente a matarlo! Él intentó decírselo. ¿Qué clase de personas son ustedes?

—Llenas de defectos, Miss St. Jacques. Llenas de defectos, pero decentes; eso creo. Por eso estoy aquí. El reloj ha empezado a correr, y quiero salvarlo si puedo, si podemos.

—¡Ah, me pone usted enferma! —Marie se detuvo, meneó la cabeza y siguió diciendo con serenidad—: Haré lo que usted me pida, eso ya lo sabe. ¿Puede ponerse en contacto con Conklin?

—Estoy seguro de que sí. Permanecerá en la escalinata de esa casa hasta que no le quede más remedio que dirigirse a mí. Aunque tal vez no sea él nuestra mayor fuente de preocupación.

—¿Carlos?

—Tal vez otros.

—¿Qué quiere decir?

—Se lo explicaré en el camino. En este momento nuestra principal preocupación, nuestra única preocupación, es localizar a Delta.

—¿A Jason?

—Sí. Al hombre que usted llama Jason Bourne.

—Y, desde el principio, él fue uno de ustedes —dijo Marie—. ¿No había ningún antecedente que expiar, ningún pago o perdón que negociar?

—Ninguno en absoluto. Ya se lo contaremos a su debido tiempo, pero éste no es el momento de hacerlo. He hecho arreglos para que esté usted en un coche del Gobierno sin nada que lo identifique como tal, aparcado en sentido diagonal respecto a la casa. Le entregaremos prismáticos; usted lo conoce mejor que ninguna otra persona. Tal vez lo localice. Ruego a Dios que así sea.

Marie se dirigió al armario y sacó su abrigo.

—Cierta noche me dijo que era un camaleón… ¿Lo recuerda? —interrumpió Crawford.

—¿Qué he de recordar?

—Nada. Tenía un talento especial para moverse en situaciones difíciles sin ser visto. A eso me refiero.

—Espere un minuto —Marie se acercó al militar, con los ojos clavados de pronto otra vez en él—. Dice usted que debemos localizar a Jason, pero hay otro camino mejor. Deje que sea él quien se acerque a nosotros. A . Déjeme en la escalinata de esa casa. ¡Él me verá, me hará llegar un mensaje!

—¿Brindándole así al que está allá afuera dos blancos en lugar de uno?

—Usted no conoce a nuestro hombre, general. He dicho que me haría llegar un mensaje. Enviará a alguna otra persona. Le pagará a cualquier hombre o mujer para que me dé un mensaje. Lo conozco. Hará eso. Es la manera más segura.

—No puedo permitirlo.

—¿Por qué no? ¡Han hecho tan estúpidamente el resto de las cosas! ¡Tan ciegamente! ¡Por lo menos hagan algo inteligente!

—No puedo. Tal vez eso solucionaría incluso otros problemas que usted desconoce, pero no puedo hacerlo.

—Déme una razón.

—Si Delta tiene razón, si Carlos lo ha seguido y está en esa calle, el riesgo es demasiado grande. Carlos la conoce por fotografías. La matará.

—Estoy dispuesta a correr ese riesgo.

—Pues yo no. Y me gustaría pensar que estoy hablando en nombre de mi Gobierno cuando le digo esto.

—Francamente, no creo que sea así.

—Deje que los demás lo decidan. ¿Podemos ponernos en camino, por favor?

—Administración General de Servicios —canturreó la voz del operador del conmutador.

—Comuníqueme con Mr. J. Petrocelli, por favor —dijo Alexander Conklin con voz tensa, mientras se secaba con una mano el sudor de la frente, de pie junto a la ventana, y con la otra sostenía el teléfono—. ¡Rápido por favor!

—Todos tienen prisa… —las palabras fueron remplazadas por el zumbido de una llamada.

—Petrocelli, División de Reclamaciones y Facturación.

—¿Me quiere decir qué demonios están haciendo? —estalló el hombre de la CIA, calculando el impacto causado por sus palabras, como si se tratara de un arma.

—En este preciso momento, escuchando a un imbécil que me hace una pregunta estúpida.

—Pues bien, escúcheme con atención. Me llamo Conklin, de la CIA, prioridad Cuatro-Cero. ¿Sabe lo que todo eso significa?

—Jamás he entendido nada de lo que ustedes han dicho en los últimos diez años.

—Entonces será mejor que entienda esto. Ha tardado una hora, pero acabo de localizar al despachante de una compañía de mudanzas, aquí en Nueva York. Afirma que tiene una factura firmada por usted para llevarse todos los muebles de una residencia de la Calle Setenta y Uno. Del número 139, para ser más exactos.

—Sí, la recuerdo. ¿Y cuál es el problema?

—¿Quién dio esa orden? Es nuestro territorio. Retiramos nuestro equipo la semana pasada, pero no, repito, no solicitamos ningún otro servicio adicional.

—Espere un momento —dijo el burócrata—. Yo vi esa orden. Quiero decir que la leí antes de firmarla; le juro que ustedes despiertan mi curiosidad. La orden venía directamente de Langley, en una hoja de prioridad.

—¿Pero de quién en Langley?

—Espere un momento y se lo diré. Tengo una copia en el archivo. —En el otro extremo de la línea se oía el crujido de papeles. Luego cesó y Petrocelli prosiguió—: Aquí está, Conklin. Dirija sus quejas a su gente en Controles Administrativos.

—Ellos no tenían ni idea de lo que estaban haciendo. Cancele la orden. ¡Llame a la compañía de mudanzas y díganle que salga de allí! ¡Ahora mismo!

—¡Esfúmese!

—¿Cómo dice?

—Envíeme por escrito una solicitud de prioridad; he de tenerla antes de las tres de la tarde, aquí, en mi mesa; entonces es posible, no le aseguro nada, sólo digo que es posible, que sea procesada mañana. Entonces llevaremos todo de vuelta hasta allí.

—¿Llevarán todo de vuelta?

—En efecto. Nos dicen ustedes que lo saquemos todo, y lo sacamos. Nos dicen que lo llevemos de vuelta, y lo llevamos. Hemos de seguir métodos y procedimientos, lo mismo que ustedes.

—¡Todo el equipo era prestado! No era, no es propiedad de la organización.

—Entonces, ¿por qué me llama a mí? ¿Qué tiene usted que ver con eso?

—No tengo tiempo de explicárselo. Pero saque a esa gente de allí. ¡Llame a Nueva York y sáquelas de allí! Son órdenes de Cuatro-Cero.

—Aunque sean cinco ceros; no conseguirá nada. Mire, Conklin, los dos sabemos que usted puede conseguir lo que quiera si yo obtengo lo que necesito. Haga las cosas bien. Hágalas legalmente.

—¡Es que no puedo involucrar a la CIA!

—Pues entonces, no me enrede a mí tampoco.

—¡Es preciso que esas personas salgan de allí! Se lo advierto… —Conklin se interrumpió, con los ojos clavados en la residencia al otro lado de la calle, súbitamente paralizados todos sus pensamientos.

Un hombre alto, con abrigo negro, había subido los escalones de cemento; giró y se quedó inmóvil frente a la puerta abierta. Era Crawford. ¿Qué demonios hacía? ¿Qué hacía allí? ¡Había perdido el juicio; estaba loco! ¡Se había convertido en un blanco inmóvil; podía romper la trampa!

—¿Conklin? ¿Conklin…?

La voz salía aún del auricular cuando el hombre de la CIA cortó la comunicación.

Conklin se dirigió a un hombre corpulento que estaba a dos metros, en la ventana adyacente. El hombre tenía un rifle de mira telescópica sujeta al cañón. Alex no conocía su nombre y tampoco quería saberlo; había pagado lo suficiente para no tener aquel peso sobre los hombros.

—¿Ve ese hombre allá abajo; el de abrigo negro, que está junto a la puerta? —preguntó.

—Sí, lo veo. Pero no es el que buscamos. Es demasiado viejo.

—Vaya y dígale que enfrente hay un lisiado que quiere hablar con él.

Bourne salió de la tienda de ropa usada en la Tercera Avenida, deteniéndose un instante frente al sucio escaparate para apreciar mejor el aspecto que tenía. Serviría; todo hacía juego. El gorro de lana negro le cubría la cabeza hasta la mitad de la frente; la cazadora, arrugada y llena de remiendos, era varias tallas superior a su medida; la camisa de franela a cuadros, los pantalones amplios color caqui y las botas de gruesa suela de goma y enormes y redondeadas punteras: todo era coherente. Sólo le faltaba una manera de caminar que se adecuara a la ropa. La marcha de un hombre fuerte y de pocas luces; su cuerpo había comenzado a mostrar los efectos de un incesante esfuerzo físico, y su mente aceptaba lo inevitable del duro trabajo cotidiano, cuya única recompensa consistía en un cajón de cerveza al final de una tarea fatigosa y monótona.

Encontraría la manera de caminar; la había usado anteriormente. En alguna parte. Pero antes de hurgar en su memoria, era preciso que hiciera una llamada telefónica. Vio una cabina telefónica en la manzana, con una mutilada guía colgando de una cadenilla metálica bajo el estante de metal. Echó a andar hacia ella, las piernas automáticamente más rígidas, los pies presionando con fuerza sobre la acera, los brazos colgando pesadamente, los dedos de las manos apenas entreabiertos, curvados por años y años de excesivo trabajo duro. La expresión fija y torpe del rostro vendría después. No ahora.

—Compañía Belkins, de Depósitos y Mudanzas —anunció la voz de una telefonista en alguna parte del Bronx.

—Me llamo Johnson —dijo Jason con impaciencia, pero también con cordialidad—. Me temo que tengo un problema, y espero que usted pueda ayudarme.

—Lo intentaré, señor ¿De qué se trata?

—He ido a casa de un amigo mío en la Calle Setenta y Uno, un amigo que murió hace muy poco, a buscar algo que le había prestado. Cuando llegué allí, un camión de ustedes estaba aparcado frente a la puerta. Me resulta violento decírselo, pero temo que sus hombres se lleven un objeto que me pertenece. ¿Con quién me aconseja que hable sobre esta enojosa cuestión?

—Con un despachante, señor.

—¿Podría facilitarme su nombre, por favor?

—¿Cómo?

—Su nombre.

—¡Ah, sí! Murray. Murray Schumach. En seguida lo comunico con él.

Dos clics procedieron a un largo zumbido en la línea.

—Schumach.

—¿Mr. Schumach?

—Al habla.

Bourne le repitió su enojosa historia.

—Desde luego, puedo conseguir una carta de mi abogado, pero el objeto en cuestión tiene poco o ningún valor…

—¿Qué es?

—Una caña de pescar. No cara, desde luego, pero tiene un carrete antiguo de hierro fundido, uno de esos que no se atascan cada cinco minutos.

—Sí, sé lo que quiere decir. Yo suelo pescar en Sheepshead Bay. Ya no hacen los carretes como antes. Creo que se debe a las aleaciones.

—Me parece que tiene usted razón, Mr. Schumach. Sé exactamente en qué armario está guardado.

—¡Oh, bueno, qué diablos… una caña de pescar! Vaya y hable con un tipo llamado Dugan; es el supervisor. Dígale de mi parte que puede llevársela, pero tendrá que firmar algún papel o algo. Si le pone inconvenientes, dígale que me llame por teléfono; el de la casa está desconectado.

—Mr. Dugan. Muchísimas gracias, Mr. Schumach.

—¡Santo cielo, ese lugar no nos ha traído más que problemas hoy!

—¿Cómo dice?

—Nada. Un lunático ha llamado para ordenarnos que saliéramos de allí. Y es un buen trabajo, con la paga garantizada. ¿Qué le parece?

Carlos. A Jason no le extrañaba.

—Una situación realmente difícil, Mr. Schumach.

—Buena pesca —dijo el hombre de Belkins.

Bourne avanzó hacia el Oeste por la Calle Setenta hacia la Avenida Lexington. Tres calles más adelante, en dirección al Sur, encontró lo que buscaba: una tienda de excedentes militares y navales. Entró.

Ocho minutos más tarde salió pertrechado con cuatro mantas acolchadas de color marrón y seis correas anchas de cañamazo con hebillas de metal. En los bolsillos de la cazadora llevaba dos bengalas. Estaban allí, sobre el mostrador, con aspecto de algo que en realidad no eran, suscitando imágenes más allá de la memoria, retrocediendo hasta un momento en el tiempo en que había tenido significado y propósito. Y rabia. Se echó el equipo sobre el hombro izquierdo y marchó penosamente hacia la calle Setenta y Uno. El camaleón se dirigía a la jungla, una jungla tan densa como la del no recordado Tam Quan.

Eran las diez y cuarenta y ocho cuando llegó a la esquina de la calle jalonada por árboles que ocultaban los secretos de Treadstone Setenta y Uno. Regresaba a los comienzos —a sus comienzos—, y el miedo que sentía no era temor al daño físico. Estaba preparado para eso: cada tendón tenso, cada músculo listo; rodillas y pies, manos y codos convertidos en armas, los ojos convertidos en alarmas accionadas por cables que enviarían señales a dichas armas. Su miedo era mucho más profundo. Estaba a punto de penetrar en el lugar de su nacimiento, y le aterraba lo que pudiera encontrar, lo que pudiera recordar allí.

¡Basta! La trampa es lo único importante. ¡Caín es Charlie y Delta es Caín!

El tránsito había disminuido considerablemente, la hora punta había pasado; en la calle comenzaban a reinar la inactividad y la quietud propias de media mañana. Ahora los peatones caminaban en lugar de correr; los coches pasaban lentamente junto al camión de mudanzas, y los furibundos cláxones, eran remplazados por breves muecas de irritación. Jason cruzó hacia la vereda de Treadstone; la elevada y angosta estructura de piedra irregular y rojiza y vidrio grueso y azul estaba a cincuenta metros de donde él se encontraba. Con las mantas y las correas, un obrero de pocas luces y ya cansado avanzó hacia la residencia detrás de una pareja bien vestida.

Llegó a la escalinata de cemento en el momento en que dos hombres musculosos, uno negro y el otro blanco, atravesaban la puerta con un arpa envuelta en una funda. Bourne se detuvo y gritó, con voz vacilante y tono desapacible:

—¡Eh! ¿Dónde está Doogan?

—¿Dónde diablos ha de estar? —replicó el hombre blanco, ladeando la cabeza para mirarlo—. Con el trasero pegado a una silla.

—No esperarás que levante algo más pesado que su tablilla con sujetapapeles —intervino el negro—. Para algo es un ejecutivo. ¡No faltaría más! ¿No, Joey?

—Es un pesado, eso es lo que es. ¿Qué llevas bajo el brazo?

—Vengo de parte de Schumach —replicó Jason—. Quería que viniera y pensó que necesitarían estos bártulos. Me dijo que los trajera.

—¡Murray, el terror de las mudanzas! —exclamó el negro, lanzando una carcajada—. Eres nuevo. No te he visto antes. ¿Vienes de trabajar en los muelles?

—¡Aja!

—Llévale esa porquería al ejecutivo —gruñó Joey, al tiempo que comenzaba a bajar los escalones—. Él puede asignarlo. ¿Qué te parece esa palabra, Pete? Asignarlo: ¿te parece?

—Me chifla, Joey. Pareces un diccionario ambulante.

Bourne subió los escalones hasta la puerta, la atravesó y vio la escalera de caracol a la derecha y, frente a él, el pasillo largo y estrecho que desembocaba en otra puerta seis metros más allá. Había subido aquellos escalones mil veces, y caminado por aquel pasillo otras tantas. Ahora, que estaba de nuevo allí, lo embargaba una abrumadora sensación de pavor. Avanzó por el pasillo estrecho y oscuro; alcanzaba a divisar haces de luz solar penetrando a lo lejos por entre las puertas-ventana. Se aproximaba al cuarto donde había nacido Caín. A aquel cuarto. Se aferró a las correas que llevaba al hombro y para dominar el temblor.

Marie se inclinó hacia delante en el asiento trasero del sedán gubernamental blindado, mientras con los prismáticos examinaba el lugar. Algo había ocurrido; no estaba segura de qué, pero lo intuía. Un hombre bajo y robusto había pasado junto a la escalinata de la residencia hacía algunos minutos; al acercarse al general, aminoró la marcha y le dijo algo, Luego, el hombre siguió por la acera y, al cabo de unos segundos, Crawford lo siguió.

Conklin había sido hallado.

Si lo que el general había dicho era cierto, aquello no representaba sino una pequeña victoria. Pistoleros contratados, desconocidos para su empleador, quien, a su vez, era un desconocido para ellos. Contratados para matar a un hombre… ¡por motivos equivocados! ¡Oh, Dios, cómo los odiaba a todos! Hombres estúpidos, insensatos. Hombres que jugaban con la vida de otros, sabiendo tan poco ya convencidos de que lo sabían todo.

¡Y no habían querido escuchar! No escucharon hasta que fue demasiado tarde, y entonces sólo con austeras reservas y vehementes aclaraciones sobre lo que habría podido ocurrir… si las cosas hubieran sido como ellos creían, y no fueron así. La corrupción obedecía a la ceguera; las mentiras, a la obstinación y la vergüenza. No avergoncéis a los poderosos; el napalm lo decía todo.

Marie enfocó los prismáticos. Un empleado de Belkins se aproximaba a la escalinata, con mantas y correas al hombro, caminando detrás de una pareja de edad, sin duda residentes en aquella manzana, que habían salido a dar un paseo. El hombre con cazadora y gorro negro de lana se detuvo y habló con otros dos empleados de la empresa de mudanzas cargados con un objeto triangular.

¿Qué era lo que le llamaba la atención? Había algo… algo extraño. No podía ver el rostro del hombre; quedaba oculto a su vista, pero había algo en el cuello, en la forma de la cabeza… ¿qué era? El hombre comenzó a subir la escalinata, un hombre obtuso, al parecer cansado de trabajar, aunque apenas había comenzado… un hombre desaliñado y perezoso. Marie dejó los prismáticos; se sentía demasiado ansiosa, demasiado dispuesta a ver cosas que sólo existían en su imaginación.

¡Oh, Dios, mi amor, mi Jason! ¿Dónde estás? Ven a mí. Deja que te encuentre. No me abandones por esos hombres ciegos e insensatos. No permitas que te aparten de mí.

¿Dónde estaba Crawford? Había prometido mantenerla informada de cada movimiento suyo, de todo. Ella se había mostrado brusca. No confiaba en él, en ninguno de ellos; no confiaba en su inteligencia, aquella que se escribía con i minúscula. Él le había prometido… pero ¿dónde estaba?

Se dirigió al chofer:

—¿Puede bajar la ventanilla, por favor? Me ahogo aquí dentro.

—Lo siento, señorita —respondió el militar de paisano—. Pondré el aire acondicionado.

Las ventanillas y las puertas estaban controladas por botones que sólo estaban al alcance del conductor. Ella se hallaba encerrada en una tumba metálica, en medio de una calle bañada por el sol y jalonada de árboles.

—¡No creo ni una sola palabra de todo eso! —exclamó Conklin, cojeando furiosamente por la estancia en dirección a la ventana. Se recostó contra el alféizar, mirando hacia fuera, la mano izquierda en la cara, los dientes apretados contra el nudillo de su dedo índice—. ¡Ni una maldita palabra!

—No quieres convencerte, Alex —replicó Crawford—. La solución es mucho más simple. Todo encaja en su sitio y es infinitamente más sencillo.

—No escuchaste la cinta. ¡No escuchaste a Villiers!

—Pero escuché a la mujer, y eso me basta. Dijo que no quisimos escucharlo…, que tú no lo escuchaste.

—¡Entonces miente! —Conklin se volvió torpemente—. ¡Cristo, por supuesto que miente! ¿Por qué suponer lo contrario? Ella es su mujer. Hará cualquier cosa por sacarlo del apuro.

—Te equivocas, y lo sabes. El hecho de que él esté aquí demuestra que estás equivocado, demuestra que hice mal en aceptar lo que me dijiste.

Conklin respiraba pesadamente, y la mano derecha le temblaba al aferrarse al bastón.

—Quizá… quizá nosotros, quizá… —dejó la frase inconclusa; y, miró a Crawford con aire de impotencia.

—¿Deberíamos dejar que las cosas siguieran su curso? —preguntó el oficial serenamente—. Estás cansado, Alex. Hace varios días que no duermes; estás exhausto. Simularé no haber oído eso.

—No. —El hombre de la CIA sacudió la cabeza con los ojos cerrados y una expresión de disgusto en el rostro—. No, no lo escuchaste y yo no lo dije. Sólo desearía saber dónde diablos empezar.

—Yo sí lo sé —replicó Crawford, mientras se encaminaba a la puerta y la abría—. Entra, por favor.

El hombre rechoncho entró en la estancia y miró de soslayo el rifle apoyado contra la pared. Contempló a los dos hombres con expresión inquisitiva.

—¿Qué ocurre?

—La operación ha sido suspendida —dijo Crawford—. Supongo que ya se habrá dado cuenta de ello.

—¿Qué operación? A mí me contrataron para protegerlo a él. —El pistolero miró a Alex—. ¿De modo que ya no necesita más protección, señor?

—Sabe perfectamente lo que queremos decir —terció Conklin—. Quedan suspendidas todas las señales, todas las cláusulas.

—¿Qué cláusulas? No conozco ninguna cláusula. Los términos de mi trabajo son muy claros. Lo estoy protegiendo a usted, señor.

—Muy bien, espléndido —admitió Crawford—. Lo único que nos queda por saber es quién más lo está protegiendo.

—¿Quién más dónde?

—Fuera de esta habitación, de este apartamento. En otros cuartos, en la calle, tal vez dentro de automóviles. Debemos saberlo ahora mismo.

El hombre rechoncho fue hasta donde estaba el rifle y lo levantó.

—Me temo que los caballeros no han comprendido bien. Yo fui contratado individualmente. Si contrataron también a otras personas, no tengo noticias de ello.

—¡Sí, los conoce! —gritó Conklin—. ¿Quiénes son? ¿Dónde están apostados?

—No tengo la menor idea…, señor.

El cortés pistolero sostenía el rifle con la mano derecha, con el cañón apuntando hacia el suelo. Lo levantó unos cinco centímetros, con un movimiento casi imperceptible.

—Si no se requieren más mis servicios, los dejo.

—¿No puede ponerse en contacto con ellos? —inquirió el general de brigada—. Le pagaremos generosamente.

—Ya me han pagado generosamente, señor. No sería correcto aceptar dinero por un servicio que no voy a realizar. Y tampoco tiene sentido prolongar esta situación.

—¡La vida de un hombre está en juego allá afuera! —gritó Conklin.

—También la mía —replicó el pistolero, mientras iba hacia la puerta, con el arma algo más levantada—. Adiós, caballeros.

Y partió.

¡Cristo! —rugió Alex, volviendo a la ventana, mientras golpeaba el radiador con el bastón—. ¿Qué haremos ahora?

—Ante todo, quitarnos de encima esa empresa de mudanzas. No sé qué papel desempeñaba en tu plan, pero en este momento sólo representa una complicación más.

—No podemos. Ya lo he implantado. No he tenido nada que ver con eso. Los controles de la organización se hicieron cargo de nuestros papeles cuando ordenamos sacar todo el equipo. Vieron que se cerraba la tienda y dieron orden a la GSA de sacar todo de allí a marchas forzadas.

—A una velocidad absolutamente intencionada —dijo Crawford, asintiendo con la cabeza—. El Monje aseguró el equipo con su firma; su declaración exime de todo a la organización. Está en sus archivos.

—Todo sería perfecto si tuviéramos veinticuatro horas. Pero ni siquiera sabemos si tenemos veinticuatro minutos.

—A lo mejor seguimos necesitándolo. El Senado realizará una investigación a puerta cerrada, espero… ¡Cierra la calle al tránsito!

—¿Qué?

—Ya me has oído, ¡que cierren la calle! ¡Llama a la Policía y diles que pongan vallas por todas partes!

—¿Por orden de la CIA? Ésta es una cuestión interna.

—Entonces lo haré yo. Por orden del Pentágono, de la Junta de Comandantes en Jefe, si fuera preciso. ¡Estamos aquí parados, buscando excusas, cuando se halla ante nuestras narices! Haz desalojar la calle, que la cierren con vallas, y que venga un camión con un sistema de altavoces. ¡Métela a ella dentro y dale un micrófono! Que diga lo que se le antoje, que grite a voz en cuello, si quiere. Tenía razón. ¡Él irá adonde se encuentre ella!

—¿Te das cuentas de lo que estás diciendo? —lo interpeló Conklin—. Habrá preguntas. Los periódicos, la Televisión, la Radio. Todo saldrá a la luz. Públicamente.

—Tengo plena conciencia de ello —replicó el general de brigada—. También sé que ella está en favor de nosotros si todo esto pasa a la Historia. Tal vez lo haga, de cualquier modo, no importa qué ocurra; aun así, prefiero tratar de salvar la vida de un hombre que jamás me gustó y cuya designación desaprobé. Pero hubo una época en que sentí respeto por él, y creo que en este momento lo respeto aún más.

—¿Y qué me dices de otro hombre? Si realmente Carlos está allá afuera, con ello le abrirás las puertas. Le facilitarás la huida.

—Nosotros no creamos a Carlos. Creamos a Caín y abusamos de él. Lo despojamos de su mente y de su memoria. Tenemos una deuda con él. Baja y busca a la mujer. Yo hablaré por teléfono.

Bourne entró en la amplia biblioteca donde los rayos del sol penetraban por los inmensos y elegantes ventanales en la parte posterior de la estancia. Al otro lado de los paneles de vidrio estaban los altos muros del jardín… Todo lo que lo rodeaba eran objetos que le resultaba demasiado penoso mirar; le resultaban familiares y, al mismo tiempo, no los conocía. Eran fragmentos de sueños —pero fragmentos concretos, que podía tocar, sentir, usar—; todo lo contrario de efímeros. Una larga mesa tallada donde se servía whisky, poltronas de cuero donde los hombres se sentaban y conversaban, estanterías con libros y otras cosas, objetos ocultos que aparecían cuando se presionaban ciertos botones. Era el cuarto donde había nacido un mito; un mito que había corrido por el sudeste del Asia y estallado en Europa.

Vio en el techo el largo tubo y se produjo la oscuridad, seguida de relámpagos de luz, imágenes proyectadas sobre una pantalla y voces que lo ensordecían.

¿Quién es él? ¡Llega demasiado tarde! ¡Es hombre muerto! ¿Dónde queda esta calle? ¿Qué significa para usted? ¿Con quién se encontró allí:…? ¡Métodos para asesinar! ¿Cuáles son los suyos? ¡No…! ¡Usted no es Delta, usted no es usted…! ¡Usted es sólo lo que es en este momento, aquello en lo que se convirtió aquí!

—¡Eh! ¿Quién demonios es usted?

El que gritó la pregunta era un hombre grandote y de cara colorada, sentado en un sillón junto a la puerta, con una tablilla sobre las rodillas. Jason había pasado al lado de él.

—¿Es usted Doogan? —preguntó Bourne.

—Sí.

—Me manda Schumach. Dijo que necesitaba otro hombre.

—¿Para qué? Ya tengo cinco, y este condenado lugar tiene pasillos tan angostos que casi no se puede pasar por ellos. En este momento están subiendo por las escaleras.

—Yo no sé nada. Schumach me mandó, eso es todo lo que sé. Me dijo que trajera esto.

Bourne dejó caer al suelo las mantas y las correas.

—¿Murray me manda trastos nuevos? Eso sí que es una novedad.

—Yo no…

—¡Ya sé, ya ! Lo mandó Schumach. Pregúntele a él.

—No puedo hacerlo. Me dijo que se iba a Sheepshead. Que estará de vuelta esta tarde.

—¡Ah, estupendo! Se larga a pescar y me deja a mí con toda ésta… Usted es nuevo. ¿Es usted descargador de muelle?

—Sí.

—¡Vaya con Murray! Lo que me faltaba: otro de ésos. Dos estúpidos haraganes y ahora cuatro tipos inservibles.

—¿Quiere que empiece por aquí?

—¡No, imbécil! Los inservibles empiezan por arriba, ¿no se ha enterado todavía? Por lo que queda más lejos, capisce?

—Sí, capisco.

Jason se inclinó para recoger las mantas y las correas.

—Deje esa basura aquí: no la va a necesitar. Suba al piso de arriba y empiece por los muebles sueltos, de madera. Cargue tanto peso como pueda, y no me venga con ninguna de esas estupideces de que si el sindicato esto, si el sindicato lo otro.

Bourne salió al rellano del segundo piso y subió por la angosta escalera que conducía al tercero, como atraído por una fuerza magnética que no alcanzaba a comprender. Se sentía arrastrado hacia una habitación de la parte superior de la residencia, una habitación que ofrecía tanto la comodidad del aislamiento como la frustración de la soledad. El rellano de arriba estaba oscuro; no había luces encendidas, en ninguna parte se veía ningún rayo de sol penetrando por las ventanas. Llegó a lo alto de la escalera y se quedó un momento allí, en silencio. ¿Qué habitación era? Había tres puertas: dos a la izquierda del pasillo y una a la derecha. Avanzó lentamente hacia la segunda puerta de la izquierda, casi sin poder ver nada, a causa de la oscuridad reinante. Era aquélla; era allí donde los pensamientos lo asaltaban en medio de la oscuridad… Recuerdos que lo acosaban, que lo lastimaban. La luz del sol y el hedor del río y la jungla… Máquinas ruidosas en el cielo, que se precipitaban ruidosamente del cielo. ¡Oh, Dios, qué penoso era!

Puso la mano en el picaporte, lo hizo girar y abrió la puerta. Oscuridad, pero no completa. Había una pequeña ventana en el extremo opuesto de la habitación y, cubriéndola, una cortinilla vertical negra, no cerrada del todo. Se advertía una delgada línea de luz solar, tan tenue, que casi no lograba penetrar las tinieblas, en el lugar donde la cortina se unía con el alféizar. Jason caminó hacia aquella rendija finísima y casi imperceptible de luz.

¡Un rasguño! ¡Un rasguño en las tinieblas! Giró, en redondo, aterrado por las jugadas que le gastaba la mente. ¡Pero no se trataba de ninguna ilusión! Vio como un brillante relámpago, de luz reflejada en el acero.

La hoja de un cuchillo que casi le rozó el rostro.

—¡Desearía verlo muerto por lo que ha hecho! —dijo Marie, mirando fijamente a Conklin—. Y eso me descompone.

—Entonces no hay nada que pueda decirle —replicó el hombre de la CIA, mientras atravesaba, cojeando, la habitación hacia donde se encontraba el general—. También podrían haber adoptado otra conducta; tanto él como usted.

—¿Ah, sí? ¿Y en qué momento preciso? ¿Cuando ese hombre trató de matarlo en Marsella? ¿En la rué Sarrasin? ¿Cuando lo persiguieron en Zurich? ¿Cuando le dispararon en París? Y sin que él supiera el porqué de todo eso. ¿Qué se supone que debía haber hecho?

—¡Presentarse, maldito sea! ¡Salir a la superficie!

—Lo hizo. Y cuando lo hizo, usted trató de matarlo.

—¡Estaba usted! Estaba usted con él. Y usted no había perdido la memoria.

—Suponiendo que yo hubiese sabido a quién dirigirme, ¿me habría escuchado usted? Conklin le devolvió la mirada.

—No lo sé —respondió, rompiendo con ello el contacto que se había establecido entre ambos. Se dirigió a Crawford—. ¿Qué pasa?

—Washington me volverá a llamar durante los próximos diez minutos.

—Pero ¿qué pasa?

—No estoy muy seguro de que quieras oírlo. Intervención federal en reglamentos estatales y municipales de aplicación obligatoria. Es preciso obtener autorizaciones.

—¡Santo cielo!

—¡Mira! —El militar se inclinó de pronto hacia la ventana—. El camión se va.

—Alguien lo ha logrado entonces —comentó Conklin.

—¿Quién?

—Lo averiguaré. —El hombre de la CIA se acercó, cojeando, al teléfono; en la mesa había algunas hojas de papel, y en ellas, números telefónicos escritos de prisa. Seleccionó uno y lo marcó—. Póngame con Schumach… por favor… ¿Schumach? Le habla Conklin, de la CIA. ¿Quién le dio la orden?

En toda la habitación se oyó la voz del despachante desde el otro lado de la línea:

—¿Qué orden? ¡Déjeme en paz! ¡Nos encargaron el trabajo y nos proponemos terminarlo! Francamente, creo que está usted como…

Conklin colgó el teléfono de golpe.

—¡Qué barbaridad! —Su mano temblaba al sostener el aparato. Lo levantó y volvió a marcar, con los ojos fijos en otra de las hojas de papel—. Petrocelli, de Reclamaciones —ordenó—. ¿Petrocelli? Es Conklin de nuevo.

—¿Qué le pasa? Se ha cortado la comunicación?

—No tengo tiempo de explicárselo. Confíe en mí. ¿Quién firmó esta factura de prioridad de los controles de la CIA?

—¿Qué quiere decir con eso de que quién la firmó? El tipo de arriba que siempre las firma. McGovern.

Conklin palideció.

—Me lo temía —susurró, mientras volvía a colocar el teléfono en su lugar. Miró a Crawford, y la cabeza le temblaba al hablar—. La orden dada a la GSA iba firmada por un hombre que abandonó el cargo hace dos semanas.

—Carlos…

—¡Oh, Dios! —exclamó Marie—. ¡El hombre que llevaba las mantas, las correas! La forma en que movía la cabeza, el cuello. Doblado hacia la derecha. ¡Era él! ¡Cuando le duele la cabeza, la inclina hacia la derecha! ¡Era Jason! Entró en la casa.

Alexander Conklin se volvió hacia la ventana y fijó la mirada en la puerta barnizada de negro que se encontraba al otro lado de la calle. Estaba cerrada.

¡La mano! La piel…, los ojos oscuros que brillaban en aquel tenue haz de luz. ¡Carlos!

Aunque Bourne echó la cabeza hacia atrás, la afilada hoja del cuchillo le hizo un corte bajo el mentón, y el chorro de sangre que brotó comenzó a correr por la mano que sostenía el cuchillo. Lanzó el pie derecho hacia fuera, cogiendo a su invisible atacante por la rodilla; luego giró en redondo y clavó el taco izquierdo en la ingle del hombre. Carlos dio media vuelta y, una vez más, el filo del cuchillo surgió en la oscuridad, dirigido ahora a su estómago. Jason dio un salto, cruzó los puños y lanzó un golpe hacia abajo, bloqueando el brazo oscuro que era una extensión del mango del arma. Dobló los dedos hacia dentro, juntó las manos, con el antebrazo debajo de su cuello empapado en sangre, y lanzó violentamente el brazo hacia arriba en diagonal. El cuchillo rozó la tela de la cazadora y la parte superior del pecho. Bourne bajó el brazo en espiral, torció la muñeca que había aferrado e incrustó el hombro contra el cuerpo del asesino: dio otro tirón violento, al tiempo que Carlos caía hacia un lado al perder el equilibrio, con el brazo casi dislocado.

Se oyó el ruido del arma rodando por el suelo y Jason avanzó a tientas hacia el lugar de donde llegaba el sonido, al tiempo que se palpaba el cinturón en busca del revólver; se le enredó en la tela; Jason rodó por el suelo, pero no lo hizo con suficiente rapidez. La puntera metálica de un zapato le golpeó en la sien, y todo su cuerpo se estremeció. Rodó de nuevo, rápido, más rápido, hasta que se estrelló contra la pared; se apoyó en una rodilla y aguzó la vista tratando de divisar algo por entre aquella oscuridad casi total. Una diminuta línea de luz proveniente de la ventana se proyectó en una mano; arremetió contra ella; sus manos eran ahora garras, y sus brazos, peligrosos espolones. Aferró la mano, la torció hacia atrás y le rompió la muñeca. Un alarido llenó la habitación.

Se oyó un alarido y el ruido seco de un disparo hecho con silenciador que provocó una incisión helada en la zona superior izquierda del pecho de Bourne, al alojarse la bala cerca del omóplato. Pese al dolor lacerante, se agachó y volvió a incorporarse de un salto, golpeando con los puños al asesino hasta acorralarlo contra la pared, por encima de un mueble de finos bordes. Carlos escapó mientras disparaba otros dos tiros, sin dar en el blanco. Jason se proyectó hacia la izquierda; por fin logró liberar su revólver y apuntó en la oscuridad hacia el lugar de donde provenían los ruidos. Hizo fuego; el estruendo fue tan ensordecedor como inútil. Oyó el golpe de una puerta que se cerraba; el asesino había salido corriendo hacia el pasillo.

Tratando de llenarse los pulmones de aire, Bourne se arrastró hacia la puerta. Cuando llegó a ella, su instinto le ordenó agazaparse a un lado y estrellar el puño contra la parte inferior. Lo que siguió fue una espantosa pesadilla. Una breve ráfaga de disparos con armas automáticas perforó los paneles de la puerta, y las astillas volaron hacia el otro extremo del cuarto. En cuanto cesó el fuego, Jason levantó su revólver y disparó en diagonal a través de la puerta; la ráfaga se repitió. Bourne se volvió con rapidez, se alejó de la puerta y apoyó la espalda contra la pared; cesó la erupción, y él volvió a disparar. Ahora eran dos hombres, separados sólo por unos centímetros, y cuyo máximo deseo era matar al otro. Caín es Charlie y Delta es Caín. Aprehende a Carlos. Atrapa a Carlos. ¡Mata a Carlos!

De pronto, Jason oyó el ruido de pisadas que se alejaban corriendo, y luego el sonido de una barandilla que cedía mientras una figura bajaba, tambaleándose, por la escalera; Carlos huía; el muy cerdo iba en busca de ayuda; estaba herido. Bourne se quitó la sangre de la cara y de la garganta y se acercó hacia lo que quedaba de la puerta. La abrió de par en par y salió al estrecho pasillo, con el arma levantada y lista para disparar. Penosamente logró subir hasta la parte superior de la oscura escalera. De pronto oyó gritos en los pisos de abajo.

—¿Qué demonios estás haciendo, hombre? ¡Pete! ¡Pete!

Dos silbidos metálicos, surcaron el aire.

—¡Joey! ¡Joey!

Se oyó un chasquido sordo; y luego el ruido de cuerpos que se estrellaban en algún sitio del piso inferior.

—¡Jesús! ¡Jesus, Madre de…!

Otros dos silbidos metálicos, seguidos por un gutural lamento de agonía. Ya eran tres los muertos.

¿Qué había dicho el tercer hombre? Dos haraganes estúpidos, y, ahora, cuatro inservibles de los muelles. ¡La empresa de mudanzas era una operación dirigida por Carlos! El asesino había llevado con él dos hombres, los tres primeros inservibles de los muelles. Tres hombres con armas; y del otro lado, él, con sólo un revólver. Acorralado en el piso superior de aquella residencia. Pero Carlos seguía estando dentro. Dentro. ¡Si él lograba salir, el acorralado sería Carlos! Si lograba salir. ¡Salir!

En la parte del pasillo que daba al frente había una ventana, tapada por una cortina negra. Jason giró hacia ella, tambaleándose, con una mano en el cuello, encogiendo los hombros para aliviar el dolor que sentía en el pecho. Desprendió la cortina de su riel; la ventana era pequeña, y también allí el vidrio era grueso: bloques prismáticos de luz púrpura y azul la atravesaban.

Era irrompible, y el marco estaba asegurado con firmeza; no había forma de romper ni uno solo de sus paneles. En aquel instante, algo en la calle Setenta y Uno atrajo su mirada. ¡El camión de mudanzas había desaparecido! ¡Alguien debía habérselo llevado…, uno de los hombres de Carlos! O sea, que quedaban dos. Dos hombres, en lugar de tres. Y él estaba en el piso alto; siempre había ventajas, al dominar la situación desde arriba.

Con la mueca de una sonrisa en el rostro, y casi doblado en dos, Bourne echó a andar hacia la primera puerta de la izquierda; era paralela al extremo superior de la escalera. La abrió y entró en la habitación. Por lo que podía ver, era un dormitorio común y corriente: había lámparas, muebles pesados y cuadros en las paredes. Cogió la lámpara más cercana, arrancó el cable de la pared y la llevó hasta la barandilla de la escalera. La levantó por encima de la cabeza y la arrojó hacia abajo, dando un paso atrás al tiempo que se estrellaba. Se oyó otra ráfaga y las balas abrieron un surco en el yeso. Jason lanzó un grito, que luego convirtió en gemido; el gemido, en sollozo y, por último, en silencio. Avanzó paso a paso hacia la parte posterior de la barandilla. Esperó. Silencio.

Resultó. Podía oír las pisadas lentas y cautelosas; el asesino había estado en el rellano del segundo piso. Las pisadas se aproximaron, sonaron con mayor intensidad; una leve sombra apareció en la pared oscura. Ahora. Bourne saltó de su escondite y disparó cuatro veces en rápida sucesión sobre la figura que subía por la escalera; una línea de perforaciones de bala y erupciones de sangre se formaron diagonalmente a lo largo del cuello del hombre. El asesino giró, rugiendo de rabia y de dolor, mientras el cuello se arqueaba hacia atrás y el cuerpo rodaba por los escalones hasta quedar inmóvil, despatarrado, con la cara hacia arriba, a lo largo de los tres últimos escalones. Sostenía una ametralladora automática con un trípode como soporte.

Ahora. Jason se dirigió a la escalera y la bajó corriendo, tratando de conservar el poco equilibrio que le quedaba. No podía perder ni un minuto; tal vez no encontraría otra oportunidad. Si quería llegar al segundo piso, debía hacerlo en seguida, inmediatamente después de la muerte del hombre de Carlos. Y cuando saltó sobre el cadáver, Bourne supo que no era Carlos, sino uno de sus hombres. Era alto, y su piel, blanca, muy blanca; sus rasgos, tal vez del norte de Europa, pero de ningún modo latinos.

Jason corrió hacia el pasillo del segundo piso, buscando las sombras, pegado a la pared. Se detuvo y escuchó. Se oía como un rasguño; un leve arañazo procedente de abajo. Sabía lo que debía hacer a continuación. El asesino estaba en el primer piso. Y el ruido no había sido deliberado; no tuvo ni el volumen ni la duración necesarios para sospechar una trampa. Carlos estaba herido; el hecho de tener la rodilla destrozada o la muñeca rota podía desorientarlo lo suficiente para hacerlo chocar contra un mueble o rozar una pared con el arma en la mano y perder por un momento el equilibrio, lo mismo que Bourne lo estaba perdiendo. Era todo lo que necesitaba saber.

Jason se puso en cuclillas y se arrastró otra vez a la escalera, al lugar donde se encontraba el desarticulado cadáver en los escalones. Debía detenerse un momento; estaba perdiendo fuerza y demasiada sangre. Trató de apretarse la garganta y presionar sobre la herida del pecho; cualquier cosa con tal de detener la hemorragia. Pero era inútil: para poder seguir con vida tenía que salir de aquella casa, alejarse del lugar en el que había nacido Caín. Jason Bourne… No le resultó nada graciosa la asociación de palabras. Recuperó el aliento, cogió el arma automática de manos del muerto y la examinó. Estaba listo.

Se estaba muriendo… Aprehende a Carlos. Atrapa a Carlos… ¡Mata a Carlos! No podía salir; eso lo sabía. El factor tiempo no estaba de su parte. Se desangraría antes de poder lograrlo. El final era el principio: Caín era Carlos y Delta era Caín. Sólo quedaba una pregunta angustiosa: ¿quién era Delta? Pero no importaba. Eso era algo que pertenecía ya al pasado; pronto sólo habría tinieblas, no violentas sino llenas de paz… y se vería liberado de aquella pregunta.

Y con su muerte, Marie encontraría la libertad, su amor hallaría la libertad. Hombres decentes se ocuparían de que así fuera, al mando un hombre decente en París, cuyo hijo había sido asesinado en la rué de Bac y cuya vida había sido destruida por la amante de un asesino a sueldo. En el curso de los siguientes minutos —pensó Jason mientras revisaba silenciosamente el cargador del arma automática— cumpliría la promesa que le había hecho a aquel hombre, el acuerdo que había establecido con hombres que no conocía. Al hacer ambas cosas, tendría en sus manos la prueba. Jason Bourne había muerto ya una vez aquel día; moriría una vez más, pero se llevaría con él a Carlos. Estaba preparado.

Se tumbó boca abajo en el suelo e, impulsándose con manos y codos, trepó hacia la parte superior de la escalera. Podía oler su propia sangre debajo de él, y el olor dulzaino y suave se le metía por la nariz, transmitiéndole una información de índole práctica: el tiempo se le estaba acabando. Llegó al último escalón, se sentó sobre las piernas y empezó a hurgarse los bolsillos, en busca de una de las bengalas que había comprado en la tienda de excedentes de la Marina y el Ejército en la avenida Lexington. Ahora sabía por qué había sentido el impulso de comprarlas. Estaba de vuelta en el olvidado Tam Quan, olvidado excepto por los relámpagos luminosos y cegadores de luz. Las señales luminosas habían traído a su memoria aquel fragmento de recuerdo; ahora volverían a iluminar una selva.

Desenrolló la mecha encerada del pequeño hueco redondo en la cabeza de bengala, se la acercó a los dientes y cortó un trozo, dejándola con una longitud de dos centímetros aproximadamente. Se metió la mano en el otro bolsillo y sacó un encendedor de plástico; lo acercó a la bengala y aferró ambas cosas con la mano izquierda. Luego dobló la varita metálica y la abrazadera del arma contra el hombro derecho, empujando la parte curva dentro de la tela de su cazadora empapada en sangre; se sostenía bien. Extendió las piernas y, como una serpiente, comenzó a descender el último tramo de escalera, con la cabeza hacia abajo, los pies más arriba y la espalda rozando la pared.

Llegó a mitad de la escalera. Silencio, oscuridad, todas las luces se habían apagado… ¿Luces? ¿Luz? ¿Dónde estaban los rayos de luz que había visto en el pasillo hacía sólo algunos minutos? Penetraban por un par de ventanales en el extremo más alejado de la habitación —aquella habitación—, al otro lado del pasillo, pero ahora sólo veía tinieblas. Habían cerrado la puerta; también la puerta que estaba debajo de él, la única otra puerta de aquel pasillo, estaba cerrada, pero delineada por un delgado rayo de luz en la zona inferior. Carlos estaba obligándolo a elegir. ¿Detrás de cuál de las puertas? ¿O estaría el asesino empleando una estrategia más astuta y se hallaba oculto en el angosto pasillo, al amparo de la oscuridad?

Bourne sintió una punzada de dolor en el omóplato, y luego un borbotón de sangre le empapó la camisa de franela que llevaba debajo de la cazadora. Era otra advertencia: le quedaba muy poco tiempo.

Se afirmó contra la pared, con el arma apoyada en las columnas de la barandilla, y apuntando hacia abajo, hacia la oscuridad del pasillo. ¡Ahora! Apretó el gatillo. Las explosiones destrozaron las columnas, al tiempo que la barandilla se desplomaba y las balas se incrustaban en las paredes y en la puerta que estaba debajo de él. Soltó el gatillo, deslizó la mano bajo el cañón hirviente y tomó el encendedor de plástico con la mano derecha y la bengala con la izquierda. Hizo girar la piedra; la mecha se encendió, y él la acercó a la más corta. Volvió a empuñar el arma y otra vez apretó el gatillo, haciendo trizas todo lo que se encontraba debajo de él. En alguna parte, una araña de cristal se desplomó con estruendo, y la oscuridad quedó poblada de los sonoros gemidos del rebote de las balas. Y entonces, ¡luces!; una luz cegadora en el momento preciso en que la señal luminosa empezó a arder, incendiando la jungla, iluminando los árboles y las paredes, los senderos ocultos y los pasillos de caoba. El hedor a muerte y jungla se propagaba por todas partes, y él estaba allí.

Almanac a Delta. Almanac a Delta. ¡Abandonen, abandonen!

Jamás. No, ahora. No, al final. Caín es Carlos y Delta es Caín. Atrapa a Carlos. ¡Mata a Carlos!

Bourne se puso de pie, con la espalda contra la pared, la luz de bengala en la mano izquierda y el arma en la derecha. Se zambulló en la maleza alfombrada; abrió la puerta de una patada, destrozó marcos y trofeos de plata, que volaron por el aire abandonando mesas y estantes. Hacia los árboles. Se detuvo en seco; no había nadie en aquella habitación tranquila y elegante, a prueba de ruidos. No había nadie en el sendero de la jungla.

Giró velozmente y regresó al pasillo tambaleándose y perforando las paredes con una prolongada ráfaga de disparos. Nadie.

La puerta estaba al final del estrecho y oscuro pasillo, detrás de ella, el cuarto donde había nacido Caín. Donde Caín moriría, pero no solo.

Interrumpió los disparos, se pasó la señal luminosa a la mano derecha, debajo del arma, y se metió la otra mano en el bolsillo para buscar la segunda luz de bengala. La extrajo y, una vez más, desenrolló la mecha y se la acercó a los dientes, la seccionó y dejó sólo unos milímetros hasta el punto de contacto con el gelatinoso proyectil incendiario. Le acercó la primera luz de bengala; la explosión de luz fue tan intensa, que le causó dolor en los ojos. Torpemente, sostuvo ambas señales luminosas con la mano izquierda y, entrecerrando los ojos y con las piernas y los brazos a punto de fallarle, se acercó a la puerta.

Estaba abierta, y la angosta hendidura se extendía ahora de arriba abajo del lado de la cerradura. El asesino se estaba acomodando. Pero mientras Jason contemplaba la puerta, recordó instintivamente una particularidad de ella que Carlos no conocía. Formaba parte de su pasado, de la habitación donde había nacido Caín. Extendió la mano derecha hacia abajo, poniéndose el arma entre el antebrazo y la cadera, y asió el picaporte.

Ahora. Empujó la puerta hasta abrirla unos quince centímetros, y arrojó adentro las bengalas. Un prolongado staccato procedente de un revólver «Sten» resonó en la habitación, por toda la casa; mil sonidos muertos formando un arpegio en el piso inferior, mientras ráfagas de proyectiles se incrustaban en un escudo de plomo oculto en la puerta tras una plancha de acero.

El fuego cesó; era el último cargador. Ahora. Bourne volvió a apoyar la mano en el gatillo, empujó la puerta con el hombro y se abalanzó dentro de la habitación, disparando en círculos mientras rodaba por el suelo, balanceando las piernas en sentido inverso al de las agujas del reloj. Le dispararon furiosamente, mientras Jason apuntaba hacia el punto de donde brotaban los fogonazos. Un rugido de furia estalló al otro lado de la habitación, desde la oscuridad; entonces Bourne cayó en la cuenta de que las cortinas habían sido corridas, bloqueando la luz del sol que entraba por los ventanales. Entonces ¿por qué había tanta luz…, una luz que superaba la sofocante y cegadora intensidad de las luces de bengala? Era abrumadora; le provocaba explosiones en la cabeza, y punzadas espantosamente dolorosas en las sienes.

¡La pantalla! Había desenrollado la enorme pantalla de proyección fijada en el techo, que ahora colgaba tensa hasta el suelo, la amplia superficie de plata centelleante convertida en un escudo calentado hasta el blanco de fuego frío como el hielo. Se parapetó detrás de la enorme mesa tallada, se incorporó y apretó de nuevo el disparador, descargando otra ráfaga, la ráfaga final. Se había vaciado el último cargador. Asió el arma por el trípode y la arrojó al otro lado de la habitación, contra la figura de bata blanca y bufanda del mismo color que ya no le cubría el rostro.

¡Su cara! ¡La había visto antes! ¿Dónde… dónde? ¿Fue en Marsella? ¡Sí…, no! ¿En Zurich? ¿En París? ¡Sí y no! Entonces, de pronto, bajo aquella luz cegadora y brillante, comprendió que aquel rostro que estaba al otro lado de la habitación era conocido por muchos, no sólo por él. Pero ¿de dónde? ¿Dónde? Como tantas otras cosas, lo sabía y no lo sabía. ¡Pero es que lo sabía! ¡Lo único que no acertaba a recordar era el nombre del lugar!

Giró en espiral y se parapetó de nuevo tras el mueble tallado.

Sonaron disparos: dos…, tres; la segunda bala le arrancó piel del antebrazo izquierdo. Se sacó la automática del cinturón; le quedaban tres balas. Una de ellas tenía que dar en el blanco: Carlos. Había una deuda que pagar en París, un contrato que cumplir, y su amor estaría mucho más seguro con la muerte del asesino. Se sacó del bolsillo el encendedor de plástico, lo encendió y lo sostuvo debajo del paño para limpiar el mostrador del bar, que colgaba de un gancho. Ardió la tela y la arrojó hacia su derecha, mientras él se arrojaba hacia la izquierda. Carlos disparó contra la tela en llamas, mientras Bourne se arrodillaba, apuntaba y disparaba dos veces.

La figura se encorvó, pero no cayó, se agazapó y luego saltó como una pantera, en sentido diagonal, con las manos extendidas hacia delante. ¿Qué estaba haciendo? Entonces comprendió Jason. El asesino aferró el borde de la pantalla plateada, la arrancó de su ménsula metálica en el techo y tiró de ella hacia abajo con todo su peso y su fuerza.

La pantalla cayó flotando, sobre Bourne, ocupó todo su campo visual y bloqueó su mente. Gritó al ver que la brillante superficie plateada se le venía encima, pues lo atemorizaba más que Carlos o que cualquier otro ser humano sobre la Tierra. Lo aterraba, lo enfurecía, hacía que su mente estallara en mil pedazos; las imágenes galopaban frente a sus ojos, y airadas voces le gritaban en los oídos. Apuntó y disparó contra el horrendo velo. Mientras la golpeaba desesperadamente con la mano, alejando de sí la áspera tela metálica, comprendió. Había disparado su última bala, la última. Como una leyenda llamada Caín, Carlos conocía por el sonido todas las armas de fuego; y contó los disparos.

El asesino apareció erguido sobre él, con la automática en la mano y apuntando a la cabeza de Delta.

—Tu ejecución, Delta. El día previsto. Por todo lo que has hecho.

Bourne arqueó la espalda y rodó furiosamente hacia la derecha; ¡al menos no permanecería quieto, moriría en movimiento! El estruendo de los disparos resonó en la resplandeciente habitación, y agujas de fuego rozaron su cuello, taladraron sus piernas y llegaron hasta la cintura. ¡Rueda, sigue rodando!

De pronto cesó el fuego, y a lo lejos se oyó un repetido rumor de martillazos, de madera y acero destrozados, cada vez más fuerte, más insistente. Se produjo un estrépito final y ensordecedor fuera de la biblioteca, seguido por gritos de hombres que corrían y, más allá, en algún lugar invisible, en el mundo exterior, el insistente rugido de las sirenas.

—¡Aquí! ¡Está aquí! —gritó Carlos.

¡Era insensato! ¡El asesino dirigía a los invasores hacia él, a él, Delta! ¡Aquello era una locura, nada tenía ya sentido!

Un hombre alto, con abrigo negro, abrió la puerta a golpes; lo acompañaba otra persona, que Jason no alcanzó a distinguir. La niebla comenzaba a llenarle los ojos; las formas y los sonidos se desvanecían, perdían nitidez. Flotaba en el espacio. Lejos…, cada vez más lejos.

Y entonces vio la única cosa que no deseaba ver. Hombros rígidos que flotaban sobre una cintura fina huyeron a toda velocidad de la habitación y luego por el pasillo, mortecinamente iluminado. Carlos. ¡Sus gritos habían logrado abrir la trampa! ¡La había invertido! En medio de aquel caos, él había burlado a los cazadores. ¡Escapaba!

—Carlos… —Bourne sabía que nadie podría oírlo; lo que brotaba de su sangrante garganta era sólo un suspiro. Intentó otra vez, forzando el sonido a partir de su estómago—. Es él. ¡Es… Carlos!

Hubo confusión, órdenes gritadas inútilmente, órdenes contenidas. Y luego una figura quedó centrada en su campo visual. Un hombre se le acercaba cojeando, un lisiado que había tratado de matarlo en un cementerio de las afueras de París. ¡No tenía salida! Jason avanzó dando tumbos, arrastrándose hacia la centelleante y cegadora luz de la bengala. La asió y la blandió como si fuera un arma, arrojándola contra el asesino cojo.

—¡Vamos! ¡Vamos de una vez! ¡Más cerca, canalla! ¡Te quemaré los ojos! ¡Piensas matarme, pero no lo harás! ¡Yo te mataré a ti! ¡Te quemaré los ojos!

—No has entendido —dijo la voz titubeante del asesino cojo—. Soy yo, Delta. Soy Conklin. Estaba equivocado.

¡La llama de la bengala le chamuscó las manos, los ojos!

…Locura. Ahora las explosiones lo cercaban por todas partes, cegadoras, ensordecedoras, mezcladas con gritos desgarradores procedentes de la jungla, que brotaban con cada detonación.

¡La jungla! ¡Tam Quan! ¡El hedor húmedo y cálido brotaba por doquier, pero habían llegado a su objetivo! ¡La base enemiga ya era de ellos!

¡Oyó una explosión a su izquierda; podía verla! A bastante altura del suelo, suspendida entre dos árboles, los barrotes de una jaula de bambú. La figura que estaba dentro se movía. ¡Estaba vivo! ¡Acércate, llega hasta ella!

Oyó un gemido a su derecha. Respirando fuerte, tosiendo en medio del humo, un hombre marchaba cojeando hacia los densos matorrales, con un rifle en la mano. Era él, el cabello rubio brillando al sol, un pie roto al saltar en paracaídas. ¡El muy canalla! ¡Una basura que se había entrenado con ellos, había estudiado los mapas con ellos, había volado al Norte con ellos…, mientras les preparaba una trampa! Un traidor que con una radio, decía al enemigo dónde buscar exactamente en aquella jungla impenetrable que era Tam Quan.

¡Era Bourne! Jason Bourne. ¡Traidor, basura!

¡Atrápalo! ¡No dejes que llegue hasta donde están los otros! ¡Mátalo! ¡Mata a Jason Bourne! ¡Es tu enemigo! ¡Dispara!

¡No había caído! ¡La cabeza que él había volado de un tiro seguía estando allí! ¡Se le acercaba! ¿Qué estaba ocurriendo? Locura. Tam Quan…

—Venga con nosotros —dijo la figura que cojeaba, mientras salía de la jungla y se internaba en lo que quedaba de una habitación elegante. Aquella habitación—. No somos sus enemigos. Venga con nosotros.

—¡Apártese de mí! —Bourne se abalanzó una vez más, pero ahora hacia la pantalla caída. Era su santuario, su mortaja, la manta arrojada sobre un hombre en el momento de su nacimiento, el tapizado de su ataúd—. ¡Usted es mi enemigo! ¡Los mataré a todos! ¡Me es igual, ya no tiene importancia! ¿No comprenden? ¡Soy Delta! ¡Caín es Charlie y Delta es Caín! ¿Qué más quieren de mí? ¡Yo era y no era! ¡Soy y no soy! ¡Bastardos, bastardos! ¡Vamos! ¡Más cerca!

Se oyó otra voz, más profunda, más serena, menos insistente.

—Búsquenla. Tráiganla aquí.

En algún lugar, a lo lejos, las sirenas llegaron a un crescendo y luego enmudecieron. Las tinieblas lo envolvieron y las olas transportaron a Jason hasta el cielo oscuro, para arrojarlo luego otra vez hacia abajo, estrellándolo contra un abismo de acuosa violencia. Penetraba en una eternidad de… memoria carente de peso. Entonces, una explosión iluminó el cielo negro, una flameante diadema se elevó por encima de las aguas tenebrosas. Y entonces oyó las palabras, pronunciadas desde las nubes, que resonaron en toda la tierra.

—Jason, amor mío. Mi único amor. Toma mi mano. Apriétala. Apriétala fuerte. Jason. Fuerte, querido mío.

La paz de la oscuridad lo envolvió.