Jason se quedó contemplando la pared de su habitación, el papel aterciopelado con desvaídos dibujos que se confundían uno en el otro, formando absurdas contorsiones de trama gastada.
—¿Por qué? —dijo serenamente por teléfono—. Creí que había usted comprendido:
—Traté de hacerlo, amigo mío —replicó Villiers con una voz más allá del enojo o del pesar—. Dios sabe que traté, pero no pude impedirlo. La miraba una y otra vez… y detrás de ella veía al hijo que ella no concibió, asesinado por ese cochino animal que era su mentor. Mi ramera era la ramera de alguien más… la ramera del animal. No podía ser de otro modo, y, según pude enterarme, no lo era. Creo que ella descubrió la violencia en mis ojos y doy fe de que allí estaba. —El general se interrumpió; el recuerdo se había hecho demasiado penoso—. No sólo advirtió la violencia, sino también la verdad. Se dio cuenta de que yo sabía. Que sabía lo que ella era, lo que había sido durante todos los años que pasamos juntos. Y, al final, le di la oportunidad que, según dije a usted, le daría.
—¿La oportunidad de matarlo?
—Sí. No fue difícil. Entre nuestras dos camas hay una mesita de noche, y en el cajón, un arma. Ella estaba tumbada en la cama, como una Maja de Goya, espléndida en su arrogancia, absorta en sus pensamientos, mientras yo me consumía en los míos. Abrí el cajón en busca de una caja de fósforos y regresé a mi sillón y a mi pipa; dejé el cajón abierto, y la empuñadura del arma bien a la vista. Fue mi silencio, supongo, y el hecho de que no podía quitarle los ojos de encima, lo que la obligó a reconocer mi presencia y, luego, a concentrarse en mí. La tensión entre nosotros había llegado al punto en que no hacía falta decir mucho para que las compuertas estallaran, y, Dios se apiade de mí, fui yo quien pronunció las palabras fatales. Me oí preguntarle: «¿Por qué lo hiciste?» Y entonces, la acusación se completó. Le dije que era mi ramera, la ramera que había matado a mi hijo. Se quedó mirándome fijamente durante un momento, y en un solo instante sus ojos se apartaron de mí para mirar de reojo el cajón abierto y el arma… y también el teléfono. Me puse de pie, las brasas de mi pipa fulgurantes… chauffé au rouge. Ella giró las piernas y las bajó de la cama, metió ambas manos en el cajón abierto y sacó el revólver. No la detuve; quería escuchar las palabras de sus propios labios, quería oír mi propia acusación de mí mismo, tanto como la de ella. Lo que escuché es algo que me llevaré a la tumba conmigo, para que quede una pizca de honor para mi persona y la persona de mi hijo. No seremos blanco de la mofa de aquellos que han dado menos que nosotros. Jamás.
—General… —Bourne sacudió la cabeza, incapaz de pensar con claridad y sabiendo que precisaba tiempo para poder encontrar sus pensamientos—. General, ¿qué ocurrió? Ella le dio mi nombre. ¿Cómo? Tiene que decirme eso. Se lo ruego.
—Con mucho gusto. Ella dijo que usted era un insignificante pistolero que deseaba meterse en los zapatos de un gigante. Que era un ladrón a partir de lo de Zurich, un hombre repudiado hasta por su propia gente.
—¿Dijo quién era esa gente?
—Si lo hizo, yo no escuché. Estaba ciego, sordo, presa de una furia incontrolada. Pero no tiene usted nada que temer de mí. El capítulo está cerrado, mi vida se habrá terminado con una sola llamada telefónica.
—¡No! —gritó Jason—. ¡No lo haga! Ahora no.
—Debo hacerlo.
—Por favor. No se contente con la ramera de Carlos. ¡Detenga a Carlos! ¡Atrape a Carlos!
—¿Para que mi nombre sea escarnecido por haberme acostado con esa ramera? ¿Por haber sido manejado por la perra de ese animal?
—¡Maldito sea: piense en su hijo! ¡Cinco cartuchos de dinamita en la rué de Bac!
—Déjelo en paz. Déjeme en paz. Todo terminó.
—¡No terminó en absoluto! ¡Escúcheme! Déme sólo un momento, es todo lo que le pido. —La mente de Jason, las imágenes galopaban furiosamente frente a sus ojos, entrechocando en rápida sucesión. Pero aquellas imágenes tenían sentido. Propósito. Sentía la mano de Marie sobre su brazo, apretándolo con firmeza, como si intentara amarrar su cuerpo a un puerto de realidad—. ¿Alguien ha oído el disparo?
—No ha habido ningún disparo. En estas épocas no se comprende bien el significado de un coup de grâce. Yo me ciño a su finalidad original. Terminar con el sufrimiento de un camarada herido o de un enemigo respetado. No se usa con una ramera.
—¿Qué quiere decir? Usted ha dicho que la ha matado.
—La he estrangulado, obligándola a mirarme a los ojos mientras el aire se le escapaba del cuerpo.
—Pero lo estaba apuntando con su revólver…
—Lo cual es totalmente ineficaz cuando los ojos de uno arden con el reflejo de las brasas encendidas de una pipa. Ya no tiene importancia; podría haberme ganado.
—¡Ganó ella si usted deja las cosas así! ¿No lo comprende? ¡Carlos es quien gana! ¡Ella lo destrozó! Y a usted no se le ocurrió nada mejor que estrangularla! ¿Y habla usted de desprecio? ¡Se está usted echando todo sobre los hombros, no le quedará más que desprecio!
—¿Por qué insiste, Monsieur Bourne? —dijo Villiers con tono fatigado—. No espero recibir caridad de usted ni de nadie. Déjeme en paz. Acepto lo inevitable. No conseguirá usted nada.
—¡Lo haré si logro que usted me escuche! ¡Capture a Carlos, atrape a Carlos! ¿Cuántas veces tengo que decírselo? ¡Usted necesita agarrarlo a él! ¡Con eso saldará todas las cuentas! ¡Y él es también la persona que yo necesito! Sin él soy hombre muerto. Los dos estamos condenados a muerte. ¡Por el amor de Dios, escúcheme!
—Me gustaría ayudarlo, pero no hay nada que pueda hacer por usted. O que quiera hacer, si lo prefiere.
—Hay una manera. —Las imágenes cobraron nitidez. Sabía dónde estaba, dónde se dirigía. El significado y el propósito convergían—. Invierta la trampa. Salga de ella indemne, sin perder nada de lo que tiene.
—No lo comprendo. ¿Cómo podría hacerlo?
—Usted no asesinó a su esposa. ¡Fui yo quien lo hizo!
—¡Jason! —gritó Marie, aferrándose a su brazo.
—Sé lo que hago —replicó Bourne—. Por primera vez, realmente sé lo que estoy haciendo. Es curioso, pero creo que lo supe desde el principio.
Pare Monceau estaba tranquilo; la calle, desierta; unas pocas luces de portales brillaban trémulamente en la lluvia fría y brumosa; todas las ventanas de aquella hilera de residencias lujosas estaban en tinieblas, excepto las de la casa de André Francois Villiers, mito de Saint-Cyr y Normandía, miembro de la Junta Nacional de Francia… asesino de su esposa. Las ventanas del piso superior, a la izquierda del porche, brillaban tenuemente. Era el dormitorio donde el señor de la casa había matado a la señora de la casa, el lugar donde un viejo soldado acosado por los recuerdos había estrangulado a la amante de un asesino a sueldo.
Villiers no había accedido a nada; había quedado demasiado estupefacto para responder. Pero Jason había expuesto calurosamente su idea, había machacado el mensaje con tanto énfasis, que las palabras habían resonado en el teléfono. ¡Capture a Carlos! ¡No se conforme con la ramera del asesino! ¡Atrape al hombre que mató a su hijo! Al hombre que colocó cinco cartuchos de dinamita en un coche en la rué de Bac y dio muerte al último descendiente de los Villiers. Él es el hombre que usted busca. ¡Atrápelo!
Aprehende a Carlos. Atrapa a Carlos. Caín es Charlie y Delta es Caín. ¡Le resultaba tan claro! No había otro camino. Al final, era sólo el comienzo; como el comienzo mismo se lo había revelado. Para poder sobrevivir debía entregar al asesino; si fallaba, podía considerarse hombre muerto. Y la de Marie St. Jacques tampoco sería vida: sería destruida, hecha prisionera, tal vez muerta, por un acto de fe que se había convertido en un acto de amor. La marca de Caín estaba grabada en ella, y su eliminación haría desaparecer también todo tipo de molestia. Ella era un frasco de nitroglicerina colocado en equilibrio sobre un cable de alta tensión en el centro mismo de un ignoto depósito de municiones. Usen una red. Elimínenla. Una bala en la cabeza neutraliza los explosivos que lleva en la mente. ¡Nadie podrá escucharla!
¡Había tantas cosas que se debía conseguir que Villiers comprendiera, y tan poco tiempo para explicárselas! La explicación misma estaba limitada tanto a una memoria inexistente cuanto al estado actual de la mente del viejo soldado. Había que lograr un delicado equilibrio al hacerlo, establecer parámetros en lo referente al tiempo y las contribuciones de ello: le estaba pidiendo a un hombre para quien el honor era la virtud más importante que le mintiera al mundo. Para que Villiers hiciera eso, el objetivo debía ser increíblemente honorable.
¡Aprehende a Carlos!
En la planta baja había una segunda entrada a la residencia del general; se hallaba a la derecha de la escalinata, pasando un portalón, donde los proveedores entregaban sus mercancías en la cocina de abajo. Villiers había convenido en dejar sin pestillo el portalón y la puerta. Bourne no se había molestado en decirle al viejo soldado que eso no tenía importancia; que, de cualquier modo, entraría en la casa, que su plan entrañaba cierto grado de daño material. Pero, en primer lugar, estaba el riesgo de que la casa de Villiers estuviera siendo vigilada. Había buenos motivos para que Carlos tomara aquella precaución, y había motivos igualmente válidos para que no lo hiciera. Pensándolo bien, el asesino podría decidir mantenerse lo más lejos posible de Angélique Villiers, evitando toda posibilidad de que uno de sus hombres fuera atrapado, con lo cual se probaría su conexión, la conexión de Pare Monceau. Por otro lado, Angélique, la muerta, era su prima y amante… la única persona en el mundo que a él le importaba algo. Philippe d’Anjou.
¡D’Anjou! ¡Por supuesto que habría alguien vigilando; o dos personas, o diez! Si D’Anjou había logrado salir de Francia, Carlos supondría lo peor; si el hombre de Medusa no había conseguido hacerlo, entonces el asesino sabría lo peor. El colonial podría ser sometido, con lo cual revelaría cada una de las palabras que había intercambiado con Caín. ¿Dónde? ¿Dónde estaban los hombres de Carlos? Curiosamente —pensó Jason—, si no había nadie apostado en Pare Monceau aquella noche particular, todo su plan resultaría inútil.
Pero no resultó inútil; allí estaban. En el interior de un sedán, el mismo sedán que había atravesado a toda velocidad los portones del Louvre doce horas antes; los mismos dos hombres: asesinos que protegían a otros asesinos. El coche estaba a unos quince metros de allí a mano izquierda, lo cual les brindaba una visión perfecta de la casa de Villiers. Pero aquellos dos hombres arrellanados en los asientos, con los ojos bien abiertos y alertas, ¿serían los únicos apostados allí? Bourne no tenía forma de saberlo; ambos lados de la calle estaban cubiertos de automóviles. Se agazapó en las sombras del edificio de la esquina, que se encontraba en diagonal respecto a los dos hombres dentro del sedán. Sabía lo que había que hacer, pero no estaba muy seguro de cómo hacerlo. Necesitaba algo que los distrajera, algo lo suficientemente alarmante como para atraer a los soldados de Carlos, y lo suficientemente visible para hacer brotar a cualquier otro que pudiera estar ocultándose en la calle, o sobre un techo, o detrás de una ventana oscura.
Fuego. Repentino. Inesperado. Lejos de la casa de Villiers y, al mismo tiempo, lo suficientemente cercano y sorprendente como para enviar vibraciones a lo largo de aquella calle tranquila, desierta, tapizada de árboles. Vibraciones… sirenas; explosivo… explosiones. Podía hacerse. Eran sólo cuestión de contar con los medios adecuados.
Bourne se arrastró desde la parte posterior del edificio de la esquina hacia la calle que la cruzaba y corrió silenciosamente al portal más cercano, donde se detuvo y se quitó el abrigo y la chaqueta. Luego se quitó la camisa y desgarró la tela desde el cuello hasta la cintura; volvió a ponerse la chaqueta y el abrigo, se levantó las solapas, se abrochó el abrigo, y se puso la camisa debajo del brazo. Se asomó bajo la lluvia nocturna y escrutó los automóviles que se encontraban en la calle. Necesitaba combustible, pero estaba en París, y la mayor parte de los depósitos de gasolina estarían asegurados con llave. La mayor parte, pero no todos; tenía que haber alguno entre los aparcados junto a la acera cuya tapa no llevara llave. Y entonces encontró frente a él lo que buscaba, estaba en la vereda, asegurado a un portón de hierro por medio de una cadena. Era un velomotor, algo más pequeño que una motocicleta, y cuyo depósito de combustible era una especie de burbuja metálica. La tapa, sin duda, estaría sujeta a una cadena, pero era bastante poco probable que tuviera cerradura. Ocho litros de combustible no eran cuarenta; había que contrapesar el riesgo de cualquier robo en relación con las consecuencias que éste implicaría, y ocho litros de gasolina no valían una multa de 500 francos. Jason se aproximó al velomotor. Escudriñó la calle en un sentido y en el otro; no había nadie a la vista, ningún otro sonido aparte el monótono repiqueteo de la lluvia. Colocó la mano en la tapa del depósito de gasolina y la hizo girar; se abrió con toda facilidad. La abertura era relativamente amplia, y el depósito estaba casi lleno. Volvió a colocar la tapa; todavía no estaba listo para empapar allí su camisa. Necesitaba otro elemento.
Lo encontró en la esquina siguiente, junto a una alcantarilla. Un adoquín suelto, desprendido por una década de descuidados conductores que arremetían contra el borde de la acera. Consiguió aflojarlo del todo metiendo el talón en el intersticio que lo separaba del borde. Lo levantó, junto con un fragmento más pequeño, y echó a andar hacia el velomotor, con el fragmento en el bolsillo y el adoquín en la mano. Lo sopesó… al tiempo que comprobaba el estado de su brazo. Serviría; las dos cosas servirían.
Tres minutos más tarde sacaba la camisa empapada del depósito de combustible, mientras los vapores se entremezclaban con la lluvia y las manos se le cubrían con una capa oleosa. Envolvió el adoquín con la tela, enroscando las mangas y cruzándolas en varias direcciones, para atarlas luego firmemente entre sí a fin de que aprisionaran su proyectil. Estaba listo.
Se arrastró de vuelta hacia el edificio que estaba en la esquina de la calle en que vivía Villiers. Los dos hombres del sedán seguían instalados en el asiento delantero, con la atención concentrada en la casa de Villiers. Detrás del sedán había otros coches: un «Mercedes» pequeño, una limusina color marrón oscuro y un «Bentley». Frente a Jason, al otro lado del «Bentley», había un edificio de piedra blanca, de ventanas pintadas con esmalte negro. La luz de un zaguán se derramaba sobre las ventanas a ambos lados de la escalinata; la de la izquierda era evidentemente, un comedor: podía ver sillas y una mesa alargada a la luz adicional del espejo de un aparador rococó. Las ventanas de aquel comedor, con su espléndida vista sobre la pintoresca y lujosa calle de París, serviría a sus fines.
Bourne se metió la mano en el bolsillo y sacó la piedra; su tamaño era escasamente una cuarta parte del adoquín empapado en gasolina, pero le resultaría muy útil. Avanzó lentamente hasta la esquina del edificio, levantó el brazo y lanzó la piedra lo más lejos que pudo por encima del sedán.
El estallido resonó en la calle silenciosa seguido del estrépito provocado por la piedra al golpear el capó de un coche y caer al suelo. Los dos hombres del sedán se irguieron de golpe. El que estaba junto al conductor abrió la puerta y salió del automóvil, empuñando un arma. El conductor bajó el vidrio de la ventanilla y encendió los faros. La luz rebotó con fuerza cegadora en la superficie metálica y los cromados del automóvil que tenía delante. Era, a todas luces, un acto estúpido, que sólo servía para indicar el temor de los hombres que vigilaban en Pare Monceau.
Ahora. Jason cruzó la calle corriendo con la atención centrada en los dos hombres que se cubrían los ojos con las manos, tratando de ver por entre el resplandor de la luz reflejada. Llegó hasta el maletero del «Bentley», con el adoquín debajo del brazo, y fósforos en ambas manos. Se agachó, encendió los fósforos, puso el adoquín en el suelo y luego lo levantó por el extremo de una de las mangas. Sostuvo los fósforos encendidos debajo de la tela empapada en nafta; de inmediato se prendió fuego.
Se incorporó rápidamente, balanceando el adoquín con la manga; lo lanzó por encima de la vereda y lo arrojó con todas sus fuerzas contra el marco de la ventana, para salir luego corriendo a toda velocidad hasta más allá del borde del edificio, en el momento en que se producía el impacto.
El fragor de vidrios rompió el silencio de la calle. Bourne corrió hacia la izquierda, hasta el otro lado de la angosta avenida, y luego de regreso en dirección a la casa de Villiers; una vez más encontró refugio en las sombras. Estimulado por el viento procedente de la ventana rota, el fuego trepó rápidamente por los cortinajes. Treinta segundos más tarde, la habitación era un horno en llamas, exaltadas por el inmenso espejo del aparador. Se oyeron gritos y se encendió la luz de algunas ventanas contiguas y luego la de otras, en el otro extremo de la calle. Al cabo de un minuto, aquello era el caos. La puerta de la casa en llamas se abrió de par en par y salieron de ella dos figuras: un hombre mayor en pijama, y una mujer con una negligée y una sola zapatilla, ambos dominados por el pánico.
Se abrieron otras puertas y aparecieron otras figuras, arrojadas del sueño al caos; algunas de ellas corrieron a la residencia envuelta en llamas: un vecino estaba en peligro. Jason avanzó en diagonal hacia el otro lado de la esquina, una figura más que corría entre el gentío que rápidamente empezaba a congregarse allí. Se detuvo donde inició su carrera unos minutos antes, junto al edificio de la esquina, y permaneció inmóvil, tratando de localizar a los hombres de Carlos.
Había estado en lo cierto: aquellos dos hombres no eran los únicos vigilantes apostados en Pare Monceau. Ahora había cuatro acuchillados junto al sedán hablando de prisa y en voz baja. No, cinco. Otro avanzó con rapidez por la acera y se unió a los otros cuatro.
Oyó el zumbido de las sirenas; crecía a cada minuto, a medida que se acercaban. Los cinco hombres se alarmaron.
Debían tomar decisiones; no podían quedarse todos allí. Tal vez alguno tuviera antecedentes penales.
Acuerdo. Uno de ellos se quedaría: el quinto hombre. Asintió y cruzó velozmente la calle, hasta quedar en el lado de la casa de Villiers. Los otros se metieron en el sedán y, en el momento en que un auto bomba aparecía en la calle, el sedán se deslizó del lugar donde se encontraba aparcado y pasó raudo al lado del monstruo rojo que se dirigía a toda marcha en dirección contraria.
Sólo quedaba un obstáculo: el quinto hombre. Jason rodeó el edificio y lo avistó a mitad de camino entre la esquina y la casa de Villiers. Ahora era cuestión de encontrar el momento oportuno y sacar partido de la sorpresa. Bourne simuló correr hacia el incendio con intención de ayudar, una figura perdida en la confusión circundante. Pasó al lado del hombre, quien no se dio cuenta de su presencia, pero sí lo advertiría si seguía corriendo hasta la puerta del sótano de la casa de Villiers y la abría. El hombre estaba mirando hacia ambos lados de la calle, preocupado, perplejo y tal vez asustado. Estaba parado frente a una verja de poca altura; otra entrada de sótano otra lujosa residencia en Pare Monceau.
Jason se detuvo y dio dos rápidos pasos hacia el hombre; luego, apoyándose en el pie izquierdo, giró en redondo, lanzó el derecho hacia el quinto hombre, a la vez que lo golpeaba con los puños hasta hacerlo caer hacia atrás sobre la verja de hierro. El hombre lanzó un grito al caer en el angosto pasillo de cemento. Bourne saltó limpiamente la verja, con los nudillos de la mano derecha rígidos y los talones de ambos pies extendidos hacia delante. Cayó sobre el pecho del hombre; el impacto le rompió las costillas, mientras los nudillos de Jason se estrellaban contra la garganta. El hombre de Carlos se desvaneció. Recobraría el conocimiento mucho después de que alguien lo llevara a un hospital. Jason registró al hombre: sólo llevaba un revólver sujeto al pecho. Bourne se lo quitó y se lo metió en el bolsillo del abrigo. Se lo entregaría a Villiers.
Villiers. El camino estaba libre.
Subió por la escalera hasta el tercer piso. Al llegar a mitad de escalera observó una línea delgada de luz que salía por debajo de la puerta del dormitorio: al otro lado de la puerta había un viejo que era su única esperanza. Si alguna vez en la vida que recordaba o la que había olvidado, tenía que mostrarse convincente, era ahora, Y su convencimiento era real; en aquel momento no había sitio para el camaleón. Todo aquello en lo que creía estaba basado en un único hecho. Carlos tenía que ir a buscarlo. Era la verdad. Era la trampa.
Llegó al rellano y dobló hacia la izquierda, hacia la puerta del dormitorio. Se detuvo un momento, tratando de acallar los cada vez más fuertes y rápidos latidos de su corazón. Parte de la verdad, no toda la verdad. No habría invención alguna, sólo omisión.
Un acuerdo… un convenio… con un grupo de hombres —hombres honorables—, que trataban de dar caza a Carlos. Eso era todo lo que Villiers debía saber, todo lo que debía aceptar. No podía decirle que estaba en tratos con un amnésico, pues tras esa pérdida de memoria podía ocultarse un hombre deshonesto. La leyenda de Saint-Cyr, Argelia y Normandía, no aceptaría eso; no allí, en aquel momento, al final de su vida.
¡Oh, Dios!, el equilibrio era tan tenue. La línea que separaba la confianza de la desconfianza, tan sutil… tan sutil como lo era para el cadáver cuyo nombre no era Jason Bourne.
Abrió la puerta y entró en la habitación, en el infierno privado de un viejo. En el exterior, al otro lado de las ventanas tapadas por cortinajes, las sirenas ululaban y la gente gritaba. Espectadores de una arena invisible mofándose de lo desconocido, ajenos a sus causas insondables.
Jason cerró la puerta y permaneció inmóvil. La amplia habitación estaba llena de sombras, iluminada sólo por la lámpara de la mesita de noche. Contempló una triste escena, que habría deseado no tener que presenciar. Villiers había arrastrado un sillón de escritorio, de respaldo alto, desde el otro extremo de la habitación, y estaba sentado en él a los pies de la cama, con los ojos clavados en la mujer muerta tendida en la colcha. La cabeza bronceada de Angélique Villiers descansaba sobre la almohada; los ojos muy abiertos, proyectándose fuera de las órbitas. Tenía la garganta hinchada, y en esa zona la piel era de un rojo púrpura, y la magulladura se había extendido por todo el cuello. En contraste con la cabeza erguida, su cuerpo seguía retorcido, contorsionado por su lucha salvaje; las piernas extendidas; la bata, desgarrada, y sus pechos asomaban por entre la seda: incluso en la muerte destilaba sensualidad. No había habido ningún intento de disimular a la ramera.
El viejo soldado estaba sentado como un niño perplejo castigado por una acción insignificante, como si el verdadero crimen hubiese escapado al razonamiento de su atormentador e incluso el suyo propio. Apartó los ojos de la muerta y miró a Bourne.
—¿Qué ha pasado allá afuera? —preguntó en tono monocorde.
—Unos hombres vigilaban su casa. Hombres de Carlos; eran cinco. He iniciado un incendio en la manzana; no ha habido ninguna víctima. Sólo quedaba uno de los hombres; lo he puesto fuera de combate.
—Es usted una persona llena de recursos, Monsieur Bourne.
—En efecto, tengo muchos recursos —convino Jason—. Pero ellos regresarán. El incendio será sofocado y regresarán; lo harán incluso antes de que ello ocurra, si Carlos suma dos más dos; y creo que así será. En ese caso, mandará a alguien. No vendrá personalmente, desde luego, pero enviará a uno de sus pistoleros. Cuando ese hombre lo encuentre a usted… y a ella… lo matará. Carlos la pierde a ella, pero sigue siendo el vencedor. Gana por partida doble: lo ha usado a usted a través de ella, y al final lo matará. Él se marcha tranquilamente y usted está muerto. La gente podrá sacar las conclusiones que desee, pero no creo que sea muy halagadoras para usted.
—Es usted muy preciso. Se siente muy seguro de sus juicios.
—Sé de lo que estoy hablando. Preferiría no tener que decir lo que voy a decirle, pero no es momento para tener en cuenta los sentimientos de nadie.
—A mí ya no me queda ninguno. Diga lo que desee.
—Su esposa le dijo a usted que era francesa, ¿no es verdad?
—Sí, del sur de Francia. Su familia era de Loures Barouse, cerca de la frontera española. Vino a París hace muchos años. Vivía con una tía. ¿Por qué me lo pregunta?
—¿Alguna vez conoció a alguien de su familia?
—No.
—¿No asistieron a la boda?
—Después de pensarlo bien, nos pareció mejor no invitarlos. La disparidad de nuestras edades podría haberlos perturbado.
—¿Y qué me dice de la tía de París?
—Falleció antes de que Angélique y yo nos conociéramos. ¿Qué sentido tiene todo este interrogatorio?
—Su esposa no era francesa. Dudo mucho que tuviera alguna vez una tía en París, y su familia no era de Loures Barouse, si bien la proximidad con la frontera española tiene cierta relevancia. Podía disimular muchas cosas, explicar muchas otras.
—¿Qué quiere decir?
—Era venezolana, prima hermana de Carlos, y su amante desde los catorce años. Formaban un equipo, un equipo que funcionaba hacía muchos años. Me dijeron que era la única persona en el mundo que a Carlos le importaba algo.
—Una prostituta.
—El instrumento de un asesino. Me pregunto cuántos blancos preparó. Cuántos hombres valiosos murieron a causa de ella.
—Yo no puedo matarla dos veces.
—Pero puede usarla. Saque provecho de su muerte.
—¿La locura a que usted hizo referencia?
—La única locura sería que usted arrojara su vida por la borda. La victoria de Carlos sería total: él sigue usando su pistola… y los cartuchos de dinamita… y usted se convierte en mera cifra de una estadística. Una muerte más, sumada a una larga lista de cadáveres ilustres. Eso sí que sería demencial.
—¿Y usted afirma ser una persona sensata? ¿Usted está dispuesto a asumir la culpa por un crimen que no cometió? ¿Por la muerte de una ramera? ¿Perseguido por una muerte en la que no tuvo nada que ver?
—Eso es parte de la cuestión. De hecho, lo esencial.
—No me hable de locuras, jovencito. Le ruego que se vaya. Lo que acaba de decirme me da valor para enfrentarme con el Dios Todopoderoso. Si alguna vez ha estado justificada alguna muerte, ha sido la de ella a mis manos. Miraré a Cristo a los ojos y le juraré.
—Entonces ha decidido darse por vencido —dijo Jason, advirtiendo el bulto de un arma en el bolsillo de la chaqueta del viejo.
—No esperaré a que me sometan a juicio, si se refiere a eso.
—¡Oh, eso es perfecto!, general ni al propio Carlos se le hubiese ocurrido nada mejor. Ningún movimiento superfluo de su parte; ni siquiera tendrá necesidad de usar su propia pistola. Pero las personas que realmente cuentan sabrán que fue obra de Carlos; que fue él quien lo causó.
—Aquellos que cuentan no sabrán nada en absoluto. Une affaire de coeur… une grave maladie… no me preocupa lo que digan los asesinos y los ladrones.
—¿Y si yo revelara la verdad? ¿Si dijera por qué la mató?
—¿Quién lo escucharía? Incluso aunque viviera para contarlo. Yo no soy ningún tonto, Monsieur Bourne. Usted huye de algo más que de Carlos. Es un hombre perseguido por muchos, y no tan sólo por una persona. Usted prácticamente me lo dijo. No quiso darme su nombre… por mi propia seguridad, según dijo. Cuando, y si todo esto terminaba, adujo, tal vez fuera yo el que no desearía ser visto con usted. Ésas no son las palabras de alguien en quien los demás depositan su confianza.
—Confió usted en mí.
—Ya le dije por qué —replicó Villiers, apartando la mirada de él y fijándola en su esposa muerta—. Es algo que vi en los ojos de usted.
—¿La verdad?
—La verdad.
—Entonces, vuelva a mirarme. La verdad sigue estando allí, en el camino de Nanterre dijo usted que escucharía lo que tenía que decirle porque yo le había devuelto la vida. Estoy tratando de devolvérsela una vez más. Puede salir de aquí libre, sin mancha, seguir defendiendo las cosas importantes para usted, que fueron importantes para su hijo. ¡Puede usted vencer…! No me juzgue mal: no estoy siendo noble. El hecho de que usted siga con vida y haga lo que le pido, es la única manera que tengo de seguir viviendo yo, la única forma de llegar a ser libre.
—¿Por qué? —preguntó el viejo soldado levantando la mirada.
—Ya le he dicho que quería a Carlos porque me habían despojado de algo, algo muy necesario para mi vida, mi memoria, y él fue el causante de ello. Ésa es la verdad, o por lo menos, creo que es la verdad, pero no toda la verdad. Hay otras personas involucradas, algunas de ellas decentes, otras no, y el trato que hice con ellas fue que atraparía a Carlos. Ellos quieren lo mismo que usted. Pero ocurrió algo que no puedo explicarle, que ni siquiera trataré de explicarle, y esas personas creen que yo las traicioné. Creen que hice un pacto con Carlos, que les robé millones y maté a algunas personas que eran mi enlace con ellos. Tienen hombres apostados por todas partes, y las órdenes son de disparar. Usted tiene razón: no huyo sólo de Carlos. Me acosan hombres que no conozco y que no puedo ver. Y por motivos que nada tienen que ver con la realidad. Yo no hice lo que ellos aseguran que hice, pero nadie parece querer escucharme. No tengo ningún pacto con Carlos, y usted sabe que es así.
—Le creo. Nada me impide hacer una llamada y hablar en su favor. Le debo a usted eso.
—¿Y cómo lo haría? ¿Qué diría?: «El hombre al que conozco como Jason Bourne no tiene ningún pacto con Carlos. Lo sé porque me reveló el nombre de la amante de Carlos, y esa mujer era mi esposa, la esposa que estrangulé para que el deshonor no recayera sobre mi apellido. En este mismo momento estoy a punto de llamar a la Sureté y confesar mi crimen; aunque, desde luego, no les diré los motivos que tuve para hacerlo. Ni por qué me quitaré la vida…» ¿Es eso, general? ¿Es eso lo que les dirá?
El viejo se quedó mirando silenciosamente a Bourne, comprendiendo con claridad la contradicción básica implícita en sus palabras.
—Entonces, no veo cómo ayudarle.
—Muy bien. Espléndido. Carlos triunfa en toda la línea. Ella gana. Usted pierde. Su hijo, también. ¡Vamos, llame a la Policía, y luego métase el cañón del revólver en su maldita boca y levántese la tapa de los sesos! ¡Adelante! ¡Eso es lo que quiere! ¡Tirar la esponja, acostarse y morir! Usted ya no sirve para nada. ¡Es un viejo que sólo se compadece de sí mismo! Y Dios sabe que no es rival para Carlos. No es rival para el hombre que puso cinco cartuchos de dinamita en la rué de Bac y mató a su hijo.
Las manos de Villiers comenzaron a temblar, temblor que se extendió hasta la cabeza.
—No me haga eso. Se lo advierto, no haga eso conmigo.
—¿Me lo advierte? ¿Qué quiere decir que está usted dándome órdenes? ¿El hombrecillo de enormes botones de bronce está dando una orden? Pues bien, ¡olvídelo! ¡Yo no recibo órdenes de un hombre como usted! ¡Usted es un farsante! ¡Es peor que las personas a las que ataca; ellos, por lo menos, tienen suficientes agallas para hacer lo que dicen que harán! Usted, no. Son puras palabras. Palabras huecas que sólo sirven para tranquilizar su conciencia. ¡Acuéstese y muérase, viejo! ¡Pero no me dé órdenes!
Villiers separó las manos y saltó de la silla como un resorte, con su agobiado cuerpo temblando de furia:
—Se lo he advertido. ¡Basta!
—A mí no me interesan sus advertencias. Tuve razón en lo que pensé la primera vez que lo vi. Usted está al lado de Carlos. Ha sido su lacayo en vida, y lo seguirá siendo cuando esté muerto.
El rostro del viejo soldado se contorsionó de dolor. Esgrimió el revólver; el gesto, patético, y, sin embargo, la amenaza, real.
—He matado a muchos hombres en mi vida. En mi profesión fue un hecho inevitable, con frecuencia perturbador. No deseo matarlo en este momento, pero lo haré si insiste en contrariarme. ¡Váyase! Salga de esta casa.
—¡Qué formidable! Debe de estar usted conectado al cerebro de Carlos. ¡Usted me mata, y él carga con todos los premios!
Jason dio un paso hacia delante, consciente de que era el primer movimiento que había hecho desde que había entrado en la habitación. Vio cómo Villiers abría los ojos de par en par; agitó el revólver, y su sombra vacilante se proyectó en la pared. Una ligera presión y el percutor caería hacia delante, haciendo que la bala se incrustara en el blanco. Pues, al margen de la locura del momento, la mano que empuñaba el arma se había pasado la vida aferrando acero; tendría la firmeza necesaria cuando llegara el momento, si es que llegaba tal momento. Ése era el riesgo que Bourne debía correr. Sin Villiers, sus posibilidades serían nulas; era preciso convencer de ello al viejo. Jason gritó de pronto:
—¡Vamos! ¡Dispare! ¡Máteme! ¡Cumpla las órdenes de Carlos! Es usted un soldado. Tiene sus órdenes. Cúmplalas.
El temblor de la mano de Villiers era más intenso, y los nudillos se le veían blancos cuando levantó el arma y apuntó a la cabeza de Bourne. Entonces Jason oyó el susurro que brotaba de la garganta del viejo:
—Vous étes un soldat… arrétez… arrétez.
—¿Qué?
—Soy un soldado. Alguien me lo recordó hace muy poco, una persona muy querida para usted —Villiers hablaba con toda calma—. Ella obligó al viejo guerrero a recordar quién era… quién había sido. On dit que vous étes un gégant. Je le crois. Ella tuvo la gentileza, la bondad de decirme también eso. Que le habían dicho que yo era un gigante, y que ella lo creía. Estaba equivocada, ¡oh, Dios Todopoderoso, cómo se equivocaba!, pero lo intentaré. —André Villiers bajó el revólver; había un toque de dignidad en su gesto. La dignidad de un soldado que entrega sus armas. La dignidad de un gigante—. ¿Qué quiere que haga?
Jason respiró, aliviado.
—Que obligue a Carlos a correr tras de mí. Pero no aquí, no en París. Ni siquiera en Francia.
—¿Dónde, entonces?
Jason no se lo dijo; en cambio, le preguntó:
—¿Puede usted sacarme del país? Le advierto que me buscan. A estas alturas, mi nombre y descripción deben de estar en todos los despachos de inmigración y puestos de frontera de toda Europa.
—¿Por motivos equivocados?
—Por motivos equivocados.
—Le creo. Sí, hay maneras de sacarlo de aquí. El Conseiller Militaire puede hacerlo y lo hará si yo se lo pido.
—¿Aunque yo tenga una identidad falsa? ¿Y sin decirle a ellos por qué?
—Mi palabra basta. Me lo he ganado.
—Otra pregunta. El asistente de que usted me ha hablado. ¿Confía en él; de veras confía en él?
—Ciegamente. Por encima de todos los demás hombres.
—¿Le confiaría usted la vida de otra persona? ¿De una que usted describió acertadamente como muy querida para mí?
—Por supuesto. ¿Por qué? ¿Viajará usted solo?
—Debo hacerlo. Ella jamás me permitiría ir allá.
—Pero tendrá que darle alguna explicación.
—Sí. Le diré que debo ocultarme; aquí en París, o en Bruselas, o en Amsterdam. Que son ciudades en las que Carlos opera. Pero que ella tiene que alejarse de París; nuestro coche fue encontrado en Montmartre. Que los hombres de Carlos están revisando cada calle, cada departamento, cada hotel. Que ahora usted y yo trabajamos juntos; que su asistente la llevará a algún pueblecito del interior, donde estará segura. Eso es lo que le diré.
—Hay una pregunta que debo hacerle en este momento. ¿Qué ocurrirá si usted no regresa?
Bourne trató de que su voz no reflejara ningún tono de súplica:
—En el avión tendré tiempo de sobra. Le escribiré explicándole todo lo que ha ocurrido, todo lo que… puedo recordar. Le enviaré la carta a usted, y usted tomará las decisiones del caso. Con ella. Ella dijo que usted era un gigante. Tome las decisiones adecuadas. Protéjala.
—Vous étes un soldat… arrétez. Tiene usted mi palabra. Nadie le hará ningún daño.
—Es todo cuanto puedo pedir.
Villiers arrojó el arma sobre la cama, cayó entre las piernas contorsionadas y desnudas de la muerta; el viejo soldado tosió y volvió a adoptar su postura.
—Y ahora, hablemos algo de los detalles concretos, jovencito —dijo, mientras en su voz volvía a notarse una cierta torpeza, pero también decididamente, un toque de autoridad—. ¿Cuál es exactamente su plan?
—Para comenzar, usted ha sufrido un colapso, está en estado de shock. Es un autómata que sigue instrucciones que no comprende, pero que debe obedecer.
—Lo cual no difiere demasiado de la realidad, ¿no le parece? —interrumpió Villiers—. Por lo menos, antes de que un hombre joven, con la verdad en sus ojos, me obligara a escucharlo. Pero ¿cómo se produce ese estado? ¿Y por qué?
—Todo lo que usted sabe, todo lo que alcanza a recordar, es que un hombre entró en su casa durante el incendio y le golpeó la cabeza con un revólver; usted se desplomó y perdió el sentido. Cuando recobró el conocimiento, encontró a su esposa muerta, estrangulada, y una nota junto a su cadáver. El contenido de esa nota fue lo que le hizo perder el juicio.
—¿Y en qué consistirá?
—En la verdad —respondió Jason—. La verdad que usted jamás permitirá que nadie sepa. Lo que ella era para Carlos, lo que él era para ella. El asesino que escribió la nota le dejó un número de teléfono, diciéndole que por medio de él podría confirmar sus palabras. Y que, una vez que se sintiera satisfecho, podía destruir la nota y denunciar el crimen como se le antojara. Pero que, a cambio de decirle la verdad, y de matar a la ramera que había participado tan estrechamente en la muerte de su hijo, quiere que usted entregue un mensaje escrito.
—¿A Carlos?
—No. Él enviará un emisario.
—Menos mal. No estoy muy seguro de poder seguir adelante si tuviera que enfrentarme personalmente con él.
—Recibirá el mensaje.
—¿En qué consistirá?
—Yo se lo escribiré; usted podrá entregárselo al hombre que le envíen. Debe ser muy preciso, tanto en lo que dice como en lo que omite. —Bourne echó una mirada a la muerta, a la garganta hinchada—. ¿Tiene un poco de alcohol?
—¿Una bebida alcohólica?
—No. Alcohol. O si no un poco de colonia.
—Estoy seguro de que en el botiquín hay un frasco de alcohol.
—¿Le importaría traérmelo? Y también una toalla, por favor.
—¿Qué piensa hacer?
—Poner mis manos donde estuvieron las suyas. Sólo a título de precaución, aunque no creo que nadie lo interrogue. Mientras yo me ocupo de eso, llame a quien sea necesario para sacarme de Francia. El factor tiempo es importante. Debo estar en camino antes de que usted se ponga en contacto con el emisario de Carlos, y por cierto que mucho antes de que llame a la Policía. De lo contrario, todos los aeropuertos estarían vigilados.
—Supongo que puedo retrasar esa última llamada hasta el amanecer. Por ser un viejo en estado de shock, como usted dice. Pero no mucho más. ¿Adonde irá?
—A Nueva York. ¿De veras podrá sacarme? Tengo un pasaporte que me identifica como George Washburn Y está muy bien hecho.
—Lo cual me facilita mucho las cosas. Tendrá usted status diplomático. Vía libre a ambos lados del Atlántico.
—¿Cómo ciudadano inglés? El pasaporte es británico.
—Como miembro de la OTAN: usted es parte de un equipo anglo norteamericano encargado de negociaciones militares. Nosotros facilitamos su regreso rápido a los Estados Unidos a fin de que pueda recibir nuevas instrucciones. No es nada insólito, y será suficiente para que usted pueda pasar y sin más trámite por los dos puestos de inmigración.
—Excelente. He revisado los horarios. Hay un vuelo de «Air France» a Nueva York a las siete de la mañana.
—Estará usted a bordo. —El viejo hizo una pausa; aún no había terminado de hacer preguntas. Dio un paso hacia Jason—. ¿Por qué Nueva York? ¿Qué lo hace estar tan seguro de que Carlos lo seguirá a Nueva York?
—Son dos preguntas con respuestas diferentes —replicó Bourne—. Tengo que entregarlo precisamente en el mismo lugar en que él hizo suponer que yo había matado a cuatro hombres y a una mujer a la que no conocía… pero uno de los hombres era alguien muy allegado a mí, alguien de mi misma sangre, supongo.
—No comprendo.
—Yo tampoco estoy muy seguro de entenderlo. Pero no hay tiempo. Estará todo en lo que yo le escribiré cuando esté en el avión. Tengo que probar que Carlos sabía. Un edificio en Nueva York. Donde ocurrió todo. Ellos tienen que comprender. Él conocía su existencia. Confíe en mí.
—Confío en usted. ¿Qué me dice entonces de la segunda pregunta? ¿Por qué se supone que lo seguirá hasta allá?
Jason volvió a mirar a la mujer muerta.
—Por instinto, tal vez. Yo he matado a la única persona que a él le importa. Si se tratara de otra persona y Carlos la hubiese matado, yo lo perseguiría por todo el mundo hasta dar con él.
—Quizá sea más práctico que usted. Creo que ése fue el argumento que usted usó conmigo con anterioridad.
—Hay otro factor —replicó Jason, apartando los ojos de Angélique Villiers—. No tiene nada que perder, y sí mucho que ganar. Nadie sabe qué aspecto tiene, pero él me conoce de vista. Mas no sabe cuál es el estado de mi mente. Me ha desconectado, aislado, convirtiéndome en alguien que jamás se supuso yo sería. A lo mejor tuvo demasiado éxito en ese sentido; tal vez yo esté loco, haya perdido la razón. Dios sabe que matarla a ella fue un acto de locura. Mis amenazas son irracionales. ¿Cuál será mi grado real de irracionalidad? Y un hombre irracional, un enajenado mental, es un hombre dominado por el pánico. Es fácil quitarlo del medio.
—Su amenaza, ¿es de veras irracional? ¿Es posible quitarlo de la circulación?
—No estoy muy seguro. Sólo sé que no tengo opción.
No la tenía. Al final era como al principio. Atrapa a Carlos. Caín es Charlie y Delta es Caín. El hombre y el mito por fin eran una sola cosa, las imágenes y la realidad se habían fusionado. No había otro camino.
Habían transcurrido diez minutos desde que llamara a Marie; le mintió y captó una serena aceptación en su voz, sabiendo que aquello significaba que ella necesitaba un poco más de tiempo para reflexionar. No le había creído, pero creía en él; tampoco ella tenía otra opción. Y él no podía hacer nada para aliviar su dolor; no había habido tiempo, no había tiempo. Ahora todo estaba en marcha; Villiers estaba en el piso de abajo llamando a un número del Conseiller Militaire de Francia, para casos de emergencia, haciendo todos los arreglos necesarios para que un hombre con un pasaporte falso saliera de París en avión, con status diplomático. En menos de tres horas, ese hombre estaría volando sobre el Atlántico, aproximándose al aniversario de su propia ejecución. Era la clave de todo; era la trampa. Era el último acto irracional, la enajenación lo que lo había hecho elegir aquella fecha.
Bourne permaneció de pie junto al escritorio; dejó el bolígrafo y estudió las palabras que había escrito en el papel de cartas de una mujer muerta. Eran las palabras que un viejo destrozado y confundido debía repetir por teléfono a un emisario desconocido, quien le exigiría que le entregase el papel y se lo daría a Ilich Ramírez Sánchez.
Yo maté a tu ramera y volveré para buscarte. Hay setenta y una calles en la jungla. Una jungla tan densa como Tam Quan, pero hubo un sendero que pasaste por alto, una bóveda en el sótano que no conocías, igual que no sabías nada de mí hace once años, el día de mi ejecución. Otro hombre sí lo sabía y lo mataste. Pero no importa. En esa bóveda hay documentos que me darán la libertad. ¿Creíste que me convertiría en Caín sin esa protección final? ¡Washington no se atreverá a ponerme ni un dedo encima! Parece justo que en la fecha de la muerte de Bourne, Caín recoja los documentos que le garantizarán una larga vida. Tú marcaste a Caín. Ahora soy yo el que te marco. Regresaré, y entonces podrás reunirte con la ramera.
Delta.
Jason dejó caer la nota en el escritorio y se acercó a la muerta. El alcohol se había secado, la henchida garganta estaba preparada. Se inclinó, extendió los dedos y colocó las manos en el lugar en que otras manos habían presionado.
Locura.