34

Los primeros rayos del día se quebraban sobre las agujas de la iglesia de Levallois-Perret, al noroeste de París, aquella mañana fría de marzo en que la lluvia de la noche había sido remplazada por niebla. Algunas mujeres de edad, que volvían a sus apartamentos después de turnos de limpieza en el centro de la ciudad, entraban y salían con aire fatigado por las puertas de bronce, sosteniendo devocionarios, a punto de empezar sus oraciones o después de ellas, tras lo cual les esperaba un reparador descanso, antes del trabajo monótono de sobrevivir al día que acababa de comenzar. Además de las viejas había también hombres mal vestidos y harapientos —la mayoría de ellos, también viejos; otros, patéticamente jóvenes— amontonados unos contra otros, buscando el calor de la iglesia, aferrados a las botellas que llevaban en los bolsillos, que les garantizaban un piadoso olvido para el nuevo día que debían enfrentar.

Sin embargo, uno de los viejos, no flotaba con los movimientos de trance de los otros. Tenía prisa. Había cierta renuencia —e incluso tal vez miedo— en su rostro enjuto y arrugado, pero ninguna vacilación en su forma de subir la escalinata y atravesar las puertas. Pasó junto a las trémulas llamas de los cirios y echó a andar por la nave izquierda de la iglesia. Era una hora extraña para que un feligrés se confesara; no obstante, el viejo pordiosero se encaminó directamente al primer confesionario, apartó las cortinillas y entró.

Ángelus Domini…

—¿La has traído? —preguntó en voz baja, pero autoritaria, mientras, detrás de la cortina, su silueta de sacerdote temblaba de furia.

—Sí. La puso en mi mano como un hombre atontado, llorando y diciéndome que me largara de allí. Quemó la nota que Caín le escribió a él, y afirma que negará todo si llega a mencionarse alguna vez una sola palabra de todo esto.

El viejo deslizó debajo de la cortina las páginas escritas.

—Usó el papel de cartas de ella…

El murmullo del asesino se quebró, la silueta de una mano se elevó hasta la silueta de una cabeza, y un sollozo contenido de angustia se oyó al otro lado de la cortina.

—Recuerda, Carlos —alegó el pordiosero—, que el mensajero no es responsable de las noticias que lleva. Yo podría haberme negado a escucharlo todo, podría haberme negado a traértela.

—¿Cómo? ¿Por qué…?

—Lavier. Él la siguió a Pare Monceau, y luego a ambas hasta la iglesia. Lo vi en Neuilly-sur-Seine. Te lo dije.

—Ya lo sé. Pero, ¿por qué? ¡Podría haberla usado de mil maneras distintas! ¡En mi contra! ¿Por qué esto?

—Está en su nota. Se ha vuelto loco. Lo presionaron demasiado, Carlos. Fue eso; lo vi. Un hombre de doble registro, cuyos controles originales han sido eliminados; no tiene a nadie que le confirme su misión inicial. Ambos bandos quieren su cadáver. Está tan tenso, que es posible que ni siquiera sepa quién es.

—Lo sabe… —El susurro expresaba ahora una serena furia—. Al firmar con el nombre de Delta, me está diciendo que sabe. Ambos sabemos de dónde proviene ese nombre, de dónde proviene él.

El pordiosero permaneció en silencio un momento.

—Si eso es verdad, entonces sigue siendo peligroso para ti. Tiene razón. Washington no le tocará ni un dedo. Tal vez no desee reconocerlo, pero detendrá a sus verdugos. Incluso es posible que se vea obligado a concederle algunos privilegios a cambio de su silencio.

—¿Te refieres a los documentos de que habla? —preguntó el asesino.

—Sí. En otro tiempo, en Berlín, Praga, Viena, se los denominaba «pagos finales». Bourne los llama «protección final», una ligera variante de la misma cosa. Eran papeles o documentos redactados entre una fuente de control original y el infiltrado, para ser utilizados en el caso de que los planes fracasaran, la fuente fuera asesinada, y al agente no le quedara otra salida. Es muy probable que no lo hayas estudiado en Novgorod; los soviéticos no tenían este tipo de recurso. Pero los desertores soviéticos, en cambio, siempre insistieron en que se les proporcionara esta facilidad.

—O sea, que se trataba de documentos incriminatorios, ¿no?

—Debían de serlo, en cierta medida. Por lo general, en el área precisa de la persona que se manipulaba. La vergüenza es algo que siempre debe evitarse; pueda llegar a significar el fin de una carrera. Pero, bueno, no necesito decírtelo a ti. Has empleado esa técnica de forma brillante.

—«Hay setenta y una calles en la jungla…» —dijo Carlos, leyendo el papel que tenía en la mano, con una calma congelada deliberadamente impuesta a su susurro—. «Una jungla tan densa como Tam Quan.»… Esta vez la ejecución tendrá lugar de acuerdo con lo previsto. Jason Bourne no abandonará con vida este Tam Quan. Sea cual fuere su nombre, Caín está muerto, y Delta morirá por lo que ha hecho. Angélique…, te lo prometo. —El hechizo se rompió, y la mente del asesino abordó los detalles de orden práctico—. ¿Tenía alguna idea Villiers de la hora en que Bourne abandonó su casa?

—No lo sabía. Ya te lo dije, apenas estaba lúcido; seguía en el mismo estado de shock que cuando recibimos su llamada.

—No importa. Los primeros aviones hacia los Estados Unidos han despegado en el curso de esta última hora. Él debe viajar en uno de ellos. Yo estaré en Nueva York con él, y esta vez no fallaré. Mi cuchillo lo estará esperando, tan afilado como una navaja. ¡Le pelaré el rostro; los norteamericanos tendrán a su Caín sin rostro! Pueden dar el nombre que se les antoje a ese Bourne, a ese Delta.

El teléfono a rayas azules sonó sobre la mesa de Alexander Conklin. Su tintineo era suave, y el apagado sonido le confería cierto énfasis misterioso. Era la línea directa de Conklin con las oficinas de computación y bancos de datos. No había nadie en el despacho para contestar la llamada.

El ejecutivo de la CIA entró cojeando, no habituado aún al bastón que le había proporcionado G-2, SHAPE (Bruselas), la noche anterior, cuando dirigió un transporte militar hasta Andrews Field, Maryland. Arrojó con furia el bastón al otro lado de la habitación, mientras se tambaleaba hacia el teléfono. Tenía los ojos enrojecidos por la falta de sueño y casi no le quedaba aliento; el responsable de la disolución de Treadstone se encontraba exhausto. Había estado en comunicación cifrada con una docena de centros de operaciones clandestinas —en Washington y en el exterior—, tratando de deshacer la locura de las últimas veinticuatro horas. Había transmitido toda la información que había podido encontrar en los archivos a todos los países de Europa, y había puesto en estado de alerta a todos los agentes del eje París-Londres-Amsterdam. Bourne estaba vivo y era peligroso; había intentado matar a un control D.C.; podía encontrarse en cualquier sitio a diez horas de París. Era preciso cubrir todos los aeropuertos y estaciones de ferrocarril, y activar todas las organizaciones secretas. ¡Encuéntrenlo! ¡Mátenlo!

—¡Diga! —Conklin se recostó contra la mesa y levantó el teléfono.

—Le hablan de la Dársena 12 de Computación —dijo una voz masculina—. Tal vez tengamos algo para usted. Al menos, el Departamento de Estado no lo tengo incluido en ninguna lista.

—¿Qué, por el amor de Dios?

—El nombre que usted nos dio hace cuatro horas. Washburn.

—¿Qué ocurre con él?

—Un tal George P. Washburn salió de París hacia Nueva York esta mañana, en un vuelo de «Air France», con vía libre en ambos puestos de inmigración. Washburn es un nombre bastante común; podría tratarse tan sólo de un hombre de negocios con influencias, pero puesto que su nombre apareció en la computadora y tenía el status de un diplomático de la OTAN, verificamos con el Departamento de Estado. Jamás han oído hablar de él. No hay nadie apellidado Washburn relacionado con ninguna negociación con el Gobierno francés de parte de ninguna nación miembro.

—Entonces, ¿cómo diablos obtuvo vía libre? ¿Quién le proporcionó status diplomático?

—Llamamos nuevamente a París para verificarlo; no fue sencillo. Al parecer ha sido una cortesía del Conseiller Militaire. Son un grupo bastante reservado.

—¿El Conseiller? ¿Y desde cuándo se dedican a dar vía libre a los nuestros?

—No tiene por qué tratarse de «nuestra» gente o de «su» gente. No es más que una cortesía del país anfitrión, y era un transporte francés. Es una de las maneras de conseguir un asiento decente en un vuelo que tiene exceso de pasajeros. A propósito: el pasaporte de Washburn ni siquiera es norteamericano. Es británico.

Hay un médico allá, un inglés de apellido Washburn… ¡Era él! Era Delta, y el Conseiller de Francia había cooperado con él. Pero ¿por qué a Nueva York? ¿Qué tenía Nueva York para atraerlo? ¿Y qué personaje de tan alto rango en París se preocuparía por hacerle un favor a Delta? ¿Qué les habría dicho? ¡Oh, Cristo! ¿Cuánto les habría dicho?

—¿A qué hora llegó el avión? —preguntó Conklin.

—A las diez y treinta y siete de la mañana. Hace poco más de una hora.

—Muy bien —replicó el hombre al que le habían destrozado un pie en Medusa, mientras penosamente daba la vuelta a la mesa y se dejaba caer en el sillón—. Usted me ha dado su informe, y ahora quiero que borren esto de las cintas grabadoras. Que lo supriman. Absolutamente todo. ¿Está claro?

—Comprendido, señor. Suprimido, señor.

Conklin cortó la comunicación. Nueva York. ¿Nueva York? ¡No Washington, sino Nueva York! Ya no quedaba nada en Nueva York. Y Delta lo sabía. Si estaba detrás de alguien de Treadstone —si estaba detrás de él—, habría cogido un vuelo directo a Dulles. ¿Qué había en Nueva York?

¿Y por qué Delta había usado deliberadamente el nombre de Washburn? Era lo mismo que telegrafiar sus planes; sabía que tarde o temprano se descubriría el nombre… Tarde… ¡Después de haber pasado la aduana! Delta decía a lo que quedaba de Treadstone que estaba dispuesto a negociar. Que estaba en condiciones de revelar no sólo lo concerniente a la operación Treadstone, sino que sólo Dios sabía hasta dónde estaba dispuesto a llegar. Todas las redes y organizaciones que había usado como Caín, los puestos de escucha y los falsos consulados, que no eran sino estaciones de espionaje electrónico… incluso el maldito espectro de Medusa. Las conexiones que, sin duda, tenía en el interior del Conseiller, eran su manera de probar a Treadstone la encumbrada posición que había alcanzado. Era su manera de expresar que si había logrado ese resultado en un grupo tan notorio de estrategas, nada podría detenerlo. ¡Maldito sea! ¿Detenerlo con respecto a qué? ¿Cuál era su meta? ¡Tenía los millones en el bolsillo; bien podría haberse esfumado!

Conklin sacudió la cabeza, asaltado por los recuerdos. Hubo una época en que habría permitido que Delta se esfumara; y así se lo había dicho hacía doce horas en un cementerio de las afueras de París. Había un límite en lo que un hombre podía soportar, y nadie sabía eso mejor que Alexander Conklin, que en una época figuraba entre los mejores oficiales superiores del Servicio Secreto. Había un límite; todas aquellas mojigaterías acerca de tener la fortuna de conservar la vida parecían algo trillado y cruel con el correr del tiempo. Todo dependía de lo que uno había sido antes, de aquello en lo que lo convertía su deformidad. Había un límite… ¡Pero Delta no se desvaneció! Reapareció con argumentos insensatos, con exigencias insensatas… con tácticas fantásticas que ningún oficial experimentado del Servicio Secreto habría contemplado siquiera. Pues no importaba cuánta información explosiva poseyera, no importaba cómo había escalado posiciones; ningún hombre en su sano juicio regresaría a un campo minado rodeado por sus enemigos. Y todo el chantaje del mundo no lograría obligarlo a regresar…

Ningún hombre en su sano juicio. Ningún hombre cuerdo. Conklin se inclinó lentamente hacia delante en su asiento.

Yo no soy Caín. Él nunca existió. ¡Yo nunca lo fui! Yo no estuve en Nueva York… Fue Carlos. ¡No yo, sino Carlos! Si lo que usted dice se produjo en la calle Setenta y Uno, entonces fue él. ¡Él conocía esa dirección!

Pero Delta había estado en aquella residencia de la calle Setenta y Uno. Estaban sus huellas digitales: dedos anular e índice de la mano derecha. Y el método de transporte resultaba ahora claro: «Air France», protección del Conseiller… Realidad: Carlos no podía haberlo sabido.

Recuerdo cosas… rostros, calles, edificios. Imágenes que no puedo situar… ¡Conozco mil cosas sobre Carlos, pero no sé por qué!

Conklin cerró los ojos. Había una frase, una simple frase en clave que había sido usada en los comienzos de Treadstone. ¿Cómo era? Provenía de Medusa… Caín es Charlie y Delta es Caín. Eso era. Caín era Carlos. Y Delta-Bourne se convirtió en el Caín que era el señuelo para Carlos.

Conklin abrió los ojos. Jason Bourne debía remplazar a Ilich Ramírez Sánchez. En eso consistía el plan total de Treadstone Setenta y Uno. Era la piedra angular sobre la que se apoyaba toda la estructura de impostura, el elemento que sacaría a Carlos de su escondrijo y lo colocaría bajo su mira.

Bourne. Jason Bourne. El hombre totalmente desconocido, un nombre enterrado durante una década, una pieza de desecho humano abandonada en una jungla. Pero había existido; eso también era parte del plan.

Conklin examinó las carpetas que estaban en su escritorio hasta encontrar la que estaba buscando. No llevaba ningún encabezamiento; sólo una inicial y dos números, seguidos por una X negra, lo cual significaba que era la única carpeta que contenía los orígenes de Treadstone.

T-71 X. El nacimiento de Treadstone Setenta y Uno.

La abrió, casi temeroso de ver lo que sabía contenía en su interior.

Fecha de ejecución. Sector de Tam Quan. Marzo 25…

La mirada de Conklin se transfirió al calendario que tenía en la mesa.

24 de marzo.

—¡Oh, Dios mío! —susurró, mientras descolgaba el teléfono.

El doctor Morris Panov atravesó las puertas dobles del pabellón psiquiátrico del tercer piso del Anexo Naval del Hospital de Bethesda, y se dirigió hacia el puesto de enfermeras. Sonrió a la asistente uniformada que ordenaba las fichas bajo la adusta mirada de la jefa de enfermeras del piso, que estaba de pie junto a ella. Aparentemente la joven había colocado fuera de sitio la ficha de un paciente —si no a un paciente mismo—, y la jefa no estaba dispuesta a permitir que volviera a ocurrir.

—No deje que el látigo de Annie la engañe —dijo Panov a la aturdida muchacha—. Bajo esos ojos helados e inhumanos, palpita un corazón de auténtico granito. En realidad, escapó del quinto piso hace dos semanas, pero a todos nos asusta dar aviso.

La asistente lanzó risitas ahogadas; la enfermera sacudió la cabeza con exasperación. El teléfono sonó en el escritorio, detrás del mostrador.

—Atiende el teléfono, te lo ruego, querida —dijo Annie a la joven.

La asistente asintió y se dirigió al escritorio. La enfermera se volvió entonces a Panov.

—Doctor Mo, ¿cómo crees que pueda enseñarles algo si apareces tú diciendo esas cosas?

—Con afecto, querida Annie. Con afecto. Pero no pierdas la cadena de tu bicicleta.

—Eres incorregible. Dime, ¿cómo sigue tu paciente del Cinco-A? Sé que estás muy preocupado por él.

—Sigo estándolo.

—He oído decir que has permanecido levantado toda la noche.

—Daban una película por televisión a las tres de madrugada que no quería perderme.

—No lo hagas, Mo —replicó maternalmente la enfermera—. Eres demasiado joven para acabar allá adentro.

—Y tal vez también demasiado viejo para evitarlo, Annie, pero te lo agradezco.

De pronto, Panov y la enfermera se dieron cuenta de que alguien lo estaba llamando en alta voz: era la asistente de ojos grandes que estaba en el escritorio y gritaba su nombre por el micrófono.

—¡Doctor Panov, por favor! Lo llaman por teléfono.

Yo soy el doctor Panov —dijo el psiquiatra a la muchacha, en voz baja—. Pero no queremos que nadie se entere. Annie Donovan, a la que ve aquí, es en realidad mi madre de Polonia. ¿Quién me llama?

La enfermera miró la tarjeta de identificación que Panov llevaba en la solapa de su bata blanca y respondió:

—Mr. Alexander Conklin, doctor.

—¡Vaya!

Panov estaba sorprendido. Alex Conklin había sido su paciente, con algunas interrupciones, durante cinco años hasta que ambos llegaron a la conclusión de que había logrado el máximo de adaptación que llegaría a alcanzar jamás; lo cual no era mucho, por cierto. Había muchos casos, semejantes, y era muy poco lo que se podía hacer por ellos. Fuese cual fuere el problema que tuviera Conklin, debía ser relativamente serio para haber llamado al Hospital Bethesda en lugar de hacerlo al consultorio privado.

—¿Dónde puedo atender la llamada, Annie?

—En la habitación uno —respondió la enfermera, indicando un recinto al otro lado del vestíbulo—. Está vacía. Haré que te pasen la comunicación allí.

Panov echó a andar hacia la puerta, mientras comenzaba a inundarlo una sensación de desasosiego.

—Necesito algunas respuestas muy rápidas, Mo —dijo Conklin con voz que revelaba cansancio.

—Las respuestas rápidas jamás han sido mi fuerte, Alex. ¿Por qué no viene a verme esta tarde?

—No se trata de mí, sino de alguien más. Posiblemente.

—Nada de juegos, se lo ruego. Creí que ya habíamos superado esa etapa.

—No son juegos. Es una emergencia de tipo Cuatro-Cero, y necesito ayuda.

—¿Cuatro-Cero? ¿Por qué no llama entonces a alguno de los miembros de su personal? Yo no he pedido jamás ese tipo de protección.

—No puedo. Eso le dará una idea de lo reservado, que es este asunto.

—Entonces le aconsejo que se lo diga a Dios al oído.

—¡Mo, por favor! Sólo necesito confirmar posibilidades; después me encargaré yo mismo de juntar las piezas. Y no tengo ni cinco segundos que perder. En este mismo momento es posible que un nombre esté corriendo por todos lados dispuesto a hacer estallar algunos fantasmas, cualquier persona que él considere un fantasma. Ya ha matado a algunas personas muy reales e importantes, y no estoy muy seguro de que tenga conciencia de ello. ¡Ayúdeme, ayúdelo a él!

—Lo haré si está en mis manos. Adelante.

—Un hombre está en una situación de stress máximo, altamente explosivo, durante un período prolongado, y durante todo el tiempo debe mantenerse oculto. El encubrimiento mismo es un señuelo, muy visible, muy negativo, y se le aplica una presión constante para mantener esa visibilidad. El propósito es hacer salir de su guarida a un blanco simular al señuelo, convenciendo al blanco de que el señuelo representa una amenaza, forzando al blanco a salir a la luz… ¿Me sigue?

—Hasta aquí, sí —dijo Panov—. Dice usted que se ha ejercido una presión constante sobre el señuelo para mantener un perfil negativo, altamente visible. ¿Cuál ha sido el medio que lo ha rodeado?

—Lo más brutal que pueda imaginarse.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Tres años.

—¡Santo cielo! —exclamó el psiquiatra—. ¿Sin ninguna tregua?

—Ninguna en absoluto. Veinticuatro horas al día, trescientos sesenta y cinco días al año. Tres años. Alguien que no es él mismo.

—¿Cuándo aprenderán ustedes, malditos imbéciles? Hasta los prisioneros de los peores campos de concentración podían ser ellos mismos, hablar con otros que fueran ellos mismos… —Panov se interrumpió, al comprender el significado de sus propias palabras, y el de las de Conklin—. Eso es lo que me quería decir, ¿no es así?

—No estoy seguro —contestó el oficial del Servicio Secreto—. Es algo brumoso, confuso, incluso contradictorio. Lo que quiero preguntarle es lo siguiente: ¿Es posible que un hombre, en tales circunstancias, comience a… creer que él mismo es el señuelo, asuma sus características, hasta el punto de convencerse de que es él mismo?

—La respuesta a esa pregunta es tan obvia, que me sorprende que me la formule. Por supuesto que podría suceder eso. Es bastante probable. Es algo insoportablemente prolongado que no podría mantenerse a menos que la creencia se convierta en parte de su realidad cotidiana. El actor que jamás abandona el escenario, en una obra teatral que nunca termina. Día tras día, noche tras noche. —El médico hizo otra pausa, y luego preguntó con cautela—. Pero ésa no es en realidad la pregunta que quería hacerme, ¿verdad?

—No —respondió Conklin—. Yo doy un paso más. Más allá del señuelo. Debo hacerlo; es lo único que tiene sentido.

—Espere un momento —interrumpió vivamente Panov—. Es mejor que se detenga allí, porque no estoy dispuesto a confirmar un diagnóstico a ciegas. No con las intenciones que usted se trae. De ningún modo, Charlie. Eso sería como darle una licencia de la que yo no seré responsable; le pase o no honorarios de consulta.

—«De ningún modo… Charlie…». ¿Por qué ha dicho usted eso, Mo?

—¿Qué quiere decir con eso de por qué lo he dicho? No es más que una frase. Una frase que oigo todo el tiempo. La pronuncian los chicos de sucios vaqueros azules en las esquinas y las prostitutas en mis prostíbulos favoritos.

—¿Cómo sabe adonde voy? —preguntó el hombre de la CIA.

—Porque tuve que tragarme todos los libros, y usted no es demasiado sutil. Está a punto de describirme un caso de esquizofrenia con personalidad múltiple. No es tan sólo su hombre el que asume el papel del señuelo, sino el señuelo mismo el que transfiere su identidad a la persona que persigue. Al blanco. Eso es lo que se propone, Alex. Decirme que su hombre son tres personas a la vez: él mismo, el señuelo y el blanco. Y yo le repito. De ningún modo, Charlie. No pienso confirmarle nada ni remotamente parecido sin hacer antes un examen a fondo. Sería conferirla derechos que usted no puede tener: tres motivos para querer liquidarlo. ¡De ningún modo!

—¡No le estoy pidiendo que me confirme nada! Lo único que quiero saber es si es posible. ¡Por el amor de Dios, Mo! Allá afuera hay un hombre experimentado que anda de un lado para otro empuñando un revólver, matando a gente que asegura no conocer, pero con quien trabajó durante tres años. Niega haber estado en un lugar específico, cuando sus huellas digitales demuestran lo contrario. Dice que su mente está poblada de imágenes; rostros que no puede reconocer, nombres que ha oído, pero no sabe dónde. ¡Afirma que jamás fue un señuelo; que jamás fue él! ¡Pero sí lo fue! ¡Lo es! ¿Es posible? Eso es todo lo que quiero saber. ¿Es posible que la tensión, y el tiempo, y las presiones cotidianas, lo escindan de ese modo? ¿En tres?

Panov contuvo el aliento durante un instante.

—Es posible —replicó en voz muy baja—. Si los hechos que me ha presentado son exactos, es posible. Pero eso es todo lo que diré, porque hay otras muchas posibilidades.

—Muchas gracias —Conklin hizo una pausa—. Una última pregunta. Digamos que había una fecha, un mes y un día, que era significativa para el expediente falso; el expediente del señuelo.

—Tendrías que ser más específico.

—Lo seré. La fecha en que fue asesinado el hombre cuya identidad fue tomada para el señuelo.

—Entonces es algo que obviamente no forma parte del expediente de trabajo, sino que es un hecho conocido por su hombre. ¿Lo sigo correctamente?

—Sí, lo sabía. Digamos que estaba allí. ¿Cree usted que lo recordaría?

—No como el señuelo.

—¿Pero sí como uno de los otros dos?

—Suponiendo que el blanco también lo supiera, o que se lo hubiera comunicado a través de su transferencia, sí.

—También está el lugar donde se elaboró todo el plan, donde se creó el señuelo. Si nuestro hombre estuviera cerca de ese lugar, y la fecha de la muerte estuviera muy próxima, ¿cree usted que se sentiría atraído hacia allí? ¿Subiría a su conciencia y se convertiría en algo importante para él?

—Ocurriría si estuviera asociado al lugar original de la muerte. Porque el señuelo nació allí; es posible. Dependería de quién fuera en ese momento.

—Supóngase que fuera el blanco.

—¿Y conociera el lugar?

—Sí, porque otra parte suya debía conocerla.

—Entonces se sentiría atraído hacia allí. Sería una compulsión subconsciente.

—¿Por qué?

—Para matar al señuelo. Mataría todo lo que encontrara a la vista, pero el objetivo principal sería el señuelo. Él mismo.

Alexander Conklin dejó el teléfono en su lugar, mientras sentía puntadas en el pie inexistente, y sus pensamientos eran tan intrincados, que tuvo que cerrar de nuevo los ojos para encontrar una línea coherente. Se había equivocado en París… en un cementerio de las afueras de París. Había querido matar a un hombre por razones que no eran las auténticas, pues estas últimas superaban su comprensión. Estaba frente a un enajenado mental. Alguien cuyas aflicciones no se explicaban en veinte años de entrenamiento, pero que resultaban comprensibles cuando uno pensaba en las penas y las pérdidas, en las incesantes olas de violencia… y todo para nada. Nadie sabía nada en realidad. Nada tenía sentido. Un Carlos sería atrapado y matado hoy, y otro ocuparía su lugar. ¿Por qué lo hicimos… David?

David. Por fin pronuncio tu nombre. Fuimos amigos en otro tiempo, David… Delta. Conocí a tu esposa y a tus hijos. Bebíamos juntos y cenamos varias veces en puntos muy remotos de Asia. Tú eras el mejor funcionario del servicio diplomático en Oriente, y todo el mundo lo sabía. Ibas a ser la clave de la nueva política, la que estaba a punto de iniciarse. Y entonces ocurrió. La muerte se abatió desde el cielo en el Mekong. Cambiaste de bando, David. Todos perdimos, pero sólo uno de nosotros se convirtió en Delta. En Medusa. Yo no te conocía tan bien —algunos tragos y un par de cenas no hacen que una amistad pueda estrecharse—, pero muy pocos de nosotros se convirtieron en animales. Tú sí, Delta.

Y ahora debes morir. Ya nadie puede darse el lujo de que sigas con vida. Ninguno de nosotros.

—Déjenos solos, por favor —dijo el General Villiers a su asistente, mientras tomaba asiento frente a Marie St. Jacques en el café de Montmartre. El asistente asintió y se dirigió a una mesa a unos tres metros del compartimiento; se iría, pero seguiría vigilándolos. El viejo y agotado soldado miró a Marie—. ¿Por qué insistió en que nos viéramos aquí? Él quería que usted abandonara París. Le di mi palabra de que lo haría.

—Irme de París sería abandonar la carrera —replicó Marie, apenada por la visión del demacrado rostro del viejo—. Lo siento. No quisiera convertirme en otra carga para usted. Escuché las noticias por la radio.

—Fue una locura —dijo Villiers, mientras tomaba la copa de coñac que su asistente había pedido para él—. Tres horas con la Policía, viviendo una terrible mentira, condenando a un hombre por un crimen que yo había cometido.

—La descripción era precisa, extrañamente precisa. Nadie puede dejar de identificarlo.

—Él mismo me la proporcionó. Se sentó frente al espejo de mi esposa y me dijo exactamente qué debía decir, mientras contemplaba su propio rostro de la forma más extraña. Dijo que era la única manera. Que la única forma de convencer a Carlos era que yo fuese a la Policía y se iniciara una verdadera cacería. Tenía razón, por supuesto.

—Tenía razón —coincidió Marie—, pero no está en París, ni en Bruselas, ni en Amsterdam.

—¿Cómo dice?

—Quiero que me diga adonde ha ido.

—Él mismo se lo dijo.

—Me mintió.

—¿Cómo puede estar tan segura?

—Porque sé muy bien cuándo me dice la verdad. Porque, verá usted, los dos estamos muy atentos a la verdad.

—¿Que ustedes dos…? Temo no comprender muy bien sus palabras.

—Supuse que no entendería; estaba segura de que él no se lo había dicho. Cuando me mintió por teléfono, diciendo todo lo que dijo con tanta vacilación, sabiendo que yo sabía que no eran sólo mentiras, me resultó imposible comprenderlo. Sólo logré reunir las piezas y ponerlas en su sitio después de oír las noticias por radio. La suya y otra. Esa descripción… tan completa, tan total, que hasta incluía la cicatriz de su sien izquierda. Entonces lo supe. No pensaba quedarse en París, ni dentro de un radio de ochocientos kilómetros de París. Iría mucho más lejos: a un lugar donde esa descripción no significara mucho, un lugar al que podría atraer a Carlos y entregarlo a las personas con quienes Jason había hecho el trato. ¿Tengo o no razón?

Villiers dejó la copa en la mesa.

—He empeñado mi palabra. He prometido que le llevarían a usted a algún pueblecito del interior, a un lugar seguro. No entiendo nada de lo que me dice.

—Entonces trataré de ser más clara —dijo Marie, inclinándose hacia delante—. Transmitieron otra noticia por la radio, una que obviamente usted no escuchó porque estaba en ese momento con la Policía o con su soledad. Aquella mañana encontraron a dos hombres muertos a tiros en un cementerio cerca de Rambouillet. Uno era un conocido matón de Saint-Gervais. El otro fue identificado como un ex miembro del Servicio Secreto norteamericano que residía en París, un hombre que mató a un periodista en Vietnam y a quien en ese momento se lo dio a escoger entre retirarse del Ejército o enfrentarse a un consejo de guerra.

—¿Insinúa usted que esos incidentes están relacionados? —preguntó el viejo.

—Jason recibió de la Embajada norteamericana instrucciones de ir anoche a ese cementerio para encontrarse con una persona que había llegado en un vuelo procedente de Washington.

—¿De Washington?

—Sí. Su pacto fue con un pequeño grupo de hombres de la CIA. Anoche trataron de matarlo; ellos creen que tienen que darle muerte.

—Pero ¿por qué?

—Porque ya no pueden confiar en él. No saben qué ha hecho ni dónde ha estado durante un largo tiempo, y él no puede decírselo. —Marie hizo una pausa, cerrando los ojos por un instante—. Él no sabe quién es en realidad. Tampoco sabe quiénes son ellos; y anoche el hombre de Washington contrató a otros hombres para que lo mataran. Ese hombre no quiso escucharlo; ellos creen que Jason los traicionó, que les robó muchos millones y que mató a gente de la que jamás oyó hablar. No es así. Pero él tampoco puede darles respuestas claras. Es un hombre con sólo escasos fragmentos de memoria, cada uno de los cuales lo condena. Es prácticamente un amnésico total.

El rostro arrugado de Villiers estaba inmóvil por el asombro, y en sus ojos se advertía el esfuerzo por recordar.

—«Por todos los motivos equivocados…» Ésas fueron sus palabras. «Tienen hombres en todas partes… con órdenes de ejecutarme en cuanto me vean. Me acosan hombres que no conozco y que no puedo ver. Por todos los motivos equivocados.»

—Por todos los motivos equivocados —recalcó Marie, mientras extendía la mano por encima de la estrecha mesa y cogía al viejo del brazo—. Y tienen hombres por todos lados, hombres con orden de matarlo tan pronto como lo vean. Dondequiera que vaya, allí estarán aguardándolo.

—¿Y cómo sabrán cuál es su destino?

—Él se encargará de decírselo. Es parte de su plan. Y en cuanto lo haga, lo matarán. Camina hacia su propia trampa.

Durante un rato, Villiers permaneció en silencio, abrumado por la culpa. Al fin habló con un hilito de voz:

—Dios Todopoderoso, ¿qué he hecho?

—Lo que creyó que debía hacer. Lo que él lo convenció que debía hacer. No puede culparse de nada. Y, en realidad, tampoco puede culparlo a él.

—Me dijo que anotaría todo lo que le había ocurrido, todo lo que recordaba… ¡Qué penoso debe de haberle resultado declarar eso! Pero no puedo esperar. Debe decirme todo lo que sabe. Ahora mismo.

—¿Y qué puede usted hacer al respecto?

—Ir a la Embajada norteamericana. Hablar con el embajador. Ahora. Todo.

Marie St. Jacques retiró lentamente su mano mientras se echaba hacia atrás y apoyaba la cabeza en el respaldo tapizado. Su mirada estaba perdida en la distancia, empañada por la bruma de las lágrimas.

—Me dijo que la vida comenzaba para él en una pequeña isla del Mediterráneo llamada Ile de Port Noir…

El secretario de Estado entró con furia en el despacho del director de Operaciones Consulares, que era la sección encargada de todo lo referente a las actividades clandestinas. Avanzó a grandes zancadas hasta el escritorio del azorado director, quien se puso de pie al contemplar a aquel hombre poderoso, con una expresión mitad perplejidad y mitad sobresalto.

—¿Señor secretario…? No he recibido ningún mensaje de su despacho, señor. De lo contrario, habría subido a verlo de inmediato.

El secretario de Estado arrojó un bloc amarillo sobre la mesa del director. En la primera página había seis nombres, escritos con los rasgos gruesos de un rotulador.

BOURNE

DELTA

MEDUSA

CAÍN

CARLOS

TREADSTONE.

—¿Qué es esto? —preguntó el secretario—. ¿Qué demonios es esto?

El director de Operaciones Consulares se inclinó sobre el escritorio:

—No lo sé, señor. Son nombres, desde luego, Un código para el alfabeto, la letra D, y una referencia a Medusa; ésa es información que sigue siendo secreta, pero he oído hablar de ella. Y supongo que «Carlos» se refiere al asesino a sueldo; ojalá supiéramos más cerca de él. Pero jamás he oído hablar de «Bourne», ni de «Caín», ni de «Treadstone».

—Entonces le ruego que suba a mi despacho y oiga una conversación telefónica que acabo de mantener con París y se enterará de todo —explotó el secretario de Estado—. En esa grabación hay cosas realmente insólitas, como, por ejemplo, algunos asesinatos en Ottawa y París y algunos extraños tratos que nuestro primer secretario de la rué Montaigne tuvo con un hombre de la CIA. ¡También se han dicho terribles mentiras a Gobiernos extranjeros, a nuestras propias unidades de Servicio Secreto y a los periódicos europeos, sin el conocimiento ni la autorización del Departamento de Estado! Y ese engaño no ha hecho sino sembrar información errónea en más países de los que quisiera pensar. En estos momentos viene hacia aquí, en avión, con protección diplomática, una mujer canadiense, una economista del Gobierno de Ottawa, que es buscada por asesinato en Zurich. ¡Nos hemos visto obligados a concederle asilo a una fugitiva, a trastocar la ley, porque si esa mujer dice la verdad, nos pondrá en un verdadero brete! Quiero saber qué ha ocurrido. Cancele todas las demás actividades de su agenda; absolutamente todas. Se pasará el resto del día y toda la noche si fuera preciso hasta aclarar todo este asunto. ¡Hay un hombre suelto, vagando por alguna parte, que no sabe quién es, pero que tiene en la cabeza más información secreta que diez computadoras de Servicio Secreto juntas!

Era ya más de medianoche cuando el exhausto director de Operaciones Consulares estableció la conexión; por poco la pasa por alto. El primer secretario de la Embajada en París, bajo amenazas de ser despedido en el acto, le había proporcionado el nombre de Alexander Conklin. Pero fue imposible localizar a éste. Había regresado a Washington en un avión militar que despegó de Bruselas por la mañana, pero firmó la salida de Langley a la una y veintidós de la tarde, sin dejar ningún número de teléfono —ni siquiera uno para casos de emergencia— donde poder localizarlo. Y, por lo que el director sabía de Conklin, la omisión era realmente insólita. El hombre de la CÍA era lo que comúnmente se llama un «cazador de tiburones»; dirigía estrategias individuales en todos los lugares del mundo donde se sospechaba que podía existir traición y deserción. Había demasiadas personas en demasiados puestos que podrían necesitar su aprobación o desaprobación en cualquier momento. No era lógico que hubiese interrumpido ese contacto durante doce horas. También era insólito el hecho de que sus registros telefónicos hubiesen sido borrados; no figuraba ninguna llamada en los últimos dos días; y la CÍA tenía normas muy estrictas respecto a tales registros. Las últimas órdenes del nuevo régimen era que el más mínimo acto quedara registrado. No obstante, el director de Operaciones Consulares había averiguado una cosa: Conklin había estado relacionado con Medusa.

Amenazando con una posible reacción por parte del Departamento de Estado, el director había solicitado una lectura en circuito cerrado de los registros de Conklin pertenecientes a las cinco últimas semanas. De mala gana se los proyectaron, y el director permaneció sentado dos horas frente a la pantalla, tras haber indicado a los operadores de Langley que proyectaran la cinta de manera ininterrumpida, hasta que él les diera la orden de detenerse.

Se habían efectuado ochenta y seis llamadas a otras tantas personas en las que se mencionaba la palabra Treadstone, pero ninguna había respondido. Entonces el director empezó a considerar a todas las personas posibles; había un militar que no había tenido en cuenta debido a su notoria antipatía por la CIA. Pero una semana antes, Conklin lo había llamado dos veces con un intervalo de doce minutos.

El director apeló a sus fuentes en el Pentágono y descubrió lo que estaba buscando: Medusa.

El general de brigada Irwin Arthur Crawford, el oficial de alto rango a cargo de las bancos de datos del Servicio Secreto del Ejército, ex comandante en Saigón, encargado de operaciones, clandestinas, material todavía estrictamente secreto. Medusa.

El director cogió el teléfono de la sala de conferencias; las llamadas no pasaban por el conmutador. Marcó el número particular del general de brigada en Fairfax, y al sonar el timbre por cuarta vez, Crawford contestó. El hombre del Departamento de Estado se identificó y le pidió que, a su vez, lo llamara de nuevo al Departamento, a fin de verificar la autenticidad de la llamada.

—¿Por qué habría de hacerlo?

—Porque tengo que hablarle de un asunto que está relacionado con Treadstone.

—Lo llamaré en seguida.

Así lo hizo a los dieciocho segundos, y en el curso de los dos minutos siguientes, el director esbozó a grandes rasgos la información que poseía el Departamento de Estado.

—Nada de eso es nuevo para nosotros —replicó el general de brigada—. Desde el comienzo ha habido una junta de control de todo esto, y se le proporcionó al Despacho Oval un resumen preliminar la semana misma del lanzamiento. Nuestro objetivo justificaba los procedimientos empleados, de eso puede estar seguro.

—Estoy dispuesto a que me convenza de ello —replicó el hombre del Departamento de Estado—. ¿Tiene eso alguna relación con el asunto en Nueva York de hace una semana? ¿Elliot Stevens, el mayor Webb y David Abbott? ¿Las circunstancias fueron, digamos, alteradas de forma considerable?

—¿Estaba usted enterado de esas alteraciones?

—General: soy jefe de Operaciones Consulares.

—Sí, suponía que estaba usted al tanto… Stevens no era casado; el resto queda sobrentendido. Era preferible que quedara como si se hubiese tratado de robo y homicidio. La respuesta es afirmativa.

—Comprendo… Bourne, su hombre, voló a Nueva York ayer por la mañana.

—Ya lo sé. Estamos enterados; me refiero a Conklin y a mí. Nosotros somos los herederos.

—¿Ha estado usted en contacto con Conklin?

—La última conversación telefónica que mantuve con él fue alrededor de la una de la tarde. Y no figuró en los registros. Fue él quien insistió en que así fuera.

—Firmó en Langley y partió de allí. Y no dejó ningún número donde poder localizarlo.

—También estoy al tanto de eso. No lo intente siquiera. Con el debido respeto, dígale al secretario de Estado que se aparte. Que no se meta en esto.

—Ya estamos metidos hasta el cuello, general. La mujer canadiense viene hacia aquí en un vuelo de París, con protección diplomática.

—¿Por qué?

—Porque no tuvimos más remedio; ella nos obligó a hacerlo.

—Entonces manténganla encerrada. ¡Deben hacerlo! Ella es nuestro problema, nosotros seremos responsables por ella.

—Creo que es mejor que se explique.

—Estamos tratando con un hombre enajenado. Con un esquizofrénico múltiple. Es como un pelotón de fusilamiento ambulante; podría matar a muchas personas inocentes con un estallido, con una explosión de su mente, sin saber por qué lo hace.

—¿Y cómo lo sabe usted?

—Porque ya lo ha hecho. La matanza de Nueva York: fue él. Él mató a Stevens, al Monje, a Webb, a Webb, nada menos, y a otras dos personas que usted ni siquiera conoce. Ahora lo comprendemos. Él no fue responsable, pero eso no cambia nada. Deje que nosotros nos ocupemos de él. Deje que sea Conklin quien lo haga.

—¿Bourne?

—Sí. Tenemos pruebas. Huellas digitales. Fueron confirmadas por la Oficina de Identificación. Eran las suyas.

—¿Y usted cree que su hombre dejaría huellas digitales?

—Lo hizo.

—No creo que pudiera hacerlo —replicó en forma terminante el hombre del Departamento de Estado.

—¿Cómo?

—Dígame, ¿de dónde ha sacado toda esa historia de locura? Todo eso de esquizofrenia múltiple o como demonios lo llame.

—Conklin habló con un psiquiatra, uno de los mejores, toda una autoridad en colapsos por stress. Alex le describió la historia, esa serie de hechos brutales. Y el médico confirmó nuestras sospechas, las sospechas de Conklin.

—¿Las confirmó? —preguntó el director, azorado.

—Así es.

—Basándose en las palabras de Conklin? ¿En lo que éste creía saber?

—No existe otra explicación. Deje que nosotros nos ocupemos de él. Es nuestro problema.

—Es usted un rematado imbécil, general. Debería limitarse a sus bancos de datos, o tal vez a un tipo de artillería más primitiva.

—Sus palabras me ofenden.

—Oféndase todo lo que quiera. Si usted ha hecho lo que yo creo que ha hecho, entonces es probable que no le quede más que su resentimiento.

—Explíquese —dijo Crawford con aspereza.

—Ustedes no están tratando con un loco, ni con ninguna maldita esquizofrenia múltiple; sobre la cual, entre paréntesis, dudo mucho que sepa usted más que yo. Están tratando con un amnésico, con un hombre que hace meses que trata de descubrir quién es y de dónde viene. Y, a juzgar por la grabación de una llamada telefónica que tenemos en nuestras oficinas, deducimos que trató de decírselo a ustedes; trató de decírselo a Conklin, pero éste no quiso escucharlo. Ninguno de ustedes quiso escucharlo… Ustedes decidieron ocultar a un hombre durante tres años, tres años, para atrapar a Carlos, y cuando el plan fracasó, ustedes supusieron lo peor.

—¿Amnesia…? ¡No, está usted equivocado! Yo hablé con Conklin; y él sí lo escuchó. Usted no comprende; ambos conocimos…

—¡No quiero escuchar su nombre! —interrumpió el director de Operaciones Consulares. El general hizo una pausa.

—Ambos conocimos a… Bourne… hace muchos años. Creo que sabe usted dónde; por lo menos me lo ha dicho hace un rato. Era el hombre más extraño que he conocido, el más parecido a un paranoide de todo ese grupo. Aceptaba misiones, riesgos, que ningún otro hombre en su sano juicio aceptaría. Estaba tan lleno de odio…

—¿Y eso lo convertía en candidato a un pabellón psiquiátrico diez años después?

—Siete años —corrigió Crawford—. Yo me opuse a que lo seleccionaran para Treadstone. Pero el Monje dijo que era el mejor. Y yo no era quién para discutirle eso, por lo menos no en el terreno de la experiencia. Pero le hice saber mis objeciones. Dije que, psicológicamente, era un caso borderline; y sabíamos por qué. Y los hechos me dieron la razón. Lo mantengo.

—No creo que esté en condiciones de mantener nada, general. Lo que hará será tirarse de los pelos. Porque el Monje tenía razón. Su hombre es el mejor, con o sin memoria. Les trae a Carlos, se lo entrega en bandeja. O, mejor dicho, se lo entregará a menos que ustedes maten a Bourne primero. —La inspiración grave y profunda de Crawford fue precisamente el sonido que el director más temía escuchar. Continuó—: Usted no puede detener a Conklin, ¿verdad? —preguntó.

—No.

—Se ha esfumado, ¿no es cierto? Ha hecho sus propios arreglos, realizado pagos por medio de terceras y cuartas personas desconocidas entre sí, su fuente, imposible de rastrear, y ha destruido todas las conexiones con la CIA y Treadstone? Y a estas alturas, la fotografía de Bourne estará en manos de personas que Conklin ni siquiera conoce, que no reconocería si se topara de narices con ellas. Así que no me hable de pelotones de fusilamiento. El de ustedes está listo y preparado, pero ustedes no pueden verlo, y ni siquiera saben dónde está. Pero está preparado: media docena de rifles listos para disparar en cuánto el condenado asome la nariz. ¿Me equivoco? ¿No es acaso ése el libreto?

—No esperará que responda a esa pregunta.

—No es preciso que lo haga. No olvide que estoy en Operaciones Consulares; nada de esto me resulta nuevo. Pero usted tiene razón en algo que ha dicho. Éste es su problema; es algo que les compete exclusivamente a ustedes. Nosotros no tenemos nada que ver con el asunto. Eso es lo que le diré al secretario. El Departamento de Estado no puede permitirse el lujo de saber quiénes son ustedes. Esta llamada no será grabada.

—Comprendido.

—Lo siento —dijo él director sinceramente, al advertir la impotencia en la voz del general—. A veces todo sale al revés.

—En efecto. Eso lo aprendimos en Medusa. ¿Qué piensan hacer con la muchacha?

—Ni siquiera sabemos todavía qué vamos a hacer con ustedes.

—Eso es sencillo. Seguiremos adelante; sin recapitulación previa. Sin nada. Podemos eliminar a la muchacha de los registros de Zurich.

—Se lo diremos. Tal vez eso ayude. Empezaremos a distribuir peticiones de disculpa por todas partes; en el caso de ella, trataremos de llegar a un arreglo sustancial.

—¿Está usted seguro? —interrumpió Crawford.

—¿Respecto al arreglo?

—No. A la amnesia. ¿Está absolutamente seguro?

—He oído esa grabación por lo menos veinte veces, he escuchado la voz de ella. Jamás he estado tan seguro de algo en toda mi vida. A propósito, ella llegó hace un par de horas. Se aloja en el «Hotel Fierre» y está custodiada. La traeremos a Washington por la mañana después que decidamos nuestro plan de acción.

—¡Aguarde un minuto! —La voz del general subió de volumen—. ¡Mañana no! ¿Está aquí…? ¿Puede conseguirme un salvoconducto para entrevistarme con ella?

—No se siga cavando la fosa, general. Cuantos menos nombres conozca ella, mejor será. Estaba con Bourne cuando él llamó a la Embajada; sabe lo que ocurrió con el primer secretario, y es probable que a estas alturas esté enterada de lo de Conklin. Así que es bastante probable que él tenga que sufrir las consecuencias. Manténgase al margen.

—Pero acaba de decirme que me jugara el todo por el todo.

—Más no de esa manera. Usted es un hombre decente; yo también lo soy. Somos profesionales.

—¡Usted no comprende! Tenemos fotografías, sí, pero tal vez no sirvan para nada. Son de hace tres años, y Bourne ha cambiado, ha cambiado drásticamente. Por eso Conklin está en escena; dónde, no sé, pero ahí está. Es el único que lo vio, pero fue por la noche y en medio de la lluvia. Es posible que ella sea nuestra única esperanza. Ha estado con él; ha vivido con él durante varias semanas. Lo conoce. Es probable que lo reconozca antes que nadie.

—No lo entiendo.

—Se lo explicaré. Entre los innumerables talentos de Bourne está la capacidad de cambiar de aspecto, de fundirse entre un gentío, o un sembrado, o un grupo de árboles; de estar allí sin que nadie lo advierta. Si lo que usted dice es cierto, es posible que él mismo no lo recuerde, pero en Medusa empleábamos una palabra para referirnos a él. Sus hombres solían llamarlo… camaleón.

—Ése es su Caín, general.

—Era nuestro Delta. No había otro como él. Y por eso es por lo que la muchacha puede resultarnos tan útil. En este momento. ¡Consígame un salvoconducto! Deje que la vea, que hable con ella.

—Al proporcionárselo, lo estaríamos reconociendo. Y no creo que podamos hacer eso.

—¡Por el amor de Dios, acaba usted de decir que somos personas decentes! ¿Lo somos, en realidad? ¡Podemos salvarle la vida a Bourne! Quizá. ¡Si ella está conmigo y lo encontramos, podemos sacarlo de allí!

—¿De allí? ¿Quiere decir que sabe exactamente dónde está?

—Sí.

—¿Cómo?

—Porque él no iría a ningún otro lado.

—¿Y qué me dice del momento? —preguntó el incrédulo director de Operaciones Consulares—. ¿Acaso sabe cuándo se encontrará allí?

—Sí. Hoy. Es la fecha de su propia ejecución.